jueves, 27 de enero de 2011

Felices los invitados a comer la carne del Cordero, el Cuerpo de Cristo resucitado en la Eucaristía


“Felices…” (cfr. Mt 5, 1-12). Todo hombre busca la felicidad, pero el problema, dice San Agustín, es que la busca en lugares equivocados: en los sentidos, en el dinero, en el poder, en el mundo. Desde que el hombre es hombre, busca la felicidad, y por eso, desde que nace, la busca incesantemente, aunque no sepa que la busca, pero el problema es que la busca en donde no podrá encontrarla jamás: el dinero, el poder, el éxito, los honores del mundo. Jamás encontrará en estos ídolos la felicidad, porque ahí no está, y no sólo no encontrará la felicidad en estos ídolos, sino que estos le provocarán pesares y angustias en esta vida, y dolor eterno en la otra.

¿Dónde está la felicidad? ¿Qué hacer para alcanzarla? En el Sermón de las Bienaventuranzas, Jesús da la clave para que el hombre alcance la felicidad, anunciando dónde se encuentra la felicidad: en la pobreza de espíritu, en la mansedumbre, en el llanto, en el hambre y sed de justicia, en la misericordia, en la pureza de corazón, en la paz de Dios, en la persecución por el Reino.

“Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo:

“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. El pobre de espíritu es el que se reconoce necesitado de todo en la esfera del espíritu; es el que reconoce que sin Dios, no es nada; es el que sabe que sin que Dios lo sostenga a cada segundo, no podría ni siquiera respirar, y moriría; es el que, creyéndose rico, recapacita, y se reconoce tibio, y por eso pobre, desnudo, ciego: “Tú dices: «Soy rico; me he enriquecido; nada me falta». Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo” (Ap 3, 17).

El pobre de espíritu es el que sigue el consejo de Jesús en el Apocalipsis, de comprar oro, vestidos blancos y colirio para los ojos: Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas, vestidos blancos para que te cubras, y no quede al descubierto la vergüenza de tu desnudez, y un colirio para que te des en los ojos y recobres la vista” (Ap 3, 18). El oro acrisolado al fuego es el corazón contrito y humillado; el vestido blanco que cubre la desnudez es la gracia divina; el colirio para los ojos es la luz de la fe, que permite contemplar los misterios divinos revelados en Jesucristo y su Iglesia.

“Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra”. Los mansos son aquellos que imitan a Jesucristo, manso y humilde de corazón: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). En el seguimiento de Jesús, y en la imitación de la mansedumbre del Cordero, los mansos de corazón recahzan como indigno de su condición de hijos de Dios todo género de violencia contra el prójimo, el enojo, la ira, la pendencia, la agresión, el rencor, la prepotencia. Los mansos de corazón, que quieren imitar a Cristo manso y humilde, no hacen violencia contra el prójimo; sólo hacen violencia contra sí mismos, para ganar el Reino de los cielos: “Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan” (Mt 11, 12). Los mansos son mansos con el prójimo y violentos contra sí mismos, porque se hacen violencia a sí mismos, buscando refrenar sus pasiones, desterrar sus vicios, y cambiar sus corazones, de malos en buenos, buscando imitar, por la paciencia, la mansedumbre, la misericordia, al Sagrado Corazón de Jesús.

“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”. No se trata sólo del llanto humano, del llanto que surge por el dolor, por la enfermedad, por la injusticia, por el sufrimiento de cualquier tipo: se trata de este llanto unido al llanto de Jesucristo en la cruz, y al llanto de María Santísima al pie de la cruz, porque es así como el sufrimiento humano, que causa el llanto, se ve santificado, y se convierte en fuente de salvación para el alma y para quienes la rodean.

“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”. Son los que no soportan ver la injusticia reinante en el mundo, y la injusticia más grande no es la social, que es en sí misma una injusticia, sino la injusticia que significa ver el Nombre de Dios ultrajado, pisoteado, rechazado, blasfemado, por una sociedad humana que ha arrancado el Nombre Santo de Dios de su corazón, y por eso ha construido una civilización en donde se mata al concebido en el vientre de la madre, en proporciones calamitosas –decenas de millones a lo largo del mundo por año-, se aprueban leyes para enseñar la perversión sexual a los niños, se adora a Satanás en vez de Dios, se busca la felicidad en la droga, en la violencia, en el poder y en el sexo. Los que tienen hambre y sed de justicia son aquellos que no soportan un mundo sin Dios, y claman, con el corazón y a viva voz: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).

“Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”. Son aquellos que ven a Dios en el prójimo, y que demuestran su amor a Dios amando al prójimo, y al prójimo más necesitado: un enfermo, un pobre, un lisiado, pero también un padre necesitado de ayuda, un hijo, un hermano, un pariente, un amigo. El misericordioso busca obrar la misericordia, porque eso le granjeará la entrada a los cielos, según las palabras de Jesús, pero sobre todo porque lo asemeja a Cristo, encarnación y materialización de la Divina Misericordia.

“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Los limpios de corazón son los que rechazan la lujuria y la lascivia, pero también son los que se niegan a adorar a Satanás, representado en la brujería, en la magia, en la hechicería y en el ocultismo, y son los que se niegan a postrarse ante el mundo, rechazando la violencia, la idolatría del poder y del dinero, prefiriendo la muerte antes que cometer siquiera un pecado venial. Los limpios de corazón buscan asemejarse a Cristo crucificado, y aman lo que Cristo ama en la cruz, y odian lo que Cristo odia en la cruz.

“Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios”. No se trata de una paz mundana, como la dan los pactos y los tratados políticos, entre los hombres y las naciones. Se trata de la paz de Dios, la paz del corazón, la que da Cristo y no la puede dar el mundo (cfr. Jn 14, 27), y los bienaventurados trabajan porque esta paz de Dios reine en sus corazones y en los corazones de sus hermanos.

“Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa”.El mundo persigue a quien quiere cumplir la voluntad de Dios, expresada en la Ley Nueva de Jesucristo, porque la ley de Jesucristo es la ley de la caridad, del amor fraterno y del amor a Dios, y el mundo en cambio se rige por la ley del dinero, del poder, de la frivolidad, del egoísmo.

“Felices”. Jesús proclama las Bienaventuranzas, es decir, el camino que tenemos que recorrer si queremos alcanzar la eterna felicidad, pero este camino no es otro que Él mismo en la cruz: Cristo crucificado es la única y verdadera felicidad para el hombre, en esta vida y en la otra. Es en la cruz de Cristo, y en Cristo en la cruz, en donde se encuentran condensadas y reunidas todas las bienaventuranzas, y debido a que la Santa Misa es la representación sacramental del sacrificio de la cruz; debido a que asistiendo a Misa es asistir al Santo Sacrificio del altar, es en la Santa Misa, y en la Eucaristía, el Cuerpo de Cristo resucitado, en donde se encuentran para nosotros, que peregrinamos en este mundo hacia la vida eterna, la totalidad de las bienaventuranzas, y es por eso que la Iglesia pronuncia una nueva bienaventuranza, luego de la ostentación de la Eucaristía[1]: “Felices los invitados al banquete celestial, felices los que comen la carne del Cordero, asada en el fuego del Espíritu Santo, felices los que se alimentan con el alimento de ángeles, el Pan Vivo bajado del cielo, la Santa Eucaristía, felices los que beben el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre del Cordero, felices los que comen el Verdadero Maná del cielo, el Cuerpo de Cristo resucitado, con un corazón contrito y humillado, felices los que se alimentan del Pan celestial en su peregrinación por el desierto de la vida, y rechazan alimentarse con alimento de ídolos”.

Quienes busquen su felicidad en Cristo crucificado y en la Santa Misa, encontrarán la felicidad y la alegría eterna: “Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos”.


[1] Cfr. Misal Romano.

No se enciende una lámpara para ocultarla


“No se enciende una lámpara para ocultarla” (cfr. Mc 4, 21-25). Jesús usa la figura de una lámpara que se enciende: si alguien lo hace, no es para ocultar su luz, sino para que alumbre con ella las tinieblas.

La figura tiene un significado simbólico: la lámpara es el hombre, el aceite con el que se nutre la mecha de la lámpara, son las buenas obras hechas en gracia de Dios, la luz con la que se enciende, es la gracia divina, la oscuridad que debe alumbrar cuando está encendida, es el mundo.

Es Dios Padre quien enciende al alma con la llama del amor y de la fe, comunicadas en el momento del bautismo, convirtiendo de esta manera a cada alma en una prolongación de Jesús, Luz eterna procedente del seno del Padre.

Y si Dios Padre enciende un alma de esta manera, es para que esa alma ilumine un mundo que, sin esa luz eterna, se encuentra en tinieblas, en densas y profundas tinieblas. Dios Padre enciende al alma, no para que se oculte, sino para que alumbre, pero sucede que el hombre debe cooperar, libremente, con toda la disposición libre de su libre albedrío, al querer divino, es decir, el hombre debe alimentar esa luz con obras buenas, así como el aceite alimenta la llama de una lámpara que ya está encendida.

Si el hombre no aporta el aceite de las obras buenas, la lámpara termina por apagarse, con lo cual las tinieblas triunfan.

Es eso lo que hoy está sucediendo con los fieles católicos de todo el mundo, que apostatan, reniegan, y abandonan en masa su Iglesia, y los que no lo hacen, se debaten en un estado de adormecimiento y de tibieza tal, que las tinieblas han llegado a invadir a la misma Iglesia, como lo dijo el Papa Pablo VI: “El humo de Satanás se ha infiltrado en la Iglesia”.

Es la luz del Amor de Dios, manifestado en Cristo, la que debería resplandecer en los corazones de los hombres, pero en cambio es el humo denso y oscuro del demonio el que, infiltrado en la misma Iglesia, oscurece y cubre de tinieblas a la Iglesia y al mundo.

Muchos, muchísimos cristianos, han dejado apagar la luz que Dios encendió en sus almas, porque no aportan el aceite de las buenas obras, y por eso las tinieblas han invadido la tierra y las almas, como nunca antes en toda la historia de la humanidad.

Sólo una intervención maternal y extraordinaria de María Santísima, encendiendo en los corazones su Llama de Amor viva, puede reavivar el fuego y la luz que yace opacado en el fondo de los corazones de los cristianos.

domingo, 23 de enero de 2011

El pecado contra el Espíritu Santo no será perdonado


“El que blasfeme contra el Espíritu Santo jamás será perdonado” (cfr. Mc 3, 22-30). Los fariseos acusan a Jesús de estar endemoniado, y de arrojar los demonios con el poder de Belcebú. Además de ser un absurdo irracional, tal como Jesús se los hace notar –en efecto, es como si un ejército luchara contra sí mismo-, acusar a Jesús de endemoniado, o de obrar con el poder del demonio, es una falta gravísima contra Dios, la cual no será perdonada ni en este mundo ni en el otro.

El motivo es que la blasfemia es un insulto[1] de carácter muy particular, puesto que se dirige a Dios, ofendiéndolo en su santidad y en su majestad. Es lo opuesto a la adoración y a la alabanza, que el hombre debe a Dios, y es el signo máximo de la impiedad humana.

Los fariseos acusan a Jesús de estar endemoniado, y cometen el pecado mortal de la blasfemia, puesto que Jesús es Dios Hijo encarnado, es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, y es una blasfemia, un insulto gravísimo, atribuirle a Dios un poder demoníaco. Siendo Dios la Bondad en sí misma, y siendo Él la misericordia infinita, no hay en Él sombra de maldad, y por eso es un insulto imperdonable atribuirle, con plena conciencia, maldad a Él.

Pero los fariseos no son los únicos que blasfeman contra Dios. Se puede decir que hoy, en todas las manifestaciones del pensamiento y de la cultura del hombre, se blasfema contra Dios: se blasfema contra Dios cuando, el Domingo, el Día del Señor, dedicado al culto público de su Nombre, los hombres se dedican al paseo, al fútbol, a la diversión; se blasfema contra el Nombre de Dios cada vez que se mata a un inocente, por aborto o por eugenesia, o cuando se practica la eutanasia, o cuando parlamentos enteros votan a favor de leyes inicuas, o cuando naciones enteras reniegan de su tradición y de su legado cristiano; se blasfema contra el Nombre de Dios cuando hay violencia, mentira, robo, engaño, todas obras de la oscuridad, que ofenden a la santidad divina; se blasfema contra el Nombre de Dios cuando las familias se postran en adoración idolátrica frente al televisor, haciendo de este aparato el centro familiar, cuando el centro deberían ser el crucifijo y la Virgen María; se blasfema contra el Nombre de Dios cuando los jóvenes, alentados por la indiferencia de los padres, que ni los acompañan ni los incentivan para que asistan a Misa los domingos, abandonan la Iglesia en forma masiva, y se vuelcan al desenfreno, a la lujuria, a la droga, al alcohol; se blasfema el Nombre de Dios cuando ídolos demoníacos, como el Gauchito Gil o la Difunta Correa, reciben la atención, las oraciones y la adoración idolátrica de cientos de miles de católicos apóstatas, verdaderos muertos vivientes, como sucedió en la última peregrinación al “santo” pagano; se blasfema el Nombre de Dios cuando se consiente a las dudas contra la fe, y se abandona su Iglesia, para engrosar los templos de las sectas, de las falsas religiones, y de las sectas diabólicas. Se blasfema contra el Nombre de Dios cuando los matrimonios se rompen, cuando los padres abandonan a sus hijos, cuando los hijos insultan y agraden a sus padres, cuando los hermanos viven en la discordia.

Ante tanta blasfemia, el alma del cristiano, conmovida, debe reparar, adorando a Cristo Dios en la Eucaristía, repitiendo las palabras de la oración que el ángel enseñó a los pastorcitos en Fátima: “Dios mío, yo creo, espero, Te adoro y Te amo; Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni Te adoran, ni Te aman”.


[1] Cfr. X.-León Duffour, Vocabulario de Teología Bíblica, Editorial Herder, Barcelona , voz “blasfemia”, 134ss.

viernes, 21 de enero de 2011

Adoremos a Cristo en la Eucaristía, y con su luz iluminemos este mundo de tinieblas


“Seguidme y os hará pescadores de hombres” (cfr. Mt 4, 12-23). Jesús, predicando en Galilea, camina por la playa y encuentra a unos pescadores que se encuentran trabajando en su oficio: “limpiando redes”, dice el evangelio. Se detiene, mira a Pedro y a su hermano Andrés, y los llama para que sean “pescadores de hombres”. Ellos abandonan las redes y su oficio, y lo siguen. Más adelante, encuentra a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, también ellos pescadores, los llama para que sean sus discípulos y ellos, “dejando la barca y a su padre”, lo siguieron.

Podría parecer que, en esta escena, todo surge al acaso: a medida que Jesús camina por la playa del lago, se encuentra con unos pescadores, y como son los primeros a los que ve, los llama a ellos. Podría pensarse que simplemente fue una casualidad el hecho de que Jesús haya elegido a pescadores para que ocupen el puesto de Papa y de Apóstoles: así como eligió a unos pescadores, podría haber elegido a cualquier persona que ejerciese cualquier otro oficio: carpinteros, obreros, agricultores, etc., pero como caminaba por la playa, y era lógico que se encontrara pescadores, eligió a los pescadores.

Pero nada hay al acaso en la mente divina, porque Dios no obra al azar. En la mente de Cristo Dios, la Iglesia pre-existe desde la eternidad, y es para prefigurar a esa Iglesia suya, pre-existente en su mente eterna, y a su obra de salvación de las almas, que se concretará en el tiempo, cuando Él esté en la tierra, que Jesús elige a unos pescadores.

Cada elemento del episodio de la elección de Pedro tiene un significado sobrenatural: la barca de Pedro es la Iglesia; Pedro, el pescador, es el Papa; el mar de Galilea, es el mundo y la historia humana; los peces, son las almas de los hombres de todos los tiempos; la red, con la cual se atrapan los peces, es Cristo con su gracia; los peces subidos a la barca luego de la pesca, son los hombres rescatados del mundo y del pecado por la acción de los sacramentos de la Iglesia; al final de la pesca, los peces en buen estado, son las almas que ingresan en la eterna bienaventuranza, y los peces en mal estado, los que se desechan, son las almas que voluntariamente renuncian a entrar en el Reino de los cielos, porque voluntariamente renuncian de Jesucristo.

La elección de los pescadores, entonces, no es al acaso, porque está destinada a constituir a la Iglesia que, como misteriosa barca que surca el mar de los tiempos, habrá de rescatar a los hombres que navegan en las aguas del mundo, para conducirlas a la comunión de vida y amor, en la eternidad, con las Tres Personas de la Trinidad.

Tampoco es al acaso, ni es casualidad, que el llamado y la elección que Jesús hace de Pedro y sus discípulos sea en Galilea: es el cumplimiento de una profecía mesiánica, anunciada por Isaías: “¡Tierra de Zabulón, tierra de Neftalí, camino del mar, país de la Transjordania, Galilea de las naciones! El pueblo que habitaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían en las oscuras regiones de muerte, se levantó una luz”.

Esta enigmática profecía de Isaías tiene su explicación, y está directamente relacionada con este evangelio: Isaías, refiriéndose a la tierra de Galilea, dice que es un pueblo que “habita en tinieblas” y en “oscuras regiones de muerte” (Is 9, 1ss).

Para los israelitas, los habitantes de Galilea caminaban en tinieblas, porque estaban lejos de Jerusalén del Templo de Salomón, en donde se rendía culto al Dios Único y Verdadero, y porque además eran ignorantes de la religión y de sus obligaciones. Vivían en tinieblas, porque eran comparados a los paganos, que al no ser alumbrados por la luz de Dios, viven en tinieblas.

Pero la profecía de Isaías se refiere principalmente a una realidad espiritual: las tinieblas en las que vive el pueblo, son las tinieblas del pecado, del error y de la ignorancia, y el pueblo, representado en la región de Galilea, es toda la humanidad: toda la humanidad, desde Adán y Eva, vive sumergida en la oscuridad del pecado, porque se ha alejado de Dios, Luz eterna, y fuera de Dios, única fuente de luz divina, sólo hay oscuridad y tinieblas. Y como Dios es también la Vida en sí misma, y el Creador de toda vida, la humanidad, al alejarse de Dios, habita en tinieblas que son “sombras de muerte”: alejados de la Fuente de Vida que es Dios, los hombres, todos los hombres de todos los tiempos, y no sólo los habitantes de Galilea, viven en tinieblas de muerte.

El desenlace de esta situación, y la conexión con el evangelio de la elección de Pedro y sus discípulos, se ve cuando Isaías dice que sobre este pueblo, se eleva “una gran luz”, y que este pueblo “vio” esa luz: la luz que ve el pueblo, es decir, la humanidad, no es el astro sol, el que todos los días sale en el horizonte: la “luz” que la humanidad “ve” es Cristo, luz eterna de Dios, una luz que, a la vez, es vida, y vida eterna: “Yo Soy el Pan de Vida”.

Cristo dice de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo (Jn 8, 12)”, y Juan en su evangelio también lo dice: “El Verbo era Dios (…) era la luz de los hombres” (cfr. Jn 1, 1ss); Cristo dice de sí mismo: “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6-9), y también Juan en su evangelio lo dice: “El Verbo era Dios (…) era la luz de los hombres (…) era la vida de los hombres”. “Dios es luz” (cfr. 1 Jn 1, 5), y Cristo es el icono, la imagen de Dios (cfr. 2 Cor 4, 4), y por lo tanto, Él es Dios, que es luz eterna, y es el resplandor de la gloria del Padre, y su luz es vida y fuente de vida eterna para quien lo recibe en la Eucaristía con un corazón contrito y humillado. La humanidad visible de Cristo es el icono de la su divinidad invisible: es lo “visible de lo invisible”[1]; quien ve a Cristo, ve a Dios, quien contempla la Eucaristía, contempla, bajo el velo sacramental, a Cristo Dios, luz eterna.

Es por eso que quienes reciben a Cristo, son iluminados por su gracia, y con su gracia les es comunicada su vida, y quienes lo rechazan –lo rechazan las tinieblas-, permanecen en “tinieblas y en sombras de muerte”, lejos de la luz de Dios manifestada y comunicada por Cristo.

“El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz”. Hoy, igual que en los tiempos de Isaías, y mucho más aún, la humanidad vive en tinieblas mucho más densas, mucho más oscuras, mucho más peligrosas, porque en tiempos de Isaías, todavía no había llegado el Mesías, y los pueblos no conocían la luz de Dios; hoy, en cambio, el Mesías, que ya vino por primera vez en Belén, y murió en cruz y resucitó, es rechazado, una y otra vez, y no sólo es rechazado, sino que el Adversario de la humanidad, el demonio, es preferido a Cristo, haciendo realidad las palabras del evangelista Juan: “El Verbo era Dios (…) era la luz de los hombres (…) la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (cfr. Jn 3, 19).

Hoy los hombres han construido un mundo de tinieblas, porque han expulsado hasta el Nombre de Dios de todas las manifestaciones del hombre pero sobre todo ha sido arrojado del corazón del hombre: hoy el Dios de la vida no es tenido en cuenta para formular leyes, y por eso el hombre construye, con el aborto, la eutanasia, la eugenesia, la cultura de la muerte; los niños y los jóvenes, alentados por la indiferencia de sus padres, huyen de la Iglesia y de Jesús, como si fuera un malhechor, y enceguecidos por las luces engañosas del mundo, dejan de lado todo pudor, toda norma moral, todo valor, hundiéndose en el abismo de la lujuria, de las drogas, del alcohol, del sexo; las familias enteras, llamadas a ser “Iglesia doméstica”, en donde se aprenda a amar a Dios y al prójimo, son convertidas en campos de concentración masivos, dominados por la tecnología, por la televisión, por la red, y engañados por los medios de comunicación, se olvidan del amor a Dios y al prójimo; olvidado de Dios, el hombre navega en la más profunda tiniebla, y así deja que el prójimo pase hambre, frío, y todo tipo de necesidad, sin importarle en lo más mínimo, porque cuando no hay amor a Dios, el amor al prójimo desaparece; la humanidad vive en tinieblas, buscando la felicidad en aquello que sólo le causa tristeza y pesar en esta vida, y dolor eterno en la otra: las drogas, la lujuria, el dinero, el poder.

Los hombres han enterrado los Mandamientos de Dios, para poder vivir amando las tinieblas, y así no sentir remordimiento. Incluso hasta en la misma Iglesia ha entrado la espesa niebla de Satanás, puesto que no se respeta al Santísimo Sacramento del altar, se comulga en pecado mortal, sin importar el sacrilegio, las criaturas se presentan ante Cristo Eucaristía vestidas indignamente, no se respeta a la Madre de Dios, ni se acude a Ella, ni se le reza; abundan los lobos vestidos de cordero, dentro y fuera de la Iglesia, y fuera de la Iglesia las sectas y los cultos demoníacos como el Gauchito Gil y la Difunta Correa, crecen cada vez más, a causa de los católicos que en masa abandonan, apostatando, a la Iglesia de Jesucristo, la Iglesia Católica, dejando los templos vacíos, por falta de fieles, y también por falta de sacerdotes.

El espíritu del anticristo sopla a sus anchas entre los hombres que caminan como muertos en medio de una sociedad anticristiana y antihumana.

Es necesario mirar en el interior de cada uno, para notar cómo disfrazamos nuestras almas cuando acudimos al Templo, y con cuánta necedad nos acercamos a Jesús, sin arrepentimiento, sin deseos de cambiar el corazón, con vanagloria y soberbia, sin darnos cuenta de que a Dios nadie lo engaña, sino que somos nosotros quienes nos engañamos a nosotros mismos.

“El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz”. Para nosotros, que vivimos en las tinieblas de muerte de un mundo sin Dios y anticristiano, también brilla una gran luz, una luz desconocida, sobrenatural, venida del cielo, que sólo puede ser percibida con la luz de la fe, con la pureza y la inocencia que da la gracia de Cristo, y es la luz que brota de la Eucaristía. Es la Eucaristía la gran luz concedida por la Misericordia Divina, para que nos alumbremos en estos días y en los que vienen, cuando la oscuridad será cada vez más densa.

Adoremos a Cristo en la Eucaristía, y con su luz iluminemos este mundo de tinieblas.


[1] Dionisio el Areopagita, cit. Evdokimov, P., El arte del icono. Teología de la belleza, Publicaciones Claretianas, Madrid 1991, 185.

martes, 18 de enero de 2011

Los demonios se postraban y decían: "Tú eres el Hijo de Dios"


“Los demonios se postraban y decían”: “Tú eres el Hijo de Dios” (cfr. Mc 3, 7-12). Durante su recorrido predicando la Buena Nueva, Jesús cura a muchos enfermos, los cuales llegan a arrojarse encima de Jesús, para ser curados. Debido a que también realiza exorcismos, los demonios son echados de los cuerpos a los que infectaban, y cuando lo veían, dice el Evangelio, “se postraban delante de Él diciendo: “Tú eres el Hijo de Dios””.

En esta ocasión, los que nos dejan una enseñanza son los demonios, puesto que ellos reconocen en Cristo al Hijo de Dios. No quiere decir que lo conozcan como la Segunda Persona de la Trinidad, porque eso equivaldría a poseer la gracia, y los demonios, por definición, no solo no la poseen, sino que, si Dios les llegara a conceder su gracia, la rechazarían, despreciándola.

El conocimiento que de Jesús tienen los demonios, viene por otro lado, es una especie de deducción que elaboran, luego de verlo realizar sus prodigios. Los demonios ven a Jesús obrar milagros que sólo pueden ser hechos por Dios, porque sólo Dios tiene el poder para hacerlos, como por ejemplo, multiplicar panes y peces, dar la vista a los ciegos, hacer hablar a los mudos, hacer oír a los sordos, curar las distintas dolencias del cuerpo, resucitar muertos, expulsar demonios. En su deducción, los demonios se dan cuenta que, si un hombre dice ser Dios, y hace milagros en primera persona, los cuales sólo pueden ser hechos por Dios, entonces, esa persona, es Dios. Es decir: Jesús dice ser Dios, hace milagros que sólo Dios puede hacer, entonces, es Dios.

Es esta deducción la que lleva a los demonios a reconocer en Cristo Jesús al Hijo de Dios, pero lo que los demonios, con su voluntad y su inteligencia pervertidas pueden hacer, no lo pueden hacer los fariseos, hombres con la voluntad torcida, porque ellos, viendo también los milagros de Jesús, se niegan a reconocerlo y, aún más, atribuyen sus milagros al demonio, lo cual es un pecado contra el Espíritu Santo.

Hoy sucede lo mismo con la Iglesia de Jesucristo: la Iglesia se atribuye ser la única Iglesia Verdadera del Dios Verdadero, y hace un milagro que sólo la Iglesia verdadera del Dios verdadero puede hacer, y es la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, y muchos, viendo este milagro del altar, reniegan de la Iglesia, y se van de ella.

Decenas de miles de niños, jóvenes, adultos y ancianos, abandonan la Iglesia, porque no reconocen en Cristo Eucaristía al Dios de los altares, al Dios encarnado que ha dado su vida por ellos, que continúa donándola cada vez en la Santa Misa; decenas de miles abandonan la Iglesia, porque a pesar de que la Iglesia obra el más grande milagro de todos los milagros, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo resucitado, prefieren los vacíos espectáculos del mundo, a asistir al espectáculo del altar, la representación sacramental del sacrificio en cruz del Cordero de Dios.

“Tú eres el Hijo de Dios”, dice el demonio, luego de ser expulsado de un cuerpo al que infectaba, y mientras lo dice, se postra delante de Jesús. “Tú eres el Hijo de Dios”, debemos decir los cristianos, postrándonos en adoración ante Cristo Eucaristía, creyendo, esperando, adorando y pidiendo perdón por los que no creen, ni esperan, ni adoran, ni aman.

lunes, 17 de enero de 2011

El Hijo del hombre es el Señor del Domingo


“¿Por qué tus discípulos hacen en sábado lo que no está permitido?” (cfr. Mc 2, 23-28). Los fariseos reprochan a Jesús que sus discípulos no respetan el sábado, considerado día de descanso por la ley mosaica (cfr. Éx 20, 10), para permitirles dedicarse al culto público a Dios, y el arrancar espigas, aunque sea para comer, era tomado como una falta legal. No los mueve la recta intención de cumplir la ley, sino el buscar argumentos con los cuales acusar a Jesús, puesto que era práctica de los judíos utilizar la observancia de la ley para imponer cargas insoportables a los demás[1].

Jesús les responde trayendo a colación una violación de la ley cometida nada menos que por el Rey David, quien, sintiéndose con hambre, no dudó en entrar, él con sus súbditos, en el templo, y comer el pan de la proposición, es decir, el pan que sólo podían comer los sacerdotes.

La enseñanza de esta violación de la ley, por parte de David, que justifica la violación del descanso sabático por parte de sus discípulos, es que “el sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado”, es decir, las disposiciones legales pueden ser dejadas de lado cuando hay en juego un bien superior, como en este caso, la subsistencia del hombre.

Jesús les hace ver que la prescripción de no trabajar en sábado no es una reglamentación absolutamente rígida e inmutable, basada en la naturaleza de las cosas, sino una ordenación positiva, dada en beneficio de los hombres. Lo que los fariseos no pueden comprender, y es lo que Jesús les quiere hacer ver con el ejemplo de David, es que la letra de la ley no debe ser seguida cuando va en contra de las exigencias de la caridad y las necesidades de los hombres[2].

Además, para coronar esta enseñanza, Jesús dice: “por lo tanto, el Hijo del hombre es también señor del sábado”, lo cual significa que Él, que es el “Hijo del hombre”, el Mesías y Señor, tiene autoridad para interpretar o incluso para abrogar el sábado, y de esa manera, Jesús afirma implícitamente su divinidad[3].

Cuando Jesús dice: “El Hijo del hombre es señor del sábado”, está diciendo que Él es Dios y que, en cuanto Dios, es dueño del tiempo, y por lo tanto, es dueño de abrogar el sábado y cambiarlo por otro día, como lo hará efectivamente resucitando el Domingo: al resucitar el día Domingo, Jesús abroga el sábado como día de culto dedicado a Dios, y consagra el Domingo, y así el Domingo es el verdadero “Dies Domini”, o Día del Señor.

Jesús es Dueño del tiempo, es Dueño del Domingo, y el Domingo es su día, es el Día de los días, por el cual la Iglesia toda, y en cierta medida el mundo entero, participan de la Resurrección de Cristo en el sepulcro.

El Domingo, a partir de Cristo, es el día por el cual se participa de la resurrección de Cristo, resurrección por la cual la humanidad entera ve abiertas las puertas del cielo y, más que las puertas del cielo, la humanidad entera ve abierta la posibilidad de entrar en comunión de vida y de amor con las Tres Personas de la Trinidad. El Domingo se convierte así en un día de alegría y de fiesta, pero el Domingo es día de alegría y de fiesta, por la resurrección de Cristo, y porque Cristo nos ha rescatado al precio de su sangre, nos ha concedido la filiación divina, y por su gracia nos hace partícipes de la vida misma de Dios Uno y Trino: esa es la causa de la alegría del Domingo, y no las causas mundanas, como se hace hoy: hoy no se respeta el Día del Señor, se considera al domingo como el día del descanso, del paseo, de las carreras, del fútbol, pero no el día de la resurrección del Señor.

Los cristianos deberían estructurar y organizar el Domingo en torno a la misa y colocarla en el primer lugar de las prioridades; la misa debería ser el centro del Domingo, de la semana, y de la vida toda del cristiano, pero en vez de dedicarse a adorar a su Dios el día Domingo, por medio de la Santa Misa, los cristianos corren tras los ídolos construidos por el hombre, y así pasan el Día del Señor olvidándose de la Resurrección de Cristo, buscando vanamente la felicidad en la diversión, en el descanso, en el paseo, en las compras, en las carreras, en el deporte, en los espectáculos, en el cine, sin darse cuenta de que, olvidándose de Cristo Dios, que ha resucitado el Domingo, toda felicidad buscada y encontrada en el mundo, no es más que “vanidad de vanidades”, que pasa como un soplo, y deja un sabor amargo en el alma.


[1] Cfr. Orchard, B. et al., 497.

[2] Cfr. ibidem, o. c., 498.

[3] Cfr. ibidem.

domingo, 16 de enero de 2011

El Vino Nuevo para las Bodas del Cordero


“A vino nuevo odres nuevos” (cfr. Jn 1, 29, 34). En este evangelio, Jesús se aplica a sí mismo uno de sus nombres, y es el de “esposo”: cuando le preguntan porqué sus discípulos no hacen ayuno, como los de Juan, Jesús les responde que no se puede ayunar cuando se está con el Esposo, porque hay alegría; en cambio, cuando el Esposo les sea quitado, entonces ayunarán. Está anticipando, en lenguaje simbólico, su Pasión: Él, que es el Esposo de la humanidad, será quitado de en medio de los hombres cuando sea crucificado y muerto en la cruz. Entonces, cuando Él muera en la cruz, cuando Él entregue su vida, derramando su sangre hasta la última gota por su Esposa, la Iglesia, entonces sí los amigos del Esposo habrán de hacer ayuno.

Jesús se compara con un esposo humano para graficar la intensidad del Amor divino demostrado a los hombres en la Encarnación: así como un esposo ama a su esposa al punto de ser uno con ella, así Dios se encarna, se une a una naturaleza humana, hasta ser uno con ella, sin mezcla ni confusión, pues unido hipostáticamente, personalmente, a una naturaleza humana, a un cuerpo y a un alma humanos, permanece como es desde la eternidad, Dios Perfectísimo.

Jesús usa al amor esponsal como analogía para graficar la intensidad del amor que Dios tiene por la humanidad, y también por la Iglesia, porque es la Iglesia la que recibe el nombre de “Esposa del Cordero”. Es de este amor esponsal y místico de Cristo por la Iglesia y por la humanidad, de donde se desprenden las características del amor de los esposos terrenos: fiel, único, indisoluble, intenso, tan intenso, que lleva al extremo de la cruz, al extremo de entregar su vida por su Esposa, la Iglesia.

La Esposa de Cristo Esposo es la Iglesia, y es la humanidad, y por lo tanto, es el Esposo de cada alma, y es con cada alma con la cual busca la unión mística y espiritual, por la Encarnación, para donarle, a cada alma, la totalidad de su Amor Esponsal, y ese Amor Esponsal lo dona en la cruz, y lo renueva en acto presente en cada comunión eucarística. Es para celebrar las bodas místicas entre el Cordero y el alma, que Dios Padre ofrece un banquete celestial, el banquete escatológico, en donde se sirve alimento de ángeles, la carne del Cordero, asada en el fuego del Espíritu Santo, el Pan de Vida eterna, y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la sangre del Cordero derramada en la cruz y recogida en el cáliz del altar.

“A vino nuevo, odres nuevos”. No puede el alma, destinada a recibir tan grande don de Dios, presentarse a las bodas del Cordero con ropa sucia, vieja y gastada, esto es, las obras del hombre viejo, el mal, el pecado, el rencor o el odio contra el prójimo, o cualquier clase de mal. La santidad del Amor divino, donado en la Eucaristía, es incompatible con la maldad del corazón humano. El corazón humano debe estar renovado por la gracia, por la santidad y la vida divina, y sólo así será un odre nuevo que podrá albergar el Vino Nuevo, la Sangre del Cordero. Sólo así podrá celebrar sus propias bodas con el Cordero.

sábado, 15 de enero de 2011

Jesús Eucaristía es el Cordero de Dios


“Éste es el Cordero de Dios” (Jn 1, 29-34). Juan el Bautista ve pasar a Jesús, lo señala y dice: “Éste es el Cordero de Dios”. Esto constituye una novedad absoluta para los judíos, porque para los judíos, el cordero de Dios era el que se inmolaba en el templo. El nuevo nombre que el Bautista le da a Jesús señala la condición de Jesús, el ser el Cordero del sacrificio, y señala al mismo tiempo que los sacrificios antiguos ya han finalizado, para dar paso al nuevo sacrificio de la Nueva Alianza.

¿Por qué se hacían sacrificios y en qué consistían? ¿Cuál es la diferencia entre los sacrificios de la Antigua Alianza y el de la Nueva? Es necesario ver en qué consistían los sacrificios de los corderos animales en el templo de Jerusalén, para compararlo con el sacrificio del Cordero, Jesús.

La práctica del sacrificio ritual ha existido desde siempre, desde Caín y Abel, y existió en todas las religiones de los paganos, pero sacrificios idolátricos, dirigidos a los dioses de los paganos, los cuales son demonios, como dice San Pablo[1]. El sentido del sacrificio es ofrecer a Dios lo mejor que se tiene, en reconocimiento de su soberanía y de su majestad, y de la total dependencia que de Él tenemos.

Los judíos ofrecían constantes sacrificios[2] en el templo de Jerusalén, como muestra del reconocimiento de la soberanía y la majestad de Yahvéh, y estos sacrificios eran los más perfectos de la Antigüedad, porque estaban dirigidos al Dios Único y Verdadero, y además habían sido estipulados y establecidos por el mismo Dios. A Dios debían ofrendarse los primeros frutos de la tierra y los primeros nacidos de animales, y los primogénitos de los hombres debían ser también ofrecidos, pero no sacrificados, sino redimidos (Dt 12, 31), porque el sacrificio humano estaba prohibido, ya que se consideraba una profanación del nombre de Dios (Lev 20, 1ss). A Dios debía ofrecerse lo mejor; no se podía ofrecer un animal defectuoso, sino que tenía que ser perfecto; es lo que sucede con los sacrificios de Abel y de Caín: Dios prefiere la ofrenda de Abel, cuyo humo sube blanco hacia el cielo, y no la de Caín, una ofrenda de humo espeso y negro. El sacrificio de Abel es hecho con un corazón puro, y por eso es agradable a Dios, mientras que el sacrificio de Caín es hecho con un corazón torcido, y por eso Dios lo rechaza (cfr. Gn 4, 3-6).

¿Cómo eran los sacrificios de los corderos y qué se buscaba con eso? Para comprender el sacrificio del Verdadero Cordero, Jesucristo, es necesario saber cómo era el sacrifico de los corderos. En las fiestas religiosas de los judíos, los corderos eran llevados al templo, y allí eran sacrificados como ofrenda al único Dios, a Yahvéh: se derramaba su sangre en expiación de los pecados, y se consumía la carne en el fuego, como ofrenda divina.

El ritual consistía en la presentación de la víctima, momento en el que el cordero era llevado al altar de los sacrificios (Éx 29,42; Levítico 1,5; 3,1; 4,6); la inmolación, el momento en el que el sacerdote debía derramar la sangre de la víctima de la forma más rápida y completa posible, con un corte en el cuello (Lev 1,3 y ss); luego venía el rociado con la sangre, que sólo podía ser realizado por los sacerdotes (Lev 1,5; 3,2; 4,5; II Cro 29,23). Para la tradición judía esta parte del rito era como "la raíz y el principio del sacrificio", y como la sangre es la vida del cuerpo no se debe comer: es necesario derramarla sobre el altar (Lev 17,11); luego venía la quema del sacrificio, que se llamaba holocausto, si se quemaba la víctima entera. Por la acción del fuego, Yahvéh recogía el sacrificio ofrecido (Deut 4,24).

Sin embargo, a pesar de ser el verdadero culto al Dios verdadero –todos los pueblos que rodeaban a Israel eran pueblos paganos y politeístas, es decir, tenían muchos dioses-, este culto de los corderos-animales era absoluta y totalmente insuficiente para obtener el perdón de los pecados y el favor divino, el cese de su ira para con el hombre, por la maldad del corazón humano.

Es el verdadero y único Cordero del sacrificio, Jesucristo, el único que puede expiar los pecados de toda la humanidad. Él, en su Pasión, cumple todos los pasos del ritual, inaugurando una nueva Pascua, la Pascua del Cordero. Si en el rito judío el cordero, el animal, era presentado y llevado contra su voluntad al altar del sacrificio -porque su instinto animal le hacía presentir que iba a ser sacrificado-, el Cordero de Dios, Jesucristo, libremente, y por propia voluntad, sube al altar del sacrificio, el ara de la cruz, presentándose Él en Persona al Padre, ofreciéndose al Padre como Víctima Pura y Santa, como Cordero Puro y Santo, para expiar la maldad de los hombres, que con sus corazones oscurecidos ofenden la santidad divina; si en el Templo de Jerusalén el cordero era degollado por los sacerdotes judíos en el altar, el Cordero de Dios, el Cordero que alumbra con su luz a la Nueva Jerusalén (cfr. Ap 21, 23), a la Jerusalén de los cielos, es inmolado en la cruz, porque Él, que es a la vez Sacerdote, Altar y Víctima, derrama en la cruz toda su sangre, hasta la última gota, en una muestra inaudita y jamás dada de amor eterno por los hombres, porque con su sangre derrama su vida, y con su vida, efunde el Espíritu Santo, el Espíritu del Amor divino, y así, derramada su sangre en el ara de la cruz, se convierte en el “Cordero como degollado” (cfr. Ap 5, 6), que con su sangre salva a todos los hombres y rescata a la humanidad; si en el sacrificio de los judíos la sangre del cordero animal se derramaba en el altar, y era a la vez esparcida sobre el altar, el Cordero Místico derrama su sangre en el ara de la cruz desde sus heridas, y con su sangre riega la tierra e inunda la humanidad entera, y a las almas todas, alcanzando con su sangre bendita a todos los hombres de todos los tiempos; si en el sacrificio de los judíos el cordero animal, ya presentado e inmolado era finalmente quemado, para ser convertido en holocausto, simbolizando, con la acción del fuego sobre la carne, que esta, al convertirse en humo, se hacía ofrenda espiritual que subía a Dios y a Él pertenecía, en el ara de la cruz, la carne virginal, santa y pura del Cordero de los cielos, Jesucristo, es abrasada en el fuego del Espíritu Santo, y su carne, así abrasada en el fuego del Espíritu de Dios, sube como suave incienso de agradable olor, en honor de Dios Padre.

Por último, si en el sacrificio de los judíos la ofrenda de la carne del cordero, convertida en humo por el fuego del altar, subía al cielo como ofrenda espiritual que pertenecía a Dios, y que Él recogía, en el sacrificio del Cordero, la santa misa, la ofrenda santa, que es el Cuerpo y la Sangre del Cordero, es llevada por el Ángel del altar[3], hasta el altar del cielo, para ser presentada ante Dios Uno y Trino, como ofrenda agradabilísima y espiritual, como incienso de suave perfume, que expía las maldades de los corazones humanos y da a Dios Trino alabanza, gloria, honra y adoración infinitos.

Si en el sacrificio de los corderos animales, estos eran sacrificados en abundancia para pedir el perdón y la expiación de los pecados de los hombres, pero su sacrificio era totalmente inútil, porque la sangre de un animal no puede, de ninguna manera, ni perdonar ni reparar el pecado del hombre, en el sacrificio del Cordero de Dios, Jesucristo, siendo Él uno solo, con su solo y único sacrificio, basta para perdonar y expiar los pecados de todos los hombres de todos los tiempos, desde Adán y Eva, hasta el último hombre nacido en el Día del Juicio Final.

“Este es el Cordero de Dios”, dice Juan el Bautista, al ver pasar a Jesús; “Este es el Cordero de Dios”, dice la Iglesia, al contemplar la Eucaristía en la ostentación eucarística, en la Santa Misa; “Este es el Cordero de Dios”, dice el alma fiel al acercarse a comulgar la Eucaristía sabiendo que, al comulgar, consume la carne del Cordero, asada en el fuego del Espíritu, fuego que penetra hasta lo más profundo del ser, abrasándolo en las llamas del Amor divino, purificando y quemando todo lo que no es grato a Dios, santificando el alma con la santidad divina, y elevándola a las alturas inimaginables de la comunión con el Padre.


[1] 1 Cor 10, 20.

[2] Las ofrendas que hacían los judíos era llamadas “korbán”, que quiere decir “venir a Dios” o “acercar a Dios” y eran ofrecidos sólo por los sacerdotes, y se hacían con el fin de expresar la sumisión a Dios, o agradecerle por sus beneficios, o en expiación por el pecado, o para pedir a Yahvéh algún favor. Cfr. Wikipedia, http://es.wikipedia.org/wiki/Sacrificios_judios, voz “korbán”.

[3] Cfr. Misal Romano.

miércoles, 12 de enero de 2011

Si quieres, puedes curarme


“Si quieres puedes curarme” (cfr. Mc 1, 40-45). Un leproso se acerca a Jesús, implorándole su curación. Jesús, “conmoviéndose”, dice el Evangelio, lo cura con su poder.

En esta escena del evangelio hay diversos aspectos que se nos revelan; uno, por ejemplo, es el de la compasión y la ternura de Jesús para con los más necesitados, para con los considerados miserables e inservibles, inútiles de toda inutilidad, para la sociedad. Un leproso era considerado alguien inútil, pues no podía hacer ningún tipo de trabajo, pero también alguien peligroso, porque la lepra es muy contagiosa. Por lo tanto, se los aislaba de la sociedad, era un marginado social, un muerto en vida.

Jesús se compadece, no tiene en cuenta la peligrosidad de su enfermedad, y lo cura.

Pero además de la consideración sobre la ternura y la compasión del Corazón de Jesús, en este evangelio se puede considerar también la realidad del pecado, simbolizado y prefigurado en la lepra. Lo que la lepra es al cuerpo –lo deforma, lo afea, lo mutila, le quita la vida, porque lo lleva a la muerte-, así es el pecado al alma: la deforma, la afea, la mutila, le quita la vida y la lleva a la muerte, porque la aparta de la Fuente de Vida que es Dios Uno y Trino.

Así como la lepra margina al hombre de la vida social y de la comunión con las personas, así el pecado margina al alma de la vida trinitaria y de la comunión con las Tres Divinas Personas.

Jesús cura la lepra, pero la curación es una prefiguración de otra curación, mucho más grandiosa, la curación del alma por la gracia: la curación corporal es prefiguración de la curación del alma por la gracia.

El pedido del leproso, de ser curado –“Si quieres, puedes curarme”-, indica un deseo de salir del estado de enfermedad, para vivir la vida plenamente, lo cual es una figura de quien, viéndose inmerso en el pecado, desea recibir la gracia, para convertirse.

Hoy el pecado no sólo no se evita, sino que se lo propone como estilo de vida, como moda y, mucho más grave aún, como derecho humano. Hoy en día, en una muestra de inversión de valores sin precedentes, el pecado es exhibido en triunfo, y propuesto a la humanidad entera como lo bueno, lo placentero y lo deseable para el hombre.

Hoy en día se presenta como un derecho humano la fecundación artificial, el aborto, la unión entre personas del mismo sexo, la drogadicción, la manipulación genética de embriones, la utilización y destrucción de embriones para la investigación médica; hoy se presenta a la lujuria, la lascivia, el desenfreno de las pasiones, como algo divertido y bueno; hoy la avaricia y la codicia, que despiertan el deseo insaciable de dinero y de bienes materiales, se valoran como capitales humanos necesarios para el progreso; la idolatría, la superstición -la adoración idolátrica de ídolos como el Gauchito Gil y la Difunta Correa-, son estimados más que la adoración debida al Único y Verdadero Dios, cuya adoración que es despreciada y dejada en el olvido; hoy se presenta a la impureza y a la sensualidad en los jóvenes como el camino al éxito mundano; hoy se alaban la astucia, la mentira y el engaño, en todos los órdenes, mientras que se hace desaparecer, como inútil y anticuado, el amor a la Verdad.

“Si quieres puedes curarme”. También nosotros, como el leproso del camino, necesitamos ser curados, y todavía más, porque necesitamos ser curados, más que de una enfermedad corporal, como la lepra, de una enfermedad espiritual, el pecado, y por eso debemos hacer nuestra la petición del leproso, pero sabiendo que el Amor misericordioso de Cristo no se limita al perdón de los pecados, sino que, una vez quitado este, nos da su vida, la vida de la gracia, la vida de Dios Uno y Trino. Es para recibir esta vida, para lo cual debemos pedir ser curados.

martes, 11 de enero de 2011

Que yo te ame por lo que eres y no por lo que das


“Todo el mundo te busca” (cfr. Mc 1, 29-39). Luego de que Jesús curara toda clase de enfermos, y expulsara demonios, su fama se esparce por Galilea, y es tal la cantidad de gente pregunta por Jesús, que el evangelista usa una frase muy gráfica: “todo el mundo te busca”. En ese “todo”, están comprendidos todos: niños, jóvenes, adultos, ancianos, ricos, pobres, sanos, enfermos. Todos tienen algo que pedir a Jesús. Todos necesitan algo de Jesús, y Jesús se ha mostrado capaz de dominar y de vencer a los dos grandes males que asolan a la humanidad desde siempre: la enfermedad y el demonio. Todos buscan a Jesús: unos, porque están enfermos; otros, porque tienen algún amigo, familiar o conocido, que está poseído; muchos, de entre estos, que ni están enfermos ni están poseídos, buscan a Jesús por curiosidad.

“Todos el mundo te busca”. Todos buscan a Jesús, porque tienen algún interés, y Jesús puede solucionárselo. Todos buscan a Jesús, pero no lo buscan por Él mismo, sino porque les puede aliviar el problema que los aqueja.

Todos lo buscan, pero para que le solucione el drama existencial: la enfermedad, la posesión diabólica, o sino lo buscan por curiosidad, para verlo hacer milagros.

Hoy se repite la situación, a tal punto que también se puede decir: “Todos buscan a Jesús”. Todo el mundo lo busca, para que le solucione algún problema: todo el mundo tiene algún enfermo en su casa, o en su familia, si él mismo no está enfermo, y busca a Jesús para que Jesús obre la curación; todo el mundo busca a Jesús, porque necesita trabajo, porque no se siente bien y quiere sentirse bien, porque alguien tiene que rendir un examen, y necesita aprobar. Todo el mundo busca a Jesús, como en el evangelio, y lo buscan por su capacidad de obrar milagros.

Pero nadie, o casi nadie, lo busca por lo que es, Dios Omnipotente, Misericordioso, que se ha encarnado para donarnos, más, mucho más que la salud del cuerpo y del alma, la vida eterna, su misma vida divina, su vida de Hombre-Dios; nadie lo busca por su Amor, que lo dona en la efusión de sangre de su Sagrado Corazón, traspasado en la cruz, y continúa donándolo cada vez, en cada Santa Misa, en la Sangre de la Alianza Nueva y Eterna, el Vino consagrado en el altar. Nadie, o casi nadie, lo busca por lo que es, Ser perfectísimo en Acto Puro, Dios Espíritu Puro, todo Amor y misericordia, que lo único que busca, al venir a esta tierra, es un corazón humano en donde reposar. Nadie lo busca por lo que Es, Dios de inmensa majestad, ante quien los ángeles se postran en adoración, que no vaciló en humillarse, siendo Él Dios Omnipotente, para dar a los hombres su Sangre, y con su Sangre su Vida, y con su Vida su Amor, y con su Amor su Ser de Dios. Nadie lo busca por lo que Es, Dios Pacífico, de Corazón manso y humilde, que se entrega a sí mismo en el Pan del altar. Lo buscan para que les dé el pan del cuerpo, pero no les importa el Pan del cielo, el Pan que alimenta al alma con la substancia misma de Dios.

“Todos te buscan”, dicen en el evangelio. Y Jesús nos pregunta: “¿Porqué me buscan? ¿Por ser quien Soy, o para que les haga algún milagro?”. Y entonces, le tenemos que responder: “Nadie te busca por lo que eres; te buscan por tus milagros. Todos te buscan, pero nadie te busca”.

No busquemos a Jesús de modo interesado; no lo busquemos de un modo egoísta, interesado, frío. No busquemos en Jesús sus milagros, sus sanaciones, el “estar bien”, el poder comer. Jesús lo puede hacer, y lo hará por su gran bondad, porque sabe que es lo que necesitamos, antes de que se lo pidamos.

Busquemos a Jesús por lo que Es, y no por lo que da. Hagamos nuestra la oración de una pobre costurera semi-analfabeta, de principios del siglo XX: “Señor, que yo Te ame por lo que eres y no por lo das”.

lunes, 10 de enero de 2011

Seguidme y os haré pescadores de hombres


“Seguidme y os haré pescadores de hombres” (cfr. Mt 4, 18-22). Jesús utiliza la figura de un pescador para graficar la misión encomendada por el Padre a Él y por Él a la Iglesia: así como un pescador tira la red en el mar y atrapa peces, así será la Iglesia de Jesucristo en el tiempo y en la historia de la humanidad: el mar es el mundo, la barca es la Iglesia, el pescador al mando de la barca es Pedro, el Papa, y la red es Jesucristo.

La imagen usada por Jesús no es una mera imagen, ni el episodio que dio lugar a la imagen ha pasado o no se repite más. Esa misma situación –una barca al mando de un pescador que pesca peces en el mar- se materializa y concreta en la Iglesia Católica, desde entonces, hasta ahora y hasta el fin de los tiempos. La Iglesia, que es la Barca de Pedro, continúa surcando el mar del tiempo y su destino es el puerto de la eternidad. Es guiada por Pedro y por los Apóstoles, quienes echan en el mar la Red que es la Palabra de Dios, Jesucristo. Los peces son las almas de los hombres que han sido atrapados en esa Red, es decir, que han escuchado la Palabra y la han dejado crecer dentro suyo.

Pero al final de la pesca, algunos peces sirven y otros no; en la misma red, algunos están vivos y otros están muertos: es un símbolo de quienes han recibido a Jesús en su corazón y han dejado crecer su imagen en él: son quienes han vivido no una vida natural, sino la vida de la imitación de Cristo, por la gracia; los peces vivos son los peces que han configurado sus vidas a la vida de Cristo; los peces que no sirven, los peces muertos en la red, que son desechados, son las almas que han rechazado vivir la vida nueva de la Trinidad, infundida en el alma por Jesucristo.

La Iglesia es la misteriosa barca del evangelio, en la cual el Espíritu de Dios llama a la humanidad a través de la Red, Jesucristo. Jesús en la Eucaristía es la Red de la Barca en la cual el pez –el alma- puede permanecer y vivir de Él o, por el contrario, puede dejarse morir.

sábado, 8 de enero de 2011

El bautismo de Jesús en el Jordán, anticipo del bautismo del cristiano

“…se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma. Se oyó entonces una voz del cielo: ‘Tú eres mi Hijo muy querido’” (cfr. Lc 3, 15-22).

El Bautismo del Señor en el Jordán es el momento de la manifestación de Dios como Uno y Trino, como Padre, Hijo y Espíritu Santo. En esta teofanía trinitaria se hacen presentes las Tres Personas de la Santísima Trinidad: el Hijo se manifiesta visiblemente en su cuerpo humano; el Espíritu Santo aparece como una paloma, y el Padre se deja oír en su voz.

Además de esta revelación trinitaria, novedad absoluta para el judaísmo, que creía en un Dios Uno, pero jamás hubiera podido saber que era a la vez Trino en Personas, podemos ver un anticipo de lo que será el bautismo del cristiano, prefigurado y contenido en el bautismo de Jesús.

El bautismo de Jesús, a la par que teofanía trinitaria, es anticipo del bautismo del cristiano. ¿Qué es lo que sucede en el bautismo de Jesús? En el momento en el que Juan el Bautista derrama agua sobre la cabeza de Jesús, desde el cielo se escucha la potente voz de Dios Padre, que señala a su Hijo: “Este es mi Hijo muy amado”, a la par que el Espíritu Santo aparece como paloma, sobrevolando sobre Jesús.

Lo que sucede en el Jordán, es un anticipo del sacramento del bautismo: en el momento en el que el sacerdote ministerial derrama agua sobre la cabeza del que se bautiza, pronunciando las palabras de la fórmula sacramental: “Yo te bautizo en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, el Espíritu Santo, invisible, sobrevuela sobre el alma del bautizado, donando al alma la filiación divina, con lo cual la fórmula bautismal equivale a que Dios Padre diga: “Yo te adopto como hijo mío muy amado”.

Así como en el Jordán Dios Padre revela que Jesús es su Hijo amado, mientras sobrevuela el Espíritu Santo, el Espíritu que los une en el amor de Padre a Hijo y de Hijo a Padre, así en la pila bautismal, el Nuevo Jordán, Dios Padre adopta como hijo adoptivo suyo muy amado al alma que se bautiza, donándole su Espíritu, el Espíritu Santo.

Es decir, la escena del Jordán, en la que el Bautista derrama agua sobre la cabeza de Jesús, al tiempo que se escucha la voz del Padre y se ve al Espíritu Santo sobrevolar sobre el Hijo de Dios en forma de paloma, es un modelo y anticipo del bautismo sacramental realizado por el sacerdote ministerial católico en nombre de la Iglesia: mientras el sacerdote derrama agua en la cabeza del que se bautiza –preanunciada esta acción en el agua que el Bautista derrama sobre Jesús-, y pronuncia la fórmula bautismal –preanunciada en las palabras del Padre: “Este es mi Hijo muy amado”-, el Espíritu Santo sobrevuela invisible sobre el alma del que se bautiza –prefigurado en el sobrevuelo en forma de paloma sobre Cristo en el Jordán-, concediendo al alma la filiación divina, de manera tal que, luego del bautismo, la Iglesia Santa de Dios, la Esposa del Cordero, utilizando las mismas palabras del Padre en relación a Cristo, puede decir, refiriéndose al nuevo bautizado: “Este es mi hijo muy amado”.

El bautismo sacramental está entonces prefigurado en el modelo, que es el bautismo de Cristo, pero, ¿qué es exactamente el bautismo? En la sociedad secularizada de hoy, no se comprende ni se tiene en cuenta el altísimo significado del bautismo sacramental de la Iglesia Católica, y esto sucede no solo en quien no es católico, sino ante todo en quienes pertenecen a la Iglesia, pero no se dan cuenta de su altísimo valor.

Tanto es así, que hay países -antes cristianos, y hoy inclinados al ateísmo-, en donde el bautismo todavía se da, pero nada más que como una práctica social, como un hábito cultural, ya que se encuentra despojado de todo contenido mistérico, de todo significado sobrenatural; en otros países, como en Holanda, los padres ya no bautizan a sus hijos, por lo que las parroquias se vacían gradualmente de fieles, al punto de tener que cerrar parroquias, no solo por falta de sacerdotes, sino por falta de fieles, y faltan fieles porque los niños no se bautizan más, y no se bautizan más porque se ha apostatado de la verdadera religión.

No hemos respondido todavía a la pregunta: ¿qué es el bautismo? Mucho más que un acontecimiento social, mucho más que un hábito cultural de una sociedad que se dice cristiana, el bautismo es la nueva vida, el “nacimiento de lo alto” (cfr. Jn 3, 3), del que habla Jesús, porque el bautismo es la incorporación al cuerpo místico de Cristo por el Espíritu Santo, y al ser incorporados al Cuerpo de la Cabeza, el cristiano es animado por el mismo Espíritu de la Cabeza, Cristo Jesús, el Espíritu Santo, y como el Espíritu Santo es un Espíritu vivo, que es la fuente de la vida divina, de la vida de Dios, esto significa ser informados y animados por una nueva vida, la vida del Espíritu de Dios. El bautismo representa la deificación, el inicio de la conversión en Dios del alma.

El bautismo nos incorpora orgánicamente al cuerpo de Cristo, nos hace miembros suyos, nos injerta en Él, así como el sarmiento se injerta en la vid, y así como el sarmiento injertado recibe la savia, que es vida para él, así el cristiano incorporado a Cristo, recibe de Él la savia, que es el Espíritu, la vida nueva en el Hombre-Dios.

Pero a esta incorporación orgánica al cuerpo de Cristo, obrada por el Espíritu Santo, es necesario vivificarla, darle vida, y esto se logra por medio de la fe[1]. La fe es la respuesta del sarmiento a la savia que ingresa en él; es la respuesta del cristiano a la gracia que le fue comunicada en el bautismo; la fe es absolutamente necesaria, porque es la fe la que lleva a obrar de acuerdo a lo que se cree, y es lo que hace que el sarmiento se mantenga unido a la vid.

¿Por qué tantos cristianos se alejan de la Iglesia? ¿Por qué tantos cristianos se acercan a los ídolos, a la superstición, a los falsos dioses[2]? Porque se han olvidado de su bautismo, porque han dejado en el olvido su condición de hijos de Dios, y han apagado la fe en el Dios verdadero. ¿Por qué hay tanta oscuridad en los corazones y tanta maldad? ¿Por qué ha crecido tanto la superstición, el ocultismo, la brujería, la idolatría del poder, del dinero? ¿Por qué disminuyen cada vez más los porcentajes de asistencia a misa, mientras crecen las asistencias a los cultos falsos? Todo sucede por un solo motivo: porque los cristianos nunca tomaron en serio su bautismo, su condición de hijos de Dios, su filiación divina, su incorporación a Cristo, Hombre-Dios; porque los cristianos ocultaron el sello del bautismo como una marca vergonzosa; porque los cristianos prefieren llamarse “mundanos” y aparecer como uno más del mundo, antes que mostrarse ante el mundo como lo que son, como hijos de Dios Padre, hermanos de Dios Hijo, y templos de Dios Espíritu Santo.

Hoy en día se asiste a una apostasía generalizada en la Iglesia Católica, porque se ha dejado de lado el contenido mistérico del bautismo, tomándolo no como la auto-revelación de Dios, quien se auto-manifiesta como Trinidad de Personas en Unidad de naturaleza, sino como un hábito cultural sin fuerza normativa, pero la secularización y apostasía del cristiano no se debe a que solo se ha dejado de lado al bautismo como misterio trinitario, sino que se ha dejado de lado a la misa como manifestación de la Trinidad, para verla como un pesado y aburrido deber religioso al cual se puede tranquilamente dejar de lado por cosas más “interesantes” para hacer.

No se ve que la misa, al igual que el bautismo de Jesús en el Jordán, y al igual que el bautismo del cristiano en la Iglesia, es una manifestación de la Trinidad: el Padre envía a su Hijo al altar, el Hijo se encuentra en la Hostia, el Espíritu Santo sobrevuela espirado por el sacerdote ministerial, en cuanto obra in Persona Christi. Obrar in Persona Christi es obrar en la Persona de Cristo, y la Persona de Cristo espira el Espíritu Santo junto al Padre; el sacerdote espira el Espíritu Santo en la consagración.

No se ve, ni a la misa, ni al bautismo, como obras de la Trinidad de las Divinas Personas en medio de su Iglesia, sino como ritos vacíos de contenido, como hábitos sociales y culturales de una época pasada. Es esta visión secularizada de la misa y del bautismo lo que ha sumergido al mundo en las tinieblas en las que se encuentra.

Al celebrar el Bautismo del Señor, recordemos nuestro bautismo, y pidamos en la Santa Misa a Cristo, que pide por nosotros, que se encienda en nuestros corazones la llama de la fe, para que nuestro bautismo se reavive en nuestro nosotros, y así podamos obrar en el mundo las obras de la luz, las obras de los hijos de Dios.



[1] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, …

[2] Hace unos días, en Corrientes, asistieron unas 250.000 personas al “santuario” del Gauchito Gil, lo cual representa un aumento de casi el 50% con respecto a la asistencia de hace dos años. Cfr. diario Clarín, edición digital del 10 de enero de 2010. ¿Cuántos miles de estos 250.000 son cristianos católicos, que ofenden su dignidad de hijos de Dios creyendo en una superstición?