domingo, 30 de octubre de 2011

El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado



“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado” (Mt 23, 1-12). Jesús hace esta advertencia luego de criticar duramente a los fariseos, que son los religiosos del tiempo de Jesús. Les achaca el “decir una cosa y hacer otra”: dicen que hay que amar a Dios y al prójimo, pero en realidad, con sus obras, demuestran que no aman ni a uno ni a otro. Por ejemplo, imponen a los demás preceptos legales, pero ellos no los cumplen mínimamente, y les gusta ser reconocidos por los demás y ser alabados y llamados “maestros” y “doctores”.

En el fondo, están movidos no por el amor a Dios y al prójimo, sino por la soberbia, es decir, por el amor de sí mismos. Ésa es la razón por la cual Jesús condena la soberbia: “el que se ensalza será humillado”.

Pero no hace falta ser fariseo del tiempo de Jesús, vestirse y hablar como ellos, para ser soberbios. De entre los cristianos se levantan los más grandes soberbios, que exhiben su soberbia continuamente, todo el día. Por ejemplo, es soberbio quien se niega a perdonar al prójimo que lo ha ofendido, y con esto demuestra soberbia porque está diciéndole a Dios: “No me importa que hayas dicho que tenemos que “perdonar setenta veces siete”; no me importa que yo tenga que perdonar tantas veces, porque debo dar a los demás el perdón que yo recibí de Ti desde la cruz; yo pongo mis condiciones para perdonar, y si no quiero perdonar, no me importa que hayas derramado tu Sangre para perdonarme, yo perdono cuando quiero, y si no quiero, no perdono”. El cristiano debe perdonar a su prójimo “setenta veces siete”, sin medir la magnitud de la ofensa, porque él mismo ha sido perdonado por Cristo con un perdón de valor infinito desde la cruz, pero el soberbio no perdona porque no tiene en cuenta a Jesucristo, y decide él imponer las condiciones de su propio perdón, que no es otra que su propia soberbia.

“El que se ensalza será humillado”, dice Jesús, y ante esta dura condena nos preguntamos: ¿por qué tanta dureza en el castigo de la soberbia? Porque la soberbia no es un pecado capital más, sino que es el peor de todos los pecados capitales, y el origen de todos los pecados capitales, porque es la imitación, en la tierra, de la soberbia angélica, del pecado capital del ángel rebelde, que le valió ser expulsado de los cielos y perder la gracia santificante y la amistad con Dios para siempre.

Otro ejemplo de soberbia es pretender construir la religión a la medida de los propios gustos y placeres, que siempre son carnales y mundanos, y así, el soberbio, frente a los Mandamientos de la Ley de Dios, se construye él mismo una lista de mandamientos construida a su gusto y placer, para después enojarse con la Iglesia cuando se da cuenta que esos mandamientos suyos nada tienen que ver con los Diez Mandamientos y con el Mandamiento Nuevo de Jesucristo. Así, el soberbio inventa lo que le viene en gana, y reemplaza el mandato de la Iglesia con el “yo pienso que no es así, sino de otra forma”: al mandato de asistir a Misa los domingos, el soberbio dice: “Voy a Misa cuando lo siento, y para mí no es pecado mortal faltar”; al mandato de honrar a los padres, el soberbio impone el suyo propio, que será tratar a sus progenitores según su parecer, y esto ya desde el uso de razón, desde que se aprende el Catecismo.

Al mandato de “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”, que quiere decir amar como Cristo nos ha amado, es decir, hasta la muerte de cruz, lo cual implica renuncia, sacrificio, generosidad, perdón de las ofensas, paciencia, el soberbio impone su propia regla: “Voy a amar a los que me amen, y voy a odiar a los que me odien”, con lo cual repite el pecado de los fariseos del evangelio, que ni aman a Dios ni aman al prójimo.

Al mandato de la castidad, que manda considerar al propio cuerpo y al cuerpo del prójimo como “templos del Espíritu Santo” (cfr. 1 Cor 6, 19), el soberbio impone su propio mandamiento, que es el tratar a su cuerpo y al de los demás como le ordenen sus pasiones desenfrenadas y descontroladas.

Al mandato de “no robar”, el soberbio antepone el suyo propio, que es el de hacer justicia por mano propia, apropiándose de lo que no le corresponde.

Al desoír los mandatos divinos, el soberbio se niega a amar, se niega a perdonar, se niega a dar el brazo a torcer, se niega a humillarse, porque se erige él mismo en el centro del universo.

En definitiva, la gravedad del pecado de soberbia se ve en el hecho de que por este pecado, que es siempre imitación y participación del pecado capital del ángel caído en los cielos, el soberbio desplaza a Dios de su corazón, para construirse un ídolo, que es su propio yo, que es el que le dicta, tiránicamente, cómo tiene que obrar en relación a Dios y al prójimo.

El remedio a este cáncer del espíritu que es la soberbia, radica en la virtud de la humildad, pero no por la virtud en sí misma, sino porque Jesús, siendo Hombre-Dios, no dudó en humillarse y anonadarse para salvarnos. Así como la soberbia nos asemeja al demonio, así la humildad nos asemeja a Dios hecho hombre, Jesucristo.

Jesucristo predicó con su propia vida cómo ser humildes, dando muestras de humildad que asombran a los mismos ángeles, y esto desde el momento mismo de la Encarnación: siendo Dios omnipotente, omnisciente, de majestad infinita, ante quien los ángeles se cubren la cara por considerarse indignos, se encarna en una naturaleza humana, comenzando a inhabitar en una célula humana, un cigoto. Dios, de majestad infinita, creador de los cielos, eternos, se hace tan pequeño como una célula humana, como un cigoto, en el seno virgen de María Santísima, para salvarnos.

Después, en la Última Cena, Él mismo se arrodilla delante de los Apóstoles, para lavarles los pies, es decir, para hacer una tarea reservada a los esclavos, e incluso lo hace con Judas Iscariote, de cuya traición ya sabía, y a quien esperaba salvarlo con este gesto extremo de humildad. ¿Quién de nosotros, para salvar a nuestro peor enemigo, haría lo mismo? Judas Iscariote es el peor enemigo de Jesús, porque lo traiciona, lo vende por dinero, es el responsable directo, junto con los fariseos, de su muerte, con lo cual tiene ya un pie en el infierno, y a pesar de todo, a pesar de saberlo Jesús, no duda, para intentar arrancarlo del infierno, movido por su Amor infinito, en humillarse Él, que es su Dios, arrodillándose delante de él, y lavarle los pies, con tal de salvar su alma.

¿Cómo obraríamos nosotros, en un caso semejante? ¿No exigiríamos, en el mejor de los casos, y tomándonos como ejemplo de virtud, que reciba una condena justa?

Nunca se nos ocurriría ni perdonar a nuestros peores enemigos, ni mucho menos lavarles los pies. Eso nos demuestra cuán lejos estamos de la verdadera humildad que como cristianos debemos tener.

Otra muestra de humildad la da Jesús en la cruz, al permitir, libremente, ser crucificado, es decir, al permitir que le quiten la vida de una manera humillante, para salvarnos de la muerte eterna.

Los ejemplos de humildad de Jesús son infinitos, pero nos basten estos que hemos mencionado, para buscar de imitarlo, en las innumerables oportunidades que se nos presentan día a día, en su infinita humildad.

Porque sólo quien sea humilde, será ensalzado, en la gloria eterna de los cielos, por los siglos sin fin. Quien no quiera humillarse delante de su prójimo, inevitablemente caerá en la soberbia, y será humillado para siempre por aquél que es soberbio y homicida desde el principio.

“El que se humilla será ensalzado”. Cristo humillado en la cruz es el modelo a imitar si queremos alcanzar la vida eterna.

viernes, 28 de octubre de 2011

De Él salía una fuerza que curaba a todos



“De Él salía una fuerza que curaba a todos” (cfr. Lc 6, 12-19). La gente trata de tocar a Jesús, porque quien lo toca, queda curado de sus enfermedades, o bien queda libre de la posesión demoníaca.

¿De qué se trata esta misteriosa fuerza que cura los males del hombre y ahuyenta al enemigo de las almas, del demonio?

La fuerza que sale de Él, de su interior, de su Persona divina, es la gracia divina, que pasa a través de su Humanidad como una corriente eléctrica. Su Humanidad, su Cuerpo, es como el canal conductor que orienta y canaliza esta energía divina, y es la razón por la que todos quieren tocarlo: con sólo tocarlo, esta energía divina se descarga sobre los hombres, curándolos de sus males.

Pero quien vive a siglos de distancia, también puede alcanzar la Humanidad de Cristo, a través de los sacramentos, porque los sacramentos son la Humanidad de Cristo extendida en el tiempo y en el espacio, dice Santo Tomás. No quiere decir que el fiel tenga que manipular los sacramentos, ni recibir la comunión en la mano, sino simplemente, tomar contacto con los sacramentos, para recibir interiormente esa descarga de Amor divino que fluye de la Persona de Jesús, y que es la gracia santificante, para quedar curados.

En otras palabras, para nosotros, que vivimos en el siglo XXI, la recepción de los sacramentos es el equivalente a tocar la Humanidad de Jesús, tal como lo hacían los discípulos en el Evangelio.

Da pena constatar que muchísimos cristianos, muchísimos católicos, teniendo a su disposición toda la energía y todo el poder divino que fluye de los sacramentos de la Iglesia Católica, abandonen a estos y acudan en masa a los vendedores de ilusiones y a los falsos profetas. Si los católicos recurrieran a su propia Iglesia, y no la abandonaran en masa, como sucede hoy en día, se verían libres de muchísimos de los males que hoy los afectan. Pero en vez de eso, en vez de recurrir a Jesús presente misteriosamente en los sacramentos de la Iglesia Católica, prefieren inclinarse a los ídolos del mundo.

martes, 25 de octubre de 2011

Esfuércense por entrar por la puerta estrecha



“Esfuércense por entrar por la puerta estrecha” (cfr. Lc 13, 22-30). Al Reino de los cielos se entra por una puerta estrecha, y es tan estrecha esta puerta, que no deja pasar ningún bien material, absolutamente ninguno, ni siquiera el más pequeño, puesto que sólo hay lugar para la persona. Pero esta puerta tampoco deja pasar un corazón soberbio, porque el corazón soberbio es el corazón hinchado y aumentado de tamaño. Un corazón soberbio es grande, porque la soberbia es el pecado de donde nacen todos los demás pecados, y así, está aumentado de tamaño porque junto con la soberbia está la ira, el rencor, el enojo, la intemperancia, la murmuración, la pereza, la gula, la avaricia.

Es el mismo Jesucristo quien lo dice: es del corazón del hombre de donde salen todas las maldades: “los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez” (Mc 7, 14-23). Además de estar aumentado de tamaño, es de color negro, como el carbón, porque en él no habita la gracia y la luz de Dios.

Un corazón así no puede pasar por la puerta estrecha que conduce al Reino, porque es un corazón henchido, y la puerta es demasiado estrecha.

¿Cuál es la puerta tan estrecha, que no deja pasar al soberbio?

La puerta estrecha es la Cruz de Jesús, por donde sólo pueden pasar quienes tienen un corazón pequeño, hecho pequeño por la humildad, la sencillez, la mansedumbre; es el corazón de quienes escucharon el mandato de Jesús: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”, y se esforzaron por luchar contra sí mismos, y por parecerse cada día al Cordero de Dios, manso y humilde de corazón.

Un corazón manso y humilde, imitación humana del Sagrado Corazón y del Corazón Inmaculado de María, es un corazón pacífico, justo, casto, puro, lleno de luz y de paz, e irradia amor y serenidad, porque está inhabitado por la gracia divina.

Sólo estos corazones pueden atravesar la puerta estrecha de la Cruz, para llegar al cielo.

El Reino es como un árbol donde anidan los pájaros



“El Reino es como un árbol donde anidan los pájaros” (cfr. Lc 13, 18-21). Jesús compara al Reino de los cielos con un grano de mostaza: siendo éste inicialmente pequeño, luego crece de tal manera, que se convierte en un frondoso árbol, en donde los pájaros del cielo van a hacer nido en sus ramas.

Es la idea de algo que, siendo muy modesto y pequeño al inicio, luego crece de forma desmesurada: una semilla aumenta su tamaño cientos de miles de veces hasta convertirse en un árbol, y es tan grande, que da lugar a que los pájaros del cielo aniden en él.

Esta figura puede aplicarse al alma sin la gracia divina, y con la gracia divina: sin la gracia, el alma es pequeña, insignificante, como pequeño e insignificante es un grano de mostaza, lo cual quiere decir que posee únicamente su limitada y mortal vida humana: conoce, ama, actúa y vive con la estrechez de su naturaleza humana; por el contrario, con la gracia divina, el alma se agiganta de forma desmesurada, puesto que comienza a participar de la vida divina, y así el alma es divinizada por la gracia, de modo tal que deja de vivir una vida puramente humana, para comenzar a vivir, ya desde esta tierra, una vida divina, celestial y sobrenatural.

Si el grano de mostaza que se convierte en árbol es el alma humana en gracia; ¿qué representan los pájaros que anidan en sus ramas?

Los pájaros del cielo, que hacen nido en las ramas del árbol, representan a las Tres Personas de la Trinidad, que inhabitan en el alma en gracia: así como los pájaros encuentran su reposo y su contento en las frondosas ramas, y demuestran su contento con su trinar, así las Personas de la Trinidad encuentran su reposo y su contento en el alma en gracia, y Dios Uno y Trino lo demuestra comunicándole algo más grande que el canto de un pájaro, y es la vida y el amor divinos.

La esencia de la religión es la caridad y la compasión



“Hipócritas. Si curan a un animal en sábado, mucho más a una persona” (cfr. Lc 13, 10-17). La reacción de Jesús se debe a que los fariseos, excusándose en su conocimiento y práctica de la ley, que prohibía hacer trabajos manuales el sábado, reemplazan el mandato de Dios, del amor al prójimo, por tradiciones humanas (Mt 15, 1-20), desprecian a los ignorantes, es decir, a los que no son conocedores de la religión como ellos (Lc 18, 11s), y evitan el contacto con quienes son considerados pecadores (Mt 20, 1-15).

Es decir, los fariseos, amparándose en su condición de cumplidores de la religión, porque practican escrupulosamente los preceptos de la ley, se olvidan sin embargo de la esencia de la religión, que es la caridad, la misericordia y la compasión.

Es lo que sucede en el episodio del Evangelio: por cumplir el precepto del sábado, que impedía trabajar, descuidan la misericordia, que es el socorrer a una persona enferma.

La causa de este error radica en el amor propio: se aman orgullosamente a sí mismos, en su calidad de religiosos, antes que amar a Dios y, en Dios, al prójimo.

También el cristiano puede caer en el mismo error, puesto que el fariseísmo es un cáncer que acecha para atacar al espíritu en cualquier momento.

También el cristiano puede caer en el error de pensar que agrada a Dios porque reza y asiste a Misa –o celebra Misa, en el caso del sacerdote-, pero al mismo tiempo, se olvida de su prójimo que está enfermo en el espíritu, es decir, de aquél que es pecador y que es su enemigo, y en vez de rezar y de hacer penitencia y de pedir gracia y misericordia para con su prójimo, se limita a condenar su condición de pecador.

El fariseísmo es un cáncer, y el antídoto es la imitación del Corazón misericordioso y compasivo del Salvador, que late en la Eucaristía con la fuerza del Amor divino.

sábado, 22 de octubre de 2011

Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y a tu prójimo como a ti mismo



“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas (...) Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos” (cfr. Mc 12, 28-34). Ante la pregunta de un escriba acerca de cuál es el mandamiento más importante, Jesús responde que el más importante de todos, es el que orienta el amor del hombre en dos direcciones, que en realidad es una sola: a Dios y al prójimo. El requisito esencial para entrar en el reino de los cielos no es el cumplimiento formal de preceptos casuísticos, sino el amor, y el amor dirigido a Dios y al prójimo. Ni a Dios sin el prójimo, lo cual sería fariseísmo, ni al prójimo sin Dios, lo cual sería filantropía. ¿Por qué Jesús concede tanta importancia a nuestro prójimo, al punto de hacer depender nuestro destino eterno, no sólo del trato dado a Dios, sino del trato dado al prójimo? Por que bien podría ser el mandamiento: “Ama a Dios por sobre todas las cosas”, y con eso ya tendríamos el cielo asegurado. Sin embargo, Jesús es muy claro: “A Dios y al prójimo”. ¿Cuál es la razón de que Jesús incluya al prójimo dentro de este mandato?

Porque el prójimo es un ícono de Dios, y por eso es que en el trato al prójimo, creado a imagen y semejanza de Dios Trino, encontramos la medida de nuestro amor a Dios. El ícono visible –el prójimo- nos recuerda la Presencia del Ícono Invisible, Dios. Puesto que a Dios no lo vemos, ya que su esencia divina es invisible para nosotros, podemos tal vez perder de vista nuestra relación y nuestro modo de tratarlo. No vemos a Dios, pero sí tenemos a una imagen suya en cada prójimo. Cada prójimo es un ícono de Dios que, como ícono, nos recuerda y nos remonta al original. Dios no nos es visible, pero sí su imagen, nuestro prójimo. Pero Jesús nos exige el amor al prójimo como requisito para ganar el cielo, porque el prójimo es imagen de Dios y porque en el prójimo hay una nueva Presencia de Dios.

El prójimo es imagen de Dios por un doble motivo: porque así fue creado el hombre, en el principio –“Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, dicen las Personas de la Trinidad”-, y porque a imagen de Dios fue re-creado, en la nueva creación realizada por Jesucristo.

Cuando Dios decidió encarnarse, eligió a la naturaleza humana para inhabitar en ella; se encarnó en una naturaleza que era ya una imagen suya y, al encarnarse, la hizo una imagen mucho más perfecta, ya que el que se encarnaba era la imagen del Padre, Dios Hijo. La Imagen Increada y la Impronta eterna de la substancia y de la gloria del Padre, el Hijo, se encarna en la imagen creada, el hombre, convirtiendo a esta imagen que ya era imagen de Dios en una imagen suya mucho más perfecta. Es por esto que Jesús dice: “Quien Me ve, ve al Padre”. Y Jesús dice esto como Verbo de Dios, pero como Verbo encarnado en una naturaleza humana. A partir de Jesucristo, toda la especie humana ha sido elevada a imagen y semejanza del Verbo Encarnado. Así como los que crucificaban a Jesús no crucificaban a un simple mortal, sino al Hijo de Dios encarnado, así quienes maltratan a un prójimo están maltratando no a meras creaturas, sino a imágenes e íconos de ese mismo Dios encarnado. Y también, en un sentido inverso, quien es misericordioso y caritativo con el prójimo, está dirigiendo ese acto de caridad a una imagen de Dios encarnado.

Jesús pone en un mismo plano de igualdad, tanto al culto a Dios como al trato con el prójimo, y esto, no porque el ser humano sea igual a Dios por naturaleza, sino que por la encarnación del Verbo, cada persona humana ha sido llamada a ser hija de Dios con la misma filiación divina del Verbo. De ahí la enorme dignidad del ser humano, y de ahí que, quien pasa de largo frente al prójimo necesitado, pasa de largo de frente al mismo Dios encarnado, Jesucristo, quien, en el misterio, está presente en nuestro prójimo.

Esta es la esencia de la verdadera religión: el amor a Dios y al prójimo, pero no se puede amar a Dios sin amar su imagen en la tierra, el prójimo.

“Ama a Dios y a tu prójimo”. Ese es el fin de nuestra vida de hijos de Dios.

¿Cómo amar a Dios?

Nadie ama lo que no conoce, y para amar a Dios, hay que conocerlo, y una de las principales formas de conocerlo, es mediante la oración. La oración es ante todo un diálogo que se establece entre personas espirituales, y por eso puedo orar a Dios, porque Dios es Persona, es Trinidad de Personas, Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y con cada una de las divinas Personas de la Trinidad, puedo establecer un diálogo, puedo rezarles a ellas. La Virgen María es también una persona, y por eso puedo y debo rezarle a Ella, ya que por medio de ella mi oración llega más fácilmente a Dios.

Debo rezar entonces para conocer a Dios, y debo conocerlo para amarlo, para así empezar a pagar la deuda de amor que tengo para con Dios.

Pero también debo recibir a Cristo Dios en la Eucaristía, porque en la comunión Jesús Eucaristía nos concede de su Espíritu de caridad, para poder amar al prójimo como Él mismo nos ama: hasta la muerte en cruz.

viernes, 21 de octubre de 2011

Saben pronosticar el clima y no saben leer el tiempo presente


“Saben pronosticar el clima y no saben leer el tiempo presente” (cfr. Lc 12, 54-59). Jesús trata duramente a sus discípulos, porque saben pronosticar el tiempo climatológico –ven una nube, y saben si va a llover; ven el cielo despejado y saben si va a hacer calor-, pero no saben interpretar el “tiempo presente”, es decir, las señales espirituales que envía el cielo y que preanuncian lo que va a suceder sobre los hombres.

También a nosotros nos cabe el llamado de atención, tanto más, cuanto que hoy se pronostica el clima con muchísima precisión, pero al mismo tiempo, y sobre todo los cristianos, no sabemos leer las señales del cielo.

¿Cuáles son estas señales? ¿Qué vemos, cuando elevamos la vista al cielo, no al cielo cosmológico, sino al cielo del Reino de los cielos? Lo primero que vemos, en nuestros días, en este siglo XXI, es que las nubes son tan densas y tan oscuras, que han ocultado prácticamente por completo el sol; vemos que una gran tormenta se cierne; vemos rayos y relámpagos, y sentimos el ulular de un fuerte viento, que crece momento a momento y que amenaza convertirse en un huracán; vemos que la tormenta se ha de desencadenar en la noche, y que debemos tomar recaudos y proveernos de velas, porque probablemente no habrá luz, porque se cortará toda energía por un largo tiempo.

Cuando elevamos la vista a los cielos, al Reino de los cielos, vemos que se viene una tormenta, una gran tormenta, porque las densas y oscuras nubes que han ocultado al sol, y que han convertido al día en noche, son los pecados de los hombres del siglo XXI, que se elevan en número e intensidad cada vez mayor, a medida que pasan los días: violencia irracional del hombre contra el hombre; apostasía masiva en la Iglesia, y el que no apostata, se rebela; crecimiento inaudito de la brujería y del ocultismo; música satánica por doquier; programas televisivos, de audiencia masiva, lujuriosos y lascivos disfrazados de concursos de bailes; difusión, como una plaga, del aborto; eutanasia; fecundación in vitro; alquiler de vientres; homomonio; avaricia; usura financiera; explotación del hombre por el hombre a todo nivel; mentira como norma de relación humana; discordia; drogas a niveles jamás alcanzados antes; traición a la familia por el adulterio; traición a la patria por las ideologías; traición a Dios por el dinero; destrucción del medio ambiente, de la Creación de Dios, por codicia y por afán desmedido de ganar dinero en todo momento…

La lista de los pecados del hombre del siglo XXI, pecados todos nacidos del corazón humano, que se vuelven contra el mismo hombre, es interminable, y son estos pecados los que han formado las oscuras nubes que han ocultado al Sol de justicia, Jesucristo, y que amenazan con descargarse sobre la tierra.

Jesús les dice a sus discípulos que son hipócritas porque “no saben juzgar ellos mismos qué es lo que tienen que hacer. ¿Y qué es lo que tenemos que hacer nosotros, que vivimos en este tiempo de oscuridad?

Ofrecer reparaciones; amar y adorar a Dios Presente en el sagrario, y compadecernos de su imagen viviente en la tierra, el prójimo. Y rezar, rezar y rezar, sin pausa, continuamente, con insistencia, para que al menos la tormenta comience más tarde.

domingo, 16 de octubre de 2011

A Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César



“A Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César” (cfr. Mt 22, 15-21). El mandato de Jesús nos lleva preguntarnos qué es de Dios, para saber qué es lo que debemos darle, y también qué le pertenece al César, para dárselo.

¿Qué es de Dios? Toda alma humana, puesto que Dios es su Creador. En una época en donde se exaltan los derechos humanos, al mismo tiempo se olvidan los derechos de Dios, que son inalienables sobre toda criatura, por el solo hecho de ser su Creador. Dios es el Dueño de toda alma, y es por eso que tiene derechos sobre todos y cada uno de los seres humanos.

A Dios le pertenecen los cuerpos y las almas, y por eso todo cuerpo y toda alma deben ser puros y santos, llenos de la gracia divina, para poder retornar a su Dueño y Creador; a Dios le pertenecen las miradas, los deseos, las palabras, y por eso las miradas deben ser puras, los deseos deben ser santos, las palabras deben ser de caridad y comprensión para con el prójimo y de alabanza y adoración para con Dios; a Dios le pertenecen las obras, y por eso las obras deben ser misericordiosas, reflejo del amor del corazón en gracia y lleno de Dios; a Dios le pertenecen los pies y los pasos de todos y cada uno de los hombres, y por eso cada paso dado por cada pie, debe ser en dirección del auxilio del más necesitado, para encaminarse luego en dirección al sagrario, para hacer adoración y alabanza de Cristo Dios en la Eucaristía.

¿Qué es de Dios? De Dios es todo cuerpo y toda alma, y por eso Dios reclama, con justicia, que cada cuerpo y cada alma sean puros y santos, porque salieron de Él, que es el Dios Tres veces Santo, el Dios sin mancha ni sombra alguna de mal, el Dios de infinita bondad. Y es por esto que se enciende la ira divina cuando el cuerpo se mancha con la fornicación, y cuando el alma se oscurece con la maldad; se enciende su justa ira cuando, debiendo dar a Dios un cuerpo puro y un alma en gracia, se presenta ante sus ojos un cuerpo mancillado, cubierto de las inmundicias de los placeres terrenos, y un alma oscurecida por el mal, por el odio, por el deseo de venganza, por el apetito de placeres terrenos, por la avaricia, la codicia, el rencor, y toda clase de cosas bajas y rastreras.

“A Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César”. ¿Qué es de Dios? De Dios es la eternidad de la divinidad, porque Él es su misma eternidad; de Dios es el tiempo de las criaturas, y por eso le pertenecen los segundos, las horas, los días, los meses y los años de cada uno de los hombres; el tiempo personal de cada hombre, así como el tiempo total de toda la humanidad de todos los tiempos, está orientado hacia Dios, desde la Encarnación del Hijo de Dios, y por eso cada segundo de la vida del hombre debe estar impregnado de la vida de Dios, como anticipo de lo que habrá de suceder en el Último Día, porque cuando el tiempo se termine en el Último Día, toda la humanidad ingresará en la eternidad divina. Él es el Principio y el Fin, el Alfa y el Omega del tiempo y de la historia humana, y por eso el hombre le debe dedicar de su tiempo a alabarlo, a adorarlo, a bendecirlo, a glorificarlo, por ser Dios quien Es, Dios de infinita majestad, grandeza y gloria.

Todo esto es lo que debe darse a Dios Uno y Trino, en el tiempo y en la eternidad.

lunes, 10 de octubre de 2011

Dad limosna y así todas las cosas serán puras para vosotros


“Dad limosna y así todas las cosas serán puras para vosotros” (cfr. Lc 11, 37-41). Un fariseo se asombra porque Jesús no hace las abluciones rituales antes de comer, con lo cual comete una falta a las disposiciones legales que las prescribían.

La respuesta de Jesús va orientada a hacer ver, a este fariseo, a todos los fariseos, y a quienes falsean la religión como ellos, al poner el acento en las prescripciones y no en la caridad, que la esencia de la religión no está en lo exterior, sino en el corazón.

Lo que Jesús quiere hacerle ver al fariseo –y en él, a todos nosotros-, es que la religión es algo vacío y falso cuando, a los actos exteriores, no les preceden y acompañan, desde lo más profundo del corazón y del alma, la caridad, la compasión, la misericordia, la bondad.

De nada vale cumplir escrupulosamente un rito exterior, si en el corazón hay “rapiña y maldad”, porque de esta manera, todo el acto religioso queda falseado, pervertido, falsificado. De nada vale la oración, el ayuno, la penitencia, la asistencia a Misa, la comunión, la confesión, si no hay, en lo más profundo del ser y del alma, el deseo de convertir el corazón, de erradicar del corazón los vicios, las malas intenciones, los malos pensamientos, las malas miradas, los prejuicios, los rencores, las impaciencias, las faltas de perdón, las indiferencias ante la suerte eterna de mi prójimo, que no tiene fe como tengo yo.

Si esto es así, si del corazón humano salen todas las maldades, y si la religión practicada por un corazón humano del cual brota la maldad (cfr. Mc 7, 21) desagrada a Dios; ¿qué es lo que debemos hacer para cambiar? ¿De qué manera convertir el corazón, de donde sale la maldad, como dice Jesús, en un corazón del cual brote la caridad, la paz, el perdón, la compasión?

Lo que debemos hacer es recibir la gracia santificante, que se nos da en los sacramentos, y antes que esto, predisponer el corazón para la conversión por la gracia, mediante la limosna, tal como lo dice Jesús: “Dad limosna y todas las cosas serán puras para vosotros”, y esto porque la limosna –material, como el dinero, o espiritual, como una oración por alguien que lo necesita- cubre “multitud de pecados” (cfr. 1 Pe 4, 8), porque demuestra que la persona, al privarse de algo que necesita, se compadece de la suerte de su prójimo, y la compasión es ya un signo de conversión.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Pidan y se les dará


“Pidan y se les dará” (cfr. Lc 11, 5-13). Con el ejemplo del amigo insistente que consigue lo que pide, aún cuando sea inoportuno, tanto por lo que pide como a la hora en la que pide, Jesús nos anima a hacer lo mismo con Dios Padre, es decir, a pedir, a destiempo y lo que no nos corresponde.

Pero también es cierto que no sabemos pedir, porque por lo general, pedimos solo lo relacionado con esta vida, y todo aquello que nos proporcione una vida sin sobresaltos, sin inquietudes, sin dolor y, en lo posible, sin sacrificios. Pedimos, casi siempre, por salud, trabajo, o por necesidades particulares y circunstanciales.

A pesar de que Dios puede concedernos todo esto –y nos lo concede si es conveniente para nuestra salvación-, no es esta clase de petición a la que se refiere Jesús.

Él quiere que pidamos otras cosas, y que no seamos parcos a la hora de pedir, porque la magnificencia divina es inagotable, tanto, que lo que Dios puede darnos es un exceso inimaginable.

¿Qué es lo que debemos pedir?

Entre otras cosas, debemos pedir la gracia de que se haga realidad lo que pedimos en el acto de contrición del Pésame: “…querría haber muerto antes que haberos ofendido”; es decir, debemos pedir, como dice San Ignacio de Loyola, la gracia de morir antes que siquiera pensar en cometer un pecado mortal, o un pecado venial deliberado.

La gracia de la contrición del corazón y del dolor de los pecados, para nosotros y para nuestros seres queridos, porque abre las puertas del cielo.

La gracia de participar, en cuerpo y alma, de la Pasión de Jesús, por medio de la Santa Misa.

La gracia de amar a Jesús con el amor de la Virgen.

La gracia de tener en todo momento, en el pensamiento, en el deseo, en las palabras y en las obras, a Jesús.

La gracia de meditar en las realidades ultraterrenas, Cielo, Purgatorio e Infierno, porque de esa manera, pensando en las postrimerías, dicen los santos, no pecaremos y nos salvaremos.

Como estas, debemos pedir muchas otras gracias que nos conduzcan al cielo, sin tener reparos en lo que pedimos, puesto que Dios es infinitamente poderoso y generoso, y no deja de escuchar ninguna petición.

Y es tan generoso, que Dios nos las da aún sin que se las pidamos, y en tan gran medida, que es una exageración por parte suya y, muchas veces, un lamentable desprecio por parte nuestra.

Los dones de Dios son tan inconmensurablemente grandes, que pretender valorarlos y apreciarlos en su justa medida es como pretender hacer apreciar la hermosura de un paisaje a quien no puede ver.

¿Quién puede apreciar, en su justa medida, la Eucaristía, el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad del Hombre-Dios?

¿Quién puede apreciar la Santa Misa, renovación sacramental e incruenta del sacrificio del Calvario?

Padre nuestro, que estás en el cielo...



“Vosotros orad así: Padre nuestro...” (cfr. Mt 6, 7-15). En el Antiguo Testamento existían indicaciones de cómo orar a Dios: se lo trataba como a un Dios único, como al Señor de la Creación, como al Creador, a quien por esto se debía la mayor de las alabanzas. A este Creador, se le podía pedir por las cosechas, por el buen tiempo, por el éxito en los asuntos familiares y de la nación.

Ahora Jesús enseña una nueva forma de orar, una nueva forma de dirigirnos a Dios; es nueva no sólo por lo que se le pide a Dios, sino cómo se lo pide, y por medio de qué se lo pide. La oración del Padrenuestro es nueva por la forma de dirigirnos a Dios; ahí no sólo están indicadas las peticiones más importantes que podemos hacer a Dios, sino que está indicada, en la forma, una novedad absoluta con respecto al Antiguo Testamento: Jesús nos dice que tratemos a Dios no como a “Creador”, que era lo que se enseñaba en el Antiguo Testamento, sino como a “Padre”.

Permaneciendo Dios lo que Él es en su ser divino, Jesús nos enseña que podemos tratarlo como a Padre y no sólo como a Creador: la nueva oración enseñada por Jesús comienza con la palabra “Padre”, pronunciada por quien la reza. Y es que Él nos enseña que tratemos a Dios como Padre, porque Él, que es el Hijo eterno de Dios, se ha encarnado para hacernos hijos de Dios, como Él es Hijo de Dios, con la misma filiación eterna y divina con la cual Él es Hijo de Dios desde la eternidad. Por eso la oración que Jesús enseña es nueva con novedad absoluta, porque nadie en el Antiguo Testamento había enseñado a tratar de esa manera a Dios, y es nueva por lo que se le pide a Dios, que son bienes principalmente espirituales.

Pero también es nueva por el medio por el cual lo pedimos, y el medio es Jesús mismo, ya que lo que pedimos, lo pedimos como hijos, y si somos hijos de Dios, somos hijos en el Hijo: sólo por Jesús, Hijo de Dios, somos hechos hijos de Dios, y sólo en Él y por Él, unidos a Él, alcanza nuestra oración a ser la oración de los hijos de Dios.

Sólo unidos a Jesús Eucaristía, nuestro Padrenuestro es verdadera oración de hijos de Dios: Jesús es el primero, con su encarnación y con su muerte en cruz, y con la perpetuación de su sacrificio en cruz, en la cruz del altar, en orar al Padre como Hijo: es Él quien reconociendo a Dios como Padre, ofrenda su vida en el altar de la cruz, movido por el Espíritu Santo, el Espíritu del Amor de Dios -“Padre”-; es Él quien en la cruz entrega su espíritu al Padre que está en los cielos, y es quien desde los cielos, como Dios, nos envía su Espíritu en la Eucaristía –“que estás en el cielo”-; es Él quien, en la cruz, reconociendo a Dios como Padre, santifica su nombre con la donación de su vida –“santificado sea Tu Nombre-; es Él quien, desde la cruz y con su Persona no sólo pide sino que instaura aquí en la tierra el Reino de Dios –“venga a nosotros Tu Reino”; es Él, quien, desde el altar de la cruz en el monte Calvario, y desde la cruz del altar en el seno de la Iglesia, cumple la voluntad del Padre donando el Espíritu de la paz de Dios y uniendo así el cielo y la tierra –“hágase Tu Voluntad así en la tierra como en el cielo”-; es Él, desde la Eucaristía, la cruz del altar, quien como Hombre-Dios nos da el Pan que da la vida eterna –“danos hoy nuestro pan de cada día”-; es Él quien perdona a quienes lo ofenden, a quienes le quitan su vida en el Calvario, y a quienes se convierten en enemigos de Dios, matándose a sí mismos, por el pecado mortal –“perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”-; es Él quien vence en la cruz y en el altar al Tentador –“no nos dejes caer en la tentación”-; es Él Quien desde la cruz y la Eucaristía no sólo nos libra de todo mal “y líbranos del mal”-, sino que nos concede el mayor Bien, el Bien Infinito, su Cuerpo y su Sangre, su Alma y su Divinidad.

domingo, 2 de octubre de 2011

“¿Quién es mi prójimo?”



“¿Quién es mi prójimo?” (cfr. Lc 10, 25-37). La respuesta a la pregunta está en el samaritano que, a diferencia del sacerdote y del levita, que pasan de largo ante un hombre golpeado y herido, se ocupa de él, sana sus heridas, y paga por alojamiento y comida.

Con el ejemplo del samaritano, Jesús nos da la respuesta cuando formulamos la misma pregunta: mi prójimo es todo aquel que necesita de mi misericordia.

La otra enseñanza que nos deja esta parábola es el hacernos ver que la religión no depende de la vestimenta, y ni siquiera del cumplimiento meramente extrínseco de los ritos y de las oraciones. Los dos primeros personajes que ven al herido y pasan de largo, son religiosos y practicantes de la religión, que se identifican externamente por la vestimenta religiosa: un sacerdote y un levita, y ninguno de los dos, a pesar de su aparente religiosidad, se conmueve ante su prójimo herido.

Sería el equivalente, en nuestros días, de religiosos pertenecientes a congregaciones o a diócesis, aunque también se puede aplicar a laicos, es decir, a todos aquellos que se dicen practicantes de la religión, pero cuya práctica es meramente externa, y por lo tanto falsa, vacía e hipócrita, porque han olvidado la misericordia, la compasión, la caridad.

Por el contrario, el samaritano representa a aquel que no se caracteriza por su religiosidad –tal vez ni siquiera sabe rezar-, pero que a la hora de ayudar a quien se encuentra en necesidad, no duda en hacerlo.

Con esto, Jesús no nos quiere decir que llevar hábito de religiosos y ser practicantes de la religión esté mal, sino que a esa religiosidad externa se le debe agregar, como su base y fundamento, la misericordia, el amor, la caridad y la compasión para con todo prójimo.

Sólo de esta manera se puede vivir el primer mandamiento, que exige el amor a Dios y al prójimo.

De otra manera, la religión es máscara de piedad, vana ostentación, y muestra de hipocresía y orgullo.

sábado, 1 de octubre de 2011

"...los viñadores mataron al hijo del dueño para quedarse con la viña..."



“…los viñadores mataron al hijo del dueño para quedarse con la viña…” (cfr. Mt 21, 33-43). La parábola puede parecer un simple caso de malos administradores que se convierten en usurpadores, y que no dudan en convertirse en asesinos para apoderarse de un viñedo que no les pertenece.

Sin embargo, la parábola posee una simbología que hace referencia a realidades sobrenaturales: el dueño de la viña es Dios Padre; la viña es, en primer lugar, como dice el Salmo, el Pueblo Elegido formado por los hebreos, destinatarios de la Antigua Alianza –“la viña del Señor es la casa de Israel”-; los arrendatarios convertidos en ladrones y usurpadores, que no solo no quieren dar los frutos de la viña a su legítimo dueño, sino que pretenden quedarse con ella matando al heredero, representan a los fariseos, que con su cumplimiento legalista de la ley y su olvido de la caridad, de la compasión y del amor a Dios y al prójimo, terminaron por pervertir la religión, cuya esencia es el amor misericordioso; el hijo del dueño de la viña es Jesús, que es Hijo de Dios Padre; los enviados por el dueño para hablar con los usurpadores, y que finalmente terminan siendo asesinados, son los profetas, incluido el Bautista, que son perseguidos por las fuerzas del infierno y martirizados; el asesinato del hijo del dueño es la muerte en cruz de Jesús.

La parábola, por lo tanto, se aplica en primer lugar al Pueblo Elegido, pero también se aplica a la Iglesia Católica y a sus bautizados, que forman el Nuevo Pueblo Elegido.

Toda la simbología de la parábola se aplica, punto por punto, a los bautizados en la Iglesia Católica: así, el Dueño de la Viña es Dios Padre; la viña es la Iglesia; los arrendatarios, es decir, los que no son propietarios, sino meros administradores que deben dar frutos de caridad, de misericordia, de bondad, somos todos los bautizados en la Iglesia; esos mismos arrendatarios que pretenden apoderarse de la viña y quedarse con sus frutos, somos los cristianos cuando nos olvidamos del primer y único mandamiento necesario para entrar al cielo, y es el amor a Dios y al prójimo como a uno mismo, con lo cual repetimos el mismo error de los fariseos y del Pueblo Elegido; los mensajeros asesinados son todos los avisos que nos vienen del cielo, como un pensamiento bueno, un propósito de perdonar, un deseo de confesión, un impulso para ir a visitar a un enfermo, que son desechados y no son puestos por obra.

Y en cuanto a los viñadores usurpadores que asesinan al hijo del dueño, representan a los pecados mortales, que matan el alma, dejándola sin la gracia y sin la vida divina.

Es decir, la “muerte” del hijo del dueño es cada vez que un bautizado comete un pecado mortal, puesto que se trata de un hijo adoptivo de Dios, el bautizado, que cae en pecado mortal, muriendo a la vida de la gracia. Y quien está en pecado mortal, no puede obtener los frutos de la Vid, que son amor, paz, alegría, serenidad, porque no puede beber de su fruto más preciado, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna.

Para que, a diferencia de los malos arrendatarios, que mataron al hijo del dueño con sus pecados, no solo no cometamos ningún pecado mortal, y para que seamos capaces de beber del fruto de la Vid, el Vino de la Pascua definitiva y eterna, la Sangre del Cordero de Dios, debemos pedir la gracia que pide San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales: morir antes que ni siquiera deliberar en cometer un pecado mortal, o un pecado venial deliberado[1].


[1] Cfr. Ejercicios, 164-168.