viernes, 4 de marzo de 2011

No todo el que dice "Señor, Señor", entrará en el Reino de los cielos


“No todo el que dice “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los cielos” (cfr. Mt 7, 21-27). Jesús se refiere al Día del Juicio Final: “en aquel día”, y previene contra la hipocresía del fariseísmo, que piensa que por ser religiosos, ya está asegurada la entrada en el cielo.

El evangelio de hoy se dirige a aquellos que son religiosos, es decir, a aquellos que practican su religión –laicos, sacerdotes, que rezan, que asisten a misa, que celebran la misa, en el caso de los sacerdotes-, ya que Jesús pone como ejemplo a quienes le dirán: “En tu nombre predicamos, en tu nombre profetizamos, en tu nombre echamos demonios, en tu nombre hicimos muchos milagros”. A esos, Jesús les dirá: “No os conozco, apartaos de Mí, malvados”.

¿Por qué será así? ¿Por qué la aparente dureza de corazón de Jesús, que rechazará a quienes en su nombre hicieron milagros, expulsaron demonios?

Jesús no es duro de corazón, y el motivo por el cual los echará será el hecho de “no conocerlos”: “No os conozco”.

¿Por qué no los conoce Jesús? ¿No debería conocerlos Jesús, ya que ellos obraron milagros y expulsaron demonios en su Nombre? Jesús no los conoce porque estos tales no fueron a conocerlo a Jesús donde Jesús se encontraba: en el desvalido, en el huérfano, en el necesitado, en el hambriento, en el encarcelado, en el enfermo, en el hambriento, en el sediento, en el despojado de todo. Jesús está en todos y en cada uno de nuestros prójimos más necesitados, y es por eso que quien no los asiste, no conoce a Jesús, y Jesús no los conoce a ellos.

Este será el motivo por el cual Jesús les dirá: “No los conozco”, y los expulsará de su Presencia. Pero hay otro elemento a tener en cuenta, muy importante, y tan importante, que es decisivo para la condenación de quienes no conocen a Jesús, y es la ausencia de amor fraterno y de caridad en los corazones de los que se dicen ser religiosos. Por eso Jesús les dice: “Apartaos de Mí, malvados”. El “malvado” es aquel en cuyo corazón están ausentes el Bien, la Verdad y el Amor que provienen de Dios, y en cambio, están presentes el mal, el error y el odio.

El hipócrita fariseo es el que disfraza y encubre la maldad de su corazón con una pátina superficial de religión; cree que por rezar, por asistir a misa, por confesarse y comulgar, entrará en el Reino de los cielos, pero al mismo tiempo, descuida la caridad, la compasión, el amor y la misericordia para con el prójimo, olvidándose que todo lo que se hace al prójimo, se lo hace en realidad a Cristo Dios que inhabita en el prójimo.

El prójimo es un cuasi-sacramento de la Presencia de Cristo, y es por eso que si olvidamos al prójimo, imagen de Cristo, olvidamos a Cristo en la realidad.

Seremos condenados por mucho menos que no atender a los moribundos indigentes, como hacía la Madre Teresa; para ser rechazados por Jesús en el Último Día –y antes, en el Juicio Particular-, bastará con negar el respeto, el honor, y el saludo, a un progenitor, en el caso de un hijo; bastará con ser agresivos e injustos para con los hijos, en el caso de un padre; bastará con negarse a la reconciliación, al perdón mutuo, a la comprensión, en el caso de los esposos, o de los hermanos, y así con todas las situaciones de las relaciones humanas.

Muchos hijos, con total desaprensión, y con total tranquilidad de conciencia, desatienden a sus padres, dejándolos morir en la soledad, sin preocuparse por sus necesidades; muchos padres, con total desaprensión, se olvidan de que son padres, y desatienden a sus hijos, abandonándolos en la vida, sin importarles de los lobos rapaces que los acechan; muchos esposos, tranquilamente, deciden separarse e iniciar “una nueva etapa”, desuniendo sacrílegamente lo que Dios ha unido, y uniendo aún más sacrílegamente, lo que Dios no ha unido. Aún así, pretenden entrar en el Reino de los cielos, y es para advertirles que no entrarán si persisten así, en la dureza de corazón, que Jesús nos habla a través del Evangelio.

No en vano Jesús advierte que, en el Último Día, lo que granjeará la entrada al Reino de los cielos será la misericordia obrada, en el amor de Dios, para con el más necesitado, en donde está Él en Persona: “Venid a Mí, benditos, porque tuve hambre, y me disteis de comer; sed, y me disteis de beber; estuve enfermo y me consolasteis; estuve preso y me visitasteis…”.

En cambio, a los que se condenen, les dirá: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; estuve enfermo y no me consolasteis; estuve preso y no me visitasteis” (cfr. Mt 25. 31-46). De esto vemos que la entrada al Paraíso depende del amor que tengamos a nuestro prójimo, y al prójimo más necesitado, por eso difícilmente entrará quien reniegue de sus padres, o quien niegue asistencia a sus hijos, o el cónyuge que se niegue a la reconciliación, o aquel que se niegue a perdonar las ofensas recibidas del prójimo.

“No todo el que dice “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de Dios”.

¿Y cuál es la voluntad de Dios? Que seamos santos.

¿Y cómo se llega a la santidad?

Por la oración, la penitencia, la mortificación de los sentidos, el ayuno, la frecuencia de los sacramentos. Se llega a la santidad no sólo evitando lo malo –el egoísmo, la soberbia, la avaricia, la ira, la codicia, la lujuria, la pereza, la gula, el rencor del corazón-, sino buscando de ser cada vez más buenos, en la imitación del Sagrado Corazón de Jesús: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (cfr. Mt 11, 29).

El Corazón de Jesús es manso, humilde, paciente, bueno, puro, casto, amable, bondadoso con todos, caritativo. Solo en la imitación del Corazón de Jesús seremos santos, y sólo así entraremos en el Reino de los cielos, porque sólo así cumpliremos el mandamiento más importante de todos, el amor: “Amar a Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a uno mismo” (cfr. Mt 22, 34-40).

Estamos llamados a amar a Dios por sobre todas las cosas, con todo el ser, con toda el alma, con todo el corazón, con toda la mente, y al prójimo como a uno mismo, todos los días, pero este mandamiento no se cumple sólo proclamándolo, sino actuándolo, es decir, por medios de obras, más que por discursos y sermones.

El amor a Dios debe ser demostrado por medio de actos, de obras, diariamente, todos los días. No se puede decir que se ama a Dios, y al mismo tiempo se vive sin rezar y sin cumplir los mandamientos. Son las obras las que demuestran qué es lo que hay en el corazón, si luz u oscuridad. Si hay luz en el corazón, entonces la persona amará a su prójimo –la esposa al esposo, los hijos a los padres, los hermanos entre sí-, pero si hay oscuridad en el corazón, entonces la persona no ama a su prójimo –el esposo no ama a su esposa, los hijos no aman a sus padres, los hermanos no se aman entre sí, y los hombres en general no se aman tampoco-.

“No todo el que dice “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre”, y la voluntad de Dios Padre es que amemos a Cristo que está en el prójimo, y al prójimo que está en Cristo: “lo que hagáis al más pequeño de estos, a Mí me lo habéis hecho” (cfr. Lc 10, 17).

Es Cristo quien nos habla por boca de San Juan Crisóstomo[1]: “Pasé hambre por ti, y ahora la padezco otra vez. Tuve sed por ti en la Cruz y ahora me abrasa en los labios de mis pobres, para que, por aquella o por esta sed, traerte a mí y por tu bien hacerte caritativo. Por los mil beneficios de que te he colmado, ¡dame algo!...No te digo: arréglame mi vida y sácame de la miseria, entrégame tus bienes, aun cuando yo me vea pobre por tu amor. Sólo te imploro pan y vestido y un poco de alivio para mi hambre. Estoy preso. No te ruego que me libres. Sólo quiero que, por tu propio bien, me hagas una visita. Con eso me bastará y por eso te regalaré el cielo. Yo te libré a ti de una prisión mil veces más dura. Pero me contento con que me vengas a ver de cuando en cuando. Pudiera, es verdad, darte tu corona sin nada de esto, pero quiero estarte agradecido y que vengas después de recibir tu premio confiadamente. Por eso, yo, que puedo alimentarme por mí mismo, prefiero dar vueltas a tu alrededor, pidiendo, y extender mi mano a tu puerta. Mi amor llegó a tanto que quiero que tú me alimentes. Por eso prefiero, como amigo, tu mesa; de eso me glorío y te muestro ante todo el mundo como mi bienhechor”.

Imitemos la bondad, la mansedumbre, la caridad, el amor y la compasión del Sagrado Corazón de Jesús, y estaremos seguros de entrar en el Reino de los cielos.


[1] Homilía 15 sobre la Epístola a los Romanos.

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