lunes, 28 de febrero de 2011

El que por Mí dejare todo recibirá vida eterna y tribulación


“El que por Mí dejare todo recibirá vida eterna y tribulación” (cfr. Mt 19, 23-30). Pedro pregunta qué parte le tocará a los que todo lo dejen por Él y por el Evangelio, y Jesús responde que el que deje todo –casa, madre, padre, hermanos, posesiones-, a causa suya y del evangelio, recibirá, ya en esta vida, el ciento por uno, y en la otra, la vida eterna. Pero, también aclara, que recibirá todo esto “con persecuciones” o “con tribulaciones”, según las traducciones y en pasajes paralelos.

El cristiano, es decir, quien siga a Cristo, dejando tras de sí toda su historia personal, todos sus afectos, su madre, su padre, sus hermanos, su patria, por el evangelio, recibirá el ciento por uno ya en esta en vida, más la vida eterna, pero con tribulaciones.

Hay dos elementos que generalmente se nos escapan de la respuesta de Jesús: por un lado, la desproporción de lo que significa dejar todo lo humano y terrestre, por bueno que sea –familia, propiedades, bienes, amigos- y recibir a cambio la vida eterna-, y por otro, el hecho de recibir, ya en esta vida, cien veces más de lo que se dejó, pero acompañado de tribulaciones.

Es importante tener en cuenta el hecho de las tribulaciones, porque las tribulaciones significan una participación directa a la tribulación de la Pasión y de la cruz. Además, las tribulaciones de las que habla Jesús se relacionan directamente con la parábola del sembrador.

Se debe tener en cuenta las palabras de Jesús –recibirá con “tribulación”-, además de la parábola del sembrador, sobre todo cuando dice que las aves del cielo consumen las semillas sembradas en la tierra fértil por el sembrador, en ciertas circunstancias de la vida, sobre todo cuando al cristiano se le presentan dificultades en la vida.

En estos momentos, el cristiano acude a Jesucristo, o a María o a los santos, para pedir justamente que le sea quitada una parte de la promesa: la tribulación.

Pero la tribulación en esta vida es parte esencial del ser cristiano, porque es una participación a la Suprema Tribulación de la cruz.

El cristiano no debería acudir a Jesucristo para que le concediera el fin de las penas, de los dolores, de la curación milagrosa de los males que padece; sí puede pedirlo, pero lo que debe pedir ante todo, es participar, con corazón agradecido, de la Suprema Tribulación de la cruz.

“El que por Mí dejare todo recibirá vida eterna y tribulación”. Al acudir a los pies del altar, al acudir a la renovación del sacrificio de la cruz, al dejar todo nuestro ser y toda nuestra vida, recordemos las palabras de Jesús, y no pidamos que nos sea quitada la corona de espinas, la cruz y los clavos, que constituyen nuestro paso a la vida eterna, que son nuestro lazo de unión con el Señor atribulado en la cruz.

domingo, 27 de febrero de 2011

Para subir a la cruz como para recibir la Sagrada Comunión, es necesario venderlo todo y darlo a los pobres


“Vende cuanto tienes dáselo a los pobres y sígueme” (cfr. Mc 10, 17-27). Un joven le pregunta a Jesús qué es lo que tiene que hacer para ganar la vida eterna. Jesús le cita los Mandamientos de la ley de Moisés, a los cuales el joven responde que los ha cumplido desde que era pequeño. Por esta respuesta, se puede ver que el joven es alguien bueno, pues ha buscado desde muy chico obrar el bien.

Pero el joven ha vivido y ha cumplido los Mandamientos de la Ley Antigua, y ahora Jesús viene a dar un nuevo mandamiento, el mandamiento de la caridad, del amor a Dios y a los hombres según el amor suyo, que es un amor de cruz. A partir de Jesús, ya no basta con ser “buenos” para ganar la vida eterna: se necesita ser “santos”, es decir, es necesario recibir la vida de la gracia que brota de Él como de su fuente y así, con la vida de la gracia, seguir a Jesús camino del Calvario, y subir a la cruz, para morir a esta vida y nacer a la vida eterna.

Pero sucede que para seguir a Jesús y subir a la cruz, es necesario el desprendimiento de todo, para imitar la pobreza de Cristo en la cruz. Cristo, en la cruz, no posee ningún bien material que sea de su propiedad: el lienzo con el cual está cubierto, que es la única prenda que lleva puesta, pertenece a su Madre, ya que según la Tradición, la Virgen, al ver que los soldados despojaban a su Hijo de su túnica y de sus vestimentas, se quita el velo para que Jesús pueda cubrirse. Tampoco los otros bienes materiales de la cruz son de Jesús: la cruz de madera en donde está crucificado Jesús, la tablilla de madera en la que está escrito “Este es el Rey de los judíos” (cfr. Lc 23, 38), los clavos de hierro, que sostienen el Cuerpo sacrosanto de Jesús, atravesando sus manos y sus pies, y la corona de gruesas espinas, que horadan la el cuero cabelludo de Jesús, abriendo hilos de sangre que se deslizan por su cabeza y su rostro, nada de eso, es propiedad de Jesús, sino de Dios Padre, que es quien los dona a su Hijo, para que este pueda llevar a cabo el plan divino para la salvación de los hombres.

Nada posee Jesús que sea de su propiedad, aunque sí hay algo que es suyo, de su propiedad, algo que sí le pertenece, y son sus heridas -que llegan a 5480, según sus revelaciones a Santa Brígida-, entre las que se destacan las heridas de las manos y de los pies, de la cabeza, y del costado traspasado.

“Si quieres ganar la vida eterna, anda, vende cuanto tienes, dáselo a los pobres y sígueme”. También a nosotros nos dice Jesús lo mismo, también a nosotros nos mira con amor y nos pide que dejemos todo en esta vida, porque a la otra nada material habremos de llevarnos, sino solo las obras hechas en el amor de Dios, al más necesitado.

No se puede subir a la cruz con pesados bienes materiales, y es por eso que el joven del evangelio, educado en la Ley Antigua, no puede comprender las palabras de Jesús, y se retira entristecido.

Que no nos suceda lo mismo, porque así como para subir a la cruz hay que estar despojados de los bienes materiales y tener un corazón en gracia, así también para recibir la Sagrada Comunión.

viernes, 25 de febrero de 2011

No se puede servir a Dios y al dinero

La adoración del becerro de oro
Nicolás Poussin

“No se puede servir a Dios y al dinero, porque se amará a uno y se odiará al otro” (cfr. Mt 6, 24-34). Jesús nos habla de la clara incompatibilidad que existe entre Dios y el dinero: o uno u otro, pero no los dos juntos, y el motivo es que, sirviendo a los dos, el corazón del hombre se decide por el amor de uno solo, mientras que odia al otro.

El episodio bíblico que confirma la exactitud de las palabras de Jesús es la adoración del becerro de oro: mientras Moisés sube al Monte Sinaí para recibir la Ley, es decir, la Voluntad de Dios para el hombre, los judíos funden el oro y construyen un becerro, al cual adoran idolátricamente (cfr. Ex 34, 27-28), en clara señal de desprecio a Dios y a su Voluntad.

Los hebreos habían sido elegidos por Dios para que lo adorasen, y en cambio ellos, contrariando la Voluntad divina, se postran en adoración al dinero, representado en el becerro de oro.

Jesús prohíbe la idolatría del dinero, pero esta prohibición de amar al dinero no es solo de orden moral, es decir, no lo hace porque simplemente implica un desvío de la conducta, es decir, porque la persona se convierte en avara o codiciosa: detrás del dinero se encuentra el demonio, que usa el dinero como cebo para hacer caer al hombre en la trampa de la vanidad primero y de la soberbia después. Y un alma soberbia, es un alma que se dice a sí misma que no necesita de Dios, lo cual constituye una repetición y una participación del pecado de soberbia que le valió al demonio ser expulsado de la Presencia de Dios.

La trampa que se esconde detrás del dinero puede vislumbrarse muy bien en los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, sobre todo en la meditación llamada “Dos banderas”: allí se presenta el combate entre el Cristo glorioso, “Sumo Capitán de los buenos” contra Satanás, “caudillo de los enemigos”, y puede verse que un elemento esencial del ejército de Satanás es el dinero, así como en el ejército de Jesucristo es la pobreza espiritual y, si es necesario, la material.

Según San Ignacio, los dos jefes de estos ejércitos espirituales “llaman” a las almas para que formen de sus respectivos ejércitos. El modo de llamar es distinto en uno y otro caso: el demonio llama “a innumerables demonios”, a los cuales los “esparce” por todas las ciudades y poblados del mundo, no dejando ni provincia, ni lugar, ni estado, ni persona alguna en particular” (EE. 140), y para atraer a las personas a su bando, les dice a los demonios que echen “redes y cadenas” a los hombres, tentándolos con la codicia de riquezas, para que vengan al vano honor del mundo, y después en crecida soberbia, de manera que el primer escalón sean las riquezas, el 2º, de honor, el 3º, de soberbia, y de estos tres escalones induce a todos los otros vicios.

El dinero entonces actúa como un cebo que atrae al hombre hacia su ruina espiritual, ya que lo induce a desear la vanagloria del mundo, proporcionada por el dinero, y luego al desprecio de Dios.

Nuestro Señor, por el contrario, elige a personas, apóstoles, discípulos, amigos suyos, y los envía por todo el mundo, esparciendo su sagrada doctrina por todos los estados y condiciones de personas, y les dice que traigan a los demás por medio de una “suma pobreza espiritual” y si fuera voluntad divina, a la pobreza actual; “segundo, a deseo de oprobios y menosprecios, porque de estas dos cosas se sigue la humildad; de manera que sean tres escalones: el primero, pobreza contra riqueza; el segundo, oprobio o menosprecio contra el honor mundano; el tercero, humildad contra soberbia; y de estos tres escalones induzcan a todas las otras virtudes” (EE, 146).

Los tres escalones de San Ignacio, con los cuales el demonio intenta arrastrar a los hombres a la perdición eterna: bienes materiales –dinero-, honor mundano, soberbia.

Son tres escalones opuestos a los de Jesucristo, con los cuales Él quiere atraer a los hombres a la unión con Dios Uno y Trino: pobreza espiritual y material, deseo de ser menospreciado, humildad.

La riqueza no es nunca una bendición de Dios, sino una gran prueba que hay que superar, y el modo de superar la prueba es donando de la propia riqueza, según lo permita el estado de vida, hasta llegar a la pobreza de Cristo en la cruz. La riqueza material, el dinero, los bienes materiales, no son nunca una bendición de Dios, sino una prueba, y la prueba sólo se supera si el alma consigue desprenderse de todo para alcanzar la pobreza de la cruz, para tener los mismos bienes que tiene Jesús en la cruz.

Jesús no tiene absolutamente ningún bien material en la cruz, porque el lienzo con el cual cubre sus partes íntimas no es de Él, sino de su Madre, ya que es el velo que usaba la Virgen, el que Ella le da cuando, piadosa, y desgarrado su Corazón Inmaculado, ve a su Hijo despojado de toda vestimenta.

Los otros bienes materiales que Jesús posee en la cruz son los clavos de hierro, la cruz de madera, la corona de espinas, el cartel que indica que es el “Rey de los judíos” (cfr. Lc 23, 38), aunque todos estos bienes han sido proporcionados por Dios Padre, para que su Hijo amado lleve a cabo el designio eterno de la salvación de los hombres.

Lo único que sí posee Jesús como propiamente suyo, de su propiedad, son sus heridas -5480, según la revelación del mismo Jesús a Santa Brígida de Suecia-, entre las cuales se destacan las de las manos, las de los pies, las de la cabeza coronada de espinas, y la del costado traspasado.

Son estos bienes a los cuales el cristiano debe aspirar, y a ningún otro que no sean estos.

Sin embargo, hoy en día, son una gran mayoría los cristianos que, en vez de postrarse en adoración al Cordero místico, Jesús Eucaristía, repiten el pecado de idolatría del Pueblo Elegido en el Monte Sinaí, y se postran en adoración ante los modernos dioses paganos, el dinero, la fama mundana, los bienes materiales, el poder, el placer, y así lo que domina con violencia sus corazones es la codicia, la avaricia, la soberbia, y todo género de mal.

En vez de adorar al Cordero de Dios en la Eucaristía, muchos cristianos, contaminados por el pensamiento mundano, se alejan de la Iglesia, de la confesión, de la Santa Misa, alejándose, de modo voluntario, de la única Fuente inagotable de amor, paz, serenidad y felicidad, que sólo Jesús Eucaristía puede dar.

jueves, 24 de febrero de 2011

No separe el hombre lo que Dios ha unido


“Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre” (cfr. Mc 10, 1-12). Dios ha unido al hombre al crearlo en dos corporeidades sexuadas distintas, hembra y varón, pero también lo ha unido por la gracia, al santificar la unión natural por el sacramento del matrimonio.

En ambas uniones está la imagen de Dios: en la unión del hombre y de la mujer, de cuyo amor nace el hijo como fruto y corona del amor esponsal, está la imagen de Dios Uno y Trino: así como en Dios hay comunión de personas unidas por el amor, así en la familia formada por la unión del varón con la mujer, de la cual nace el hijo, hay comunidad de personas unidas por el amor.

El varón y la mujer, unidos en matrimonio para formar una familia, completan entonces la imagen de Dios en el hombre, que ya en su soledad originaria había sido creado “a imagen y semejanza” suya (cfr. Gn 1, ), al ser dotados de inteligencia y de voluntad, es decir, de capacidad de pensar y de amar, reflejos lejanos y pálidos, pero reflejos al fin, de la Sabiduría y del Amor divinos.

Pero además, la unión por el matrimonio sacramental, entre el varón y la mujer, es imagen de otra unión esponsal, mística, sobrenatural, celestial, anterior a toda unión esponsal terrena, la unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, y este es otro motivo por el cual esta imagen esponsal, unida por Dios, no debe nunca separarse ni romperse, puesto que se desune o se rompe una imagen querida y deseada por Dios.

Hoy el hombre no solo desune lo que Dios ha unido, sino que une lo que Dios jamás pensó en unir, imitando, de modo simiesco y demoníaco, la acción divina, contrariando libre y voluntariamente los designios de felicidad, de amor y de paz que Dios tiene para él.

“Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre”. “Lo que Dios ha separado, no lo una el hombre”. Hoy el hombre separa lo que Dios ha unido, y une lo que Dios ha separado, porque la mentalidad atea y agnóstica de nuestros días ve, en los mandatos divinos, una opresión injusta y un yugo insoportable, de lo cual hay que liberarse lo antes posible, haciendo exactamente al revés de lo que Dios ha estipulado, en una imitación infame de la rebelión demoníaca en los cielos, buscando de destrozar y de borrar todo vestigio de imagen divina que haya en su alma.

Tarde comprenderán los hombres, si es que lo llegan a comprender, que cuando Dios manda algo, no es para oprimirlo, sino para liberarlo, y no es para angustiarlo, sino para hacerlo plenamente feliz, con una felicidad insospechada.

La destrucción de la imagen de Dios en el hombre, estampada por la Sabiduría divina en el varón y en la mujer, en el matrimonio monogámico y en el matrimonio sacramental, traerá a la humanidad, en un futuro no muy lejano, dolores atroces, como no los ha habido hasta ahora.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Si tu ojo es ocasión de pecado, arráncatelo


“Si tu ojo (…) tu mano (…) tu pie (…) es ocasión de escándalo arráncatelo” (cfr. Mc 9, 41-50). Una interpretación material y literal del consejo de Jesús, lejana por lo tanto a la intención divina, llevada a su aplicación práctica y concreta, se traduce en la amputación de la mano al ladrón. Es lo que sucede, por ejemplo, en casos extremos de religiones humanas extremas, no dictadas por Dios, sino inventadas por la mente humana.

No es esta la intención de Jesús, ni es el sentido de sus palabras.

Lo que Jesús nos quiere hacer ver con estos consejos, es la extrema delicadeza de la Ley Nueva de la gracia: si antes, para ser condenado, se debía cometer un homicidio, es decir, se debía llegar al extremo de la eliminación física de alguien, ahora, con la Nueva Ley, mucho más delicada y eminentemente espiritual, la falta, hecha aunque sea espiritualmente –una mirada, por ejemplo, de una página pornográfica-, sin necesariamente tener que quitar la vida física a otro hombre, lleva como castigo una pena que es mucho más dura que la pena de muerte, y es la condenación eterna en el infierno en la otra vida.

Cuando Jesús entonces habla de “arrancarse uno mismo el ojo”, “cortarse uno mismo la mano”, o “cortarse el pie”, no está hablando de una acción realizada sobre el mero cuerpo físico; es decir, no está diciendo que se debe aplicar el hierro o el bisturí sobre la materia orgánica.

Sin embargo, no disminuye la exigencia, porque sus palabras están dirigidas al nivel más profundo del hombre, su alma, su principio vital: está hablando de la negación de los sentidos a los placeres del mundo. De otro modo, es decir, sin la práctica ascética, sin la mortificación de los sentidos, sin la penitencia, sin el ayuno corporal, de nada valdría la amputación de un miembro, o el vaciamiento de la cuenca de un ojo, porque sería una acción puramente material, sin incidencia en el espíritu.

Por el contrario, apuntando al principio vital del cuerpo y de los sentidos, el alma, y exhortando a la penitencia y a la mortificación, se persigue que sea el alma la que, purificada por la penitencia –este sería el equivalente espiritual a la acción material de arrancar un ojo o cortar una mano-, no sólo se cuide de obrar torpemente por medio de los miembros del cuerpo, sino que toda ella, preparado el campo por la ascesis, y santificada por la gracia, alabe, junto con el cuerpo al que ella anima, a su Dios y Creador.

Es este el sentido de las palabras de Jesús, y es esta la plena y vigente actualidad de la penitencia, de la mortificación, del ayuno corporal: purificar el alma, y con el alma el cuerpo con todos sus sentidos, para recibir el don de la gracia divina.

lunes, 21 de febrero de 2011

Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella


“Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (cfr. Mt 16, 13-19). En la elección de Simón Pedro como primer Papa, Jesús da las dos notas que habrán de caracterizar el papado: la unidad de la fe, y la solidez espiritual de la Iglesia comandada por él: tan sólida, que las potentes fuerzas del infierno, desencadenadas contra ella a lo largo de la historia, y con particular fuerza hacia el fin de los tiempos, no podrán hacerle nada.

Ambas características le vienen al Papa de ser algo más que un líder religioso: el Papa, a diferencia de lo que pudiera parecer, sólo exteriormente se asemeja a los otros jefes de iglesias: él es el punto central de la Iglesia, y es el fundamento sobre el cual se edifica todo el edificio espiritual de la Iglesia; por el Papa, la Iglesia se asegura de descansar en el Hombre-Dios Jesucristo y en el Espíritu Santo[1]. El Papa es la garantía por la cual la Iglesia está segura de reposar en Cristo y en el Espíritu Santo; el Papa garantiza la unión de todos los bautizados en la unidad de la fe, puesto que posee, como don dado por el mismo Cristo, una infalibilidad sobrenatural en materia de fe y de moral. Jamás podrá el Papa equivocarse en la fe y en la moral; jamás podrá el Papa equivocarse en el afirmar la esencia íntima de Dios como Uno en naturaleza y Trino en Personas; jamás podrá equivocarse en afirmar la constitución de Jesucristo como Hombre-Dios, es decir, como Dios Hijo encarnado, que se encarna para cumplir su misterio pascual de muerte y resurrección, y que prolonga su encarnación en el misterio de la Eucaristía; jamás podrá el Papa equivocarse en afirmar que la Virgen es Inmaculada desde su Concepción y que es la Madre de Dios, y que es Medianera de todas las gracias.

Jamás podrá equivocarse en materia de moral, puesto que lo asiste el Espíritu Santo, y si en algo se equivoca, si en algo contraría al Magisterio de la Iglesia –si, en algún hipotético caso, llegara a afirmar algo contrario a la fe o a la moral-, es porque ese Papa es un falso Papa, perteneciente a una falsa Iglesia, pero jamás el verdadero Papa.

El Papa, como punto central de la Iglesia, como fundamento solidísimo sobre el cual la Iglesia reposa tranquila, con la seguridad de descansar en el Corazón mismo de Cristo, puede parecer externamente como un líder religioso más, igual a tantos otros.

Pero no debemos nunca confundir al Santo Padre con un líder mundial más, aún cuando sea el más destacado de todos, ni tampoco con un líder religioso, puesto que estas son estructuras humanas –civiles y religiosas, de religión natural- que sólo externamente asemejan al papado con los sistemas de gobierno elaborados por el hombre: el Papado refleja el ser sobrenatural y misterioso de la Iglesia[2], el hecho de ser la Iglesia no una sociedad religiosa más, sino la mística Esposa del Cordero, que recibe de su amado Esposo el don preciosísimo de su Cuerpo y de su Sangre en el santo sacrificio del altar.

Unidos al Papa, estaremos seguros de estar en Cristo y en el Espíritu Santo, y si nuestra fe vacila frente al misterio más grande y maravilloso de todos, el misterio eucarístico, digamos, junto a Pedro, con la fe de Pedro: “Tú eres Jesús, el Hijo de Dios encarnado, que prolonga su encarnación en la Eucaristía, y das la vida eterna a quien te recibe con fe y con amor”.


[1] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Editorial Herder, Barcelona 1964, 584.

[2] Cfr. ibidem, 583ss.

domingo, 20 de febrero de 2011

Señor, Tú puedes convertir el pan del altar en Tu Cuerpo, y el vino en Tu Sangre


“Todo es posible para el que tiene fe” (cfr. Mc 9, 14-29). Un hombre acude a Jesús para implorarle que expulse al espíritu maligno que ha tomado posesión del cuerpo de su hijo. En un momento del diálogo, le dice: “Si puedes, haz algo”. Con esta expresión, el hombre expresa, por un lado, su fe en Jesús, pero por otro, expresa también una cierta duda en su fe, ya que si dice: “Si puedes”, y luego, más explícitamente: “Tengo fe, pero dudo”, es decir, es una fe vacilante. Esta incertidumbre es la que motiva la respuesta de Jesús: “¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe”, como diciéndole: “Sé fuerte en tu fe, y Yo, que puedo hacerlo, haré el milagro para ti”. Llevado por estas palabras, el hombre, aunque no lo dice el evangelio, con toda seguridad ve aumentada y fortalecida su fe

Inmediatamente después, Jesús expulsa al demonio, liberando al hijo.

El episodio todo nos habla por lo tanto acerca de la necesidad de que la fe del cristiano sea fuerte, sin vacilaciones, puesto que esta es la condición para obtener los milagros de parte de Jesús. Movido por las palabras de Jesús, que lo exhorta a tener más fe, el hombre ve aumentada su fe, y recibe de Jesucristo lo que pedía, la liberación de su hijo.

Ahora bien, el cristiano está llamado a tener una fe mucho más fuerte que la de simplemente creer que Jesucristo tiene el poder, en cuanto Dios, para expulsar demonios.

Eso es una muestra, podría decirse, accesoria y secundaria de su poder divino. Jesús, en cuanto Hombre-Dios, tiene el poder para hacer algo infinitamente más grande que esto, y es el convertir el pan en su Cuerpo, y el vino en su Sangre, y es esta fe en su poder y en su misericordia, la que debe tener el cristiano.

Esta fe no es una fe humana; es la fe de la Iglesia, y es Ella quien dice: “Señor, Tú puedes obrar el milagro más asombroso de todos los milagros; Tú puedes, con tu Omnipotencia, y con Tu Amor infinito, convertir una materia sin vida, la del pan y la del vino, en Tu Cuerpo y en Tu Sangre; Tú puedes hacer que allí, en la patena, donde simplemente hay pan, deje de haberlo, para que empiece a estar Tu Cuerpo resucitado; Tú puedes hacer que allí, en el cáliz del altar, en donde sólo hay vino, por la consagración, por el poder de Tu Espíritu, esté Tu Sangre divina. Señor, Tú puedes hacerlo, ten misericordia de nosotros, los hombres, que vivimos “en tinieblas y en sombras de muerte”, y baja desde el cielo a la Eucaristía, para venir luego a nuestros corazones. Tú puedes hacerlo, Tú eres el Hombre-Dios”.

sábado, 19 de febrero de 2011

Quien comulga y no ama a su enemigo, comete sacrilegio



“Ama a tus enemigos” (cfr. Mc 8, 34). El mandato de Jesucristo demuestra su origen divino, pues es imposible cumplirlo humanamente. Si bien los judíos conocían el precepto del amor al prójimo (cfr. Lv 19, 18), el concepto de “prójimo” estaba limitado a aquellos que compartían la raza y la religión, y por lo tanto quedaban excluidos todos los demás hombres, y con mucha mayor razón, los enemigos.

Jesucristo elimina esta restricción, y hace este mandato de alcance universal, aunque le agrega algo que no estaba contenido en el mandamiento mosaico: no solo manda amar a todo hombre, más allá de la raza y de la religión, sino que manda amar al “enemigo”, y no de cualquier forma, sino “como Él nos ha amado” (cfr. Jn 13, 34), es decir, con un amor de cruz, y el amor de la cruz es un amor divino, que brota del corazón mismo de Dios Uno y Trino.

El amor con el cual el cristiano debe amar a su enemigo no es un amor humano, sino el amor divino que pasa por el amor humano del Corazón de Jesús, traspasado en la cruz, que en el momento de ser traspasado deja escapar, como un torrente incontenible, la inmensidad infinita del amor misericordioso de Dios, que se derrama sobre las almas humanas.

En esto radica la novedad absoluta del mandato del amor cristiano, en que el amor con el que los cristianos deben amar a su prójimo, incluido el enemigo. Esto da un indicio de que la religión cristiana no es de origen humano, sino divino, porque sólo con el amor de Dios se puede perdonar a quien es enemigo.

Un enemigo, por definición, es alguien a quien no se puede amar, porque precisamente falta el amor de amistad, y esa ausencia de amor de amistad, hace que ese prójimo, en vez de amigo, sea enemigo, es decir, un contrario, un adversario. Humanamente, es imposible amar a un enemigo; a lo sumo, se puede tener para con él respeto, o buen trato –por ejemplo, en una batalla, cuando el enemigo es nuestro prisionero-, pero de ninguna manera se lo puede amar.

Por eso muchos dicen que Jesús manda algo imposible, porque no se puede amar a quien es un enemigo. Pero Jesús no manda nada imposible, y si Él manda a amar a los enemigos, es porque Él fue el primero que dio el ejemplo, dando su vida por los hombres, que eran enemigos de Dios a causa del pecado, pero sobre todo, porque Él, desde la cruz, da aquello que hace posible amar al enemigo, y es la gracia divina. Sólo por medio de la gracia divina, que transforma el corazón humano en un nuevo corazón, que es una imagen y una copia del Sagrado Corazón de Jesús, puede el hombre amar a su enemigo.

Pero hay algo más que debemos tener en cuenta en relación a este mandato de Jesús: antes que cualquier diferencia que podamos tener con nuestro prójimo, debemos preguntarnos siempre si no es acaso nuestro prójimo él también hijo de Dios por la gracia, nacido de Dios y por lo tanto imagen suya.

Por la gracia, nuestro prójimo es nuestro hermano, con un lazo de hermandad más fuerte que la hermandad carnal, y es además un miembro vivo de Jesús Cristo[1], adquirido por Dios al precio de una vida divina, y por lo tanto tan valioso a los ojos de Dios como el mismo Jesucristo.

Por la gracia, por la vida divina que hemos recibido en el bautismo, somos todos uno en Cristo y en Él somos todos un solo Cuerpo, animados por el Espíritu de Cristo como el alma anima el cuerpo; por la gracia somos todos hijos de Dios, hermanos en Cristo, piedras del mismo divino templo y miembros del único Cuerpo Místico de Cristo, porque Dios, como hace una madre con sus hijos, nos une a Sí mismo en su seno y en su corazón[2].

¿Podemos amar a Cristo sin amar al mismo tiempo a sus hermanos y miembros que son en Él y que viven en Él y con Él, y que son animados por su mismo Espíritu? No es posible, y es por esto que San Juan dice que quien dice amar a Dios, a quien no ve, pero no ama a su hermano, a quien ve, es un “mentiroso” (cfr. 1 Jn 4, 20).

Jesucristo no sólo proclama, sino que da el ejemplo con la entrega de su vida por cada uno de nosotros en la cruz. Él mismo pone en práctica lo que predica, ya que su muerte en cruz es realizada por nosotros, que por el pecado éramos enemigos de Dios. Por eso en la cruz, Jesucristo nos ama no sólo con su amor humano perfecto, sino también con el amor divino; su muerte en cruz significa entonces para nosotros el derramarse y el exteriorizarse en nuestro ser y en nuestra vida personal la plenitud del amor de la Trinidad. La efusión de Sangre de su Sagrado Corazón es el símbolo y el vehículo de la efusión del Espíritu Santo a partir del único Corazón de Dios[3], y es este Espíritu de Amor divino, que une en el amor al Padre y al Hijo, inhabitando en nosotros, nos comunica este amor divino y hace Él mismo de vínculo de unión que nos une a nosotros con Cristo y en Cristo a Dios Trino[4]. El misterio y el Amor substancial de la Trinidad de Personas revelado en Jesucristo es el fundamento de la caridad sobrenatural en la comunidad de personas humanas: “Como yo os he amado, vosotros también amaos los unos a los otros” (Jn 13, 34).

Si Cristo nos manda amar a nuestros enemigos, si Él nos da el ejemplo muriendo por nosotros para que de enemigos de Dios pasemos a ser hijos suyos, si Él nos da su gracia divina, la fuerza del amor divino para amar a nuestros enemigos, nada justifica en nosotros el no amar a nuestros enemigos, nada justifica en nosotros la más mínima sombra de hostilidad. Cuando obramos así, Cristo desde la cruz me mira y me reprocha mi dureza de corazón.

El amor con el cual debemos amar a nuestros enemigos, es un amor divino que debemos buscar, que debemos beber en su misma fuente divina, las heridas y el Corazón abierto de Jesús en la cruz, su Sagrado Corazón, glorioso y resucitado, que late con la fuerza del amor divino en la Eucaristía.

Toda la fuerza del amor divino, necesaria para amar a nuestros enemigos como Cristo nos pide, con su mismo amor, con un amor que lleve a la cruz, está en la Eucaristía. Quien comulga y no sólo no ama, sino que ni siquiera perdona a su enemigo, comete un sacrilegio, porque desperdicia y pisotea el Amor divino donado en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.


[1] Cfr. Scheeben, ibidem, 365.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 365.

[3] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, ...

[4] Cfr. Francois Varillon, Teología dogmática como Historia de la Salvación, Ediciones Paulinas, Bogotá 2 1968, 142.

viernes, 18 de febrero de 2011

Sigamos a Jesús en el camino del Calvario


“El que quiera venirse conmigo que tome su cruz y me siga” (cfr. Mc 8, 34ss). El seguimiento de Jesucristo no puede ser de cualquier modo: implica un gran esfuerzo, un gran sacrificio, y tan grande sacrificio, que cuesta la vida misma, porque la cruz es para seguir a Jesús camino del Calvario. Seguir a Jesús no es nunca una tarea fácil, porque lleva consigo el combate de las pasiones sin control, la erradicación de los vicios y la muerte del hombre viejo, como pasos previos para el nacimiento del hombre nuevo, el hombre regenerado por la gracia, el hombre que nace con un nuevo modo de nacer, con el “nacimiento de lo alto” (cfr. Jn 3, 3-7), es decir, del seno mismo de Dios Padre.

Seguir a Jesús quiere decir tomar la cruz y seguirlo camino del Calvario, para ser crucificado con Él, para que las pasiones, los vicios, el corazón oscuro, mueran todos en la cruz, para que así nazca el hombre celestial, el hombre que, estando en el mundo, no es del mundo (cfr. Jn 15, 18-21), porque ha nacido de lo alto y está destinado a los cielos eternos.

Tomar la cruz y seguir a Jesús quiere decir luchar contra la propia impaciencia, contra el enojo, contra el rencor, contra la pereza, contra la avaricia, contra la codicia, contra la envidia, contra la indiferencia hacia el prójimo más necesitado, y todo esto, no simplemente para ser “mejores”, o “más virtuosos”, o “más buenos”, sino para recibir la plenitud de la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios. La crucifixión es el requisito indispensable y necesario para que la gracia penetre en el alma y la ilumine con la luz divina, transformándose para el alma en un nuevo principio vital, que informa el ser del hombre y lo guía hacia la vida eterna.

Muchos pueden creer que el cristianismo es algo fácil, que basta con recibir el bautismo, y con hacer la comunión y la confirmación, para luego continuar como si nada hubiera pasado, como si nada se hubiera recibido. De hecho, en la actualidad, la gran mayoría de los bautizados vive como si nada hubiera recibido, como si no hubieran sido hechos hijos de Dios por el bautismo, como si nunca hubieran ido a catecismo, como si nunca hubieran comulgado. La gran mayoría de los bautizados vive como si Cristo no existiera, como si Él jamás los hubiera llamado a tomar su cruz y seguirlo camino del Calvario.

Pero son muchos también los cristianos que piensan que para el seguimiento de Cristo basta con venir a misa, con comulgar, con confesar, pero sin hacer el más mínimo esfuerzo por negarse a sí mismos, por luchar contra las pasiones, contra los vicios, incluso contra las imperfecciones. Muchos creen que basta con comulgar cada tanto, y que con eso ya son cristianos, pero no se preocupan por obrar la misericordia para con el prójimo: si son esposos, no se preocupan por perdonarse mutuamente; si son padres, no se preocupan porque sus hijos recen; si son hijos, no se preocupan por honrar a sus padres; si son hermanos, no se preocupan por amarse con verdadero amor fraterno.

“El que quiera venirse conmigo que tome su cruz y me siga”. El seguimiento de Cristo implica la agonía y la muerte, no de la vida terrena, que eso lo dispone Dios, sino de las pasiones, de los vicios y de las malas inclinaciones. Sólo quien luche contra sí mismo, y busque ser misericordioso para con el prójimo, será quien muera con Cristo en la cruz, en el Calvario, y nazca a una vida nueva, la vida de hijos de Dios, la vida eterna, que comienza en esta vida, en este tiempo, pero que se despliega en toda su plenitud y en toda su intensidad en la vida eterna.

sábado, 12 de febrero de 2011

Hijo, no tienen más fe

"Se realizaron unas bodas en Caná de Galilea" (cfr. Jn 2, 1-11). Jesús y la Virgen son invitados a unas bodas en Caná de Galilea. En el transcurso de las mismas, se produce un imprevisto para los esposos: se quedan sin vino. La falta de vino en unas bodas significa un gran contratiempo, pues no puede ser reemplazada por cualquier bebida, debido a la condición misma del vino, la de ser una bebida de especiales características, que se usa para ocasiones especiales y para grandes ocasiones. Debido a que es algo costoso y que se obtiene con mucho sacrificio, y porque "alegra el corazón del hombre", como dice la Escritura (cfr. Sal 104, 15), es muy apreciado. Su presencia le da a la fiesta un carácter más alegre, mientras que su ausencia disminuye en algo ese tono festivo.

La Virgen María se da cuenta de lo que ha sucedido, y se lo dice a su Hijo Jesús: "Hijo, no tienen más vino", pero Jesús, contrariamente a lo que podría parecer, no quiere saber nada de lo sucedido: "¿A ti y a mí, qué, mujer?", es decir: "Si se han quedado sin vino, eso no es asunto ni tuyo, ni mío, Madre". Jesús no puede ser más directo en demostrar su desinterés por la situación, y es Él mismo quien aclara el motivo de su desinterés: "Mi hora no ha llegado". No es la hora dispuesta por el Padre eterno, y es por eso que Jesús no quiere hacer el milagro. Sin embargo, ante la insistencia de su Madre, la Virgen, termina por hacer el milagro, convirtiendo el agua de las tinajas en vino, adelantando la hora dispuesta por el Padre.

En este episodio evangélico, con su milagro, hay varias enseñanzas venidas de lo alto: por un lado, el poder de la intercesión de la Virgen ante su Hijo Jesús: es tan grande el poder intercesor que tiene la Virgen, que Dios Hijo, en acuerdo con Dios Padre, decide adelantar la hora fijada para su manifestación ante el mundo, y realiza su primer milagro público.

De esto aprendemos a tener una grandísima confianza en la Virgen y en su poder de intercesión ante su Hijo Jesús por nosotros; y si María obtuvo de su Hijo un milagro menor, como el de convertir el agua en vino, para dar contento a unos esposos, ¿no habrá de interceder, acaso, por algo mucho más importante, como el milagro de la conversión propia, de los seres queridos, y de todos los pecadores? Y si Jesús accedió a obrar un milagro menor, la conversión de agua en vino, por pedido de su Madre, porque no era su hora, y aún no teniendo Él la disposición para hacerlo, expresando directamente su desinterés, ¿no accederá a hacer el milagro de la conversión que le pidamos, por intermedio de la Virgen, cuando ya ha llegado la hora de la salvación, y cuando Él ha demostrado, donando su Sangre desde su Corazón traspasado, que quiere salvar a todos porque esa es la voluntad explícita de Dios Padre?

Por otro lado, en este milagro de la conversión del agua en vino se puede ver una alegoría a la diferencia que hay entre el matrimonio natural, el que se verifica entre los paganos, y el matrimonio sacramental: la diferencia es la misma que la diferencia que hay entre el agua y el vino.

En el matrimonio natural, el celebrado entre paganos, en donde no hay unión sacramental, no se da la incorporación mística de los esposos a la unión sobrenatural y mística que se da entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, y por lo tanto, no hay ese flujo de gracia divina que de esta unión surge. En el matrimonio natural, los esposos se unen con un amor natural, y ante la sociedad son un signo que manifiesta la sabiduría de Dios, que ha creado al hombre varón y mujer para que el fruto de su amor se corone con los hijos. En el matrimonio sacramental, por el contrario, los cónyuges se vuelven partícipes y reciben un amor sobrenatural, celestial, divino, el amor de Cristo Esposo por su Esposa la Iglesia, y se vuelven ante el mundo signo de ese amor sobrenatural, que debe poseer sus mismas e idénticas características: como el amor de Cristo por su Esposa, la Iglesia, el amor de los esposos cristianos debe ser fiel, casto, puro, indisoluble, fuerte, y tan fuerte, que sea capaz de llevar a la cruz. Pero además, en el matrimonio sacramental, los esposos

Se puede ver también una alegoría sobre lo que significa tener fe y no tenerla: la ausencia de fe hace al alma insípida, como el agua, mientras que la presencia de la fe convierte al alma en algo delicioso, como el vino. En el mundo de hoy, sobre el que se han abatido las tinieblas más densas que haya conocido la humanidad, las tinieblas del ateísmo, del indiferentismo, del rechazo y de la negación de Dios, se produce una situación similar a la de las bodas de Caná: se ha terminado el vino de la fe, no hay más fe en los corazones, no hay más caridad, y así, la frase de la Virgen: “Hijo, no tienen más vino”, se convierte en: “Hijo, no tienen más fe”. Y Jesús, atendiendo al pedido de su Madre, sólo porque es Ella quien se lo pide, obrará el prodigio de la conversión en las almas, derramando la sangre que brota de su Corazón traspasado en la cruz sobre los corazones de los hombres.

Por último, se puede ver una anticipación del más grande milagro, prefigurado en la conversión del agua en vino, y es el de la conversión del vino de la misa en la Sangre del Cordero, prodigio realizado por la Iglesia, a través del sacerdocio ministerial. Así como Cristo, Hombre-Dios, convirtió el vino en agua a través de su humanidad, comunicándole a esta el poder divino, así la Iglesia Santa, a través del sacerdote ministerial, convierte el vino del altar en la sangre del Cordero, por medio del poder del Espíritu Santo, que desciende en la consagración.