lunes, 26 de abril de 2010

“Yo Soy el Pan de Vida”


La afirmación de Jesús (cfr. Jn 6, 44-51) toma por sorpresa a los hebreos, y los deja perplejos. ¿Cómo puede decir Jesús que es “el Pan de Vida”? ¿Cómo puede afirmar que Él es el Pan Vivo bajado del cielo? ¿Acaso no es “el hijo del carpintero”, “el hijo de José y María”? ¿Acaso ellos no conocían su origen? ¿Acaso no decían: “Sabemos de dónde viene, sus parientes viven entre nosotros?” (cfr. Mc 6, 16).
Estas preguntas surgen porque quienes veían a Jesús, lo veían solo como a un hombre más, pero no podían ver que era al mismo tiempo Dios, y por eso, la incredulidad.
Y sin embargo, a pesar de la incredulidad de los hebreos, Jesús es el Pan de Vida eterna, porque Él es Dios en Persona, es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, y como Dios, es la eternidad en sí misma, y como es la eternidad, se dona como Pan de Vida eterna en la Ultima Cena.
La misma incredulidad muestra hoy el mundo ante la afirmación de la Iglesia de que la Eucaristía es el Pan de Vida eterna.
Quienes ven la Eucaristía se muestran incrédulos porque así como Jesús aparecía como un hombre más, así la Eucaristía parece un pan más entre otros, y sin embargo, la Eucaristía es el Pan de Vida eterna, porque contiene el cuerpo humano divinizado y resucitado de Jesús, y el Ser divino de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que es la eternidad en sí misma.
La Eucaristía es el Pan de Vida eterna, porque contiene la substancia humana divinizada de Cristo, y la substancia divina del Hijo de Dios, las cuales son donadas como Pan Vivo bajado del cielo en la renovación sacramental del sacrificio de la cruz, la Santa Misa.
De esta verdad eterna debemos dar testimonio ante el mundo.

domingo, 4 de abril de 2010

Domingo de Resurrección


En el Viernes Santo, cuando Jesús murió en la cruz, el mundo quedó a oscuras, porque se apagó el Sol de justicia, Cristo Jesús; el Sábado Santo, cuando los discípulos, acompañados por María y las santas mujeres, dejaron el cuerpo muerto de Jesús en la losa fría del sepulcro, todo el sepulcro quedó a oscuras, porque la “luz de luz”, el “Dios de Dios”, se había apagado, y todo estaba en tinieblas. Parecía el triunfo de las tinieblas, porque la gloria de Dios, que es luz, se había ocultado a los hombres, y los hombres, en su maldad, creían haber dado muerte a Dios y a su gloria, creían haber apagado para siempre su luz.
Pero en el Domingo de Resurrección, todo cambia. Del cuerpo muerto de Jesús, tendido sobre la piedra del sepulcro, comienza a verse una pequeña luz, a la altura de su corazón; esa luz, que primero tiene la intensidad de la luz de una pequeña candela, se va haciendo cada vez más y más intensa; aumenta su intensidad, y a la vez que aumenta su intensidad, se esparce, desde el corazón, a todo el cuerpo de Jesús, inundándolo de luz; la luz se hace más intensa, tan intensa, que parece un sol, dos soles, mil soles juntos; se hace tan intensa, que ya no hay nada creado con que se pueda comparar a esta luz; Jesús abre los ojos, de sus heridas del corazón y de sus manos y pies, todavía abiertas, surgen, no ya la sangre del Calvario, sino la luz de la gloria de Dios; todo el cuerpo de Jesús está inundado de la luz divina, que es la gloria de Dios, de una luz que surge de su propio Ser divino; su cuerpo, así glorificado y luminoso, atraviesa la sábana mortuoria, dejando impresa, por la luz y por el fuego, su imagen, convirtiendo la mortaja en el Santo Sudario; a partir de la Resurrección de Jesús, la mortaja, la tela que envolvía un muerto, un cadáver, será ahora la Sábana Santa, el testigo vivo de la Resurrección del Señor.
La luz de la gloria de Dios inunda el sepulcro, y a partir del Domingo de Resurrección, la piedra del sepulcro queda vacía, porque Cristo resucitó; la luz de la gloria de Dios, la luz que inundó el sepulcro, esa misma luz, es la luz que inunda el altar eucarístico, en la consagración. La luz de la Resurrección, que inundó el cuerpo de Cristo, es la luz que irradia el cuerpo glorioso de Cristo en la consagración, en la Santa Misa. Si en el Domingo de Resurrección la piedra del sepulcro quedó vacía, porque Cristo resucitó con su cuerpo glorioso, en cada Domingo, en cada Santa Misa, la piedra del altar eucarístico queda ocupada por la Presencia del cuerpo glorioso de Cristo Resucitado en la Eucaristía. El Domingo de Resurrección se desocupó el sepulcro, porque ya no está más ahí el cuerpo muerto de Jesús, para que en el Domingo, en la Santa Misa, se ocupe la piedra del altar, con el cuerpo vivo, glorioso, resucitado, luminoso, de Jesús en la Eucaristía.

viernes, 2 de abril de 2010

Viernes Santo: la Adoración de la Cruz


Lo que caracteriza al Viernes Santo es la adoración de la cruz. Podemos preguntarnos si esta adoración es legítima, puesto que la única adoración debida es a Dios. Entonces: si sólo a Dios debemos adoración, ¿por qué adorar a la cruz? Los primeros apologistas cristianos se oponían a la adoración de la cruz. Por ejemplo, Minucia Félix, en el siglo III: “Más bien sois vosotros (los paganos), quienes al consagrar vuestros dioses de madera, adoráis acaso cruces de madera como partes de vuestras divinidades. Y vuestras mismas insignias, los estandartes y las banderas, ¿qué otra cosa son más que cruces doradas y adornadas? Vuestros trofeos de victoria no sólo tienen la apariencia de una cruz, sino de un hombre crucificado”.
Este apologista ve, en la adoración de la cruz, algo pagano, y por eso la rechaza. Esto no quiere decir que los cristianos se comporten como paganos, cuando adoran la cruz, pero nos conduce a entender correctamente la adoración de la cruz.
Es verdad que los cristianos adoramos la cruz, y como signo exterior de esta adoración y veneración, la besamos y nos arrodillamos delante de ella, pero, ¿no es acaso la cruz un objeto de madera? ¿No caemos en la idolatría del paganismo, cuando adoramos un objeto de madera?
Debemos entender correctamente cuál es la verdadera adoración de la cruz: no adoramos la cruz en cuanto objeto de madera, sino que adoramos a Cristo Dios crucificado en la cruz, que se ha hecho Èl mismo el signo de la cruz, al extender sus brazos[1]. No adoramos un simple madero, porque eso sería caer en el paganismo: adoramos la cruz en cuanto adoramos a Cristo que, con los brazos extendidos en la cruz, se ha hecho Él mismo signo de la cruz y la cruz misma. Y si adoramos a la cruz, la adoramos no en cuanto ella, como objeto de madera, sino porque ella está impregnada con la sangre del Cordero de Dios.
Nuestra adoración de la cruz no es entonces a la cruz en cuanto objeto de madera, sino a Cristo Dios que se ha hecho signo de cruz y cruz en sí, con sus brazos extendidos, y nuestra adoración es además a la sangre de Cristo que empapa la cruz. Otra característica de nuestra adoración a la cruz es que es ante todo interior, y no meramente exterior, como hacen los paganos.
Adoramos la cruz, adoramos a Cristo crucificado, porque Él es Dios Eterno, y por Él y por la humillación de la cruz no sólo hemos sido salvados, sino que hemos sido hechos hijos adoptivos de Dios, con la misma filiación divina y eterna con la cual Cristo es Dios Hijo desde la eternidad.
[1] Cfr. Casel, O., El misterio de la cruz, 244.

Jueves Santo: La Última Cena, la Primera Misa





Debemos estar muy atentos para no dejar pasar por alto el significado de la Última Cena, y de la liturgia de la Última Cena. Puesto que en la Última Cena Jesús habla del don de sí mismo, podemos creer que el cristianismo se reduce a donar parte de nuestro ser en las diversas circunstancias de la vida, como por ejemplo, donar mi tiempo, donar mi inteligencia, donar mi dinero, etc. Por otro lado, en la misa del Jueves Santo, se realiza el lavatorio de los pies, y como esto implica una enorme humildad, podemos creer, equivocadamente, que el mensaje de Jesús se reduce a un llamado a la humildad, exhortándonos a través de su ejemplo.
En la Última Cena hay algo más que el don de sí mismo, y en la Santa Misa, hay mucho más que un llamado a simplemente vivir la virtud de la humildad.
Para comprender el sentido sobrenatural de la Última Cena, y el sentido de la Misa, como representación sacramental de la Última Cena y del sacrificio de la cruz, hay que remontarse a la pascua judía. La pascua judía consistía en una comida ritual, un banquete con significado religioso, en el que se conmemoraba la doble liberación de Israel: la liberación de la esclavitud de Egipto, y la liberación que iba a traer el Mesías, cuando viniera[1]. Según la tradición judía, esta liberación por parte del Mesías, se debía cumplir en el transcurso de una pascua. La Última Cena de Jesús coincide con la pascua judía, y no es por casualidad: en la Última Cena, la Pascua de Jesús, se cumplirá todo lo que estaba prefigurado en la pascua judía.
En la pascua judía se servían hierbas amargas, las cuales recordaban a los israelitas el alimento que recibían en Egipto, tierra de esclavitud; luego, se servía pan ázimo, sin levadura, además del cordero pascual, asado, y vino. El padre de familia tomaba el pan, lo levantaba, y decía: “Este es el pan que nuestros padres comieron en Egipto. Quien tiene hambre que se acerque. Quien tenga necesidad, que venga a celebrar la Pascua”[2]. Se encendían las luces, se bendecía a Dios por haber creado la luz, y luego, el más joven de la familia, preguntaba: “¿Por qué esta noche es distinta a las otras?”. Respondía el padre de familia, haciendo un recuento histórico de todos los milagros obrados por Yahvéh a favor de Israel, desde la liberación de Egipto, hasta la promulgación de la ley[3].
Finalizado esto, el padre de familia tomaba el pan, lo partía, y bendecía a Dios diciendo: “Bendito seas, Señor Dios nuestro, que haces producir el pan de la tierra”.
Consumía el pan, luego consumía el cordero, que había sido preparado con las hierbas amargas, y se servía el vino, con otra fórmula de bendición[4].
La Pascua Judía era un anticipo y una prefiguración de la verdadera Pascua, la Pascua de Jesús, de ahí la importancia de conocerla. En la Pascua Judía se servían hierbas amargas, como recuerdo de la esclavitud de Egipto; además, se servía pan ázimo, junto al cordero pascual, asado en el fuego, y vino, en el cáliz de bendición. Se recitaban oraciones de alabanzas y de acción de gracias, y se recordaban los prodigios obrados por Yahvéh a favor del Pueblo Elegido. En la Última Cena, las hierbas amargas están reemplazadas por la amargura de la Pasión, por la inminencia de los dolores que habrán de abatirse sobre el Hombre-Dios; en la Última Cena se sirve pan ázimo, sin levadura, el Pan de Vida Eterna, y se sirve además carne de cordero, la carne gloriosa, resucitada, asada en el fuego del Espíritu Santo, del Cordero de Dios; se acompañan estos alimentos con el Vino de la Alianza Eterna y definitiva, servido en el cáliz de bendición, el cáliz del altar. La Última Cena es la realidad de la figura que era la Pascua Judía, pero también es el anticipo sacramental del sacrificio de la cruz: en el sacrificio de la cruz, se inmola el Cordero de Dios, en el fuego del Espíritu, y se entrega como Pan de Vida eterna para la salvación del mundo, y derrama su sangre, la cual será servida, como Vino de la Alianza Eterna y definitiva, en el banquete escatológico, la Santa Misa.
La Pascua Judía era un anticipo de la Pascua de Jesús, y la Pascua de Jesús, la Última Cena, es un anticipo del Sacrificio de la cruz y del Sacrificio del altar.
Las celebraciones litúrgicas encierran un gran misterio, y es por este motivo que no tenemos que perder de vista el misterio sobrenatural en el que estamos inmersos: si la Pascua Judía es una prefiguración de la Última Cena, la Última Cena es la Primera Misa, y la Misa es la renovación sacramental de la Última Cena y del Sacrificio del Calvario. Es la Primera Misa, porque en la Última Cena Cristo pronuncia las palabras de la consagración –esto es mi cuerpo, esta es mi sangre-, y deja, en la Hostia del Cenáculo, su Presencia sacramental, antes de subir a la cruz. En la Última Cena Cristo entrega, en modo sacramental, su Cuerpo y su Sangre, los cuales serán entregados en forma real en el sacrificio de la cruz. La Última Cena anticipa el Sacrificio de la cruz, y en la Santa Misa se renuevan sacramentalmente, tanto el Sacrificio de la cruz, como la Última Cena.
[1] Cfr. Rocchetta, C., I sacramenti della fede, Edizioni Dehoniane Bologna, Bologna 1998, 100.
[2] Cfr. Rocchetta, o. c., 101.
[3] Cfr. Rocchetta, ibidem.
[4] Cfr. Rocchetta, ibidem.