martes, 21 de junio de 2011

Por sus frutos los conoceréis

Quien se acerca
al Árbol de la Cruz
y bebe de su fruto,
la Sangre del Cordero,
recibe la gracia
que lo ilumina
y así sus ojos contemplan,
asombrados,
el maravilloso misterio
del Hombre-Dios
crucificado.


“Por sus frutos los conoceréis” (cfr. Mt 7, 15-20). Tal vez se puedan comprender un poco más las palabras de Jesús, si nos fijamos cuáles son los frutos de un árbol que da malos frutos, el materialismo mundano, y un árbol que da buenos frutos, el Árbol de la Cruz.

El materialismo opaca y enceguece el espíritu, al tiempo que agudiza la visión carnal y materialista del hombre mundano, y así, todo lo espiritual y lo sobrenatural –la Misa, la Eucaristía, la Confesión-, le parecen tediosos y fastidiosos, mientras que es atraído por la concupiscencia y es arrastrado por el desborde de las pasiones sin freno.

Por el contrario, quien se acerca al Árbol de la Cruz, y bebe de su fruto, la Sangre del Cordero, recibe la gracia santificante, y junto con esta, innumerables dones celestiales.

La gracia, contenida en la sangre del Cordero, es participación a la vida divina y a la divina naturaleza, y por esto ilumina al alma, porque la naturaleza divina es luminosa[1], según las palabras de Jesús: “Yo Soy la luz del mundo” (Jn 8, 12).

Quien se acerca al Árbol de la cruz, y bebe el fruto más preciado, la Sangre del Hijo de Dios, recibe la iluminación interior, la que da la gracia, y con esa luz puede contemplar los maravillosos misterios del Hombre-Dios Jesucristo. Por la luz de la gracia, que da la fe sobrenatural, el alma puede contemplar, en la Eucaristía, a Cristo, muerto y resucitado por nuestra salvación, y como está iluminado, no lo confunde con un poco de pan bendecido.

Por la luz de la gracia, recibida en el árbol de la cruz, el cristiano ve a Cristo como a Dios encarnado, que en su omnipotencia y en su majestad, se ha humillado a sí mismo, movido por el Amor divino, para salvar al hombre, convertirlo en hijo suyo, y darle parte en su alegría y felicidad eterna.

Por la luz de la gracia, el ojo del alma se abre y ve lo que antes no veía: el altar no es ni piedra ni madera, sino luz del cielo; el pan no es pan, sino maná celestial, pan no inerte, sino vivo, el Pan Vivo que baja del cielo en el momento de la consagración; el vino no es vino, sino la sangre del Cordero que ha sido inmolado en el altar eucarístico; ve un templo, que antes no veía: no el construido con las paredes materiales y el techo, sino el cuerpo del que está en gracia; ve un sagrario que antes no veía: no el sagrario de metal y bronce, sino su propio corazón, en donde reposa, resguardada por el amor, la Hostia que acaba de consumir; ve otros cristos, además del Cristo de la Eucaristía, y son sus hermanos, los que también recibieron la gracia y llevan la marca del Cordero.

“Por sus frutos los conoceréis”. Quien se acerca al Árbol de la cruz, recibe su fruto más preciado, la Sangre del Cordero, y con la sangre, la luz de la gracia, que ilumina los ojos del alma con la luz de la fe, que contemplan absortos el inimaginable horizonte de feliz eternidad que se despliega delante de ellos.

[1] Cfr. Scheeben, M. J., Las maravillas de la gracia divina, Ediciones Desclée de Brower, Buenos Aires 1954, 208.

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