miércoles, 2 de marzo de 2011

Señor, que vea


“Señor que pueda ver” (cfr. Mc 10, 46-52). Un ciego oye que pasa Jesús y se pone a gritar para llamar la atención. Los discípulos tratan de hacerlo callar, pero el ciego continúa gritando aún más fuerte, hasta que Jesús lo llama a su Presencia. Una vez delante de Jesús, el ciego, que ya lo había tratado como un rey, al llamarlo “hijo de David”, se postra ante Jesús, en señal de adoración, y le suplica poder ver. Jesús, en atención a su fe, le concede la vista.

El episodio, que puede parecer uno más de entre tantos de curaciones milagrosas obradas por Jesús, tiene un profundo simbolismo sobrenatural, que va más allá de la mera curación corporal.

El que acude a Jesús es un hombre ciego, es decir, es alguien que vive en la oscuridad, puesto que no puede ver la luz del día, a causa del daño sufrido en sus ojos. El hombre ciego, además de haber sido una persona con existencia real, es un símbolo de la humanidad que, a consecuencia del pecado original, ha sido expulsada del Paraíso y, alejada de Dios, fuente de luz y Él mismo luz eterna e indefectible, vive en la “oscuridad y en sombras de muerte”, como dice el profeta.

El hombre, alejado de Dios desde su concepción y desde su nacimiento, debido a que el pecado de los primeros padres, Adán y Eva, se transmite de generación en generación, vive como un ciego espiritual, aún cuando pueda ver con los ojos del cuerpo, y esto se ve en la enorme dificultad que tiene para reconocer la Verdad y para acercarse a ella.

La ceguera espiritual se debe a la ausencia de la gracia divina, que es luz que ilumina al alma con la esencia del Ser divino, que es luz en sí mismo, y así iluminada, el alma comienza a vislumbrar los misterios de Dios no con su propias capacidades limitadas e imperfectas, sino al modo de Dios.

Por la gracia, el alma es iluminada, y así sale del estado de ceguera, y también de ignorancia, porque la no contemplación de Dios, que es la Verdad en sí misma, además de provocar oscuridad en el alma, es causa de ignorancia de sus misterios.

“Señor que pueda ver”. Todo cristiano debe hacer suya la petición del ciego del evangelio, porque todo cristiano necesita de la luz de la gracia para contemplar a Cristo Dios en sus misterios.

Así como el ciego, aún estando físicamente muy cerca de una fuente potente de luz, no puede ver nada, así es el hombre en relación al misterio de Jesucristo en la Eucaristía: estamos cerca físicamente de la Hostia, Sol radiante de luz divina, pero no vemos nada con los ojos del cuerpo, sólo algo que aparenta ser pan.

Por eso esta petición es tanto más necesaria cuanto más cerca estamos de la Eucaristía, en la Santa Misa y en la adoración eucarística, no para ver cosas con los ojos del cuerpo, sino para que los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe y de la gracia, contemplen, a través del velo sacramental, a Cristo Dios.

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