sábado, 27 de agosto de 2011

Solo quien carga la cruz y participa de los dolores de Cristo, accede a la vida eterna en los cielos



“Vade retro Satán” (cfr. Mt 16, 21-27). Sorprendentemente, la frase, que es como un exorcismo, va dirigida no a un endemoniado, sino a Pedro, el Vicario de Cristo. Es al mismo Papa, y no a un poseso, a quien Jesús reprende fuertemente. ¿Cuál es el motivo?

Teniendo en cuenta que Pedro no estaría endemoniado ni poseído, podemos preguntarnos porqué Jesús debe expulsar de la cercanía de Pedro, la presencia del demonio, y la respuesta es que es el demonio quien le ha sugerido a Pedro el rechazo de la cruz. Jesús acababa de profetizarles acerca de su misterio pascual de muerte y resurrección; acababa de decirles, a Pedro y a los demás Apóstoles, que Él debía sufrir mucho, ser traicionado, morir, y luego resucitar al tercer día, a lo que Pedro responde diciendo: “Eso nunca sucederá, Señor”.

Pedro, instigado por Satanás, rechaza la cruz, y de esta manera, rechaza el plan de Dios para la salvación de la humanidad, y es esto lo que motiva el enojo y el reproche de Jesús.

El enojo de Jesucristo ante el rechazo de la cruz por parte de Pedro no es el enojo de un líder religioso cuyo seguidor se opone a sus planes. El enojo de Jesucristo se debe a que sin la cruz, la humanidad entera está perdida. Sin cruz no hay salvación posible; sin Cristo crucificado, muerto y resucitado, las puertas del cielo permanecen cerradas para siempre, y nadie puede abrirlas. Sin cruz, se cierran las puertas del Reino de los cielos, y se abren las puertas del Hades, de donde no se sale; sin cruz, sólo hay “llanto y rechinar de dientes”.

Sin cruz, la enfermedad se convierte en una tortura, y se desea la muerte para escapar de ella; con la cruz de Cristo, la enfermedad es un don del cielo, porque hace partícipes de la cruz de Cristo, y se desea la muerte, para llegar lo antes posible a los gozos eternos de los cielos infinitos.

Sin cruz, no hay alegría en el dolor, sino desesperación y llanto. Sin cruz, la vida y la muerte, el dolor y la alegría, los triunfos y los fracasos, es decir, la existencia toda del hombre, carece de sentido. Sólo en la cruz de Cristo y en Cristo muerto y resucitado, encuentra el hombre el sentido final de su existencia en esta tierra, que es salvar el alma y entrar en la comunión eterna, de vida y de amor sin fin, con las Tres Personas de la Trinidad.

Cuando Jesús nos dice que el que quiera seguirlo, que renuncie a sí mismo, que cargue su cruz y lo siga, nos está señalando el camino de la felicidad, camino que pasa por la cruz, pero que no finaliza en ella, sino que por ella se llega al cielo.

La cruz implica la renuncia de sí mismo, del propio egoísmo, de la propia mezquindad, del propio punto de vista, del propio yo, que lleva al “ojo por ojo y diente por diente”, en vez del perdón del enemigo. Si no hay renuncia de sí mismo, Cristo no puede crecer en el alma, y así el alma queda llena de su propio yo, de su propia estrechez, de su propia mezquindad, y no solo es incapaz de dar paz y alegría a los demás, sino que es incapaz de tomar la cruz y de seguir el camino de Cristo, el camino del Calvario, señalado por su sangre derramada.

Por el contrario, el cristiano que ama a Cristo, se niega a sí mismo, se reconoce como necesitado y falto de todo, se niega a sí mismo –lucha contra su egoísmo, su pereza, su impaciencia-, abraza la cruz, y se encamina en dirección al Calvario, para morir crucificado con Cristo y así, de esa manera, nacer a una vida nueva, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios.

Quien carga la cruz y sigue a Cristo, recorre junto a Él un corto camino, el camino del Calvario; es crucificado junto con Él, y junto con Él resucita a la alegría eterna en los cielos.

Sólo quien carga la cruz en esta vida y participa de los dolores de Cristo en el Calvario, accede a la felicidad eterna en la otra vida.

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