sábado, 6 de noviembre de 2010

Cristo Dios es un Dios de vivientes, y vive con su Cuerpo resucitado en la Eucaristía


“Dios es un Dios de vivientes, todos viven en Él” (cfr. Lc 20, 27-38). Los saduceos, a pesar de que era de entre ellos de donde salían los sacerdotes, creían que Dios se desinteresaba de sus criaturas, y por eso negaban la divina providencia, la inmortalidad del alma y la resurrección de la carne[1]. Por otra parte, los fariseos sí creían en la resurrección, pero pensaban que era una resurrección más bien material, como una continuación o prolongación de esta vida. Entonces, para los judíos había sólo dos opciones: o no había resurrección, directamente, o bien había resurrección, pero material. Jesús tiene una tercera alternativa: la resurrección no sólo del alma, sino de los cuerpos[2].

¿En qué consiste la resurrección? Para apreciar la resurrección, debemos considerar primero cuál es el destino del hombre sin Cristo y sin su sacrificio redentor. Es decir, por una ficción de la mente, imaginemos a un hombre que muere, pero sin la redención de Cristo. Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, y mientras el cuerpo inicia un proceso de descomposición orgánica, que lo lleva a convertirse en polvo y luego a desaparecer, el alma, imposibilitada de ir al cielo, es decir, de entrar en comunión de vida y amor con Dios Uno y Trino, queda en un estado en el cual, para siempre, habrá de permanecer separada de Dios.

Esta separación será sin sufrimiento, pero también sin gozo –el llamado “Limbo de los justos” del Antiguo Testamento-, si en esta vida vivió de acuerdo a su conciencia, y será con sufrimiento eterno, si se condena en el infierno, por haber obrado el mal en esta vida.

De todos modos, el destino natural del hombre, luego de la muerte, es la de la separación de sus componentes vitales, el alma y el cuerpo, y esto para siempre, porque no hay ninguna fuerza natural o creada en grado de volver a unir a ambos.

Si se produce la restauración de esta unidad, es por intervención directa de Dios, y si se produce esta intervención divina, es por puro amor y misericordia, porque Dios no tiene ninguna obligación de hacerlo.

La resurrección entonces consiste, por un lado, en la restauración de la unión entre el alma y el cuerpo, que se habían separado luego de la muerte, y que ya no volverán a separarse nunca más; por otro lado, consiste en la glorificación del cuerpo y de la vida corporal, es decir, su espiritualización, como consecuencia de la deificación o divinización del espíritu[3]. En la resurrección, el alma es deificada, o sea, convertida en algo semejante a Dios, por medio de la glorificación, y esa deificación o glorificación del alma, se comunica, por rebosamiento, al cuerpo, el cual queda también espiritualizado y glorificado.

Esto es un misterio, porque, como vimos, no es posible la restauración de la unión por ninguna fuerza natural, y es un misterio de gracia y de misericordia, otorgados por Dios al hombre en virtud del misterio pascual de Cristo de muerte y resurrección, porque si Dios concede la resurrección corporal, lo hace por puro amor y misericordia, ya que de ninguna manera está obligado a hacerlo. La resurrección de los cuerpos, su glorificación, y la deificación del alma, no son algo debido al hombre, sino un don de la misericordia divina, que interviene con su omnipotencia, luego de la muerte del hombre, de modo directo y extraordinario.

Esto quiere decir que la naturaleza humana no tiene derecho “natural” a la resurrección de entre los muertos, y si resucita, es porque la muerte del Hombre-Dios en la cruz fue lo bastante poderosa como para vencer completamente al pecado, y para devolvernos el don de la inmortalidad del cuerpo, que había sido dado por Dios a Adán y Eva[4].

La resurrección se funda entonces en el misterio de Cristo: fue Él quien resucitó su cuerpo físico, real, muerto y tendido, frío, en el sepulcro, insuflándole el Espíritu Santo y, por su resurrección, habremos de resucitar nosotros, si nos unimos sobrenaturalmente a Él, porque es de Cristo de donde surge la fuerza divina y sobrenatural, que nos llega del seno mismo de Dios Uno y Trino, y que deifica nuestras almas y glorifica los cuerpos[5].

Es el mismo Cristo quien nos dice qué debemos hacer para resucitar: unirnos a Él por la fe y por la comunión sacramental con su cuerpo resucitado en la Eucaristía.

Cuando creemos en Cristo no como hombre, sino como Hombre-Dios, es decir, cuando nos unimos a Él por la fe de la Iglesia, y cuando recibimos su Cuerpo resucitado en la Eucaristía, nos unimos de modo tan íntimo y sobrenatural a Él, que estamos en Él como Él está en el Padre, y por lo tanto, vivimos en Él y de Él, así como Él vive por el Padre y del Padre. Dice Jesús en el Evangelio, en el discurso del Pan de Vida: “Les dijo Jesús: «Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed (…) Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré fuera; (…) Y esta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día”[6]. Y más adelante dice: “El que cree, tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida”[7]. El que cree, es decir, el que tiene fe en Él como Hombre-Dios, como Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, y no como “el hijo del carpintero”[8]; y el que come de ese Pan que es Él, el Pan de Vida eterna.

Jesús nos revela que la resurrección se nos dará a nosotros, que somos hombres terrenos, corruptibles, destinados a la muerte, sólo y únicamente si nos alimentamos de un Pan especial, un Pan que no es de la tierra, un Pan que sólo en apariencia es pan, porque es en realidad su Cuerpo resucitado, lleno de la gloria y de la vida eterna[9].

En la Eucaristía se nos dona Cristo, con su Cuerpo glorioso y lleno de la vida divina, la misma vida y la misma gloria con la cual Él resucitó el Domingo de Resurrección. En cada Eucaristía, Cristo nos dona, nos comunica, de su vida divina, de su vida de resurrección, y así, por la Eucaristía, recibida en esta vida mortal, tenemos ya el anticipo de la resurrección y de la vida eterna.

Por la Eucaristía recibimos el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, el Espíritu de Vida divina, el cual viene a habitar en nuestros cuerpos, a hacer, de nuestros cuerpos, un templo suyo, y es por esta Presencia del Espíritu de Dios en nuestros cuerpos, luego de la comunión sacramental, que estamos seguros de la resurrección, según el Apóstol San Pablo: “Y así, si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de la muerte, habita en vosotros, el mismo que ha resucitado a Jesucristo de la muerte dará vida también a vuestros cuerpos mortales, en virtud del Espíritu que habita en vosotros”[10]. Dios nos dará la vida eterna, y la resurrección, por el Espíritu que habita en nosotros, dice San Pablo, y ése Espíritu es el que hace de nuestros cuerpos su propio templo: “Sois templo del Espíritu”[11]. Es por eso que profanar el cuerpo es profanar a la Persona del Espíritu Santo, de cuya propiedad es el cuerpo, y al revés, cuidar el cuerpo con la pureza y la castidad, es alabar al Espíritu de Dios que inhabita en él.

Hoy el mundo, por todos los medios posibles, quiere convencernos de que la resurrección no existe, pero nosotros sabemos que Cristo ha resucitado del sepulcro, que está vivo y glorioso en la Eucaristía, y que nos comunica de su vida divina en la comunión eucarística.

Participar de la Santa Misa es participar de la muerte en cruz de Jesús, pero es participar también de su Resurrección, de la Resurrección gloriosa del Domingo de Pascua, porque el Cuerpo de Jesús que recibimos en la Eucaristía, es el Cuerpo vivo y glorioso de Cristo resucitado en el sepulcro, y no el cuerpo muerto de Cristo en la cruz.

Si el mundo nos dice que no hay resurrección, nosotros respondemos con la fe de la Iglesia, que nos dice que Cristo se levanta de la losa del sepulcro, y lo deja vacío, para ocupar la losa del altar eucarístico, para donarse con su Cuerpo glorificado en la Eucaristía, y así comunicarnos la vida eterna, la vida de la resurrección.

Dios es un Dios vivo, de vivientes, y todos viven en Él y de Él, y Él está vivo en la Eucaristía.



[1] Cfr. Orchard et al., Verbum Dei. Comentarios al Nuevo Testamento, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 443.

[2] Cfr. ibidem.

[3] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 712.

[4] Cfr. Scheeben, ibidem, 714.

[5] Cfr. Scheeben, ibidem.

[6] Cfr. 6, 35-40.

[7] Cfr. 6, 47-48.

[8] Cfr. Mc 6, 1-6.

[9] Cfr. Jn 6, 51-58.

[10] Rom 8, 11.

[11] Cfr. 1 Cor 3, 16.

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