domingo, 31 de octubre de 2010

La conversión de Zaqueo


“Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque el Hijo del hombre vino a buscar y salvar lo que estaba perdido” (cfr. Lc 19, 1-10). Jesús atraviesa la ciudad de Jericó y en su recorrido, mira hacia el árbol hacia el cual se había subido Zaqueo para poder ver a Jesús, y le dice que baje, que quiere ir a comer a su casa.

Después de que Jesús le dice que quiere ir a su casa, Zaqueo dice que donará la mitad de sus bienes a los pobres y que, si ha perjudicado a alguien quedándose con lo que no era suyo, le devolverá cuatro veces más.

Jesús lo felicita por esta decisión, afirmando que ha llegado “la salvación” a la casa de este publicano.

Lo que el evangelio relata, entonces, es la conversión de Zaqueo, lo cual es algo bastante significativo, porque Zaqueo era publicano, y los publicanos eran considerados como pecadores públicos, indignos de trato y de respeto, porque eran recaudadores de impuestos al servicio del imperio romano que buscaban, de todas las formas posibles, cobrar impuestos más caros aún que los que exigía Roma, y por eso eran tenidos por ladrones. El Talmud, libro religioso judío, los considera como gente despreciable, con quienes todo era lícito, incluso despellejarlos, pues lo merecían por su condición de pecadores.

En su Evangelio, San Lucas se refiere a Zaqueo como “jefe de publicanos” (19, 2), lo cual aumenta todavía más su condición de persona. Los publicanos eran mal vistos por todo el pueblo judío, pero eran mal vistos de modo especial por los escribas y fariseos, porque éstos no sólo consideraban que era humillante para el pueblo de Israel pagar tributos al Imperio romano, sino que veían también un pecado legal, porque los publicanos tenían que tratar con paganos y con gente extraña a Israel, con lo cual incurrían, además del pecado del robo a favor del imperio, en el pecado de la impureza legal, porque se contaminaban con los paganos y gentiles. Esto es lo que hacía que la expresión “publicano” estuviera estrechamente unida y fuera sinónimo de “pecadores y gentiles” (cfr. Mt 18, 17; 21, 31-2; Lc 18, 10; Mc 2, 15).

Sin embargo, a pesar de toda esta connotación negativa que tenía el oficio de publicano, de recaudador de impuestos, Jesús no hace caso de los prejuicios farisaicos y cuando pasa junto al puesto de recaudación de Zaqueo, le invita a seguirle.

A su vez Zaqueo, que ya había visto y oído predicar en varias ocasiones a Jesús, se decide a seguirle sin condicionamientos, y como prueba de esta decisión, basada en su conversión, lo invita a comer a su casa.

¿En qué consiste la conversión de Zaqueo? Podríamos pensar que, influenciado por el mensaje moral de Jesús, su conversión consiste en un gran deseo de ser generoso y honesto, ya que lo primero que afirma es que va a ayudar a los pobres con sus bienes, y que va a devolver cuatro veces más a quien pudiera haber estafado.

Sin embargo, la conversión de Zaqueo no consiste en un simple cambio de la voluntad, ni se limita a la mera devolución de bienes, ni al don de sus bienes a los más necesitados.

La conversión de Zaqueo implica un movimiento del espíritu hacia Cristo Dios, y una recepción, por parte suya, de un don gratuito y libre de Cristo, la gracia santificante.

La conversión de Zaqueo implica el haber recibido la gracia de parte de Jesucristo, una gracia donada sin mérito alguno por parte suya, que inhiere en lo más profundo del ser, y que desde las profundidades del ser trepa, hasta abarcar todo el ser del hombre, así como el fuego, comenzando desde la raíz del árbol, se extiende luego hasta sus ramas, y en su ascenso provoca, no la combustión del alma, sino la conversión, la transformación del alma, en una nueva creación, en un hijo de Dios, al cual le ha sido quitada la mancha del pecado original.

La cercanía de Jesucristo, Hombre-Dios, hace llegar al alma de Zaqueo su gracia santificante, la cual, tocando lo más profundo de su alma, le concede la conversión, que implica la eliminación del reato del pecado, y el don de la filiación divina.

Zaqueo descubre a Jesús, pero no porque se sube a un sicómoro, sino porque lo ve con la luz de la fe, y lo contempla en su misterio de Hombre-Dios, y lo acepta en su condición de Hombre-Dios y de Redentor de los hombres.

¿Qué implica la conversión? Según la doctrina católica, la renovación interior, o conversión, no consiste solamente en una rectificación de la voluntad, en un cambio de dirección, sino en una transformación y elevación de la misma mediante la infusión del amor sobrenatural de Dios, la caridad, y cuando esto sucede, el amor de Dios se convierte en principio de una nueva vida sobrenatural, colocando a la voluntad en una esfera completamente nueva, la esfera de la vida sobrenatural, de la vida en Dios; esto significa que la voluntad comienza a operar de un modo nuevo, comienza a amar de un modo nuevo, con una capacidad nueva, y es la capacidad de amar a Dios como Él mismo se ama. La voluntad es así transformada por la gracia, pero no sólo la voluntad es transformada: todo el ser es transformado y elevado interiormente por medio de la gracia de la filiación divina y de la participación en la divina naturaleza[1].

El hombre es así renovado en su interior, desde la raíz de su ser, por la gracia, la cual no sólo remite el reato, sino que esta renovación alcanza a la voluntad, que empieza a amar a Dios con nuevas fuerzas, con fuerzas sobrenaturales, divinas[2].

Como criaturas, debido al pecado, que como mal voluntario es ofensa de Dios, a su santidad divina y a su bondad divina, aún cuando nos arrepintamos, podemos lo mismo ser objetos de la ira de Dios, y ser repugnantes a los ojos de Dios; es decir, la criatura humana puede arrepentirse del pecado, pero ser odiado aún por la justicia divina, a causa del pecado, y mucho más, cuanto que Dios exige una reparación, una satisfacción adecuada, la cual no puede ser dada por la criatura[3]. Es decir, si no tenemos la gracia de la filiación, por el pecado, aún cuando nos arrepintamos, somos objeto de la ira de Dios, y merecemos ser apartados de su Presencia.

Pero si además de arrepentirnos, y por lo tanto, de volver voluntariamente a Dios, a quien hemos ofendido con el pecado, recibimos la gracia santificante, y con esta recibimos un nuevo y admirable nacimiento, por el cual pasamos del estado de servidumbre al seno de Dios; es decir, si por la gracia nos hacemos hijos de Dios, entonces, por este hecho, dejamos de ser objeto de la ira repugnancia a los ojos de Dios.

Entre los hombres, puede darse el caso de que un hijo, sin dejar de ser hijo, sea objeto de la ira de su padre, pero esto es imposible en la filiación divina; los hijos participan, como hijos, de la propia naturaleza del Padre, y por esto se vuelven gratos a Dios, quien los ve no como enemigos, sino como hijos suyos.

Por la luz de la gracia se elimina la oscuridad del pecado –y al revés, cuando entra la oscuridad del pecado en el alma, no puede perdurar la luz de la gracia-; ante la luz de la gracia se disipan, como el humo al viento, las sombras de los pecados cometidos, que perduraban en el reato, y la convertían al alma en algo oscuro y repugnante.

Por la gracia se elimina la distancia infinita que existe entre la pura criatura y la naturaleza divina, y se suprime la grieta producida por la culpa, y transforma al hombre, de siervo y de criatura, en hijo de Dios y en amigo de Dios, porque Dios sólo puede tener relaciones de amistad con sus hijos mientras éstos continúan siendo hijos.

Por esto se llama “gracia santificante”, porque excluye de la manera más completa toda perversión pecaminosa.

Entonces, por la gracia, no sólo se suprime el reato, sino que se produce una renovación y una transformación interior del hombre. El reato huye ante la gracia que penetra en el alma así como huye la obscuridad ante la luz.

Es esto lo que ocurre con el bautismo, en donde el Espíritu Santo, con su fuego divino, al entrar en el alma, quema, con su fuego divino, toda la escoria, todo lo que no pertenece a la santidad divina, entrando en el alma como fuego que todo lo purifica, y como agua que limpia al alma de toda suciedad de pecado.

Malaquías presenta al Hombre-Dios Jesucristo, como un fuego que todo lo derrite, que “ha de sentarse como para derretir el oro y la plata”, que purificará a los hijos de Levi y los acrisolará como oro y plata, para que ellos le ofrezcan con justicia los sacrificios[4].

La conversión de Zaqueo no consiste en una mera conversión moral, de la voluntad, por la cual se decide a llevar una vida honesta, devolviendo lo que no le pertenecía: la conversión de Zaqueo consiste en que él ha abierto las puertas de su casa, es decir, de su alma, de su corazón, a Jesús. Por eso Jesús dice que “la salvación ha llegado a esta casa”, no por la casa material de Zaqueo, sino porque “casa” es “alma”, y la salvación ha llegado porque Zaqueo ha permitido la entrada de Jesús en su alma.

En el episodio del Evangelio, Jesús entra en la casa material de Zaqueo, y Zaqueo, sólo por eso, se muestra tan agradecido y tan contento, que decide convertirse, donando de sus bienes a los pobres y procurando ser justo con el prójimo, además de convertirse en un discípulo de Jesús tan fiel, que luego será Mateo, uno de los cuatro evangelistas.

Para con nosotros, Jesús se comporta con un amor infinitamente más grande que el que demostró para con Zaqueo, porque en cada comunión, Jesús no entra en nuestra casa material, sino que entra en el alma, para hacernos el don de Su Presencia Eucarística en el corazón, y por eso nos podemos preguntar: ¿encuentra Jesús un corazón como el de Zaqueo, convertido, es decir, dispuesto a donar de sus bienes –talento, dinero, tiempo- a los más necesitados? ¿Encuentra Jesús un corazón dispuesto a devolver cuatro veces más al prójimo al que se ha perjudicado, y no sólo en lo material?

¿Encuentra Jesús Eucaristía un corazón convertido, un corazón puro, un corazón casto, humilde, que se alegre por Su Presencia Eucarística?


[1] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 655ss.

[2] Cfr. ibidem, 656.

[3] Cfr. ibidem.

[4] Mal 3, 2-3.

jueves, 28 de octubre de 2010

Piedad sin caridad es falsedad


“¿Está permitido curar en sábado o no?” (cfr. Lc 14, 1-6). Jesús realiza un milagro en día sábado, sabiendo que los judíos consideraban a su acción como una transgresión a la ley, que prohibía realizar tareas en ese día.

Es decir, Jesús realiza de forma deliberada este milagro, aún cuando sabe que los judíos lo iban a acusar de faltar a la ley.

Lo que Jesús quiere hacerles ver es que una obra de caridad y de misericordia, más que constituir una transgresión del sábado, era en realidad un cumplimiento perfecto de la ley[1].

Los judíos pensaban que bastaba cumplir con la ley, sin importar la misericordia y la compasión para con el prójimo, y Jesús obra este milagro en sábado para romper con esta mentalidad farisaica, que se apega a la letra del espíritu y no al Espíritu de la letra.

A los católicos puede pasarnos lo mismo que a los judíos: podemos pensar que basta con la piedad, con las oraciones, con el cumplimiento de un rito o de una prescripción, pero nos olvidamos de la caridad, de la misericordia y de la compasión, y no nos damos cuenta que la piedad sin misericordia no basta, que la piedad sin caridad es una máscara religiosa vacía, hueca, superficial.

La piedad sin caridad deforma al catolicismo, convirtiéndolo en una falsedad y en una hipocresía.

Sólo la luz que proviene de Jesús Sacramentado puede hacernos ver que piedad sin caridad es falsedad.


[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario al Nuevo Testamento, Tomo III, Barcelona 1957, Editorial Herder, 618.

miércoles, 27 de octubre de 2010

El mensaje de Jesús


Sucedió que por aquellos días se fue él al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles. A Simón, a quien llamó Pedro, y a su hermano Andrés; a Santiago y Juan, a Felipe y Bartolomé, a Mateo y Tomás, a Santiago de Alfeo y Simón, llamado Zelotes; a Judas de Santiago, y a Judas Iscariote, que llegó a ser un traidor. Bajando con ellos se detuvo en un paraje llano; había una gran multitud de discípulos suyos y gran muchedumbre del pueblo, de toda Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón, que habían venido para oírle y ser curados de sus enfermedades. Y los que eran molestados por espíritus inmundos quedaban curados. Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos” (Lc 6, 12-19).

Del relato del evangelio, en el que se constituye la Iglesia en sus columnas, los Apóstoles, se podría deducir que lo central es la curación corporal y el exorcismo. Se podría llegar a esta conclusión desde el momento en que Jesús elige a sus Apóstoles, que son el fundamento de su Iglesia, y luego envía a esta, a divulgar lo que parece ser el centro del mensaje de esta Iglesia recién fundada: la curación de las enfermedades del cuerpo, y la liberación del espíritu de los poderes infernales, los ángeles caídos, los demonios.

Sin embargo, a pesar de las apariencias, el mensaje central que transmite la Iglesia de Jesucristo, fundada en los Apóstoles, es bien otro: es el llamado al arrepentimiento de los pecados, como condición previa para el don de la filiación divina, que llevará luego a la comunión de vida y amor con las Tres Personas de la Santísima Trinidad.

Éste es el mensaje central de la Iglesia Católica, la Iglesia de Jesucristo: dar la Buena Nueva, la Buena Noticia, de que el Hijo de Dios ha venido a este mundo, se ha encarnado en Jesús de Nazareth, para donarnos su Cuerpo y su Sangre en la cruz, y junto con el don de su Cuerpo y de su Sangre, hacernos el don de su filiación divina, de modo tal que, por esta gracia de filiación, entremos a participar, en comunión de vida y de amor, con todas y cada una de las Personas de la Santísima Trinidad.

El curar enfermedades corporales, y el expulsar demonios, como las relatadas en el evangelio, de ninguna manera constituyen el núcleo de las bienaventuranzas prometidas por Jesús, ni tampoco constituyen la centralidad del mensaje de Jesús. La curación del cuerpo, y el exorcismo, es decir, la liberación del dominio y el poder que los demonios ejercen sobre los hombres, es nada más que un paso previo al don que supera toda imaginación, todo deseo y todo mérito, y que de ninguna manera nos habríamos anoticiado si no hubiera sido revelada por Jesús, y es el hecho de estar destinados, por puro Amor y Misericordia divinos, a entablar, ya desde el tiempo, y para toda la eternidad, una relación personal, de tú a tú, con cada una de las Divinas Personas

Creer que el núcleo del mensaje de la Iglesia es la sanación corporal, o la liberación del demonio, es creer en los prolegómenos del Evangelio.

Debemos prepararnos, con todo el ser, a entrar en comunión con la Trinidad de Divinas Personas, y a tratar con ellas de modo personal, no como una entidad abstracta e impersonal, y para eso es que se nos brinda la Persona del Hijo en la comunión eucarística, para que, entrando en comunión con Él, la Segunda Persona, accedamos al Padre y al Espíritu Santo.

martes, 26 de octubre de 2010

La Eucaristía es el carbón ardiente que enciende a los corazones humanos en el fuego del Amor divino


“He venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que estuviera ardiendo!” (cfr. Lc 12, 49-53). ¿Qué clase de fuego ha venido a traer Jesús? ¿Qué cosas quiere incendiar, para verlas arder? El fuego que viene a traer Jesús, y que Él quisiera ver ardiendo, no es un fuego material, ni cualquier fuego conocido por los hombres: es un fuego espiritual, sobrenatural, celestial. Es un Fuego vivo, que da vida, y vida eterna; es un Fuego que abrasa sin consumir; es un fuego que inhiere ante todo en la raíz del ser, y que desde el fondo del ser sube, abrasando todo el ser, envolviendo en el fuego del Amor divino el alma y el cuerpo humanos; es un Fuego que es Espíritu, y es un Espíritu que es Amor, un Amor no humano ni angélico, sino celestial y divino, porque es la Persona-Amor de la Santísima Trinidad.

El fuego que ha venido a traer Jesús, es un fuego que en nada se parece al fuego conocido: es un fuego que llueve del cielo, del seno mismo de Dios Padre, y que desde el cielo cae sobre el altar, para abrasar, en las llamas del Amor divino, la ofrenda eucarística, convirtiendo el pan en el Cuerpo y el vino en la Sangre del Cordero de Dios; si el fuego de la tierra quema la carne para asarla y así sublimarla, convirtiéndola en humo que se eleva al cielo, el fuego que viene de Dios Padre abrasa la carne del Cordero de Dios, y la inmola en el altar de la cruz, convirtiendo la ofrenda del altar en suave fragancia que se eleva hasta el trono de Dios; si el fuego de la tierra cuece la harina y el agua hasta convertirlos en pan, el fuego que trae Cristo, soplado a través del sacerdote ministerial en la consagración, cuece el pan y el vino de las ofrendas, y las convierte en Pan de Vida eterna, que alimenta al alma con la vida misma de la Trinidad; el fuego que trae Cristo es un Fuego que es Amor divino, y que por lo mismo tiene el poder de partir los corazones de piedra, y convertirlos, más que en corazones de carne, en copias vivas del Corazón del Hombre-Dios; el fuego que trae Cristo es un Fuego que arde con las llamas del Amor eterno de Dios, y que al contacto con los corazones humanos, secos y negros como el carbón, los hace arder en el Fuego ardiente del Amor divino.

“He venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que estuviera ardiendo!”. La Eucaristía, según los Padres de la Iglesia, es como un carbón ardiente –el carbón es la humanidad de Cristo, el fuego que vuelve incandescente al carbón es su divinidad-, que quema y transmite su Fuego, el Espíritu de Dios, a quien la consume, y si es así, que nuestro corazón sea como un pasto seco, que arda al contacto con el Fuego del Amor de Dios, el Espíritu Santo.

viernes, 22 de octubre de 2010

Con un corazón contrito y humillado, como el del publicano, reconozcamos la santidad de Cristo Dios en la Eucaristía


“Habían unos que se tenían por justos, y despreciaban a los demás” (cfr. Lc 18. 9-14). En esta parábola, se retratan dos tipos distintos de hombres religiosos: uno, el fariseo, cumplidor de los preceptos religiosos, va todos los días al templo, reza todas las oraciones, hace ayuno, da el diezmo estipulado por la ley, y que por esto se tiene por justo, mientras que al mismo tiempo desprecia a los demás, ya que agradece no ser ladrón, injusto y adúltero; el otro, un publicano, que entra en el templo después de mucho tiempo, que reza poco, o tal vez nada, que no cumple con todos los preceptos religiosos, pero que se reconoce pecador: “Dios mío, ten piedad de mí, que soy pecador”, reza desde el fondo del templo, sin siquiera atreverse a levantar la cabeza.

El primer hombre, el fariseo, es el prototipo del religioso soberbio e hipócrita[1], es decir, del religioso que malinterpreta la religión, creyendo que la religión consiste en hacer prácticas religiosas, pero sin importar la caridad, el amor, la compasión y la misericordia para con el prójimo. Este primer hombre puede ser, en nuestros tiempos, un sacerdote, o un laico practicante de la religión; podemos ser nosotros, que asistimos a Misa los domingos, que nos confesamos, que comulgamos, que rezamos el Rosario y otras oraciones y devociones.

Debemos estar muy atentos, porque todos y cualquiera podemos caer en el mismo error que el fariseo de la parábola: pensar que, como practicamos externamente la religión –venimos a Misa, rezamos, comulgamos-, somos mejores que los demás. Nunca debemos juzgar al prójimo, ni considerarnos superiores; al contrario, debemos considerar a los demás como superiores a nosotros, incluso aquellos que, objetivamente, llevan una vida alejada de Dios y envuelta en el pecado, porque lo más probable es que lleven esta vida, sin darse cuenta, mientras que nosotros, que conocemos a Dios y su Ley y sus Mandamientos; que hemos estudiado el Catecismo y hecho la Comunión y la Confirmación, que conocemos la doctrina de la Iglesia, que manda amar a Dios y al prójimo, no nos comportamos en consecuencia, y no amamos al prójimo al extremo de la cruz, y por eso somos tibios delante de Dios, merecedores de su condena y de su rechazo: “¡Ojalá fueras frío o caliente, pero porque no eres frío ni caliente, sino tibio, te vomitaré de mi boca!” (cfr. Ap 3, 15).

Notemos bien que Jesucristo prefiere a alguien “frío” –es decir, en pecado mortal, alejado del calor del Amor de Dios-, a alguien que es “tibio”, es decir, insulso, desabrido, ni bueno ni malo, ni negro ni blanco. Dios prefiere a alguien malo, antes que a un tibio, porque el tibio, al haber conocido un poco a Dios, superficialmente, se contenta con hacer lo mínimo para no pecar –es el que dice: “Yo no mato, no robo, no hago mal a nadie”-, pero al mismo tiempo, no ama a nadie, porque no demuestra amor y compasión para con nadie, mientras que el malo, es malo porque no conoce a Dios y a su Amor, pero si lo llegara a conocer, sería mucho más compasivo y misericordioso que aquel que dice conocer a Dios, pero no ama a su prójimo.

En la parábola, entonces, Jesucristo no condena la religiosidad del fariseo: condena su hipocresía y su cinismo; condena su religión falsificada, que por hacer normas de piedad, se olvida del amor y de la compasión para con el prójimo más débil y necesitado. “Hay que hacer lo uno sin olvidar lo otro” (cfr. Mt 23, 23), dice Jesús, haciéndonos ver que la práctica externa de la religión –los ritos, la asistencia al templo, las oraciones-, si no van acompañadas de una adoración interior a Dios, y de obras de misericordia para con el prójimo necesitado –niños, ancianos, enfermos, débiles, jóvenes necesitados de ayuda-, la religión es pura falsedad e hipocresía. El fariseo es el religioso que se cree justo, pero que en realidad, a los ojos de Dios, es injusto y no es agradable a Dios.

Pero en la parábola Jesús nos hace ver además, en la figura del publicano arrepentido, que lo que vale ante los ojos de Dios es un corazón contrito y humillado, dolido de los pecados, y deseoso de amar a Dios y al prójimo. El publicano representa al pecador, al que está alejado de Dios, porque no practica la religión, no va a Misa, pero en algún momento se reconoce pecador y se humilla delante de Dios. El publicano representa al pecador que, tocado por la gracia divina, hace un acto perfecto de contrición, es decir, de dolor de los pecados, acto que es salvífico en sí mismo, y por eso, con un corazón contrito y humillado, dolido por los pecados y por la ofensa a Dios, Sumo e Infinito Bien, que estos representan, pide perdón y misericordia y a Dios, proponiéndose no volver a ofenderlo más, y a amarlo con todas las fuerzas del corazón.

Es en el publicano, en el pecador contrito y arrepentido, en quien debemos reflejarnos, y es esta gracia, la de la contrición, la que debemos buscar, porque el dolor de los pecados, unido a la aceptación del Hombre-Dios Jesucristo, es un acto salvífico.

La contrición es el dolor del alma, de la voluntad y del ánimo, es decir, del corazón, por los pecados propios, y se hace sentir cuando por la fe se reconoce la maldad del pecado, que ofende la santidad de Dios, y cuando se reconoce, al mismo tiempo, la santidad de la Persona divina de Jesucristo. El publicano reconoce el mal que ha cometido, y pide perdón por ello, a la vez que reconoce la santidad de Dios, y esto es una contrición perfecta: auto-condenación del pecador y profesión de fe en Jesucristo como Salvador. No significa ningún fracaso que paralice las fuerzas interiores, sino, por el contrario, la irrupción de una nueva vida, la vida de la gracia, que es una participación en la vida misma de Dios.

“Dios mío, ten piedad de mí, que soy pecador”. Los Padres de la Iglesia rezaban la oración del corazón, para pedir la contrición, con los movimientos de la respiración: siguiendo la inspiración y la espiración, decían: “Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”.

El mejor y más hermoso deseo que podemos desear y pedir para nosotros y para nuestro prójimo, es ser como el publicano de la parábola: un hombre con el corazón contrito y humillado, que reconociéndose pecador delante de Jesús Eucaristía, le implora su misericordia y su perdón.


[1] Se denomina “hipócrita” al que pretende o finge ser lo que no es. Es una trascripción del vocablo griego HYPOKRITEIS, que significaba actor o protagonista en el teatro griego. Los actores solían ponerse diferentes máscaras conforme al papel que desempeñaban. De ahí que hipócrita llegara a designar a la persona que oculta la realidad tras una máscara de apariencias.

viernes, 15 de octubre de 2010

Oremos día y noche al Dios Verdadero, el Cristo Eucarístico


“Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse” (cfr. Lc 18, 1-8). ¿Por qué esta insistencia de Jesús en la oración? Porque la oración es al alma lo que la respiración al cuerpo. ¿Podemos vivir sin respirar? Es imposible, porque el respirar permite el ingreso de un elemento vital para la vida, como es el oxígeno. Sin oxígeno, las células del cuerpo comienzan una etapa de sufrimiento que, de continuar y prolongarse, lleva a la muerte. Por ejemplo, en el cerebro, cuando se produce un accidente cerebro-vascular, al obstruirse una arteria cerebral, el tejido que queda sin irrigación, por falta de oxigenación, comienza un proceso de deterioro que puede ser revertido si se reestablece el flujo sanguíneo en pocos minutos o incluso segundos. Pero si la arteria continúa obstruida por un coágulo sanguíneo y la sangre no se reestablece, bastan dos o tres minutos para que las neuronas que componen el tejido cerebral mueran de forma irreversible. Lo mismo sucede con cualquier otro tejido del cuerpo: si no hay oxigenación, el tejido entra en proceso de isquemia que luego se continúa con la necrosis, es decir, con la muerte del tejido. No podemos, de ninguna manera, vivir sin oxígeno.

De la misma manera, así como el cuerpo no puede vivir sin oxígeno, así el alma no puede vivir sin oración: sin la oración, el alma pierde, poco a poco, la unión con Dios, de quien le viene toda vida y todo aliento vital, y así, sin energía vital, entra en un proceso de agonía espiritual, que termina con la muerte del alma, cuando esta se encuentra vacía de toda gracia, de toda vida divina.

La falta de oración, la ausencia de oración, tiene serias consecuencias para el alma, puesto que un alma “muerta a la vida de la gracia” no es una metáfora, sino una realidad. Un alma sin oración, que pasa días y días sin orar, termina por morir, asfixiada por el mundo, así como un pez termina por morir asfixiado si se lo saca del agua.

Un alma sin oración continúa viva, pero con una vida puramente humana, puramente natural, terrena, sin esperanzas de vida eterna, de comunión con la Trinidad, con los ángeles, con los santos, con la Virgen y con Jesús, y así, muerta a la vida de Dios, vive una vida puramente humana, con perspectivas humanas o alejadas de Dios: sin oración, no se espera en un cielo y en una eternidad con las Tres Divinas Personas, no se espera un gozo y un deleite eternos en la contemplación de Dios Uno y Trino.

Pero sin oración no sólo se vive una vida puramente humana, sino que se corre el riesgo de vivir una vida alejada de Dios: alejada de la fuente de Vida, de Luz, de Alegría y de Amor, el alma se sumerge en un abismo de muerte, de oscuridad, de tristeza y de angustia.

No se puede vivir sin oración, pero eso no quiere decir que es válida una oración hecha de cualquier manera: puede suceder que alguien empiece sí a hacer oración, y que crea que su oración es agradable a Dios, y que Dios la escucha, cuando en realidad, ni es agradable ni es escuchada por Dios, si la oración no va acompañada por la caridad, la compasión, la misericordia, para con el prójimo.

Es esto lo que dice Santa Teresa de Ávila, hablando de aquellos que hacen oración, que creen estar en éxtasis y en arrobamientos, pero al mismo tiempo niegan el perdón a su prójimo: “Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy encapotadas cuando están en ella, que parece no se osan bullir ni menear el pensamiento porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción que han tenido, háceme ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión, y piensan que allí está todo el negocio.

Que no, hermanas, no; obras quiere el Señor, y que si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder esa devoción y te compadezcas de ella; y si tiene algún dolor, te duela a ti; y si fuere menester, lo ayunes, porque ella lo coma, no tanto por ella, como porque sabes que tu Señor quiere aquello”.

Después, en otra parte, dice así, para que no nos engañemos: “El amor de Dios no ha de ser fabricado en nuestra imaginación, sino probado por obras”; es decir, si no hay obras de misericordia corporales y espirituales, el amor que tenemos a Dios, y que creemos demostrarle en la oración, es nada más que engaño de nuestra propia imaginación.

Por último, también dice: “Quien no amare al prójimo no os ama, Señor mío”.

Para que la oración sea escuchada, dice Santa Teresa, es necesaria, además de la caridad, la humildad: “Esta es la verdadera unión con su voluntad, y que si vieres loar mucho a una persona, te alegres mucho más que si te loasen a ti. Esto, a la verdad, fácil es, que si hay humildad, antes tendrá pena de verse loar”[1].

“Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”.

¿Qué quiere decir “siempre sin desanimarse”? “Orar siempre”, quiere decir orar en todo momento del día y de la noche; significa orar al levantarse, al mediodía, a la tarde, y a la noche, e incluso mientras dormimos: deberíamos orar a Dios de modo continuo, desde que comienza el día, hasta que anochece, y aún cuando dormimos, pidiendo la gracia de que aún con nuestro cuerpo dormido, nuestra alma esté en alabanza y en acción de gracias, ante la Presencia de Dios.

Deberíamos adorar a Dios, cantarle cánticos de alabanzas y de honor, todos los días, todo el día, y no tanto para pedir y pedir cosas, sino para darle gracias por ser Él quien Es, Dios de inmensa majestad y poder, de infinita bondad y misericordia.

Deberíamos orar a Dios con los labios, pero ante todo con el corazón, y deberíamos orar con el alma, pero también con el cuerpo, buscando de alejar nuestros sentidos de todo mal, de todo pecado, de todo lo que ofenda la santidad de Dios, recordando que nuestro cuerpo es “templo del Espíritu Santo”, como lo dice San Pablo (cfr. 1 Cor 6, 19), y recordando que si profanamos ese templo que es el cuerpo, profanamos a la Persona Divina del Espíritu Santo, que tiene al cuerpo por templo.

Deberíamos orar con nuestro cuerpo sano, alejándolo de todo lo pecaminoso, de todo lo malo, de todo lo que ofende la santidad divina, pero deberíamos orar también con nuestro cuerpo enfermo, recordando que la enfermedad es una participación a la Pasión de nuestro Señor en la cruz.

Deberíamos orar siempre, en todo lugar: en el hogar, en la calle, en el trabajo, en la escuela, en la diversión sana y, sobre todo y principalmente, ante el Sagrario. Deberíamos orar con la oración de la Virgen, el Santo Rosario, y con la oración de Acción de gracias de Jesucristo, la Santa Misa.

“Orar siempre, sin desanimarse”: como la viuda de la parábola, que acude al juez con insistencia, hasta lograr lo que quería, así debemos hacer nosotros: orar ante la Presencia de Dios, Sumo, Justo y Misericordioso Juez, hasta obtener de Dios su gracia, su perdón y su misericordia, y no deberíamos abandonar la oración hasta conseguir de Cristo Dios, crucificado por nosotros, que por su Sangre derramada en la cruz, y por los inmensos dolores que sufrió en la Pasión, se apiade de nosotros y de todo el mundo.

La humanidad vive tiempos de gran confusión, de tinieblas espirituales, de olvido del Dios Verdadero, y de adoración de los ídolos del poder, de la violencia, del placer, del hedonismo y del materialismo, y sólo la oración continua, perseverante, constante, al Cristo Eucarístico, la que surge del corazón y lleva a la imitación de Cristo y de María Virgen, puede apartar la ira divina que habrá de abatirse sobre el mundo, si el mundo no cambia.

Así lo dice la Virgen en La Salette: “Yo dirijo una llamada urgente a la tierra; llamo a los verdaderos discípulos del Dios vivo y reinante en los Cielos; llamo a los verdaderos imitadores de Cristo hecho hombre, el único y verdadero Salvador de los hombres; llamo a mis hijos, mis verdaderos devotos, a los que se han dado a Mí para que Yo los lleve a mi divino Hijo, a los que llevo, por así decir, en mis brazos, a los que han vivido de acuerdo con Mi Espíritu (…)

En fin, llamo a los apóstoles de los últimos tiempos, a los fieles discípulos de Jesucristo, a los que han vivido con desprecio del mundo y de sí mismos, en la pobreza y en la humildad, en el desdén y en el silencio, en la oración y en la mortificación, en la castidad y en la unión con Dios, en el sufrimiento y desconocidos del mundo. Es tiempo ya que ellos salgan y vengan a iluminar la tierra; id y mostraos como mis amados hijos; yo estoy con vosotros y en vosotros, siempre la fe sea la luz que os ilumine los días de infortunio. Que vuestro celo os haga como hambrientos de la gloria y el honor de Jesucristo. Combatid, hijos de la luz, vosotros, los pocos que pueden ver, porque he aquí el tiempo de los tiempos, el fin de los fines (…) Todo el universo será presa del terror, y muchos se dejarán seducir porque no habrán adorado al verdadero Cristo que vive entre ellos. Este es el momento: el sol se oscurece; solamente la fe subsistirá”.

Para no dejarse seducir y engañar por el falso cristo que está por venir, es necesario adorar al Verdadero y Único Cristo, el Cristo Eucarístico.

Sólo de Él viene la luz que vence a las tinieblas del infierno, y a Él, al Cristo Eucarístico, debe dirigirse nuestra oración y nuestra adoración continua, de día y de noche.


[1] Cfr. Santa Teresa de Ávila, Las Moradas del castillo interior, 5, 3, 11.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Antes de comulgar, reconcíliate con tu prójimo, porque Yo no Me quedo en un corazón enojado


“¡Ay de ustedes!, porque no entran ni dejan entrar” (cfr. Lc 11, 47-54). Después de desenmascarar la hipocresía de los fariseos, los religiosos de su época –equivalentemente, son los sacerdotes o los laicos practicantes de la religión en nuestros días-, Jesús lanza una dura y severa advertencia a los doctores de la ley, es decir, a aquellos que presumen de conocer y practicar la ley de Dios –equivalentemente, serían también los sacerdotes y los laicos que se jactan de conocer los mandamientos, los preceptos de la Iglesia, las verdades de la religión-.

El enojo de Jesús se enciende ante la hipocresía farisaica, y ante la falsedad de los doctores de la ley, hipocresía y falsedad motivadas por una sola causa: la dureza de corazón para con el prójimo: “descuidáis la justicia y el amor de Dios” (cfr. Lc 11, 42-46).

No les reprocha Jesús su religiosidad, sino que les dice que hay que hacer una cosa sin olvidar la otra: “Hay que practicar esto, sin descuidar aquello” (cfr. Lc 11, 42), pero lo que sucede es que lo que ellos olvidan, lo que ellos no practican, esto es, la compasión, la misericordia, el perdón, el amor a Dios y al prójimo, es lo esencial de la religión.

Si no existe caridad, sino existe compasión, si no existe perdón, la religión se convierte en un fraude a cara descubierta, en un latrocinio con los ojos abiertos, en una falsificación infame que daña a quien practica esta religión falseada, y ofende a Dios, Tres veces Santo, ante quien el engaño y la dureza de corazón no pueden subsistir ni un instante.

“¡Ay de ustedes!, porque no entran ni dejan entrar”. Un sacerdote que se olvida de la compasión para con el más necesitado; una esposa que no perdone ni pida perdón a su esposo -o al revés-; un hijo que niegue el saludo a sus padres –o al revés-, un amigo que conserve rencor en su corazón, porque es incapaz de perdonar, son merecedores del más severo reproche y de la más severa advertencia por parte de Jesús en la Eucaristía: “¡Ay de vosotros, los encolerizados, los inmisericordes para con vuestros prójimos, porque cuando comulgáis, ni entráis en Mi Corazón, ni dejáis entrar a los demás! ¡Ay de vosotros, los enojados, los rabiosos contra el prójimo, porque recibiréis la ira de mi Padre! ¡Ay de vosotros, porque habéis falseado la religión, olvidando y dejando de lado el amor de Dios, que se ve en el amor al prójimo! ¡Ay de vosotros, los que no perdonáis ni pedís perdón, porque así no entraréis en el Reino de los cielos!”.

¿De qué manera escapar de la tentación del fariseísmo? Escuchando la Palabra de Dios en el Evangelio: “Cuando vayas a presentar tu ofrenda, si te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí mismo tu ofrenda, primero ve y reconcíliate con tu hermano, y después vuelve y presenta tu ofrenda al Señor” (cfr. Mt 5,23).

Desde la Eucaristía, Jesús nos dice: “Antes de acercarte a comulgar, ve y reconcíliate con tu prójimo, perdona y pide perdón en Mi Nombre, y recién acércate a comulgar, porque Yo no me quedo en un corazón enojado”.

lunes, 11 de octubre de 2010

¿Qué sucede en la Santa Misa?


Con mucha frecuencia, limitamos la realidad a lo que vemos con los ojos del cuerpo, y a lo que podemos entender con la razón. No está mal analizar la realidad a partir de los datos sensibles, usando la razón, pero limitarse a los sentidos y a la razón es limitar y cercenar la realidad natural, que está penetrada por lo sobrenatural. Teniendo en cuenta esto, nos podemos preguntar: ¿qué sucede en la Santa Misa? Lo que vemos con los ojos del cuerpo, y lo que entendemos con la razón, ¿es toda la realidad? ¿O es que hay algo más que escapa a la percepción sensorial y racional? La doctrina de la Iglesia sostiene que la Santa Misa es un “misterio” sobrenatural, y que este misterio, que es sólo perceptible por la luz de la fe, consiste en la representación sacramental del sacrificio del Calvario, y en la conversión del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Jesús. Lo que sostiene la Iglesia con su Magisterio, lo confirman los santos.

Dice Santa Hildegarda de Bingen[1], mística del siglo XIII: “Y después de esto vi que, mientras el Hijo de Dios pendía en la cruz (…) vi como un altar (…) Entonces, al acercarse al altar un sacerdote revestido con los ornamentos sagrados para celebrar los divinos misterios, vi que súbitamente una luz grande y clara que venía del cielo acompañada de la reverencia de los ángeles envolvió con su fulgor todo el altar, y permaneció allí hasta que el sacerdote se retiró del altar, después de la finalización del misterio. Pero también allí, una vez leído el Evangelio de la paz y depositada sobre el altar la ofrenda que debía ser consagrada, cuando el sacerdote hubo entonado la alabanza de Dios todopoderoso –que es el ‘Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los ejércitos’– para comenzar así la celebración de los misterios, repentinamente un relámpago de fuego de inconmensurable claridad descendió del cielo abierto sobre la ofrenda misma, y la inundó toda con su luz, tal como el sol ilumina aquello que traspasa con sus rayos. Y mientras la iluminaba de este modo, la elevó invisiblemente hacia los [lugares] secretos del cielo y nuevamente la bajó poniéndola sobre el altar, como el hombre atrae el aire hacia su interior y luego lo arroja fuera de sí: así la ofrenda fue transformada en verdadera carne y verdadera sangre, aunque a la mirada humana apareciera como pan y como vino. Mientras yo veía estas cosas, repentinamente aparecieron, como en un espejo, las imágenes de la Natividad, la Pasión y la Sepultura y también de la Resurrección y la Ascensión de nuestro Salvador, el Unigénito de Dios, tal como habían acontecido cuando el mismo Hijo de Dios estaba en el mundo. Pero, mientras el sacerdote entonaba el cántico del Cordero Inocente –que es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo– y se presentaba para recibir la Santa Comunión, el relámpago de fuego antes mencionado se retiró hacia los cielos; y tan pronto como el cielo se cerró oí una voz que desde el cielo decía: ‘Comed y bebed el Cuerpo y la Sangre de Mi Hijo para borrar la desobediencia de Eva, hasta que seáis restaurados en la justa herencia’”.

No limitemos el campo de la realidad al estrecho límite de nuestros sentidos y de nuestra razón. No racionalicemos los misterios sobrenaturales de la Santa Misa.


[1] Hildegardis Scivias II, 6-1. Ed. Adelgundis Führkötter O.S.B. collab. Angela Carlevaris O.S.B.. In: Corpus Christianorum Continuatio Mediaevalis. Vol. 43-43a. Turnhout: Brepols, 1978

viernes, 8 de octubre de 2010

No seamos como los leprosos desagradecidos del evangelio, y adoremos a Cristo Dios en la Eucaristía


“¿No quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?” (cfr. Lc 17, 11-19). Un grupo de diez leprosos se acerca a Jesús a pedirle la curación; luego de hablar con Él, mientras se dirigen al templo para cumplir con las ofrendas, quedan curados en el camino. De los diez, sólo uno se muestra agradecido y vuelve sobre sus pasos, para postrarse con el rostro en tierra y dar gracias a Jesús. Del resto, los otros nueve, ninguno se acuerda de Jesús, y no le agradece, y es esa actitud de desagradecimiento lo que provoca la pregunta: “¿No quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?”.

La escena evangélica es simbólica de una realidad sobrenatural: la lepra, enfermedad corporal que lesiona el cuerpo y que en algunos casos termina siendo mortal, es una figura de una realidad espiritual que, atacando al alma, puede terminar con su muerte, y es el pecado mortal. El pecado es al alma lo que la lepra al cuerpo: así como la lepra termina matando al cuerpo, así el pecado mortal mata al alma, quitándole la vida de la gracia. También la curación que Jesús hace a los leprosos, es figura de una curación espiritual: la curación del alma por medio de la gracia, ya sea en el bautismo, en la confesión sacramental, o en la comunión eucarística. El hecho de que Jesús les diga a los leprosos que deben ir al templo a presentar sus ofrendas a los sacerdotes, también es una figura de una realidad sobrenatural: el papel de la Iglesia, del sacerdocio ministerial, y de los sacramentos, como dispensadores de la gracia divina.

Sin Iglesia, sin sacerdocio ministerial, y sin sacramentos, no hay curación por parte de Jesús, porque Jesús quiso explícitamente que su Iglesia, su sacerdocio y sus sacramentos, fueran los mediadores de la gracia.

Un aspecto central en este evangelio es la realidad del pecado, que incide en el alma así como la lepra incide en el cuerpo. Así como el cuerpo queda lacerado y herido por la lepra, así el alma queda lacerada y herida por el pecado, pero es Cristo quien asume esas heridas, para curar las heridas de los hombres con sus propias heridas: “Por sus cardenales hemos sido curados”, dice el profeta Isaías (cfr. Is 53, 5).

Es Jesús quien se presenta ante el Padre como un leproso, con su cuerpo todo llagado y cubierto de heridas sangrantes, no por la lepra, sino porque Él, como Cordero Inmaculado e Inocente, sube a la cruz para ser castigado por la justicia divina en nuestro lugar: éramos nosotros los que debíamos ser crucificados, justamente, por nuestros pecados, sin esperanza alguna de resurrección, y Jesucristo decide ponerse en lugar nuestro, para recibir Él, el Cordero Inocente, el castigo que nosotros merecíamos recibir de parte de la justicia divina.

Es así como la curación de las llagas de los leprosos, o más bien, lo que estas representan, la curación del alma, que se ve libre de las heridas purulentas del pecado, se debe a los centenares y centenares de heridas, llagas, golpes, hematomas, flagelaciones, trompadas, cachetazos, que recibe Jesús en la Pasión: Jesús se presenta ante el Padre cubierto de llagas, para que nuestras almas, cubiertas de llagas, reciban misericordia y perdón, en vez de justicia y castigo.

La escena del evangelio nos muestra así la inmensa misericordia del Hombre-Dios, que libremente, y por amor, por un amor sin límites, eterno e infinito, decide ocupar nuestro lugar ante la justicia divina, y ser castigado Él, el Cordero Inocente, en lugar nuestro, pecadores y merecedores de toda clase de castigos.

Pero paralelamente, la escena evangélica nos muestra, además de la inmensidad de la misericordia, la inmensidad de la ingratitud humana, porque sólo uno de diez vuelve a dar gracias a Jesucristo. La misma escena se repite hoy, y la misma ingratitud e indiferencia hacia Jesucristo es mostrada hoy por la inmensa mayoría de los católicos: ¿cuántos son los que prefieren un partido de fútbol, las carreras, las compras en el supermercado, el paseo, el descanso, las charlas con los amigos, los encuentros con los conocidos y entenados, es decir, el ocio, la vagancia, la nada, antes que asistir a la Misa dominical a dar gracias, postrados ante Cristo Eucaristía en el altar, por tantas gracias, por tantos dones, por tantos bienes recibidos? La escena del evangelio, en donde queda reflejada la ingratitud humana –sólo uno de diez se vuelve a dar gracias a Jesús- se repite hoy, pero aumentado casi al infinito, porque hay países en donde asiste a Misa dominical sólo el 1,8% de bautizados, lo cual quiere decir menos de dos personas cada cien. Y no sólo la asistencia a Misa de domingo ha disminuido, sino que ha aumentado la afluencia de bautizados a otras religiones y a otras iglesias, y también a sectas.

A medida que la Misa disminuye en cantidad de bautizados, aumenta el número de los integrantes de la Iglesia de Satán –sobre todo después de años de películas como la saga de Harry Potter-, de los miembros de la secta luciferina de la Nueva Era –hoy hay más brujos en el mundo que en toda la historia de la humanidad-, de las iglesias separadas –las cismáticas, las que se alejan del Papa-, y de los que dicen que Dios está en todas partes y que por eso no hace falta entrar en ninguna iglesia –los ateos, los agnósticos, los materialistas, que niegan a Dios en la teoría y en la práctica-.

Es de este abandono de la Iglesia, de esta ingratitud que quema el corazón humano, de lo que se queja amargamente la Virgen en La Salette: “Sólo van algunas mujeres un poco ancianas a Misa; los demás trabajan en domingo todo el verano. Y en el invierno, cuando no saben qué hacer sólo van a Misa para burlarse de la religión. En Cuaresma van a la carnicería como perros”.

La ingratitud humana, o más bien, la ingratitud de los bautizados en la Iglesia Católica, que abandonan en masa la Iglesia de Cristo, que huyen de Cristo como si Él fuera la peste, y el vuelco de estos bautizados a la adoración de los ídolos demoníacos, el dinero, el poder, la sensualidad, el esoterismo, el satanismo, son la causa de que la Virgen María en La Salette anunciara un pronto castigo de la humanidad, si la humanidad sigue empecinada en el olvido de Dios verdadero y en la adoración del becerro de oro.

Dice la Virgen en La Salette: “En el año 1864, Lucifer con un gran número de demonios serán soltados del in­fierno: abolirán la fe poco a poco, incluso en las personas consagradas a Dios; los cegarán de tal manera, que, a menos de una gracia particular, estas personas tomarán el espíritu de esos ángeles malos; muchas casas religiosas perderán enteramente la fe y perderán muchas almas. (…) Los malos libros abundarán sobre la tierra y los espíritus de las tinieblas exten­derán en todas partes un relajamiento universal para todo lo que concierne al servicio de Dios; tendrán un gran poder sobre la naturaleza; habrá iglesias para servir a estos espíritus. (…) Los gobiernos civiles tendrán todos un mismo designio, que será abolir y hacer desaparecer todo principio religioso para hacer lugar al materialismo, al ateísmo, al espiritismo y a toda clase de vicios. (…)Un precursor del anticristo con sus ejércitos de varias naciones combatirá contra el verdadero Cristo, el único Salvador del mundo; derramará mucha sangre y querrá aniquilar el culto de Dios para hacerse tener como un Dios. (…) La tierra será golpeada por toda clase de plagas (además de la peste y el hambre, que serán generales) ; habrá guerras hasta la última guerra, que será hecha por los diez reyes del anticristo, que tendrán todos un mismo designio, y serán los únicos que gober narán el mundo. Antes que esto acontezca habrá una especie de falsa paz en el mundo; sólo se pensará en divertirse; los malvados se entregarán a toda clase de pecados, pero los hijos de la Santa Iglesia, los hijos de la fe, mis verdaderos imitadores, crecerán en el amor de Dios y en las virtudes que me son más queridas. Dichosas las almas humildes conducidas por el Espíritu Santo. Yo combatiré con ellas hasta que lleguen a la plenitud del tiempo. (…) Será durante este tiempo que nacerá el anticristo, de una religiosa hebrea, de una falsa virgen que tendrá comunicación con la antigua serpiente, el señor de la impureza; su padre será Ev.; al nacer vomitará blasfemias, tendrá dientes; será, en una palabra, el diablo encarnado; lanzará gritos terribles, hará prodigios, sólo se alimentará de impurezas. Tendrá hermanos que, aunque no sean demonios encarnados como él, serán hijos del mal; a los doce años se señalarán por sus valientes victorias, pronto estará cada uno a la cabeza de ejércitos asistidos por legiones del infierno. (…) Las estaciones se alterarán, la tierra sólo producirá malos frutos, los astros per­derán sus movimientos regulares, la luna sólo reflejará una débil luz rojiza; el agua y el fuego darán al orbe de la tierra movimientos convulsivos y horribles terremotos que engullirán montañas, ciudades, etc. (…) Roma perderá la fe y se convertirá en la sede del anticristo. (…) Los demonios del aire con el anticristo harán grandes prodigios sobre la tierra y en los aires, y los hombres se pervertirán cada vez más. Dios cuidará de sus fieles servidores y de los hombres de buena voluntad; el Evangelio será predicado en todas partes, ¡Todos los pueblos y todas las naciones tendrán conocimiento de la verdad!”.

Lo que se ve en el evangelio entonces, es la recompensa que da Dios a quienes son agradecidos, y esto se ve en la doble recompensa del leproso agradecido: es curado en su cuerpo, y es curado en su alma, porque recibe el don de la fe, que es lo que lo hace postrarse delante de Jesús y adorarlo.

“Uno de ellos, al comprobar que estaba curado, volvió a dar gracias”. Al igual que el leproso, que recibió una muestra del infinito amor misericordioso de Jesús y fue curado en su cuerpo, también nosotros hemos recibido abundantes muestras de ese amor misericordioso, y todavía más grandes, porque no sólo hemos recibido el perdón de los pecados, en el bautismo y en la confesión sacramental, sino que hemos recibido, por Amor suyo, el ser hijos adoptivos por el bautismo, y hemos recibido, en la comunión sacramental, el don del Ser divino, contenido en la apariencia de pan y de vino. No puede Dios Padre darnos una muestra más grande de su Amor, que el sacrificio de su Hijo Unigénito, el Hijo de Dios, en la cruz, y en el altar; no puede Dios Padre, con toda su omnipotencia, darnos un don más grande y maravilloso que el don de la Eucaristía, en donde está contenido el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de su Hijo eterno; no puede Dios Padre, en su condición de Dios Omnisciente y Todopoderoso, hacer algo más grande que el don de la Eucaristía, porque en ese Pan está contenida la Vida eterna, su propia vida divina, y está contenido además su Amor divino, que es también el Amor del Hijo, el Espíritu Santo.

¿No es acaso este don eucarístico, un don infinitamente más grande y maravilloso, que el recibir la curación de una enfermedad corporal? ¿No debemos nosotros, mucho más que el samaritano del evangelio, postrarnos de rodillas, y con el rostro en tierra, para adorar y dar gracias a Dios Uno y Trino por el don de la Santa Misa y de la Eucaristía?

Es por esto que dice la Virgen en La Salette: “Yo dirijo un apremiante llamado a la tierra; llamo a los verdaderos discípulos de Dios viviente y reinante en los cielos; llamo a los verdaderos imitadores de Cristo hecho hombre, el único y verdadero Salvador de los hombres; llamo a mis hijos, mis verdaderos devotos, aquellos que se han entregado a mí para que los conduzca a mi Hijo divino, aquellos que, por así decir, llevo en mis brazos; aquellos que han vivido de mi espíritu; llamo en fin a los apóstoles de los últimos tiempos, los fieles discípulos de Jesucristo que han vivido en desprecio del mundo y de sí mismos, en la pobreza y en la humildad, en el desprecio y en el silencio, en la oración y en la mortificación, en la castidad y en la unión con Dios, en el sufrimiento y desconocidos del mundo. Es tiempo de que salgan y vengan a iluminar la tierra. Id y mostraos como mis hijos queridos, yo estoy con vosotros y en vosotros con tal vuestra fe sea la luz que os ilumine en estos días de infortunio. Que vuestro celo os haga como hambrientos de la gloria y del honor de Jesucristo. Combatid, hijos de la luz, vosotros, los pocos que veis, pues he aquí el tiempo de los tiempos, el fin de los fines”.

En el evangelio, de diez que fueron curados, sólo uno volvió a dar gracias. En el día de hoy, la ingratitud y la indiferencia hostil hacia Dios es mucho más grande: hay países que fueron cristianos, en los que sólo asisten a misa un 2% de los bautizados.

Comparativamente, sería como si de los diez leprosos del evangelio, no hubiera vuelto ninguno de ellos a dar gracias. Y hoy no sólo no se agradece a Dios Trino por su infinito amor para con los hombres, sino que se lo ofende con toda clase de maldades, de olvidos, de indiferencias, de ingratitudes, y hasta incluso se comete la abominación de la desolación, la adoración de Lucifer, el ángel caído, en el puesto de Dios Uno y Trino, el único que merece ser adorado.

No seamos como los leprosos desagradecidos, y adoremos “en espíritu y en verdad” (cfr. Jn 4, 23-24) a Cristo Dios en la Eucaristía, y demostremos esa gratitud recibiéndolo con un corazón contrito y humillado, y obrando la caridad y la compasión para con nuestro prójimo.