miércoles, 29 de junio de 2011

Tus pecados están perdonados

Jesús, el Hombre-Dios,
cura la enfermedad
y perdona los pecados,
pero solo como preámbulo
del don inimaginable:
la vida eterna,
la comunión de vida y de amor
con las Tres Divinas Personas.

“Tus pecados están perdonados” (cfr. Mt 9, 1-8). Jesús perdona los pecados al paralítico, y ante la posible acusación de blasfemia, porque se arrogaba el poder de Dios, le cura parálisis corporal, a fin de que su poder quede manifiesto. Si Jesús le decía al paralítico: “Tus pecados te son perdonados”, y no le curaba la parálisis, entonces el escepticismo de sus enemigos habría inducido a la multitud a acusarlo de blasfemo.

Jesús dice ser Dios en Persona, y por eso perdona los pecados, y confirma su divinidad, y sus palabras, haciendo un milagro que sólo Dios puede hacer: cura la parálisis del enfermo.

La doble curación del paralítico –curación en el cuerpo, porque le cura la parálisis, y curación en el alma, porque le perdona los pecados-, se vuelve el testimonio más elocuente contra la perfidia de los enemigos de Jesús, quienes se quedan sin argumentos.

El paralítico del episodio del evangelio, real, representa a la vez a toda la humanidad, sometida a la enfermedad y a la muerte, a causa del pecado original. La doble curación de Jesús, anticipa la vida nueva que Él ha venido a traer, que no consiste en simplemente liberarnos de las enfermedades corporales, sino en vivir la vida de la gracia, la vida divina de Dios Uno y Trino, ya en esta vida, como anticipo de la vida eterna, y esto es algo mucho más grande que la doble curación concedida al paralítico.

Jesús, el Hombre-Dios, ha venido a sanar nuestras enfermedades y a perdonar nuestros pecados, pero eso sólo como un paso previo para el don de la vida eterna, la comunión de vida y amor con las Tres Personas de la Trinidad, en la eternidad.

El hombre, atrapado en el materialismo y en el relativismo, no ve el futuro, y el futuro es la eternidad. Incluso los cristianos, estos en primer lugar, que deberían testimoniar con sus vidas que esta vida terrena y temporal es sólo eso, terrena y temporal, y por lo tanto pasajera, una “mala noche en una mala posada”, como dice Santa Teresa de Ávila, son los primeros en buscar comodidad, en pedir a Dios sólo salud y bienestar, y en rechazar la cruz. Es por esto que, cuando viene la sacudida del dolor, éste es rechazado, y no es visto nunca como un don de lo alto, que asimila y configura al alma con Cristo crucificado, y por medio de esta configuración, la santifica, y la prepara para la vida eterna.

Cuando Jesús cura una enfermedad, y cuando perdona los pecados, no es nunca para transformar nuestra vida en “un mundo feliz”, al estilo de Huxley; es para prepararnos para el encuentro definitivo, para la eternidad, con las Tres Personas de la Trinidad.

Que la doble curación del paralítico nos sirva, entonces, para meditar no sólo en el poder de Jesús y en su condición de Hombre-Dios, sino en su Amor infinito, que por la curación corporal y el perdón de los pecados, busca abrirnos los ojos del alma, para que nos preparemos para la vida futura, la feliz eternidad en el cielo.

martes, 28 de junio de 2011

Solemnidad de los Santos Pedro y Pablo




Existe una conexión íntima y estrecha, y no meramente externa y casual, entre los dogmas de la Inmaculada Concepción y la Infalibilidad pontificia[1].

El primero, nos permite contemplar, a los ojos de la fe, la ausencia absoluta de mancha pecaminosa –es decir, maldad-, en María, a la par que se da en Ella una transfiguración sobrenatural de toda su naturaleza humana. El hecho de que sea “Inmaculada Concepción”, significa que no tiene vestigio alguno de maldad o de perversidad, y como anexo a este misterio está el de ser la “Llena de gracia”, la Inmaculada Concepción está inhabitada por el Espíritu Santo.

Estas dos condiciones de la Virgen, la capacitan para ser la única mujer capaz de albergar en su seno purísimo al Hijo de Dios; es decir, es la única que puede ser “Madre de Dios”, porque es Purísima y porque está llena del Amor divino.

Al ser Madre de Dios, de Cristo Dios, es Madre también de todos los hijos de Dios; es la Nueva Eva, la Madre de la Gracia y de la Iglesia.

Por este motivo, la Virgen “Sede de la Sabiduría” –en Ella se aloja la Sabiduría del Padre, Dios Hijo, y además su mente no tiene los vicios que deja el pecado original, y además es iluminada por la plenitud de la gracia, con lo cual su inteligencia alcanza la más alta sabiduría, mucho más que los ángeles y los santos juntos-, y es además “Espejo Inmaculado de justicia”, porque en Ella se concibe al Dios Fuente de toda Justicia, Jesucristo.

El segundo dogma, el de la infalibilidad pontificia, está estrechamente conectado con el de la Inmaculada Concepción, porque nos muestra el la pureza y el brillo sobrenatural de la Verdad en la cátedra de Pedro[2], pureza y brillo que no se dan en ninguna otra Iglesia.

Si la Virgen es, en razón de su Concepción sin mancha, “Madre y Maestra de la verdad”, por los motivos dichos, es decir, por no tener mancha de pecado original y por estar inhabitada por el Espíritu Santo, la sede de Pedro es, para todas las naciones de la tierra, lo mismo que la Virgen, es decir, “asiento de la sabiduría” y “espejo inmaculado de justicia”[3], puesto que es en la cátedra de Pedro en donde brilla con todo su esplendor eterno la Sabiduría divina, manifestada en la Revelación de Jesucristo.

Al igual que la Virgen, que no tiene “ni mancha ni arruga”, así también la cátedra de Pedro, “no tiene ni mancha ni arruga” en la proclamación del depósito de la Fe confiado a ella[4].

Y al igual que la Virgen, que brillaba en su Pureza por estar asistida por el Espíritu Santo, así también la cátedra de Pedro, brilla por su pureza doctrinal, y por su sabiduría virginal, no contaminada con la abominación de los ídolos.

Por último, así como la Virgen dio a luz en Belén, Casa de Pan, al Pan de Vida eterna, su Hijo Jesucristo, así la Iglesia, de quien el Papa es Cabeza visible, da a luz, en la Nueva Casa de Pan, el altar eucarístico, al Pan de Vida eterna, Jesús Eucaristía.

Inmaculada Concepción, infalibilidad pontificia. En ambos brilla la pureza sobrenatural dada por la gracia divina; en ambos resplandece la Sabiduría divina; en ambos late el Amor divino, el Espíritu Santo.

El cristiano debe ser así: puro en su mente, sin aceptar las pestilentes doctrinas que niegan la divinidad de Jesucristo, y puro en su corazón, no sólo evitando la abominación de la idolatría, sino amando y adorando al único Dios verdadero, el Dios Uno y Trino, por medio del Amor de Dios, el Espíritu Santo.

[1] Cfr. Scheeben, M. J., María y la Iglesia, Ediciones Plantín, Buenos Aires 1949, 13.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 12.

[3] Cfr. ibidem.

[4] Cfr. ibidem.

lunes, 27 de junio de 2011

Señor, sálvanos, que nos hundimos

Señor, auméntanos la fe
en Tu Presencia Eucarística;
Tú, que gobiernas la Barca
que es la Iglesia,
y dominas la tempestad,
el espíritu del mal,
danos más fe,
para que atravesando el mar de la vida,
lleguemos al feliz Puerto
de la Santísima Trinidad
en la eternidad.

“Señor, sálvanos, que nos hundimos” (cfr. Mt 8, 23-27). Jesús y sus discípulos suben a la barca, y mientras Jesús se queda dormido, por la fatiga del viaje, se desata un temporal que amenaza con hundir la nave. Los discípulos, asustados, despiertan a Jesús, pidiéndole auxilio, porque temen el pronto hundimiento. Jesús se despierta, increpa a las olas y al viento, y la tempestad cesa.

Toda la escena tiene una simbología sobrenatural: la barca es la Iglesia, las olas y el viento del temporal, son las tribulaciones del mundo y de la historia, que azuzados por el espíritu del mal, el ángel caído, buscan hundir a la barca de Pedro. Jesús dormido en la barca representa al Jesús Eucarístico, no porque Jesús en la Eucaristía esté dormido, que no lo está, porque está vivo y glorioso, resucitado, sino porque, por regla general, no habla sensiblemente, aunque sí en el silencio y en lo profundo del alma, y por esto no puede ser escuchado con el sentido de la audición.

Pero el hecho de que esté dormido, no significa que esté ausente de lo que sucede en su barca, puesto que apenas es despertado, calma la tempestad en un instante, y reclama a sus discípulos no el hecho de que lo despierten, sino que no tengan una fe fuerte, una fe firme, vigorosa. Por eso les dice: “¡Qué poca fe!”, y con esto les está diciendo que, si hubieran tenido una fe más firme en Él, ellos mismos hubieran calmado la tempestad, ya que su poder y su gracia se habría comunicado a ellos por la fe.

Los discípulos asustados ante el embate de las olas y la fuerza del viento, representan a los bautizados en la Iglesia Católica, que tienen una fe débil en Cristo como Hombre-Dios, y en consecuencia, su oración es inconstante, débil, apresurada, mezclada con asuntos y preocupaciones mundanas; aún cuando asistan a misa -y celebren misa, en el caso de los sacerdotes-, tienen una fe insuficiente en la condición divina del Hombre-Dios, y así, ante los embates del mundo y ante la violenta embestida de los poderes oscuros del infierno, piensan que Jesús duerme, o que se desentiende de los problemas de la Iglesia, de los hombres en general, y de su vida en particular, y así flaquean aún más, y se sienten desfallecer y morir.

“¡Qué poca fe!”. El reproche de Jesús a los discípulos se dirige también hoy a los hombres y mujeres de la Iglesia, y con toda seguridad, también a nosotros, que debilitamos la fe en Cristo por creer en los ídolos del mundo. Digamos entonces: “Señor, auméntanos la fe en Tu Presencia Eucarística, y así podremos atravesar la tempestuosa existencia terrena, que muchas veces amenaza con hundirnos; Señor, auméntanos la fe en Ti, en Tu Presencia en el Sagrario, para que recurriendo a Ti en tu prisión de amor, sepamos amar y abrazar la cruz de cada día, y no nos desanimemos en la prueba; auméntanos la fe en Ti, en Tu Presencia sacramental eucarística, y así podremos atravesar con serenidad y paz este mar tempestuoso que es la vida terrena, para llegar al Puerto de la Santísima Trinidad, en la feliz eternidad".

domingo, 26 de junio de 2011

El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza

Es en la cruz
en donde Jesús
no tiene "dónde reclinar la cabeza"
a causa de la corona de espinas
que los hombres le han colocado
con sus pecados y maldades.

“El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Mt 8, 18-22). Un escriba, lleno de entusiasmo ante las palabras y los hechos de Jesús, le dice que lo seguirá “adonde vaya”. En su respuesta, Jesús no rechaza al escriba como seguidor, pero le aclara que su seguimiento no es para nada fácil: “El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”.

La respuesta de Jesús no es retórica ni metafórica, ya que describe la realidad de la nueva Iglesia fundada por Él: no se caracteriza por sus riquezas materiales, puesto que tanto su Iglesia, como Él -y como aquellos llamados a seguirlo-, “no son de este mundo” (cfr. Mt 20, 1-16), sino del cielo, “enviados por el Padre” (Jn 20, 21), y en el cielo, las riquezas materiales de nada sirven.

Que Jesús diga que no tiene dónde reposar la cabeza, indica entonces la pobreza material de la nueva Iglesia, pues su objetivo primero y último no son los bienes materiales, sino las almas.

Pero la frase de Jesús, “el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”, se refiere también a su propio estado y condición, de quien la Iglesia toma su modelo de ser: es Él quien no tiene riquezas materiales; es Él quien es sumamente pobre, aún siendo el Dueño y Creador del universo visible y del invisible; es Él quien es como un indigente, que no tiene ni casa material, ni posesiones materiales, ni un lecho dónde descansar, siendo Él quien crea el ser a las criaturas, siendo Él el Dios infinita e inmensamente rico en majestad, poder, honor y gloria.

Y esta condición de suma pobreza de Jesucristo, se manifiesta en todo su esplendor en la cruz, pues es ahí en donde Jesús no posee nada material, y lo único material que posee, necesarios para el paso a la vida eterna –los clavos de hierro, la cruz de madera, el cartel que señala que es Rey de los judíos, la corona de espinas-, son todas cosas prestadas por Dios Padre, y hasta el lienzo con el que cubre su intimidad, no es suyo, sino que es el velo de su Madre.

La frase “el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” se refiere entonces a la ausencia de bienes materiales que caracteriza a la Iglesia de Jesucristo, como continuación y prolongación de la pobreza material del Hijo de Dios, y es vivida en su plenitud por Jesús, durante toda su vida, pero sobre todo es vivida en la cruz, porque si bien no poseía y nunca poseyó ningún bien material, tenía sin embargo en donde reclinar la cabeza, si dormía a la intemperie, en una almohada hecha de hierbas y hojas, o si dormía en alguna casa, en su caminar evangelizador, reposaba su cabeza en una almohada de lienzo; en la cruz, en cambio, no tiene literalmente dónde apoyar la cabeza, debido a la enorme y humillante corona de espinas, que le impiden el más mínimo movimiento de la cabeza hacia atrás, o hacia los costados, en donde podría reclinar la cabeza, para descansar un poco de la posición de crucificado. La corona de espinas es tan grande, y las espinas son tan largas, duras y filosas, que se clavan en todo su cuero cabelludo, pero también en la parte alta de la nuca, en los oídos, y hasta en los ojos, provocándole un dolor agudísimo y bañando su cabeza y su rostro de abundante sangre. Es en la cruz, entonces, en donde Jesús no tiene, literalmente hablando, “dónde reclinar la cabeza”. A eso mismo está llamado todo discípulo de Cristo, todo bautizado en la Iglesia Católica, y en Cristo crucificado y coronado de espinas, que “no tiene dónde reclinar la cabeza”, debe pensar el cristiano, cada vez que al ir a dormir, luego de sus tareas habituales, reposa su cabeza en una blanda almohada.

viernes, 24 de junio de 2011

Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

La carne del Cordero,
contenida en la Eucaristía,
está empapada del Espíritu Santo
y da la Vida eterna
a quien la consume
con amor y fe.

“Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 51-58). En el capítulo 6 del Evangelio de San Juan, Jesús anuncia que hará presente el sacrificio cruento de su Pasión de modo sacramental, bajo las apariencias del pan y del vino, para que sus amigos puedan participar de Él no sólo por el amor, sino también por la manducación, del mismo modo a como los judíos se unían, por la manducación, a los sacrificios que ellos ofrecían a Dios[i].

El discurso del pan de vida se vuelve inteligible a la luz de la institución de la Eucaristía en la Última Cena, sobre todo en tres pasajes: en el versículo 35, haciendo referencia a la Encarnación, dice: “Yo Soy el Pan de Vida. Quien viene a Mí, jamás tendrá hambre; quien cree en Mí, jamás tendrá sed”. En el versículo 51, predice el misterio de la Redención: “El pan que Yo daré, es mi carne para la vida del mundo”. En los versículos 53 y siguientes, Jesús establece la manera por la cual Él desea que participemos de su sacrificio cruento, la Eucaristía: “En verdad, en verdad os digo, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida”.

En este evangelio, Jesús entonces anuncia que hará presente sacramentalmente su sacrificio en cruz, y que su Cuerpo y su Sangre, entregados en la cruz, serán ofrecidos en el banquete eucarístico, ocultos bajo las especies sacramentales. El pan no será más pan, sino su Carne, y el vino no será más vino, sino su Sangre, y quienes coman y beban de este manjar eucarístico, tendrán vida eterna, porque Él habitará en ellos, y Él, que es Dios eterno, les comunicará de su vida eterna, al morar en ellos. El banquete eucarístico, por medio del cual ellos comerán la carne del Cordero, los hará participar de su sacrificio redentor, y les comunicará la vida eterna que brota de su Ser divino como de una fuente inagotable. Al sentarse a la mesa eucarística, comerán un pan que no es pan, sino su Carne, y beberán un vino que no es un vino, sino su Sangre, y así tendrán la vida eterna, cuando Él more en ellos y ellos en Él.

Pero los judíos no entienden qué es lo que Jesús les está diciendo: piensan que deben comer su carne, y beber su sangre, al modo como se come y se bebe terrenalmente, y se escandalizan: “¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?” (Jn 6, 52); “Muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?»” (Jn 6, 60). Tal es el escándalo que provocan sus palabras, que muchos se retiran: “Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él” (Jn 6, 66).

Los judíos no entienden el lenguaje de Jesús, porque interpretan sus palabras de un modo material, y no tienen en cuenta que la carne que habrán de comer, y la sangre que habrán de beber, son sí las de Cristo, pero luego de haber pasado por la suprema tribulación de la cruz, es decir, después de haber sido sublimadas por el fuego del Espíritu Santo.

La carne que Cristo ofrece no es una carne muerta y sangrienta, tal como es la carne que se pone en el asador, para un banquete terreno; la carne que Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, ofrenda en el altar de la cruz, es su Carne no muerta sino viva, sin defectos, purísima, hecha de materia espiritualizada, porque ha sido espiritualizada, sublimada, consumida en holocausto, al ser penetrada por el fuego purísimo del Espíritu Santo.

Las palabras de Cristo, de que su Carne es verdadera comida, y su Sangre verdadera bebida, no se entienden sin relacionarlas con los sacrificios del Antiguo Testamento, que eran figuras de la realidad del Nuevo Sacrificio, su sacrificio de la cruz.

Así como en el Antiguo Testamento, la carne de los corderos, asada al fuego, se convierte en humo que asciende al cielo, significando con esto que la ofrenda, se ha convertido, por la acción del fuego, de material en espiritual, y que ha pasado a ser propiedad de Dios, y así, como víctima de holocausto sube, como precioso aroma, hasta el trono de la majestad divina, así también, en el sacrificio del Nuevo Testamento, la carne del Cordero de Dios, inmolada en el altar de la cruz, es penetrada por el fuego del Espíritu Santo, y es así sublimada y glorificada, y su materialidad corpórea, pasa a ser corporeidad espiritualizada, glorificada por el fuego sagrado del Ser divino, y como tal, como Víctima purísima, espiritual y santa, asciende a los cielos, como suave aroma y fragancia exquisita, hasta el trono de la majestad de Dios, y permanece en su Presencia, como glorificación infinita y eterna de Dios y como expiación de los pecados de la humanidad.

La carne de la Víctima que ofrece Jesús Sacerdote, no es una carne muerta y sangrienta, que es despedazada al ser consumida, sino que es una carne viva, empapada del Espíritu de Dios[2], así como la esponja se empapa del agua cuando es sumergida en esta.

La carne de la Víctima que ofrece Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, no es una carne muerta, porque posee en sí misma la fuerza espiritual vivificante del Espíritu Santo que inhabita en esta carne.

Quien consume la carne de esta Víctima ofrecida por Jesús Sacerdote, no consume la carne al modo como se come la carne natural[3], porque es la carne resucitada del Cordero, en quien opera la fuerza divina vivificante del Verbo y del Espíritu Santo.

Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, ofrece la Víctima Santa y Pura, su carne resucitada, que es la carne del Cordero de Dios, empapada del Espíritu Santo, la Eucaristía.

Es así como deben ser interpretadas las palabras de Jesús: “El que coma mi Cuerpo y beba mi Sangre”, y no en un sentido materialista y racionalista, como lo interpretaban los judíos.

Podemos caer en este materialismo y racionalismo, cuando no creemos en las palabras de Jesús, o cuando creemos que la Eucaristía no pueden ser Carne y Sangre de Cordero.

El Espíritu Santo, que inhabita en la carne de la Víctima ofrecida por el Sacerdote Eterno lleva, en la Santa Misa, por las palabras de consagración pronunciadas por el sacerdote ministerial, a esa carne al altar, para unirla con la carne de los creyentes, para que los creyentes, consumiendo esa carne espiritualizada y embebida en el Espíritu Santo, reciban ellos también al Espíritu de Dios, que les da la vida eterna en germen.

Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, se inmola en el altar de la cruz, y en la cruz del altar, en el altar eucarístico, como Víctima, en su carne resucitada y llena del Espíritu Santo, la Eucaristía, para que quien consuma esta carne de Cordero, asada en el fuego del Espíritu Santo, viva no ya con vida natural, creatural, sino con la vida eterna de la Trinidad.


[i] Cfr. Journet, C., Le mystère de l’Eucharistie, Editions Téqui, París6 1980, 8. [2] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 548.

[3] Cfr. Scheeben, ibidem.

[4] Cfr. August., Tract. 27 in Jo, cit. Scheeben, Los misterios.

miércoles, 22 de junio de 2011

No todo el que dice: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los cielos

A pesar de profetizar,
expulsar demonios
y hacer milagros,
muchos se condenarán,
porque escucharon:
"Ama a tu enemigo"
y no lo pusieron en práctica.

“No todo el que dice: ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los cielos (…) En aquel día les diré: ‘Nunca los he conocido. Aléjense de Mí, malvados’” (cfr. Mt 7, 21-29). De buenas a primera, la actitud de Jesucristo parece ser muy dura, excesiva, y hasta injustificada, o falta de justicia, para aquellos que serán condenados en el Último Día. Se tiene esa impresión desde el momento en que los candidatos a la condenación –que por otra parte, se enterarán ese día- eran personas practicantes de la religión, ya que conocían a Jesucristo –en tu Nombre obramos, le dirán- y mostraban signos de ser asistidos desde lo alto: profetizaban, exorcizaban o expulsaban demonios, y hasta “hacían milagros”. Es decir, quienes se condenarán, no serán aquellos que no conocían a Jesucristo, o que no tenían fe, sino, por el contrario, bautizados que habían recibido muchos dones y gracias, porque nada de lo que hacían –profetizar, expulsar demonios, hacer milagros- lo podían hacer por cuenta propia, con sus solas fuerzas de la naturaleza.

Necesariamente, se trata de personas practicantes, y con mucha fe.

Sin embargo, se condenan.

¿Cuál es el motivo?

Es verdad que tienen fe, y que reciben muchos dones de lo alto, pero hay algo en lo que fallan, y es esencial, ya que esa falla es “estructural”, como cuando fallan los cimientos de un edificio, tal como se los grafica Jesús con el ejemplo del necio que construye sobre arena, y es tan grave, que todo el edificio espiritual se viene abajo.

¿En qué consiste la falla?

Lo dice Jesús más adelante: escucharon sus palabras y no las pusieron en práctica. Escucharon que debían “amar a Dios y al prójimo como a ellos mismos”, y en vez de eso, despreciaron al prójimo y no lo amaron, y así creyeron que amaban a Dios, cuando en realidad no amaban ni a Dios ni al prójimo, sino a ellos mismos. Son todos aquellos que hacen obras buenas y santas, pero sólo para ser vistos y alabados, o para acallar la conciencia, o por algún motivo oculto, que no es la sola y única gloria y alabanza de Dios.

Escucharon que debían “amar al enemigo”, y no hicieron caso de esas palabras, y en vez de amar a sus enemigos –rezar por ellos, desearles el bien, y estar dispuestos a hacerles el bien, si se presenta la oportunidad, que es en lo que consiste el amor al enemigo, según Santo Tomás-, se comportaron como paganos, como si nunca hubieran escuchado esas palabras, y en vez de amar a los enemigos, y perdonar las ofensas en nombre de Cristo, buscaron aplicar la ley del Talión, el “ojo por ojo y diente por diente”, o bien se comportaron como paganos, buscando modos de aplicar la venganza.

Pero también estarán aquellos que prefirieron cerrar los ojos y los oídos a las necesidades de sus prójimos, y así, refugiados en sus cómodos sillones, no visitaron enfermos, ni presos, ni dieron de comer a los hambrientos, ni de beber a los sedientos; allí estarán padres que no se preocuparon por dar a sus hijos buenos consejos, ni de enseñarles a rezar, y estarán hijos, que no supieron o no quisieron escuchar a sus padres. No entrarán quienes no obren la misericordia, aún cuando hayan profetizado, expulsado demonios, o hecho milagros.

“No todo el que dice: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los cielos”. Sólo entrarán quienes escuchan las palabras del cielo, y las ponen en práctica.

martes, 21 de junio de 2011

Por sus frutos los conoceréis

Quien se acerca
al Árbol de la Cruz
y bebe de su fruto,
la Sangre del Cordero,
recibe la gracia
que lo ilumina
y así sus ojos contemplan,
asombrados,
el maravilloso misterio
del Hombre-Dios
crucificado.


“Por sus frutos los conoceréis” (cfr. Mt 7, 15-20). Tal vez se puedan comprender un poco más las palabras de Jesús, si nos fijamos cuáles son los frutos de un árbol que da malos frutos, el materialismo mundano, y un árbol que da buenos frutos, el Árbol de la Cruz.

El materialismo opaca y enceguece el espíritu, al tiempo que agudiza la visión carnal y materialista del hombre mundano, y así, todo lo espiritual y lo sobrenatural –la Misa, la Eucaristía, la Confesión-, le parecen tediosos y fastidiosos, mientras que es atraído por la concupiscencia y es arrastrado por el desborde de las pasiones sin freno.

Por el contrario, quien se acerca al Árbol de la Cruz, y bebe de su fruto, la Sangre del Cordero, recibe la gracia santificante, y junto con esta, innumerables dones celestiales.

La gracia, contenida en la sangre del Cordero, es participación a la vida divina y a la divina naturaleza, y por esto ilumina al alma, porque la naturaleza divina es luminosa[1], según las palabras de Jesús: “Yo Soy la luz del mundo” (Jn 8, 12).

Quien se acerca al Árbol de la cruz, y bebe el fruto más preciado, la Sangre del Hijo de Dios, recibe la iluminación interior, la que da la gracia, y con esa luz puede contemplar los maravillosos misterios del Hombre-Dios Jesucristo. Por la luz de la gracia, que da la fe sobrenatural, el alma puede contemplar, en la Eucaristía, a Cristo, muerto y resucitado por nuestra salvación, y como está iluminado, no lo confunde con un poco de pan bendecido.

Por la luz de la gracia, recibida en el árbol de la cruz, el cristiano ve a Cristo como a Dios encarnado, que en su omnipotencia y en su majestad, se ha humillado a sí mismo, movido por el Amor divino, para salvar al hombre, convertirlo en hijo suyo, y darle parte en su alegría y felicidad eterna.

Por la luz de la gracia, el ojo del alma se abre y ve lo que antes no veía: el altar no es ni piedra ni madera, sino luz del cielo; el pan no es pan, sino maná celestial, pan no inerte, sino vivo, el Pan Vivo que baja del cielo en el momento de la consagración; el vino no es vino, sino la sangre del Cordero que ha sido inmolado en el altar eucarístico; ve un templo, que antes no veía: no el construido con las paredes materiales y el techo, sino el cuerpo del que está en gracia; ve un sagrario que antes no veía: no el sagrario de metal y bronce, sino su propio corazón, en donde reposa, resguardada por el amor, la Hostia que acaba de consumir; ve otros cristos, además del Cristo de la Eucaristía, y son sus hermanos, los que también recibieron la gracia y llevan la marca del Cordero.

“Por sus frutos los conoceréis”. Quien se acerca al Árbol de la cruz, recibe su fruto más preciado, la Sangre del Cordero, y con la sangre, la luz de la gracia, que ilumina los ojos del alma con la luz de la fe, que contemplan absortos el inimaginable horizonte de feliz eternidad que se despliega delante de ellos.

[1] Cfr. Scheeben, M. J., Las maravillas de la gracia divina, Ediciones Desclée de Brower, Buenos Aires 1954, 208.

lunes, 20 de junio de 2011

Entrad por la puerta estrecha

Para pasar por la Puerta estrecha
y seguir por el Camino angosto,
se necesita un corazón pequeño,
humilde,
que rece, ayune, y obre la misericordia,
no para ser alabado,
sino para ser visto
por el Padre de los cielos.


“Entrad por la puerta estrecha. Ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos van por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos” (cfr. Mt 7, 6.12-14).

Jesús nos dice que para ir al cielo, hay que encontrar una puerta estrecha, hay que entrar por ella, y luego seguir el camino, muy angosto, que se encuentra atravesando la puerta. Puerta estrecha y camino angosto.

Es una puerta estrecha, hay muy poco espacio, y es muy difícil atravesar por ella. Al ser la puerta tan estrecha, y al ser el camino tan angosto, no se pueden llevar grandes objetos materiales, ni cosas superfluas; sólo se puede llevar lo indispensable para andar el camino: oración, mortificación, penitencia, ayuno, buenas obras, sacramentos.

Por la puerta estrecha no se puede pasar una valija de dinero, pero tampoco sirve una billetera abultada, porque no sirve de nada el dinero para el camino angosto que hay que recorrer; para pasar la puerta y seguir por el camino, hay que ser pobres, de cosas materiales y de espíritu; no se puede atravesar la puerta estrecha con escritorios de roble, ni con pisos de mármol, ni con grifos de oro; no se puede atravesar la puerta estrecha y tampoco se puede recorrer el camino con un auto cero kilómetro, porque la puerta es tan estrecha, y el camino es tan angosto, que solo se puede ir a pie, con el calzado mínimo, y si se va descalzo, mejor; no se puede atravesar la puerta estrecha, ni andar el camino, con computadoras, cámaras de video, cámaras de foto, ni se puede andar el camino angosto con recuerdos de playa, de montaña, de vacaciones despreocupadas, de cruceros interminables por apacibles mares: solo lo pasan quienes llevan en sus recuerdos, en sus pensamientos y en sus corazones, la Pasión de Jesucristo y su infinito Amor; no se puede atravesar la puerta estrecha, ni se puede andar el camino, con cantos de jolgorio y de festines: solo se pueden entonar cantos de alabanzas a Dios y de amistad al prójimo; no se puede atravesar la puerta estrecha con el corazón henchido de soberbia, porque es tan estrecha, y el corazón soberbio es tan voluminoso, que no puede pasar, y un corazón así, no puede andar por el camino angosto, porque no puede dar ni un solo paso, y ya se fatiga: sólo puede atravesar esa puerta el corazón pequeño y humilde, que reza, hace ayuno, y obra la caridad, no para que lo alaben los demás, sino para que lo vea en lo más profundo su Padre, Dios.

No se puede atravesar la puerta estrecha y andar por el camino angosto con enormes bolsas de alimentos y víveres, ni con apetito de manjares suculentos y de carnes asadas: sólo se puede atravesar esta puerta con una pequeña vianda, la cual se comerá con unción y con hambre de Dios durante el camino: Pan Vivo bajado del cielo, Vino de la Alianza Nueva y Eterna, y carne de Cordero, asada en el fuego del Espíritu Santo.

¿Dónde encontrar la puerta estrecha y el camino angosto? Porque la puerta ancha, y el camino ancho, se encuentran en el mundo, por todas partes, y es muy fácil acceder y transitar por ellos.

La Puerta es la Virgen y el Camino es Jesús, y los dos se encuentran en la única Iglesia de Dios. La Madre de Dios se llama “La Puerta”, porque es Portal de eternidad: por Ella, vino el Dios Eterno a este mundo, y por Ella, a través de su Corazón Inmaculado, los pobres mortales ingresan en la eternidad, ya que Ella los presenta en sus brazos, como hijos suyos, ante su Hijo Dios.

Y su Hijo es el Camino, por el cual los hombres llegan a su destino final en la eternidad, el seno de Dios Padre, en el Espíritu.

sábado, 18 de junio de 2011

Solemnidad de la Santísima Trinidad


Dios mío, Dios Uno y Trino,
estás aquí con tu Espíritu de Amor,
enciende mi alma con tu fuego divino,
te adoro, te amo, te espero.

Sólo la Iglesia Católica, depositaria y custodia de la Verdad Revelada, cree en Dios Uno y Trino. Todas las otras religiones creen en Dios como Uno, pero no como Trino, y es por Jesucristo, por su revelación, por quien la Iglesia conoce, como no lo conoce ninguna otra iglesia, cuál es el secreto íntimo de Dios, es decir, que en Él hay Tres Personas Divinas y una sola deidad.
Jesús revela que Dios es Uno y Trino en muchos pasajes: en el bautismo de Juan (Mt 3, 16-17); en la promesa del envío del Espíritu Santo (Jn 14, 15-17. 15, 26); en la oración por sus perseguidores (Jn 17); en la misión encomendada a los discípulos (Mt 28, 19).
Pero Jesús no se contenta con solo hacernos saber que Dios es Uno y Trino, Uno en Naturaleza y substancia, y Trino en Personas, las Tres Personas de igual majestad y poder.
Su sacrificio y muerte en cruz persiguen otro objetivo, más grande que la sola revelación de la constitución íntima de Dios: por medio de su sangre derramada en la cruz, Jesús nos dona su gracia, y con su gracia, el Espíritu Santo, y con el Espíritu Santo, las Personas del Padre y del Hijo. Jesús va más allá de la mera revelación, ya que por medio de su Sangre derramada en la cruz, la sangre que sale de su Corazón traspasado en la cruz, Él, en cuanto Dios -junto a su Padre-, efunde el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, la Persona-Amor de la Trinidad, para que el Amor de Dios inhabite en las almas de los hombres.
Al donarnos la gracia santificante, la Trinidad se hace presente en nuestra alma con las particularidades hipostáticas de las Personas , es decir, con la gracia santificante, se hacen presentes el Espíritu Santo, como emanación y prenda del amor paternal, el Hijo como esplendor de la gloria del Padre , y conocemos al Padre en el Hijo y por medio del Hijo . La Presencia de las Tres Divinas Personas, es el objetivo último de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, y esto es algo infinitamente más grande que la mera revelación de que Dios es Uno y Trino, aún cuando esta revelación sea en sí misma un misterio enorme de amor por parte de Dios.
Y orgánicamente unida con esta presencia, está la especial inhabitación personal del Espíritu Santo, prenda y depositario del amor intradivino . El Espíritu Santo inhabita en el alma del justo de un modo análogo a como la Segunda Persona de la Trinidad, el Verbo de Dios, inhabita en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth: análogamente, porque mientras la inhabitación del Verbo es hipostática, la inhabitación del Espíritu Santo es menos perfecta: es moral, pero significa que el Espíritu Santo toma posesión del alma y del cuerpo de aquel en quien inhabita. Esto es lo que fundamenta la frase de San Pablo: “El cuerpo es templo del Espíritu Santo” (1 Cor 6, 19).
El Espíritu Santo, donado por Cristo en la cruz, al ser traspasado su Corazón por la lanza del soldado romano, comunica la vida trinitaria al alma , y esto se debe al excesivo –e igualmente inimaginable, incomprensible, inagotable- amor de Dios por el hombre (1 Jn 3, 1), por el cual no se contenta con convertirlo en amigo suyo, sino que quiere hacerlo partícipe de la naturaleza divina , es decir, quiere elevarlo y colocarlo tan cerca de sí, como el hierro candente está cerca del fuego que lo abrasa.
Santa Teresa de Ávila, en sus Moradas, representa a Dios con un brasero lleno de brasas ardientes, de donde saltan chispas, que son las que encienden al alma en el fuego del Amor divino: el Espíritu Santo, más que una chispa, es ese mismo Fuego, que es enviado al interior del alma, para encenderla y abrasarla en el Amor de Dios, así como un trozo de carbón, de madera o de hierro, se incendian y se vuelven incandescentes, al ser abrasados por las llamas del fuego.
Dios, por la infinita potencia de su amor insondable, atrae hacia sí nuestra humanidad, la sumerge en sí y se le comunica. El que es luz y fuego de eterno amor, cuando abrasa a su criatura, sin aniquilarla, ni cambiar su esencia, la penetra con su calor, con su luz, con su santidad, de manera que la criatura se llena de Dios y es elevada a una forma de vida divina .
La criatura se hace semejante a Dios, tanto más perfectamente cuanto, por pureza más se convierte en terso espejo de la divinidad y refleje los rayos de la belleza divina, o sea, cuanto más se transforma en luz, penetrada por la luz divina, como un globo de cristal, que absorbe y reverbera los rayos del sol. Con ello, el alma llega a semejarse tanto a la divinidad, que podríamos decir con razón con los Santos Padres, que se ha hecho “deiforme”, que es la transfiguración y participación de la humanidad en la naturaleza y la santidad de Dios.
Dios nos quiere semejantes a Él, en su corazón, en unión con Él, que es el Ser y la verdadera Vida.
Además de la participación en la naturaleza divina, Dios se nos da a sí mismo: las Personas de la Santísima Trinidad moran en nosotros, habitan en nosotros: “A quien me ama, mi Padre lo amará y los dos vendremos con Él” (Jn 14, 23). “Dios es Amor: quien permanece en el Amor permanece en Dios y Dios con Él” (1 Jn 4, 16), nos asegura San Juan. Y San Pablo: “¿Habéis olvidado que sois templo de Dios…?” (1 Cor 3, 16); “Porque nosotros somos templo de Dios vivo” (1 Cor 6, 16).
La auto-donación de las Personas de la Trinidad comienza con la llegada del Espíritu Santo al alma, enviado por Jesucristo y por el Padre.
El Espíritu Santo viene a nosotros para habitar en nuestras almas, para quedarse con nosotros y estar en nosotros. El Espíritu de Dios, con su fuerza, nos transforma en imágenes de la divinidad, y lo lleva a cabo no desde lejos o desde fuera, sino iluminando y transformando el alma como una luz y un fuego que actúa desde dentro y la penetra en todas sus fibras, en lo más íntimo del ser. Se nos ha dado como prenda en nuestro corazón (2 Cor 1, 1-22) para que no nos quede duda de que trata verdaderamente de proporcionarnos la plenitud de gloria y la herencia de los hijos de Dios, lo cual consiste en algo inimaginable para el hombre: la comunión de vida y de amor con las Personas de la Trinidad, en el seno íntimo de la Trinidad, por toda la eternidad.
Se trata de una morada especial de la Santísima Trinidad en nosotros, no porque Dios esté en sí más o menos presente, sino porque el alma misma se cierra o se abre para recibir su presencia.
Es por esto que San Agustín dice: “Dios está presente en todas partes y por completo, pero habita sólo en quienes lo reciben como su bienaventurado templo” . El alma y el cuerpo del hombre se convierten en templo de la Trinidad, en donde inhabita el Espíritu Santo, el cual debe ser honrado, respetado, amado y adorado, de modo análogo a como Jesús, el Hijo de Dios, es honrado, respetado, amado y adorado en sus templos y en los sagrarios.
A Santa Teresa de Ávila, Dios le muestra que el alma es como una morada con siete habitaciones concéntricas en cuyo centro, la séptima, reside Dios mismo, el Rey de la gloria. “Aquí se le comunican todas Tres Personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría Él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos”.
Cuando Sor Isabel de la Trinidad comprendió que las Tres Personas habitaban en ella, afirmó que su cielo comenzaba ya en la tierra .
Ahora bien, con la inhabitación en nosotros, las Personas de la Santísima Trinidad establecen una relación personal y nos ofrecen un don particular: el Amor divino, el cual debe ser correspondido por el alma, según el dicho: “Amor con amor se paga”.
Al respecto, Carlos de Foucald escribe: “De cuando en cuando, baja los ojos hacia el pecho, recógete un segundo y di: ‘Estás aquí, Dios mío, te amo’. Eso no te desviará del cumplimiento de tus deberes, no te robará más que un segundo, y todo lo que hagas te saldrá mejor porque tendrás una ayuda, menuda ayuda. Poco a poco tomarás la costumbre y acabarás sintiendo continuamente en ti esa dulce compañía, este Dios de nuestro corazón. Entonces permaneceremos cada vez más unidos a Dios, y viviremos la misma vida, idéntica”.
Debido a que por la comunión sacramental Jesús viene al alma, y una vez en el alma, sopla el Espíritu Santo en el alma, el cual nos une al Hijo y en el Hijo tenemos acceso al Padre, podríamos paragonar a Carlos de Foucauld, y decir, después de la comunión: “Dios mío, Dios Uno y Trino, estás aquí con tu Espíritu de Amor, enciende mi alma con tu fuego divino, te adoro, te amo, te espero”.

miércoles, 15 de junio de 2011

Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote

Jesucristo,
Sumo y Eterno Sacerdote,
ofrece la Víctima
Santa y Pura,
su carne resucitada,
que es la carne del Cordero de Dios,
empapada del Espíritu Santo,
la Eucaristía.


Jesucristo es el Sumo y Eterno Sacerdote -por quien y en quien tiene fundamento y razón de ser el sacerdocio ministerial y todo sacerdote-, y como sacerdote ejerce su oficio, el cual consiste en sacrificar una víctima sobre un altar para que, por la ofrenda de la víctima, desciendan desde el cielo las abundantes gracias de la divinidad.

En cuanto Hombre-Dios, Jesucristo no es sólo Sacerdote, sino también Altar y Víctima: Él es la Víctima perfectísima que se ofrenda a Dios como holocausto agradable, cuyo perfume sube hasta el cielo, y el Altar es su Cuerpo sacrosanto.

Él, el Sumo y Eterno Sacerdote, se ofrenda a sí mismo, como Víctima Pura y Santa, en su naturaleza humana, es decir, en su carne según su naturaleza, y es una víctima agradable a Dios, porque esta carne no tiene los defectos de la carne, por cuanto mora e inhabita en ella el Espíritu de Dios, y por cuanto el Hijo de Dios la ha asumido en sí de un modo tan íntimo, como lo hace el fuego con el hierro[1], y por este motivo, esta carne de esta Víctima que es Cristo, es ofrenda purísima y espiritual, absolutamente grata a Dios Trino.

La carne de la Víctima que ofrece Jesús Sacerdote, no es una carne muerta y sangrienta, que es despedazada al ser consumida, sino que es una carne viva, empapada del Espíritu de Dios[2], así como la esponja se empapa del agua cuando es sumergida en esta.

La carne de la Víctima que ofrece Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, no es una carne muerta, porque posee en sí misma la fuerza espiritual vivificante del Espíritu Santo que inhabita en esta carne.

Quien consume la carne de esta Víctima ofrecida por Jesús Sacerdote, no consume la carne al modo como se come la carne natural[3], porque es la carne resucitada del Cordero, en quien opera la fuerza divina vivificante del Verbo y del Espíritu Santo.

En el supremo sacrificio de la cruz, el Sumo Sacerdote Jesucristo se inmola en su carne, como Víctima, y muere, pero para vencer a la muerte, por la virtud del Espíritu de Vida eterna que mora en su carne, y para donar de ese mismo Espíritu vivificador a los hombres, mediante la unión con su carne, en la Eucaristía.

El Espíritu Santo, que inhabita en la carne de la Víctima ofrecida por el Sacerdote Eterno lleva, en la Santa Misa, por las palabras de consagración pronunciadas por el sacerdote ministerial, a esa carne al altar, para unirla con la carne de los creyentes, para que los creyentes, consumiendo esa carne espiritualizada y embebida en el Espíritu Santo, reciban ellos también al Espíritu de Dios, que les da la vida eterna en germen.

Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, se inmola en el altar de la cruz, y en la cruz del altar, en el altar eucarístico, como Víctima, en su carne resucitada y llena del Espíritu Santo, la Eucaristía, para que quien consuma esta carne de Cordero, asada en el fuego del Espíritu Santo, viva no ya con vida natural, creatural, sino con la vida eterna de la Trinidad.
Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, ofrece la Víctima Santa y Pura, su carne resucitada, que es la carne del Cordero de Dios, empapada del Espíritu Santo, la Eucaristía.

[1] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 548.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem.

[3] Cfr. August., Tract. 27 in Jo, cit. Scheeben, Los misterios.

martes, 14 de junio de 2011

“Cuando des limosna, cuando hagas ayuno, cuando reces, que sólo te vea tu Padre”

El cristiano debe
obrar la caridad,
hacer ayuno y oración,
como Jesús en la cruz,
para ser visto
sólo por el Padre.

“Cuando des limosna, cuando hagas ayuno, cuando reces, que sólo te vea tu Padre” (cfr. Mt 6, 1-6. 16-18). Jesús propone una práctica religiosa opuesta diametralmente a la práctica farisea: mientras a estos les gusta ser mirados y admirados en sus obras de religión, el cristiano debe pasar oculto, sin que nadie se de cuenta.

No se debe solo al hecho de que se debe evitar la fanfarronería y el orgullo, sino ante todo que el cristiano debe imitar la humildad de Cristo, quien no hacía ostentación ni de su condición de Dios, ni de sus poderes como Hombre-Dios.

Además, el hecho de que el cristiano debe hacer limosna, ayunar y hacer oración sin ostentación y sin buscar la admiración de los hombres, se debe a que la Nueva Ley es superior a la Antigua Ley, en el sentido de que la Nueva Ley concede, por la gracia, una nueva vida, una vida sobrenatural, que excede infinitamente a la vida natural del hombre, y que es principalmente interior y espiritual.

La gracia divina, donada por Jesucristo a través de su misterio pascual, actúa en la raíz del ser del hombre, comunicándose al cuerpo y al alma, y por esto mismo, su actuación es interior, y pasa desapercibida y en silencio, transformando cada vez más al alma a imagen y semejanza de Jesucristo.

No quiere decir que el cristiano no deba actuar públicamente; lo que quiere decirnos Jesucristo es que el cristiano debe estar más atento a su vida interior y al origen de esa vida interior, que es Dios Padre, Fuente Increada de la gracia que se dona a través de Jesucristo.

“Cuando des limosna, cuando hagas ayuno, cuando reces, que sólo te vea tu Padre”. En la cruz, y en el altar, Jesús hace una obra de caridad más grande que dar limosna, y es ofrendar su Cuerpo y su Sangre por la salvación de los hombres; hace ayuno, porque desde que fue detenido, hasta su muerte el Viernes Santo, no come nada, para poder darse Él como alimento de vida eterna; reza al Padre, pidiendo el perdón para todos y cada uno de nosotros, y todo esto que Jesús hace, lo hace en silencio, y es visto solo por Dios Padre.

Así como Cristo obra la caridad, hace ayuno, y reza en la cruz y en el altar, así tiene que hacer el cristiano.

lunes, 13 de junio de 2011

Ama a tus enemigos



“Ama a tus enemigos” (cfr. Mt 5, 43-48). Tal vez sea el mandato de Cristo más ignorado, más desconocido, más malinterpretado, y constituye, sin embargo, la esencia del cristianismo, puesto que es un llamado a imitar a Dios Padre, que en Cristo perdona a los hombres, convertidos en enemigos por el pecado original; es una invitación a imitar a Cristo, que perdona a sus enemigos, que son quienes le quitan la vida; es una invitación a imitar a la Virgen Madre, que al pie de la cruz perdona a quienes matan a su Hijo, y son, por lo tanto, sus enemigos.

Por lo general, los cristianos, incluso los llamados “buenos”, no cumplen este mandamiento. Tal vez no tengan problemas en moral, o en la devoción, en la piedad, en las oraciones, en la fe; pero llegado el momento en que se cruzan con algún prójimo al que por un motivo u otro se lo puede calificar como “enemigo”, reaccionan como paganos.

En vez de cumplir el mandato de Cristo, hacen una regresión, en el mejor de los casos, a los tiempos pre-cristianos, al “ojo por ojo y diente por diente” (Ex 21, 24) de la ley del Talión, y si no, se comportan como paganos, rumiando el enojo y el rencor en sus corazones, y planeando –o al menos deseando- la venganza contra su prójimo.

De esta manera, se olvidan que ellos son los protagonistas de la parábola del rey que perdona la deuda a un súbdito, y en cuanto este sale, hace encarcelar a uno que le debía a su vez, sin compadecerse de él. La deuda que el rey perdona, es el equivalente a 240.000.000 años de salarios[1], mientras que la deuda que él debía perdonar, es insignificante en términos monetarios. Ése es el cristiano que, habiendo recibido el perdón de Dios Padre, el perdón de Dios Hijo, y el perdón de la Virgen Madre, desde la cruz de Cristo, se niega a perdonar a su prójimo las ofensas que éste pueda haber cometido.

“Ama a tus enemigos”. El mundo se encamina a un abismo de auto-destrucción –sistemas políticos inhumanos, carrera armamentista desenfrenada, armas nucleares potentísimas, que pueden destruir mil veces todo el planeta tierra-, y la causa es que los cristianos, sal de la tierra y luz del mundo, no han sabido dar sabor a la vida, y no han sabido iluminar, porque han olvidado, despreciado, ignorado, el mandato de Cristo, esencia de la religión católica: “Ama a tus enemigos”.


[1] Cfr. Chiesa, P., Amor, soberbia, humildad.