lunes, 29 de noviembre de 2010

La noche que se ha abatido hoy sobre el corazón del hombre es más oscura que la Noche de Belén


Jesús nació en Belén, y cuando nació, ya era de noche: el sol se había ocultado y las tinieblas envolvían la tierra. Pero esa oscuridad cosmológica, debida al ocultamiento del sol, no era la única oscuridad que envolvía a los hombres el día que nació Jesús.

Había otra oscuridad, mucho más tenebrosa, mucho más oscura, mucho más peligrosa, como toda oscuridad: esa otra oscuridad era la oscuridad del corazón humano, envuelto en las tinieblas del pecado, de la ignorancia y del error. La noche humana era una continuación y una prolongación de la noche de la criatura angélica caída, que habiendo rechazado voluntariamente la luz divina, se sumergió voluntariamente en la oscuridad más densa y más profunda del desamor y del odio a Dios, y así, convertido en tiniebla viviente, fue arrojado a la tierra, en donde oscureció el corazón del hombre.

Hoy, a dos mil años del Nacimiento, la humanidad vive una noche oscura, mucho más oscura que en la Noche de Belén.

La noche que envuelve hoy a la humanidad es mucho más densa, profunda y peligrosa que la noche del corazón humano en la Primera Venida, porque hoy el Mesías, venido en carne, revestido del cuerpo de un Niño, muerto en cruz para la salvación de la humanidad, Presente en el sacramento eucarístico, ha sido arrojado del corazón del hombre; su Nombre ha sido olvidado, y cuando no olvidado, despreciado e insultado; la juventud ha perdido todo valor: los varones se visten de seda y las mujeres se visten como varones; muchos, de entre los sacerdotes, no aman a Jesús y a su Madre; el comunismo crece, y la capacidad de destruir a la humanidad con el más moderno armamento es tal, que basta la detonación de sólo el uno por ciento del arsenal nuclear mundial, para destruir a la humanidad entera, provocando la muerte de miles de millones de personas; el odio crece entre los pueblos, y la prueba son, por sólo mencionar una, el reciente genocidio ruandés, y el creciente odio entre razas, propiciado por el indigenismo ideológico; el hambre hace estragos en pueblos enteros; los inocentes son exterminados antes de nacer, en un genocidio silencioso y pavoroso; la familia ha sido desintegrada; la tecnología ha creado mundos virtuales de fantasía y de vida irreal, en donde Dios no existe, ni tampoco existen el cielo y el infierno, solo el placer del momento presente; la cultura de la muerte siega la vida humana en sus extremos, por el aborto y la eutanasia, mientras que la droga, enarbolada como estilo de vida y reclamada como derecho humano, se lleva la vida de cientos de millones de jóvenes y de adultos; los Mandamientos de Dios han sido sepultados y pisoteados, para continuar con el desenfreno, sin sentir el remordimiento de la conciencia; la Madre de Dios es despreciada e ignorada por millones de hijos suyos; el Cuerpo y la Sangre de Jesús son recibidos indignamente, principalmente por sacerdotes y laicos que deberían recibirlo con un corazón puro y misericordioso, y en estado de gracia, y así Cristo Dios es profanado una y otra vez en el sacramento de la Eucaristía, por las comuniones sacrílegas; los falsos profetas, los profetas de la Nueva Era de Acuario, proliferan como hongos; los rumores de guerra se escuchan por todas partes, porque el corazón del hombre se ha oscurecido, porque se ha apartado de Cristo, el Dios Luz; los templos del Dios verdadero deben ser cerrados, porque están vacíos, a causa de la apostasía de sacerdotes y fieles, mientras que los templos de las sectas y de los adoradores de Satán se llenan cada vez más; el espíritu anticristiano cubre al mundo.

Por eso la noche del alma y del corazón que vive hoy el hombre, es una noche más oscura que la noche de Belén. Y en esa noche, ronda un lobo furioso que no es de este mundo.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Nuestro Adviento es una espera gozosa centrada en el misterio eucarístico


La Iglesia finaliza un año litúrgico, y comienza un nuevo año, y en el inicio del año litúrgico, está el tiempo llamado “Adviento”, en el cual toda la Iglesia se prepara para la fiesta máxima de la cristiandad, que es la Navidad.

¿En qué consiste la preparación del Adviento?

No consiste en una preparación psicológica para la Navidad; tampoco se trata sólo de una ocasión para rezar más, ni tan siquiera para cambiar el comportamiento: el Adviento es un momento, en el tiempo de la Iglesia, en el cual ingresamos en el misterio de Cristo, Hombre-Dios, para participar del mismo. Adviento es contemplar y participar del misterio de Cristo, en los momentos previos a la encarnación; Adviento es esperar al Mesías que “ya viene”, envuelto en pañales, y revestido del cuerpo de un Niño.

En Adviento, el cristiano espera al Mesías, y esa espera se concreta en la liturgia de la Iglesia: con su liturgia, la Iglesia coloca al creyente en una situación similar a la que se encontraban los justos del Antiguo Testamento, que esperaban al Mesías: así como los justos esperaban al Mesías, porque sabían de las profecías mesiánicas, así el cristiano “espera” el nacimiento del Mesías en Navidad.

Aunque ya se ha cumplido el misterio pascual de muerte y resurrección de Jesús, y aunque sabemos que reina glorioso en los cielos, y que ha de venir a juzgar a la humanidad en el Día del Juicio Final, la Iglesia, por medio de la liturgia, se introduce en un clima espiritual similar al clima espiritual que reinaba entre los justos del Antiguo Testamento, que esperaban el Nacimiento del Mesías.

Por el misterio de la liturgia, la Iglesia contempla el misterio de Cristo –Dios encarnado, muerto en cruz y resucitado- desde una perspectiva particular, la perspectiva del tiempo inmediato anterior al Nacimiento del Mesías.

Por eso mismo, si recreamos el clima espiritual de quienes esperaban al Mesías en su Primera Venida, tendremos una idea de lo que debe ser el clima espiritual del Adviento: en el Antiguo Testamento, quienes conocían las profecías mesiánicas, sabían que, cuando se cumplieran, los hombres habrían de recibir una gran bendición divina; sabían que algo grandioso y sublime estaba por suceder, y por eso estaban alegres y ansiosos, esperando que viniera el Mesías, así como un agricultor, que está viviendo tiempos de grave sequía, espera con ansias la lluvia, y ve con alegría el acercarse de las nubes que descargarán el agua. Los justos del Antiguo Testamento estaban alegres y ansiosos, esperando al Mesías, porque sabían que Su llegada significaría el comienzo de una nueva era para los hombres, porque el Mesías habría de inaugurar un Reino no de la tierra, sino del cielo, y ese Reino habría de ser un Reino de justicia, de paz, de alegría, y de amor fraterno y universal; sabían también que significaría la derrota de las tinieblas y del mal, porque el Mesías que había de venir, iluminaría al mundo con su luz, una luz eterna, desconocida para los hombres, inaugurando un nuevo día para el hombre, el día de la eternidad divina, el día sin ocaso, de la felicidad y del amor en Dios y entre los hombres.

Los justos del Antiguo Testamento esperaban con alegría contenida la aparición del Mesías, porque éste iba a traer algo inesperado, algo grandioso, algo jamás visto entre los hombres, una nueva vida en Dios y de Dios.

El Mesías era el Emmanuel, el Dios con nosotros, caminando entre los hombres, hablando con ellos. Por eso leían las Escrituras y se alegraban, esperando el cumplimiento de las profecías, y escrutando los signos de los tiempos, para saber el momento en el que esas señales se cumplirían.

Esperaban que una Virgen diera a luz, tal como lo había profetizado el profeta Isaías: “Una virgen concebirá y dará a luz” (cfr. Is ): cuando ocurriera esa prodigio, sería la señal del cielo de que Dios había venido a la tierra, y por eso los hombres debían exultar de gozo y alegría.

Este era el Adviento, o la espera “Del que viene” en el Antiguo Testamento; éste era el clima espiritual de quienes esperaban al Mesías, y por lo tanto, debe ser el clima espiritual de los cristianos católicos en Adviento, en el tiempo previo a la Navidad: de expectación, en alegre espera, de Aquel que ha de venir; de Aquel que, con su luz eterna, derrotará para siempre a las tinieblas del Hades, e iluminará con la luz de su gracia y con el esplendor de su divinidad las almas y los corazones de quienes lo aman con un corazón puro.

Éste es el sentido del Adviento, de la espera de la Iglesia: esperar al Mesías, al Dios con nosotros, al Salvador, al Dios de todo Amor y de toda Misericordia, al Dador del Espíritu, que viene a quitarnos el pecado y a darnos una vida nueva, una vida que no es esta vida humana, una vida que es su propia vida, la vida de la gracia, una vida celestial, sobrenatural.

El Adviento consiste en esperar con alegría al Niño de Belén, a Aquel que viene a sacarnos de este horizonte de tiempo y espacio, en el que discurre la existencia humana, para llevarnos más allá del tiempo y del espacio, más allá de las estrellas y del sol, y a introducirnos en su eternidad divina, en el seno de Dios Padre, en la comunión de vida y de amor con las Tres Divinas Personas.

El Niño que nace en Belén viene para llevarnos a una nueva vida, que no es la vida de esta tierra, sino la vida del cielo, la vida absolutamente feliz y gloriosa en el seno de Dios Uno y Trino, de quien no podemos ni imaginar su hermosura y fascinación.

Los justos del Antiguo Testamento vivían alegres, en la espera del Mesías, y esa alegría y serenidad llenaba de esperanza sus vidas terrenas, y los consolaba en sus tristezas y en sus pesares, porque sabían que, cuando el Mesías viniera, les daría la vida nueva, la vida alegre y sin fin en Dios.

Si ellos vivían alegres, en medio de los pesares y las tribulaciones de la vida, porque sabían que el Mesías iba a venir, y todavía no había venido, cuánto más nosotros, que vivimos en el tiempo de la Iglesia, el tiempo en el que el Mesías se manifiesta, no visiblemente y glorioso, como al fin de los tiempos, sino en el misterio de la Iglesia y de la liturgia, cuánto más nosotros, debemos vivir, en medio de las tribulaciones y de los pesares de la vida, con alegría exultante y con gozo, porque aunque el Mesías no está glorioso y visible, sí está glorioso y resucitado en la Eucaristía, oculto en el Pan del altar, a la espera del cumplimiento del tiempo fijado por el Padre para darse a conocer visiblemente por toda la humanidad. Porque lo tenemos ya al Mesías con nosotros, en la Eucaristía, los cristianos debemos alegrarnos y regocijarnos, porque la Eucaristía es el Emmanuel, el Dios con nosotros, y así, lo tenemos al Mesías no en promesas, como lo tenían los justos del Antiguo Testamento, sino en la realidad, en Persona, Vivo, con su Corazón Sagrado latiendo de amor por todos y cada uno de nosotros, deseoso de donarse a cada uno con toda la plenitud y la intensidad de su amor de Hombre-Dios.

Nuestro Adviento entonces, tiene que ser una espera gozosa centrada en el misterio eucarístico: el Mesías, al que esperaban los justos en el Antiguo Testamento, está ya entre nosotros, en la Eucaristía, y es por eso que lo que tenemos que esperar, es el momento del paso de la contemplación sacramental del Mesías Cristo, en el tiempo y en el misterio del sacramento de la Eucaristía, a la contemplación personal, cara a cara, en la eternidad, en donde la fascinación de Su Rostro embriagará de amor y de alegría sin fin a toda la Iglesia.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Cuando veáis el Brote Nuevo el fin está cerca


“Cuando veáis el brote nuevo de la higuera, sabed que el fin está cerca”. (cfr. Lc 21, 34-36). El cristiano tiene que saber leer, en el signo de los tiempos, las señales que indican lo que va a suceder, así como se sabe que cuando la higuera da brotes nuevos se acerca el verano. La advertencia de Jesús debe ser tomada en el marco de las señales antes del fin: cuando los discípulos vean suceder estas cosas –la apostasía, el abandono del culto al Dios verdadero y la adoración del Anticristo, la abominación de la desolación, la última persecución a la Iglesia-, los discípulos de Cristo deben saber que el Reino –es decir, su instauración definitiva, el fin de los tiempos-, está cerca. Hay abundantes señales, en nuestros días, que indican que el fin de los tiempos está cerca, tal vez más de lo que imaginamos: por ejemplo, algo similar a la marca de la Bestia, que se nombra en el Apocalipsis (cfr. 16, 2), está siendo ya implementado en todo el mundo: para acceder a ciertos lugares, como oficinas gubernamentales secretas, en México, o simplemente clubs selectos, reservados para multimillonarios, como en Barcelona, se presenta como identificación personal un chip que contiene todos los datos personales, implantado en forma subcutánea en el antebrazo y la información está codificada numéricamente de modo tal que las cifras se disponen en tres grupos de seis, como el 666 con el cual la bestia del Apocalipsis marcará a los suyos; otra señal son las pestes –Sida, enfermedades virósicas incurables, como la gripe española, que provocó millones de muertos-, las catástrofes naturales –como el tsunami, la mayor catástrofe natural de que se tenga memoria, con excepción del diluvio-, la maldad anidada en los corazones humanos, que está alcanzando niveles inauditos, al punto de aparecer algo insólito en la historia de la humanidad, como el hecho de que hayan niños asesinos de nueve años; el proliferar de las sectas, sobre todo, la secta de Acuario, una secta de claro origen infernal, que propicia en forma oculta y en forma directa el culto al demonio; las guerras, que si bien han existido en toda la historia de la humanidad, hoy alcanzan formas extremas de crueldad, al punto de parecer hacerse realidad las palabras de una santa[1] sobre el fin del mundo: “Cuando se haya perdido el temor de Dios, guerras crueles y atroces sucederán a porfía, morirán muchedumbres y muchas ciudades se convertirán en ruinas. Dios se servirá de una nación inmunda y cruel, del extremo del mundo para castigar a la cristiandad”; otra señal es la perversión moral, que alcanza grados antes nunca vistos: “(habrá un tiempo) en el que las mujeres vestirán como hombres y se portarán según sus gustos licenciosamente y los hombres vestirán vilmente como mujeres”[2]. Se podría seguir pero el listado se haría interminable: las ideologías perversas, como el comunismo, el nazismo, el liberalismo capitalista de las democracias occidentales, que condenan a cientos de millones de personas a todo tipo de sufrimientos y a la muerte en sus diversas formas. Son todas señales que indican una gran actividad de los agentes infernales y de que por lo tanto algo va a suceder, aunque cuando, solo Dios lo sabe: podrían ser diez, cien o mil años. Pero además de estas señales, que indican actividad del infierno en la tierra, hay también otras señales que indican una intervención prodigiosa, no del infierno, sino del mismo cielo, también en la tierra. Entre estas señales, que indican un brote nuevo, como la higuera, está la misma Iglesia Católica: Ella misma, en su misteriosa constitución, es una señal del cielo: una sociedad religiosa que se presenta a sí misma como la Esposa del Cordero, que da permanentemente a luz a hijos adoptivos de Dios por la obra del Espíritu Santo en su seno, igual que María dio a luz al Hijo de Dios por obra del Espíritu en su seno; sus hijos, los hijos de Dios, los que están ya en el cielo, los santos, obran obras propias del cielo, con el poder del cielo: los milagros, pero sobre todo la misericordia y la caridad, que no es un mero sentimiento humano de filantropía, sino signos de un Amor sobrenatural, sobrehumano, sobrecreatural, de origen divino: el Amor de Dios, Dios Amor, obra a través de sus hijos más destacados, los santos –como la Madre Teresa, el Padre Pío, y los cientos de miles de santos a lo largo de la historia-; otro signo del cielo es la aparición de Jesús Misericordioso, ya que Él mismo lo dice: “Anuncia al mundo que está próxima mi Segunda Venida (esta imagen) es la señal antes del fin”[3]; otra señal venida del cielo es su Presencia Eucarística: es el mayor y más grande de todos los prodigios obrados por Dios, mayor que la Creación y mayor que la Encarnación: es Su Presencia en medio nuestro, el cielo en la tierra, la eternidad y la bienaventuranza en la tierra: la Eucaristía es el brote nuevo de la higuera que anuncia un nuevo amanecer, una nueva primavera para la humanidad, porque contiene algo insólito, el signo más grande del cielo: la vida eterna de Dios Trino.

“Cuando veáis el brote nuevo de la higuera, sabed que el fin está cerca”.


[1] Santa Hildegarda de Bingen, 1098-1179.

[2] Cfr. San Vicente Ferrer, 1350-1419.

[3] Cfr. Diario.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Se verá al Hijo del hombre venir con gran poder y gloria


“Se verá al Hijo del hombre venir con gran poder y gloria” (cfr. Lc 21, 20-28). Dando culminación a la serie de eventos catastróficos que se sucederán antes de la Segunda Venida, Jesús aparecerá, en el Último Día, en el Día del Juicio Final, revestido de poder y de gloria, para juzgar a toda la humanidad, desde Adán y Eva, hasta el último hombre nacido en ese día.

La Segunda Venida será distinta a la Primera: en la Primera, Jesús vino oculto, y nadie, excepto su Madre y su padre adoptivo, sabía de su Nacimiento; nadie sabía que era Dios ese Niño que nacía milagrosamente en Belén. En la Segunda Venida, todos sabrán que viene, porque vendrá, no oculto, a nacer en una pobre cueva, sino que vendrá a juzgar a la humanidad, y será visto por todos los hombres de todos los tiempos, muertos y vivos.

En la Primera Venida, vino de noche, en la noche del tiempo y en la noche del alma; en la Segunda Venida, vendrá, y cuando vendrá, su resplandor será tan intenso, que palidecerá la luz del sol, y su luz gloriosa iluminará y alcanzará todos los rincones del universo, y todos los escondrijos del alma, hasta la raíz más profunda del ser.

En la Primera Venida, su Venida a la tierra culminó con su humillante muerte en cruz; en la Segunda Venida, finalizará el tiempo, para dar inicio a la eternidad, y la cruz de madera, en la que sufrió y murió el Salvador, se convertirá en una cruz de luz, que permanecerá en los cielos por la eternidad, y la muerte de su cuerpo real, en el tiempo, será fuente de vida eterna y de resurrección, para su cuerpo místico, en el tiempo sin tiempo de los cielos.

Pero la Segunda Venida será también similar a la Primera: así como en la Primera nadie lo esperaba, así también en la Segunda, nadie lo esperará; será su Venida “como un relámpago” (cfr. Mt 24, 27), “como un ladrón” (Mt 24, 37-44), al que nadie espera; así como en la Primera Venida vino de noche, en medio de la frialdad y maldad del corazón humano que no le dieron cabida, de manera tal que tuvo que nacer en una pobre cueva en Belén, refugio de animales, así también, en la Segunda Venida, vendrá, y la maldad del corazón humano será tan grande y tan profunda, por haberse apartado de Dios, que aunque brille el sol, y dé luz la luna, habrá más oscuridad y más frío en los corazones de los hombres, que en la Noche de Belén.

Finalmente, así como en la Primera Venida, vino a través del amor maternal de María Santísima, así también, en su Segunda Venida, vendrá por medio del Inmaculado Corazón de María, que será quien preparará los corazones de las almas justas, para recibir a su Señor que viene a juzgar a la tierra.

Mientras tanto, entre una y otra venida, está su Venida por la liturgia de la Santa Misa: en cada Santa Misa, Cristo viene desde los cielos hasta el Pan del altar, para luego venir al corazón del alma fiel que lo espera y desea recibirlo con ansia. Para esta venida, preparamos nuestros corazones con la penitencia, la oración, el ayuno y el amor al prójimo, y decimos, con el Apóstol Juan: “Maranathá, ven, Señor Jesús” (cfr. Ap 22, 20).

jueves, 18 de noviembre de 2010

Celebremos a nuestro Rey, que reina desde la cruz y desde la Eucaristía


La Iglesia celebra a su Rey, y para eso le dedica una fiesta litúrgica especial, en el último domingo del año litúrgico. También el mundo celebra a sus reyes, pero estos se diferencian del Rey de la Iglesia.

Los reyes de la tierra visten con vestidos de lino finísimo, bordados en oro y plata; nuestro Rey lleva por un manto púrpura, que es su propia sangre; los reyes de la tierra llevan brillantes coronas de oro, de diamantes, de rubíes, de esmeraldas; nuestro Rey lleva una opaca corona, una corona de gruesas y filosas espinas, que horadan su sagrada cabeza, y abren ríos de sangre que corren por su rostro, inundando sus ojos, sus oídos, su nariz, su boca; los reyes de la tierra se sientan en mullidos tronos, confeccionados con madera costosísima, adornada con ricos metales; nuestro Rey, Jesucristo, reina desde un trono muy particular, la cruz, hecha de madera dura y pesada, tan pesada, que laceró sus hombros, abriéndole profundas heridas y haciendo correr abundante sangre, y los metales que la adornan no son ni oro ni plata, ni nada parecido: el metal que adorna el trono de este Rey, es el duro y frío hierro de los clavos que atraviesan y horadan sus manos y pies, abriendo torrentes de sangre bendita, la sangre del Cordero, que riega y empapa la seca tierra del Monte Calvario, pero sobre todo riega, empapa e inunda los secos corazones humanos, fecundándolos con el Amor santo del Santo Espíritu del Dios del Amor.

Los reyes de la tierra son aclamados por las multitudes que, enfervorizadas y asombradas por los triunfos terrenos, aplauden las victorias mundanas, y ensalzan a sus reyes con vítores y alabanzas, porque han sometido a sus enemigos; el Rey de la tierra, a pesar de haber vencido, desde la cruz, a los enemigos del hombre, el demonio, el mundo y la carne, es tratado con burla, con desprecio, con indiferencia y con sorna, por las multitudes humanas que lo vituperan, lo insultan, lo ultrajan, rechazando su cruz, su sangre y su triunfo, y sólo es aclamado, ensalzado y alabado, por unos cuantos pocos que, con el corazón dolido, se lamentan de sus pecados y de la muerte de su Rey, al tiempo que le agradecen con el canto de sus labios y de sus corazones.

Los reyes de la tierra reciben títulos honoríficos, dados por los hombres, y aunque esos títulos pocas o casi ninguna vez se corresponden con la realidad, los reyes de la tierra son reconocidos por ellos; el Rey Jesucristo, recibe un título, dado por los hombres, que es clavado en la cruz de madera, y es el título de “Rey de los judíos”, pero también tiene otros títulos, dados por Dios Padre, y esos títulos son: Rey de los hombres y Rey de los ángeles, Rey del cielo y de la tierra, Rey vencedor, Rey Misericordioso, Rey Fuerte, Rey Tres veces Santo, Rey Inmortal, Rey piadoso, Rey Bondadoso, Rey Omnipotente, Rey Omnisciente, Rey Sabio, Rey Majestuoso, Rey poderoso, Rey Invencible, Rey Humilde, Rey Pacífico, Rey Vencedor del Infierno, de la muerte y del pecado, Rey Amable, Rey del Amor, Rey de la Paz, Rey que reconcilia a los hombres con Dios.

Quienes se acercan a los reyes de la tierra, si gozan de su favor, reciben de estos reyes gloria mundana y posesiones terrenas, y títulos nobiliarios, que no son más que títulos humanos, que se imprimen en el papel, y no tienen más realidad que la del papel; quienes se acercan al Rey de los cielos, y a su trono de la cruz, reciben de Él un título real y verdadero, un título de sangre, el ser hijos de Dios, porque este Rey, que es Dios Hijo, les dona su filiación divina, su Ser Hijo de Dios, y esto es tan real, que convierte al alma, de criatura, en hija adoptiva de Dios; quien se acerca a este Rey, que reina en la cruz, recibe de Él el bien más preciado de todos, su Costado abierto, y de su Costado abierto, su Corazón traspasado, y con Su Corazón traspasado, su Sangre bendita, y con su Sangre bendita, su Espíritu, el Espíritu Santo, el Amor de Dios; quien se acerca a este Rey, recibe de este Rey el bien más preciado de cualquier bien, el ser hijo adoptivo de Dios, y recibe la Sangre del Cordero, y con esta sangre, todo bien, todo amor, toda luz y toda paz, infinitamente más del bien, del amor, de la luz y de la paz la que pueda desear o esperar cualquier corazón humano.

Los reyes de la tierra someten y sojuzgan sin piedad a sus súbditos, en cambio, nuestro Rey, Jesucristo, reina con amor y compasión, derramando sobre las almas el océano infinito de Amor eterno contenido en su Corazón, su Espíritu y el de su Padre, el Espíritu Santo.

Los reyes de la tierra, si aman, lo hacen con un amor humano, imperfecto, limitado; un amor que, de ninguna manera, da vida, puesto que es sólo amor humano; el Rey de los cielos, Jesucristo, ama a toda la humanidad, a todos y a cada uno en particular, y su amor, es un amor humano-divino, porque es el amor del Hombre-Dios, de Dios, hecho Hombre perfecto, sin dejar de ser Dios Perfecto, y el amor humano-divino del Corazón Sagrado de este Rey, es un amor que no cambia, es un amor eterno, infinito, como un océano infinito de amor eterno, que no termina nunca, que no se agota nunca, que es siempre el mismo, y que está siempre entregándose en acto presente, es decir, que abarca todos los tiempos, el pasado, el presente y el futuro, por que es eterno.

El Amor de este Rey se dona siempre, de modo continuo, entregándose en Acto presente, por todos y cada uno, y la donación de su Amor se hace real y efectiva, para cada alma, en la comunión eucarística. Celebremos entonces a nuestro Rey, que nos dona su Amor real en la Eucaristía.

No supiste reconocer a Cristo en la Eucaristía


“Vendrán días desastrosos para ti” (cfr. Lc 19, 41-44). Jesús llora por Jerusalén, la Ciudad santa, y con su llanto profetiza la ruina de Jerusalén: será arrasada hasta sus cimientos, porque “no supo reconocer el tiempo en que fue visitada por Dios”, es decir, Jerusalén, sus habitantes, no supieron reconocer en Cristo al Hombre-Dios, a Dios Hijo, que venía a visitarla desde su eternidad de eternidades, desde la majestad de su cielo, desde el seno del Eterno Padre. No sólo no supo reconocer en Cristo al Mesías, a Dios Hijo encarnado, sino que lo crucificó, dándole la muerte más atroz, dolorosa y humillante que se puede dar a hombre alguno.

Dios Padre había elegido a Israel para enaltecerla por encima de todas las naciones, y para eso envió a su Hijo a que se encarnase en el seno de la Virgen Madre, para que infundiera su Espíritu, el Espíritu del Amor divino, e Israel, lejos de agradecer tal muestra de amor, lo condenó injustamente a muerte, abofeteó y escupió su rostro, flageló su cuerpo, laceró sus carnes, coronó su cabeza de gruesas espinas, y clavó sus manos y sus pies a la cruz. Israel no supo reconocer en Cristo a su Mesías, a pesar de haberlo visto en Persona obrando milagros: curando enfermos, resucitando muertos, multiplicando panes y peces, devolviendo la vista a los ciegos. Y como no supo reconocer el tiempo de la paz del Mesías, ahora habría de conocer el tiempo de la guerra, del dolor, de la devastación, de la sangre y del fuego, tal y como ocurrió en el año 70 d. C., con la invasión de los romanos.

Jesús llora por Israel y profetiza el día de la persecución, del abatimiento de sus muros, del saqueo de sus templos, de la muerte de sus sacerdotes, del exilio de sus fieles.

Pero el lamento y la profecía de Jesús van más allá del tiempo, porque se extienden a su Iglesia, que es el Nuevo Israel, y la Nueva Jerusalén. Al final de los tiempos, también la Iglesia Católica, la Nueva Jerusalén, será perseguida en su resto fiel, y sus sacerdotes y fieles encarcelados y martirizados, luego del tiempo en el que se producirá la abominación de la desolación, o sea, la supresión del sacrificio del altar.

En los tiempos del Anticristo, una Iglesia falsa suplantará a la Iglesia verdadera, la cual deberá esconderse en las catacumbas, y esta Iglesia falsa no reconocerá al Mesías, al único Cristo, el Cristo Eucarístico, porque lo reemplazará por un falso cordero, por un cordero que no es el Cordero de Dios, sino un cordero que es una bestia.

La falsa Iglesia adorará, públicamente, al falso cordero, mientras que la verdadera Iglesia adorará, en las catacumbas, al único y verdadero Cristo, el Cristo Eucarístico.

“Vendrán días desastrosos para ti”. Esta frase se aplica para esa falsa Iglesia, para la Iglesia apóstata, para la Iglesia del ecumenismo universal, negadora del misterio eucarístico, progresista y hereje, negadora de la Presencia real de Cristo en la Eucaristía, negadora de los sacramentos, negadora de la divinidad de Cristo, negadora de sus milagros, negadora de su Presencia Eucarística.

“Vendrán días desastrosos para ti”. La falsa Iglesia sentirá todo el furor de la ira divina, porque, al igual que el Israel carnal, no supo reconocer al verdadero y único Mesías, Jesús de Nazareth, y esto sucederá antes del fin.

Cada uno es libre de elegir en qué Iglesia quiere estar: en la Iglesia modernista, progresista, hereje y cismática, o en la Iglesia verdadera, la mística Esposa del Cordero.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Los Adoradores y el Cristo sangrante


La adoración eucarística es una experiencia de oración que no se puede comparar a ninguna otra: hacer adoración eucarística es un anticipo del cielo, porque es contemplar, por la fe, desde aquí, en la tierra, al Dios de los cielos, a quien contemplaremos, adoraremos y amaremos por la eternidad. La adoración es un anticipo del cielo, es un vivir en anticipación la felicidad de la bienaventuranza; la adoración es experimentar, en nuestro tiempo y en nuestros días, la eterna unión en el amor y en la vida divina con las Tres Divinas Personas.

Esto, y mucho más, es lo que se vive en el Templo de Adoración Eucarística Perpetua “Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús”.

Sin embargo, este año, por misericordia de Dios, quienes adoramos al Señor Jesucristo en la Eucaristía, fuimos testigos de un prodigio asombroso. Este año, Nuestro Señor quiso conmover nuestros corazones y encender nuestra fe en su amor -y la fe y el amor de muchos- con un hecho que no podemos calificar de otra manera que como venido del cielo.

Este año, más precisamente, en el día de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, a las 12.30 hs., sucedió un hecho extraordinario: sangró la Cabeza de Nuestro Señor Jesucristo, en la imagen de la Última Cena que se encuentra bajo la Custodia del Santísimo.

Particularmente, y de modo personal, me considero un testigo privilegiado –un privilegio totalmente inmerecido, gratuito-, porque fui, al menos de entre los sacerdotes, el primero en acudir al oratorio a constatar el hecho.

Ese día, el 11 de junio –quedará en mi memoria como uno de los días más memorables de mi vida, junto al día de la ordenación y al día de mi Primera Misa-, Solemnidad del Sagrado Corazón, a eso de las 14.30 hs., una de las Capitanas del Oratorio acudió a la Capilla San Antonio de Padua, en busca de los sacerdotes, para dar cuenta del suceso, del cual ya se habían percatado los adoradores del turno correspondiente.

Nos dijo que habían notado que, en la imagen de Nuestro Señor, había una “mancha roja”, y venían a buscarnos para que, como sacerdotes, diéramos nuestro parecer.

El Párroco, el P. Jorge Gandur, me dijo que fuera hasta el Oratorio para que viera de qué se trataba, lo cual hice inmediatamente. Al llegar al Oratorio, me arrodillé ante la imagen de Nuestro Señor, y pude constatar que la “mancha roja” de la cual nos hablaban los adoradores, era en realidad sangre fresca. No podía creer lo que estaba viendo y experimentando: en toda mi vida sacerdotal, siempre me habían atraído de modo particular los milagros eucarísticos, y cada vez que podía, predicaba acerca de ellos, y ahora, me parecía estar delante de un gran prodigio. Con profunda reverencia y respeto, junto a los otros adoradores, que también se encontraban profundamente conmovidos –algunos incluso lloraban-, veneramos el prodigio y, luego de hacer un rato de oración, nos abocamos, por indicación del P. Gandur, a la tarea de determinar si lo que pensábamos que era sangre, era realmente sangre, y si era sangre, si era humana.

Además, otro paso más que debíamos dar en la investigación del fenómeno, era entrevistar a los testigos oculares, tarea a la cual nos dedicamos desde el primer día del suceso.

Hacia el caer de la tarde, pudimos contactar a la Policía Científica, por medio del P. Horacio Gómez, Capellán de la Policía de Tucumán, y es así como se apersonó en el lugar una unidad, con un médico y un técnico, quienes tomaron muestras de la mancha, a la altura de la frente de Nuestro Señor. Además, sacaron numerosas fotos. Los análisis hechos por la Policía dieron, de modo inmediato, resultado positivo para sangre humana. Una primera parte de la investigación estaba concluida: la “mancha roja” observada por los adoradores, era sangre, y sangre humana. Ahora, debíamos avanzar en otra etapa de la investigación: debíamos entrevistar a los testigos oculares, para descartar cualquier factor humano. Eso fue lo que hicimos en los días posteriores, entrevistando, el P. Gandur y yo, a todos los que presenciaron y/o se percataron del sangrado en sus primeros momentos.

Como resultado de los análisis de la Policía Científica, y con el testimonio de los testigos presenciales de primera hora, llegamos a una conclusión: era posible descartar, con certeza, la intervención humana. Y descartada la intervención humana, sólo cabía una intervención divina, que es lo que creímos desde un primer momento.

Ahora bien, cabe preguntarnos: ¿cuál sería el motivo por el cual nuestro Dios haría un prodigio semejante, el día del Sagrado Corazón, en el oratorio del Sagrado Corazón Eucarístico, en una imagen de la Última Cena, que conmemora el don de su Amor, la entrega de su Corazón en la Eucaristía?

La respuesta la podemos obtener a partir del fenómeno mismo, observando –más bien, contemplando, con los ojos del alma iluminados por la luz de la fe- la sangre y el recorrido de la sangre, desde la Cabeza de Nuestro Señor, hasta sus Manos. La sangre comienza en el cuero cabelludo, en su mitad izquierda, un poco más arriba de la región frontal de la cabeza de Jesús. Desde ahí, se desliza por todo su rostro, recorriendo la frente, el ojo, la mejilla, la nariz, se agolpa en una de las fosas nasales y en los labios, sigue luego por el mentón, y termina por caer, de a gotas, en su mano izquierda, la cual está apoyada en su Corazón. El recorrido de la sangre lleva a que esta caiga, por inercia, en el cáliz que se encuentra inmediatamente debajo de su mano.

¿Qué significa esto? Nos recuerda, inmediatamente, a su Pasión, y sobre todo, a su Coronación de espinas, ya que el recorrido de la sangre comienza en un lugar que corresponde perfectamente a la herida provocada por una de las espinas de su Corona de espinas. Notemos que la sangre comienza en la Cabeza, y recorre todos los sentidos, y esto nos hace ver que la sangre de Nuestro Señor recorre su Humanidad Santísima para que no solo seamos purificados de todo pensamiento y de toda sensación mala, sino para que nuestros pensamientos y nuestros sentimientos y sensaciones, sean santos y puros como los de Jesús. La sangre que comienza y recorre la cabeza de Jesús, producto de la herida causada por una de las espinas de su corona, es para que nuestros pensamientos –la cabeza es la sede de los pensamientos- sean santos puros; la sangre que se desliza por su ojo, es para que veamos a Cristo en la Eucaristía y en el prójimo; la sangre de la nariz y la que recorre la piel, representan a los sentidos en general, para que los sentidos sólo sientan y experimenten lo que Nuestro Señor siente y experimenta en su Pasión; la sangre en los labios de Jesús, es para que nuestra boca se abra sólo para alabar y adorar y dar gracias al Hombre- Dios Jesucristo, por su Pasión de Amor; la sangre que cae en su mano, es para que nuestras manos se eleven hacia el cielo, en alabanzas a la Dios Trino, y se extiendan, abiertas, en ayuda y auxilio de nuestro prójimo más necesitado; la sangre que cae en el cáliz, es para que la bebamos toda, hasta la última gota, porque es la Sangre de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre del Cordero, que se derrama por nuestra salvación, para el perdón de nuestros pecados, y para comunicarnos la filiación divina y el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

La Adoración Eucarística es, como decíamos al principio, un adelante del cielo, porque es contemplar, por la fe, al Dios de inmensa majestad, Jesús Sacramentado, y es experimentar su amor, el mismo Amor que se nos comunicará sin medida en la eternidad. El prodigio del Cristo Sangrante del Oratorio es un motivo más para adorar a Jesús Sacramentado, porque nos hace recordar su Pasión, y su Pasión no tuvo otro motivo ni otra causa que su infinito y eterno Amor Misericordioso.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Yo Soy en la Eucaristía y está cerca el tiempo en que he de venir. Ven a adorarme en espíritu y en verdad, antes de que sea más de noche


“No se dejen engañar, porque muchos se presentarán en mi Nombre diciendo: ‘Soy Yo’ y también: ‘El tiempo está cerca’. No los sigan” (cfr. Lc 21, 5-19).
Jesús da las señales antes del fin de los tiempos, antes del Día del Juicio Final. Entre estas señales, se encuentra la proliferación de falsos cristos, que usurparán el nombre y la identidad de Jesús, para engañar a los elegidos. Los falsos cristos dirán: “Yo soy Jesús, Yo soy el Mesías”, y harán falsos milagros, pero en realidad serán enviados de la misma serpiente que tentó a Adán y Eva en el Paraíso. Jesús nos advierte que no debemos seguir a esos falsos cristos, y que debemos mantenernos fiel a Él.
Ahora bien, ¿cómo podemos distinguir al verdadero del falso cristo? ¿Cómo darnos cuenta, si alguien viene y falsamente dice: “Yo soy Jesús”, de que él no es el verdadero Jesucristo? Nos daremos cuenta por la Eucaristía: el único Cristo es el Cristo Eucarístico, y el Cristo Eucarístico es Jesús de Nazareth, Dios Hijo hecho hombre sin dejar de ser Dios, que en la Eucaristía actualiza para nosotros su misterio pascual de muerte y resurrección. Es en la Eucaristía donde se encuentra el verdadero y único Jesucristo, el Hombre-Dios muerto en cruz y resucitado para nuestra salvación, que desde la cruz nos ha donado su sangre y su vida y su filiación divina, don que continúa en el sacramento de la Eucaristía.
Los falsos cristos dirán: “Yo soy”, y dirán también: “El tiempo está cerca”, pero no habremos de creerles, porque es el verdadero Cristo Eucarístico quien dice desde la Eucaristía: “Yo Soy”, y es el verdadero y único Cristo, el Cristo Eucarístico, quien nos dice: “El tiempo está cerca”. Sólo el Cristo Eucarístico es el Dios Vivo y Viviente, y es Él quien nos advierte que el tiempo está cerca, a través de distintas apariciones de su Madre, como en Fátima y en La Salette, y el tiempo de su Venida está cerca porque la maldad del corazón humano ha colmado y traspasado la medida de la paciencia divina.
A través de la Virgen en La Salette, y en otras apariciones, Jesús nos advierte que el tiempo de su Venida está cerca, pero su Venida estará precedida por la venida de los falsos profetas, de los falsos cristos, y del Anticristo. Ahora bien, para apreciar el valor de las apariciones de la Virgen María en La Salette, no debemos dejar pasar las profecías de La Salette por alto, porque el Papa Juan Pablo II dijo de ellas: “Estamos en el corazón de las profecías de La Salette” .
Teniendo en cuenta la autoridad del Santo Padre Juan Pablo II, quien evidentemente creía en estas profecías, detengámonos un poco entonces a ver qué es lo que la Virgen nos dice.
En Francia, en La Salette, en el año 1865, la Virgen dijo así: “Melanie, esto que yo te voy a decir ahora no será siempre secreto; puedes publicarlo en 1858: Los Sacerdotes, Ministros de mi Hijo, los Sacerdotes..., por su mala vida, por sus irreverencias e impiedad al celebrar los santos misterios, por su amor al dinero, a los honores y a los placeres, se han convertido en cloacas de impureza. ¡Sí!, los Sacerdotes piden venganza y la venganza pende de sus cabezas. ¡Ay de los sacerdotes y personas consagradas a Dios que por sus infidelidades y mala vida crucifican de nuevo a Mi Hijo! Los pecados de las personas consagradas a Dios claman al Cielo y piden venganza, y he aquí que la venganza está a las puertas, pues ya no se encuentra nadie que implore misericordia y perdón para el Pueblo. Ya no hay almas generosas ni persona digna de ofrecer la víctima sin mancha al Eterno, en favor del mundo. Dios va a castigar de una manera sin precedentes. ¡Ay de los habitantes de la Tierra...! Dios va a derramar su cólera y nadie podrá sustraerse a tantos males juntos. ¡Los jefes, los conductores del Pueblo de Dios, han descuidado la oración y la penitencia, y el demonio ha oscurecido sus inteligencias, se han convertido en estrellas errantes que el viejo diablo arrastrará con su cola para hacerlos perecer. Dios permitirá a la serpiente antigua poner divisiones entre los soberanos, en las sociedades y en las familias. (...) La sociedad está en vísperas de las más terribles calamidades y los más grandes acontecimientos. Se verá obligada a ser gobernada por una vara de hierro y a beber el cáliz de la cólera de Dios. (...) Italia será castigada por su ambición de querer sacudir el yugo del Señor de los Señores. (...) La sangre correrá por todas partes. Las Iglesias serán cerradas o profanadas. Los Sacerdotes y religiosos serán perseguidos. (...) Muchos abandonarán la Fé, y el número de Sacerdotes y religiosos que se separarán de la verdadera religión será grande. Entre estas personas se encontrarán incluso Obispos. Que el Papa se ponga en guardia contra los obradores de milagros, pues llega el tiempo en que los prodigios más asombrosos tendrán lugar en la tierra y en los aires. (...) Lucifer, con gran número de demonios, serán desatados del Infierno; abolirán la fe, aún entre las personas consagradas a Dios. (...) Muchas casas religiosas perderán completamente la fe y perderán a muchísimas almas. Los malos libros abundarán en la Tierra y los espíritus de las tinieblas extenderán por todas partes un relajamiento universal en todo lo relativo al servicio de Dios. Habrá Iglesias para servir a esos espíritus. (...) ¡Ay de los príncipes de la Iglesia que se hayan dedicado únicamente a amontonar riquezas, a poner a salvo su autoridad y dominar con orgullo! (…)
“La Iglesia será entregada a grandes persecuciones. Esta será la hora de las tinieblas. (…) Los gobernantes civiles tendrán todos un mismo plan, que será abolir y hacer desaparecer todo principio religioso para dar lugar al materialismo, al ateísmo, (...) a toda clase de vicios. (…) Los justos sufrirán mucho, sus oraciones, su penitencia y sus lágrimas subirán hasta el Cielo, y todo el Pueblo de Dios pedirá perdón y misericordia e implorarán su ayuda e intercesión. Entonces Jesucristo, por un acto de justicia y de su gran misericordia con los justos, mandará a sus ángeles que destruyan a todos sus enemigos. Los perseguidores de la Iglesia de Cristo y los hombres dados al pecado perecerán de golpe, y la Tierra quedará como un desierto.
Entonces será la paz, la reconciliación de Dios con los hombres; Jesucristo será servido, adorado y glorificado. La caridad florecerá en todas partes. Los nuevos reyes serán el brazo derecho de la Santa Iglesia que será fuerte, humilde, piadosa, pobre, celosa e imitadora de las virtudes de Jesucristo. El Evangelio será predicado por todas partes y los hombres harán grandes progresos en la fe, porque habrá unidad entre los obreros de Jesucristo, y los hombres vivirán en el temor de Dios.» (...).
“La Tierra será castigada con todo género de plagas. Habrá guerras, hasta la última que la harán los diez reyes del anticristo, los cuales tendrán todos un mismo plan, y serán los únicos que gobernarán al mundo. Antes que eso suceda, habrá una especie de falsa paz en el mundo; no se pensará más que en divertirse; los malvados se entregarán a toda clase de pecados; pero los hijos de la Santa Iglesia, los hijos de la fe, mis verdaderos imitadores, creerán en el amor de Dios y en las virtudes que me son más queridas. Dichosas las almas humildes guiadas por el Espíritu Santo, Yo combatiré con ellas hasta que lleguen a la plenitud de la edad. La naturaleza clama venganza contra los hombres, y tiembla de espanto en espera de lo que debe suceder en la Tierra encharcada de crímenes. Temblad Tierra, y vosotros que hacéis profesión de servir a Jesucristo y que interiormente os adoráis a vosotros mismos, ¡temblad!, pues Dios va a entregaros a sus enemigos, porque los lugares santos están en la corrupción. Muchos conventos no son ya casa de Dios, sino pastizales de Asmodeo. Durante este tiempo nacerá el anticristo... Hará prodigios y no se alimentará sino de impurezas. ... Se cambiarán las estaciones... Los astros perderán sus movimientos regulares. La luna no reflejará más que una débil luz rojiza. El agua y el fuego causarán en el globo terrestre movimientos convulsivos y horribles terremotos.
Roma perderá la Fé y se convertirá en la sede del anticristo. Los demonios del aire, con el anticristo, harán grandes prodigios en la Tierra y en los aires, y los hombres se pervertirán más y más. Dios cuidará de sus fieles servidores y de los hombres de buena voluntad. El Evangelio será predicado por todas partes. Todos los pueblos y todas las naciones conocerán la verdad.
Hago una apremiante llamada a la Tierra, llamo a los verdaderos discípulos del Dios que vive y reina en los Cielos, llamo a los verdaderos imitadores de Cristo hecho hombre, el único y verdadero salvador de los hombres. Llamo a mis hijos, a mis verdaderos devotos, a los que se me han consagrado a fin de que los conduzca a mi Divino Hijo, los que llevo, por decirlo así, en mis brazos, los que han vivido de mi espíritu. Finalmente... Llamo a los Apóstoles de los Últimos Tiempos. Los fieles discípulos de Jesucristo que han vivido en el menosprecio del mundo y de sí mismos, en la pobreza y en la humildad, en la oración y en la mortificación, en la castidad y en la unión con Dios. En el sufrimiento, y desconocidos del mundo. Ya es hora que salgan y vengan a iluminar la Tierra: Id y mostraos como mis hijos queridos, yo estoy con vosotros y en vosotros, con tal que vuestra fe sea la luz que os ilumine en esos días de infortunio. ... Luchad hijos de la luz, vosotros pequeño número... pues ya está aquí el tiempo de los tiempos, el fin de los fines. La Iglesia se oscurecerá, el mundo quedará consternado.
Ha llegado el tiempo. El sol se oscurece, solo la fé vivirá. Aquí está el tiempo. El abismo se abre. He aquí el rey de los reyes de las tinieblas. Aquí está la bestia con sus súbditos, llamándose el salvador del mundo. Se elevará con orgullo por los aires para subir hasta el Cielo. Será sofocado por el soplo de San Miguel Arcángel. Caerá. Y la Tierra, que llevará TRES DÍAS en continuas evoluciones, abrirá su seno lleno de fuego.
Será hundido para siempre, (el anticristo), con todos los suyos, en los abismos eternos del infierno. Entonces el agua y el fuego purificarán y consumirán todas las obras del orgullo de los hombres y todo será renovado. Dios será servido y glorificado.».
Lo que Jesús y la Virgen nos quieren decir a través de las apariciones de La Salette es que están por venir “una serie de castigos y catástrofes...", por causa de los pecados de los hombres y que “muchos sacerdotes se apartarán de la sana doctrina." Además, la Virgen hace referencia al anticristo, y que Roma perderá la fe y se convertirá en su sede; Dios permitirá a Satanás tentar a los hombres y al mundo y éste llegará al caos, al desorden y la desesperación, pero finalmente, por un acto de su justicia y su misericordia mandará purificar y renovar al mundo, y a su Iglesia, vendrá entonces el reinado de los Sagrados Corazones de Jesús y de María.
La Santísima Virgen nos dice en La Salette que estamos viviendo los Últimos Tiempos, que no son el Fin del mundo, que se caracterizarán por una purificación venida del cielo, y por una renovación de la Iglesia, y por eso llama a los verdaderos imitadores de su Hijo, a los “Apóstoles de los Últimos Tiempos”, que ayudarán al triunfo definitivo de Jesucristo, en la paz y reconciliación de Dios con los hombres.
Con todo, dice Juan Pablo II que “La Salette es un mensaje de esperanza, puesto que nuestra esperanza se apoya en la intercesión de la Madre de los hombres” .
La Virgen en La Salete nos habla de las señales que habrán de avisarnos acerca del tiempo de la purificación que sobrevendrá en la tierra, pero también Jesús Misericordioso, a través de las revelaciones a Sor Faustina, nos habla de una señal en el cielo antes de su Venida, una crucifijo del cual saldrá luz de las heridas de Jesús: “Escribe: Antes de que Yo venga como Juez, vendré como el Rey de la Misericordia. Antes de la llegada de aquel día del juicio, habrá una señal en el cielo: se apagará toda luz en el cielo y en la tierra. Aparecerá la señal de la cruz en el cielo. De cada una de las heridas de mis manos y de mis pies saldrá una luz que iluminará la tierra durante un breve tiempo. Será poco antes del Último Día” .
Pero hasta tanto llegue el cumplimiento de las profecías en La Salette, y de las reveladas a Sor Faustina, la Iglesia nos da otra señal, y es la señal en el altar, porque en el altar, en cada Misa, desciende, invisible, la cruz de Jesús, y Jesús en la cruz, desde los cielos, para quedarse en la Eucaristía. Es esta señal, la señal de la Iglesia, la que se nos da en cada Misa, y es la señal que debemos reconocer, con los ojos de la fe, para poder luego reconocer las señales antes del fin, cuando Cristo Dios envíe el castigo sobre la tierra.
Es Cristo Dios quien, desde la Eucaristía, nos dice: “Yo Soy el que soy, el que era y el que es; Yo Soy Tu Dios, el que te creó, el que te redimió, y el que te santificó. Yo di mi vida por ti en la cruz; Yo derramé mi sangre por ti en la cruz; Yo soplé el Espíritu del Amor divino por ti en Pentecostés; Yo entrego mi Cuerpo, mi Sangre, mi Alma y mi Divinidad en la Eucaristía, y en cada comunión eucarística Te entrego todo mi Ser, y con Mi Ser divino, Mi Amor, que es el Amor del Padre y Mío, renovando Pentecostés para ti. Yo Soy quien Te espera al final de tus días; es a Mí a quien verás cuando cierres los ojos el día de tu muerte, y los abras a la vida eterna. Yo Soy, y espero, día a día, que cambies, que dejes de mirar el mundo, para contemplarme a Mí, Tu Dios, en el misterio eucarístico. Yo Soy, Yo te espero en la Eucaristía, oculto en las apariencias de pan, para que vengas a hacer adoración, a hablar Conmigo de corazón a corazón. No tardes más, Yo Soy, vuestro tiempo en la tierra se acorta. Venid a Mí. Yo Soy en la Eucaristía y está cerca el tiempo en que he de venir. Ven a adorarme en espíritu y en verdad, antes de que sea más de noche”.
Jesús nos habla desde la Eucaristía, como el Verdadero y Único Dios. Para reconocer su Voz, y para no confundirla con la de los falsos cristos, son necesarias la oración y la Adoración Eucarística.

Yo Soy en la Eucaristía y está cerca el tiempo en que he de venir. Ven a adorarme en espíritu y en verdad, antes de que sea más de noche


“No se dejen engañar, porque muchos se presentarán en mi Nombre diciendo: ‘Soy Yo’ y también: ‘El tiempo está cerca’. No los sigan” (cfr. Lc 21, 5-19).
Jesús da las señales antes del fin de los tiempos, antes del Día del Juicio Final. Entre estas señales, se encuentra la proliferación de falsos cristos, que usurparán el nombre y la identidad de Jesús, para engañar a los elegidos. Los falsos cristos dirán: “Yo soy Jesús, Yo soy el Mesías”, y harán falsos milagros, pero en realidad serán enviados de la misma serpiente que tentó a Adán y Eva en el Paraíso. Jesús nos advierte que no debemos seguir a esos falsos cristos, y que debemos mantenernos fiel a Él.
Ahora bien, ¿cómo podemos distinguir al verdadero del falso cristo? ¿Cómo darnos cuenta, si alguien viene y falsamente dice: “Yo soy Jesús”, de que él no es el verdadero Jesucristo? Nos daremos cuenta por la Eucaristía: el único Cristo es el Cristo Eucarístico, y el Cristo Eucarístico es Jesús de Nazareth, Dios Hijo hecho hombre sin dejar de ser Dios, que en la Eucaristía actualiza para nosotros su misterio pascual de muerte y resurrección. Es en la Eucaristía donde se encuentra el verdadero y único Jesucristo, el Hombre-Dios muerto en cruz y resucitado para nuestra salvación, que desde la cruz nos ha donado su sangre y su vida y su filiación divina, don que continúa en el sacramento de la Eucaristía.
Los falsos cristos dirán: “Yo soy”, y dirán también: “El tiempo está cerca”, pero no habremos de creerles, porque es el verdadero Cristo Eucarístico quien dice desde la Eucaristía: “Yo Soy”, y es el verdadero y único Cristo, el Cristo Eucarístico, quien nos dice: “El tiempo está cerca”. Sólo el Cristo Eucarístico es el Dios Vivo y Viviente, y es Él quien nos advierte que el tiempo está cerca, a través de distintas apariciones de su Madre, como en Fátima y en La Salette, y el tiempo de su Venida está cerca porque la maldad del corazón humano ha colmado y traspasado la medida de la paciencia divina.
A través de la Virgen en La Salette, y en otras apariciones, Jesús nos advierte que el tiempo de su Venida está cerca, pero su Venida estará precedida por la venida de los falsos profetas, de los falsos cristos, y del Anticristo. Ahora bien, para apreciar el valor de las apariciones de la Virgen María en La Salette, no debemos dejar pasar las profecías de La Salette por alto, porque el Papa Juan Pablo II dijo de ellas: “Estamos en el corazón de las profecías de La Salette” .
Teniendo en cuenta la autoridad del Santo Padre Juan Pablo II, quien evidentemente creía en estas profecías, detengámonos un poco entonces a ver qué es lo que la Virgen nos dice.
En Francia, en La Salette, en el año 1865, la Virgen dijo así: “Melanie, esto que yo te voy a decir ahora no será siempre secreto; puedes publicarlo en 1858: Los Sacerdotes, Ministros de mi Hijo, los Sacerdotes..., por su mala vida, por sus irreverencias e impiedad al celebrar los santos misterios, por su amor al dinero, a los honores y a los placeres, se han convertido en cloacas de impureza. ¡Sí!, los Sacerdotes piden venganza y la venganza pende de sus cabezas. ¡Ay de los sacerdotes y personas consagradas a Dios que por sus infidelidades y mala vida crucifican de nuevo a Mi Hijo! Los pecados de las personas consagradas a Dios claman al Cielo y piden venganza, y he aquí que la venganza está a las puertas, pues ya no se encuentra nadie que implore misericordia y perdón para el Pueblo. Ya no hay almas generosas ni persona digna de ofrecer la víctima sin mancha al Eterno, en favor del mundo. Dios va a castigar de una manera sin precedentes. ¡Ay de los habitantes de la Tierra...! Dios va a derramar su cólera y nadie podrá sustraerse a tantos males juntos. ¡Los jefes, los conductores del Pueblo de Dios, han descuidado la oración y la penitencia, y el demonio ha oscurecido sus inteligencias, se han convertido en estrellas errantes que el viejo diablo arrastrará con su cola para hacerlos perecer. Dios permitirá a la serpiente antigua poner divisiones entre los soberanos, en las sociedades y en las familias. (...) La sociedad está en vísperas de las más terribles calamidades y los más grandes acontecimientos. Se verá obligada a ser gobernada por una vara de hierro y a beber el cáliz de la cólera de Dios. (...) Italia será castigada por su ambición de querer sacudir el yugo del Señor de los Señores. (...) La sangre correrá por todas partes. Las Iglesias serán cerradas o profanadas. Los Sacerdotes y religiosos serán perseguidos. (...) Muchos abandonarán la Fé, y el número de Sacerdotes y religiosos que se separarán de la verdadera religión será grande. Entre estas personas se encontrarán incluso Obispos. Que el Papa se ponga en guardia contra los obradores de milagros, pues llega el tiempo en que los prodigios más asombrosos tendrán lugar en la tierra y en los aires. (...) Lucifer, con gran número de demonios, serán desatados del Infierno; abolirán la fe, aún entre las personas consagradas a Dios. (...) Muchas casas religiosas perderán completamente la fe y perderán a muchísimas almas. Los malos libros abundarán en la Tierra y los espíritus de las tinieblas extenderán por todas partes un relajamiento universal en todo lo relativo al servicio de Dios. Habrá Iglesias para servir a esos espíritus. (...) ¡Ay de los príncipes de la Iglesia que se hayan dedicado únicamente a amontonar riquezas, a poner a salvo su autoridad y dominar con orgullo! (…)
“La Iglesia será entregada a grandes persecuciones. Esta será la hora de las tinieblas. (…) Los gobernantes civiles tendrán todos un mismo plan, que será abolir y hacer desaparecer todo principio religioso para dar lugar al materialismo, al ateísmo, (...) a toda clase de vicios. (…) Los justos sufrirán mucho, sus oraciones, su penitencia y sus lágrimas subirán hasta el Cielo, y todo el Pueblo de Dios pedirá perdón y misericordia e implorarán su ayuda e intercesión. Entonces Jesucristo, por un acto de justicia y de su gran misericordia con los justos, mandará a sus ángeles que destruyan a todos sus enemigos. Los perseguidores de la Iglesia de Cristo y los hombres dados al pecado perecerán de golpe, y la Tierra quedará como un desierto.
Entonces será la paz, la reconciliación de Dios con los hombres; Jesucristo será servido, adorado y glorificado. La caridad florecerá en todas partes. Los nuevos reyes serán el brazo derecho de la Santa Iglesia que será fuerte, humilde, piadosa, pobre, celosa e imitadora de las virtudes de Jesucristo. El Evangelio será predicado por todas partes y los hombres harán grandes progresos en la fe, porque habrá unidad entre los obreros de Jesucristo, y los hombres vivirán en el temor de Dios.» (...).
“La Tierra será castigada con todo género de plagas. Habrá guerras, hasta la última que la harán los diez reyes del anticristo, los cuales tendrán todos un mismo plan, y serán los únicos que gobernarán al mundo. Antes que eso suceda, habrá una especie de falsa paz en el mundo; no se pensará más que en divertirse; los malvados se entregarán a toda clase de pecados; pero los hijos de la Santa Iglesia, los hijos de la fe, mis verdaderos imitadores, creerán en el amor de Dios y en las virtudes que me son más queridas. Dichosas las almas humildes guiadas por el Espíritu Santo, Yo combatiré con ellas hasta que lleguen a la plenitud de la edad. La naturaleza clama venganza contra los hombres, y tiembla de espanto en espera de lo que debe suceder en la Tierra encharcada de crímenes. Temblad Tierra, y vosotros que hacéis profesión de servir a Jesucristo y que interiormente os adoráis a vosotros mismos, ¡temblad!, pues Dios va a entregaros a sus enemigos, porque los lugares santos están en la corrupción. Muchos conventos no son ya casa de Dios, sino pastizales de Asmodeo. Durante este tiempo nacerá el anticristo... Hará prodigios y no se alimentará sino de impurezas. ... Se cambiarán las estaciones... Los astros perderán sus movimientos regulares. La luna no reflejará más que una débil luz rojiza. El agua y el fuego causarán en el globo terrestre movimientos convulsivos y horribles terremotos.
Roma perderá la Fé y se convertirá en la sede del anticristo. Los demonios del aire, con el anticristo, harán grandes prodigios en la Tierra y en los aires, y los hombres se pervertirán más y más. Dios cuidará de sus fieles servidores y de los hombres de buena voluntad. El Evangelio será predicado por todas partes. Todos los pueblos y todas las naciones conocerán la verdad.
Hago una apremiante llamada a la Tierra, llamo a los verdaderos discípulos del Dios que vive y reina en los Cielos, llamo a los verdaderos imitadores de Cristo hecho hombre, el único y verdadero salvador de los hombres. Llamo a mis hijos, a mis verdaderos devotos, a los que se me han consagrado a fin de que los conduzca a mi Divino Hijo, los que llevo, por decirlo así, en mis brazos, los que han vivido de mi espíritu. Finalmente... Llamo a los Apóstoles de los Últimos Tiempos. Los fieles discípulos de Jesucristo que han vivido en el menosprecio del mundo y de sí mismos, en la pobreza y en la humildad, en la oración y en la mortificación, en la castidad y en la unión con Dios. En el sufrimiento, y desconocidos del mundo. Ya es hora que salgan y vengan a iluminar la Tierra: Id y mostraos como mis hijos queridos, yo estoy con vosotros y en vosotros, con tal que vuestra fe sea la luz que os ilumine en esos días de infortunio. ... Luchad hijos de la luz, vosotros pequeño número... pues ya está aquí el tiempo de los tiempos, el fin de los fines. La Iglesia se oscurecerá, el mundo quedará consternado.
Ha llegado el tiempo. El sol se oscurece, solo la fé vivirá. Aquí está el tiempo. El abismo se abre. He aquí el rey de los reyes de las tinieblas. Aquí está la bestia con sus súbditos, llamándose el salvador del mundo. Se elevará con orgullo por los aires para subir hasta el Cielo. Será sofocado por el soplo de San Miguel Arcángel. Caerá. Y la Tierra, que llevará TRES DÍAS en continuas evoluciones, abrirá su seno lleno de fuego.
Será hundido para siempre, (el anticristo), con todos los suyos, en los abismos eternos del infierno. Entonces el agua y el fuego purificarán y consumirán todas las obras del orgullo de los hombres y todo será renovado. Dios será servido y glorificado.».
Lo que Jesús y la Virgen nos quieren decir a través de las apariciones de La Salette es que están por venir “una serie de castigos y catástrofes...", por causa de los pecados de los hombres y que “muchos sacerdotes se apartarán de la sana doctrina." Además, la Virgen hace referencia al anticristo, y que Roma perderá la fe y se convertirá en su sede; Dios permitirá a Satanás tentar a los hombres y al mundo y éste llegará al caos, al desorden y la desesperación, pero finalmente, por un acto de su justicia y su misericordia mandará purificar y renovar al mundo, y a su Iglesia, vendrá entonces el reinado de los Sagrados Corazones de Jesús y de María.
La Santísima Virgen nos dice en La Salette que estamos viviendo los Últimos Tiempos, que no son el Fin del mundo, que se caracterizarán por una purificación venida del cielo, y por una renovación de la Iglesia, y por eso llama a los verdaderos imitadores de su Hijo, a los “Apóstoles de los Últimos Tiempos”, que ayudarán al triunfo definitivo de Jesucristo, en la paz y reconciliación de Dios con los hombres.
Con todo, dice Juan Pablo II que “La Salette es un mensaje de esperanza, puesto que nuestra esperanza se apoya en la intercesión de la Madre de los hombres” .
La Virgen en La Salete nos habla de las señales que habrán de avisarnos acerca del tiempo de la purificación que sobrevendrá en la tierra, pero también Jesús Misericordioso, a través de las revelaciones a Sor Faustina, nos habla de una señal en el cielo antes de su Venida, una crucifijo del cual saldrá luz de las heridas de Jesús: “Escribe: Antes de que Yo venga como Juez, vendré como el Rey de la Misericordia. Antes de la llegada de aquel día del juicio, habrá una señal en el cielo: se apagará toda luz en el cielo y en la tierra. Aparecerá la señal de la cruz en el cielo. De cada una de las heridas de mis manos y de mis pies saldrá una luz que iluminará la tierra durante un breve tiempo. Será poco antes del Último Día” .
Pero hasta tanto llegue el cumplimiento de las profecías en La Salette, y de las reveladas a Sor Faustina, la Iglesia nos da otra señal, y es la señal en el altar, porque en el altar, en cada Misa, desciende, invisible, la cruz de Jesús, y Jesús en la cruz, desde los cielos, para quedarse en la Eucaristía. Es esta señal, la señal de la Iglesia, la que se nos da en cada Misa, y es la señal que debemos reconocer, con los ojos de la fe, para poder luego reconocer las señales antes del fin, cuando Cristo Dios envíe el castigo sobre la tierra.
Es Cristo Dios quien, desde la Eucaristía, nos dice: “Yo Soy el que soy, el que era y el que es; Yo Soy Tu Dios, el que te creó, el que te redimió, y el que te santificó. Yo di mi vida por ti en la cruz; Yo derramé mi sangre por ti en la cruz; Yo soplé el Espíritu del Amor divino por ti en Pentecostés; Yo entrego mi Cuerpo, mi Sangre, mi Alma y mi Divinidad en la Eucaristía, y en cada comunión eucarística Te entrego todo mi Ser, y con Mi Ser divino, Mi Amor, que es el Amor del Padre y Mío, renovando Pentecostés para ti. Yo Soy quien Te espera al final de tus días; es a Mí a quien verás cuando cierres los ojos el día de tu muerte, y los abras a la vida eterna. Yo Soy, y espero, día a día, que cambies, que dejes de mirar el mundo, para contemplarme a Mí, Tu Dios, en el misterio eucarístico. Yo Soy, Yo te espero en la Eucaristía, oculto en las apariencias de pan, para que vengas a hacer adoración, a hablar Conmigo de corazón a corazón. No tardes más, Yo Soy, vuestro tiempo en la tierra se acorta. Venid a Mí. Yo Soy en la Eucaristía y está cerca el tiempo en que he de venir. Ven a adorarme en espíritu y en verdad, antes de que sea más de noche”.
Jesús nos habla desde la Eucaristía, como el Verdadero y Único Dios. Para reconocer su Voz, y para no confundirla con la de los falsos cristos, son necesarias la oración y la Adoración Eucarística.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Cristo Dios es un Dios de vivientes, y vive con su Cuerpo resucitado en la Eucaristía


“Dios es un Dios de vivientes, todos viven en Él” (cfr. Lc 20, 27-38). Los saduceos, a pesar de que era de entre ellos de donde salían los sacerdotes, creían que Dios se desinteresaba de sus criaturas, y por eso negaban la divina providencia, la inmortalidad del alma y la resurrección de la carne[1]. Por otra parte, los fariseos sí creían en la resurrección, pero pensaban que era una resurrección más bien material, como una continuación o prolongación de esta vida. Entonces, para los judíos había sólo dos opciones: o no había resurrección, directamente, o bien había resurrección, pero material. Jesús tiene una tercera alternativa: la resurrección no sólo del alma, sino de los cuerpos[2].

¿En qué consiste la resurrección? Para apreciar la resurrección, debemos considerar primero cuál es el destino del hombre sin Cristo y sin su sacrificio redentor. Es decir, por una ficción de la mente, imaginemos a un hombre que muere, pero sin la redención de Cristo. Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, y mientras el cuerpo inicia un proceso de descomposición orgánica, que lo lleva a convertirse en polvo y luego a desaparecer, el alma, imposibilitada de ir al cielo, es decir, de entrar en comunión de vida y amor con Dios Uno y Trino, queda en un estado en el cual, para siempre, habrá de permanecer separada de Dios.

Esta separación será sin sufrimiento, pero también sin gozo –el llamado “Limbo de los justos” del Antiguo Testamento-, si en esta vida vivió de acuerdo a su conciencia, y será con sufrimiento eterno, si se condena en el infierno, por haber obrado el mal en esta vida.

De todos modos, el destino natural del hombre, luego de la muerte, es la de la separación de sus componentes vitales, el alma y el cuerpo, y esto para siempre, porque no hay ninguna fuerza natural o creada en grado de volver a unir a ambos.

Si se produce la restauración de esta unidad, es por intervención directa de Dios, y si se produce esta intervención divina, es por puro amor y misericordia, porque Dios no tiene ninguna obligación de hacerlo.

La resurrección entonces consiste, por un lado, en la restauración de la unión entre el alma y el cuerpo, que se habían separado luego de la muerte, y que ya no volverán a separarse nunca más; por otro lado, consiste en la glorificación del cuerpo y de la vida corporal, es decir, su espiritualización, como consecuencia de la deificación o divinización del espíritu[3]. En la resurrección, el alma es deificada, o sea, convertida en algo semejante a Dios, por medio de la glorificación, y esa deificación o glorificación del alma, se comunica, por rebosamiento, al cuerpo, el cual queda también espiritualizado y glorificado.

Esto es un misterio, porque, como vimos, no es posible la restauración de la unión por ninguna fuerza natural, y es un misterio de gracia y de misericordia, otorgados por Dios al hombre en virtud del misterio pascual de Cristo de muerte y resurrección, porque si Dios concede la resurrección corporal, lo hace por puro amor y misericordia, ya que de ninguna manera está obligado a hacerlo. La resurrección de los cuerpos, su glorificación, y la deificación del alma, no son algo debido al hombre, sino un don de la misericordia divina, que interviene con su omnipotencia, luego de la muerte del hombre, de modo directo y extraordinario.

Esto quiere decir que la naturaleza humana no tiene derecho “natural” a la resurrección de entre los muertos, y si resucita, es porque la muerte del Hombre-Dios en la cruz fue lo bastante poderosa como para vencer completamente al pecado, y para devolvernos el don de la inmortalidad del cuerpo, que había sido dado por Dios a Adán y Eva[4].

La resurrección se funda entonces en el misterio de Cristo: fue Él quien resucitó su cuerpo físico, real, muerto y tendido, frío, en el sepulcro, insuflándole el Espíritu Santo y, por su resurrección, habremos de resucitar nosotros, si nos unimos sobrenaturalmente a Él, porque es de Cristo de donde surge la fuerza divina y sobrenatural, que nos llega del seno mismo de Dios Uno y Trino, y que deifica nuestras almas y glorifica los cuerpos[5].

Es el mismo Cristo quien nos dice qué debemos hacer para resucitar: unirnos a Él por la fe y por la comunión sacramental con su cuerpo resucitado en la Eucaristía.

Cuando creemos en Cristo no como hombre, sino como Hombre-Dios, es decir, cuando nos unimos a Él por la fe de la Iglesia, y cuando recibimos su Cuerpo resucitado en la Eucaristía, nos unimos de modo tan íntimo y sobrenatural a Él, que estamos en Él como Él está en el Padre, y por lo tanto, vivimos en Él y de Él, así como Él vive por el Padre y del Padre. Dice Jesús en el Evangelio, en el discurso del Pan de Vida: “Les dijo Jesús: «Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed (…) Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré fuera; (…) Y esta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día”[6]. Y más adelante dice: “El que cree, tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida”[7]. El que cree, es decir, el que tiene fe en Él como Hombre-Dios, como Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, y no como “el hijo del carpintero”[8]; y el que come de ese Pan que es Él, el Pan de Vida eterna.

Jesús nos revela que la resurrección se nos dará a nosotros, que somos hombres terrenos, corruptibles, destinados a la muerte, sólo y únicamente si nos alimentamos de un Pan especial, un Pan que no es de la tierra, un Pan que sólo en apariencia es pan, porque es en realidad su Cuerpo resucitado, lleno de la gloria y de la vida eterna[9].

En la Eucaristía se nos dona Cristo, con su Cuerpo glorioso y lleno de la vida divina, la misma vida y la misma gloria con la cual Él resucitó el Domingo de Resurrección. En cada Eucaristía, Cristo nos dona, nos comunica, de su vida divina, de su vida de resurrección, y así, por la Eucaristía, recibida en esta vida mortal, tenemos ya el anticipo de la resurrección y de la vida eterna.

Por la Eucaristía recibimos el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, el Espíritu de Vida divina, el cual viene a habitar en nuestros cuerpos, a hacer, de nuestros cuerpos, un templo suyo, y es por esta Presencia del Espíritu de Dios en nuestros cuerpos, luego de la comunión sacramental, que estamos seguros de la resurrección, según el Apóstol San Pablo: “Y así, si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de la muerte, habita en vosotros, el mismo que ha resucitado a Jesucristo de la muerte dará vida también a vuestros cuerpos mortales, en virtud del Espíritu que habita en vosotros”[10]. Dios nos dará la vida eterna, y la resurrección, por el Espíritu que habita en nosotros, dice San Pablo, y ése Espíritu es el que hace de nuestros cuerpos su propio templo: “Sois templo del Espíritu”[11]. Es por eso que profanar el cuerpo es profanar a la Persona del Espíritu Santo, de cuya propiedad es el cuerpo, y al revés, cuidar el cuerpo con la pureza y la castidad, es alabar al Espíritu de Dios que inhabita en él.

Hoy el mundo, por todos los medios posibles, quiere convencernos de que la resurrección no existe, pero nosotros sabemos que Cristo ha resucitado del sepulcro, que está vivo y glorioso en la Eucaristía, y que nos comunica de su vida divina en la comunión eucarística.

Participar de la Santa Misa es participar de la muerte en cruz de Jesús, pero es participar también de su Resurrección, de la Resurrección gloriosa del Domingo de Pascua, porque el Cuerpo de Jesús que recibimos en la Eucaristía, es el Cuerpo vivo y glorioso de Cristo resucitado en el sepulcro, y no el cuerpo muerto de Cristo en la cruz.

Si el mundo nos dice que no hay resurrección, nosotros respondemos con la fe de la Iglesia, que nos dice que Cristo se levanta de la losa del sepulcro, y lo deja vacío, para ocupar la losa del altar eucarístico, para donarse con su Cuerpo glorificado en la Eucaristía, y así comunicarnos la vida eterna, la vida de la resurrección.

Dios es un Dios vivo, de vivientes, y todos viven en Él y de Él, y Él está vivo en la Eucaristía.



[1] Cfr. Orchard et al., Verbum Dei. Comentarios al Nuevo Testamento, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 443.

[2] Cfr. ibidem.

[3] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 712.

[4] Cfr. Scheeben, ibidem, 714.

[5] Cfr. Scheeben, ibidem.

[6] Cfr. 6, 35-40.

[7] Cfr. 6, 47-48.

[8] Cfr. Mc 6, 1-6.

[9] Cfr. Jn 6, 51-58.

[10] Rom 8, 11.

[11] Cfr. 1 Cor 3, 16.