jueves, 30 de diciembre de 2010

La Navidad es obra de la Trinidad


Cuando se contempla la escena de Navidad, el Pesebre, se presta atención a sus integrantes y a sus personajes, tanto los centrales –el Niño, la Virgen, en menor medida San José-, como aquellos más secundarios –los pastores, los Magos, los ángeles.

Si no se presta atención, puede quedar, muy en las sombras, Alguien que también es protagonista central de la Navidad, y es la Santísima Trinidad: toda la Trinidad está Presente en Navidad como protagonista y como organizadora del evento.

Es Dios Padre quien, con su omnipotencia, y con sólo Él quererlo desde la eternidad, provoca el fenómeno celeste cosmológico, conocido como “la Estrella de Belén”; es Dios Padre quien mueve y desplaza, con sólo su voluntad, por el universo, al astro que habrá de señalar el lugar del Nacimiento de su Hijo; es Dios Padre quien, en una muestra de su omnipotencia, decide iluminar el lugar del Nacimiento de su Hijo no con una antorcha, sino con una estrella. El fenómeno estelar que señala el cumplimiento de las profecías mesiánicas no es producido al acaso: es Dios Padre, Creador omnipotente, quien traslada la estrella al lugar donde habrá de nacer Jesús, así como un hombre traslada una vela encendida de un lugar a otro.

Es Dios Padre quien no sólo ilumina el lugar del Nacimiento con una estrella, sino que prepara, desde toda la eternidad, el lugar de la concepción y desarrollo en el tiempo de su Hijo eterno, el seno virgen de María Santísima; es Dios Padre quien decide crear a una criatura no sólo sin pecado, sino llena del Espíritu Santo, llena del Amor divino, para que sirva de cuna a su Hijo cuando se encarne en el tiempo.

Es Dios Hijo quien, acatando con amor inefable el designio del Padre, decide, en la muestra de humildad más asombrosa que pueda darse en cielos y tierra, abajarse, humillarse, sin dejar de ser Dios, y asumir una naturaleza humana, para aparecer ante los hombres como un niño pequeño, frágil y desvalido; es Dios Hijo quien, cumpliendo el designio del Padre, decide adquirir un cuerpo humano y revestirse de él, para luego sacrificarlo en el ara de la cruz, para la salvación de la humanidad.

Es Dios Espíritu Santo quien, antes del Nacimiento, inhabita en el alma y en el cuerpo de María Santísima, llenándolo de su Presencia personal, preparándola para ser, en el tiempo, la Madre de Dios; es el Espíritu Santo, es decir, el Amor de Dios, quien lleva al Hijo a encarnarse en María Virgen, en cumplimiento del designio del Padre; es el Espíritu Santo quien llena de amor divino y de espíritu de adoración a los pastores y a los Magos que se acercan ante su Salvador recién nacido; es el Espíritu Santo el que luego será derramado en la cruz, cuando este Niño, ya adulto, derrame su Sangre y con su Sangre el Espíritu de Dios, y es para esto, para derramar el Espíritu, que el Niño ha nacido.

La Navidad es obra de la Trinidad.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

En cada misa, la Iglesia no sólo nos anuncia una gran alegría: nos da a la Alegría en sí misma, Jesús Eucaristía


“Os anuncio una gran alegría: os ha nacido un Salvador” (cfr. Lc 2, 1-14). La nota característica del anuncio del Nacimiento del Mesías por parte del ángel es la alegría: "os anuncio una gran alegría".

¿De qué alegría se trata? Podría ser la alegría que se experimenta en la familia humana cuando nace una nueva criatura: el niño es sinónimo de supervivencia de la raza y de la especie; es sinónimo de continuidad vital, de trascendencia del propio yo y del propio ser, más allá de los límites temporales de la propia existencia. Podría ser a esta alegría a la cual hace referencia el ángel cuando hace el anuncio a los pastores.

Sin embargo, no es esta la alegría anunciada por el ángel: la alegría que anuncia el ángel es una alegría no humana, venida de lo alto, desconocida para el hombre. La alegría de la Navidad, es la alegría del mismo Dios, es Su alegría, la que Él experimenta en la comunión de vida y amor en sus Tres Personas; es una alegría que se contagia a los hombres, que se comunica desde Él a sus criaturas, por desbordamiento sobreabundante: Dios es Alegría infinita, y es de esa alegría infinita, celestial, sobrenatural, la que Él viene a comunicar a los hombres. Es la alegría del encuentro, de un Dios que viene al encuentro de su criatura, sin medir los abismos que la separan en dignidad y majestad: la criatura es nada en comparación al Ser divino, y sin embargo, es Dios quien, en su infinita majestad, decide abajarse, humillarse, para comunicar al hombre su propio Ser, y con su Ser, su Vida, su Amor y su Alegría. Navidad es el gozo de Dios que viene al encuentro del hombre, sumido en la tristeza y en la oscuridad.

Pero hay algo más que la alegría: “Se les presentó el Ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de temor” (Lc 2, 9). Otros elementos que acompañan a la alegría de Navidad son la luz, que es la gloria, y el temor, que no es miedo, sino el temor filial, que nace del amor: es el temor del hijo que, descubriendo la bondad de su padre, no sólo desea morir antes que ofenderlo, sino que busca, con todo el ardor y la fuerza de su ser, agradarlo cada vez más, a cada instante. La luz que acompaña al anuncio es la gloria de Dios, y esto es el indicio de que la alegría de Navidad no es humana, ni por motivos humanos, sino que procede toda del cielo: Dios es intrínsecamente alegre, porque es infinitamente feliz en la comunión de Tres Personas, y por eso, a la manifestación de su gloria, que es la luz, le acompaña, de modo indisoluble, la alegría.

“Os anuncio una gran alegría: os ha nacido un Salvador”. La alegría angélica no se limita a Navidad: se renueva, misa a misa, por el santo sacrificio del altar, porque en el altar la Iglesia, reflejándose en la Virgen Madre, su modelo, la imita, y así como la Virgen concibió y dio a luz virginalmente, por el poder del Espíritu, a Dios Hijo en Belén, Casa de Pan, y lo presentó al mundo revestido de Niño humano, así la Iglesia, por el poder del mismo Espíritu, concibe y da a luz en su seno virgen, a Dios Hijo, en el Nuevo Belén, el altar eucarístico, y lo presenta a la asamblea revestido de apariencia de pan.

En cada misa, la Iglesia no sólo nos anuncia una gran alegría: nos da a la Alegría en sí misma, Jesús Eucaristía.

martes, 28 de diciembre de 2010

En el Niño de Belén se hace visible la gloria de Dios


En Epifanía, contemplando la escena del Pesebre, con el Niño en el centro, la Iglesia canta: “Levántate y resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea para ti (…) Sobre ti viene la aurora del Señor, y en ti se manifiesta su gloria” (Is 60, 1; Epist.). En Navidad y Epifanía, la Iglesia dice que en Ella se manifiesta “la gloria del Señor”. ¿De qué gloria está hablando? ¿De la gloria de Dios, tal como la ven los ángeles y los santos en el cielo? No puede ser, porque no estamos todavía en el cielo, y lo que vemos, es un Niño acostado en un pesebre.

Sin embargo, la Iglesia dice “gloria”, y Juan dice, refiriéndose a Jesús, que es el Niño de Belén: “Hemos visto su gloria” (cfr. Jn 1, 14). Nuevamente nos interrogamos: ¿de qué gloria habla Juan? ¿A qué gloria hace referencia la Iglesia en Navidad?

La respuesta está en San Pablo: “Cristo crucificado es el Kyrios –el Señor- de la gloria” (cfr. 1 Cor 2, 6). San Pablo dice que Cristo, el Hombre-Dios, es el Señor de la gloria: Cristo en el Pesebre, Cristo crucificado, es el Señor de la gloria.

En Cristo la gloria de Dios, invisible, se hace visible en la carne, a través del cuerpo humano de Jesús, Dios Hijo encarnado. Ahora bien, como es por la fe que sabemos que Cristo es Dios Hijo, entonces, la luz de la gloria de Dios que vemos en Él, no la vemos tal como la ven los ángeles y los santos en el cielo, sino que es la luz de la gloria de Dios que se vislumbra por medio de la fe, no con los ojos del cuerpo.

La gloria de Dios que tanto la Iglesia como Juan ven en Cristo es la gloria y la luz eterna que se percibe no con los ojos terrenales, sino con los ojos del alma, iluminados con la luz de la fe.

Entonces, quien ve a Cristo en el Pesebre, quien ve a Cristo crucificado, ve al “Señor de la gloria”, ve al Dios glorioso que manifiesta su luz divina en nuestro tiempo, a través de la carne y a través de la cruz de Jesús.

En Navidad, en el Niño de Belén vemos, por la fe, la gloria de Dios, su luz eterna, que se irradia a través del pequeño cuerpo de un niño recién nacido; en el Niño de Belén, se hace visible, a los ojos del alma, la gloria de Dios. Es la misma gloria que contemplaremos luego, en la crucifixión, cuando ese Niño, ya adulto, suba a la cruz. No es la que contemplan los bienaventurados cara a cara, pero para nosotros, que vivimos en el tiempo, la contemplación del Niño de Belén, y la contemplación del Crucificado, son el equivalente de la contemplación en la bienaventuranza del cielo.

Pero no sólo en Belén y en el Calvario vemos la gloria del Señor: también vemos resplandecer, con la luz de la fe, a esa misma gloria, en el Sacramento de la Eucaristía: si a los pastores y a los Magos la gloria de Dios les estaba oculta a sus ojos corporales por el cuerpo de un Niño recién nacido, a nosotros se nos oculta por la apariencia de pan, pero así como ellos lo adoraron porque por la fe reconocieron en ese Niño a Dios en Persona, así también nosotros adoramos a la Eucaristía, porque reconocemos en la Eucaristía al Señor de la gloria, Cristo Jesús.

lunes, 27 de diciembre de 2010

El lugar físico del Nacimiento, multiplicado por la gracia


El lugar físico del Nacimiento de Jesús está marcado por una estrella de plata en el suelo, y por encima de éste, se construyó la Basílica de la Natividad, en Belén, para que fuera notorio a los hombres dónde nació el Salvador.

El lugar es real, y está delimitado por el espacio, y marca la realización de un evento histórico, de algo que sucedió realmente en el tiempo.

La estrella de plata está colocada en el lugar exacto en el que se produjo el nacimiento de Jesús, de modo tal que quien visita el lugar, puede contemplar, con admiración, el misterio del Dios infinitamente majestuoso y grande, que sin dejar de ser lo que es, Dios Omnipotente e inabarcable, decide encarnarse, asumir una naturaleza humana, y nacer en el tiempo, y manifestarse a los hombres como un débil niño. La estrella de plata revela el lugar donde Dios Hijo vino por primera vez, oculto en el cuerpo de un niño.

El hecho no puede suscitar más que asombro y admiración, los cuales deben dar paso a la adoración y a la acción de gracias, tanto más, cuanto que el prodigio inimaginable de la Encarnación de la Palabra divina, tuvo como único y exclusivo motor al Amor de Dios.

La contemplación de la estrella de plata suscita por lo tanto la admiración de quien visita ese lugar: allí nació, en el tiempo y en el espacio, el Dios Eterno, el Dios creador del tiempo, el Dios Espíritu puro, inabarcable, con su cuerpo humano de niño.

El lugar está señalado con una estrella de plata, colocada en el suelo, en la Basílica de la Natividad. Sin embargo, a pesar del prodigio, y a pesar de su poder divino, Jesucristo no puede volver a repetir el milagro, puesto que, por su naturaleza, es único: sólo se nace una vez y Jesús, aún cuando sea Dios Omnipotente, no puede volver a nacer, como lo hizo hace dos mil años en Belén. Es decir, sólo una vez nació el Verbo de Dios humanado en un lugar físico determinado, diferenciado y caracterizado por las dimensiones físicas de la gruta de Belén, y por el tiempo histórico en el que sucedió el hecho, y esto no se puede volver a repetir.

Pero lo que no puede hacer Jesucristo en cuanto Hombre –volver a nacer como niño en la gruta de Belén-, sí lo puede hacer la Virgen, Medianera de todas las gracias, con la gracia divina: si en el pasado su Hijo nació en un lugar físico, el suelo de Belén, caracterizado por la dureza de piedra del suelo, en el tiempo de la Iglesia, su Hijo vuelve a nacer en innumerables lugares físicos, los corazones de los hombres, caracterizados por la dureza de roca con el que están constituidos.

Por la gracia, de quien María es medianera, el lugar del Nacimiento de Jesús se multiplica, en el corazón humano: es la gracia la que convierte a cada corazón humano en un Nuevo Belén. Por la gracia, el lugar físico del nacimiento de Jesús se multiplica, sólo que ya no es en la tierra, como en Belén, sino en cada corazón humano.

sábado, 25 de diciembre de 2010

La gruta de Belén, símbolo del corazón humano


Jesús nació en Belén, en una gruta. Pudiendo haber nacido en palacios de oro y mármol, en cunas de seda bordadas con hilos de plata, rodeado de una corte de nobles cortesanos que lo adorasen y sirviesen desde el primer instante de su nacimiento, prefirió sin embargo nacer en una gruta, en una cueva oscura y fría, que servía de refugio de animales, y acompañado solo por su Madre, la Virgen, y por su padre adoptivo, San José. Precisamente fue su Madre, María Santísima, quien, encinta del Espíritu Santo, y con el Niño a punto de nacer, debió limpiar la cueva de los restos fisiológicos de los animales que allí iban a pasar la noche, mientras José iba a buscar leña para encender una fogata, con la cual iluminar y dar calor a la gruta que debía recibir al Niño Dios.

¿Por qué nació Jesús en un lugar así? ¿Por qué nació en un lugar oscuro, sin luz, rodeado de animales, sin personas humanas que lo recibieran –con la excepción de su Madre, la Virgen, y San José-? ¿Por qué no eligió nacer en un palacio revestido de mármol y de oro, envuelto en sedas con hilos de plata, si Él era quien decía ser, el Mesías salvador de la humanidad?

La respuesta es que la gruta de Belén, real, es a la vez simbólica y representativa de una realidad terrena: el corazón humano sin Dios. La gruta de Belén, oscura, fría, maloliente por la presencia de animales, es una representación del corazón humano sin Dios: oscuro, porque no lo ilumina la luz de Dios; frío, porque no está en él el calor del Amor divino; y los animales son un símbolo de las pasiones humanas sin control. Si el hombre se aleja de Dios, que “es luz” (cfr. 1 Jn 1, 5), ingresa en las tinieblas, no en las tinieblas cosmológicas, la que sobreviene luego de que el sol se esconde, sino las tinieblas espirituales, las del pecado, las del error y las de la ignorancia; si el hombre se aleja de Dios, que “es Amor” (cfr. 1 Jn 4, 16), entonces queda sin amor, sin capacidad de amar, no sólo a Dios, sino también a sus prójimos; si el hombre se aleja de Dios, de quien procede toda iluminación para el intelecto, entonces el hombre queda bajo el dominio tiránico de las pasiones.

Es esta la realidad que representan la gruta de Belén y sus moradores: el corazón humano sin Dios, sometido a las pasiones sin control, y envuelto en la oscura noche del desamor a Dios, y cuando se contempla el Pesebre, como escena típica de la Navidad, es en esto en lo que se debe meditar.

Pero todavía falta más, porque en las representaciones del Pesebre falta un elemento que hace todavía más angustiante la situación del hombre antes del Nacimiento del Redentor: en esas representaciones, no está presente el ángel caído, el único que no se alegra por el Nacimiento del Niño, el único que no adora a Dios Hijo revestido de Niño, el único que busca, en vez de acercar a los hombres al Niño de Belén, alejarlos de su Presencia. La presencia del ángel caído, en el plano espiritual, es tan real como la presencia de las bestias en una noche oscura, que son las que llevan a los animales a buscar refugio en una gruta. Puede decirse que, así como en el plano natural, los animales se refugian en una cueva del frío y de las bestias, así, en el plano sobrenatural del mundo sin Dios, el corazón humano, dominado por las pasiones sin control, se encuentra acechado y cercado por bestias sobrehumanas, los ángeles caídos.

La gruta es entonces el símbolo del estado del corazón humano antes del Nacimiento del Redentor: apartado de Dios por el pecado original, el hombre vivía, como dice el Profeta Isaías, en “oscuras regiones de muerte” (cfr. Is 9, 1-2), rodeado de oscuras bestias sobrehumanas, sin posibilidad alguna de salir, por sí mismo, de ese estado.

El Redentor nace para liberar al hombre de su esclavitud y para donar al hombre la gracia y el Amor divinos, y no es por casualidad que lo haga en una cueva oscura, fría, maloliente, y no en un palacio de oro y mármol: la cueva de Belén es la representación del estado de la humanidad sin Dios.

Ahora bien, si Dios nace en un lugar así, es para transformarlo radicalmente con su gracia; nace en un lugar oscuro, para iluminarlo con la luz de su Ser eterno; nace en un lugar donde no habitan personas, para inhabitarlo con su Persona divina.

En Belén, Dios nace oculto en el cuerpo de un niño, y el lugar que elige para nacer, es la soledad de una gruta, un lugar carente del amor de Dios, y lo hace para colmarlo con su Amor, y el medio por el cual viene a este mundo a donar su Amor, es a través del amor de una madre: cuando viene Dios a este mundo, lo hace a través del amor de una madre, el amor de una madre virgen, la Virgen María, y es también a través de Ella que viene a los hombres, en Navidad: así como es la Virgen la que, en Belén, debe darse al trabajo para limpiar la cueva, de modo que al momento del Nacimiento la cueva esté más presentable para el Niño Dios, así es también la Virgen la que prepara los corazones para el Nacimiento de su Hijo por la gracia, apartando a las almas de lo mundano, haciéndoles ver qué es lo que desagrada a Dios, y qué es lo que le agrada.

Y así como el Niño Dios, cuando nació –como un rayo de sol atraviesa un cristal, dicen los Padres de la Iglesia- iluminó con su luz eterna y dio calor con el Amor de su corazón a la gruta de Belén, así el Niño Dios, naciendo por la gracia en los corazones humanos predispuestos por la Virgen, los ilumina con la luz de su divinidad, y les da el calor del Amor divino.

Toda familia está llamada a imitar a la Sagrada Familia de Nazareth


La Iglesia dedica toda una solemnidad para festejar y celebrar a una familia, la Sagrada Familia de Nazareth, formada por Jesús, María y José. Nos podemos preguntar el motivo: tal vez porque simboliza a toda familia humana: madre, padre, hijo, o tal vez podría ser porque esta familia de Nazareth es el símbolo de la vida naciente y floreciente, ya que se constituye precisamente en el momento en el que nace el Niño: deja de ser matrimonio para convertirse en familia, y como tal, representa el fruto más acabado y perfecto del amor esponsal. La Familia de Nazareth sería así la familia ideal, en cuanto que está constituida de modo ideal, y en cuanto que recibe el don de la vida, manifestado en el niño que acaba de nacer, y esto sería el motivo por el cual la Iglesia dedica toda una solemnidad para celebrarla.

Es verdad que la Familia de Nazareth es esto, pero a la vez, es algo infinitamente más grande y misterioso. La Familia de Nazareth, más que la familia ideal, es la Familia por la cual toda familia humana renace en Dios, y vive en Dios y de Dios; por la Sagrada Familia, la familia humana encuentra un nuevo destino, un sentido, una dirección para sus integrantes: el destino, el sentido, la dirección de la vida eterna, de la comunión de vida y de amor con las Tres Personas de la Santísima Trinidad.

En la Familia de Nazareth, aparentemente, todo es igual a cualquier otra familia humana: una madre, un padre, un hijo, pero en realidad, es una familia nueva, es un nuevo modelo de familia humana, en donde lo humano, ascendiendo, se une a lo divino, y se diviniza, y en donde lo divino, descendiendo, se une a lo humano, santificando las realidades cotidianas de la vida familiar.

Toda la vida familiar, en la vida cotidiana de la familia de Nazareth, adquiere un nuevo sentido, una nueva dimensión, el sentido y la dimensión de la eternidad, y todo, hasta los más mínimos gestos y palabras entre sus integrantes, tiene a Dios en su principio, en su medio y en su fin: la Virgen cuida, protege, alimenta, educa, a su niño, que es a la vez su Dios; San José cuida y educa y enseña a trabajar la madera al que morirá en el leño de la cruz, y es su Creador y Redentor, y Jesús, que crece “en gracia y sabiduría”, día a día, bajo el cuidado amoroso de sus padres terrenos, ofrenda su vida al Padre eterno, para que el Padre, por medio suyo, derrame el Espíritu Santo, y así la humanidad se salve y retorne al seno de Dios Trinidad.

En la Familia de Nazareth todo gira en torno al hijo, que es Jesús: María es concebida sin mancha, y está inhabitada por el Espíritu Santo desde su Concepción, porque está destinada a ser la Madre de Jesús, el Hombre-Dios; San José, el Padre virgen, es elegido por la Trinidad para ser el esposo legal de María, y padre adoptivo de Jesús, y es elegido por su pureza, por su castidad, por su gran amor a Dios, que lo llevará a ser, de María Virgen, un esposo sólo legal, mientras que en la realidad familiar será como un hermano, y lo llevará a ser también el padre adoptivo de Jesús, el Hijo eterno de Dios Padre; tanto la Virgen como San José, tanto el padre como la madre, giran alrededor de su Hijo, y su Hijo, que nació en el tiempo del seno virgen de María, y que tiene a San José como su padre meramente legal, es el Hijo eterno de Dios Padre, engendrado en la eternidad, que procede eternamente del seno del Padre, y se encarna en el tiempo en el seno de la Virgen Madre.

En la Familia de Nazareth el cielo, y más que el cielo, Dios Hijo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, se hace accesible y visible a los hombres, porque viene oculto en el cuerpo del Hijo de esta Familia, el Niño de Belén, y a su vez, la naturaleza humana se santifica por el contacto con Dios Hijo: la Virgen Madre recibe de su Hijo el Espíritu Santo, y San José recibe de su hijo adoptivo la gracia que lo justifica y lo santifica, y lo vuelve capaz de ser el padre virgen de su Hijo, que es al mismo tiempo su Dios y su Creador.

La Familia de Nazareth es modelo de amor hacia Dios, porque consagra y entrega a Dios todo su tesoro, todo lo que tiene, su bien más preciado, el único hijo de la familia, quien a su vez, años más tarde, se entregará luego para la salvación del mundo en la cruz, y prolongará su auto-donación en el banquete eucarístico, la Santa Misa, hasta el fin de los tiempos.

Todo en la Familia de Nazareth gira alrededor del Niño de Belén, que es Dios Hijo, y todos los cuidados, y todas las atenciones, y toda la educación y el amor brindado por estos padres, tiene como objetivo final preparar al Niño de la familia para que un día se entregue como Cordero de Dios en el ara de la cruz, para así salvar a la humanidad y llevarla al seno del Padre.

Todo lo humano, en la Sagrada Familia, está embebido e impregnado del delicioso Amor divino, que llena las relaciones humanas de sus integrantes, y todo lo divino se amolda y se transmite a través de los actos humanos de los miembros de la Familia de Nazareth. Así, la Sagrada Familia se comporta como si fuera un sacramento: así como un sacramento, por medio de las cosas creadas –el pan, el vino, el agua-, produce la gracia y la comunica, así la Sagrada Familia, por medio de la naturaleza humana de sus integrantes, manifiestan y dan a conocer al mundo el Amor de Dios manifestado en el Hijo de esa Familia, Cristo Jesús, Segunda Persona de la Santísima Trinidad.

La Sagrada Familia, modelo de la Nueva Familia en Dios, modelo de la familia humana regenerada por la gracia, muestra cuál es el único modelo posible de familia: la compuesta por una madre, por un padre, y por un hijo. Cualquier modelo de familia “alternativo”, tal como los presenta el mundo –familias “ensambladas”, producto de uniones entre personas separadas y vueltas a unir; familias con “dos papás” o “dos mamás”, familias cuyos hijos nacen en probeta, o en vientres de alquiler-, son todas familias ajenas al plan de Dios , que nada tienen que ver con el plan divino de salvación de Dios, que pasa por la familia humana.

En la Sagrada Familia se vive una pobreza limpia y digna, porque carecen de bienes materiales, pero al mismo tiempo, es esta Familia la que enriquece al mundo con el don de valor incalculable, el Hijo de esta Familia, Jesús Eucaristía.

La Sagrada Familia es como una Trinidad terrena, porque hay en ella lo que hay en la Trinidad: personas unidas por el amor, y porque la misma Santísima Trinidad se hace presente y se manifiesta a través de los integrantes de la Familia de Nazareth: se hace Presente Dios Padre, Principio sin principio de la Trinidad, porque es por su designio que el Dios Hijo se encarna y aparece ante el mundo como el Niño de la Familia de Nazareth; se hace Presente Dios Hijo, que es quien lleva a cabo el plan de salvación trazado por el Padre, el asumir un cuerpo humano, nacer como niño, ser educado en la Familia de Nazareth, y luego entregar ese cuerpo humano, como ofrenda agradabilísima, en el ara de la cruz; se hace Presente Dios Espíritu Santo, porque es Él, en cuanto Persona del Amor de la Trinidad, quien se encuentra presente en los quehaceres hogareños y cotidianos de la Familia de Nazareth, además de ser Él el Don espirado por el Hijo de esta Familia, Jesús, en la cruz, a través del costado abierto, y en Pentecostés.

La Sagrada Familia entonces es modelo de vida y de santidad para toda familia católica, pero es ante todo fuente de gracia, que surge del Corazón del Niño de esta Familia, Corazón que se encuentra vivo, palpitante con el amor divino, en la Sagrada Eucaristía.

Toda familia humana está llamada a imitar a la Sagrada Familia de Nazareth, está llamada a ser una comunión de personas unidas en la vida y en el amor de Dios Uno y Trino, un templo de Dios Trinidad, que irradie al mundo la Misericordia del Padre, Jesucristo.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

El prodigio de Navidad se prolonga y perpetúa en la Santa Misa de Nochebuena, y en cada Santa Misa


¿Qué representa la Natividad para la Iglesia y para el mundo? ¿Qué representa el Pesebre? ¿Cuál es el motivo por el cual la Iglesia se alegra y exulta en una noche como esta? ¿Qué debemos ver, en el Pesebre, cuando ya sea cumplida la Navidad? ¿Debemos ver lo que parece, una madre que contempla, regocijada, a su hijo recién nacido? ¿Un niño que acaba de nacer, que nos recuerda el valor de la vida humana? ¿Qué debemos ver en el Pesebre? ¿Qué relación tiene el Pesebre, la escena de la Nochebuena, con la Santa Misa?

Las preguntas se responden sólo a la luz de la fe en Cristo como el Hombre-Dios, como la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que sin dejar de ser lo que es, Dios de inmensa majestad, decide venir a este mundo como un pequeño niño recién nacido.

La Natividad del Señor representa, no solo para la Iglesia, sino para la humanidad entera, el acontecimiento más grandioso y sublime que pueda jamás suceder: se trata de la Llegada, en la carne, en el cuerpo de un niño, del Verbo eterno del Padre; se trata del arribo, al tiempo y a la historia de los hombres, de la Palabra eterna de Dios; en Navidad, Dios Hijo, el Dios Inmortal por los siglos, se manifiesta a los hombres revestido del cuerpo mortal de un niño.

En Navidad, la Iglesia exulta de alegría y canta de gozo, porque ha nacido el Salvador de los hombres, pero no se entiende el Nacimiento, si no se vislumbra el estado en el que se encontraba la humanidad antes de la Encarnación y Nacimiento del Verbo de Dios, porque Él viene para terminar con la esclavitud del hombre para siempre, y para llevarlo a las regiones de luz, de donde Él mismo proviene.

En Navidad, la larga noche y las oscuras tinieblas en las que habita el hombre, ve su fin, porque ha llegado el Sol de justicia, Jesucristo, Segunda Persona de la Trinidad, oculto en el cuerpo de un niño. Como consecuencia del pecado de Adán y Eva, la humanidad se había alejado de Dios, y debido a que “Dios es luz” (cfr. 1 Jn 1, 5) y “vida” (cfr. Jn 14, 6-9), la humanidad se había internado en “oscuras regiones de muerte”, tal como las describe en visión el profeta Isaías: “El pueblo que andaba en tinieblas vio una luz grande. Los que vivían en tierra de sombras, una luz brilló sobre ellos” (Is 9, 1-2). El pueblo del que habla Isaías es toda la humanidad, que por la rebeldía contra Dios, se internó, voluntariamente, en la oscuridad y en la muerte, en el pecado, en el error y en la ignorancia.

De esta situación de extravío habla también el Salmo 107[1], y dice así, dirigiéndose a la humanidad sin Dios: “Habitantes de tiniebla y sombra –donde no está Dios, sólo hay sombra y oscuridad-, cautivos de la miseria y de los hierros –se refiere al dominio que sobre el hombre ejercen las pasiones sin control y los ángeles caídos, que lo mantienen aferrado con sus garras inhumanas-, por haber sido rebeldes a las órdenes de Dios y haber despreciado el consejo del Altísimo –la causa de la desgracia del hombre es su alejamiento de Dios y la pérdida del paraíso, por la desobediencia de Adán y Eva-, él sometió su corazón a la fatiga, sucumbían, y no había quien socorriera –nadie, ni hombre ni ángel alguno, podían rescatar a la humanidad de la oscuridad en la que se encontraba”[2]. Pero luego continúa el mismo Salmo: “Y hacia Yahveh gritaron en su apuro, y él los salvó de sus angustias, los sacó de la tiniebla y de la sombra, y rompió sus cadenas. ¡Den gracias a Yahveh por su amor, por sus prodigios con los hijos de Adán!”. El hecho de que en el Salmo se hable de luz y de tinieblas, no es mera poesía: es la descripción de la realidad espiritual de la humanidad sin Dios, y sometida al dominio del Príncipe de las tinieblas y de toda oscuridad, el demonio.

El Salmo describe la acción de Dios, que interviene a favor de su pueblo, sacándolo de las tinieblas y de la sombra –llevándolos a su luz- y rompiendo las cadenas que oprimían al hombre –derrotando al demonio, al mundo y a la carne, y Aquel que cumple esta acción de liberación, es precisamente el Niño de Belén. Las tinieblas a las que se hace referencia en el Salmo y en la Escritura, que son las tinieblas que este Niño viene a derrotar para siempre, no son las tinieblas cosmológicas, las tinieblas que sobrevienen en el mundo luego de que el sol se oculta, porque estas son tinieblas inertes, sin vida: las tinieblas a las que este Niño viene a combatir y vencer, que son las tinieblas que tienen dominado al hombre, son tinieblas vivas, habitadas por seres oscuros vivos, los ángeles caídos.

Porque ha nacido Aquél que viene a derrotar a las tinieblas y a salvar al mundo, es que la Iglesia exulta y canta de gozo y de alegría en Navidad, haciéndose eco del anuncio de los ángeles a los pastores: “Os anuncio una gran alegría: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 1-14).

Es por esto que el Pesebre, con el Niño en el centro, con la Virgen y San José, no debe evocar en nosotros una bucólico e ideal escena familiar; la escena del Pesebre, con una madre y con un padre que se alegran por su hijo recién nacido, va más allá de lo humano: se trata de Dios en Persona, que viene a este mundo, revestido del cuerpo de un niño, para subir a la cruz y ofrendar su vida para salvar a la humanidad, quitándole sus pecados, y concediéndoles el don de la filiación divina.

Dios Hijo viene a este mundo como un niño, para que los hombres, convertidos en niños, en hijos de Dios, por el don del Espíritu, sean conducidos a las mansiones eternas del Padre, en el Espíritu.

Dios Hijo viene a iluminar este mundo en tinieblas; el Niño Dios es la luz del mundo, que viene a vencer a las tinieblas que gobiernan este mundo, para entregarlo al Padre.

Al contemplar el Pesebre, en Nochebuena, y al detener la mirada en el personaje central, el Niño Dios, veámoslo no con los ojos del cuerpo, sino con los ojos de la fe: este Niño es Dios, es luz, es Amor, es vida divina, y viene a donarnos su vida, su luz, su amor, y su Ser divino, para que nosotros no solo salgamos de la oscuridad, sino para que vivamos de Él, que es luz divina, y para que, al morir, seamos conducidos a la luz que no tiene fin, a la luz sin ocaso, la luz de la eternidad de Dios Uno y Trino.

Al contemplar el Pesebre, demos gracias a Dios Padre, porque nos ha enviado a su Hijo, que se nos aparece como Niño, a salvarnos, y demos también gracias a la Virgen Madre, porque gracias a que Ella dijo “sí” al plan de Dios, el Verbo de Dios vino a este mundo, y recordemos también que la Iglesia, en el misterio de la liturgia, continúa esta acción materna de la Virgen: así como la Virgen, por el poder del Espíritu Santo, concibió y dio a luz al Hijo de Dios en el Portal de Belén, para que éste se donara como Pan de Vida eterna, así la Iglesia, cuyo modelo es la Virgen María, concibe y da a luz, como madre virginal, por el poder del Espíritu Santo, a Dios Hijo, en el Nuevo Portal de Belén, el altar eucarístico, y lo dona al mundo como Pan Vivo bajado del cielo.

Ésta es la relación de la Nochebuena con el Pesebre: el portentoso milagro de Navidad se repite, delante de nuestros ojos, en la Santa Misa de Nochebuena, y en cada Santa Misa.


[1] 11-12.

[2] 13-15.

sábado, 18 de diciembre de 2010

Adviento es esperar con alegría al Mesías que vino en Belén, que viene en la Eucaristía, que vendrá al fin del mundo


El Adviento es el tiempo en el que la Iglesia, por medio del misterio de la liturgia, se coloca en un estado de de expectación por la llegada del Mesías, similar a la expectación con que esperaban al Mesías los justos del Antiguo Testamento.

Si bien Cristo ya ha cumplido su misterio pascual de muerte y resurrección, y si bien reina glorioso en los cielos, por el Adviento la Iglesia, que espera la Segunda Venida en gloria, se introduce en el misterio del Hombre-Dios para participar, por la liturgia, de la Espera de su Primera Venida, y así el clima espiritual es el de los justos del Antiguo Testamento que esperaban al Mesías.

Es en este contexto de “espera” del Mesías que viene, que Isaías exclama: “Si rasgaras los cielos y descendieras” (cfr. Is 63, 19). El Profeta Isaías hace esta súplica, que es un deseo esperanzado, luego de comprobar no sólo el vacío que es el mundo sin Dios, sino ante todo, luego de contemplar, iluminado por el Espíritu de Dios, la inmensa majestad del Ser divino. Isaías contempla, en éxtasis, a Yahvéh, en su trono de gloria, adorado por los ángeles, y describe la alabanza trinitaria que los ángeles tributan a Dios: “…vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado, y sus haldas llenaban el templo. Unos serafines se mantenían erguidos por encima de él; cada uno tenía seis alas: con un par se cubrían la faz, con otro par se cubrían los pies, y con el otro par aleteaban, y se gritaban el uno al otro: «Santo, santo, santo, Yahveh Sebaot: llena está toda la tierra de su gloria.». Se conmovieron los quicios y los dinteles a la voz de los que clamaban, y la Casa se llenó de humo (Is 6, 2-4).

En su visión extática de Yahvéh, Isaías anticipa, ya desde el Antiguo Testamento, la revelación que hará Jesucristo: Dios es Uno y Trino; de ahí el triple “Santo” de los serafines, cántico angelical en los cielos, que a su vez es continuado por la Iglesia en la tierra, que entona el triple “Santo” antes de la consagración eucarística. Para la Iglesia, la consagración eucarística es el equivalente a la visión en la gloria de Isaías, porque es la Trinidad la que se hace presente en el altar, obrando la obra de la redención: Dios Padre envía a su Hijo al altar, a la cruz del altar, para que Dios entregue su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Eucaristía, y así donarnos el Espíritu Santo, que incorporándonos al Cuerpo de Cristo, nos lleva, en un movimiento ascendente, a la comunión con el Padre.

Luego de contemplar, arrobado en éxtasis, la majestad del Ser divino, Isaías es devuelto a la tierra, y la inevitable comparación que surge entre el ser creado, limitado, finito, participado, y el Ser Increado de Dios, ilimitado, infinito en su perfección, en su hermosura, en su belleza, en su majestad, hace que Isaías prorrumpa en un lamento que es un gemido, en un gemido que es el deseo más profundo de su corazón: “Si rasgaras los cielos y descendieras”.

Toda la hermosura de la creación es igual a la nada, comparada con la hermosura del rostro trinitario de Dios que el Profeta ha contemplado en éxtasis, y por eso exclama: “Si rasgaras los cielos y descendieras, ante Tu faz los montes se derretirían”.

El Profeta Isaías clama a Dios, y le suplica que rasgue los cielos y descienda, pero Dios no rasga los cielos y no baja.

El tiempo de Adviento es el equivalente, para la Iglesia, a la espera del Profeta Isaías: por la liturgia del Adviento, la Iglesia se coloca en la situación de ansiosa y gozosa espera del Salvador, y por eso, Ella también exclama, en Adviento, con el Profeta: “Si rasgaras los cielos y descendieras”.

Adviento es el tiempo en el que, luego de meditar acerca del vacío y de la oscuridad del corazón humano sin Dios, la Iglesia, contemplando el misterio de Dios, clama por su Presencia.

Al igual que Isaías, la Iglesia clama en Adviento: “Si rasgaras los cielos y descendieras”, y Dios, escuchando el clamor de la Iglesia, más que rasgar los cielos, atraviesa, como un rayo de sol atraviesa un cristal, un cielo virginal, muy particular, el seno virgen de María, para llegar a esta tierra envuelto en el cuerpo de un Niño.

Y si tenemos en cuenta las palabras de los santos, que dicen experimentar que sus corazones se “derriten” de amor ante ese horno ardiente de Amor eterno que es el Corazón de Jesús, entonces, para Navidad, la frase del Profeta Isaías quedaría así: “Si rasgaras los cielos y descendieras, ante Tu Faz los corazones se derretirían”.

Es en la Santa Misa en donde la súplica del Profeta, y la súplica de la Iglesia: “Si rasgaras los cielos y descendieras”, se hace realidad, ya que para la Iglesia, este descenso del Mesías, verificado hace dos mil años, se perpetúa y se prolonga en la Santa Misa: es en la Santa Misa en donde el Mesías, Jesucristo, baja de los cielos, y desciende hasta la Eucaristía, para llegar a esta tierra oculto en la apariencia de pan.

Si el clima espiritual del Adviento es el clima del Antiguo Testamento, debe estar presente la alegría, porque sabían que el Mesías habría de traer al mundo algo nuevo, desconocido para el hombre: la llegada del Mesías significaría el inicio de la era mesiánica y el inicio d eun nuevo reino, un reino proveniente del cielo, que sería un reino de justicia, de paz, de alegría, de fraternidad universal entre los hombres, porque los hombres serían todos congregados en Jerusalén, adonde subirían para adorar al único y verdadero Dios.

El reino del Mesías significaría también la derrota de las tinieblas y del mal, porque el Mesías iluminaría al mundo con su luz, la luz de Dios.

La llegada del Mesías significaba el inicio de una nueva era para el hombre, caracterizada por el amor de Dios, por la alegría y la felicidad del hombre en Dios.

Esa alegría mesiánica, venida del cielo, es la que anuncian los ángeles: “Les anuncio una gran alegría: hoy os ha nacido un Salvador” (cfr. Lc 2, 1-14). La alegría profetizada, que esperaban ver realizada los justos del Antiguo Testamento, se concreta y se manifiesta en el Nacimiento del Niño de Belén, y se concreta y se manifiesta en la prolongación del Nacimiento, la Presencia de Cristo en la Eucaristía, y ésta es la alegría que alegra los días de la Iglesia, una alegría que será plena y absoluta cuando el Mesías sea visible por toda la humanidad, en el inicio del Día sin ocaso, la eternidad, al fin del mundo.

Mientras tanto, los que vivimos en los días y en el tiempo, debemos obrar la misericordia, de modo tal de alcanzar misericordia, cuando el tiempo termine: “Los días de esta vida nos han sido concedidos como un armisticio, para enmendar el mal, como dice el Apóstol: ‘¿No sabes que la paciencia de Dios te induce a penitencia?’ Si queremos eludir los castigos del infierno y llegar a la vida eterna, mientras haya tiempo y permanezcamos en este cuerpo (…) debemos apresurarnos a hacer lo que sea provechoso para la eternidad”[1]. Y lo provechoso para la eternidad es la oración, los sacramentos, y la misericordia para con el prójimo más necesitado: esta debe ser la manera en la que el cristiano espera a su Redentor.

Adviento entonces es esperar, con la alegría de las obras y de la fe, al Mesías que vino, oculto en el cuerpo de un Niño, en Belén; es esperar al Mesías que viene, oculto bajo las apariencias de pan, en la Eucaristía; es esperar al Mesías que vendrá, resplandeciente de luz y de gloria, al fin del mundo, a juzgar a la humanidad.


[1] Reg. S. Ben., Prol., 94-98; 109-115.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Si rasgaras los cielos y descendieras


“Si rasgaras los cielos y descendieras” (cfr. Is 63, 19). El Profeta Isaías hace esta súplica, que es un deseo esperanzado, luego de comprobar no sólo el vacío que es el mundo sin Dios, sino ante todo, luego de contemplar, iluminado por el Espíritu de Dios, la inmensa majestad del Ser divino. Isaías es quien contempla, en éxtasis, a Yahvéh, en su trono de gloria, adorado por los ángeles, y es él quien describe la alabanza trinitaria que los ángeles tributan a Dios: “…vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado, y sus haldas llenaban el templo. Unos serafines se mantenían erguidos por encima de él; cada uno tenía seis alas: con un par se cubrían la faz, con otro par se cubrían los pies, y con el otro par aleteaban, y se gritaban el uno al otro: «Santo, santo, santo, Yahveh Sebaot: llena está toda la tierra de su gloria.». Se conmovieron los quicios y los dinteles a la voz de los que clamaban, y la Casa se llenó de humo (Is 6, 2-4).

En su visión extática de Yahvéh, Isaías anticipa, ya desde el Antiguo Testamento, la revelación que hará Jesucristo: Dios es Uno y Trino; de ahí el triple “Santo” de los serafines.

Luego de contemplar, arrobado en éxtasis, la majestad del Ser divino, Isaías es devuelto a la tierra, y la inevitable comparación que surge entre el ser creado, limitado, finito, participado, y el Ser Increado de Dios, ilimitado, infinito en su perfección, en su hermosura, en su belleza, en su majestad, hace que Isaías prorrumpa en un lamento que es un gemido, en un gemido que es el deseo más profundo de su corazón: “Si rasgaras los cielos y descendieras”.

Toda la hermosura de la creación es igual a la nada, comparada con la hermosura del rostro trinitario de Dios que el Profeta ha contemplado en éxtasis, y por eso exclama: “Si rasgaras los cielos y descendieras, ante Tu faz los montes se derretirían”.

El Profeta Isaías clama a Dios, y le suplica que rasgue los cielos y descienda, pero Dios no rasga los cielos y no baja.

El tiempo de Adviento es el equivalente, para la Iglesia, a la espera del Profeta Isaías: por la liturgia del Adviento, la Iglesia se coloca en la situación de ansiosa y gozosa espera del Salvador, y por eso, Ella también exclama, en Adviento, con el Profeta: “Si rasgaras los cielos y descendieras”.

Adviento es el tiempo en el que, luego de meditar acerca del vacío y de la oscuridad del corazón humano sin Dios, la Iglesia, contemplando el misterio de Dios, clama por su Presencia.

Al igual que Isaías, la Iglesia clama en Adviento: “Si rasgaras los cielos y descendieras”, y Dios, escuchando el clamor de la Iglesia, más que rasgar los cielos, atraviesa, como un rayo de sol atraviesa un cristal, un cielo virginal, muy particular, el seno virgen de María, para llegar a esta tierra envuelto en el cuerpo de un Niño.

Y si tenemos en cuenta las palabras de los santos, que dicen experimentar que sus corazones se “derriten” de amor ante ese horno ardiente de Amor eterno que es el Corazón de Jesús, entonces, para Navidad, la frase del Profeta Isaías quedaría así: “Si rasgaras los cielos y descendieras, ante Tu Faz los corazones se derretirían”.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Cristo Eucaristía es el Mesías que viene en el sacramento del altar


“¿Eres tú el que ha de venir?” (cfr. Mt 11, 2-11). Juan el Bautista manda a sus discípulos a que pregunten a Jesús si Él es el Mesías que ha de venir. No significa esto que Juan no supiera o siquiera dudara acerca de la identidad de Jesús, ya que desde el vientre materno sabía que Jesús era el Mesías –salta de alegría ante la Presencia de Jesús en el seno de María- y luego, ya adulto, lo anuncia como “el Cordero de Dios”.

No es entonces que Juan el Bautista no supiera quién era Jesús, sino que se trata de una pregunta retórica, hecha para dar pie a la auto-revelación de Jesús como el Mesías anunciado por los profetas.

De esta manera, el Bautista realiza su misión, que es la de anunciar la Presencia del Hombre-Dios en medio de los hombres; el Bautista anuncia que Jesús es el Mesías que ha de bautizar no con agua, sino con el Espíritu Santo, el cual no sólo quitará los pecados del mundo, sino que donará la filiación divina a los hombres, convirtiéndolos de creaturas en hijos de Dios.

Al hacer la pregunta: “Eres Tú el que ha de venir?”, el Bautista da lugar a la auto-revelación del Hijo de Dios, que se manifiesta como tal públicamente. Ésa es la misión principal del Bautista: anunciar que ha llegado la salvación en la Persona de Jesús, anunciar que Jesús no es un profeta, ni un hombre santo, ni el más santo entre los santos, ni el más sabio entre los sabios, sino que, como Hijo de Dios encarnado, es el Dador del Espíritu junto al Padre, Espíritu que convertirá a los hombres en hijos adoptivos de Dios.

Las palabras del Bautista son entonces como la estrella de la aurora, que señala la llegada del sol, del nuevo día, y el fin de las tinieblas de la noche, porque las palabras del Bautista anuncian que ha finalizado la espera, que el Salvador de la humanidad, el Redentor, el Hombre-Dios, ya está en medio nuestro.

La pregunta retórica del Bautista: “¿Eres Tú el que ha de venir?” abre el camino para la revelación de Cristo como Hijo de Dios encarnado, que ha venido a este mundo para salvar a los hombres y convertirlos en hijos de Dios; que ha venido para iluminar las tinieblas de los hombres con la luz divina que surge de Dios Trino como de su fuente; que ha venido para convertir el sinsentido de la historia humana sin Dios, en una historia y en un tiempo que convergen en la eternidad de la Trinidad.

Debido entonces a que la pregunta: “¿Eres Tú el que ha de venir?” es en realidad una pregunta retórica, se convierte en una afirmación: “Tú eres el que había de venir, Tú eres el que ha venido desde la eternidad, procediendo desde Dios Padre, revestido de una naturaleza humana; Tú eres el que viene a salvarnos, a darnos la felicidad eterna que no es de este mundo; Tú eres el que viene a darnos la alegría de ser hijos de Dios”.

En el signo de los tiempos, la misión del Bautista no sólo no ha terminado, sino que se prolonga sin solución de continuidad hasta el fin de los tiempos; su misión continúa, no ya a través suyo, sino a través de la Iglesia y a través de los hijos de la Iglesia, los bautizados.

La Iglesia continúa la misión del Bautista sobre todo en Adviento, porque es en el tiempo de Adviento en donde la Iglesia anuncia a la humanidad que Dios Hijo habrá de nacer de una Madre Virgen para Navidad; la Iglesia anuncia, en Adviento, que la liberación y la alegría que vienen de Dios se materializa en el Niño de Belén.

La misión del Bautista es también continuada por los bautizados, los hijos de la Iglesia, quienes tienen la misión de ser los Juan Bautista de todos los tiempos; tienen la misión de anunciar, con obras de misericordia más que con palabras, que el Mesías ha llegado, ya ha venido, primero como Niño en Belén, ahora como Dios encarnado Presente en Persona en el sacramento del altar.

“¿Eres Tú el que ha de venir?” Ésa es la tarea a realizar por parte de los hijos de la Iglesia: anunciar a todo prójimo, por medio de la misericordia, que Cristo Eucaristía es el Mesías que había de venir, que ha venido como Niño en Belén, que viene como Pan del cielo en el altar, que vendrá como Rey del mundo al fin del tiempo.

lunes, 13 de diciembre de 2010

La Navidad es recibir al Hijo de Dios con alegría en la Eucaristía


“El niño saltó de alegría al oír el saludo de María” (cfr. Lc 1, 39-45). María, que está encinta por obra del Espíritu Santo, que lleva en su seno al Verbo de Dios hecho hombre, saluda a Isabel. Isabel también está encinta, y lo más llamativo es que el niño de Isabel, salta de alegría en el seno materno al escuchar la voz de María.

María es la portadora del Verbo de Dios; María es quien trae al mundo a la Palabra del Padre encarnada; María es la Custodia santa que lleva a la humanidad al Hijo eterno del Padre, generado en la eternidad como Hijo de Dios, engendrado en el tiempo como Hijo de María Virgen.

“El niño saltó de alegría al oír el saludo de María”. No se trata de un movimiento cualquiera en el seno de Isabel, de esos que experimentan las madres embarazadas; se trata de un movimiento especial: salta de alegría. Tampoco interesan aquí que se confirmen las modernas teorías de obstetricia, según las cuales los niños en el vientre materno escuchan todo lo que sucede alrededor. Lo que nos interesa es la alegría de Juan el Bautista al escuchar la voz de María: “El niño saltó de alegría al oír el saludo de María”. La alegría ante la voz de María es la nota llamativa del evangelio y no se trata de una alegría cualquiera, sino de una alegría sobrenatural, una alegría que no se origina en ningún motivo de este mundo, sino en María, y en María como portadora en su seno del Niño Dios, de Dios hecho Niño para que los hombres se hagan Dios.

“El niño saltó de alegría al oír el saludo de María”. La Estrella de la Mañana que anuncia el fin de la noche y la llegada del día; la Estrella de Belén que guía a los pastores y a los Magos de Oriente hasta la cueva de Belén, es María. Es María quien nos anuncia que trae con Ella, para iluminar nuestro mundo en tinieblas, al Hijo eterno del Padre, Luz de Luz eterna, Jesús Niño.

“El niño saltó de alegría al oír el saludo de María”. No solo Juan el Bautista debe alegrarse por la voz de María que anuncia la llegada del Mesías traído en su seno. Todo cristiano, al escuchar la voz de la Iglesia, que trae al mundo al Verbo del Padre en su seno, el altar, debería saltar de alegría, al saber que por María Iglesia viene al mundo la Palabra del Padre encarnada, Cristo Eucaristía.

Si la Navidad debe estar impregnada de esta alegría sobrenatural del Bautista –no la alegría por motivos humanos, por regalos, por fiestas, por banquetes-, sino esta alegría verdaderamente venida de otro mundo, del mundo celestial de Dios, debe serlo porque por la potencia del Espíritu Santo, se repite sobre el altar el prodigio que el Espíritu hizo en María: así como en María Virgen el Espíritu llevó al Hijo del Padre y lo encarnó en sus entrañas virginales, así el Espíritu Santo, por su poder, prolonga la encarnación del Verbo en el altar, en el seno de María Iglesia, para provocar un nuevo nacimiento en los corazones de quienes lo reciban al Hijo de Dios en la Eucaristía.

“El niño saltó de alegría al oír el saludo de María”. Los católicos debemos saltar de alegría al saber que María Iglesia nos trae, prodigiosamente, por obra del Espíritu, en cada misa, al Verbo de Dios, a Dios Niño, oculto bajo las apariencias de pan, así como ayer estuvo oculto bajo la forma de un niño humano.

Esta debe ser la verdadera alegría del católico en Navidad: María Iglesia nos trae al Hijo de Dios envuelto en apariencia de pan.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Dios viene revestido del cuerpo de un Niño para donarnos su Amor


Imaginemos que un vehículo, con varias personas a bordo, circula por un camino asfaltado, por una autopista muy ancha, a gran velocidad. Imaginemos que comienzan a aparecer carteles que advierten que, pronto, el camino finaliza, porque termina en un precipicio, y que por eso es necesario disminuir la velocidad. Imaginemos que los integrantes del vehículo hacen caso omiso de las señales de advertencia, porque van escuchando música a todo volumen, y porque gritan, ríen despreocupadamente, y no les importan las señales de advertencia. Aún más, aumentan la velocidad. Imaginemos que traspasan a toda velocidad la última señal de advertencia, pocos metros antes del precipicio, y que los integrantes del vehículo se dan cuenta del peligro mortal al que se dirigen, y del cual no pueden escapar. Imaginemos el pánico, y el cese abrupto de toda risa y festejo, porque saben que se encuentran ante una muerte segura.

Esta escena imaginaria, pretende representar, simbólicamente, a la humanidad de hoy que, enceguecida por el camino del ateísmo y del materialismo, de la vida sin Dios, se dirige aceleradamente hacia la precipitación en el abismo.

La vida del hombre, desde que nace hasta que muere, en cualquier estado de vida –laico, religioso, consagrado-, debe ser una constante acción de gracias y una continua alabanza a la Santísima Trinidad.

En vez de eso, la humanidad vive volcada hacia el mundo, viviendo una vida puramente sensible, puramente material, puramente temporal, sin considerar que los actos humanos tienen una resonancia espiritual y consecuencias eternas, de luz o de oscuridad. Los actos humanos son luz, y se proyectan hacia el cielo, si son buenos, o son oscuridad, y proyectan y siembran oscuridad, si son malos. Hoy el hombre no tiene en cuenta la dimensión espiritual de sus actos; no tiene en cuenta que los actos humanos buenos glorifican a Dios, mientras que los malos lo ofenden, y sumergen al hombre en la más completa y profunda tiniebla del espíritu.

Hoy se vive volcado a los sentidos; no se los santifica, y así el hombre se ha entregado a los poderes de las tinieblas, que lo aleja cada vez más de la fuente de la santidad, de la vida y de la alegría, Dios Uno y Trino.

Es tanta la ceguera del hombre, que no mira las señales de los tiempos, no mira el mal que avanza sobre la humanidad, como una oscura, densa, profunda tiniebla, que ahora es física, pero que llegará el momento, cuando sea el tiempo en que se cumplan los tres días de oscuridad profetizados, en que esa tiniebla, que ahora es espiritual, se hará física.

La humanidad vive en una lucha permanente entre la Iglesia de Cristo y aquellos que la rechazan, entre el amor y el odio, entre la vida y la muerte, entre la gracia y el pecado.

Dios nos llama a vivir de su Amor, y a evitar todo lo que daña al espíritu, y a fortalecernos en la fe.

Precisamente, para que abandonemos el mundo, y su carga de odio deicida, de materialismo, de hedonismo, y para donarnos su Amor, es que Dios viene a nosotros en Navidad: baja del cielo, rasga los cielos y desciende, escuchando el clamor del profeta Isaías: “Si rasgaras los cielos y descendieras” (Is 64, 1), al seno de la Virgen.

En Navidad, se hace realidad la súplica del profeta: “Si rasgaras los cielos y descendieras”, porque Dios, más que rasgar los cielos, atraviesa, como un rayo de sol atraviesa un cristal, dejándolo intacto antes, durante y después, el cuerpo virginal de María Santísima, para convertir en la tierra en algo más grande que los cielos, porque por el Nacimiento, está Él, Dios, con nosotros.

En Navidad, Dios viene a nosotros revestido del cuerpo de un Niño, y lo hace para darnos su Amor, y para que nosotros no tengamos miedo en acercarnos a Dios. Si Dios viniera tal como Él es en sí mismo, en el esplendor de su la majestad de su Ser divino, en el fulgor de su resplandor eterno, en la potencia infinita de su naturaleza divina, en su condición de Juez tremendo del universo, los humanos no podríamos acercarnos a Él, porque moriríamos de pavor; su solo vista nos llenaría de temor, y moriríamos al instante. Sin embargo, más grande, mucho más grande, que su poder, que su esplendor, que su majestad, que su justicia, es su misericordia, porque su Misericordia es Él mismo en Persona; su Misericordia es eterna, como Él, porque Él es la Misericordia misma, y para comunicarnos de su Misericordia, de su Amor, de su Bondad, de su Piedad, es que viene a vernos, a visitarnos, a vivir entre nosotros, a morir en cruz por nosotros, para llevarnos al cielo, en su compañía, y en la compañía de su Padre y de su Espíritu.-

Al contemplar el Pesebre de Belén, debemos trascender lo que aparece sensiblemente, a los ojos del cuerpo, para ver la escena del Pesebre con los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe, y entonces así, no veamos sólo una escena romántica, ni creamos que es la representación ideal de una familia humana: veamos al Hijo de Dios, a Dios Hijo, que para donarnos su Amor, el Espíritu Santo, se encarna, se reviste del cuerpo de un Niño en el seno de la Virgen Madre, y así, como Niño desvalido, se nos entrega y se nos dona, todo Él, en su Cuerpo, en su Alma, en su Divinidad. El Niño que nace en Belén, Casa de Pan, traído por el Amor de Dios, el Espíritu Santo, es el mismo que, ya adulto, se donará en la cruz, como Pan de Vida eterna, para donar el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

Cuando veamos el Pesebre, agradezcamos a la Madre de Dios, que como toda madre, dio de su propia substancia, de su propia carne y de su propia sangre, a su Hijo, y lo revistió con su propia naturaleza, para hacer visible al Invisible, para dar forma de embrión primero y de Niño después, al Dios Inmenso, al que los cielos no pueden contener. Agradezcamos, con loas, con cantos, con alabanzas, a la Virgen María, porque gracias a que Ella dijo “sí” al plan de salvación de Dios Padre, Dios Hijo pudo venir a este mundo abrigado y recibido en el nido de más puro amor que jamás nadie haya tenido, el seno purísimo y virginal de María Santísima. Agradezcamos a la Virgen, porque Ella, sin perder la gloria de su virginidad, se convirtió, por el poder del Espíritu Santo, en la Madre de Dios Hijo, y así Dios Hijo, pudo venir a este mundo, revestido del Cuerpo de un Niño, para donarse luego como Pan de Vida eterna.

Cuando veamos el Pesebre, veamos la cueva donde nació Jesús, una cueva oscura, fría, sin comodidades de ninguna clase, que servía de refugio a los animales, y caigamos en la cuenta de que María y José tuvieron que ir a esa cueva porque los corazones humanos, más oscuros y más fríos que la cueva de Belén, no tenían lugar para que naciese en ellos la Palabra de Dios revestida de Niño, refulgente como un sol, y ofrezcamos nuestro corazón, también frío y oscuro, para que nazca el Niño Dios, así como nació en la cueva de Belén, y para que lo ilumine con el esplendor de su luz y de su divinidad, como iluminó a la cueva de Belén.