sábado, 25 de diciembre de 2010

La gruta de Belén, símbolo del corazón humano


Jesús nació en Belén, en una gruta. Pudiendo haber nacido en palacios de oro y mármol, en cunas de seda bordadas con hilos de plata, rodeado de una corte de nobles cortesanos que lo adorasen y sirviesen desde el primer instante de su nacimiento, prefirió sin embargo nacer en una gruta, en una cueva oscura y fría, que servía de refugio de animales, y acompañado solo por su Madre, la Virgen, y por su padre adoptivo, San José. Precisamente fue su Madre, María Santísima, quien, encinta del Espíritu Santo, y con el Niño a punto de nacer, debió limpiar la cueva de los restos fisiológicos de los animales que allí iban a pasar la noche, mientras José iba a buscar leña para encender una fogata, con la cual iluminar y dar calor a la gruta que debía recibir al Niño Dios.

¿Por qué nació Jesús en un lugar así? ¿Por qué nació en un lugar oscuro, sin luz, rodeado de animales, sin personas humanas que lo recibieran –con la excepción de su Madre, la Virgen, y San José-? ¿Por qué no eligió nacer en un palacio revestido de mármol y de oro, envuelto en sedas con hilos de plata, si Él era quien decía ser, el Mesías salvador de la humanidad?

La respuesta es que la gruta de Belén, real, es a la vez simbólica y representativa de una realidad terrena: el corazón humano sin Dios. La gruta de Belén, oscura, fría, maloliente por la presencia de animales, es una representación del corazón humano sin Dios: oscuro, porque no lo ilumina la luz de Dios; frío, porque no está en él el calor del Amor divino; y los animales son un símbolo de las pasiones humanas sin control. Si el hombre se aleja de Dios, que “es luz” (cfr. 1 Jn 1, 5), ingresa en las tinieblas, no en las tinieblas cosmológicas, la que sobreviene luego de que el sol se esconde, sino las tinieblas espirituales, las del pecado, las del error y las de la ignorancia; si el hombre se aleja de Dios, que “es Amor” (cfr. 1 Jn 4, 16), entonces queda sin amor, sin capacidad de amar, no sólo a Dios, sino también a sus prójimos; si el hombre se aleja de Dios, de quien procede toda iluminación para el intelecto, entonces el hombre queda bajo el dominio tiránico de las pasiones.

Es esta la realidad que representan la gruta de Belén y sus moradores: el corazón humano sin Dios, sometido a las pasiones sin control, y envuelto en la oscura noche del desamor a Dios, y cuando se contempla el Pesebre, como escena típica de la Navidad, es en esto en lo que se debe meditar.

Pero todavía falta más, porque en las representaciones del Pesebre falta un elemento que hace todavía más angustiante la situación del hombre antes del Nacimiento del Redentor: en esas representaciones, no está presente el ángel caído, el único que no se alegra por el Nacimiento del Niño, el único que no adora a Dios Hijo revestido de Niño, el único que busca, en vez de acercar a los hombres al Niño de Belén, alejarlos de su Presencia. La presencia del ángel caído, en el plano espiritual, es tan real como la presencia de las bestias en una noche oscura, que son las que llevan a los animales a buscar refugio en una gruta. Puede decirse que, así como en el plano natural, los animales se refugian en una cueva del frío y de las bestias, así, en el plano sobrenatural del mundo sin Dios, el corazón humano, dominado por las pasiones sin control, se encuentra acechado y cercado por bestias sobrehumanas, los ángeles caídos.

La gruta es entonces el símbolo del estado del corazón humano antes del Nacimiento del Redentor: apartado de Dios por el pecado original, el hombre vivía, como dice el Profeta Isaías, en “oscuras regiones de muerte” (cfr. Is 9, 1-2), rodeado de oscuras bestias sobrehumanas, sin posibilidad alguna de salir, por sí mismo, de ese estado.

El Redentor nace para liberar al hombre de su esclavitud y para donar al hombre la gracia y el Amor divinos, y no es por casualidad que lo haga en una cueva oscura, fría, maloliente, y no en un palacio de oro y mármol: la cueva de Belén es la representación del estado de la humanidad sin Dios.

Ahora bien, si Dios nace en un lugar así, es para transformarlo radicalmente con su gracia; nace en un lugar oscuro, para iluminarlo con la luz de su Ser eterno; nace en un lugar donde no habitan personas, para inhabitarlo con su Persona divina.

En Belén, Dios nace oculto en el cuerpo de un niño, y el lugar que elige para nacer, es la soledad de una gruta, un lugar carente del amor de Dios, y lo hace para colmarlo con su Amor, y el medio por el cual viene a este mundo a donar su Amor, es a través del amor de una madre: cuando viene Dios a este mundo, lo hace a través del amor de una madre, el amor de una madre virgen, la Virgen María, y es también a través de Ella que viene a los hombres, en Navidad: así como es la Virgen la que, en Belén, debe darse al trabajo para limpiar la cueva, de modo que al momento del Nacimiento la cueva esté más presentable para el Niño Dios, así es también la Virgen la que prepara los corazones para el Nacimiento de su Hijo por la gracia, apartando a las almas de lo mundano, haciéndoles ver qué es lo que desagrada a Dios, y qué es lo que le agrada.

Y así como el Niño Dios, cuando nació –como un rayo de sol atraviesa un cristal, dicen los Padres de la Iglesia- iluminó con su luz eterna y dio calor con el Amor de su corazón a la gruta de Belén, así el Niño Dios, naciendo por la gracia en los corazones humanos predispuestos por la Virgen, los ilumina con la luz de su divinidad, y les da el calor del Amor divino.

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