domingo, 31 de enero de 2010

“¿A quién buscas?”



Jesús resucitado se le aparece a María Magdalena y le hace una pregunta cuya respuesta, obviamente, Él la sabe(cfr. Jn 20, 1-2. 11-18). María Magdalena, como todavía no ha reconocido a Jesús, lo sigue confundiendo con el cuidador de la huerta, y le pregunta dónde ha llevado el cuerpo de quien ella busca, Jesús. La situación en este evangelio entonces es la siguiente: María Magdalena no reconoce a Jesús resucitado, pese a que Jesús está en Persona, delante de ella.
Sin embargo, habrá un cambio radical en María Magdalena: cuando Jesús pronuncia su nombre personalmente –la llama “María”-, es en ese momento en el que María Magdalena reconoce a Jesús, llamándolo “Rabonní” o “Maestro”.
En este episodio del evangelio hay un significado oculto y misterioso, que involucra a toda la Iglesia. ¿Por qué María primero no lo reconoce y después sí? ¿Dónde hay que buscar la explicación a este cambio? ¿Podría ser que, psicológicamente, María se encontrara en un estado de tensión emocional y psíquica, al no encontrar el cadáver que buscaba, que le hace perder la noción de la realidad, y es ése el motivo por el cual, pese a tener a Jesús delante suyo, no lo reconoce? Esta bien podría ser una explicación desde un punto de vista racional, natural: un estado emocional intenso puede, y está comprobado, hacer perder la noción de la realidad. Esto explicaría el porqué del no-reconocimiento de María hacia Jesús.
Podría ser una explicación plausible, pero no es por esto por lo cual María reconoce a Jesús.
María reconoce a Jesús resucitado por la acción del Espíritu Santo en su interior, quien la ilumina acerca de la verdadera identidad de quien ella considera es el cuidador de la huerta: es el Señor resucitado; es Jesús, el mismo que la salvó de morir apedreada; es Jesús, el mismo que murió en la cruz y fue sepultado, y ahora está vivo y vive para siempre, y no muere más. Es Jesús, con su cuerpo cubierto de la gloria eterna de Dios Trino, de cuyas heridas no manan ya sangre, sino la luz eterna del ser divino que es Él mismo en Persona.
El cambio entonces en la actitud de María –primero no lo reconoce y después sí- no se debe a una razón natural –el estado emocional intenso que le impide captar la realidad tal como es- sino una razón sobrenatural: la acción del Espíritu Santo en su interior.
La actitud de María Magdalena en el evangelio es representativa y simbólica de lo que sucede en la Iglesia: muchos en la Iglesia se comportan –o nos comportamos- como María Magdalena: parecemos buscar un cadáver y no a Cristo resucitado, con lo cual se vuelve imperiosa la Presencia del Espíritu Santo para que nos ilumine interiormente, para que veamos al altar no como a una piedra más, sino como al sepulcro vacío, y a la Eucaristía no como a un pan bendecido, sino como a Jesús resucitado.

viernes, 29 de enero de 2010

La Misa es el sacrificio de Cristo en la cruz


La Misa es el sacrificio de Cristo en la cruz, que es el sacrificio de la Nueva Alianza: “La Eucaristía es principalmente un sacrificio: sacrificio de redención y sacrificio de la Nueva Alianza”[1]. Es el mismo sacrificio, realizado hace dos mil años, renovado bajo las especies sacramentales, en manera mística.
En la Misa, sacrificio del altar, se verifica la misma inmolación de Cristo sobre la cruz, es decir, la separación sacrificial de la Sangre del Cuerpo. La separación sacrificial de su Cuerpo real de su Sangre real, verificada en la cruz, está significada, en la Misa, por la doble consagración, separada, del pan y del vino.
Fue el mismo Señor Jesucristo quien instituyó una doble consagración, del pan y del vino, con el objeto de hacernos ver que, sobre el altar, se verifica su sacrificio, como en la cruz. El pan y vino se consagran separadamente porque en la cruz el Cuerpo y la Sangre se separan.
Es la Palabra Omnipotente del Verbo del Padre, que obra con su virtud divina en la consagración, la que hace, del pan, el Cuerpo de Cristo y del vino, su Sangre.
En virtud de las palabras de la consagración –"Tomad y comed... bebed... Este es mi Cuerpo... Este es el cáliz de mi Sangre"- se hacen presentes, separadamente, sobre el altar, por la potencia infinita del Verbo, el Cuerpo y la Sangre de Cristo: bajo las especies, bajo las apariencias del pan, se hace presente sólo el Cuerpo; bajo las especies, bajo las apariencias del vino, se hace presente sólo la Sangre.
En el altar Jesucristo realiza la misma acción sacrificial que realiza sobre la cruz, porque el sacrificio del altar no es otra cosa que este mismo sacrificio de la cruz, realizado en el tiempo, renovado a lo largo de la historia de manera incruenta, sacramentalmente.
Por eso, por ser la Eucaristía la renovación sacramental incruenta de la muerte cruenta de Cristo en la cruz, es decir, por se la Misa el mismo sacrificio y muerte en Cruz, en la Eucaristía vige una misteriosa separación, del Cuerpo y de la Sangre, es decir, una inmolación mística actual, presente –hoy, en pocos minutos, sobre el altar, en esta Misa. Y por esta separación sacramental del Cuerpo de la Sangre de Jesús, la Misa es un verdadero sacrificio, que actualiza, sobre el altar, la inmolación del Calvario.
En la Misa, es la Palabra Omnipotente y Eterna del Salvador, pronunciada a través de la débil voz humana y temporal del sacerdote ministerial, la que hace del pan la Carne de Jesús y del vino su Sangre.
Por esta acción de la omnipotencia divina del Verbo, sobre el altar se encuentran el mismo Cuerpo y la misma Sangre donados en sacrificio para nuestra salvación; sobre el altar, por la Palabra del Padre eternamente pronunciada, se encuentra el mismo Cuerpo ofrecido por nosotros, la misma Sangre versada por nosotros, místicamente separados, substancialmente presentes, asombrosamente reales.
En cada Sacrificio Eucarístico, en cada Misa, bajo nuestros ojos, bajo el signo sacramental, participamos del mismo acto del sacrificio del Calvario[2].

[1] Cfr. Juan Pablo II.
[2] Cfr. A. Piolanti.

miércoles, 27 de enero de 2010

¿Adónde vas, Señor?




“¿Adónde vas, Señor?” (cfr. Jn 16, 5-11). La pregunta que los discípulos no se atreven a hacer, pero que está en sus corazones, la percibe Jesús, al darse cuenta que sus discípulos se han entristecido luego de anunciarles su partida. Jesús está a punto de cumplir su misterio pascual, está a punto de subir a la cruz, les anuncia esto a sus discípulos, y estos se entristecen, pero no se animan a preguntar a Jesús adónde va.
Cuenta la Tradición que Pedro, desanimado por las tribulaciones luego de la muerte en cruz de Jesús, salía de Roma, con la intención de abandonar la ciudad y de abandonar también la misión encomendada por Jesús. Según la misma Tradición, Jesús, con la cruz a cuestas, se apareció a Pedro, que abandonaba Roma y Pedro, viéndolo, le preguntó: “Quo vadis, Domine?”, es decir, “¿A dónde vas, Señor?” Jesús le contestó: “Voy a Roma, a ser crucificado nuevamente, porque mis discípulos me han abandonado”. Pedro comprendió que quien lo abandonaba era él, y regresó a Roma, donde luego murió mártir.
“Quo vadis, Domine?”, “¿A dónde vas, Señor?”, es la misma pregunta que los discípulos quieren hacer a Jesús, pero no se atreven, tal vez porque intuyen la respuesta: Jesús va al Padre, y retornará y enviará al Espíritu Santo, pero la ida al Padre es por la cruz y el envío del Espíritu es por medio de la efusión de sangre de su corazón traspasado en la cruz. La angustia de los discípulos está doblemente motivada: por la ausencia de Jesús y por la cruz. No bastan las promesas de Jesús de ser consolados por el envío del Espíritu y por su regreso; los discípulos están angustiados por la cruz y esa angustia se refleja en sus rostros y es advertida por Jesús: “Ninguno de ustedes me pregunta adónde voy, pero se han entristecido porque les he dicho que me voy”.
“Quo vadis, Domine?”, es decir, “¿A dónde vas, Señor?”, es la misma pregunta que muchos cristianos, frente a la tribulación, formulan sin hablar. O, mejor dicho, muchos dicen: “¿A dónde te has ido, Señor, que me has abandonado?” Frente a la cruz y a la tribulación de la vida, el alma experimenta una inexpresable sensación de abandono, tal vez como una participación a la sensación de abandono experimentada por Jesús momentos antes de morir en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado?” “¿A dónde te has ido, Señor, porqué me has abandonado?”, estamos tentados de decir ante el dolor de la cruz, ante la angustia de la tribulación.
“Quo vadis, Domine?”, pregunta Pedro, sin darse cuenta de que escapa a la cruz; “¿A dónde vas, Señor?”, preguntan sin hablar los discípulos, temiendo a la cruz que se avecina; “¿A dónde te has ido, Señor?”, preguntamos muchas veces los cristianos repitiendo, sin darnos cuenta, la huida de la cruz de Pedro y de los discípulos.
“Me fui, pero volví, y estoy vivo en el sacramento del altar; me fui, pero estoy con mi Espíritu en mi Iglesia, en medio vuestro y dentro vuestro; me fui, pero nunca os dejé solos. Estoy vivo y resucitado en la Eucaristía, para acompañaros en la tribulación y en la cruz de la vida. No os entristezcáis, más bien, alegraos, porque la tribulación es señal de predestinación a la alegría eterna”.

domingo, 24 de enero de 2010

"Éste es el Cordero de Dios"


“Este es el Cordero de Dios” (cfr. Jn 1, 35-42). Juan ve pasar a Jesús y lo señala con un nombre nuevo, ya que nadie había llamado así a Jesús hasta ese entonces. Quienes veían a Jesús, lo veían como a un hombre más, como a un habitante más del pequeño pueblo de Belén. En el evangelio lo describen como al “hijo de José, el carpintero”. Sin embargo, Juan el Bautista le da un nombre nuevo: “El Cordero de Dios”.
¿Por qué Juan le da este nombre? ¿Qué es lo que Juan ve y que no ven los otros? El motivo por el cual el Bautista llama a Jesús "Cordero de Dios", es que Juan ha sido instruido por Dios, y por lo tanto, ve aquello que otros no pueden ver: “Aquel a quien Yo te diga, ese es el Cordero de Dios, el Mesías esperado: es Aquel sobre quien veas descender el Espíritu” (cfr. Jn 1, 29-34).
Porque está iluminado por Dios, Juan el Bautista ve en Jesús lo que nadie ve: ve en Jesús al Hijo eterno del Padre, el Emmanuel, caminando en medio de los hombres. Juan ve en Jesús no solo al “hijo de José, el carpintero”, sino que ve al Hombre-Dios, Dios Hijo, que procediendo del seno del Padre se reviste de una humanidad y vive entre los hombres; Juan ve en Jesús al Cordero Inmaculado, que será inmolado en el altar de la cruz para que los hombres, recibiendo la sangre del Cordero, reciban el Espíritu de Dios y con el Espíritu de Dios, la filiación divina; Juan ve en Jesús que pasa al Cordero del Apocalipsis, ante quien se postran en adoración eterna los espíritus puros, los santos y los ángeles de Dios; Juan ve en Jesús que pasa al Cordero Degollado, el Cordero cuya sangre cae en el cáliz, en la misa, concediendo la vida de Dios Trino al alma que la consume; Juan ve en Jesús que pasa el misterio de Dios escondido por los siglos y manifestado en su encarnación.
Así la Iglesia, que posee la visión mística y contemplativa de Juan el Bautista -quien al ver pasar a Jesús no ve a un simple hombre, sino que exclama, lleno del Espíritu: “Este es el Cordero de Dios”- y siendo la Iglesia la Esposa del Cordero, lo contempla extasiada en la Eucaristía, y donde otros ven solo un poco de pan consagrado, la Iglesia adora el misterio y dice: “Este es el Cordero de Dios”[1].
[1] Cfr. Misal Romano.