martes, 2 de noviembre de 2010

Recordemos a Aquel por quien la muerte fue vencida


Al conmemorar a los seres queridos fallecidos, se suele cometer, en la gran mayoría de los casos, dos grandes olvidos que, paradójicamente, deberían estar presentes en el recuerdo.

El primer olvido es el de la propia muerte: al recordar a los fieles difuntos, el recuerdo se queda, por lo general, en el afecto de quien murió, pero no se recuerda que algún día todos, tarde o temprano, seguiremos los pasos de quienes ya murieron.

Tenemos la tendencia a ver la muerte como algo que jamás habrá de sucedernos, sin darnos cuenta de que quienes murieron, lo único que hicieron es adelantarse en un camino que todos, indefectiblemente, tarde o temprano, antes o después, habremos de recorrer.

La conmemoración de la muerte ajena no conduce, casi nunca, a tener presente la propia de muerte, que habrá de acaecer con tanta seguridad como acaeció la muerte de quien se conmemora, y esto es perder una buena oportunidad para meditar en qué habremos de decir, o más bien, cuáles buenas obras habremos de presentar a Dios, cuando nos llame a Su Presencia, en el juicio particular.

El segundo olvido es de Aquél por quien la muerte ha sido vencida, junto a los otros enemigos del hombre, el demonio y la carne: Jesucristo. A partir de Jesucristo, la muerte no sólo queda vencida, pues Él la destruye con muerte en cruz y con su Resurrección, sino que pasa a ser –unida la muerte a Él, y en Él-, no consecuencia y castigo del pecado original cometido por Adán y Eva, sino un sacrificio en honor de Dios[1].

La muerte de Cristo en la cruz es la muerte del Cordero de Dios, del Cordero Inocente e Inmaculado, del Cordero sin mancha, que al morir en cruz, siendo Él Dios Omnipotente y Tres veces Santo, no sólo destruye la muerte, sino que convierte a la muerte, que hasta entonces era castigo para el hombre por haberse apartado voluntariamente de la fuente de Vida, que es Dios, en el Paraíso, en un sacrificio expiatorio, grato a Dios. Por la muerte de Cristo en cruz, es destruida la muerte, vencido el infierno, y abatida la carne, además de surgir, en el Domingo de Resurrección, una nueva humanidad, la de Cristo, glorificada y santificada por la Gracia Increada.

Pero la muerte, para los cristianos, por la muerte de Cristo, no sólo es destructora de la muerte y del pecado, y vencedora del infierno, sino que es fuente de vida[2], porque Cristo, además de destruir la muerte del hombre con su propia muerte, resucita, sale del sepulcro triunfante, glorioso, y lleno de la vida y de la gloria divina, comunicando de esa vida divina a quien se una a Él, por la fe y por el amor, en la cruz y en el sacramento de la Eucaristía.

Al conmemorar a los seres queridos difuntos, que la conmemoración no quede en el mero sentimiento: recordemos entonces que también nosotros algún día habremos de morir, y recordemos a Aquél por quien nuestros seres queridos difuntos, por la Misericordia de Dios, viven la vida eterna, la vida en Dios Uno y Trino, y agradezcamos Su bondad infinita ofreciendo, en acción de gracias, la ofrenda Santa e Inmaculada, el Cordero de Dios inmolado en el altar del sacrificio.


[1] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 463.

[2] Cfr. ibidem, 480.

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