martes, 13 de septiembre de 2011

A ti te lo digo levántate



“A ti te lo digo levántate” (cfr. Lc 7, 11-17). El tono imperativo con el cual Jesús se dirige al muchacho muerto, indica la potestad que Jesús, en cuanto Hombre-Dios, en cuanto Dios encarnado, tiene sobre la vida y la muerte. Él, en cuanto Dios, es la Vida en sí misma, y es el Creador de toda vida, y es por eso que tiene un control total sobre el destino de las almas.

El milagro de la resurrección del hijo de la viuda de Naín, es una muestra de lo que Cristo ha venido a hacer con los hombres: ha venido a derrotar a la muerte, además del pecado y del demonio, los tres enemigos mortales del hombre.

Pero el milagro de la vuelta a la vida del muchacho del Evangelio no es lo más grande que Jesús puede dar; Jesús no ha venido para simplemente restaurar la vida terrena y para vencer a la muerte corporal; Él ha venido para concedernos otra vida, una vida infinitamente superior a la terrena, y es la vida que Él posee en sí mismo, en cuanto Dios en Persona, la vida de Dios Trino, y ha venido para librarnos no de la muerte corporal, sino de la muerte eterna, de la eterna condenación.

Esta vida eterna, esta vida absolutamente divina, que habrá de desplegarse en su totalidad al traspasar los umbrales de la muerte, nos la da, en germen, en anticipo, en cada comunión eucarística, y es el motivo por el cual el cristiano debe vivir cada día como si fuera el último, esperando, con ansias, la muerte corporal, para comenzar a vivir la feliz eternidad, tal como lo deseaba Santa Teresa de Ávila: “Tan alta vida espero, que muero porque no muero”.

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