miércoles, 28 de diciembre de 2011

Miércoles de la infraoctava de Navidad 2011 Santos Inocentes


            El Niño Dios, luego de ser arropado y alimentado por María Santísima, es colocado por Ella en la cuna del pesebre, y desde allí, abre sus brazos a quien se le acerca, como signo del perdón, del amor y de la misericordia de un Dios que no duda en venir a este mundo como niño, para que nadie tema acercársele. En efecto, ¿quién puede tener temor de un niño recién nacido? ¿Quién puede dudar que un niño recién nacido sólo alberga en sí mismo amor y ternura? Desde una cuna, Dios abre sus brazos de niño, para que el hombre no dude de su amor y de su perdón, para que el hombre no tenga temor en acercársele.
            Y ese mismo Niño, que abre sus brazos en el pesebre, es el mismo que, ya adulto, abrirá sus brazos en la Cruz, para abrazar a todos los hombres, para dar a todos el perdón, la paz, la vida de Dios, cuando su Corazón sea traspasado por la lanza. El mismo Dios que viene como Niño en Belén, para darnos su perdón y su amor, es el mismo Dios que viene como un hombre fracasado y derrotado en el Calvario, para darnos su perdón y su amor. Dios viene a nosotros como un hombre que ha sido vencido, para que nadie dude de su intención de perdonar y de darnos su Amor. En efecto, ¿quién puede tener temor en acercarse a un hombre crucificado y muerto, como está el Hombre-Dios en la Cruz? ¿Quién puede dudar del perdón de Dios, cuando Dios deja que lo crucifiquen? ¿Quién puede dudar del Amor de Dios, cuando Dios deja que traspasen su Corazón, que ya ha dejado de latir en su Cuerpo muerto, y deja que lo traspasen, para que broten las fuentes del perdón, el Agua y la Sangre que son los sacramentos de la Iglesia, por los cuales Dios perdona al hombre, lo regenera, le da nueva vida, su propia vida, y le comunica su amor?
            Dios viene como Niño recién nacido para darnos su perdón y su Amor; Dios viene como un hombre fracasado, vencido y derrotado en la Cruz, para darnos su perdón y su Amor, y sin embargo los hombres responden con saña feroz, con violencia inaudita, con furia inhumana, descargando sobre su Humanidad santísima salivazos, golpes, puñetazos, puntapiés, latigazos, tantos y tan feroces, que asombran a los ángeles del cielo, y no contentos con esto, no contentos con el pasmoso espectáculo del Hombre-Dios flagelado y coronado de espinas, piden su crucifixión.
     El odio deicida de los hombres se manifiesta ya, tempranamente, en la matanza de los Santos Inocentes, quienes son sacrificados por el hecho de poseer la misma edad del Salvador en ese momento.
          La misma matanza se repite hoy, con el genocidio del aborto, es decir, con la eliminación física de niños en el seno materno, pero también se comete genocidio espiritual a través de los medios de comunicación, que difunden una cultura materialista, atea y hedonista, que daña con daño irreparable los corazones inocentes de los niños.
            El asesinato, por parte de Herodes, de los Santos Inocentes; el genocidio físico del aborto y el genocidio espiritual de la moderna cultura atea y materialista por parte de los modernos Herodes, no se deben a meras pasiones humanas: se trata del odio deicida que, originándose en el ángel caído, se propaga como mortífera peste al corazón del hombre.
            Al contemplar la apacible figura del Niño de Belén, no olvidemos que nos encontramos inmersos en la tremenda batalla iniciada en el Cielo, entre el bien y el mal, entre Dios y Lucifer, entre los ángeles de luz, al servicio de Dios, y los ángeles de las tinieblas, al servicio del demonio, y que si bien hemos contribuido con nuestros pecados al deicidio del Hombre-Dios, es nuestro deber oponernos, con nuestro testimonio cristiano, a la matanza de los inocentes de nuestros días, llevada a cabo por el aborto y la permisividad atea.

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