martes, 29 de noviembre de 2011

Dichosos los bautizados porque ven a Jesús en la Eucaristía y se alimentan con su Cuerpo y su Sangre



“Dichosos ustedes por lo que ven y oyen, porque profetas y reyes desearon ver y oír, y no pudieron” (cfr. Lc 10, 21-24). Lo que profetas y reyes desearon ver y oír, y no pudieron, y en cambio sí lo pueden hacer los discípulos, es al mismo Jesús, el Hombre-Dios, el Redentor, el Salvador de los hombres.

Cuando Isaías describe al Siervo sufriente de Yahvéh, es decir, a Cristo en su Pasión, lo ve en una visión; no lo ve en la realidad, con sus propios ojos, ni habla con Él, como sí lo hacen los discípulos. Es a esta felicidad a la que Jesús se refiere, la de verlo con los ojos del cuerpo, y escucharlo y ser testigos de sus milagros y enseñanzas.

Ver a Jesús con los ojos del cuerpo, es decir, ver a Dios encarnado, y además escuchar su Voz, que es la voz de Dios; recibir sus enseñanzas, que conducen a la vida eterna; ser testigos de sus milagros, como la conversión del agua en vino, como en Caná; como la multiplicación de panes y peces, la curación de ciegos y mudos y de toda clase de enfermos, como la resurrección de muertos, es un privilegio de muy pocos, poquísimos, en comparación con toda la humanidad.

Pero si los discípulos eran dichosos por contemplar y escuchar al Hombre-Dios con los sentidos del cuerpo, también los bautizados en la Iglesia Católica pueden considerarse dichosos, y todavía más, porque los bautizados, por la liturgia de la Santa Misa son testigos de algo más grande todavía que ver a Jesús en Palestina, con su Cuerpo aún no glorificado: los bautizados son testigos, en cada Santa Misa, de la Eucaristía, es decir, de Jesús, muerto y resucitado, que se manifiesta a su Iglesia con su Cruz victoriosa y con su Cuerpo glorioso, bajo algo que parece ser pan pero no es pan.

También los bautizados son dichosos porque ven y oyen lo que muchos reyes y sabios de la tierra querrían ver y oír, y no lo pueden hacer, porque no pertenecen a la Iglesia. Los bautizados ven a Jesús en la Eucaristía, y oyen su Palabra, que son palabras de vida eterna, que conducen a la feliz eternidad, en la liturgia de la Palabra, y oyen también su Voz, que va en medio de la voz del sacerdote ministerial, en el momento en que este pronuncia las palabras de la consagración.

Pero hay todavía una causa más por la que a los bautizados se les puede llamar “dichosos”, y es que, además de ver y oír, por la luz de la fe, a Cristo en la Misa, pueden comer su Carne y su Sangre en la Eucaristía.

Y puesto que son testigos de algo inaudito, de algo que asombra a los ángeles en el cielo y que en la tierra es causa de que se los llame “dichosos”, los bautizados deben comunicar a los hombres la causa de su alegría: Jesús está en la Eucaristía.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Adviento es el alegre tiempo en el que preparamos el corazón, por la penitencia, el ayuno y la mortificación, para que en él nazca el Niño Dios


¿A qué podemos comparar el Adviento? A la súplica que hace el profeta Isaías, pidiendo que los cielos se abran para dar paso a Dios: “Si rasgaras los cielos y descendieras” (63, 19).

El Profeta Isaías hace esta súplica, que es un deseo esperanzado, luego de comprobar no sólo el vacío que es el mundo sin Dios, sino ante todo, luego de contemplar, iluminado por el Espíritu de Dios, la inmensa majestad del Ser divino. Isaías es quien contempla, en éxtasis, a Yahvéh, en su trono de gloria, adorado por los ángeles, y es él quien describe la alabanza trinitaria que los ángeles tributan a Dios: “…vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado, y sus haldas llenaban el templo. Unos serafines se mantenían erguidos por encima de él; cada uno tenía seis alas: con un par se cubrían la faz, con otro par se cubrían los pies, y con el otro par aleteaban, y se gritaban el uno al otro: ‘Santo, santo, santo, Yahveh Sebaot: llena está toda la tierra de su gloria’. Se conmovieron los quicios y los dinteles a la voz de los que clamaban, y la Casa se llenó de humo (Is 6, 2-4).

En su visión extática de Yahvéh, Isaías anticipa, ya desde el Antiguo Testamento, la revelación que hará Jesucristo: Dios es Uno y Trino; de ahí el triple “Santo” de los serafines.

Luego de contemplar, arrobado en éxtasis, la majestad del Ser divino, Isaías es devuelto a la tierra, y la inevitable comparación que surge entre el ser creado, limitado, finito, participado, y el Ser Increado de Dios, ilimitado, infinito en su perfección, en su hermosura, en su belleza, en su majestad, hace que Isaías prorrumpa en un lamento que es un gemido, en un gemido que es el deseo más profundo de su corazón: “Si rasgaras los cielos y descendieras”.

Toda la hermosura de la creación es igual a la nada, comparada con la hermosura del rostro trinitario de Dios que el Profeta ha contemplado en éxtasis, y por eso exclama: “Si rasgaras los cielos y descendieras, ante Tu faz los montes se derretirían”.

El Profeta Isaías clama a Dios, y le suplica que rasgue los cielos y descienda, pero Dios no rasga los cielos y no baja.

Y esto que para el profeta Isaías no se cumple, sí se hace realidad para la Iglesia al final del tiempo del Adviento, por eso el Adviento es un tiempo de espera gozosa y alegre, porque a su término, Dios desciende de los cielos, y se nos manifiesta como Niño, como Niño Dios, como Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios.

El tiempo de Adviento es el equivalente, para la Iglesia, a la espera del Profeta Isaías: por la liturgia del Adviento, la Iglesia se coloca en la situación de ansiosa y gozosa espera del Salvador, y por eso, Ella también exclama, en Adviento, con el Profeta: “Si rasgaras los cielos y descendieras”.

Adviento es el tiempo en el que, luego de meditar acerca del vacío y de la oscuridad del corazón humano sin Dios, la Iglesia, contemplando el misterio de Dios, clama por su Presencia.

Al igual que Isaías, la Iglesia clama en Adviento: “Si rasgaras los cielos y descendieras”, y Dios, escuchando el clamor de la Iglesia, más que rasgar los cielos, atraviesa, como un rayo de sol atraviesa un cristal, un cielo virginal, muy particular, el seno virgen de María, para llegar a esta tierra envuelto en el cuerpo de un Niño.

Y si tenemos en cuenta las palabras de los santos, que dicen experimentar que sus corazones se “derriten” de amor ante ese horno ardiente de Amor eterno que es el Corazón de Jesús, entonces, para Navidad, la frase del Profeta Isaías quedaría así: “Si rasgaras los cielos y descendieras, ante Tu Faz los corazones se derretirían”.

Adviento entonces es el tiempo de alegre espera, en el cual el corazón, seguro de que Dios ha de venir, se ocupa en prepararse para esta venida, por medio de la penitencia, de la mortificación y del ayuno.

Y la encargada de preparar nuestro corazón es la Virgen, porque así como Ella preparó la gruta de Belén, limpiándola y aseándola, perfumándola con su Presencia de Madre de Dios, porque la gruta era un lugar de refugio de animales, oscuro y lleno de la suciedad de los animales, así a Ella le pedimos que prepare nuestro corazón, y lo ilumine y lo perfume con la gracia divina, dejándolo listo para recibir, en su pobreza y en su miseria, al Dios de los cielos, que atravesando su seno virginal, como un rayo de sol atraviesa un cristal, vendrá a nuestros corazones para Navidad.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Cuando sucedan estas cosas está cerca vuestra liberación


“Cuando sucedan estas cosas está cerca vuestra liberación” (cfr. Lc 21, 20-28). Jesús profetiza la destrucción de Jerusalén, y cuando finaliza esta profecía al decir: “Jerusalén será pisoteada por los gentiles”, profetiza acerca de lo que habrá de suceder al mundo antes de la parusía, es decir, de su Segunda Venida[1].

Tanto la destrucción de Jerusalén como las grandes tribulaciones que sobrevendrán al mundo antes de su Llegada –guerras, hambre, grandes terremotos-, tendrán una misma causa: el haber rechazado al Mesías.

Jerusalén lo rechazó, crucificándolo; el mundo lo rechazará, al no reconocerlo como el Salvador, pero también gran parte de la misma Iglesia lo rechazará, apostatando de Él, construyendo una falsa Iglesia y un falso Cristo, que serán falsos de toda falsedad, y la falsedad quedará demostrada porque esta falsa Iglesia y este falso Cristo serán permisivos con todas las desviaciones y pecados del ser humano.

Pero las consecuencias de rechazar a Jesús como Salvador de los hombres no se limita al plano físico y material: la destrucción de Jerusalén y los grandes cataclismos que sobrevendrán al mundo entero, son figura de lo que sucede en las almas que se niegan a aceptar a Jesucristo como su Redentor. El llanto de Jesús por la pronta ruina de Jerusalén anticipa y prefigura su llanto por la ruina de almas como Judas Iscariote, que se precipitan, libremente, en el infierno, por preferir servir al dinero y no a Dios, por preferir escuchar el tintineo metálico de las monedas de plata, antes que el suave latido del Sagrado Corazón.

Hoy, los Judas Iscariote se han más que centuplicado, pues son muchísimos los bautizados que, por pereza, negligencia e inoperancia, cuando no directa connivencia con el mal, colaboran con las tinieblas no solo para borrar el nombre de Dios y de Cristo del corazón de los hombres, sino para instaurar un falso salvador de los hombres, opuesto radicalmente a Cristo.

“Cuando sucedan estas cosas está cerca vuestra liberación”. No habrán señales para la parusía, pero como Jesús ha de venir “como el ladrón en la medianoche”, de improviso, el cristiano debe estar atento y vigilante, obrando la misericordia y viviendo en gracia para presentarse sereno y alegre el día del juicio y del examen.


[1] Cfr. Orchard, B., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 640-641..

martes, 22 de noviembre de 2011

Todos los odiarán por causa mía



“Todos los odiarán por causa mía” (cfr. Lc 21, 12-19). Es el odio del paganismo y del neo-paganismo, un odio que no se explica por las meras pasiones humanas, puesto que se trata de un odio preternatural, originado en la voluntad perversa y diabólica del ángel caído.

Nuestro mundo actual crece, día a día, minuto a minuto, en el rechazo de Dios Trino y de Jesucristo, y esto se puede ver en la práctica totalidad de las manifestaciones de la cultura y del pensamiento del hombre: en el cine, en la televisión, en Internet, en los espectáculos, en la música, en los entretenimientos, en las leyes contrarias a la vida y a la naturaleza humana.

Cada vez más, la sociedad se vuelca hacia el neo-paganismo propiciado por la Nueva Era, y cada vez más, el mundo se vuelve contrario a la Iglesia de Dios y a sus enseñanzas.

La persecución actual no es tanto la cruenta, que sí existe, sobre todos en países en donde el Islam es la religión mayoritaria y en donde impera la “sharia” o ley islámica; la persecución contra la Iglesia, en nuestro país, en nuestro continente, se hace notoria desde que se enciende la televisión o se conecta a Internet, ya que sobreabundan los signos y las señales de una creciente paganización y satanización de todo el quehacer de la sociedad.

De continuar este ritmo de crecimiento, el neo-paganismo y el luciferianismo no tardarán en colisionar, esta vez sí cruentamente, contra la Iglesia, renovando la persecución sufrida en los primeros siglos del cristianismo.

Para cuando eso suceda, y también desde ahora, el cristiano debe tener en mente dos cosas: la primera, que el Infierno jamás triunfará sobre la Iglesia, según la promesa de Jesús: “Las puertas del Infierno no prevalecerán contra mi Iglesia” (Mt 16, 18); la segunda cosa a tener presente, desde ahora, es lo que dice San Pablo: “Nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra las potestades espirituales malignas de los cielos” (Ef 6, 12), y el mandato de Jesús: “Ama a tus enemigos” (Mt 5, 44), lo cual quiere decir que, lejos, muy lejos de condenar al prójimo que se encuentra objetivamente en el error –ateísmo, materialismo, hedonismo, satanismo, paganismo-, el cristiano debe tener la disposición espiritual y anímica de dar la vida por ese prójimo, pues eso es lo que implica el ser cristiano.

“Todos los odiarán por causa mía”. Si en el final de los tiempos la gran mayoría de los hombres estarán poseídos por Satanás y actuarán, movidos por el odio y comandados por el Anticristo, contra la Iglesia, los cristianos, movidos por el Amor divino derramado por Cristo en la Cruz, deberán demostrar ese Amor, recibido en cada comunión eucarística, dando sus vidas por sus enemigos. Sólo así salvarán sus almas y las de aquellos que los ejecutarán. Sólo así conseguirán la vida eterna.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Solemnidad de Cristo Rey



Jesús es Rey, y Él mismo lo proclama: “Yo soy Rey” (cfr. Jn 18, 37). Pero es un rey distinto a los reyes de la tierra.

Los reyes de la tierra, al iniciar su reinado, reciben en sus regias y perfumadas cabezas, una corona que compite en magnificencia, pues está compuesta de oro y plata, y lleva numerosas piedras preciosas, de todo tipo: diamantes, rubíes, zafiros, esmeraldas, a cual más grande y brillante. Debido a que el metal es duro y pesado, la parte inferior de la corona está cubierta por dentro con seda roja, para no lastimar la cabeza del rey.

Cuanto más oro y plata tenga la corona, más poder y grandeza tiene el rey que la lleva.

Su vestimenta es también especial, pues está hecha de telas y géneros costosos, de seda, bordados con hilos de oro.

En sus manos llevan grandes anillos con piedras preciosas, y un cetro dorado, como símbolo de su poder terrenal.

Reinan desde un trono de marfil, esplendoroso, elevado sobre una tarima, como indicando que un rey está por encima de sus súbditos.

Toda la corte le rinde homenaje, y a su paso, se doblan las rodillas en señal de respeto.

Cuando se asoma al balcón, la multitud lo aclama, con gritos de alegría y gozo.

Cuando un rey terreno vuelve vencedor de una batalla, delante suyo van sus enemigos, encadenados; luego avanza su ejército, y al final pasa él, que recibe el saludo entusiasta de la muchedumbre que lo aclama con vítores.

Su reino es un reino terrenal, de este mundo, y gobierna con mano de hierro a sus súbditos.

Jesús, Rey del universo, es distinto a los reyes de la tierra.

Su corona no es de oro y plata, adornada con piedras preciosas: está hecha de gruesas y duras espinas, que se incrustan en su cuero cabelludo, provocándole un dolor enorme y haciendo salir gran cantidad de sangre, que se derrama sobre sus ojos, sus oídos, su boca, su rostro.

Jesús Rey se deja coronar con espinas, para expiar por nuestros malos pensamientos, de todo tipo, y para expiar por nuestro orgullo y nuestra soberbia. Jesús deja que la sangre de su cabeza corra por sus ojos, para expiar y reparar por todas las miradas impuras, indecentes, cargadas de odio, de malicia, de deseos de venganza y de mal, que los hombres se dirigen entre sí.

Jesús Rey deja que la sangre corra por sus oídos, para expiar y reparar por tantas malas palabras, por tantas palabras obscenas, por tantas calumnias, mentiras y ofensas, que los hombres se dicen entre sí, y por las blasfemias e insultos que los hombres dicen a Dios.

Jesús Rey deja que la sangre se deslice por su nariz y por sus pómulos, para reparar y expiar por los deseos desenfrenados, por las pasiones incontroladas, que convierten a algunos hombres en seres más bajos que las bestias irracionales.

Jesús Rey deja que su sangre, que cae de su cabeza a torrentes, inunde su boca, para reparar los insultos, las palabras soeces, las palabras vanas y necias, las palabras groseras, las palabras que en vez de alabar a Dios, se dirigen a Él para insultarlo, y al prójimo para denigrarlo.

Sus vestimentas no son de seda y lino, de armiño y terciopelo rojo, como las vestimentas de los reyes de la tierra, sino una túnica blanca, enrojecida por la sangre que brota de sus heridas, y cubierta de polvo y tierra a consecuencia de sus caídas camino del Calvario. Jesús Rey se deja vestir con su propia sangre, para expiar y reparar por los pecados contra la carne, la lujuria y la lascivia.

Sus manos no están cubiertas por guantes de seda, sino por su sangre, que sale a borbotones de las heridas provocadas por los clavos de hierro. Jesús deja que claven sus manos, para expiar por todos los actos malos que los hombres realizan con sus manos.

Sus pies están descalzos, y atravesados por un grueso clavo que le provoca inmenso dolor. Jesús Rey se deja clavar los pies, para expiar por los pasos malos dados por el hombre, para cometer toda clase de males: robo, homicidios, suicidios, sacrilegios, venganzas, traiciones.

Su trono no es un trono de marfil, sino la Cruz de madera, que se yergue con sus dos brazos, horizontal y vertical: el horizontal, para unir al hombre con Dios, y el vertical, para unir a los hombres, enfrentados por el odio, en el Amor de Dios.

A diferencia de los reyes de la tierra, que reciben alabanzas que no merecen, Jesús Rey recibe, en la cruz, los insultos y los vituperios, las blasfemias de los hombres, con excepción de su Madre y de sus discípulos más amados.

Pero, al igual que los reyes de la tierra, que entran triunfales luego de una batalla, exhibiendo los trofeos arrebatados al enemigo, en medio del resonar de las trompetas, así Jesús Rey, en la Cruz y por la Cruz, entra triunfal en los cielos, aclamado por los ángeles, luego de derrotar en la batalla a los tres grandes enemigos del hombre: el demonio, el pecado y la muerte.

Su reino no es de este mundo, y por eso sus súbditos, los cristianos, a pesar de estar en el mundo, no pertenecen a Él, y por lo tanto, es a Él a quien deben adorar, y no a los falsos ídolos del poder, del dinero y del tener.

Mientras los reyes de la tierra gobiernan a sus súbditos con mano de hierro, Jesús gobierna desde la Cruz y desde la Eucaristía con su Sagrado Corazón, concediendo a quien se le acerca el torrente infinito del Amor divino, y nos da de ese Amor infinito para que nosotros, obrando las obras de misericordia corporales y espirituales para con nuestros prójimos, nos hagamos merecedores de su Reino celestial.

Jesús, Rey del universo, reina desde la Cruz, y desde allí nos llama, con la fuerza de su Amor, para que nos desviemos de los caminos del mal y del pecado, y comencemos a caminar el Camino Real de la Cruz, el único camino que nos lleva a la feliz eternidad, al Reino de los cielos.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Habéis convertido mi casa en una cueva de ladrones



“Habéis convertido mi casa en una cueva de ladrones” (cfr. Lc 19, 45-48). Al igual que el Templo de Jerusalén, que habiendo sido construido para ser lugar de oración, como expresión del amor a Dios, fue convertido en “una cueva de ladrones” por los cambistas y vendedores de bueyes y palomas, pervirtiendo de esa manera su fin primordial y único, así también el corazón del hombre, creado por Dios Trinidad para ser morada de las Divinas Personas, fue pervertido por el mismo hombre, desplazando a las Divinas Personas por el amor al dinero y a las pasiones desordenadas.

El corazón humano ha sido creado intencionalmente por Dios para ser morada suya, en donde las Tres Divinas Personas habiten y vivan en él, y es por eso que la oración, esto es, el diálogo de amor por el cual el hombre recibe la vida divina, es la tarea primordial, originaria, única y exclusiva del hombre. La oración, fundada en la fe y en la esperanza, es el fundamento de la caridad, es decir, del amor sobrenatural infundido por Dios, con el cual el hombre debe amar a Dios y al prójimo, cumpliendo así el fin para el cual fue creado. Esto muestra cómo la oración para el hombre no es un nunca una tarea agregada y secundaria, cumplida a veces con fatiga y fastidio, como si fuera una carga pesada, sino la ocupación central, primordial, originaria y exclusiva del corazón humano.

Pero muchos hombres, en vez de hacer de su corazón una casa de oración –continua, piadosa, ferviente, afectuosa, amorosa-, perfumada con el aroma exquisito de la gracia, en la cual se rinda homenaje de amor a Dios y al prójimo, lo han convertido, como dice Jesús, en una cueva de ladrones, porque rinden culto al dinero, y en un establo, porque lo han inundado con el olor maloliente de las pasiones sin control.

“El cuerpo es templo del Espíritu Santo”, dice San Pablo, y por este motivo, quien profana su cuerpo, o el del prójimo, profana a la Persona del Espíritu Santo que en él mora, y es la razón por la cual se enciende la ira de Jesús.

Lo que los ojos ven, es eso lo que ingresa al templo que es el cuerpo, y es así que ver un espectáculo inmoral, o más aún, deleitarse siquiera con pensamientos inmorales, equivale a hacer ingresar en el templo material a decenas de animales y dejarlos encerrados para que lo ensucien con sus necesidades fisiológicas, y equivale también a empapelar sus paredes con imágenes indecentes; y es así como escuchar música indecente, equivale a hacer resonar, en el templo consagrado a Dios, música blasfema, y es así como el consumir alcohol, tabaco, drogas, o sostener conversaciones impuras, equivale a hacer todo eso en el mismo templo material.

¿Cómo no ha de enojarse Jesús, con tantos niños y jóvenes que, engañados por el materialismo y el hedonismo imperantes, profanan sus cuerpos, templos de oración?

¿Cómo no ha de enojarse Jesús, con los padres de esos niños y jóvenes, que alientan y aplauden esas profanaciones?

No reconociste el tiempo de mi venida



“No reconociste el momento de mi venida” (cfr. Lc 19, 41-44). Jesús llora sobre Jerusalén. Contrariamente a lo que una errónea concepción del varón postula, el llanto no es sinónimo de debilidad[1], ni de cobardía. En este caso puntual de Jesús, es la manifestación exterior de un dolor interior; es el rebalsarse, exteriormente, por medio de lágrimas de agua y sal, de un dolor y de una amargura interiores, espirituales, que laceran al Sagrado Corazón, que lo inundan y lo colman de tristeza, la cual se hace visible y se derrama exteriormente por medio de las lágrimas[2].

Jesús llora por Jerusalén, porque no lo ha reconocido en su venida, en su condición de Mesías, de Dios encarnado, que ha bajado del cielo para liberarla de la esclavitud espiritual que significa adorar a los ídolos de los paganos. Como consecuencia de su libre rechazo al Hijo de Dios, Jerusalén será sitiada y su Templo arrasado, signos de la ausencia de Dios, que ya no la protege más.

Pero el llanto de Jesús continúa, en el signo de los tiempos, porque en la Jerusalén terrestre que rechaza a su Mesías están representadas todas las almas de los bautizados, de aquellos llamados a formar el Nuevo Pueblo Elegido, mediante el reconocimiento de Jesús como el Salvador de los hombres. Jesús llora por almas como Judas Iscariote, que se dejan arrastrar al infierno debido al orgullo y la impenitencia, y por no querer hacer ni siquiera el más mínimo acto de amor y adoración a Dios.

Y al igual que por Judas, Jesús llora por las almas de los bautizados que, hoy lo niegan y lo rechazan como a su Salvador, inclinándose en cambio hacia los modernos ídolos del poder, el placer, la diversión, el hedonismo, el relativismo, el ocultismo, el materialismo.

Jesús llora por aquellos que se separan de Él, porque eso significa la segura perdición eterna de sus almas, y su ruina eterna, prefigurada en la ruina de Jerusalén.

“No reconociste el momento de mi venida”. Para mitigar el dolor de Jesús, y para que ningún alma tenga que escuchar este triste reproche suyo, reproche que será a su vez el inicio de su condenación, los cristianos deben reparar por tantos ultrajes y sacrilegios recibidos por Jesús en la Eucaristía, pidiendo que ese acto de reparación y de amor sirva para que en esas almas aumente la Gracia y así ninguna se pierda.


[1] Cfr. Miquelini, O., Mensajes de Jesús a un sacerdote, Tomo I, Ediciones El Buen Pastor, Buenos Aires 1989, 103.

[2] Cfr. Miquelini, ibidem.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Hoy tengo que alojarme en tu casa



“Hoy tengo que alojarme en tu casa” (cfr. Lc 19, 1-10). Zaqueo, movido por la gracia divina, se sube a un árbol para poder ver a Jesús que pasa. Cuando Jesús llega al lugar donde se encuentra Zaqueo, le dice que baje del árbol, porque quiere entrar en su casa para ser alojado allí. Una vez en su casa, Zaqueo promete dar la mitad de sus bienes a los pobres, y devolver cuatro veces más a quien le haya quitado alguna pertenencia.

La entrada de Jesús en casa de Zaqueo, que significa la salvación para éste, se repite en cada comunión, por la cual Jesús ingresa en el alma. Por eso es que hay que estar atentos al ejemplo de Zaqueo, para imitarlo.

El evangelio dice que Zaqueo “bajó en seguida” de la higuera, es decir, desde la altura, y “se puso muy contento” porque Jesús quería entrar en su casa. Podemos preguntarnos si nos sucede lo mismo: ¿nos abajamos en nuestro orgullo, buscando ser mansos y humildes de corazón, antes de comulgar? ¿O, por el contrario, comulgamos desde las alturas de nuestra soberbia? ¿Nos alegramos por el hecho de que Jesús, por la comunión eucarística, va a entrar en nuestras almas y corazones, o es un hecho intrascendente para nosotros? La alegría de comulgar, es decir, la alegría que significa que Jesús entre en nuestra casa, en nuestra alma, ¿es lo suficientemente grande como para que queden en un segundo y en un tercer plano las preocupaciones, e incluso las tribulaciones cotidianas, o por el contrario, son éstas las que predominan sobre el gozo que significa comulgar?

Cuando Jesús entra en nuestro hogar, ¿experimentamos la contrición del corazón de Zaqueo, que reconociéndose pecador, da de sus bienes a los pobres, siguiendo el consejo de la Escritura: “La limosna cubre cantidad de pecados”?

Cuando Jesús ingresa en nuestra alma por la Eucaristía, ¿nos arrepentimos de haber robado a nuestros prójimos la paz, la armonía, la concordia, con nuestras muestras de orgullo, impaciencia, enojos, falta de mortificación y de verdadera caridad cristiana?

En cada Misa, antes de la comunión, Jesús nos repite lo mismo que a Zaqueo: “Hoy quiero entrar en tu casa”.

¿Nos sirve de algo el ejemplo de Zaqueo, o no significa nada para nosotros?

domingo, 13 de noviembre de 2011

Muchos cristianos entierran sus talentos, o los usan en contra del Reino de Dios



“Has sido fiel en lo poco, pasa al gozo de tu Señor” (cfr. Mt 25, 14-30). Con la parábola de los servidores y los talentos, Jesús nos enseña que nosotros a su vez, debemos hacer rendir los talentos que hemos recibido de Él.

Los talentos son los dones de todo tipo, materiales, espirituales, morales, naturales y sobrenaturales, que poseemos, y que debemos poner al servicio del Jesús y de su Iglesia.

Nadie puede decir: "No he recibido nada", "No sé hacer nada", "No puedo contribuir en nada al servicio del Reino de Dios y su Iglesia", porque todos hemos recibido algo, algún talento, algún don, en mayor o menor medida, el cual debe ser utilizado en favor de nuestros hermanos, por su salvación. Los talentos son diversos, como diversas son las personas que los poseen, y así es como algunos sobresalen por su inteligencia práctica, otros por su inteligencia teórica; unos, son más capaces para un cierto tipo de tareas, y otros, para otras, y esto sin contar con los dones sobrenaturales que todos hemos recibido, comenzando con el don de la filiación divina, recibido en el Bautismo, siguiendo con el don del Espíritu Santo, recibido en la Confirmación, continuando luego con las innumerables gracias actuales, habituales, de estado, y de todo tipo, que continuamente recibimos, y todo esto sin tener en cuenta la gracia del perdón divino en cada confesión sacramental, y el océano infinito de gracias recibidos en cada comunión sacramental. Nadie puede decir: "No tengo talentos", porque todos hemos recibido alguno y más que alguno, varios, y si no los ponemos a rendir, es porque sencillamente no queremos.

Con respecto a los talentos naturales, como la inteligencia, la voluntad, la memoria, o las distintas capacidades manuales, no quiere decir que serán estos los que salvarán a nuestros hermanos, pero sí es cierto que, a través de ellos, la gracia de Dios actúa, multiplicándolos cientos de miles de veces, para que sí sean útiles. Si no crecemos en la santidad, si no avanzamos en el camino del crecimiento espiritual, es porque no hacemos uso de nuestros talentos. Esto perjudica no solo a nuestra propia vida espiritual, sino a la de todo el Cuerpo Místico, es decir, a toda la Iglesia.

La parábola de los talentos va dirigida entonces a hacernos tomar conciencia de esta realidad: que somos poseedores de muchos dones y virtudes, y que es necesario, para nuestra salvación y la de los demás, activarlos y hacerlos producir. Si el mundo está sumergido en el mal y en la oscuridad, si el mal avanza incontrolable sobre los cristianos y la misma Iglesia, es porque muchos, muchísimos cristianos, ni siquiera saben cuáles son sus propias capacidades, dones, virtudes, talentos, y así, sin saber qué es lo que pueden hacer, no los utilizan.

Pero el problema actual en la Iglesia no radica únicamente en que los cristianos no han puesto sus talentos al servicio de Dios y su Iglesia, sino que, en una muestra de iniquidad que asienta en el corazón inficionado por el pecado original, y que tiene sus antecedentes en la traición de Judas Iscariote, los han usado y hecho fructificar en el mal, en un sentido radicalmente inverso al del Reino de Dios.

¿Cuántos cristianos, haciendo mal uso de sus talentos, cooperaron, con sus inteligencias, voluntades, esfuerzos, tiempo, dinero, para proponer, redactar, aprobar, llevar a la práctica, la ley del divorcio, la ley del homomonio? ¿Y cuántos son los que se esfuerzan, con todas sus capacidades, para sacar adelante las leyes criminales del aborto y la eutanasia?

¿Cuántos cristianos, enterrando los talentos de la Fe, la Esperanza y la Caridad, recibidos en el bautismo, cooperan para que se escuche la música indecente, perversa, atea, como la cumbia y el cuarteto, el rock pesado, y muchos otros géneros musicales más?

¿Cuántos cristianos son los que utilizan sus inteligencias, sus voluntades, sus memorias, sus capacidades creativas, para que sean una triste realidad los espectáculos inmorales de teatro y de televisión?

¿Cuántos cristianos, enterrando a más de diez metros bajo tierra los talentos del pudor, de la vergüenza y de la castidad, cooperan activamente, encendiendo el televisor o navegando en la red, para ver espectáculos que denigran la condición humana y ofenden gravemente la majestad de Dios?

¿Cuántos cristianos, que tienen el talento de saber leer, que tienen el talento de imaginar, que tienen el talento de pensar, en vez de utilizarlos para crecer espiritualmente, es decir, para leer libros que ayuden a la santidad, o en vez de usarlos para rezar meditativamente el Santo Rosario, o de tantas otras formas, los usan para ver televisión, para ver internet, para perjudicar al prójimo de alguna manera?

¿Cuántos cristianos, que tienen talento para asistir a los pobres, a los desvalidos, a los enfermos, por pereza y por ignorancia de lo que poseen, dejan morir a sus hermanos en el dolor, el abandono y el sufrimiento?

¿Cuántos cristianos, que tienen el talento de la pedagogía, dejan que niños y jóvenes crezcan sin conocer el Catecismo, porque no hay nadie que les enseñe?

¿Cuántos cristianos, que tienen el talento de ser hombres de política, es decir, de dedicarse a las cosas del bien común, permiten, por dejadez y por avaricia, que miles de hermanos suyos vivan hacinados en villas miserias?

"Siervo perezoso y malo, has desperdiciado tiempo y talento, no has sabido ni querido aprovechar los dones que te he dado, no puedes entrar en el Reino de los cielos. Te será quitado hasta lo que crees tener, y quedarás para siempre fuera del Reino de mi Padre, donde solo hay llanto y rechinar de dientes".

Si no queremos escuchar estas terribles palabras de Jesucristo en el día de nuestro juicio particular, nos revisemos a nosotros mismos, descubramos nuestros talentos, y pongámoslos al servicio de Cristo y de su Iglesia. Sólo de esta manera entraremos en el Reino de los cielos.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Donde se reúnen los buitres allí está el cuerpo



“Donde se reúnen los buitres allí está el cuerpo” (cfr. Lc 17, 26-37). Jesús usa la imagen de los buitres que se acercan a un cuerpo muerto, para indicar al Anticristo, el cual se hará presente al fin de los tiempos: los buitres son animales carroñeros, y su cercanía indica la presencia de un cuerpo en descomposición. El Anticristo es como un cuerpo muerto, fétido, en descomposición, al cual le afloran las miasmas y la podredumbre, porque se encuentra privado de la gracia de Dios, y por eso es señalado como Jesús como cuerpo rodeado de buitres. Estos, los buitres, indican a su vez a aquellos que se han dejado seducir y marcar con la marca de la bestia, y siguen sus mandamientos, el primero de los cuales es: “haz lo que quieras”.

Allí, donde esté el Anticristo, estarán cerca suyo los buitres, es decir, los hombres que libremente decidieron por el mal, en contra de Dios y sus Mandamientos.

Pero así como al Anticristo le siguen los buitres, así a Cristo le siguen las águilas, animal noble que, en su majestuoso vuelo hacia el sol, puede ser figura de los discípulos de Cristo, y por lo mismo, en contraposición, y parafraseando a Jesús, podemos decir que “donde se reúnen las águilas, allí está el Cuerpo”, es decir, donde está el Cuerpo de Cristo resucitado, la Eucaristía, ahí hay almas adorando, puesto que las águilas son las almas amantes de Cristo Eucaristía.

martes, 8 de noviembre de 2011

Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, pero vuestras pasiones desenfrenadas lo han convertido en un establo


“No conviertan en un mercado la casa de mi Padre” (Jn 2, 13-22). Los mercaderes, introduciendo en el atrio a sus animales, y colocando los cambistas sus mesas de dinero, habían convertido el templo, casa de oración, en un mercado, y es esta perversión de la finalidad original y única del templo, lo que enciende la ira de Jesús.

Esta ira no se debe a la suciedad de los excrementos de los animales, ni a su mal olor, que convierte el templo en algo parecido a un establo, ni tampoco se debe a que los cambistas con sus mesas ocupan el lugar de tránsito de los fieles: la ira de Jesús se debe a que los animales y el dinero representan los amores de los hombres, que han desplazado de sus corazones al Dios verdadero, para dedicarse a cosas de la tierra.

Pero no son los judíos los únicos en profanar el templo de Dios. También los cristianos lo hacen, día a día, desde el momento en que el cuerpo de los bautizados, en virtud precisamente del bautismo sacramental, es templo del Espíritu Santo, según San Pablo: “Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo” (1 Cor 6, 19), pero los bautizados, habiendo derribado el árbol de la fe, han perdido la esperanza y la caridad, y se han vuelto a los placeres del mundo.

Los animales de los mercaderes y el dinero de los cambistas representan los amores impuros de muchos cristianos, las pasiones desenfrenadas por efecto de la lujuria, y el amor desordenado al dinero, por efecto de la avaricia, las cuales desplazan del centro del corazón al Dios Verdadero.


“Mi casa es casa de oración; habéis convertido el templo de mi Padre en una cueva de ladrones”, les dice Jesús a los judíos, dando rienda suelta a su ira.

“Vuestro cuerpo es mi templo, en donde debería resplandecer la luz de la gracia y al que deberían aromar los perfumes de la castidad y de la pureza”, les dice el Espíritu Santo a muchos cristianos, “y lo habéis convertido en cambio en establo de bestias, dando rienda suelta a vuestras pasiones desenfrenadas, llenándolo de su nauseabundo olor; vuestro cuerpo es mi templo, y vuestro corazón es mi sagrario, que debería atesorar el más grande tesoro del hombre, la Eucaristía, y lo habéis convertido en cambio en una repugnante alcancía en donde depositáis el ídolo al que le habéis dado el corazón, el dinero”.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Si tu prójimo te ofende siete veces, perdónalo siete veces



“Si te ofende siete veces al día, perdona siete veces” (cfr. Lc 17. 1-6). Para la numerología hebrea, el número siete es signo de plenitud y perfección, por lo tanto, el hecho de que el cristiano tenga que perdonar siete veces en el día, no indica la cantidad exacta de siete veces, sino que significa “siempre”. En otras palabras, el cristiano debe perdonar “siempre” al prójimo que lo ofende, sin importar la cantidad matemática de veces que tenga que hacerlo.

Debido a que el otro significado del siete es la perfección, el perdón que el cristiano debe dar a su prójimo, es un perdón “perfecto”, el cual no puede ser dado, de ninguna manera, con las solas fuerzas humanas, o por motivos humanos.

De esta manera, el perdón cristiano no se basa en la buena voluntad del hombre, ni se puede alcanzar con las fuerzas humanas: el perdón perfecto que el cristiano está llamado a dar a su prójimo, se origina en lo alto, en el perdón que Dios Padre otorga a cada alma desde la cruz.

Por lo tanto, si el cristiano quiere perdonar según el mandato de Cristo, debe elevar su vista a la cruz y contemplarlo a Jesús crucificado, porque es en la cruz en donde Jesús perdona a todos y cada uno de los hombres, con un perdón infinito, conseguido al precio de su vida y de su sangre.

Este es el motivo por el cual el cristiano no puede negarse a perdonar a su prójimo, so pena de apartarse de Dios si se niega al perdón. Es decir, si Dios nos perdona al precio de la vida de su Hijo, no tenemos ninguna excusa para no perdonar a nuestro prójimo, independientemente de la ofensa que éste pueda habernos hecho.

El perdón del cristiano no se basa ni en el paso del tiempo, ni en la buena voluntad del hombre: brota de la cruz, donde él mismo fue perdonado por el Hombre-Dios, y es el perdón que está llamado a dar a su prójimo.

Si recibió un perdón de valor infinito, sin medida, de ninguna manera puede estar condicionando su perdón a la magnitud de la ofensa del prójimo, pues de esa manera, estaría midiendo el perdón con la medida de su propia y mezquina voluntad, cuando la medida del perdón cristiano es el perdón infinito recibido por cada uno desde la cruz.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Las lámparas encendidas representan las buenas obras ofrecidas a Cristo, Esposo del alma





“El Reino de Dios es como diez doncellas que salieron a esperar al esposo con sus lámparas… cinco eran sabias y cinco eran necias” (cfr. Mt 25, 1-13). Para graficar el Reino de Dios, Jesús utiliza una costumbre hebrea para el matrimonio, como lo era el esperar al esposo con diez doncellas. En este caso, el esposo llega tarde a sus nupcias, por lo que se hace necesario que las doncellas posean lámparas, para alumbrar el camino.

Cada elemento de la parábola, tiene un significado sobrenatural: el esposo es Jesucristo, puesto que Él es Dios que, por la Encarnación, se une en desposorios místicos a la humanidad, a cada alma humana; en el contexto de la parábola, puesto que viene sin pompas, indica que esta “venida” del esposo, prefigura el momento de la muerte de cada uno[1], aunque también puede significar la venida de Jesucristo en el Día del Juicio Final, como Juez del mundo; las vírgenes con sus lámparas, tanto las necias como las prudentes, representan a los bautizados; el aceite, que permite la luz, es la gracia, que concede la luz de la fe sobrenatural en Cristo: así como las lámparas encendidas de las vírgenes prudentes les permiten ver el camino por donde viene el esposo, así la luz de la fe permite al alma reconocer el Camino al cielo que es Jesucristo; la noche es la historia personal de cada uno, en el momento de pasar de esta vida a la otra, o también la historia de la humanidad, en el Último Día: tanto en uno como en otro, Jesucristo llega como el Esposo que iluminará al alma, señalando el fin de la noche y el inicio de las fiestas eternas en el cielo; las vírgenes prudentes son las que, movidas por la gracia y la fe, obraron buenas obras e iluminaron el mundo con el amor de Dios, según la frase de Jesús: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 14); la fiesta que comienza cuando el esposo entra en el salón, acompañado de las vírgenes prudentes, para encontrar a su esposa, mientras deja afuera a las vírgenes necias, significa la feliz eternidad, la eternidad de alegría, de amor y de paz, que comienza cuando el alma, traspasando los umbrales de la muerte, se encuentra cara a cara con Jesucristo, recibiendo de Él su abrazo, su paz y su amor, introduciéndola al mismo tiempo en el Reino de los cielos; las vírgenes necias, aquellas que no supieron alumbrar el camino, permanecen, por el contrario, fuera de la fiesta, en la oscuridad, sin la compañía del esposo, y sin la alegría que esto supone: representan a las almas que, habiendo recibido la gracia del bautismo, no perseveraron en la gracia, murieron a la vida de la gracia por el pecado mortal, no alumbraron el mundo con la luz de la fe, y al momento de la muerte, se encuentran con un corazón endurecido hacia Dios, envuelto en la oscuridad, lleno de odio a Dios y a los hombres, y por lo tanto, imposibilitadas de entrar en el Reino de los cielos, en donde sólo hay amor eterno, infinito, a Dios, a los ángeles y a los santos.

En la parábola, un elemento común a las diez vírgenes, tanto las prudentes como las necias, es que se duermen; la diferencia está en que, mientras las prudentes fueron precavidas y compraron aceite, las necias no lo hicieron, y cuando el esposo llega de improviso, es ya tarde para comprar el aceite. Este adormecimiento, significa el momento de la muerte de cada uno, y la llegada repentina del esposo, significa que nadie sabe el momento de la muerte, sólo Dios, de ahí la advertencia de Jesús: “Velad, porque no sabéis ni el día ni la hora”. Nadie sabe cuándo será el momento de su propia muerte, y por eso debemos estar preparados, como las vírgenes prudentes, para que cuando nos durmamos, es decir, para cuando muramos a esta vida, y llegue el Esposo, Jesucristo, nos encuentre con nuestras lámparas encendidas, es decir, con obras buenas para presentarle.

Las lámparas encendidas simbolizan al alma que, en estado de gracia, y movida por la fe en Jesucristo, obra las obras de misericordia, corporales y espirituales -dar de comer al hambriento; dar de beber al sediento; dar posada al peregrino; vestir al desnudo; visitar al enfermo; socorrer a los presos; enterrar a los muertos; enseñar al que no sabe; dar buen consejo al que lo necesita; corregir al que está en error; perdonar las injurias; consolar al triste; sufrir con paciencia los defectos de los demás; rogar a Dios por vivos y difuntos-, y así alumbra el mundo con la luz de Cristo, y al llegar el momento de su muerte, puede presentarle a Cristo las obras de la luz.

Las lámparas apagadas, por el contrario, representan a los católicos tibios, y también a los malos, que no se destacan por ninguna obra buena, ni corporal ni espiritual, porque están ocupados y absorbidos por las cosas inútiles del mundo. Así, tal vez puedan ser eruditos en cosas de la tierra y en sabiduría humana, pero nada saben de las cosas del cielo, aunque también pueden ser ignorantes en las cosas humanas, y también ignorantes de la Sabiduría divina.

Las lámparas apagadas representan a aquellos cristianos que piensan que lo que aprendieron en el Catecismo de Primera Comunión y de Confirmación era solo una instrucción religiosa necesaria para esa edad, pero que no les sirve para nada en la vida de todos los días. Las lámparas apagadas de las vírgenes necias representan a todo aquel que prefiere ver la televisión a rezar el Rosario; a jugar al fútbol o a practicar cualquier deporte el domingo, en vez de asistir a Misa; representan a los cristianos que, dejando al Dios del sagrario de lado, porque lo consideran como si no tuviera vida, se inclinan a otros dioses falsos, como la política, el deporte, el cine, la televisión, los videojuegos, etc., y así, transcurren sus vidas aletargados, sin vida espiritual, sin oración, sin comunión sacramental, sin confesión sacramental, y sin obras buenas, y cuando llega el Esposo de las almas, es decir, Jesucristo, se encuentran con las manos vacías. Se encuentran cara a cara con Jesucristo, que en ese momento ya no es más Dios de Misericordia infinita, sino Dios de Justicia infinita, y frente a este Dios, no les sirve da nada, para su juicio particular, el haber ganado un concurso de preguntas y respuestas por televisión, el saber la historia de los campeones de la Copa Libertadores, el saber la última tendencia de la moda, el saber la última novedad en tecnología, el saber la evolución de los mercados financieros, el saber la vida del vecino. Nada de esto servirá ante Dios, sino la conciencia limpia y tranquila por haber obrado el bien, las obras de misericordia corporales y espirituales. Quien no presente, al momento de morir, obras de amor, quedará fuera del Reino de Dios, en las tinieblas, en donde sólo hay llanto y rechinar de dientes, para toda la eternidad.

“El Reino de Dios es como diez doncellas que salieron a esperar al esposo con sus lámparas… cinco eran sabias y cinco eran necias (…) vigilad, porque no sabéis ni el día ni la hora”. Todos estamos representados en estas vírgenes que esperan al esposo; de cada uno depende cómo encontrará Jesucristo nuestra lámpara, en el día de nuestra muerte: si con luz, o apagada.


[1] Cfr. Orchard B. et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, 459.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

La alegría de los ángeles es ver a los hombres convertidos



“Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión” (cfr. Lc 15, 1-10).

En el cielo, los ángeles se alegran por los pecadores que se convierten, porque un pecador arrepentido ha detenido los pasos que lo conducían a la perdición eterna de su alma, al tiempo que ha comenzado a caminar el camino de la cruz, el que lo conduce a la feliz eternidad.

Lo que queda de manifiesto en esta realidad sobrenatural descripta por Jesús, es la superficialidad de las alegrías del hombre: mientras los ángeles se alegran por un motivo sobrenatural y espiritual, que es la conversión de un alma, en la tierra los hombres nos alegramos por cosas banales, como un partido de fútbol, una carrera, una adquisición de un bien material, o cosas por el estilo, todas pasajeras y superficiales, mientras que nos deja indiferentes el destino eterno de cientos de miles de prójimos que, día a día, se dirigen al abismo por el sendero de la perdición. En otras palabras, nos alegramos porque gana un equipo de fútbol, pero no nos preocupa en lo más mínimo el destino de eternidad de nuestros prójimos.

No significa que no podamos alegrarnos por las pequeñas cosas de cada día, porque la alegría forma parte esencial del mensaje cristiano, pero sí es cierto que no podemos alegrarnos por cosas banales, mientras que al mismo tiempo nos despreocupamos por las cosas verdaderamente importantes, como la salvación del prójimo.

Lo que tendríamos que hacer, para poseer la verdadera alegría, es rezar y hacer sacrificios por su conversión.

Sólo así tendremos y viviremos la verdadera alegría, la alegría de los ángeles, la alegría de ver que alguien más ha despertado a la vida de la fe, y ha comenzado a contemplar, a amar, a alabar y a adorar a Dios Uno y Trino.

martes, 1 de noviembre de 2011

Conmemoración de todos los fieles difuntos



Jesús nos va a preparar un lugar, y el camino para seguirlo a ese lugar, que es el Reino del Padre, es Él mismo: Él en la cruz, Él en la Eucaristía, es el Camino para llegar al cielo (cfr. Jn 14, 1-6).

Esta verdad, que nosotros repetimos “casi de memoria”, es algo que es realidad para los fieles difuntos: ellos ya pasaron por el trance de la muerte, cerraron sus ojos, los ojos del cuerpo, a esta vida, y abrieron los ojos del espíritu, a la vida eterna. Para ellos la vida eterna es una realidad palpable y tangible, y no un “algo” futuro que apenas alcanzamos a intuir, pero que no sabemos bien de qué se trata.

Los difuntos, a quienes conmemoramos hoy, han atravesado ya el umbral de la muerte, han abierto sus ojos en la otra vida, y han encontrado a Cristo, cara a cara. Para ellos ya no hay dudas de fe, como tampoco las habrá para nosotros, desde el momento mismo de nuestra muerte. Para los fieles difuntos, toda la vida eterna se presenta como un cristal diáfano y transparente, en el cual ya no pueden dudar de nada: ni de Dios Uno y Trino, ni de Jesucristo como Hombre-Dios, ni de la Virgen, ni de la cruz como camino para alcanzar la vida eterna.

Por este motivo, la conmemoración de los seres queridos difuntos no se debe detener en una visión parcializada, que es el recuerdo cargado de afecto y de nostalgia, pues eso de poco y nada nos sirve para nuestro paso a la vida eterna.

Al recordarlos, debemos tener presente que ellos ya atravesaron un umbral, el de la muerte, que es el umbral que nosotros atravesaremos en algún momento, algunos antes y otros después, pero todos habremos de atravesarlo, es decir, todos hemos de morir. También nosotros pasaremos por lo que ellos ya pasaron, y para eso debemos prepararnos.

Recordar a los seres queridos difuntos no debe entonces quedarse en la nostalgia, sino en pensar en nuestra propia muerte, y cómo nos preparamos para la misma, porque lo único seguro que tenemos en esta vida, es que vamos a morir.

El mensaje que nos dejan nuestros seres queridos al morir es este: “No creas que esta vida es para siempre, ya que se termina en poco tiempo. Prepárate para bien morir, para que puedas entrar a la feliz eternidad”.

Y el bien morir, es morir caminando por el único Camino que conduce al Padre, Cristo en la cruz y en la Eucaristía.