jueves, 29 de septiembre de 2011

Si en los paganos hubiera hecho los milagros que hice en ti, hace tiempo se habrían convertido



“Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida!” (cfr. Lc 10, 13-16). “Si en Tiro y Sidón hubiera hecho los milagros que hice en ustedes, hace rato se habrían convertido”. Jesús se lamenta de las ciudades hebreas, mientras que, indirectamente, alaba a las ciudades paganas de Tiro y Sidón. El motivo del lamento es la dureza del corazón de estas ciudades, que no quieren convertirse, a pesar de haber recibido la visita de Dios Hijo en Persona, y a pesar de haber sido destinataria de milagros asombrosos.

Por el contrario, si en las ciudades paganas de Tiro y Sidón hubiera hecho esos milagros, ya se habrían convertido y habrían hecho penitencia.

Análogamente a las ciudades hebreas, Jesús puede decir lo mismo a cada uno de los bautizados, pues estos han recibido grandes dones, prodigios, signos y milagros: la filiación divina con el bautismo; el Ser divino auto-donado en cada comunión; el Espíritu Santo en Persona en la Confirmación; el Amor de Dios en cada Confesión sacramental, pero a pesar de esto, muchos cristianos viven como si nada hubieran recibido, con lo cual demuestran ser peores que los paganos.

Por esto mismo, Jesús puede decir a los miembros de su Iglesia, representados en las ciudades hebreas: “Si en los paganos hubiera hecho los milagros que hice en ti, hace rato se habrían convertido, habrían hecho penitencia, ayunos, mortificación; habrían buscado vivir el único mandamiento que es necesario cumplir para llegar al cielo, el amor a Dios y al prójimo, y por eso habrían perdonado a sus enemigos, auxiliado al prójimo, y vivido en la caridad, en la paciencia, en el amor y en la compasión. Pero estos paganos recibirán mejor suerte que tú, que a pesar de la comunión diaria, no quieres convertirte”.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza



“El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Lc 9, 57-62). Mientras Jesús va de camino con sus discípulos, alguien le dice: “Te seguiré donde quiera que vayas”. Jesús no le dice que no le siga, ni tampoco que lo siga; le advierte las extremas condiciones que tendrá que soportar en su seguimiento: “El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”.

Con esto, Jesús quiere hacerle ver, por un lado, la pobreza de quien quiera seguir a Jesús, pues no contará con nada material, y pone el ejemplo de las zorras y de los pájaros que, por la Providencia divina, aún siendo seres irracionales cuentan con bienes, que son sus cuevas y sus nidos.

El Hijo del hombre, por el contrario, nada posee, y tanto es así, que “no tiene dónde reposar la cabeza”, es decir, no tiene casa propia, ni bienes materiales, ni siquiera una almohada en donde descansar.

Jesús hace esta advertencia porque quien lo sigue, lo sigue camino del Calvario, camino de la cruz, y en la cruz Jesús no posee ningún bien material, y los únicos bienes materiales que posee, la cruz de madera, el cartel que indica que Él es rey, los clavos de hierro, la corona de espinas, todos han sido prestados por Dios, para que lleve a cabo su obra de redención. Y si Él nada tiene en la cruz, entonces sus discípulos también deben vivir en la pobreza de la cruz.

Pero hay algo más que quiere decir Jesús con esta frase, y es relativa al momento de la crucifixión, porque es en la cruz en donde Jesús, coronado con una enorme y pesada corona de espinas, que le llegan hasta la nuca, y crucificado con gruesos clavos de hierro que le impiden el reposo, y como además sus brazos están estirados al máximo, y también sus piernas, no tiene “dónde reclinar la cabeza”.

Es decir, además de la pobreza de la cruz, Jesús nos quiere decir que, quien quiera seguirlo, debe seguirlo hasta la crucifixión y muerte de cruz, y estar dispuesto a participar de este estado suyo de crucificado.

Para que la frase “te seguiré dondequiera que vayas” no quede en mera declaración de deseos, el cristiano debe ser consciente de que Jesús no tiene dónde reclinar la cabeza, porque está crucificado, y que él, como seguidor suyo, también debe subir a la cruz.

Y el lugar para la unión con Cristo crucificado es la Santa Misa, renovación incruenta del sacrificio de la cruz, en donde Jesús “no tiene dónde reclinar la cabeza”.

lunes, 26 de septiembre de 2011

¿Quieres que mandemos bajar fuego del cielo?



“¿Quieres que mandemos bajar fuego del cielo para que acabe con ellos?” (cfr. Lc 9, 51-56). La pregunta de los discípulos ante la negativa de algunos a recibirlos refleja, por un lado, la conciencia que tenían de ser partícipes del poder divino debido a Jesús, pero por otro lado, refleja que no han entendido el mensaje de Jesucristo.

Los discípulos se enojan porque no les han permitido predicar ni alojarse, y por eso quieren “enviar fuego del cielo” para hacer arder y desaparecer a los ocasionales enemigos.

Pero este no es el mensaje de Jesucristo. Si bien tienen el poder, dado por Jesucristo, una acción tal se ubicaría en las antípodas del mensaje evangélico de perdón de las ofensas y de amor al enemigo, y sería en cambio una continuación de la ley del Talión, ojo por ojo y diente por diente.

Jesús los reprende doblemente: porque no supieron amar a sus enemigos, perdonando la ofensa recibida, con lo cual demostraron que las enseñanzas de Jesús fueron oídas material y corporalmente, pero no fueron asimiladas para convertir el corazón, y porque el fuego que Jesús sí quiere hacer descender sobre la humanidad, no es un fuego material, destructor, en el que todo queda reducido a cenizas, provocando destrucción, muerte y dolor, sino otro fuego muy distinto, el Fuego del Amor divino, el Espíritu Santo, que abrasa al alma encendiéndola en el amor de Dios, comunicándole la vida, la luz, la alegría y la paz de Dios.

Los discípulos quieren enviar fuego del cielo, pero para aniquilar y matar a sus enemigos; Jesús también quiere incendiar a los hombres con fuego venido del cielo –“He venido a traer fuego ¡y cómo quisiera verlo ya ardiendo!” (cfr. Lc 12, 49-53)-, pero el fuego de Jesús es el Amor de Dios, el Espíritu Santo, que da la vida y el amor divino a quien lo alcanza.

El deseo de Jesús se hará realidad en Pentecostés, cuando Él, junto a su Padre, desde el cielo, soplen el Espíritu Santo, que se aparece como lenguas de fuego, abrasando en el amor de Dios a la Iglesia naciente. Es el mismo fuego que sopla Jesús, como Sumo Sacerdote, a través de las palabras de consagración pronunciadas por el sacerdote ministerial, y es el mismo fuego que Él, desde la Eucaristía, comunica al alma que lo recibe con fe y con amor.

Es este el fuego que viene a traer Jesús, con el cual quiere incendiar nuestras almas, y nada tiene que ver con el fuego material, que sólo provoca destrucción y muerte, el deseado por el ánimo de venganza de los discípulos de Jesús.

domingo, 25 de septiembre de 2011

El más pequeño es el más grande



“El más pequeño es el más grande” (cfr. Lc 9, 46-50). Los discípulos de Jesús, demostrando la humana ambición de poder, discuten entre sí sobre quién es el “más grande”. Piensan, equivocadamente, que Jesús es un líder religioso al estilo de los líderes del mundo, que reparten sus favores y dádivas a quienes más cerca de ellos se encuentren. Pero como los líderes del mundo gobiernan, en la gran mayoría de los casos, por medio de la opresión y de la injusticia, quienes están cerca de ellos, deben ser como ellos, igualmente injustos y opresores de los débiles.

Jesús, escuchando la discusión, y viendo, en su omnisciencia divina, la soberbia anidada en los corazones de sus discípulos, toma a un niño de la mano, lo atrae hacia sí, y dice: “El que recibe a este niño en mi nombre me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me envió. El más pequeño es el más importante”.

Con este ejemplo, simbolizado en el niño, que encarna la simplicidad y la humildad, Jesús les hace ver a sus discípulos no sólo la inutilidad de discutir acerca de quién es el más grande, sino que los criterios de dominio y de poder mundanos no tienen cabida en el Reino de Dios.

En el Reino de los cielos, el “más importante” no es el que tiene más poder, o el que más sabe, o el que ocupa cargos más importantes, como entre los hombres, sino el que es como un niño, en el sentido de tener la humildad, la sencillez, la simplicidad, de un niño, y es por eso que Jesús dice que “el que no se haga como un niño, no entrará en el Reino de los cielos” (cfr. Mt 18, 1-5).

Pero el ser “pequeño” tiene otro significado que lo tiene a Él, a Jesús, como el principal modelo, y es Él mismo en la cruz. Es en la cruz en donde Jesús aparece pequeño a los ojos de los hombres. Él, que es el Dios Santo, Fuerte e Inmortal, no parece ni santo, ni fuerte, ni inmortal, porque es condenado como un malhechor, es crucificado como quien no puede defenderse, y muere realmente, como si fuera solo un hombre.

Jesús en la cruz es la imagen más clara y precisa de qué es lo que significa “pequeño” para Dios, ya que más que pequeño, aparece como insignificante, como alguien que no cuenta para nada, sino solamente para morir y ser desterrado de entre los vivientes.

Y sin embargo, desde la aparente pequeñez de la cruz, Jesús, el Dios Tres veces Santo, el Dios Fuerte y omnipotente, el Dios Inmortal y eterno, vence para siempre a los enemigos del hombre, el demonio, el pecado y la muerte.

“El más pequeño es el más grande”. Quien quiera ser verdaderamente grande en el Reino de los cielos, debe unirse en esta tierra a la cruz de Jesús y participar de su Pasión, de sus dolores, de su tristeza y de su amargura.

sábado, 24 de septiembre de 2011

¿Cuál de los dos hijos hizo la voluntad del Padre?



“¿Cuál de los dos hijos hizo la voluntad del Padre?” (cfr. Mt 9, 9-13). Jesús nos presenta la parábola en donde un padre pide a dos hijos que vayan a trabajar a su viña. La respuesta de los dos es desigual: el primero responde que no, pero luego sí va a trabajar; el segundo, responde que sí, pero luego no va a trabajar. Ante la pregunta de Jesús sobre cuál de los dos hizo la voluntad del padre, los discípulos responden que el primero, con lo cual Jesús dice que los publicanos y los pecadores son mejores que aquellos que, proclamándose religiosos y justos, no creyeron en Jesús.

Para comprender un poco el significado del pasaje evangélico, tenemos que considerar brevemente qué representan los elementos de la parábola: el padre de la parábola es Dios, los hijos son los bautizados, la viña es la Iglesia, el llamado a trabajar en su viña es el llamado a la conversión, las dos diferentes respuestas son dos modos de responder, libremente, al amor de Dios manifestado en Jesús.

El primer hijo, que dice que no pero luego va a trabajar, es aquel que se convierte de su mal camino, y decide tomar la cruz y seguir a Jesucristo, para lo cual cambia de vida: si antes estaba alejado de Dios, y no rezaba, y obraba el mal, ahora reza, es misericordioso para con el prójimo más necesitado, y está más cerca de Dios, porque cree en el mensaje del Evangelio de Jesucristo, que no pide otra cosa que el cumplimiento de un solo mandamiento para salvar el alma y entrar en el cielo: amar a Dios y al prójimo como a uno mismo.

Es decir, este primer hijo cumple la voluntad del padre, y así es figura del bautizado que cumple la voluntad de Dios Padre, manifestada en Jesucristo: el amor a Dios y al prójimo, demostrado no tanto por sermones, sino por obras de misericordia.

Por el contrario, el segundo hijo, que dice que sí va a ir a trabajar, pero al final no lo hace, representa a aquel bautizado que, a pesar de rezar, asistir a misa, confesar, no hace la voluntad de Dios, porque no cree en las palabras de Jesucristo que dice: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”, y en consecuencia, a pesar de su práctica religiosa externa, se comporta y vive como un pagano: es impaciente, malhumorado, fácil para la ira, sin disposición a perdonar a quien lo ofende, y se deja arrastrar por sus pasiones. No cumple la voluntad del Padre, que es el amor al prójimo y sobre todo al enemigo, en la imitación de Cristo.

Todos podemos ser uno u otro de los hijos de la parábola, según lo que libremente decidamos hacer. Seremos como el primer hijo, como el que hace la voluntad del padre, cuando obremos las obras de misericordia, corporales y espirituales, mandadas por la Iglesia.

Seremos como el segundo, es decir, malos hijos, cuando no obremos la misericordia.

jueves, 22 de septiembre de 2011

¿Cuál de los dos hijos hizo la voluntad del Padre?



“¿Cuál de los dos hijos hizo la voluntad del Padre?”. Jesús nos presenta la parábola del padre y de los dos hijos: uno de los hijos que, ante el pedido del padre de ir a trabajar a la viña, dice que sí, pero luego no va; el otro, que, ante el mismo pedido, dice que no, pero finalmente va. ¿Quién es el que hace la voluntad del padre? El que se arrepintió de su negativa a ayudar al padre, y decidió ir a trabajar. Cumplió la voluntad del padre el que, a pesar de responder primero que no, después fue a trabajar. En cambio, el que primero dijo que sí, finalmente no fue, por lo que al final no respondió al deseo de su padre.

¿Cuál es el significado de esta parábola? El padre de la parábola es Dios, los hijos son los bautizados, la viña es la Iglesia, el llamado a trabajar en su viña es el llamado a la conversión.

¿Por qué es importante para Jesús la respuesta sobre quién cumplió realmente la voluntad del Padre, que es Dios?

Porque en la parábola la respuesta a la voluntad del Padre depende del grado de amor que el hijo tiene al padre: demuestra tener más amor por el padre el hijo que finalmente va a trabajar a la viña, que cumple su voluntad. Y lo que sucede en la parábola, es una imagen de lo que sucede con los bautizados. Se trata de dos bautizados, por lo tanto, de dos hijos de Dios, que reciben de Dios el mismo pedido. Los dos son hijos; uno dice “sí” y no va, otro dice “no” y va; los dos han escuchado la Palabra del Padre, la Palabra de Dios. Los dos son bautizados que han escuchado la Palabra de Dios, que es Jesús. Pero la respuesta ha sido diversa, porque diverso ha sido el amor que cada hijo ha experimentado por Dios, su Padre. Si los dos han escuchado la Palabra del Padre, su Verbo, ¿por qué responden de manera distinta? ¿En dónde radica la diferencia? Esta es la pregunta clave de la parábola: porqué responden de manera distinta. Y responden de manera distinta porque, como hemos dicho, aman al padre de manera distinta. Pero, ¿por qué?

En el fondo, se trata de un misterio, ya que se trata de la interacción de dos libertades: la libertad de Dios, que libremente llama al hombre a ser hijo suyo por comunicación de la gracia de filiación divina, y la libertad del hombre, que libremente decide aceptar o no ese llamado y esa filiación. Dos libertades, frente a frente: la libertad de Dios, de llamar a quien Él quiere, y la libertad del hombre, de responder a ese llamado divino. Y la libertad es el fruto de la acción de la razón y de la voluntad: la razón “ve” el contenido de bondad y de hermosura que hay en una verdad, pero es la voluntad la que decide finalmente si adherir o no a esa verdad[1]. En el plano sobrenatural, la razón, iluminada por la fe, “ve” la bondad y la hermosura de la Sabiduría de Dios, encarnada en Jesucristo, pero es la voluntad la cual decide, en úlitma instancia, si adherir a esa Sabiduría que es Jesús, o no. En esto consiste la libertad humana, ya que es sólo la persona quien en última instancia decide aceptar o rechazar a la Bondad infinita de Dios encarnada en Jesucristo. La libre decisión, que surge de lo más profundo del espíritu humano, sin que nadie intervenga, ni siquiera Dios, en esta decisión, es lo que da al hombre la más grande de las dignidades entre todas las creaturas, el ser libres. Esto es lo que explica la diferente reacción de los hijos: cada uno responde con su libertad frente al llamado de Dios. Y si la respuesta frente al llamado de Dios en la vida personal refleja la libertad humana frente al llamado divino, refleja también el amor que la criatura experimenta frente a Dios, porque la respuesta libre está motivada en última instancia por el amor que se tiene frente a la verdad manifestada. Quien contempla y ama la verdad, se moverá libremente hacia la verdad –quien ama a la Verdad de Dios encarnada, Jesucristo, se moverá hacia Jesucristo-; pero puede darse que alguien contemple la Verdad y no la ame, puede darse que alguien contemple a Jesucristo y no lo ame, como Judas, por ejemplo, y, al no estar movido por el amor a Jesús, no cumplirá la voluntad de Dios.

Cumplir la voluntad de Dios no se basa en un ciego cumplimiento del deber por el deber mismo, como sostienen los filósofos protestantes; no se trata de hacer por hacer, motivados sólo por el sentido del deber. Pensar de esta manera lleva a sentir rechazo por la voluntad de Dios, ya que lleva a pensar que Dios exige el deber por el deber mismo. Y sin embargo, cumplir la voluntad de Dios –trabajar en su viña, en su iglesia, obrando las obras de misericordia todos los días con todos los prójimos que Dios nos pone en nuestro camino-, está basada en el amor a Dios, cuya Verdad se nos manifiesta encarnada, visible, en Jesucristo. Es así como Dios Padre quiere que trabajemos en su viña, es decir, que cumplamos su voluntad: obrar por amor a su Hijo, movidos por su Espíritu Santo. Quien obra por obrar, es como si no obrara; quien obra movido por otros intereses y por otros amores que no sean el amor de Dios, obra y construye castillos de arena, que se disuelven ante la primera ola.

El hijo de la parábola que cumplió la voluntad del padre es aquel que contempló la Verdad encarnada, Jesucristo, y, movido por amor a Él, se decidió ir a trabajar a la viña del Padre. Quien obra de esa manera, movido por el Amor de Dios y por el Amor a Dios Hijo encarnado en Jesucristo, cumple la voluntad del Padre. Quien escucha la Palabra del Padre y no se decide a obrar, es porque en el fondo no posee el Espíritu Santo, el Espíritu del Amor de Dios.

Dios nos llama continuamente, todos los días, comunicándonos su Palabra desde la Eucaristía, a trabajar en su viña, en su iglesia, a ser reflejos de la imagen de su Hijo. Y su Hijo, que es la Palabra encarnada, que continúa y prolonga su Encarnación en la Eucaristía, nos habla en secreto, sin que lo percibamos sensiblemente, en cada comunión eucarística, comunicándonos su Espíritu de Amor, de caridad y de misericordia, para que cumplamos su voluntad, que es la voluntad del Padre.


[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 826ss.

Herodes quería ver a Jesús




“Herodes quería ver a Jesús” (cfr. Lc 9, 7-9). Herodes quiere saber quién es Jesús, pues duda y no sabe si es Juan, que según le dicen, ha resucitado, o si es Elías, o algún otro profeta.

En sí mismo, el deseo de conocer a Jesús es bueno, pero queda pervertido por la intención torcida de Herodes, quien desea conocerlo sólo por curiosidad, y no para convertirse.

Que Herodes quiera conocerlo por curiosidad malsana, se verá luego en las Horas de la Pasión, en donde tendrá la oportunidad de estar frente a frente con Jesús.

Pero como Herodes es un disoluto, un pervertido, que se deja arrastrar por las pasiones, al quedar frente a Jesús, es inmune a la luz de la gracia que Jesús irradia, y por eso pide vana y sacrílegamente milagros, como si Jesús fuera un “hacedor de milagros” dispuesto a satisfacer los deseos de diversión de un perverso.

Ante el silencio de Jesús, que lo contempla con pena y con dolor, pues ve cómo el alma de Herodes está envuelta en la confusión que se deriva de la materialidad y de la carnalidad, Herodes lo hace vestir con una túnica blanca, como señal que advierta a los demás que Jesús presenta un trastorno mental, cuando en realidad es él quien, enturbiada su mente por el alcohol y por las pasiones sin control, ha perdido la razón, y es incapaz de reconocer a su Dios y de recibir su gracia.

Cuando se ven tantos jóvenes hoy en día, que se dejan arrastrar por la falsa idea mundana de que esta vida está para ser “disfrutada”, por medio del alcohol y de las drogas y de los placeres mundanos; cuando se ve a la juventud dominada por sus pasiones más bajas, y arrastrada lejos de la Presencia de Dios por los falsos ídolos, se recuerda a Herodes, cuya figura se ve multiplicada cientos de miles de veces, tantas, como tantos son los jóvenes disolutos, porque así como Herodes era rey del Pueblo Elegido, así cada joven está llamado a ser rey del Nuevo Pueblo Elegido, en la imitación de Cristo, Rey de los hombres.

Pero al igual que Herodes, a quien sus pasiones lo obnubilaban y le impedían reconocer a Dios Hijo, Presente en Persona en Jesús de Nazareth, así también a cientos de miles de jóvenes católicos, sus pasiones le impiden recibir la gracia para reconocer a Cristo en la Eucaristía.

Muchos, viviendo la vida en clima de fiesta malsana, son arrebatados repentinamente por la muerte, y son llevados ante la Presencia de Dios, para recibir el juicio particular.

Muchos comprenderán, en ese momento –demasiado tarde-, que ese Jesús de Nazareth, que venía a ellos en la Eucaristía dominical, a quien despreciaron, negaron, olvidaron, sustituyeron por sus pasiones, era el Único capaz de salvarlos.

Quiero misericordia y no sacrificios



“Quiero misericordia y no sacrificios” (cfr. Mt 9, 9-13). Jesús come con publicanos y pecadores, lo cual escandaliza a los fariseos, ya que ellos, por su condición de “puros”, jamás se rebajarían a hacerlo, porque esto significaría contaminarse con quien es impuro.

Ante la pregunta de los fariseos del porqué de esta actitud, Jesús responde: “Quiero misericordia y no sacrificios”. No porque considere que no deban ofrecerse sacrificios a Dios, ya que Él mismo ofrecerá a Dios el supremo sacrificio de la cruz, sino porque el sacrificio, la ofrenda realizada a Dios, no vale de nada, sino está precedido, acompañado, impregnado por la misericordia, la cual a su vez, nace de un corazón contrito y humillado.

Esta es la práctica religiosa que agrada a Dios: la oración y la piedad que nacen de un corazón consciente de su pecado, es decir, de su tendencia al mal, que se humilla ante Dios, reconociendo su inmensa majestad, y que es compasivo para con el prójimo, en quien reconoce una imagen del mismo Dios.

Los fariseos habían desvirtuado la religión, ya que cumplían a la perfección los preceptos de la ley y las oraciones, pero habían endurecido sus corazones para con el prójimo, despreciándolo y dejándolo de lado, porque consideraban que los demás, que no eran puros como ellos, eran indignos de estar a su lado.

“Misericordia quiero y no sacrificio”. La esencia de la religión de Jesucristo es la misericordia, la compasión, la caridad, para con todo prójimo, comenzando con el más pecador, con el más alejado.

Si no hay misericordia en el corazón, vana es la práctica de la religión.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Sobre la Exaltación de la Santa Cruz



Hace unos días celebramos la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, y esto nos plantea una doble pregunta.

¿Por qué celebrar una “fiesta” por la cruz? Y como si no bastase solo la fiesta, además, “exaltamos” la cruz. ¿Cómo se puede “exaltar” la cruz?

La respuesta a estas preguntas se torna difícil o casi imposible, cuando recordamos el uso que de la cruz se hacía en la Antigüedad.

La cruz era un instrumento de tortura, utilizado por los romanos para amedrentar, humillar, castigar a quienes cometían delitos, o a quienes se sublevaban contra el imperio, al tiempo que servía de público aviso, para que estuvieran advertidos aquellos que pretendían atentar contra la ley o contra el emperador.

Al hacer estas consideraciones acerca del origen de la cruz, las preguntas de porqué hacer “fiesta” de la cruz, y porqué “exaltar la cruz”, se presentan todavía con más fuerza: ¿por qué exaltar un instrumento de muerte, de tortura, de humillación, de castigo? ¿Cómo exaltar un leño cubierto de sangre, producto de una muerte brutal y humillante? ¿No es acaso un signo de barbarie inaudita, que repugna al hombre civilizado de hoy? La cruz da muerte la vida, trae dolor y tristeza, es imposible compaginar cruz y vida, ¿cómo puede la cruz convertirse en fiesta?[1]

La respuesta se hace urgente sobre todo en nuestro tiempo, la post-modernidad, caracterizada por el triunfo de la razón y de la ciencia, que pretenden explicarlo todo y que aparentan tener respuesta para toda pregunta del hombre de hoy.

Pero precisamente, no podemos contestar a estas preguntas con la razón científica, porque si así lo hacemos, corremos el riesgo mortal de errar el camino al cielo, tanto para nosotros, sacerdotes, como para los fieles.

No puede un sacerdote responder a estas preguntas con una mente fría, racionalista, lógica, y no porque la respuesta sea irracional, sino porque la respuesta es supra-racional, y por este motivo, no se encuentra ni en la mente humana ni en la inteligencia angélica, sino en el mismo Dios, que cuelga de la cruz.

La clave para entender el porqué de la fiesta de la exaltación de la cruz, nos la da la Palabra de Dios: “…nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Cor 1, 23-24).

Vista con los ojos del mundo, la cruz parece precisamente eso: escándalo y necedad.

Sin embargo, como sacerdotes, no podemos nunca la cruz -y a Cristo crucificado en ella- con los ojos del mundo, de la razón, de la lógica; sino con la luz de la fe, única manera no de entender el misterio que ella nos presenta, porque es un misterio sobrenatural, incomprensible, sino al menos de contemplarla en el silencio de la meditación, para que en el silencio, sea Cristo mismo quien nos dé la respuesta.

Haciendo estas consideraciones, podemos ahora sí, con la luz de la fe, formular nuevamente las preguntas del inicio, con la seguridad de encontrar las respuestas: ¿por qué hacer fiesta a la cruz? ¿Por qué exaltar la cruz?

Porque en la cruz Jesús cambia su sentido original de castigo, en señal de victoria, tal como nos lo dice San Josemaría: “En la Pasión, la Cruz dejó de ser símbolo de castigo para convertirse en señal de victoria”[2]. El Hombre-Dios convierte todo con su poder, y no solo restaura lo que el hombre ha arruinado, sino que le da un nuevo sentido, radicalmente distinto: antes, era lugar de castigo; ahora, es emblema de victoria.

¿Por qué exaltar la cruz?

Porque el que está en ella crucificado, es Dios todopoderoso, quien convierte, con su poder y con su sabiduría, con su amor y con su misericordia, el instrumento que los hombres habían ideado para dar muerte, en instrumento de salvación, de perdón, de redención y de misericordia, y en fuente de vida y de vida eterna, al vencer, con su muerte, a la muerte, para siempre[3].

¿Por qué exaltar la cruz?

Porque en la cruz Jesús, Dios infinitamente bueno e infinitamente perfecto en la simplicidad de su Ser divino convierte, con su bondad y con su humildad, al instrumento de humillación, en fuente de humildad para el alma, porque es la cruz en donde son vencidos para siempre, con la humildad de Dios Hijo encarnado, la soberbia y el orgullo, frutos de la participación al pecado en los cielos del ángel caído.

¿Por qué exaltar la cruz?

Porque en la cruz Cristo cambia el instrumento de tortura y de odio, en fuente de serenidad y de amor para el alma que se le acerca.

Porque en la cruz, el Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo ofreció el supremo sacrificio de sí mismo.

Porque la cruz es el cayado del Buen Pastor, del Pastor eterno, Jesucristo, que desde su cielo eterno desciende al mundo para ahuyentar al oscuro lobo infernal, que quiere arrebatarle las ovejas de su propiedad, las almas compradas al precio de su sangre.

Porque la cruz, con Cristo crucificado, es la Puerta que conduce al cielo, a la comunión de vida y amor con las Tres Divinas Personas, y quien pasa por esta puerta que es la cruz, alcanza la vida eterna y la salvación: “Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto” (Jn 10, 9).

Porque la cruz es el lugar de la revelación de la divinidad de Jesucristo: “Cuando levantéis al Hijo del hombre en alto, sabréis que Yo Soy” (cfr. Jn 8, 21-30). El “Yo Soy”, nombre con el cual los israelitas conocían a Dios, se lo aplica Jesús a sí mismo, revelándose de esta manera como Dios en Persona, pero este conocimiento es infundido al alma en la contemplación de Cristo crucificado, de sus llagas abiertas y de su sangre efundida. En la contemplación de la cruz, el alma recibe la luz de lo alto que le concede un conocimiento imposible de ser alcanzado por razonamientos humanos: Cristo crucificado es Dios Hijo en Persona.

Porque por la cruz todos los hombres de todos los tiempos son atraídos a la contemplación de Dios, y esta atracción se da particularmente en la Iglesia, en la Santa Misa: “Cuando sea levantado en alto atraeré a todos hacia Mí” (cfr. Jn 12, 20-33). En la plenitud de los tiempos, los griegos son atraídos por Jesús, Dios verdadero, a quien buscan para adorarlo; al fin de los tiempos, todos los hombres de todos los tiempos serán atraídos por la fuerza omnipotente del Hombre-Dios, que se irradiará desde la cruz hacia las almas y las llevará hacia sí; en el tiempo sacramental de la Iglesia, los hijos de Dios son atraídos por la fuerza de la cruz del altar, para adorar al Cordero de Dios que se inmola por todos.

Porque en la cruz el alma, sedienta de Dios a causa de haberse alejado de Él por el pecado, puede calmar esta sed bebiendo del manantial de la divinidad, el Corazón traspasado del Salvador.

Porque así como los israelitas en el desierto, al ser mordidos por las serpientes venenosas, se curaban con la serpiente de bronce elevada por Moisés, así los cristianos, el Nuevo Pueblo elegido que peregrina por el desierto de la historia humana hacia la Jerusalén celestial, es curado de las llagas supuradas de sus almas, producto del mal que anida en su corazón –“Es del corazón del hombre de donde salen las maldades”, dice Jesús (cfr. Mc 7, 14-23)-, y producto también de las mordeduras de la serpiente, la misma que tentó a Adán y Eva, en la contemplación de Cristo crucificado, porque sus llagas, de donde brota su sangre a raudales, son la medicina de este Médico celestial, con la cual cura toda fiebre de posesión, toda lujuria, toda avaricia, toda sed de poder, en suma, todo mal que pueda aquejar al hombre.

En la cruz Jesús cura nuestra fiebre de poseer bienes materiales, porque nos enseña la pobreza de la cruz: nada tiene de bienes materiales, y lo que tiene, le ha sido prestado por Dios Padre, para que lleve a cabo la redención de los hombres: los clavos, la corona de espinas, el leño de la cruz, el letrero que indica que es Rey.

En la cruz, Jesús cura nuestra tendencia a la rebeldía y a la desobediencia, ecos de la rebeldía y desobediencia en los cielos y en el Paraíso, iniciadas por el ángel apóstata, y continuadas en el Paraíso por Adán y Eva, porque Jesús crucificado obedece a la voz amorosa del Padre hasta la muerte, y la muerte más ignominiosa y humillante que pueda existir.

En la cruz, Jesús cura la concupiscencia carnal, al inmolar su carne purísima, santísima, y dejar que sus manos y sus pies sean traspasados por gruesos clavos de hierro, para que la humanidad, unida a Él en el sacrificio de la cruz, adquiera una pureza superior a la de los ángeles, porque a quien se une a Él en la cruz, le hace partícipe de su propia santidad y pureza.

¿Por qué exaltamos la cruz?

Porque en la cruz, Jesucristo, que es el Dios Tres veces Santo; que es el Dios Fuerte; que es el Dios Inmortal, nos comunica de su santidad, de su fortaleza y de su inmortalidad, aunque no parece ni santo, ni fuerte, ni inmortal.

No parece santo, porque es crucificado en medio de dos malhechores, y Él mismo es condenado –injustamente- como un malhechor, como un blasfemo, como un rebelde. Y sin embargo, Él es el Dios Tres veces Santo, el Dios “fuente de toda santidad”, como reza la Plegaria eucarística II, y como tal, comunica de su santidad y le da de beber de su divinidad a quien se le acerca.

No parece fuerte, porque en la cruz aparece como la expresión máxima de la máxima debilidad y del fracaso: aparece abandonado por sus discípulos y por todos aquellos a los que había favorecido con sus milagros; aparece traicionado, golpeado, insultado, coronado de espinas, flagelado. A los ojos de los hombres, aparece como un rabbí hebreo, como un maestro hebreo de religión, que ha fracasado en su intento de iniciar una nueva religión, y ha sido abandonado por todos, incluso hasta de Dios, según sus mismas palabras: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46); aparece como un hombre fracasado, abandonado por todos, acompañado solo por su Madre que parece ser tan débil como Él, pues la inunda el llanto. Y sin embargo, Jesús en la cruz es Dios omnipotente, ante cuya ira los ángeles tiemblan, pero que se nos acerca no en su justa ira, sino precisamente, como un hombre vencido, fracasado y abandonado, para que no tengamos miedo de acercarnos a Él.

No parece inmortal, porque muere realmente, en su cuerpo real, físico: “Jesús, dando un fuerte grito, expiró” (Mt 27, 50), y su cuerpo llagado, herido, golpeado, frío con el frío de la muerte, que expresa la ausencia del calor vital, es llevado en procesión fúnebre hasta el sepulcro nuevo de José de Arimatea, para ser sepultado. Pero Jesús es el Dios Viviente, que desde la cruz y desde la Eucaristía comunica de su vida, no una vida natural, sino la vida divina misma de la Trinidad, la vida eterna: “Yo Soy el Pan vivo bajado del cielo (Jn 6, 51), “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día” (cfr. Jn 6, 54).

Porque fue desde la cruz que se derramó sobre la humanidad el torrente inagotable de Misericordia Divina, al ser traspasado el Corazón del Salvador.

Porque si bien en la tierra la cruz es de madera, en los cielos es de luz celestial, rodeada de miríadas y miríadas de ángeles de luz.

Finalmente, porque en la cruz fue donde recibimos la gracia de ser hijos adoptivos de Dios, y fue en la cruz en donde nos adoptó, como hijos de su Corazón, la Madre de Dios, y fue en la cruz en donde comenzamos a tener una Madre celestial (cfr. Jn 19, 27).

Por todo esto, exaltamos la cruz y como hijos de Dios y como sacerdotes de Jesucristo, nos gloriamos en ella, como dice la introducción a las fiestas de la Santa Cruz y de Semana Santa, inspiradas en Gálatas 6, 14: “Debemos gloriarnos en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, en quien está nuestra vida”.


[1] Cfr. Casel, O., El misterio de la cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2 1964, 146.

[2] Via Crucis, II estación, n. 5.

[3] Cfr. Casel, o. c., 176ss.

domingo, 18 de septiembre de 2011

El que no refleja la luz del amor de Dios, esparce oscuridad y tinieblas



“No se enciende una lámpara para esconderla bajo la mesa” (cfr. Lc 8, 16-18). Jesús usa la figura de una lámpara de aceite que se enciende, y añade que no se la enciende para ser colocada debajo de una mesa, sino para ser colocada en lo alto, de modo que su luz pueda efectivamente alumbrar y disipar las tinieblas. En caso contrario, si se la enciende y se la oculta, pierde todo su significado y todo el sentido para la que fue encendida.

Esto, que parece una obviedad en el mundo cotidiano, puesto que a nadie se le ocurriría hacer algo por el estilo, no parece ser tan obvio en el mundo espiritual.

La lámpara, que de de estar apagada pasa a estar encendida, es una figura del alma que, de simple creatura, pasa a ser hijo de Dios, al recibir el don del bautismo, de la gracia y de la fe, los cuales se comportan como la luz de la lámpara encendida.

Si en el mundo cotidiano parece obvio que nadie enciende una lámpara para ocultarla, no parece así en la Iglesia Católica, en donde es Dios Padre quien enciende las almas con la luz de su gracia, por medio de los sacramentos y de la fe, pero las almas, que son estas lámparas encendidas, en vez de alumbrar el mundo con su misericordia, con su compasión, con su paciencia, con su generosidad, con su amor por el prójimo y sobre todo y ante todo por sus enemigos, actúan como si nada hubieran recibido, como si no hubieran recibido la luz de la gracia en el bautismo, en la confesión sacramental, en la Eucaristía.

¿Cuántos cristianos, bautizados en la Iglesia, es decir, que han recibido la luz de la gracia, viven la vida –muchos, lamentablemente, hasta el fin de sus días-, como paganos, como si sus almas fueran la oscuridad personificada?

¿Cuántos cristianos, que se confiesan sacramentalmente y que por esto mismo, reciben la luz de la gracia, vuelven a caer, una y otra vez en lo mismo, no por debilidad, que sí se comprende, sino por recibir el sacramento de la confesión como si fuera un consejo piadoso y no el perdón divino de Jesucristo otorgado por medio del sacerdote ministerial?


¿Cuántos cristianos comulgan, incluso diariamente, y por lo tanto, reciben, más que la luz del cielo, a la Fuente misma de luz y de santidad, la Gracia Increada, Jesús en la Eucaristía, y sin embargo, salen de la Iglesia y tratan a sus prójimos como si nada hubieran recibido, viviendo además una vida pagana, dispersos en el mundo y en sus falsos atractivos?

Todos estos son ejemplos de algo que parece obvio, pero no lo es: son todas lámparas encendidas por Dios Padre, que voluntariamente han decidido ocultar la luz.

Pero el que no refleja la luz del amor de Dios, esparce oscuridad y tinieblas.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Un propietario salió muy de madrugada a contratar obreros para su viña



“Un propietario salió muy de madrugada a contratar obreros para su viña”. ¿Cuál es el significado de la parábola? ¿Por qué Jesús usa la imagen de la vid? ¿Qué significa ir a trabajar en esa vid?
En la parábola del Reino, el viñador es Jesús, la viña es la Iglesia, los obreros que van a trabajar en la viña son los que han sido bautizados y han recibido la gracia de la conversión, y por lo tanto, quienes han recibido la gracia de la filiación divina y la posibilidad de la salvación; la paga que reciben los obreros, los que trabajan en la iglesia, es la vida eterna. Los obreros que empiezan a trabajar desde temprano, son los que han recibido el bautismo desde el nacimiento; los que empiezan a trabajar más tarde, son los que reciben el bautismo ya de más grandes, e incluso otros, recién al final de la vida. La particularidad es que todos, independientemente del momento en que empiecen a trabajar, es decir, independientemente del momento en que reciban el bautismo y la conversión, todos reciben la misma paga: la vida eterna. El Viñador paga a los obreros con un mismo salario, que es el fruto de la vid: el vino de la Alianza Nueva y Eterna, que es su propia sangre derramada en la cruz, que comunica la vida eterna.
El significado de la parábola es hacer ver la enormidad de la misericordia de Dios, que quiere que todos se salven; es hacer ver la inmensidad del Corazón Misericordioso del Hombre-Dios, que a todos llama, a todos quiere en su Reino. A todos llama a trabajar en su viña, antes o después, y a todos paga con la misma moneda: con el don de la vida eterna, con la gracia de la donación de su vida divina y eterna de Hijo de Dios.
El hecho de que Jesús use la imagen de la vid, se explica porque la vid tiene un significado bíblico y por las relaciones religiosas e históricas de su imagen[1]: Israel era la vid plantada por Yahvé, de modo que los interlocutores de Jesús sabían el significado religioso de esa imagen. Pero también para nosotros la imagen de la vid tiene un significado: Jesús mismo se aplica la figura de la vid: “Yo soy la Vid verdadera”. Es la vid a la cual se le injertan los sarmientos: “Vosotros –los bautizados- sois los sarmientos”. La Iglesia es entonces la vid celestial: es la congregación del linaje humano que ha sido incorporado a Dios mediante la unión personal del Hijo de Dios con la naturaleza humana[2]. Integran la vid celestial, la iglesia, quienes han sido incorporados a la Vid que es Jesucristo. Es por eso que trabajar en la vid quiere decir trabajar en su iglesia: Jesús llama a trabajar no en el mundo, sino en la Iglesia. Es un llamado a hacer la misión dentro de la misma iglesia, con los bautizados. Jesús llama a trabajar a los viñadores a la vid celestial, y la vid celestial es la iglesia, es decir, la congregación de los que han sido convertidos, por el Espíritu de Dios, en hijos de Dios.
Jesús llama a los viñadores a trabajar en su iglesia, pero, ¿de qué tipo de trabajo se trata? ¿De un trabajo material, al estilo de los realizados en el mundo? Otra pregunta que surge de la parábola es acerca de la actitud del primer grupo, el grupo que comenzó primero, el cual hace un reclamo exasperado al dueño de la vid, ya que ha dado el mismo pago a quienes han comenzado a trabajar después. ¿Cuál es el motivo del enojo? Sabemos que el motivo de la paga igual a todos los obreres, es la misericordia infinita de Dios, pero ¿cuál es el motivo del enojo de los que empezaron a trabajar en la madrugada?
Con respecto al trabajo, sí, se trata de un trabajo material, pero el trabajo de los viñadores de la vid que es la iglesia, no es al estilo del trabajo que se realiza con un patrón o un dueño terreno, no es al estilo de las multinacionales. El trabajo del obrero que trabaja en la vid celestial que es la iglesia, debe tener la caracaterística de estar animado por el Espíritu de Dios, que es un espíritu de amor y de caridad. Jesús llama a trabajar en su viña, pero no de cualquier manera, y no de una manera humana, sino divina, sobrenatural, una manera de obrar que es guiada por el mismo Espíritu de Dios. Esto se ve en la reacción airada de quienes estaban ya trabajando desde el inicio: si hubieran hecho su trabajo movidos por el Amor de Dios, nunca se hubieran quejado de que sus hermanos reciban también la vida eterna.
Jesús llama por su Espíritu, para que el alma trabaje movida por su Espíritu. Si no lo hace así, si no trabaja en la vida movida por el Amor de Dios, en vano se esfuerza el obrero. El trabajo que deben hacer los obreros llamados por Jesús, son las obras de caridad: Jesús llama a obrar las obras de la caridad, las obras del Amor de Dios. “Ama a Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo”: por no haber entendido este mandato del amor, los que fueron llamados primeros se quejan de que los últimos fueron también recibidos en el Reino. Si hubieran comprendido que el trabajo en la Iglesia se funda en el Espíritu del Amor de Dios, nunca se hubieran quejado –al contrario, deberían haberse alegrado-, de que sus hermanos recibieran la vida eterna. Cuando Jesús llama a trabajar en su viña, no cuenta, ante sus ojos, los ojos de Dios, la cuantía del trabajo, o las cualidades intelectuales de los obreros: cuenta el Amor a Dios y al prójimo, cuenta el dejarse guiar y conducir por el Espíritu de Dios, espíritu de amor, de caridad, de compasión, de misericordia, de verdad y de paz. Cuenta más un plato de verduras, hecho por amor a Dios y al prójimo, guiado por su Amor[3], que cientos de obras hechas por egoísmo o por auto-complacencia, como lo demuestran los que se quejan al ver que también otros son admitidos a la vida eterna.
Los que se enojaron porque sus hermanos recibieron la vida eterna, fue porque trabajaron por deber, por el solo hecho de tener que hacerlo, sin un motivo más alto, pero no es así como Dios Trino nos llama a su iglesia: Dios nos llama a su iglesia para que obremos en ella movidos por su Amor y por amor a Él: amar a Dios quiere decir conocerlo y quererlo con amor puro, no simplemente por temor al castigo. Quien tiene la gracia de amar a Dios, al amarlo, experimenta alegría, y así, movido por su amor y su alegría, obra por amor, y no por deber. Dios Hijo, la Segunda Persona de la Trinidad, ha muerto en la cruz con sufrimiento infinito, para comunicarnos de su Espíritu, con el cual nos llama a trabajar en su viña, por amor a Dios y al prójimo.
Y para que tengamos fuerzas sobrenaturales para trabajar en su viña, para que no nos venza el desánimo y el espíritu del mundo, para que “sobrellevemos el peso de la jornada y el calor agobiante del sol”, para que trabajemos en su viña no de cualquier manera, sino por amor, nos da como alimento el Pan de Vida eterna, que es su Cuerpo y su Sangre, y nos da a beber el mismo fruto de la vid, el vino, un vino exquisito, que es su Sangre, y con este Pan que es su Cuerpo y con este Vino que es su Sangre, el Divino Viñador nos comunica su Espíritu de Amor, de Caridad, para que con ese Espíritu trabajemos en su viña, que es su Iglesia.



[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 345.
[2] Cfr. Scheeben, Los misterios, 414.
[3] Cfr. Dictados del ángel, Editorial María Mensajera, Buenos Aires 1988, 270.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz



¿Por qué exaltar la cruz, un madero que, además de materia, es lugar de sufrimiento, de humillación, de dolor y de muerte?

¿Por qué exaltar la cruz, un leño cubierto de sangre?

¿Por qué exaltar la cruz, algo que, para una mente civilizada, racional y bien pensante, es un signo de barbarie humana?

Porque si bien la cruz es un instrumento de venganza y de tortura creado por el hombre, fue convertida, por el Hombre-Dios que murió en ella, en instrumento de salvación, de perdón, de redención y de misericordia.

Porque en la cruz, en ese leño, estuvo Dios, y Dios con su omnipotencia y con su Amor infinito, convirtió la muerte, el dolor y el sufrimiento, asumidos por Él en su Persona divina, en fuente de santificación y de vida eterna.

Porque si en la tierra la cruz era instrumento de muerte, el Hombre-Dios la convirtió en fuente de vida, al derrotar en ella a la misma muerte.

Porque ese leño fue el lecho en donde murió Dios, y con su muerte derrotó a la muerte, al demonio y al mundo, y nos abrió la puerta de los cielos.

Porque fue desde la cruz que se derramó sobre la humanidad el torrente inagotable de Misericordia Divina, al ser traspasado el Corazón del Salvador.

Porque si bien en la tierra la cruz es de madera, en los cielos es de luz celestial, rodeada de miríadas y miríadas de ángeles de luz.

Porque en la cruz fue donde recibimos la gracia de ser hijos adoptivos de Dios, y fue en la cruz en donde nos adoptó, como hijos de su Corazón, la Madre de Dios, y fue en la cruz en donde comenzamos a tener una Madre celestial.

Por todo esto, exaltamos la cruz y como hijos de Dios, nos gloriamos en ella.

martes, 13 de septiembre de 2011

A ti te lo digo levántate



“A ti te lo digo levántate” (cfr. Lc 7, 11-17). El tono imperativo con el cual Jesús se dirige al muchacho muerto, indica la potestad que Jesús, en cuanto Hombre-Dios, en cuanto Dios encarnado, tiene sobre la vida y la muerte. Él, en cuanto Dios, es la Vida en sí misma, y es el Creador de toda vida, y es por eso que tiene un control total sobre el destino de las almas.

El milagro de la resurrección del hijo de la viuda de Naín, es una muestra de lo que Cristo ha venido a hacer con los hombres: ha venido a derrotar a la muerte, además del pecado y del demonio, los tres enemigos mortales del hombre.

Pero el milagro de la vuelta a la vida del muchacho del Evangelio no es lo más grande que Jesús puede dar; Jesús no ha venido para simplemente restaurar la vida terrena y para vencer a la muerte corporal; Él ha venido para concedernos otra vida, una vida infinitamente superior a la terrena, y es la vida que Él posee en sí mismo, en cuanto Dios en Persona, la vida de Dios Trino, y ha venido para librarnos no de la muerte corporal, sino de la muerte eterna, de la eterna condenación.

Esta vida eterna, esta vida absolutamente divina, que habrá de desplegarse en su totalidad al traspasar los umbrales de la muerte, nos la da, en germen, en anticipo, en cada comunión eucarística, y es el motivo por el cual el cristiano debe vivir cada día como si fuera el último, esperando, con ansias, la muerte corporal, para comenzar a vivir la feliz eternidad, tal como lo deseaba Santa Teresa de Ávila: “Tan alta vida espero, que muero porque no muero”.

No soy digno de que entres en mi casa



“No soy digno de que entres en mi casa” (cfr. Mt 8, 5-11). El centurión da muestras de una humildad y de una fe no superadas por nadie en Israel, según el testimonio del mismo Jesús. Se reconoce indigno de que Jesús, el rabbí milagroso, ingrese en su casa; para él le basta con que Jesús diga una palabra, y su sirviente será curado.

La humildad y la fe del centurión expresan un misterio insondable, porque trascienden el tiempo en el que fueron pronunciadas, y de tal manera, que la Iglesia las hace suya y las aplica a sí misma cuando, como cuerpo místico de Jesús, exclama antes de la comunión, por medio de sus integrantes: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa”.

La frase es pronunciada por la Iglesia como comunidad, y se refiere a su parte humana, antes de que entre Jesús como Hijo de Dios, encarnado y resucitado en la Eucaristía; es pronunciada también a modo personal, por cada uno de los que asisten a la asamblea eucarística, confesando, como el centurión, la propia indignidad, que los hace ser inmerecedores de la visita personal del Verbo de Dios.

La expresión del centurión, pronunciada en el momento histórico de la Presencia personal del Verbo de Dios humanado en Palestina, es repetida a lo largo de los siglos por la Iglesia, en el momento suprahistórico y supratemporal de la Presencia del Verbo de Dios humanado en el altar, por la liturgia eucarística.

“No soy digno de que entres en mi casa”, dice el centurión a Jesús, refiriéndose a su casa material y a la Presencia personal de Jesús; teniendo en cuenta que Jesús en el Apocalipsis dice que “está a las puertas de los corazones, que golpea y que entrará en aquel que abra”[1], es decir, teniendo en cuenta que el mismo Jesús es quien hace la comparación de la casa con el alma humana, la frase del centurión podría quedar: “No soy digno de que entres en mí”, y es en el mismo sentido en el que lo dice la Iglesia y en el que lo repite cada bautizado a Jesús Eucaristía: “No soy digno de que entres en mí”.

“No soy digno de que entres en mi casa, manda a un servidor tuyo y con eso basta”, dice el centurión, y Jesús, en premio a la fe y la humildad del centurión, le dice: “Yo mismo iré a curarlo”.

“No soy digno de que entres en mí”, dice el alma antes de la comunión, en la fe de la Iglesia, y en premio a la fe de la Iglesia, que reconoce en la Eucaristía al Señor resucitado, Jesús entra personalmente en el alma, en la casa de quien comulga.


[1] Cfr. Ap 5, 20.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Perdonad y seréis perdonados



“Perdonad y seréis perdonados” (cfr. Lc 6, 36-38)). Jesús llama a los cristianos a perdonar. ¿En qué se basa el perdón del cristiano? ¿En el paso del tiempo? ¿En un ejemplo de tipo moral, como el de Cristo, que murió perdonando a sus enemigos?

Ni lo uno ni lo otro. El perdón que el cristiano debe dar a su prójimo no se basa ni en el paso del tiempo, ni en consideraciones de tipo moral, sino en el misterio de un Dios que, en el extremo de su amor por los hombres, no duda en sacrificar a su propio Hijo en la cruz. Cuando el cristiano perdona, no lo hace porque “ya pasó el tiempo”, y como el tiempo “cura las heridas”, entonces tiene que perdonar; tampoco lo hace porque Jesús nos dio ejemplo, perdonando Él mismo a sus enemigos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34); cuando el cristiano perdona, es porque participa del perdón que Dios Padre otorga a la humanidad desde la cruz de su Hijo Jesús.

Dios Padre, en el misterio insondable de su amor misericordioso, decide otorgar a la humanidad el perdón de sus pecados, y para que los hombres no tuvieran dudas de su intención, ofrece como garantía del perdón el Cuerpo de su Hijo inmolado en el ara de la cruz.

Los hombres se vuelven por lo mismo destinatarios de un perdón que ya no lo puede recibir, ni lo habrá de recibir nunca más, el ángel caído. Para el demonio, y para todas sus huestes infernales, no existe el perdón, y jamás hubo ni la más mínima posibilidad de perdón, no porque Dios no quisiera otorgarle un hipotético perdón, sino porque por la naturaleza misma del ángel, el pecado es causa de separación definitiva de la visión de Dios Trino, sin posibilidad de cambio, ya que su voluntad queda fijada en el mal, una vez aceptada la rebelión.

No sucede así con el hombre, que recibe de su Dios un perdón misericordioso, siendo el espacio temporal de su vida terrena el ámbito para recibir, agradecido, ese perdón.

“Perdonad y seréis perdonados”. No se trata de una simple recomendación, exhortando al olvido de las ofensas, porque pasó el tiempo, y porque es necesario construir un mundo mejor. No se trata de construir un mundo mejor: se trata, por un lado, de participar del perdón de Dios Padre, que en Cristo nos ha perdonado, y así como Él nos ha perdonado, así debemos nosotros perdonar a los demás; por otra parte, se trata de un asunto tan trascendente y tan delicado, que en el perdón al prójimo nos jugamos nuestra propia salvación: quien perdone a su enemigo –sin condicionamientos, y con la medida del perdón de Cristo en la cruz-, será perdonado; quien no perdone, no será perdonado, no recibirá misericordia, y no se salvará.

Puede decirse, por lo tanto, que Dios pone, en nuestras manos, nuestra propia salvación: nos salvaremos si perdonamos, no nos salvaremos si no perdonamos.