sábado, 3 de septiembre de 2011

Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, Yo estoy en medio de ellos




Unidos a Cristo Eucaristía, damos a Dios Padre la adoración perfecta de los hijos de Dios
(Domingo XXIII – TO – Ciclo A – 2005 - )
“Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, Yo estoy en medio de ellos” (Mt 18, 15-20). Jesús nos revela un modo suyo de estar presente en medio de los hombres: cuando dos o más se reúnan en su Nombre, ahí está Él presente. Sabemos que Jesús, en cuanto Dios, está presente en todo lugar, dando a toda la creación la permanencia en el ser y dando la vida a todo lo que existe y es; sabemos que está Presente en Persona en el sacramento de la Eucaristía; sabemos que está Presente en Persona en el prójimo, y sobre todo en el prójimo más necesitado. Pero ahora nos revela un nuevo modo de presencia suya, y es por medio de la oración realizada en comunión, es decir, en la unión común en su nombre. Cuando dos o más se reúnan en su Nombre, Él se hace presente. Y si esto es válido para la oración que puedan hacer numéricamente dos o más personas, lo es más válido todavía para la Iglesia, que es la comunión de los que creen en Él. La Iglesia –entendida en su aspecto universal, o en su aspecto local, como por ejemplo la parroquia-, es la reunión de los que han sido congregados por un mismo Espíritu, por el Espíritu de Jesús, en su Nombre, para implorar su Presencia, de ahí que el nombre de Jesús sea el “Emmanuel”, que quiere decir “Dios con nosotros”. ¿Por qué o para qué se hace Presente Jesús cuando dos o más se reúnen en su nombre, como lo hacemos nosotros ahora, en la asamblea eucarística dominical? ¿Cuál es el motivo de su promesa?
“Cuando dos o más se reúnan en mi nombre, Yo estoy en medio de ellos”. Jesús no niega su Presencia a quien la invoca, y si se hace Presente, no es que esté obligado a hacerse presente por nuestras oraciones, sino que se hace presente por misericordia y para comunicarnos su misericordia.
La Iglesia se reúne para implorar su Presencia, y Él se hace Presente para comunicar su misericordia a los miembros de la Iglesia, los bautizados.
Y ese es el fin de la Encarnación, para eso Dios Hijo, procediendo eternamente del seno del Padre, se encarna en el seno de la Virgen: para estar en medio de los hombres y para hacer de la humanidad la humanidad de los hijos de Dios. “Mi alegría es estar entre los hijos de los hombres”, dice la Sabiduría de Dios, y la Sabiduría de Dios es Jesús.
Dios se hace presente, y la Presencia de Jesús, obtenida por la oración en común, provoca siempre alegría entre los hombres, porque Dios es la Alegría misma y la fuente de toda alegría, y porque Dios comunica de su misericordia y por su misericordia puede dar a los bautizados lo que ellos le pidan, siempre que sea conveniente para sus almas. Es por eso que la promesa de la Presencia de Jesús por la oración, es causa de alegría en el cristiano.
Pero hay otro motivo superior por el cual el cristiano debe orar para implorar la Presencia de Dios Encarnado, Jesucristo, y alegrarse por esa Presencia, que va más allá del deseo de experimentar alegría por recibir su misericordia.
El motivo por el cual el cristiano debe implorar la presencia de su Dios, no es sólo para pedirle favores, ni para recibir de Él su misericordia –milagros de sanación espiritual o corporal, un pedido de trabajo, la solución a algún problema existencial-; todas estas cosas son absolutamente lícitas, y está bien que se pida eso a Dios.
Pero si sólo concentráramos nuestra relación con Jesús en el alegrarnos porque estamos seguros de que vamos a recibir de Él algo –aunque sea espiritual, que es algo más noble que lo material-, si sólo nos reuniéramos para obtener de Jesús sus favores, no dejaríamos de tener una relación meramente utilitaria con el mismo Dios: acudiríamos a Dios porque Dios nos es útil en algo: porque me sirve para algo, por eso lo busco. No dejaría de ser una relación basada en el utilitarismo, por parte nuestra, y no sería una relación basada en el amor filial y en el amor de amistad, como debe ser nuestra relación con Dios. Si la relación de un padre o de una madre con sus hijos se basara exclusivamente por parte de los hijos en pedir, sería sí una relación buena, pero no sería una verdadera relación filial y de amistad.
Para saber cómo debe ser nuestra oración y por lo tanto nuestra relación para con Dios, el modelo a imitar y a seguir es la Iglesia: qué es lo que lleva a la Iglesia a reunirse confiada en la promesa de su Esposo de que cuando dos o más se reúnan, Él se va a hacer presente. El motivo primero y último por el cual la Iglesia se reúne para orar y obtener la Presencia de su Dios, Jesús Eucaristía, no es para obtener de Él sus favores y sus bendiciones, o al menos no es lo primero que la Iglesia intenta de Dios.
La Iglesia es la Esposa del Cordero, y cuando se reúne en oración con sus miembros, los bautizados, en la oración más profunda y agradable a Dios que esla Santa Misa, lo hace para adorar su Presencia, para regocijarse y alegrarse por su Presencia, para alegrarse por poseer a Dios Trino, en su Triunidad de Personas, como algo propio, como algo suyo; se reúne en la oración dominical para implorar su Presencia y para alegrarse de esta Presencia y de esta posesión. La infinita perfección del ser divino lo hace ser sumamente amable –digno de ser amado- y agradable, de ahí que la Iglesia implore su Presencia no por cuestiones de utilidad –reza a Dios para obtener de Él favores-, sino para ofrendarle un don de valor infinito –la Eucaristía-, un don digno de Dios, ya que lo que ofrece no es pan y vino sino el sacrificio del Cordero en la cruz del altar, y lo ofrece no tanto porque Dios haya obrado milagros a favor nuestro –que sí los hizo-, sino por un motivo infinitamente más alto: por ser Dios quien Es, por ser Dios el ser infinitamente perfecto, infinitamente bueno, digno de ser amado y adorado sólo por ser quien Es, más allá de todo lo bueno que haya podido obrar por nosotros. “Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, Yo estoy en medio de ellos”.
Nos reunimos como Iglesia alrededor del santo sacrificio del altar, no tanto para pedir favores a Dios, no tanto para tener con Él una relación de utilitarismo, sino que, como Iglesia, imploramos su Presencia para adorarlo por ser Él quien Es: Dios de majestad infinita. Y Dios Trino se hace Presente por la oración de su Esposa, la Iglesia: Dios Padre envía a su Hijo por medio de su Espíritu de Amor, a renovar su sacrificio en cruz sobre el altar; en la misa, Dios Trinidad se hace Presente en la Eucaristía para darnos la oportunidad de alegrarnos por su Presencia y poder adorarlo en “espíritu y en verdad” (cfr. Jn 4, 23). Cristo se hace Presente en la Eucaristía, y es por la unión al Cristo Eucarístico por el cual podemos tributar a Dios una verdadera adoración, ya que la unión con Cristo no es una simple unión en el deseo y en los sentimientos, sino una unión real en un mismo Espíritu y en un mismo Cuerpo[1].
Unidos al Cristo Eucarístico, podemos adorar a Dios con la misma adoración de Cristo. Por el Cristo Eucarístico, por Él y en Él, unidos a Él, incorporados a su Cuerpo y animados por su Espíritu, podemos tributar a Dios el homenaje de adoración, ya que Cristo se inmola en la Eucaristía así como lo hizo en la cruz –en la cruz se humilló y se anonadó a sí mismo como muestra suprema de amor y de adoración-, y con la misma fuerza de la cruz estampada en la Eucaristía, se presenta ante los ojos de Dios Padre en sacrificio de adoración eterna, y por este sacrificio de la cruz y de la Eucaristía, que no son dos sacrificios sino uno solo y el mismo, ofrece a Dios al mayor gloria, la adoración incondicional y la muestra de un amor sin límites[2] ya que se ofrece en sacrificio no sólo para expiar los pecados, sino para dar a Dios la muestra más grande de adoración y de amor desinteresado que se le pueda brindar[3].
De ahí que sólo unidos a Él por la comunión sacramental eucarística, seamos capaces no sólo de escapar de una mera relación de utilitarismo para con Dios, sino de dar a Dios Trino la verdadera adoración y el amor de piedad y amor filial que nos corresponde como hijos suyos. Y en esto consiste la felicidad, la alegría y el gozo del hombre.
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[1] Cfr. Francois Charmot, La Messe, source de sainteté, Ediciones Spes, Paris 1961, 217.
[2] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 450ss.
[3] Cfr. Scheeben, ibidem, 450.

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