jueves, 30 de septiembre de 2010

La fe es como una luz sobrenatural, celestial, divina, que nos hace ver más allá de lo que ven nuestros ojos y nuestra razón


“…si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y le dijeran a esa morera: “¡Plántate en el mar!”, ella les obedecería” (cfr. Lc 17, 5-10). Claramente nos plantea el Señor el tema de la fe. ¿Qué es la fe? Según San Pablo, es “creer en lo que no se ve” (cfr. Heb 11, 1-7). Por la fe, entonces, creo en lo que no veo. Pero tenemos que saber de qué fe habla Jesús, porque si nos fijamos bien, todos los días, en las situaciones cotidianas, nos guiamos en nuestro obrar por una fe que se denomina "natural". Esta fe natural es la que usamos todos los días, como por ejemplo, cuando alguien nos dice su nombre, y nosotros le creemos, sin ver su documento de identidad.

“Creemos sin ver”, es decir, tenemos “fe” natural, muchas veces al día, en muchas situaciones cotidianas, y es esta fe natural la que guía la mayoría de nuestras relaciones con nuestro prójimo. Es una fe en la que se comprenden asuntos que pueden ser captados por los ojos del cuerpo y por la luz de la razón natural.

Sin embargo, la fe de la cual nos habla Jesús no es esta fe natural, sino otra fe, llamada “sobrenatural”, porque se trata de realidades a las cuales no podemos acceder ni con los sentidos ni con la luz de la razón natural, como por ejemplo, el misterio de Dios como Uno en substancia y Trino en Personas, o el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios.

La luz de la razón natural es absolutamente insuficiente para iluminar los misterios de Jesucristo: es como pretender alumbrar el fondo de un abismo con la luz de una candela. Sólo la luz de la fe sobrenatural, que ilumina con la luz misma de Dios, es una luz potente que permite escrutar el abismo insondable del misterio de Dios Trinidad.

Es por esta fe y luz sobrenatural que podemos vivir la vida de la gracia, y todo lo que la vida de la gracia implica, porque la fe nos muestra qué es lo que debemos creer, qué es lo que debemos amar, y qué es lo que debemos esperar. En este sentido, la oración de los pastorcitos en Fátima es una oración llena de fe, que muestra con claridad en qué creer, en qué esperar, en qué amar: “Dios mío, yo creo, espero, Te adoro y Te amo, Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni Te adoran, ni Te aman”.

Si no tenemos fe, no sabemos en qué creer, ni en qué esperar, ni qué cosa amar. El que no tiene fe, no sabe en qué creer, y por eso no sabe que está destinado, al final de su vida terrena, a la íntima comunión de vida y de amor con las Tres Personas de la Santísima Trinidad, y si no sabe lo que le espera, nunca obrará para dirigirse en esa dirección, y así vivirá esta vida como si esta vida fuera el comienzo y el final de todo.

El que no tiene fe, no tiene esperanza, no sabe en qué esperar: no espera en una vida eterna, en una vida absolutamente feliz y dichosa en la eternidad, en la contemplación y en la adoración del Ser divino de Dios Uno y Trino, y en la compañía gozosa y alegre de miríadas de ángeles y santos, y así, vive una vida con una esperanza humana, no teniendo más esperanza que la de formar una familia, tener una profesión, un trabajo, una casa, un auto, y una vida sin sobresaltos. El que no tiene fe, sólo tiene esperanza para una vida puramente humana.

El que no tiene fe, no sabe amar a Dios Uno y Trino, no sabe que Dios es un Océano Infinito de Amor eterno, que se nos dona todo entero, sin restricciones, en la cruz y en la Eucaristía, y que en el amor a Dios Trinidad radica toda la felicidad que el corazón humano busca desde que es creado, y así, sin saber que en el amor de Dios está la plenitud de la vida y de la felicidad, el que no tiene fe se dedica, tristemente, a amar cosas que no son Dios ni llevan a Dios, y así ama las cosas del mundo y a las criaturas, que por ser del mundo y por ser criaturas, no sólo no satisfacen el alma, sino que la llenan de angustia, de vacío, de hartazgo y de soledad.

Quien no tiene fe, no sabe que en la adoración a la Eucaristía se encuentra la felicidad completa del hombre, y que un instante de adoración eucarística, da más felicidad que mil años vividos en el lujo y en la abundancia material.

La fe es como una luz sobrenatural, celestial, divina, que nos hace ver más allá de lo que ven nuestros ojos y nuestra razón: nos hace ver las asombrosas y gloriosas realidades misteriosas de nuestra fe: nos hace ver a Dios no solamente como Dios Uno, como lo conocen todas las religiones, sino como es en su íntima realidad, como la Trinidad de Divinas Personas, las Tres iguales en poder y en majestad y en honor divino, distintas sólo por su procedencia a partir del Padre, Principio sin Principio de las Divinas Personas; la fe nos hace ver la Encarnación del Hijo de Dios, que se encarna en el seno virgen de la Madre, en el tiempo, procediendo desde el seno eterno del Padre, en donde fue engendrado, no creado, desde la eternidad, entre esplendores sagrados, como dice el salmo; la fe nos hace ver a Cristo como Hombre-Dios y no como al hijo del carpintero: como es en su realidad, como el Logos, la Palabra del Padre, que está junto a Dios, que es Dios, que procede de Dios, que es Luz divina que procede de la luz divina, que es el Padre, y que, como Logos, como Palabra eterna, desciende al seno virgen de María y se reviste de una substancia humana, permaneciendo Dios, para iluminar al mundo como luz eterna y para donarse a sí mismo como Pan Vivo que da la Vida eterna; la fe nos hace ver a la Eucaristía no como un pan bendecido, sino como lo que es, la Presencia Personal de todo un Dios que se dona a sí mismo en su Ser divino y en su amor divino, para hacernos el don del Espíritu Santo, el Espíritu del Amor de Dios, en la comunión sacramental; la fe nos hace ver la Santa Misa no como una asamblea cristiana, sino como el sacrificio en cruz de Jesús, que hace en el altar lo mismo que hace en el Calvario: entrega su cuerpo en la Hostia, así como lo entregó en la cruz, y derrama su sangre en el cáliz, así como la derramó en la cruz; la fe nos hace ver, en Cristo crucificado, y en su herida abierta del costado, al Corazón traspasado de Jesús, de donde brota su Sangre, que contiene el Amor de Dios, el Espíritu Santo; la fe nos hace ver, en Cristo crucificado, no a un fracasado maestro hebreo de religión, traicionado y abandonado por sus discípulos, sino al Cordero de Dios, que es inmolado en el ara de la cruz, y que derrama su sangre en el cáliz del altar, para establecer con los hombres una Alianza Nueva y Eterna, sellada con su Sangre, por medio de la cual Dios se nos entrega, por Amor, en la totalidad de su Ser divino, concediéndonos su Misericordia sin límite alguno; la fe nos hace vivir la caridad cristiana, es decir, el amor a Dios y al prójimo, que no es un amor simplemente humano, sino que es un amor divino y humano, el amor mismo de Jesucristo, que es un amor que lleva a amar hasta la muerte de cruz, incluso y sobre todo, en primer lugar, a los enemigos, porque Cristo desde la cruz nos amó y nos perdonó a nosotros, siendo sus enemigos.

“…si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y le dijeran a esa morera: “¡Plántate en el mar!”, ella les obedecería”. No tenemos fe como para mover una morera, pero sí tenemos la fe de la Santa Iglesia Católica, y por la fe de la Iglesia, la Esposa de Cristo, Dios Hijo en Persona baja del cielo hasta la Hostia, y eso es infinitamente más grande que mover una morera y plantarla en el mar.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Es el amor lo que nos salva y es el desamor el que nos condena


“Había un rico llamado Epulón (…) cuando murió fue a la región de los muertos, en medio de los tormentos (…) Había un pobre llamado Lázaro (…) cuando murió fue llevado al seno de Abraham” (cfr. Lc 16, 19-31). En este evangelio se nos revela, entre otras cosas, la asombrosa realidad de la otra vida: un infierno de dolores, que es lugar al cual va el rico Epulón, y una eternidad de alegría, que es adonde va el pobre Lázaro.

Una primera lectura, superficial, podría hacer creer que el rico Epulón se condena por sus riquezas, ya que se asocia su figura con “magníficos banquetes” y vestidos de “púrpura y lino finísimos”, mientras que, por otro lado, se podría pensar que el pobre Lázaro se condena por su pobreza, ya que su figura es la de un mendigo, despreciado y olvidado por todos, a quien los perros de la calle van a “lamer sus heridas”, tal es el estado de indefensión en el que se encuentra.

Si nos dejamos llevar por esta primera impresión, pensaríamos que la causa de la condena en el infierno de Epulón –no es otra cosa lo que describe el evangelio como “lugar de los muertos” y de “tormentos”- son las riquezas, mientras que la causa de la salvación de Lázaro es su pobreza.

Sin embargo, no es ése el mensaje que nos transmite el evangelio. La causa de la condena de Epulón no son las riquezas en sí, sino el mal uso que hace de ellas, y hace mal uso de ellas, debido a su corazón frío y egoísta, que se desinteresa por el prójimo: mientras él banquetea, Lázaro pasa hambre, porque el evangelio no dice que se alimentaba de las sobras del banquete de Epulón, sino que “ansiaba comer” de lo que sobraba, pero no lo comía, y mientras Epulón está vestido con “lino y púrpura finísima”, Lázaro está cubierto de heridas, las cuales son “lamidas por los perros”. Ésta es la causa de la condena de Epulón: su corazón egoísta y frío, que se desentiende de las necesidades de su prójimo Lázaro, que está a las puertas de su casa. Todo lo que Epulón debía hacer era preocuparse por Lázaro: con sus riquezas, podía curar las heridas de Lázaro, y podía saciar su hambre, y sin embargo, banquetea despreocupadamente.

A su vez, la causa de la salvación de Lázaro no es la pobreza, sino la serenidad y la fortaleza con la cual sobrelleva la tribulación permitida por Dios, como prueba que lo conducirá a la vida eterna. Lázaro, siendo pobre, y más que pobre, indigente y miserable desde el punto de vista material; padeciendo enfermedades –las llagas o heridas a las que van a lamer los perros indican un estado de enfermedad crónica-, dado que por su condición no puede hacerse atender por los médicos, en ningún momento reniega de Dios, ni se queja de Dios, sino que soporta todos los males que Dios le envía con un corazón humilde, fiel y sereno, pero tampoco se queja contra Epulón, cuando podría haberlo hecho, al comprobar la dureza de corazón de Epulón, que prefiere satisfacer su vientre con manjares y banquetes, antes que dar de su plato para que Lázaro calme en algo su hambre.

Es por esto que, al final de su vida, es recompensado por Dios, y es llevado “al seno de Abraham”, es decir, al lugar de los justos, adonde esperará la resurrección de Cristo, que abrirá las puertas de los cielos para siempre, cuando ascienda glorioso y triunfante del sepulcro.

Debemos estar muy atentos al evangelio de hoy, porque podemos reproducir, con mucha facilidad, la dureza de corazón de Epulón, que es la causa de su condenación.

Epulón se condena por su corazón frío y egoísta, y no puede ser de otra manera, puesto que la frialdad en los afectos humanos simples, cotidianos, es ya un indicio de que se está bajo el influjo del ángel caído[1], del espíritu del mal, que se opone a toda compasión y a todo gesto humano de ternura y de afecto. Es esto lo que evidenciaba Epulón, con su egoísmo: no tenía compasión de Lázaro, que estaba indefenso, enfermo, hambriento, a las puertas de su casa, y como no había compasión y misericordia en su corazón, luego de su muerte, no pudo soportar la Presencia de Dios, que es Amor puro y substancial, porque no había amor en su corazón.

No en vano la Iglesia prescribe las obras de misericordia corporales y espirituales, porque se necesita la compasión humana y el amor humano en el corazón, para que la gracia divina pueda actuar en ese corazón y transformarlo, de humano, en una copia del Corazón de Jesús. Pero si no hay compasión, afecto, amor humano, no podrá la gracia actuar, en un corazón frío y egoísta, y por lo tanto ese corazón permanecerá en ese estado, y si la muerte lo sorprende en ese estado, no podrá nunca ir delante de Dios, que es Amor Puro y perfectísimo.

La gracia de Dios actúa en el corazón humano moviéndolo a la compasión, por eso es que la negativa a hacer una obra de misericordia es, en el fondo, una negativa a la gracia, y es la negativa al Amor de Dios. Dice así Juan Pablo II: “…la caridad tiene en el padre su manantial, se revela plenamente en la Pascual del Hijo crucificado y resucitado, es infundida en nosotros por el Espíritu Santo. En ella, Dios nos hace partícipes de su mismo amor. Si se ama de verdad con el amor de Dios, se amará también al hermano como Él le ama. Aquí está la gran novedad del cristianismo: no se puede amar a Dios, si no se ama a los hermanos, creando con ellos una íntima y perseverante comunión de amor”[2].

. Si se responde a la gracia, a la moción interior de compadecerse del prójimo, luego sobreviene más gracia aún, que termina por convertir al corazón humano en una copia viva del Corazón de Jesús. Si alguien muere en ese estado, entra directamente en comunión de vida y de amor con las Tres Personas de la Santísima Trinidad, para siempre, que es lo que llamamos “cielo”, y de esto se ve la importancia de que la misericordia, de la compasión, de la caridad y del amor para con el prójimo.

El amor a Dios y el amor al prójimo están estrechamente unidos, porque no se puede amar a Dios, a quien no se ve, si no se ama al prójimo, a quien se ve (cfr. 1 Jn 4, 20-21), porque el prójimo es la imagen viva del Dios Viviente, Jesucristo. Epulón se condenó por no saber ni querer amar, por no querer ser compasivo y misericordioso para con su prójimo Lázaro.

Ayudando a Lázaro, habría ayudado a su propia alma a salvarse; negando la compasión y el amor al prójimo más necesitado, se niega el amor a Jesucristo, que está en él.

El amor a Jesucristo, ése que nos abrirá las puertas del cielo, se demuestra en la misericordia y en la caridad para con el más necesitado; quien niega el amor al prójimo, cierra su alma al Amor de Dios, el Espíritu Santo. Dice Juan Pablo II: “Sólo quien se deja involucrar por el prójimo y por sus indigencias, muestra concretamente su amor a Jesús. La cerrazón y la indiferencia hacia los demás, es cerrazón hacia el Espíritu Santo, olvido de Cristo y negación del amor universal del Padre”[3].

No hace falta que venga un muerto a decirnos que el infierno existe, y que para ir al cielo debemos amar a Dios y al prójimo: nos basta el ejemplo de Jesucristo, la Palabra de Dios, que nos deja el mandato del amor fraterno, y nos basta su muerte en cruz, y el don de su Cuerpo y de su Sangre en la Eucaristía, para convencernos de que sin el Amor de Dios no podremos entrar en el cielo.

Según Abraham, los hermanos de Epulón no creerían en el infierno y en la vida eterna ni siquiera si un muerto se les apareciera. A nosotros no se nos aparece un muerto, sino Cristo resucitado en la Eucaristía, y además de decirnos que debemos amar al prójimo, nos sopla el Espíritu del Amor divino en la comunión, y es con ese Espíritu con el cual podemos y debemos amar a nuestro prójimo. Ya en la comunión sacramental tenemos entonces las puertas abiertas del cielo, porque ahí se nos da el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y con el Cuerpo y la Sangre, el Espíritu Santo, el Espíritu del Amor de Dios, con el cual podemos amar a Dios y al prójimo.


[1] Cfr. Malachi Martin, El rehén del diablo, …

[2] Catequesis del Papa, 20 de octubre de 2000.

[3] Cfr. ibidem.

jueves, 16 de septiembre de 2010

No se puede amar a Dios y al dinero


“No se puede servir a Dios y al dinero. Estaban oyendo todas estas cosas los fariseos, que eran amigos del dinero, y se burlaban de él. Y les dijo: «Vosotros sois los que os la dais de justos delante de los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones; porque lo que es estimable para los hombres, es abominable ante Dios”.” (cfr. Lc 16, 1-15).

Jesús da su enseñanza a los discípulos, delante de los fariseos que eran, según el evangelio, “amigos del dinero”. Jesús sabía que eran amantes del dinero, y por eso les advierte que no se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero.

¿Por qué esta advertencia de Jesús? ¿No es acaso el dinero necesario para la vida diaria? ¿Qué es lo que da el dinero? ¿Qué cambios produce en el corazón humano, para que Jesús haga esta advertencia?

Ante todo, es verdad que el dinero es necesario para la vida diaria, pero sólo en su justa medida. La advertencia de Jesús va dirigida a aquellos que, como los fariseos, son “amigos del dinero”, pero no amigos de Dios.

El hombre puede fácilmente caer en la idolatría del dinero, que en su caso extremo es la codicia y la avaricia, porque el dinero proporciona muchas cosas: el dinero da seguridad, da poder, da prestigio, da honra, da tranquilidad, da felicidad mundana. El dinero nos hace señores del mundo, porque da poder: cuanto más dinero se tiene, más poder se tiene.

Pero el peligro más grande del dinero no es él en sí mismo, sino lo que está detrás de él: la pérdida del amor a Dios, y la adoración del demonio. No en vano una de las tentaciones del demonio a Jesús en el desierto es a través del poder que da el dinero: el demonio le dice a Jesús que, si Él se postra y lo adora, le dará todos los reinos del mundo, es decir, tendrá dinero y poder (cfr. Mt 4, 9). El demonio sabe bien que el corazón que se postra delante del dinero, adora en el fondo al demonio, y apostata de Dios. La respuesta de Jesús es clara: “Sólo a Dios adorarás y a Él rendirás culto”, es decir, no se puede adorar al dinero, y a Satanás con él, porque sólo a Dios Trino se debe la adoración, y a nadie más que a Él.

Por el dinero, se cambian los corazones, y el corazón del hombre se vuelve duro y frío, impermeable al amor de Dios. Esto se ve en la Sagrada Escritura: el Pueblo Elegido, en su peregrinación por el desierto, por amor al dinero, al oro, rechazó al Verdadero Dios y a su amor, y adoró a un becerro de oro (cfr. Ex 30, 17); por amor al dinero, Judas vendió al Hombre-Dios, por treinta monedas de plata (cfr. Mt 26, 15), y lo vendió porque en su corazón no había amor a Jesús, sino al dinero.

El amor del dinero es ya, en sí mismo, un castigo y una maldición divina, porque es un indicio de que el corazón se ha transformado en lo que ama: el hombre se transforma en lo que ama, dice San Agustín, y el dinero, el oro, es algo metálico, frío y sin vida, y así se vuelve el corazón que ama el dinero: duro, frío, sin amor y sin vida. Un corazón amante del dinero transforma al hombre en un ser frío, egoísta, materialista, hedonista, ególatra, incapaz de compadecerse de las necesidades del prójimo, e incapaz de elevar la vista al cielo, en busca de Dios.

El amor al dinero es en sí mismo un castigo divino, porque Dios, viendo el deseo pervertido del corazón que rechaza su amor, lo deja librado a sus pasiones, y es entonces cuando sobrevienen la desesperación y el odio a sí mismo, y el ejemplo de esto es Judas Iscariote, quien termina primero, siendo poseído por el demonio, y luego, suicidándose.

El dinero enfría el amor en el corazón del hombre, y vuelve al hombre incapaz de amar a otra cosa que no sea el dinero, y eso es ya un indicio de una posesión, aunque sea lejana, del demonio.

Es esto lo que sucede con Judas: vende a Jesús por treinta monedas de plata, y esta traición, basada en la ausencia del amor a Dios, lo lleva a comulgar con el demonio, que entra en él y posee su cuerpo: “Y mojando el bocado, lo tomó y se lo dio a Judas hijo de Simón Iscariote. Después del bocado, Satanás entró en él” (cfr. Jn 13, 21-33). Era Satanás quien había puesto en el corazón de Judas el amor al dinero y el deseo de la traición a Jesús, y por eso que, consumada la traición, Judas comulga con el demonio, y el demonio entra en él: “Después del bocado, Satanás entró en él”. No hay una descripción más clara de una posesión demoníaca.

Más adelante, el evangelista Juan destaca un hecho, luego de que Judas tomara el bocado y de que Satanás lo poseyera, entrando en Él: “Judas salió (…) Afuera era de noche”. “Afuera”, se refiere al exterior del cenáculo, pero sobre todo se refiere a ese Cenáculo de amor y de paz que es el Corazón de Jesús; al comulgar con el demonio, Judas sale del Corazón de Jesús, e ingresa en las tinieblas más profundas y más oscuras: “era de noche”, es decir, el evangelista no sólo dice que cuando Judas salió del cenáculo ya había anochecido: lo que el evangelista quiere expresar es que el alma de Judas se ve envuelta en las tinieblas del infierno, en donde habita el Príncipe de las tinieblas.

Del ejemplo negativo de Judas se ve lo absurdo del engaño demoníaco: ¿qué son treinta monedas de plata –aún si fueran toneladas y toneladas de monedas de plata, o de oro-, comparadas con la comunión sacramental, con la unión en el Espíritu Santo con el Cuerpo y la Sangre de Jesús? Todo el oro del mundo -y aún si todos los infinitos planetas de las infinitas galaxias del infinito universo, estuvieran todos llenos de oro-, serían menos que nada, comparadas con el amor de Cristo, con su compañía, con un solo trocito de Eucaristía, y el motivo es que no puede jamás el frío metal dar el más mínimo calor de amor divino y humano que sólo puede darlo el Corazón Eucarístico de Jesús.

No en vano Jesús nos advierte que, donde esté nuestro tesoro, ahí estará nuestro corazón (cfr. Mt 6, 19-23). Si nuestro tesoro está en el dinero, en el oro, en las riquezas materiales, ahí estará nuestro corazón, y nuestro corazón descansará lejos de Dios, en una caja fuerte, en una billetera, en una chequera, pero no en el seno de Dios. Nuestro corazón palpitará al lado de sucios billetes, pero no al lado del Corazón de Jesús, el corazón del Hombre-Dios.

Pero nuestro corazón no fue hecho para el dinero, y por eso es que, aunque aparente lo contrario, el dinero sólo da insatisfacción, dolor y angustia, porque nos aparta del Dueño de nuestro corazón, que es Dios. Judas Iscariote obtiene lo que quiere, las treinta monedas de plata, pero en vez de alegrarse, comienza un estado de desesperación que lo lleva al suicidio, y es porque al haber rechazado al amor de Dios, su corazón quedó vacío de amor y lleno de odio a sí mismo. Por el contrario, quien ama a Dios, quien ama a Dios encarnado, Jesucristo, quien considera que su tesoro más grande y único en esta vida es ese Dios encarnado, que prolonga su encarnación en la Eucaristía, quien considera que su tesoro es Cristo Dios en la Eucaristía, hará descansar su corazón en seno mismo de Dios, en el pecho del Corazón de Jesús, y allí sentirá el latido del Sagrado Corazón, y su alegría no tendrá fin.

“Donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón”. Si nuestro tesoro está en el oro, en el dinero, ahí descansará, y así, al despertar a un nuevo día, seguirá buscando lo que el corazón anhela, que es el dinero; pero puede suceder que un día no despertemos; puede suceder que un día despertemos a la vida eterna, porque habremos muerto a esta vida. Entonces, ¿dónde quedará nuestro corazón? ¿Adónde irá? No podrá ir nunca con el Dios del Amor, porque nunca lo amó; irá al lugar en donde se pierde la capacidad de amar para siempre, y en donde se comienza a odiar para siempre.

“Donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón”. Que nuestro tesoro sea la Santa Eucaristía, para que nuestro corazón esté delante del Sagrario, noche y día, estemos o no estemos físicamente presentes delante del Sagrario. Que nuestro tesoro sea el Corazón Eucarístico de Jesús, el tesoro más grande y más valioso que cualquier otro tesoro en el universo.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Por qué exaltamos la Santa Cruz


La Iglesia celebra una fiesta litúrgica que, ante los ojos del mundo, puede parecer motivada por un despropósito. En efecto, ¿por qué celebrar, exaltar, la cruz? La cruz, en la antigüedad, era sinónimo de tortura, de muerte dolorosa, de humillación, de barbarie, de castigo de malhechores. La cruz era el instrumento por medio del cual los romanos, exponiendo públicamente a los crucificados, daban un escarmiento a quien pensaba en rebelarse contra el imperio. ¿Por qué una fiesta para celebrar la cruz? Y no se trata de una fiesta cualquiera, sino que se trata de la “exaltación” de la cruz, es decir, una fiesta todavía más solemne. ¿Por qué?

Porque si bien es cierto que en la antigüedad la cruz era símbolo de tortura y de humillación, a partir de Cristo, la cruz es símbolo, no de muerte, sino de vida, no de humillación y de castigo, sino de predilección divina y premio eterno.

Esto es así porque en la cruz Cristo invierte todos los valores[1], y los invierte porque es Cristo, Dios Poderoso, quien en la cruz invierte todas las cosas. Y es así como la muerte pasa a ser vida, porque Cristo, por su muerte en cruz, resucita: Cristo muere en la cruz, y en su muerte mata a la muerte misma, porque Él es el Dios de la Vida, Él es Dios eterno, fuente de Vida eterna y de toda vida, y por eso en la muerte del Hombre-Dios la muerte de todo hombre se convierte en vida, y en Vida eterna; el dolor, pasa a ser alegría, porque el dolor que experimenta Cristo en la cruz redime el dolor y lo santifica y así, todo el que une sus dolores a los dolores de Cristo crucificado, se santifica en su dolor, porque es Cristo quien ha asumido y convertido el dolor en fuente de santificación; las tribulaciones de la vida, unidas al Gran Atribulado, Cristo crucificado, se convierten en oasis de paz y de serena calma, porque Cristo pasó la gran tribulación de la cruz para que nuestras tribulaciones se disuelvan en Él como el humo en el viento; la cruz, símbolo de humillación y de oprobio, se convierte en sede de gloria y de exaltación del hombre, porque en ella Cristo fue humillado; en ella su Humanidad Santísima fue lacerada y abierta en numerosas llagas, y sus llagas fueron enrojecidas por su Sangre preciosísima, y por sus llagas abiertas y enrojecidas por su sangre, nos vino el mar infinito de amor y luz de Dios, que curó nuestras heridas con las heridas del Cordero crucificado; en la cruz estuvo suspendido el Divino Corazón del Redentor, y fue en la cruz en donde fue abierto por la lanza, dejando pasar, para inundar a toda la humanidad, como un dique que cede en sus paredes, el océano infinito de gracia y de amor que brota del corazón único de Dios Uno y Trino.

Por todas estas razones, exaltamos la Cruz bendita de Nuestro Redentor.


[1] Cfr. Casel, O., Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid 1964, 166.

viernes, 10 de septiembre de 2010

"Oh feliz culpa, que mereció tan grande Redentor"


“Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión” (cfr. Lc 1, 15-32). Se le acercan a Jesús “publicanos y pecadores” y Jesús, lejos de rechazarlos, les predica el Evangelio del Reino. Los fariseos y los escribas, que ven la escena, murmuran contra Jesús, criticando el hecho de que Él les predique a quienes son considerados indignos, a causa de sus pecados. Jesús hace caso omiso de la murmuración, y además les enseña la parábola del pastor que, habiendo perdido una oveja, deja al redil y va en busca de la oveja perdida, y cuando la encuentra, se llena tanto de alegría, que quiere compartir esa alegría con todos: “Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido”. Finaliza la parábola aplicándola a la situación: en el cielo hay más alegría por un pecador que se convierte –los publicanos y pecadores con los cuales él habla-, que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión –los fariseos y los escribas, quienes supuestamente no necesitan conversión-.

Por medio de la parábola, Jesús calla la murmuración de los escribas y fariseos, porque con la parábola explica porqué Él predica a publicanos y pecadores: precisamente, por ser pecadores, ellos son la oveja perdida a la que el Buen Pastor va a buscar, y la conversión de ellos es causa de alegría en el cielo.

La parábola se aplica también a nosotros: la oveja perdida, somos nosotros, que a causa del pecado original, hemos salido voluntariamente del redil, y nos hemos alejado de los pastos verdes y del agua cristalina de la gracia y de la amistad de Dios, y nos hemos internado en un desierto poblado de alimañas y de bestias feroces, el mundo con sus atractivos, y los demonios que están detrás; por el pecado, nos hemos internado en peligrosos desfiladeros, y en caminos angostos y escarpados, por los que asoma el precipicio, el peligro de la caída para siempre, por el pecado mortal, en el abismo del infierno; el pastor que sale a buscar a la oveja perdida, es Cristo, Buen Pastor, Pastor Eterno, que deja el redil de las ovejas, es decir, el cielo, para venir a esta tierra, que desciende al precipicio en donde nos hemos caído, en un movimiento similar al de un pastor terreno que desciende por un barranco para rescatar a su oveja caída.

Sin embargo, hay una diferencia entre el descenso del pastor humano y el del Pastor Eterno que es Jesucristo: si un pastor de la tierra, cuando baja a buscar a su oveja al barranco en donde ésta ha caído, se lastima en su bajada, con las piedras y las espinas del barranco, el Divino Pastor, el Pastor Eterno, es lastimado, no por espinas y piedras, sino por la dureza de piedra del corazón del hombre, que en el colmo de su insolencia, corona con espinas a su Dios, a Dios Hijo, que había recibido en la eternidad la corona de gloria de parte de su Padre Dios.

Este Buen Pastor, en su descenso, ha sido lastimado, pero no con cardos y espinas, ni con las piedras del barranco, sino que ha sido lastimado por la mano del hombre, que de modo ciego e insolente, levanta su mano contra Él en la Pasión, y la descarga para abofetearlo, darle trompadas, flagelarlo, golpearlo, lacerarlo, arañarlo, además de escupirlo, darle patadas, e insultarlo.

También nosotros, las ovejas del barranco, estamos heridos, pero por propia voluntad: en nuestra caída por el barranco, por el precipicio, en nuestra caída desde el Paraíso, a causa del pecado original, sufrimos muchas heridas, la herida del oscurecimiento de la inteligencia para buscar la verdad, la herida de la voluntad, que con fatiga se dirige al bien, la herida de los sentidos, que se apartan de lo bueno y de lo santo, y hemos quedado en el fondo del barranco, en lo más hondo del precipicio, sin posibilidad alguna de salir, pero Cristo Dios, el Buen Pastor, con sus heridas, sufridas en su descenso al bajar al abismo que es nuestro mundo, las heridas de la cruz, ha curado nuestras heridas. “Sus heridas nos han sanado”, dice el profeta Isaías (53, 5), y por eso debemos agradecer, alabar, honrar y adorar a nuestro Dios, que por su gran misericordia, por su bondad y por su amor infinito, nos ha rescatado. Sus santas llagas, las heridas de la cabeza, del costado, de las manos y de los pies, enrojecidas por su Sangre preciosísima, han curado nuestras llagas, que estaban ya purulentas y hediendo con el olor de la muerte.

Y así como un pastor de la tierra cura las heridas de su oveja con ungüento y con aceite, así el Pastor eterno nos unge con el aceite que sana las heridas, el Espíritu Santo, el Amor de Dios. Es el Amor infinito y eterno de Dios el que nos cura y nos sana, nos devuelve la salud del cuerpo y del alma; Cristo Buen Pastor cura las heridas del alma y del corazón con el Amor divino, con el Espíritu Santo, para que así, con la gracia de Dios en el alma, cumplamos nuestra Pascua, nuestro “paso” de este mundo a la eternidad, en la comunión alegre y feliz de vida y de amor con las Tres Personas de la Santísima Trinidad.

“Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión”. El Evangelio y la parábola de hoy se nos aplican, en todo su significado, a nosotros, porque, al igual que los publicanos y pecadores del evangelio, también nosotros somos pecadores, también nosotros somos como los publicanos, que eran considerados los peores pecadores, y también por nosotros es que viene el Buen Pastor, el Pastor Eterno, Cristo Jesús, desde su eternidad, hasta nuestro tiempo, para rescatarnos por medio de la cruz, para curar nuestras heridas con sus Heridas santas.

Somos pecadores, y nuestra condición de pecadores es nuestro orgullo, porque aunque el pecado sea algo intrínsecamente malo en sí mismo, es por el pecado que nos vino el Amor de Dios, Cristo Jesús. Por eso la Iglesia santa, junto a San Agustín, exulta de alegría y gozo en el Sábado Santo, cantando: “Oh feliz culpa, que mereció a tan grande Redentor”. Nuestro pecado es motivo de alegría, no por él en sí mismo, porque en sí mismo es suma desgracia y dolor, sino porque como somos pecadores, la atención de Dios Hijo, y todo el mar infinito de su infinita Misericordia, se dirigen a nosotros: “No necesitan del médico los sanos, sino los enfermos” (cfr. Lc 5, 29-32).

Bendito sea el Pastor Eterno, Jesucristo, que cura nuestras heridas con sus Santas Llagas; bendito sea por la eternidad el Pastor de las ovejas, que nos redimió con su Pasión.

El cielo se alegra por un pecador que se arrepiente; arrepintámonos de nuestros pecados, y alegrémonos con la misma alegría del cielo, porque el Dios de toda bondad y de toda misericordia, el Gran Dios Jesucristo, ha puesto sus ojos en nosotros, pecadores.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Quien me ama, cargue su cruz y me siga


"Quien no me ame más que a todos, no puede ser mi discípulo (...) quien no cargue su cruz y me siga, no puede ser mi discípulo" (cfr. Lc 14, 25-33). Jesús pone dos condiciones para seguirlo: amarlo y cargar su cruz. El amor y la cruz son entonces las dos cosas que todo discípulo de Cristo tiene que tener, para poder seguirlo.

Con respecto al amor, no hay dudas de porqué Cristo pide el amor: porque Él es Dios de Amor -"Dios es Amor", dice san Juan-, y porque su Reino es un reino de amor y de paz, y es por eso que el mandato más importante de todos, el que concentra y resume todos los mandatos, es el mandato del amor: "Ama a Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo" (cfr. Mt 22, 34-40). Nadie puede seguir a Jesús si no se ama a Jesús por encima de todas las cosas, y por encima de todos, padre, madre, hermanos, casa, familia. Sin amor, es imposible el seguimiento de Jesús. No se sigue a Jesús por ningún otro motivo que no sea el amor: ni por interés, ni por conveniencia, ni por obligación. Sólo el amor es el motor y a la vez el combustible que pone en marcha a quien quiere seguir a Jesús.

Con respecto al amor, como condición indispensable para seguir a Jesús, no hay inconvenientes en ver la indicación. Pero con respecto a la cruz: ¿por qué la cruz? Un líder de la tierra no pediría la cruz, porque la cruz es un instrumento de tortura, de muerte, de suplicio, de sufrimiento. Si a un líder de la tierra se le ocurriría decir que la cruz es la condición para seguirlo, nadie lo seguiría, porque nadie quiere un instrumento de dolor, de tortura, de humillación y de sufrimiento.

Nos preguntamos entonces nuevamente: ¿por qué la cruz? ¿No podría Jesús haber pedido otra cosa para seguirlo? ¿No es suficiente el amor a Él para seguirlo? No podía Jesús pedir otra cosa que la cruz, y el amor sí es suficiente para seguirlo, pero el amor a Jesús se demuestra abrazando su cruz. Sólo quien ama a Jesús realmente, con todo su corazón, abraza su cruz, y comienza a caminar en el Camino Real del Calvario. Sólo quien ama a Jesús, toma su cruz de cada día, y se dispone a seguir las huellas del Señor, teñidas con su sangre; sólo quien ama a Jesucristo de verdad y no de palabra, toma su cruz y lo sigue camino del Calvario, siguiendo el rastro de sangre que el Señor deja a su paso.

Sin embargo, nos seguimos preguntando: ¿por qué la cruz? Porque la cruz es participar, por la gracia, de la vida y de la Pasión del Hombre-Dios; la cruz es unirse, con el ser y con la existencia, con todo lo que se es y se tiene, a la Pasión de amor del Cordero de Dios; porque la cruz no son las situaciones existenciales ni los problemas no resueltos: la cruz es la misteriosa unión, por la gracia, en el ardor de amor del Señor Jesús, que lo que lo llevó hasta la cima del Monte Gólgota. Llevar la cruz de Jesús es entrar, por la gracia, en comunión de vida y de amor con Jesucristo, que por amor entrega su vida en el Calvario, para nuestra salvación, y para que lleguemos a ser hijos de Dios.

¿Por qué la cruz? Porque la cruz es la que da el verdadero conocimiento de Jesucristo; de la cruz brota la divina luz que ilumina las mentes y los corazones y los inunda con una sabiduría nueva, no humana, sino celestial, sobrenatural y divina, la sabiduría de la cruz, que hace ver la realidad acerca de Jesucristo. Así es como la sabiduría de la cruz hace trascender las apariencias, y por eso en vez de ver a un maestro de religión, crucificado por la envidia de sus pares, se ve a Dios encarnado que entrega su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, para la salvación de toda la humanidad; la cruz nos hace conocer a Cristo, no como un malhechor, que sufre justamente su castigo debido a sus faltas, sino al Cordero Inocente e Inmaculado de Dios, que recibe de modo vicario el castigo que los hombres merecíamos por parte de la ira divina, y que con su sacrificio nos salva de la condenación eterna: es la sabiduría de la cruz la que hace exclamar al centurión que traspasa el Corazón de Jesús en la cruz: "Este era verdaderamente el Hijo de Dios" (cfr. Mt 27, 45-54); la sabiduría de la cruz nos hace ver a Cristo no como a un predicador de Palestina abandonado por sus discípulos, al fracasar su intento de establecer un reino temporal: nos hace ver a la Palabra de Dios encarnada, que al crucificar su carne purísima y ser elevado en la cruz, atrae hacia sí a toda la humanidad, para introducirla, por medio de sus llagas abiertas y sangrantes, en el Reino eterno de Dios: "Cuando sea elevado en lo alto, atraeré a todos hacia Mí" (cfr. Jn 8, 27); la cruz nos hace ver no a un hijo de carpintero que metido a maestro de religión fracasa y antes de su muerte le pregunta a su padre muerto por qué lo ha abandonado -"Padre, ¿por qué me has abandonado?"-: la sabiduría de la cruz hace ver al Hijo eterno de Dios Padre, el reflejo de su gloria, experimentando, por el misterio de la Encarnación, la angustia de la muerte, en donde el alma se siente sola y abandonada, antes de ser socorrida por Dios, que por su misericordia la introduce en el reino eterno.

¿Por qué la cruz? Porque por la cruz se pasa de este mundo al otro; por la cruz, y por Cristo crucificado, se pasa del tiempo a la eternidad; por Cristo crucificado nuestro cuerpo, material, sometido a la corrupción por el pecado, y nuestra alma, envuelta en las tinieblas de la oscuridad, son transformados, por la gracia y por el Espíritu de Dios, en un cuerpo que recibe una juventud eterna y en un alma que brilla en la gloria de Dios. Es esto lo que quiere decir San Pablo cuando dice: "la carne y la sangre no pueden poseer el Reino de Dios", sino que debe "revestirse de incorruptibilidad" (1 Cor 15, 50), y es la cruz la que nos reviste de gloria y de eternidad; la cruz y Cristo en la cruz nos conducen a la eternidad feliz en Dios Uno y Trino; no hay otro modo de salvación que no sea la cruz y Cristo crucificado; no hay otro modo de atravesar el umbral que conduce a la eternidad.

"El que me ama y toma su cruz, que me siga". Si amamos a Cristo y su cruz, acudamos a la Santa Misa, y recibamos la Eucaristía con el corazón abierto de par en par, para recibir a Cristo que se nos dona en la Eucaristía como en la cruz: con su Cuerpo, su Alma, su Sangre y su Divinidad, para donarnos su Amor.