domingo, 29 de agosto de 2010

El que se humilla será ensalzado, y el que se ensalza será humillado


“El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado” (cfr. Lc 14, 1-14). Jesús va a comer a la casa de unos fariseos, y observa cómo muchos de los invitados buscan apropiarse de los primeros asientos y de los lugares más prominentes, considerados por el protocolo humano como los sitios de honor. Entre los hombres, quien se sienta en el lugar central, quien ocupa la cabecera, es tenido como el más importante, y es eso lo que hacen muchos de los fariseos en la comida a la que es invitado Jesús. Podemos imaginar que, como son muchos los que quieren sentarse en los lugares principales, y como estos lugares son escasos, se suscitan peleas y enojos.

Jesús observa la situación, y da la recomendación a sus discípulos de no buscar los asientos principales, sino los más alejados, para no pasar vergüenza en el caso de que alguien más importante ocupe el lugar en el que se habían sentado. La recomendación termina en una exhortación: “El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”.

A primera vista, pareciera que Jesús está dando una enseñanza de buenos modales. Pareciera que Cristo dice a sus discípulos: “Sean educados y no busquen sobresalir”. Aunque pudiera parecer esto, no es así. Jesús no nos está llamando a ser educados, ni a practicar las buenas costumbres. Pero tampoco es un llamado a meramente practicar las virtudes, entre ellas, la humildad, y a evitar la soberbia. Si fuera así, el cristiano sería entonces nada más que aquel que se caracteriza por ser educado y virtuoso, y su primer deber sería el evitar lo opuesto a la virtud, en este caso, la soberbia y el orgullo. Si pensáramos que todo el mensaje de Cristo se reduce a pedirnos ser educados y virtuosos, entonces estamos rebajando el misterio del Hombre-Dios a la nada.

“El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”. ¿A qué nos llama Cristo? Se trata, ante todo y en primer lugar, de participar en la vida del Hombre-Dios, a través de la práctica de las virtudes de Jesús, entre ellas, la humildad –Él es el Verbo de Dios que se humilla en la Encarnación, luego cuando lava los pies a sus discípulos, y luego cuando consiente en sufrir una muerte humillante en la cruz-, y al mismo tiempo, se trata de no participar del pecado capital del demonio, la soberbia –fue la soberbia la que causó que perdiera la gracia en los cielos, y fuera precipitado al infierno-.

Cristo nos llama a ser humildes, porque Él es humilde en la Encarnación, y a evitar la soberbia, porque el demonio es soberbio.

Cristo es humilde en la Encarnación, porque siendo Él Dios Eterno, Tres veces Santo, Omnipotente, Omnisciente, Todopoderoso, infinitamente bueno y amable, sin dejar de ser lo que es, Dios, se humilla y se encarna en una naturaleza humana, limitada, como la nuestra, sujeta al tiempo y a la muerte. Cristo es humilde en la Encarnación, porque habiendo sido engendrado en su naturaleza divina “entre esplendores eternos”, en la eternidad, en el seno de Dios Padre, decide ser concebido, en su naturaleza humana, por el Espíritu Santo, en el seno virgen de la Madre. Cristo es humilde en la Encarnación, porque habiendo recibido de su Padre Eterno su Ser divino, su naturaleza divina, y la gloria y la majestad divinas, decide recibir, en el seno virgen de María, de María Virgen, un cuerpo humano, donado por las entrañas virginales de la Madre de Dios.

Cristo es humilde en el Nacimiento, porque siendo Él el Hijo eterno del Padre, siendo Él el Dios de los cielos, conocido, amado y adorado por cientos de miles de millones de ángeles, decide venir a esta tierra, encarnarse en el seno de la Virgen, nacer milagrosamente como un niño, y recibir, con la excepción de la adoración de los pastores y de los Reyes Magos, la indiferencia y la ingratitud y la frialdad de cientos de miles de millones de hombres que, o no saben de su Nacimiento, o si lo saben, lo desprecian, lo olvidan, lo ignoran.

Cristo es humilde en su Niñez, porque siendo Él la Sabiduría del Padre, siendo Él Dios Omnisciente e infinitamente sabio; siendo Él la Inteligencia Creadora del universo, que crea los mundos y los planetas, los ángeles y los hombres, con una precisión y una armonía asombrosas, decide encarnarse, nacer como niño, y estar sujeto a las enseñanzas que le imparte su padre adoptivo, San José, del mismo modo a como todo niño humano está sujeto a las enseñanzas de su padre terreno.

Cristo es humilde en su Adolescencia, en su Juventud, y en su edad Adulta, porque siendo Él Dios Eterno, y por lo tanto, atemporal, no sujeto al paso del tiempo, elige, por nuestra salvación, nacer como hombre, y atravesar las fases de crecimiento por las que todo hombre pasa, hasta llegar a la edad perfecta de treinta y tres años, cuando será crucificado para la Redención de la humanidad.

Cristo es humilde en su Pasión, porque siendo Él el Dios Amor, el Dios que es Amor substancial, infinito y eterno; siendo Él un mar infinito de Amor eterno, no necesitando el amor de ninguna creatura, decide encarnarse y sufrir su Pasión de amor, por medio de la cual comunicará su Amor infinito a todos los hombres, cuando su Corazón sea traspasado en la cruz.

Cristo es humilde en la cruz, porque siendo Él el Dios Santo, Fuerte e Inmortal, elige voluntariamente sufrir la humillación y la muerte más humillante y vergonzosa de todas, la muerte por crucifixión, a manos de creaturas insignificantes, los hombres.

Cristo es humilde en el sepulcro, porque siendo Él el Dios Viviente, la Fuente de Vida eterna, el Creador de toda vida, decide sufrir y padecer la muerte, y luego ser sepultado con su Cuerpo Santísimo en el sepulcro, para que todo hombre muera con Él en su muerte, y así resucite con Él en su Resurrección.

Cristo es humilde en la Eucaristía, porque siendo Él Dios infinito y eterno, más grande que los cielos, y sin límites, porque es Espíritu puro, decide encarnarse y prolongar su Encarnación en la Eucaristía, siendo contenido su Ser divino y eterno y su Persona divina de Hijo en la limitada materia, que ocupa un pequeño espacio y lugar, de algo que parece pan.

"El que se humilla será ensalzado, y el que se ensalza será humillado". El que se humilla es Cristo, el que se ensalza es el demonio.

El demonio es el Atrevido, porque habiendo sido creado por Dios para rendir sumiso homenaje con su inteligencia y su voluntad al Dios de todo Amor, al Dios a quien nadie se le puede igualar –por eso San Miguel dice en los cielos: “¿Quién como Dios?”-, prefirió gritar en los cielos: “Yo soy como Dios”, y por este atrevimiento, el Gran Atrevido fue expulsado para siempre de los cielos.

El demonio es el Horrible, porque habiendo recibido de Dios el don de ser el ángel más hermoso de todos los creados por Dios, como reflejo de la hermosura infinita de su Creador, prefirió deleitarse en sí mismo, y creerse hermoso por sí mismo y no por don de Dios, y así perdió para siempre la gracia y la hermosura que Dios le había dado gratuitamente.

El demonio es el Rebelde, porque sólo tenía que prestar su amorosa obediencia al Dios del Amor, y en vez de eso, prefirió cumplir su soberbia y orgullosa voluntad, que lo llevó al abismo del infierno por la eternidad.

El demonio es el Mentiroso, porque habiendo sido creado para contemplar la Verdad que es Dios Uno y Trino, y proclamar por siglos sin fin que sólo Dios merece ser adorado, prefirió ser el Padre de la mentira, y se proclamó a sí mismo como dios, mereciendo el castigo en el abismo del cual no se sale.

El demonio es el Asesino, porque habiendo recibido la vida de la gracia, eligió matar en él mismo y en los otros esta vida celestial, comenzando a vivir desde entonces y para siempre en la muerte eterna.

Cristo no nos llama entonces a ser educados y a ser virtuosos. Cristo nos llama a imitarlo a Él en el misterio de su Encarnación, de su Nacimiento, de su Vida oculta, de su Pasión, de su Crucifixión. Cada acto de humillación o de auto-humillación que podamos hacer, es una pequeña participación a la humildad del Hombre-Dios, que sin dejar de ser Dios, por amor a los hombres, decidió encarnarse en la pequeñez de la naturaleza humana.

El demonio, por el contrario, es el Soberbio, el Orgulloso, el Atrevido, el Insolente, que tuvo la osadía inaudita de atreverse a gritar en la cara a Dios, que tuvo el atrevimiento inconcebible de arrojar a Dios en la cara sus dones, con lo que justamente recibió su castigo merecido, la condena en el abismo infernal para siempre. Cada acto de rebeldía, cada acto de soberbia, cada arrebato de ira, cada maldad, por pequeña que sea, es una participación y prolongación, aquí en la tierra, de la rebeldía, de la soberbia, de la ira, de la maldad inaudita del ángel caído, protagonizada en los cielos.

Guardémonos mucho, entonces, de la ira, de la soberbia, del orgullo, de la maldad del corazón, porque, aún sin saberlo, estamos haciéndonos cómplices y partícipes del Ángel Orgulloso y Soberbio, que habita en la oscuridad terrible del abismo de fuego.

"Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón". Aprendamos del Cordero manso y humilde, de su Corazón envuelto en las llamas del Amor misericordioso; aprendamos de Él su mansedumbre y su humildad, e implorémosle recibir de Él la gracia de imitarlo en su humildad y en su misericordia.

viernes, 20 de agosto de 2010

Científicos rusos escuchan las voces del infierno a 14 km de profundidad

Cristo en la cruz y en la eucaristía es la Puerta que da acceso al Reino de los cielos


“Entrad por la puerta estrecha” (cfr. Lc 13, 22-30). Un discípulo pregunta a Jesús si los que se salvan son pocos. Jesús no responde directamente a la pregunta, sino que dice que al Reino debemos entrar por una “puerta estrecha”.

Todo el Evangelio de hoy, aunque no lo parezca en un primer momento, se refiere al Día del Juicio Final: el dueño de casa que se levanta y cierra la puerta, es Jesucristo en el Último Día; los que quedan afuera pidiendo que se les abra –“Señor, ábrenos”- son los que se condenarán en el infierno, porque serán desconocidos por Dios: “No sé de dónde son ustedes”. De nada les valdrá el haber sido cristianos, el haber venido a misa, el haber sido sacerdotes, el haber celebrado misas, el dueño de casa les dirá: “Apártense de mí, no sé de dónde son ustedes”. Muchos de los que quedarán afuera del Reino en el Día del Juicio, serán cristianos, católicos, bautizados, que rezaban, que decían a Jesús: “Señor, Señor”, pero aún así, quedarán afuera, en las tinieblas, en los abismos del infierno –no es otra cosa que el infierno, porque Jesús dice que en ese lugar habrá “llanto y rechinar de dientes”, y el llanto y el rechinar de dientes se da no en el cielo, sino en el infierno-. La causa de haber quedado fuera, y de que el dueño de casa les haya cerrado la puerta, es el haber obrado el mal: “¡Apartáos de Mí, todos los que obráis el mal!”. No entrarán en el reino de los cielos los que obren el mal: la mentira, el adulterio, la fornicación, la maledicencia, la maldad hacia el prójimo y hacia Dios.

Jesús nos advierte que al Reino de los cielos no se entra por cualquier lugar, sino por una puerta, y una puerta “estrecha”. Si es una puerta, por la cual todos queremos entrar, nos preguntamos: ¿cómo es esta puerta de la cual habla Jesús? ¿De qué material está hecha? Y si es una puerta, como toda puerta, debe dar paso de un lugar a otro; ¿adónde conduce esta puerta?

Ante todo, hay que decir que no es una puerta material, porque no es de bronce, ni de madera, ni de oro, ni es una puerta que se pueda encontrar en algún lugar de la tierra, y si no es una puerta material, esta puerta es una puerta espiritual, y como no es una puerta de la tierra, cuando se la atraviesa, debe dar acceso a algo desconocido, sobrenatural, supra-humano; esta puerta, debe estar en conexión con el mismo Dios; debe ser una puerta que dé acceso inmediato al cielo; debe ser una puerta difícil de encontrar y más difícil todavía de trasponer, porque es “estrecha”.

Si sólo por esta puerta se puede entrar al Reino de los cielos, y si sólo por ella se evitan las tinieblas del infierno: ¿cuál es esta puerta tan especial? ¿Dónde encontrarla? Y si la encontramos, ¿qué hay que hacer para pasar por ella?

Es en la Escritura en donde tenemos las respuestas a estas preguntas: Jesús es la puerta espiritual que permite acceder a los cielos, porque Él dice de sí mismo: “Yo Soy la Puerta” (Jn 10, 7). Jesús dice de sí mismo que Él es la Puerta, y como Puerta, debe dar paso a algún lugar, y debe dejar pasar a alguien, en uno y en otro sentido. Jesús es la Puerta de las ovejas, de los bautizados, de los hijos adoptivos de Dios, que por Él pasan de este mundo a la vida eterna. Jesús en la cruz es la Puerta Abierta que permite el ingreso a la Jerusalén celestial, la Iglesia triunfante en el cielo, la ciudad de luz, que no necesita la luz del sol, porque está alumbrada por la luz divina del Cordero: “El Cordero es su lámpara” (cfr. Ap 21, 23).

Él en la cruz es la Puerta que da acceso al seno de Dios Padre; Él en la cruz, con los brazos abiertos, es la Puerta abierta que conduce a algo más grandioso que las mansiones eternas del Reino: conduce a la unión del alma con las Personas de la Trinidad; Él en el Calvario es esa puerta espiritual que conduce a un lugar más allá del universo creado: conduce al seno de Dios Padre, y a la unión con Dios Hijo y con Dios Espíritu Santo; Jesús en la cruz, con su Corazón traspasado, es la Puerta Abierta de los cielos, que comunica el cielo con la tierra: desde el cielo, al abrirse esta Puerta, que es su Corazón traspasado, deja pasar, como un torrente incontenible, el mar infinito del Amor eterno de Dios, que se derrama sobre la humanidad, inundándola con la Misericordia Divina; desde la tierra, esta Puerta Abierta que es Jesús crucificado permite el paso de los hombres al seno mismo de Dios Uno y Trino, el ingreso a algo más grande y hermoso que el mismo Reino de los cielos, la comunión de vida y de amor con las Tres Personas de la Santísima Trinidad.

Jesús es la Puerta en la cruz, pero es la Puerta también en la Eucaristía , porque por la comunión eucarística nos permite acceder al Padre. El Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús es la Puerta celestial, sobrenatural y mística, por medio de la cual ingresamos en el seno de Dios Padre y entramos en comunión con Él y con el Espíritu Santo.

La “Puerta estrecha” por la cual se entra en el Reino de los cielos, es Cristo en la cruz y Cristo en la Eucaristía, y es estrecha, porque no nos podemos unir a Cristo con un corazón egoísta, con un corazón oscuro, con un corazón miserable, lleno de rencor, de enojo y de soberbia. La puerta estrecha es Jesús en la cruz y Jesús en la Eucaristía, y no se puede entrar por esta Puerta estrecha con un corazón hinchado por la vanidad, el orgullo y la soberbia: el mal, el pecado, cualquiera sea, hincha al corazón, lo aumenta de tamaño y lo deja de color oscuro, y maloliente, y un corazón así no puede pasar por esta puerta estrecha, porque es muy angosta. Sólo pasa el corazón pequeño, el corazón humilde, el corazón necesitado de Dios, el corazón que se une al Sagrado Corazón y al Corazón Inmaculado de María.

Es una puerta estrecha, porque por esta puerta no se puede pasar con los bienes de la tierra: por el vano de esta puerta sólo hay lugar para que pase el alma, con su carga: las obras de misericordia, de caridad y de compasión.

No se entra al Reino de los cielos por esta Puerta estrecha con bienes materiales, porque en la cruz no hay lugar ni para el oro ni para la plata, ni para ningún atractivo de esta tierra: los únicos bienes materiales que se pueden llevar para atravesar esta puerta son la corona de espinas, los clavos, y el leño de la cruz de Jesús.

Jesús es la Puerta de la grey de Dios, y la oveja que entre por Él se salvará del abismo insondable del infierno, y no sólo eso: encontrará alimento, los pastos verdes y el agua fresca y pura de la Eucaristía, y recibirá la vida eterna, la unión beata y feliz con Dios Trino por la eternidad: “El que entra por mí se salvará (...) encontrará alimento (...) he venido para que las ovejas tengan vida” (cfr. Jn 14, 6).

Este párrafo, en donde Jesús habla de sí mismo como puerta –el que entre por Él-, se está refiriendo a su Presencia Eucarística: el que entra por la puerta, que es Él en la Eucaristía, se salva, porque sólo en Cristo Jesús se encuentra la salvación; el que entra por Él encuentra alimento, que es su Cuerpo y su Sangre, y además, recibe la vida eterna, porque Él es Dios encarnado, que comunica de su vida divina a quien lo recibe en la comunión, la vida nueva que da el Espíritu de Dios; quien entra por la Puerta que es Jesús Eucaristía, encuentra el alimento super-substancial, el Cuerpo y la Sangre del Cordero de Dios, embebidos e impregnados de la substancia divina, y quien se alimenta de Jesús Eucaristía, recibe su luz, su paz, su alegría y su amor.

Vamos a recibir a Jesús en la Eucaristía, vamos a traspasar místicamente el umbral de la Puerta que es Jesús, vamos a entrar en esa Puerta abierta que es su Corazón traspasado, por eso debemos preparar nuestros corazones, recordando que sólo un corazón humilde y pequeño podrá entrar. ¿Estamos en condiciones de atravesar esa Puerta?

viernes, 13 de agosto de 2010

La Asunción de la Virgen



La Iglesia celebra y festeja el día en el que la Madre de Dios pasó de esta vida terrena a la vida celestial. Es doctrina de la Iglesia Católica que la Virgen María no experimentó la muerte, sino que fue glorificada luego de atravesar un proceso conocido como “Dormición”: en el momento en que debía pasar de esta vida a la otra, es decir, cuando llegó el momento en que su cuerpo debía ser glorificado, la Virgen no murió, sino que se durmió, y así, estando dormida, su cuerpo comenzó a ser glorificado, a ser invadido por la luz y por la gracia divina, y a pasar del estado de corporeidad material, al estado de corporeidad espiritualizada, propio de los cuerpos resucitados.
La Madre de Dios no podía nunca morir, puesto que la muerte es una consecuencia del pecado original, y si bien luego de la redención de Jesucristo, la muerte en Cristo se convierte en sacrificio grato a Dios, la Virgen nunca experimentó el proceso de la muerte, porque nunca tuvo pecado original. La Asunción de María es un misterio que se inicia en el misterio de su Inmaculada Concepción, y en el misterio de ser Ella la Llena de gracia: su alma, creada por Dios sin la mancha de pecado original, no sólo era Purísima, sino que además estaba inhabitada por el Espíritu Santo, desde el primer instante de su Concepción. La Virgen es la “Mujer revestida de sol”, descripta por el Apocalipsis: “Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza”[1]: el sol que ilumina y reviste con su luz a la Mujer del Apocalipsis, la Virgen, es Dios con su gloria, que reviste a la Virgen con su gracia desde el primer momento de su Concepción.
Es por eso que la glorificación de su cuerpo, en el momento de la Asunción, es simplemente la consecuencia lógica y sobrenatural de su sobrenatural concepción y condición de ser la Madre de Dios. El dogma de la Asunción no es, de ninguna manera, un dogma anexado en modo externo, como si fuera ajeno a su Concepción en estado de gracia: es simplemente el desenvolverse de su condición de Inmaculada Concepción, y lo mismo debe decirse de la Dormición.
En otras palabras, Inmaculada Concepción, Llena de gracia, Dormición y Asunción, son distintas etapas o fases de la vida de la Madre de Dios. La Dormición, que precede a la Asunción, viene al puesto de la muerte, porque la Virgen nunca murió, al no tener pecado mortal: en lugar de morir, la Virgen se duerme, y es en ese momento en donde comienza el proceso de glorificación de su cuerpo. ¿Cómo fue ese momento, el de la Dormición y el de la glorificación, previos a la Asunción? Al dormirse, el cuerpo de la Virgen es glorificado por la gracia que, de su alma, se derrama sobre él, llenándolo de la luz, de la gloria, de la vida divina. El alma de la Virgen estuvo, desde el primer instante de su Concepción, llena de la gracia divina, e inhabitada por el Espíritu Santo, y por lo tanto, iluminada con la luz de Dios; al momento de dormirse la Virgen, esa misma gracia, que llenaba su alma de un modo desbordante, se derrama sobre su cuerpo, comunicándole de la gloria y de la gracia que su alma gozaba desde su creación, y así su cuerpo hace visible la gloria divina, transfigurándose en luz, tal como se transfiguró el cuerpo sacratísimo de Jesús en el Monte Tabor.
Con la glorificación, la materialidad del cuerpo se vuelve “materia espiritual”, por lo que el cuerpo comienza a participar de las propiedades del alma glorificada, ya que él mismo es materia espiritualizada y glorificada. Como una tenue luz primero, como una luz intensa después, el cuerpo de la Virgen comenzó a experimentar la glorificación, hasta convertirse en el cuerpo glorificado propio de aquellos que han resucitado. En ese estado, con su cuerpo glorificado, es que la Virgen ascendió a los cielos.
La Virgen María es modelo de la Iglesia[2], por lo que lo que sucede en Ella sucede luego en los miembros de la Iglesia, los bautizados, y es por esto que, así como Ella fue asunta a los cielos en cuerpo y alma, así los cristianos, también seremos llevados al cielo en cuerpo y alma.
Pero antes de ser llevados en cuerpo y alma al cielo, como la Virgen, debido a que somos la Iglesia, y la Iglesia reproduce lo que le sucede a María, también pasaremos por lo que pasó María antes de ir al cielo, como el ser perseguida por el demonio, que busca devorar a su Hijo, según el relato del Apocalipsis: “Y apareció en el cielo otro signo: un enorme dragón rojo como el fuego, con siete cabezas y diez cuernos, y en cada cabeza tenía una diadema[3] (…) El Dragón se puso delante de la Mujer que iba a dar a luz, para devorar a su Hijo en cuanto naciera. Pero el hijo fue elevado hasta Dios y hasta su trono, y la Mujer huyó al desierto (…) se le dieron a la Mujer las dos alas del águila grande para volar al desierto, a su lugar, lejos del Dragón (…) Entonces el Dragón vomitó de sus fauces como un río de agua, detrás de la Mujer, para arrastrarla con su corriente. Pero la tierra vino en auxilio de la Mujer: abrió la tierra su boca y tragó el río vomitado de las fauces del Dragón”[4].
La persecución del demonio al Hijo de María se continúa en los hijos de la Iglesia: “Entonces despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús”[5].
El demonio hace la guerra a los hijos de la Iglesia por medio de la Nueva Era, o Conspiración de Acuario, secta luciferina cuyo propósito declarado es el de hacer desaparecer al cristianismo y reemplazarlo por una religión mundial anticristiana y neo-pagana. Eso explica el auge de la brujería, del ocultismo, de la hechicería, en continentes enteros, como Europa y América[6], y es lo que explica el éxito mundial de libros y películas de neta tendencia satánica como Harry Potter.El demonio persigue a los hijos de la Iglesia, los hijos de María, pero deben hacer los hijos como hace la Madre: a la Mujer del Apocalipsis le son dadas alas para escapar del dragón, y la Mujer, que es la Virgen, se refugia en el desierto, escapando del dragón: las alas representan la gracia, y el desierto la oración, y así debe hacer el bautizado en tiempos de oscuridad: vivir en gracia y vivir en oración, y así se asegurará el camino al cielo; por la gracia y por la oración, el cristiano se asegura el ser llevado al cielo, junto a su Madre, la Virgen, y junto a Jesús, el Corde
[1] 12, 1.
[2] Cfr. Palau, F., María, modelo y tipo perfecto de la Iglesia.
[3] 12, 3.
[4] 12, 14-16.
[5] 12, 17.
[6] Cfr. Méndez, J. A.,

jueves, 5 de agosto de 2010

Cada comunión es un encuentro con Jesús




“Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada” (cfr. Lc 12, 32-48). La advertencia de Jesús va dirigida a toda la humanidad, por un doble motivo: porque Él vendrá al fin de los tiempos, en el Día del Juicio Final, y porque viene en la muerte personal de cada uno, y como no sabemos cuándo hemos de morir, su venida para nosotros, aunque no sea el Día del Juicio Final, será inesperada.

Para graficar esta doble venida –en el día de nuestra muerte personal, particular, y en el Día del Juicio Universal, en el que vendrá como Justo Juez para juzgar a toda la humanidad-, Jesús utiliza la imagen de un señor –el dueño de casa- que asiste a unas bodas, y que regresa a la noche, y es esperado por sus sirvientes, con las velas encendidas. La escena está llena de significado sobrenatural, ya que cada imagen representa una realidad sobrenatural: el dueño de casa es el mismo Jesucristo, Dios Hijo, que asiste a unas bodas, como el Esposo, ya que por su Encarnación, se ha convertido en el Esposo de la humanidad; la noche es el fin de los tiempos, el Día del Juicio Final, en donde no habrá más luz creada, ni artificial, ni natural, porque será un día de prueba, en donde el sol no brillará, pero la noche es también el momento de la muerte de cada uno: en la muerte, los ojos del cuerpo se cierran, y el alma no es iluminada ni por la luz eléctrica, ni por la luz del sol: el alma está en tinieblas, hasta que es juzgada, en el juicio particular, por Cristo Dios; los sirvientes que esperan al dueño de casa somos nosotros, los bautizados en la Iglesia Católica: cuando llegue el dueño de casa, es decir, el Dueño de las almas, Jesucristo, no podemos estar dormidos, sino que debemos estar vigiles, despiertos, conscientes de Su Venida, para recibirlo con un corazón limpio y con obras de misericordia; las velas encendidas de los sirvientes, representan tanto la gracia que ilumina al alma, como la compasión y la misericordia para con el prójimo, que brilla en las buenas obras. Como sirvientes, debemos tener las velas encendidas, es decir, debemos vivir en gracia, confesados, sin conciencia de pecado mortal, al menos, y debemos tener en nuestro haber obras de misericordia, de visita a enfermos, de visita a presos, de ayuda a los más necesitados, para que el Señor, al regresar en la noche de los tiempos, encuentre en nosotros la luz de la gracia y de la misericordia. No puede ser de otra manera: ¿qué diría un dueño de una estancia, que al regreso de las bodas, ya de noche, encontrara a sus sirvientes emborrachados, peleados entre sí, dormidos, sin las velas encendidas? Lo primero que haría sería reprender duramente a sus sirvientes. Eso, y mucho más que una reprimenda hará Jesucristo, porque el Dueño de las almas, Jesucristo, tiene poder para precipitar al alma en el infierno, si es que no nos encuentra despiertos en la fe y en las obras. Si Dios, cuando venga al fin del tiempo, en el Día del Juicio, o cuando venga a buscarnos en el día de nuestra muerte, nos encuentra a oscuras, esto es, con el alma en pecado mortal, y sin amor al prójimo, ¿qué nos dirá? Ya sabemos cuál es la respuesta, por eso es que debemos estar despiertos, alertas, con las velas encendidas, es decir, con el alma en gracia, y con obras de misericordia hechas, para presentarnos ante el Juez de los hombres.

“Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”. ¿Cuándo será el Día del Juicio Final? ¿Cuándo será el día de nuestra muerte? ¿Cuándo vendrá Cristo Dios a pedirnos cuenta de nuestra alma? ¿Cuándo vendrá a juzgar a toda la humanidad? No lo sabemos, pero sí sabemos que debemos estar alertas, porque puede ser en cualquier momento: “Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”.

No sabemos cuándo vendrá el Señor, pero sí tenemos advertencias del cielo, que nos anuncian que, si no Dios, al menos el demonio está ya en la tierra, preparando el reinado del Anticristo. Nos lo advierten las profecías de los santos, inspiradas por el Espíritu Santo, y si son profecías de santos, no debemos despreciarlas: el Papa Benedicto XIV nos dice que hay que dar Fe Humana a las revelaciones privadas aprobadas por la Iglesia, como son las de Santos canonizados, o los escritos publicados con imprimatur, con licencia eclesiástica, y que sería temerario despreciarlas. Con respecto a estas profecías, dice San Pedro Canisio: “Hay menor peligro en creer y recibir lo que con alguna probabilidad nos refieren personas de bien, (cosa que no está reprobada por los doctos), antes que rechazar todo con espíritu temerario y de desprecio”.

Teniendo en cuenta esto, ¿qué es lo que nos dicen los santos? El P. Pío recibió una aparición del Señor que decía así: “La hora del castigo está próxima, pero Yo manifestaré mi Misericordia. (…) Temporales, tempestades, truenos, lluvias ininterrumpidas, terremotos, cubrirán la tierra. Por espacio de tres días y tres noches, una lluvia ininterrumpida de fuego seguirá entonces, para demostrar que Dios es el dueño de la Creación. (…) Los que creen y esperan en mi Palabra no tendrán nada que temer, porque Yo no los abandonaré, lo mismo que os que escuchen mis mensajes. Ningún mal herirá a los que están en estado de Gracia y buscan la protección de mi Madre. (…)Rezad piadosamente el Rosario, en lo posible en común o solos. Durante estos tres días y tres noches de tinieblas, podrán ser encendidas sólo las velas bendecidas el día de la Candelaria (2 de febrero) y darán luz sin consumirse”[1].

San Gaspar de Búfalo[2] nos advierte: “Aquél que sobreviva a los tres días de tinieblas y de espanto, se verá a sí mismo como solo en la tierra, (...) No se ha visto nada semejante desde el diluvio”.

¿Cuándo sucederá esto? Dice Ana Catalina Emmerich: “Vi la Iglesia de San Pedro y una cantidad enorme de gente que trabajaba para derribarla, pero a la vez vi otros que la reparaban. Los demoledores se llevaban grandes pedazos; eran sobre todo sectarios y apóstatas en gran número. Vi con horror que entre ellos había también sacerdotes católicos..., vi al Papa en oración, rodeado de falsos amigos, que a menudo hacían lo contrario de lo que él ordenaba. (...) Daba lástima. Cincuenta o sesenta años antes del año 2000 será desencadenado Satanás por algún tiempo. En violentos combates, con escuadrones de espíritus celestiales, San Miguel defenderá a la Iglesia contra los asaltos del mundo. (...) Sobre la Iglesia apareció una Mujer alta y resplandeciente, María, que extendía su manto radiante de oro. En la Iglesia se observaron actos de reconciliación, acompañados de muestras de humildad; las sectas reconocían a la Iglesia en su admirable victoria, y en las luces de la revelación que por sí mismas habían visto refulgir sobre ella. Sentí un resplandor y una vida superior en toda la naturaleza y en todos los hombres una santa alegría como cuando estaba próximo el nacimiento del Señor”´

También coincide, con respecto al tiempo, Santa Brígida de Suecia[3]: “Cuarenta años antes del año 2000, el demonio será dejado suelto por un tiempo para tentar a los hombres. Cuando todo parecerá perdido, Dios mismo, de improviso, pondrá fin a toda maldad. La señal de estos eventos será: cuando los sacerdotes habrán dejado el hábito santo, y se vestirán como la gente común, las mujeres como los hombres y los hombres como las mujeres”.

San Anselmo nos dice[4]: “¡Ay de ti, villa de las siete colinas (Roma) cuando la letra K sea aclamada dentro de tus murallas! Entonces tu caída estará próxima, tus gobernantes serán destruidos. Has irritado al Altísimo con tus crímenes y blasfemias, perecerás en la derrota y la sangre”[5].

San Vicente Ferrer[6] también coincide en que los días de tinieblas llegarán cuando los hombres se vistan como mujeres, y las mujeres como hombres: “Advertid que vendrá un tiempo de relajación religiosa, y catástrofes como no lo ha habido ni habrá. En aquel tiempo las mujeres se vestirán como hombres y se comportarán a su gusto licenciosamente, y los hombres vestirán vilmente como las mujeres. Pero Dios lo purificará todo y regenerará todo, y la tristeza se convertirá en gozo”.

“Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”. No despreciemos la voz del cielo, la voz de los santos; no seamos temerarios ni necios. Seamos como los servidores que esperan a su señor con las velas encendidas, despiertos en medio de la noche: vivamos en gracia, recemos el Rosario, obremos el bien, no hagamos el mal a nadie, y así Cristo Dios, cuando venga en medio de la noche, nos llevará al cielo.

No sabemos cuándo habrá de venir el Señor: puede ser hoy a la noche, mañana, o en cien años, pero sí sabemos que ahora, por la Santa Misa, por la comunión, viene al alma; por la comunión, Jesús entra en el alma, y ahí, en ese momento de la comunión, es como si fuera un anticipo del Juicio Final. ¿Qué tenemos para ofrecerle a Jesús, cuando venga a nuestro corazón por la comunión? ¿Lo esperamos con las velas encendidas y vigilantes, es decir, en estado de gracia, y con el corazón en paz con Dios y con el prójimo? ¿Tenemos para ofrecerle obras buenas? ¿O Jesús encontrará, por el contrario, un corazón oscurecido por el rencor, por el enojo, por la ausencia de caridad?

Cada comunión es como un pequeño Juicio Final, para cada uno. De nuestra libertad depende qué sea lo que tengamos para ofrecer a Jesús: o luz, u oscuridad. Que la Madre de Dios interceda para que nuestro corazón sea un corazón luminoso.



[1] Mensaje de 1959, tomado de su testamento y hecho distribuir por los Sacerdotes Franciscanos a todos los grupos de Oración católicos en el mundo, ya desde la Navidad de 1990.

[2] 1786-1836, Fundador de los Misioneros de la Preciosísima Sangre.

[3] 1303-1373.

[4] siglo XIII.

[5] Nota: K = KAROL, nombre del Papa Juan Pablo II.

[6] 1350-1419.