sábado, 13 de agosto de 2011

Qué grande es tu fe









Jesús alaba la fe de la mujer cananea, porque ella se contenta con las migajas que caen del banquete: no le hacen falta los manjares, sólo desea las migajas. ¿Qué son estas migajas que mendiga la mujer cananea a Jesús? Para saber qué son las migajas, hay que ver en qué consiste el banquete de los hijos del Reino. El banquete para los hijos del Reino, son las obras milagrosas que el Hombre-Dios realiza en medio del Pueblo Elegido; las migajas del banquete, representan también milagros de Jesús, pero no tan significativos o llamativos.
Jesús había hecho grandes milagros en medio del pueblo judío: había resucitado muertos, había curado inválidos, había multiplicado panes, había convertido el agua en vino, y la mayoría de estos milagros habían sido hechos delante de una gran cantidad de gente; de ahí que en el Evangelio se diga que “la muchedumbre glorificaba a Dios”, luego de ver a Jesús hacer estos milagros. Los grandes milagros del Hombre-Dios son una manifestación de la Presencia de Dios en Persona en medio de los hombres: Su Presencia Personal se acompaña de grandes signos, de grandes prodigios, que asombran, por su espectacularidad y por su grandiosidad. Este es el banquete de los hijos del Reino, los miembros del Pueblo de Israel: los milagros grandiosos, hechos en medio del Pueblo Elegido. Los milagros, signos de la omnipotencia divina, tienen por destinatarios a los hebreos.
Pero la mujer cananea no pretende milagros espectaculares; sabe que ella no pertenece al Pueblo Elegido, no es hebrea ni judía, por eso se coloca no del lado de los dueños de casa, sino del lado de los animales domésticos. Se compara con un perro que come las migajas que caen de la mesa de sus amos. La mujer cananea se contenta con un pequeño milagro, hecho en el anonimato: la paz del corazón de su hija, al verse libre de la posesión de un demonio.
La humildad de la mujer cananea abre el Corazón de Cristo y obtiene de Él la liberación de su hija. Ella, que sólo quería recibir las migajas, obtiene del Hombre-Dios el milagro que desea. La humildad de la mujer cananea obtiene lo que muchos de los miembros del Pueblo Elegido no pudieron obtener, por la dureza de sus corazones y por su incredulidad: “Jesús no pudo hacer más milagros, a causa de la dureza de sus corazones”, dice el Evangelio. Los dueños del banquete, los destinatarios de los milagros más grandiosos del Hombre-Dios, se quedan sin banquete. Pan, Cordero asado y Vino son los constitutivos del manjar de los hijos del Reino, el banquete pascual, que desprecian por su incredulidad.
También para nosotros, que somos el Pueblo de la Nueva Alianza, Dios prepara un nuevo manjar, un nuevo banquete pascual: el Pan de Vida eterna, la carne del Cordero asada en el fuego del Espíritu, y el Vino del Cáliz, la Sangre del Redentor.
Nosotros, que constituimos el Nuevo Pueblo Elegido, la Iglesia Católica, al igual que los miembros del antiguo Pueblo Elegido, no recibimos las migajas, sino el Pan entero; nos sentamos a la mesa del Banquete escatológico como los dueños de casa y no como sirvientes y mucho menos que como animales domésticos; no recibimos las sobras que se dan a los cachorros, sino la carne del Cordero, asada en el fuego del Espíritu. Es para nosotros que Dios prepara la cena del Cordero, y nos reserva los primeros puestos, los puestos de los hijos de Dios, de los hijos del Reino. No nos da las sobras del banquete, sino el banquete todo, el milagro eucarístico.
Para nosotros, el Hombre-Dios actualiza, en cada misa, el milagro más grande de todos los milagros posibles para la omnipotencia y para la misericordia infinitas de Dios, la Eucaristía. Si Dios pretendiese hacer un milagro más grande, que demuestre más su amor misericordioso para con nosotros, no podría -y no puede- hacer algo superior a la Eucaristía. La Eucaristía es el milagro en donde la omnipotencia absoluta de Dios está empleada al máximo, y en donde su Amor misericordioso se derrama sobre las almas y sobre la Iglesia sin medida, de manera infinita.
Ése es el milagro que Dios hace para sus hijos, nosotros, para demostrarnos su amor infinito. Éste es el milagro hecho especialmente para los hijos del Nuevo Pueblo Elegido: Dios se nos entrega en apariencia de pan, y nos dona todo su ser divino. Usando toda su omnipotencia, convierte el pan en la carne del Cordero, para que al comer de esa carne, nos convirtamos en dueños de su mismo ser divino, y con su ser, su Espíritu. El milagro del banquete eucarístico tiene por objeto comunicarnos su Espíritu divino.
Si al comer la carne del Cordero, Dios se nos entrega en el banquete eucarístico con todo su ser para comunicarnos su Espíritu de Amor; ¿no deberíamos entregarle nosotros en agradecimiento todo nuestro ser? No recibimos las migajas, sino el Cordero asado, entero, en su totalidad; ¿no debería esto movernos a ofrecerLe de nuestra parte todo nuestro ser? Si Dios nos hace semejante don; ¿no sería de nuestra parte una muestra de apego al mundo, el interesarnos sólo en pedir las migajas, es decir, milagros –curaciones, trabajo, todas cosas buenas y necesarias-, sin agradecer el milagro del Pan de Vida, y sin ofrecer nada a cambio?
¿De qué manera podemos ofrecernos a Dios en acción de gracias por haber sido invitados a su banquete? La Iglesia, como Madre Nuestra, nos enseña el camino: el ofrecimiento personal del alma en el sacrificio de la misa.
En la liturgia de la misa, la ofrenda del alma a Dios está simbolizada por el hecho de inciensar el pan y el vino . Al inciensar tres veces haciendo el signo de la cruz, se simboliza la oración de Cristo, que se sacrifica sobre el altar como en la cruz. La nube del incienso, que envuelve al altar y a la asamblea, simbolizan la unidad en la oración que se eleva ante la majestad de Dios . Esto es un símbolo de lo que sucede en la realidad: la Iglesia, y los hijos de la Iglesia, unidos en Cristo por un mismo Espíritu, convertidos en el mismo cuerpo de Cristo, se ofrecen con todo su ser ante la majestad de Dios, y el ofrecimiento, junto con la oración de agradecimiento y de adoración por esta majestad divina, se elevan ante el trono de Dios, y son presentados, en Cristo y por Cristo, como un sacrificio agradable a Dios Trino. Se verifica así en la misa un intercambio de amor entre la Iglesia y Dios: la Iglesia se ofrece a sí misma como Víctima, en sus miembros que han sido incorporados al Cuerpo de Cristo, y en contrapartida, la Iglesia y los hijos de la Iglesia reciben el don del Cordero .
El acto de humildad de la cananea por el cual pretendía sólo las migas, era algo virtuoso en ella, que no pertenecía al Pueblo Elegido. Sin embargo, en nosotros, pretender quedarnos sólo con las migajas –pedir sólo algún milagro para salir del paso de alguna situación existencial un tanto conflictiva-, sería realmente pasar por alto el Gran Milagro del Banquete. Intentando superar nuestro natural apego a las cosas del mundo, que nos lleva con frecuencia a perder de vista el banquete para pedir las migajas –asistimos a misa para pedir milagros y no para ofrecernos en acción de gracias-, ¿no deberíamos aspirar a que Jesús dijera de nosotros, no tan solo “Qué grande es tu fe”, sino más bien “Qué grande es tu amor para Conmigo, que te ofreces con todo tu ser”?

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