viernes, 10 de diciembre de 2010

Dios viene revestido del cuerpo de un Niño para donarnos su Amor


Imaginemos que un vehículo, con varias personas a bordo, circula por un camino asfaltado, por una autopista muy ancha, a gran velocidad. Imaginemos que comienzan a aparecer carteles que advierten que, pronto, el camino finaliza, porque termina en un precipicio, y que por eso es necesario disminuir la velocidad. Imaginemos que los integrantes del vehículo hacen caso omiso de las señales de advertencia, porque van escuchando música a todo volumen, y porque gritan, ríen despreocupadamente, y no les importan las señales de advertencia. Aún más, aumentan la velocidad. Imaginemos que traspasan a toda velocidad la última señal de advertencia, pocos metros antes del precipicio, y que los integrantes del vehículo se dan cuenta del peligro mortal al que se dirigen, y del cual no pueden escapar. Imaginemos el pánico, y el cese abrupto de toda risa y festejo, porque saben que se encuentran ante una muerte segura.

Esta escena imaginaria, pretende representar, simbólicamente, a la humanidad de hoy que, enceguecida por el camino del ateísmo y del materialismo, de la vida sin Dios, se dirige aceleradamente hacia la precipitación en el abismo.

La vida del hombre, desde que nace hasta que muere, en cualquier estado de vida –laico, religioso, consagrado-, debe ser una constante acción de gracias y una continua alabanza a la Santísima Trinidad.

En vez de eso, la humanidad vive volcada hacia el mundo, viviendo una vida puramente sensible, puramente material, puramente temporal, sin considerar que los actos humanos tienen una resonancia espiritual y consecuencias eternas, de luz o de oscuridad. Los actos humanos son luz, y se proyectan hacia el cielo, si son buenos, o son oscuridad, y proyectan y siembran oscuridad, si son malos. Hoy el hombre no tiene en cuenta la dimensión espiritual de sus actos; no tiene en cuenta que los actos humanos buenos glorifican a Dios, mientras que los malos lo ofenden, y sumergen al hombre en la más completa y profunda tiniebla del espíritu.

Hoy se vive volcado a los sentidos; no se los santifica, y así el hombre se ha entregado a los poderes de las tinieblas, que lo aleja cada vez más de la fuente de la santidad, de la vida y de la alegría, Dios Uno y Trino.

Es tanta la ceguera del hombre, que no mira las señales de los tiempos, no mira el mal que avanza sobre la humanidad, como una oscura, densa, profunda tiniebla, que ahora es física, pero que llegará el momento, cuando sea el tiempo en que se cumplan los tres días de oscuridad profetizados, en que esa tiniebla, que ahora es espiritual, se hará física.

La humanidad vive en una lucha permanente entre la Iglesia de Cristo y aquellos que la rechazan, entre el amor y el odio, entre la vida y la muerte, entre la gracia y el pecado.

Dios nos llama a vivir de su Amor, y a evitar todo lo que daña al espíritu, y a fortalecernos en la fe.

Precisamente, para que abandonemos el mundo, y su carga de odio deicida, de materialismo, de hedonismo, y para donarnos su Amor, es que Dios viene a nosotros en Navidad: baja del cielo, rasga los cielos y desciende, escuchando el clamor del profeta Isaías: “Si rasgaras los cielos y descendieras” (Is 64, 1), al seno de la Virgen.

En Navidad, se hace realidad la súplica del profeta: “Si rasgaras los cielos y descendieras”, porque Dios, más que rasgar los cielos, atraviesa, como un rayo de sol atraviesa un cristal, dejándolo intacto antes, durante y después, el cuerpo virginal de María Santísima, para convertir en la tierra en algo más grande que los cielos, porque por el Nacimiento, está Él, Dios, con nosotros.

En Navidad, Dios viene a nosotros revestido del cuerpo de un Niño, y lo hace para darnos su Amor, y para que nosotros no tengamos miedo en acercarnos a Dios. Si Dios viniera tal como Él es en sí mismo, en el esplendor de su la majestad de su Ser divino, en el fulgor de su resplandor eterno, en la potencia infinita de su naturaleza divina, en su condición de Juez tremendo del universo, los humanos no podríamos acercarnos a Él, porque moriríamos de pavor; su solo vista nos llenaría de temor, y moriríamos al instante. Sin embargo, más grande, mucho más grande, que su poder, que su esplendor, que su majestad, que su justicia, es su misericordia, porque su Misericordia es Él mismo en Persona; su Misericordia es eterna, como Él, porque Él es la Misericordia misma, y para comunicarnos de su Misericordia, de su Amor, de su Bondad, de su Piedad, es que viene a vernos, a visitarnos, a vivir entre nosotros, a morir en cruz por nosotros, para llevarnos al cielo, en su compañía, y en la compañía de su Padre y de su Espíritu.-

Al contemplar el Pesebre de Belén, debemos trascender lo que aparece sensiblemente, a los ojos del cuerpo, para ver la escena del Pesebre con los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe, y entonces así, no veamos sólo una escena romántica, ni creamos que es la representación ideal de una familia humana: veamos al Hijo de Dios, a Dios Hijo, que para donarnos su Amor, el Espíritu Santo, se encarna, se reviste del cuerpo de un Niño en el seno de la Virgen Madre, y así, como Niño desvalido, se nos entrega y se nos dona, todo Él, en su Cuerpo, en su Alma, en su Divinidad. El Niño que nace en Belén, Casa de Pan, traído por el Amor de Dios, el Espíritu Santo, es el mismo que, ya adulto, se donará en la cruz, como Pan de Vida eterna, para donar el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

Cuando veamos el Pesebre, agradezcamos a la Madre de Dios, que como toda madre, dio de su propia substancia, de su propia carne y de su propia sangre, a su Hijo, y lo revistió con su propia naturaleza, para hacer visible al Invisible, para dar forma de embrión primero y de Niño después, al Dios Inmenso, al que los cielos no pueden contener. Agradezcamos, con loas, con cantos, con alabanzas, a la Virgen María, porque gracias a que Ella dijo “sí” al plan de salvación de Dios Padre, Dios Hijo pudo venir a este mundo abrigado y recibido en el nido de más puro amor que jamás nadie haya tenido, el seno purísimo y virginal de María Santísima. Agradezcamos a la Virgen, porque Ella, sin perder la gloria de su virginidad, se convirtió, por el poder del Espíritu Santo, en la Madre de Dios Hijo, y así Dios Hijo, pudo venir a este mundo, revestido del Cuerpo de un Niño, para donarse luego como Pan de Vida eterna.

Cuando veamos el Pesebre, veamos la cueva donde nació Jesús, una cueva oscura, fría, sin comodidades de ninguna clase, que servía de refugio a los animales, y caigamos en la cuenta de que María y José tuvieron que ir a esa cueva porque los corazones humanos, más oscuros y más fríos que la cueva de Belén, no tenían lugar para que naciese en ellos la Palabra de Dios revestida de Niño, refulgente como un sol, y ofrezcamos nuestro corazón, también frío y oscuro, para que nazca el Niño Dios, así como nació en la cueva de Belén, y para que lo ilumine con el esplendor de su luz y de su divinidad, como iluminó a la cueva de Belén.

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