domingo, 20 de marzo de 2011

Perdonad y seréis perdonados


“Perdonad y seréis perdonados” (cfr. Lc 6, 36-38)). Jesús llama a los cristianos a perdonar. ¿En qué se basa el perdón del cristiano? ¿En el paso del tiempo? ¿En un ejemplo de tipo moral, como el de Cristo, que murió perdonando a sus enemigos?

Ni lo uno ni lo otro. El perdón que el cristiano debe dar a su prójimo no se basa ni en el paso del tiempo, ni en consideraciones de tipo moral, sino en el misterio de un Dios que, en el extremo de su amor por los hombres, no duda en sacrificar a su propio Hijo en la cruz. Cuando el cristiano perdona, no lo hace porque “ya pasó el tiempo”, y como el tiempo “cura las heridas”, entonces tiene que perdonar; tampoco lo hace porque Jesús nos dio ejemplo, perdonando Él mismo a sus enemigos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34); cuando el cristiano perdona, es porque participa del perdón que Dios Padre otorga a la humanidad desde la cruz de su Hijo Jesús.

Dios Padre, en el misterio insondable de su amor misericordioso, decide otorgar a la humanidad el perdón de sus pecados, y para que los hombres no tuvieran dudas de su intención, ofrece como garantía del perdón el Cuerpo de su Hijo inmolado en el ara de la cruz.

Los hombres se vuelven por lo mismo destinatarios de un perdón que ya no lo puede recibir, ni lo habrá de recibir nunca más, el ángel caído. Para el demonio, y para todas sus huestes infernales, no existe el perdón, y jamás hubo ni la más mínima posibilidad de perdón, no porque Dios no quisiera otorgarle un hipotético perdón, sino porque por la naturaleza misma del ángel, el pecado es causa de separación definitiva de la visión de Dios Trino, sin posibilidad de cambio, ya que su voluntad queda fijada en el mal, una vez aceptada la rebelión.

No sucede así con el hombre, que recibe de su Dios un perdón misericordioso, siendo el espacio temporal de su vida terrena el ámbito para recibir, agradecido, ese perdón.

“Perdonad y seréis perdonados”. No se trata de una simple recomendación, exhortando al olvido de las ofensas, porque pasó el tiempo, y porque es necesario construir un mundo mejor. No se trata de construir un mundo mejor: se trata, por un lado, de participar del perdón de Dios Padre, que en Cristo nos ha perdonado, y así como Él nos ha perdonado, así debemos nosotros perdonar a los demás; por otra parte, se trata de un asunto tan trascendente y tan delicado, que en el perdón al prójimo nos jugamos nuestra propia salvación: quien perdone a su enemigo –sin condicionamientos, y con la medida del perdón de Cristo en la cruz-, será perdonado; quien no perdone, no será perdonado, no recibirá misericordia, y no se salvará.

Puede decirse, por lo tanto, que Dios pone, en nuestras manos, nuestra propia salvación: nos salvaremos si perdonamos, no nos salvaremos si no perdonamos.

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