domingo, 21 de febrero de 2010

“Tú eres Pedro y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia”




“Tú eres Pedro y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia” (cfr. Mt 16, 13-19). Si se considera el nombramiento de Jesús a Pedro como Vicario suyo sólo exterior y superficialmente, esto es, sólo con ojos humanos, el hecho podría ser considerado como el gesto de un líder humano que, previendo una posible desaparición, se preocupa por nombrar a su sucesor, a fin de que éste continúe su obra. Así considerado, el nombramiento de Pedro como Vicario suyo sería únicamente el acto postrero de un líder religioso, uno más entre tantos: al prever que en algún momento dejará de ejercer el mando, por el motivo que sea, todo líder, sea religioso o político, nombra a su sucesor.
Es decir, visto humanamente, al instituir Jesús el Papado, parecería estar siguiendo el requisito humano de nombrar un sucesor de confianza para continuar la obra comenzada.
Es esto lo que puede aparentar a los ojos humanos, pero el nombramiento de Pedro no puede nunca ser visto con ojos humanos, sino a la luz de la fe: Cristo no es un mero líder religioso que está simplemente eligiendo a un sucesor para cuando Él ya no esté en la tierra; el Hombre-Dios está realizando un acto sobrenatural, miserioso absolutamente, porque proviene de la eternidad, y que no puede por lo tanto aprehenderse sino es a la luz de la fe.
Al nombrar a Pedro como Vicario suyo, está instituyendo el Papado, una institución que refleja el ser sobrenatural de la Iglesia[1], porque toda la Iglesia descansa sobre Pedro –“Sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia”- y porque Pedro descansa sobre Jesús.
Pedro –y todos los Papas luego de él, todo el Papado- es algo más que un simple sucesor o un simple representante de Jesucristo: Pedro posee la plenitud del sacerdocio eterno de Jesucristo, y es de este sacerdocio de donde brota la Iglesia y toda la vida de la Iglesia: es de este sacerdocio de donde brota la Eucaristía, Corazón de la Iglesia, y los restantes sacramentos, que son como las arterias por donde circula la sangre que da la Vida eterna del Hijo de Dios, la gracia, a toda la Iglesia.
Del sacerdocio eterno de Jesucristo, depositado en el Papa en toda su plenitud, brotan los sacramentos, que son la vida de la Iglesia; Del Papa, del Papado, brota la Vida de la Iglesia, porque él recibe de Cristo el sumo poder del sacerdocio eterno, que vivifica, por los sacramentos, a toda la Iglesia.
Por lo mismo, quien más cerca esté del Papa, más cerca estará de la fuente de Vida eterna que brota de su sacerdocio, que es el Sacerdocio del Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo.
Los hijos de la Iglesia deben adherir con todo su ser, con toda su alma y con todo su corazón al Papa, Vicario de Cristo.
[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 583.

martes, 16 de febrero de 2010

Cuaresma




Adán en el desierto. Quema el sol en el cielo, y en la tierra, Adán lleva el cansancio en sus ojos y en sus manos. El trabajo es arduo, fatigoso, y la tierra es dura y pedregosa, seca y polvorienta. Si se escarba un poco, surgen de la tierra polvorienta alimañas que destilan ponzoña. Adán termina de excavar su propio sepulcro. Todo, como consecuencia de la sentencia divina. Desierto y polvo, calor y sequedad, peligro de muerte. Espíritu árido, la oración de los labios sabe a arena. Antes de ser llevado por la muerte, hacia el Hades, antes de entrar en el sepulcro, Adán mira a sus hijos, que le han sido dados por Eva. Fueron frutos del amor, pero sus hijos van a la muerte. Uno, asesinado, el otro, disperso en el mundo[1].
¿Por qué esta imagen al inicio de la Cuaresma? Es una imagen que evoca la fatiga, el cansancio, el dolor, la muerte, la separación. ¿Cuál es el sentido de esta imagen al inicio de la Cuaresma? Podemos encontrar el sentido de esta imagen, si nos detenemos en el significado de la palabra “Cuaresma”, y en lo que la Cuaresma simboliza.
El Miércoles de Cenizas inaugura el tiempo litúrgico conocido como “Cuaresma”, y la “Cuaresma”, que significa “cuarenta”, y tiene una duración de cuarenta días –finaliza con la Pascua- es un símbolo de la vida humana en la tierra[2]; la Cuaresma, si bien es un período litúrgico, simboliza la vida del hombre en el tiempo, y la vida del hombre en la tierra está signada por el pecado de Adán. La imagen de Adán, cansado, que camina al sepulcro, es imagen del hombre en el tiempo, que camina en el tiempo hacia la muerte, para convertirse en polvo.
La Cuaresma trae, además de esta imagen de Adán, la imagen del ángel caído, el demonio, porque el destino de Adán no fue voluntad de Dios, sino que fue causado por la malicia y la envidia del demonio, que quería arruinar a la criatura creada a imagen y semejanza de Dios. A Dios no podía hacerle nada, entonces buscaría de arruinar su imagen, tentándolo en el Paraíso y haciéndolo caer en su mismo pecado, el pecado de soberbia.
Pero sobre la tumba de Adán se alza la Cruz de Cristo: la Tradición sostiene que la cruz de Cristo fue elevada en el mismo lugar en donde estaba enterrado Adán, y tanto es así, que la sangre de Cristo, que caía desde la cruz, llegó, por los vericuetos de la tierra, hasta el cráneo de Adán, y es esta sangre de Cristo, sangre que contiene y da la vida eterna, la luz de la esperanza para Adán y sus hijos. Es la cruz de Cristo sobre la tumba de Adán la que da sentido a nuestra existencia, a nuestro ser, y a todo lo que acontece en la existencia: dolor, llanto, tribulación, son penitencia por nuestros pecados, y fuente de santificación, porque nuestra tumba, que es la tumba de Adán, está regada con la sangre de Cristo[3].
La imagen de Adán, la figura de Adán al inicio de la Cuaresma, es la imagen y la figura de todo hombre, pues todo hombre es hijo de Adán. Pero así como la historia y el destino eterno de Adán no finalizan en el sepulcro y en la muerte, sino en la resurrección y la vida por medio de la sangre de la cruz de Cristo, así nuestra historia personal y nuestro destino eterno no finalizan en el sepulcro y en la muerte, sino en la resurrección y en la vida que nos comunica Cristo en la Eucaristía.
Con la vista fija en la resurrección de Cristo, inocada en la Eucaristía, es que debemos vivir la Cuaresma.
[1] Cfr. Casel, O., Misterio de la cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid 1964, 222-224.
[2] Cfr. Casel, O., Die Quadragesima, eine Rüstzeit für das hl. Pascha, en Abtei v. Hl. Kreuz Vom hl. Pascha (1950), 19ss.
[3] Cfr. Casel, Misterio de la cruz, 224.

lunes, 15 de febrero de 2010

Miércoles de Cenizas



Con el Miércoles de Cenizas, se inicia el tiempo litúrgico denominado “Cuaresma”. ¿Cuál es el significado de la Cuaresma, a la cual damos inicio? El significado de la Cuaresma es contemplar los misterios de la vida de Cristo desde un ángulo particular, el de la Pasión. En otras palabras, en el ciclo litúrgico de la Cuaresma, la Iglesia mira la vida de Cristo desde el punto de vista de la Pasión. Ése es el significado de la Cuaresma: mirar la vida de Cristo, enfocándola desde la Pasión; contemplar los misterios de Cristo desde la Pasión.
Pero para vivir la Cuaresma como nos pide la Iglesia, hay que considerar además otro elemento, que forma parte del misterio que contemplamos y celebramos: la liturgia no es sólo contemplación pasiva; no es sólo un recuerdo de la memoria: la liturgia de la Iglesia Católica es participación viva en los misterios y en la vida del Señor, por eso la Iglesia en Cuaresma –como en todo otro tiempo litúrgico- no solo mira, sino que participa, misteriosa y sobrenaturalmente, mediante la liturgia, de la misma Pasión del Señor, uniéndose a Él en su sacrificio redentor.
Al iniciar la Cuaresma, recordamos entonces la vida de nuestro Señor Jesucristo, pero lo hacemos desde la Pasión, y no hacemos un mero recuerdo, sino que, como Iglesia, por la liturgia, participamos de sus misterios; por la liturgia, nos adentramos, vivimos, los misterios salvíficos del Señor Jesús.
Es como si retrocediéramos en el tiempo y nos introdujéramos en los momentos más dolorosos y tristes de la vida de Jesús, para vivir, en Él y con Él, el dolor de su Pasión. Vivir la Cuaresma es entonces un don inapreciable, porque nos permite ser partícipes del misterio de la redención, obrado en la Pasión y muerte del Salvador del mundo, Jesucristo.
La Cuaresma se caracteriza por la caridad y el ayuno, pero no de cualquier manera: vividas en Cristo, siendo partícipes de su Pasión, la caridad se convierte en una prolongación de la caridad de Cristo, del amor de Cristo, que es lo que salva al mundo; el ayuno –corporal, pero ante todo, el ayuno de las obras malas- se convierte en un recuerdo del dolor que nuestros pecados le produjeron al Sagrado Corazón y lo llevaron a la agonía en el Huerto de los Olivos. El ayuno del mal se convierte en un pequeño alivio del inmenso dolor que le causamos a Jesús en su Pasión a causa de nuestra maldad, manifestada en nuestros pecados.
Si la Cuaresma no se debe vivir como un mero recuerdo, tampoco la ceremonia de las cenizas debe ser un rito vacío: las cenizas nos recuerdan que esta vida tiene destino de muerte: así como el olivo muerto se convierte en ceniza, así nuestra vida se disuelve en la muerte; pero también nos debe alentar el recuerdo de la resurrección del Señor, que imprime un nuevo giro y un nuevo sentido a nuestra vida, porque si morimos en Cristo, resucitaremos en Cristo, como si las cenizas se convirtieran en nuevos ramos de gloria que no se marchitarán jamás.
La Cuaresma no puede nunca ser vivida sin la perspectiva de la resurrección: a la cruz le sigue la luz; a la Pasión le sigue la Resurrección.
En la ceremonia litúrgica y en la Misa del Miércoles de cenizas, está compendiada toda nuestra existencia y nuestro destino eterno: si las cenizas nos recuerdan nuestra vida destinada a la muerte, la Eucaristía, mediante la cual ingresa en nosotros Cristo resucitado, no solo nos recuerda que a la muerte le sigue la resurrección, sino que nos concede la vida misma de Cristo resucitado.
Es con esta mirada centrada en la Resurrección, que se debe vivir el tiempo de la Cuaresma.

lunes, 8 de febrero de 2010

Cristo nos invita a participar del amargo Cáliz de su Pasión


“¿Podéis beber de mi cáliz?” “Podemos”, le contestan los hermanos (cfr. Mt 20, 17-28) y con esa pregunta y con esa respuesta, Jesús da por finalizada la egoísta disputa que se había inciado entre los discípulos. Jesús les hablaba de su Pasión, muerte y resurrección, les estaba revelando los misterios de su Sagrado Corazón, los estaba preparando para los acontecimientos más importantes para toda la humanidad, su cruz y su resurrección, y los discípulos, como si nada escucharan, se enfrascan en una inútil y mezquina discusión acerca de quién es el más grande entre ellos. La discusión de los discípulos demuestra que los discípulos nada han comprendido acerca de lo que Jesús les ha dicho, sobre su misterio pascual –el Hijo del hombre sufrirá mucho, será crucificado, morirá y resucitará al tercer día- y que tienen de Jesús y de su misión una visión puramente humana. No se dan cuenta de la enorme trascendencia de lo que está por suceder, no se dan cuenta de que se encuentran frente al Hijo eterno del Padre, encarnado, que está por derramar su sangre y entregar su vida en el supremo sacrificio de la cruz, para salvar a toda la humanidad, para convertir a la humanidad en una nueva creación, la humanidad de los hijos de Dios. Jesús les está anunciando que el Hijo de Dios va a morir en la cruz para que ellos sean hijos de Dios, y ellos se pelean por puestos que ni siquiera existen ni tienen importancia a los ojos de Dios. En vez de prepararse espiritualmente para acompañar a Jesús al sacrificio del Calvario, en vez de preparse para ser insultados por ser discípulos de Jesucristo, se ponen a discutir inútilmente acerca de quién es el más grande.
Para que los discípulos tomen conciencia de la inutilidad de sus pretensiones –que también es pretensión de la madre de los dos hermanos-, es que les hace ver que lo que importa es que estén decididos a participar de su cruz. Todo está por cambiar, el gran signo del cielo, el signo de la cruz, está por aparecer cuando el Hijo del hombre sea elevado en la cruz, y los discípulos se tienen que preparar para esto y no para vanidades humanas. Jesús los invita a beber el amargo cáliz de la Pasión, que nada tiene que ver con los honores y glorias mundanas.
A nosotros también nos invita, en el convite eucarístico, a participar de su Pasión, a beber del cáliz de su sangre, el cáliz amargo de la Pasión, el cáliz del abandono de Dios y de los hombres, el cáliz de la negación de nuestra naturaleza caída y el surgimiento de nuestra nueva naturaleza de hijos de Dios.
Es para eso para lo cual nos invita diariamente a la renovación de su muerte en cruz sobre el altar, y por eso también a nosotros nos pregunta, para que nos demos cuenta de la superficialidad y vanidad de nuestros pensamientos humanos, si podemos beber del cáliz de su Pasión, si podemos comer su cuerpo, triturado en la Pasión, para que, participando de las amarguras de su Pasión en esta vida, lleguemos a participar de sus alegrías eternas en la otra.