martes, 29 de marzo de 2011

He venido a dar la plenitud de la ley, la vida de la gracia

He venido a dar la plenitud de la ley,

la vida de la gracia

“No he venido a abolir. He venido a dar la plenitud de la ley, la gracia” (cfr. Mt 5, 17-19). Frente a quienes lo acusan a Jesús de quebrantar la ley de Moisés Jesús les aclara que “no ha venido a abolir la ley, sino a dar cumplimiento”.

La Ley Antigua era sólo figura de la Nueva Ley, la ley de la gracia, la cual actúa en el interior del hombre, en lo más profundo de su ser. La Antigua Ley se limitaba a señalar la falta, el pecado, la transgresión, pero era incapaz de reparar y de sanar el interior del hombre, y es esto lo que hace precisamente la Nueva Ley, la ley de la gracia.

La gracia, donada por Cristo desde la cruz, desde su Corazón traspasado, obra en el interior del hombre, no solamente borrando el pecado y sanando las heridas y las secuelas que el pecado deja en el espíritu, sino también, y principalmente, donando al hombre un principio nuevo de ser y de obrar, la vida divina. A partir de Cristo y de la Ley Nueva, el hombre, que recibe como don divino la gracia, es decir, la participación en la vida divina, no se guía más por el principio natural de ser, de vida y de obrar, sino por el principio sobrenatural transmitido y comunicado por la gracia, que es la participación en la vida divina.

Antes, la Ley Antigua se limitaba a observar lo malo, y a dar normas de comportamiento que regulaban la conducta externa, pero que de ninguna manera tocaban el núcleo metafísico más profundo del hombre, su acto de ser, su actus essendi. A partir de Cristo, que dona su gracia, el interior más profundo y oculto del hombre, su acto de ser -es decir, aquella perfección que actualiza su esencia, que lo hace ser-, es tocado por la gracia, es modificado por esta, convirtiéndolo en una nueva creación, en un nuevo ser, porque ya no es más una simple criatura, sino un hijo de Dios por adopción. Cristo comunica de su filiación divina al hombre, y por eso éste ya no es más una simple criatura a partir del bautismo, sino un real y verdadero hijo de Dios, que participa de la vida de Dios Uno y Trino. Esto quiere decir que por la gracia, el hombre pasa a inhabitar en la Trinidad, y la Trinidad pasa a inhabitar en el hombre, recibiendo el hombre la comunicación más íntima de lo más íntimo de la divinidad, comunicación que es vida divina en su plenitud, y que por la gracia, que lo hace partícipe, se convierte en su principio vital.

Es como cuando se injerta un ramo prácticamente seco al tronco de la vid, pasando este a recibir toda la linfa vital de la vid, que lo hace revivir con una linfa nueva.

“No he venido a abolir. He venido a dar la plenitud de la ley, la gracia”. Esto explica la heroicidad de las virtudes de los santos, realizadas en la comunión de vida y amor con la Trinidad; esto explica la valentía de los mártires, quienes enfrentan la muerte no con temor, sino con alegría, porque al morir sus vidas serán glorificadas con la plenitud de la gloria, gloria que llevan en germen en sus corazones por la gracia.

La plenitud de la Ley Nueva de la gracia hace que el testimonio de Dios sea mucho más difícil para el cristiano, que lo que era para el israelita con la Antigua Ley: el sólo hecho de enojarse con el prójimo, merece ya la condena en el infierno; la sola mirada impura consentida, se convierte en pecado mortal; el sólo hecho de no perdonar al prójimo, cierra para siempre las puertas del cielo.

Pero la plenitud es también plenitud en sentido positivo: si en la Ley Antigua la sangre de machos cabríos no podía perdonar los pecados, en la Ley Nueva, la sangre del Cordero de Dios quita los pecados, y no solo esto, sino que concede la vida nueva de la gracia, la participación en la vida divina de Dios Uno y Trino, y es en esta participación en la vida de la Trinidad, por la fe y por la gracia en esta vida, y por la unión beatífica en la otra, en lo que consiste la majestuosa grandiosidad de la Ley Nueva.

Perdona siempre, para siempre

El hijo pródigo
(Rembrandt)
El padre abrazando al hijo pródigo
es la imagen del Amor misericordioso
de Dios
que por la muerte en cruz de Jesús
perdona al alma en la confesión sacramental.
Éste es el fundamento del perdón del cristiano
a su enemigo

“Perdona siempre para siempre”. Tal vez así podríamos resumir el mandato de Jesús de perdonar “setenta veces siete” (cfr. Mt 18, 21-35). Es quizás en este mandato, más que en el primero –amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo-, en donde el cristianismo se revela como religión de origen divino y por lo tanto la verdadera y única religión. Por que en el mandato de amar a Dios y al prójimo se especifica lo que es una tendencia natural en el ser humano: en todo ser humano está inscripta la tendencia a amar, tanto a Dios como al prójimo.

Es verdad que Jesús le agrega el hecho de amar como Él lo hizo, hasta la muerte de cruz, pero es la sobrenaturalización de una tendencia natural. En cambio, en el mandato de perdonar a quienes nos ofenden y aún más, amar a quienes son, por algún motivo, nuestros enemigos, el cristianismo se presenta como una religión que va más allá –jamás en contra, sino más allá- de las tendencias naturales. Perdonar a quien nos ofende, siempre y para siempre –setenta veces siete- es un mandato de origen divino, porque va más allá de nuestras fuerzas naturales.

Por naturaleza, tendemos a perdonar –si es que perdonamos-, una o dos o un poco más de veces, pero nunca siempre. Tenemos la tendencia más bien a la ley del Talión: ojo por ojo y diente por diente, antes que a perdonar a nuestros enemigos la ofensa permanente.

Cumplir este mandato es imposible humanamente, porque excede nuestras fuerzas. Pero Jesús no manda lo imposible: si manda, da la fuerza necesaria para cumplir lo que manda.

Nos sirve de modelo y ejemplo desde la cruz, ya que Él mismo perdona la ofensa e injuria más grande que puede hacerse a un hombre, como es el de quitarle la vida: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34), es una de las palabras pronunciadas desde la cruz. Y si Jesús lo dice y lo hace, eso mismo debe decir y hacer el cristiano, si es que quiere llevar ese nombre en verdad y no solo nominalmente.

Es decir que cuando Jesús nos manda perdonar a nuestros enemigos, nos está diciendo en realidad que lo imitemos a Él, que desde la cruz perdonó a quienes le quitaban la vida. Pero quienes le quitaban la vida no eran solo aquellos que materialmente ejecutaban la crucifixión, sino que, en realidad, quienes le quitaron la vida en la cruz fuimos todos los seres humanos, con nuestros pecados. Fueron nuestros pecados los que le provocaron la angustia mortal en el Huerto y fueron nuestros pecados los que llevaron a la justicia divina a considerarlo culpable, siendo Él inocente, el Cordero sin mancha. Entonces, desde la cruz, Jesús nos perdona a cada uno de nosotros, con un perdón y una misericordia infinitas, de ahí que el cristiano, que recibe misericordia y perdón infinitos desde la cruz por parte del Hombre-Dios, no tenga excusas para no perdonar siempre y para siempre al prójimo que lo ofende. Jesús, perdonándonos desde la cruz, es nuestro modelo de perdón para nuestros enemigos. Pero no es solo modelo, sino fuente y manantial de misericordia divina, la única que nos permite perdonar no con nuestras fuerzas, sino con la fuerza del Amor divino.

No nuestras fuerzas, sino solo el Amor de Dios que late en el Sagrado Corazón puede darnos fuerzas para perdonar a nuestros enemigos –ya sean personales, o a los enemigos de la Patria o a los enemigos de Dios- como el mismo Sagrado Corazón nos perdonó. Y a ese Sagrado Corazón lo recibimos, vivo y resucitado, latiendo con toda la fuerza del Amor divino, en cada comunión eucarística y es en la unión espiritual con el Sagrado Corazón, es en la fusión del alma con el fuego del Amor de Dios que late en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, con el cual podemos perdonar a nuestros enemigos siempre y para siempre.

domingo, 27 de marzo de 2011

No basta con ser bautizado en la Iglesia Católica para entrar en el Reino de los cielos


“Ningún profeta es bien recibido en su tierra” (cfr. Lc 4, 24-30). Jesús les hace ver a los fariseos que los favores de Dios no dependen de que ellos formen parte del Pueblo Elegido: cita a dos casos en los que Dios obra prodigios con los paganos, y no con ellos, que son el Pueblo de Yahvéh. Un primer caso, es el de la viuda de Sarepta, en Sidón, a quien le es enviado el profeta Elías, por medio del cual cesan la sequía y las hambrunas. El otro caso, es el del rey sirio Naamán, quien es curado milagrosamente de su lepra por Eliseo.

Jesús trae a la memoria estos dos casos, para hacerles ver a los judíos que no basta la mera pertenencia al Pueblo Elegido para ser tratado con favor por Dios. Los judíos, instruidos por la secta de los fariseos, pensaban que bastaba con profesar la religión judía, para tener inmediatamente garantizado un trato preferencial con Dios; por lo tanto, bastaba un cumplimiento meramente extrínseco de la religión, es decir, bastaba con practicar exteriormente las prácticas externas de piedad, para tener la seguridad de que Dios era favorable, sin importar la misericordia, la compasión, el amor fraterno.

No en vano Jesús les reprocha a los fariseos que “cuelan el mosquito”, pero al mismo tiempo “tragan el camello” (cfr. Mt 23, 25), queriéndoles hacer ver que, mientras son escrupulosos para cumplir un precepto externo de la ley, como el filtrar el agua para las abluciones, de modo que no hayan mosquitos en ella, al mismo tiempo, cometen interiormente el pecado de codicia y de gula, al comer el camello, lo cual significa un banquete desproporcionadamente grande.

Jesús deja bien en claro que la Ley Antigua, que miraba al cumplimiento exterior principalmente, es abolida, para dar lugar a la Ley Nueva, la ley de la gracia, que obra en el interior del hombre, y les hace ver que no basta con una mera pertenencia exterior al Pueblo Elegido para ser grato a Dios: Dios no envió a los israelitas ni a Elías ni a Eliseo, sino a paganos, que respondieron con un corazón abierto y generoso.

Lo mismo puede suceder a los bautizados en la Iglesia Católica: pensar que basta con ser bautizados, con hacer la comunión y la confirmación, para ser grato a Dios, sin importar el cambio de corazón, ni la práctica de los sacramentos.

De hecho, es el pensamiento de la inmensa mayoría de niños y jóvenes, que luego son los adultos que continúan con el mismo pensamiento: una vez finalizada la Comunión y el catecismo para la Confirmación, desaparecen de la Iglesia, creyendo que basta esta pertenencia para entrar al Reino de los cielos, sin importar ni la conversión ni las buenas obras.

Para estos tales, bien les vendría recordar las palabras de Jesús: “los últimos serán los primeros, y los primeros serán los últimos”. Puede suceder que, en el Último Día, los primeros, es decir, los bautizados, que recibieron todas las muestras de amor por parte de Dios –fueron bautizados, hicieron la comunión, la confirmación, recibieron la doctrina cristiana-, se vean fuera del Reino de los cielos, mientras que los últimos, es decir, los paganos, los que no conocieron el cristianismo, los que no recibieron el bautismo, ni la comunión, ni la confirmación, ni la doctrina cristiana, sean los primeros en entrar en el cielo.

sábado, 26 de marzo de 2011

La Eucaristía es la Fuente de agua viva, en donde el hombre sacia su sed de felicidad, de alegría, de paz, de Dios

Jesús junto a la samaritana
en el Pozo de Jacob

“El que beba del agua que Yo le daré, nunca más tendrá sed” (cfr. Jn 4, 5-42). Jesús, cansado por el sol del mediodía, y por las largas caminatas realizadas anunciando la Buena Noticia, siente sed, y se acerca al pozo de Jacob. Estando sentado Él, se acerca una mujer samaritana a sacar agua. Jesús le pide agua, iniciando así el diálogo.

El episodio del Evangelio inicia con el contraste sed-agua: Jesús tiene sed, la samaritana está por sacar agua del pozo, con la cual puede calmar la sed de Jesús. Pero en el diálogo que se sigue, Jesús se manifiesta como la Fuente de Agua viva, que sacia para siempre la sed del hombre, no la sed corporal, la sed que sobreviene como consecuencia de la fatiga, y que se sacia con el agua de un pozo: la sed que sacia Jesús, con el agua que Él da de beber –“el que beba del agua que Yo le daré nunca tendrá sed”-, es la sed de Dios que tiene todo hombre, y el agua que sacia esta sed es la gracia, la vida misma de la divinidad.

El agua entonces, tiene un significado espiritual. ¿Cuál es el significado espiritual del agua? Por un lado, podemos decir que el agua es símbolo de la gracia, y puesto que Jesús es Dios, su Corazón es Fuente Increada de gracia; el Corazón de Jesús es la fuente y el manantial de donde brota del agua que da la vida eterna, que es la gracia, y es por esto que quien beba del agua que Él dará, no tendrá más sed, porque la sed de Dios que tiene toda alma, la sed de la divinidad que todo hombre tiene, porque ha sido creado por Dios para Dios, se sacia con la gracia divina que brota del Corazón de Jesús.

Por otro lado, el agua es símbolo del Espíritu Santo[1], el cual procede del Corazón de Jesús, porque Él, en cuanto Hombre, también es espirador del Espíritu, junto al Padre.

El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, del corazón único del Padre y del Hijo; un corazón que da y recibe eternamente, del Padre al Hijo, un aliento de vida y de amor, que sopla de uno a otro y sale de ambos; este Corazón late con potencia infinita en el ardor supremo del afecto y del amor divino, con la llama flameante de una infinita hoguera de amor. Hay una emanación, una corriente del amor, en la que se derraman el Padre y el Hijo y transfunden su ser en el Espíritu Santo. Por esto se simboliza el Espíritu Santo con el impetuoso soplo de viento, que ingresa haciendo estremecer a los Apóstoles en Pentecostés, y como lenguas de fuego, que flotaban sobre las cabezas de los Apóstoles (cfr. Hch 2, 2-3); por esto se compara a Jesús con una fuente burbujeante de agua viva (cfr. Jn 7, 38-39)[2].

San Juan Crisóstomo representa al Espíritu Santo como el agua saliendo de una fuente, según se dice del Paraíso: “Un río salía del lugar de delicias” (Gn 2, 10), es decir, sale, brota, del Corazón de Jesús: el río que brota, es el Espíritu Santo; el “lugar de delicias”, de donde brota ese manantial de agua viva, es el Corazón de Jesús. Dice San Juan Crisóstomo que esto se prueba con las palabras de Jesús: “Del seno de aquel que cree en Mí, manarán ríos de agua viva, a lo que el evangelista añade: Esto lo dijo por el Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en Él”[3].

También Dios Padre es la fuente de agua viva según las palabras de Jeremías: “Me han abandonado, a mí, la fuente de aguas vivas”. Dios Padre es la fuente de aguas vivas, de donde procede el Espíritu Santo. Dice San Juan Crisóstomo: “El Espíritu Santo (procede de Dios Padre), como el agua de la fuente”.

Al decir que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, se expresa que no solamente en general tiene en ellos su origen, sino que este origen se verifica precisamente por vía de un potente movimiento hacia fuera, movimiento que se realiza en la emanación del amor del Padre y del Hijo y en la entrega que éstos hacen de su vida al Espíritu Santo[4].

Hoy el hombre, en vez de saciar su sed de gloria, de paz, de alegría, de felicidad, que es en el fondo sed de Dios, en donde se encuentra toda la alegría y todo el bien que el hombre busca, intenta saciar su sed en las miasmas pútridas del materialismo, del ateísmo, del gnosticismo, del hedonismo.

El hombre agoniza de sed, luego de haberse extraviado en el desierto del mundo, bajo el calor agobiante del sol oscuro del infierno, el demonio, y en vez de buscar satisfacer su sed en el oasis de agua pura, límpida y cristalina que brota del Corazón abierto de Jesús en la cruz, la gracia divina, se vuelve con desesperación hacia las aguas pestilentes, servidas, cloacales, del poder, de la fama mundana, del dinero, del sexo, de la lujuria, de la avaricia, del egoísmo, del odio contra el prójimo.

Jesús repite la amarga queja: “Me han abandonado, a mí, la fuente de aguas vivas, y se han cavado cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua” (Jer 2, 13).

“El que beba del agua que Yo le daré, nunca más tendrá sed”. El episodio del evangelio gira en torno al agua material que calma la sed corporal, pero el sentido espiritual y sobrenatural es que es Jesús la Fuente de Gracia Increada, de quien brota la vida y la gracia divina que sacian la sed de Dios que tiene el alma humana.

La Eucaristía es la Fuente de agua viva, en donde tenemos que ir a saciar nuestra sed de felicidad, de alegría y de paz. No encontraremos felicidad, no saciaremos nuestra sed, en ningún otro lugar que no sea la Eucaristía.


[1] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 112.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 112.

[3] Cfr. Scheeben, ibidem, 112.

[4] Cfr. ibidem.

martes, 22 de marzo de 2011

He venido a dar la vida por ti, en la cruz, y continúo ofreciéndola por ti en la Eucaristía




“El Hijo del hombre ha venido a dar su vida en rescate por muchos” (cfr. Mt 20, 17-28). Jesús es Dios Hijo, es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se ha encarnado y ha asumido una naturaleza humana para entregarla al Padre en expiación de los pecados de los hombres.

Como consecuencia del pecado original y a la acción del demonio en los hombres, la humanidad en su conjunto, desde Adán y Eva, se encuentra separada de Dios Trino, y a medida que pasa el tiempo, esta separación se hace cada vez más profunda, y es para unir este abismo insondable, que separa a Dios y al hombre, que Jesucristo ha venido a donar su vida al mundo.

Muchos no parecen apreciar este don; para muchos, es solo una frase hueca, vacía, que no les dice nada, ya que la escuchan, y es como si nada significativo les dijera.

Sin embargo, el don de la vida humana de Dios encarnado es un don valiosísimo, demasiado grande, demasiado valioso, para ser apreciado por el hombre.

Dios Hijo ha venido a este mundo para dar su vida en rescate por todos nosotros. Puede suceder que los cristianos, de tanto escuchar esta verdad –prácticamente toda su vida, desde que es iniciado en el catecismo-, se hayan vuelto impermeables a la misma, y se la escucha como quien escucha llover. Jesús ha venido a “dar su vida”. ¿Qué significa esto? Es cierto que Él es Dios Hijo en Persona, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad y que, en cuanto Dios, no puede morir; pero también es cierto que al asumir una naturaleza humana de modo hipostático, personal, ese Dios, que es eterno e inmortal en sí mismo, que es omnipotente, se vuelve frágil como un hombre, necesitado en su infancia como necesita todo hombre –por eso Dios Padre le da como consuelo celestial a la Virgen Madre-, y adquiere una vida que es temporal y sometida a la muerte.

Dios Hijo da esta vida, esto que le pertenece, y que tiene todo el alcance que tiene toda vida humana, aunque por supuesto, con valor infinito, por tratarse de la vida humana del Hombre-Dios.

“Dar la vida en rescate por muchos” no es una frase hecha ni es, mucho menos, una nimiedad. Una vida humana es más valiosa que todo el universo, porque es una imagen de Dios, y mucho más lo es la vida humana del Hombre-Dios, de valor infinito.

Jesús entregó su vida en la cruz, luego de padecer tormentos inimaginables para los hombres, y entregó su vida por todos y cada uno de los hombres no porque tuviera obligación, sino por puro amor y misericordia, y prolonga el don de su vida en la Eucaristía, en el sacrificio del altar, en la Santa Misa, en la renovación incruenta y sacramental del sacrificio de la cruz. Es por esto que Jesús nos dice, a todos y cada uno de nosotros: “He venido a dar la vida por ti, en la cruz, y continúo ofreciéndola por ti en la Eucaristía”.

Jesús entregó su vida en la cruz, y la sigue entregando todos los días, cada vez en la Santa Misa, pero los hombres parecen no haberse enterado, y de los pocos que se han enterado, a muy pocos, a poquísimos, parece importarles, ya que continúan naciendo, viviendo y muriendo, como si Dios no existiese, como si Dios no hubiese dado su vida por ellos.

Hoy el mundo corre enloquecido, en una huida hacia delante, alejándose de Dios, su salvador; el mundo hace oídos sordos a los llamados a la conversión, a los llamados a la oración, a los llamados a dejar de lado el materialismo, el hedonismo, el consumismo; el llamado a hacer penitencia y sacrificio, y se vuelca, de modo desenfrenado, a los ídolos del poder, del sexo, de la violencia, de la fama mundana.

Muchos, cuando sean llamados de improviso, en un abrir y cerrar de ojos, ante la Presencia divina, para recibir el juicio particular, se darán cuenta de cuán vanos fueron en sus vidas, de cuánto tiempo perdieron en banalidades, de cuánto tesoro desperdiciaron, al preferir un nauseabundo placer mundano –un partido de fútbol, un paseo, un descanso- a la misa dominical.

Para muchos, habrá sido en vano el don de la vida de Cristo, en la cruz y en la Eucaristía.

lunes, 21 de marzo de 2011

El que se humillla será ensalzado, y el que se ensalza será humillado

Dios Hijo se humilla en la Encarnación,
al asumir una naturaleza inferior
y caída en el pecado

“El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado” (cfr. Mt 23, 1-12). Algunos han criticado negativamente el conjunto de enseñanzas dadas por Jesús, sosteniendo que se trata, en realidad, de normas morales. Reducen el cristianismo a un mero conjunto de preceptos de moral, y rebajan de esta manera el mensaje de Jesús a la exhortación a un simple cambio de comportamiento destinado a la obtención de una sociedad más fraterna y más justa.

El consejo de Jesús, el de auto-humillarse, podría muy bien ubicarse en estas consideraciones: el buen cristiano es el que evita la soberbia, y busca ser humildes. En realidad es así, es decir, el cristiano sí debe ser humilde y evitar la soberbia, pero no como un mero cambio de conducta.

El hecho de que el cristiano deba buscar la humildad, y rechazar la soberbia, tiene su fundamento no en la tierra, en el comportamiento del corazón humano, sino en el cielo, en el misterio de Dios Uno y Trino.

El Ser divino es perfectísimo, con una perfección infinita, sin sombra alguna de error, de defecto, de mal, de mancha; el Ser divino es absolutamente perfecto, en la grandiosidad majestuosa de su Ser, y al encarnarse, manifiesta la perfección y la gloriosa grandeza de su Ser, por medio de la virtud de la humildad. La humildad es un reflejo, en esta tierra y en este tiempo, de la perfección majestuosa del Ser divino de Dios Uno y Trino; la humildad es la concreción o actuación, en la historia humana, y en medio de los hombres, de la absoluta simplicidad del Ser de Dios.

Es por este motivo que Jesucristo, Dios Hijo encarnado, se humilla en la Encarnación, asumiendo una naturaleza inferior y, además, caída por el pecado, como la naturaleza humana, y es por eso que se humilla en la cruz, porque por la humildad, se manifiesta a los hombres la perfección de la divinidad.

La Madre de Dios da muestras también de una humildad insuperable, humillándose a Ella misma, al llamarse “esclava” del Señor ante el anuncio del ángel, y no podía ser de otra manera, porque en Ella inhabita, desde su Concepción Inmaculada, el Espíritu Santo.

El cristiano entonces debe buscar ser humilde, y si no tiene ocasiones dadas por su prójimo, debe auto-humillarse, pero no porque se trate de simplemente pretender ser “mejor ciudadano”: la humildad debe ser buscada por el cristiano porque es, junto al Amor sobrenatural, lo que más lo asemeja al Ser divino.

domingo, 20 de marzo de 2011

Perdonad y seréis perdonados


“Perdonad y seréis perdonados” (cfr. Lc 6, 36-38)). Jesús llama a los cristianos a perdonar. ¿En qué se basa el perdón del cristiano? ¿En el paso del tiempo? ¿En un ejemplo de tipo moral, como el de Cristo, que murió perdonando a sus enemigos?

Ni lo uno ni lo otro. El perdón que el cristiano debe dar a su prójimo no se basa ni en el paso del tiempo, ni en consideraciones de tipo moral, sino en el misterio de un Dios que, en el extremo de su amor por los hombres, no duda en sacrificar a su propio Hijo en la cruz. Cuando el cristiano perdona, no lo hace porque “ya pasó el tiempo”, y como el tiempo “cura las heridas”, entonces tiene que perdonar; tampoco lo hace porque Jesús nos dio ejemplo, perdonando Él mismo a sus enemigos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34); cuando el cristiano perdona, es porque participa del perdón que Dios Padre otorga a la humanidad desde la cruz de su Hijo Jesús.

Dios Padre, en el misterio insondable de su amor misericordioso, decide otorgar a la humanidad el perdón de sus pecados, y para que los hombres no tuvieran dudas de su intención, ofrece como garantía del perdón el Cuerpo de su Hijo inmolado en el ara de la cruz.

Los hombres se vuelven por lo mismo destinatarios de un perdón que ya no lo puede recibir, ni lo habrá de recibir nunca más, el ángel caído. Para el demonio, y para todas sus huestes infernales, no existe el perdón, y jamás hubo ni la más mínima posibilidad de perdón, no porque Dios no quisiera otorgarle un hipotético perdón, sino porque por la naturaleza misma del ángel, el pecado es causa de separación definitiva de la visión de Dios Trino, sin posibilidad de cambio, ya que su voluntad queda fijada en el mal, una vez aceptada la rebelión.

No sucede así con el hombre, que recibe de su Dios un perdón misericordioso, siendo el espacio temporal de su vida terrena el ámbito para recibir, agradecido, ese perdón.

“Perdonad y seréis perdonados”. No se trata de una simple recomendación, exhortando al olvido de las ofensas, porque pasó el tiempo, y porque es necesario construir un mundo mejor. No se trata de construir un mundo mejor: se trata, por un lado, de participar del perdón de Dios Padre, que en Cristo nos ha perdonado, y así como Él nos ha perdonado, así debemos nosotros perdonar a los demás; por otra parte, se trata de un asunto tan trascendente y tan delicado, que en el perdón al prójimo nos jugamos nuestra propia salvación: quien perdone a su enemigo –sin condicionamientos, y con la medida del perdón de Cristo en la cruz-, será perdonado; quien no perdone, no será perdonado, no recibirá misericordia, y no se salvará.

Puede decirse, por lo tanto, que Dios pone, en nuestras manos, nuestra propia salvación: nos salvaremos si perdonamos, no nos salvaremos si no perdonamos.

viernes, 18 de marzo de 2011

El Dios de la gloria, que se muestra resplandeciente de luz y de gloria en el Tabor, quedará cubierto de sangre y de ignominia en el Calvario

La Transfiguración del Señor
(Rafael Sanzio - 1520)


“Jesús se transfiguró delante de sus discípulos” (cfr. Mt 17, 1-9). En el Monte Tabor, delante de sus discípulos, Jesús se transfigura: sus vestidos, pero sobre todo su rostro, sus manos, sus pies, se vuelven de un blanco deslumbrante, porque emiten una luz intensa, de origen celestial, que brota de Él como de su fuente. La luz, en el lenguaje bíblico, significa gloria, y es la gloria que Cristo, en cuanto Dios Hijo, tiene desde la eternidad. En el Monte Tabor, la Humanidad Santísima de Jesús resplandece con la gloria eterna del Ser divino, la gloria que poseen desde la eternidad las Tres Divinas Personas, y por eso es una gloria que Jesús posee desde el momento mismo de su concepción en el seno virgen de María.

Si esto es así, es decir, si Jesús posee esta luz y esta gloria desde la eternidad, como Hijo de Dios, y desde el momento de su concepción virginal, como Hijo de María, surge la pregunta de por qué Jesús no se transfiguró antes, ya que la glorificación es el estado natural de Jesús, porque Jesús es Dios, y por lo tanto, ya desde su nacimiento Jesús debería haber aparecido ante los hombres así como está ahora, en el Monte Tabor, transfigurado, resplandeciente de luz.

La respuesta es que Jesús no fue glorificado en su Cuerpo al nacer, por un milagro, que detuvo su glorificación, para poder sufrir la Pasión, porque un cuerpo transfigurado por la gloria de Dios no puede sufrir, tal como les sucede a los bienaventurados en el cielo[1].

La otra pregunta es porqué Jesús se transfigura en el Monte Tabor, y no en otro momento y en otro lugar, y la respuesta es que lo hace en el Monte Tabor, antes de sufrir la Pasión, para que los discípulos se acordaran de Él, así, glorioso, porque cuando sufriera la Pasión, iba a quedar tan irreconocible a causa de los golpes, las heridas, los hematomas, la sangre, que si los discípulos no lo recordaban así, glorioso como estaba en el Monte Tabor, iban a caer en la desesperanza.

Es por esto que la Pasión, que se desarrolla en el Monte Calvario, debe ser contemplada a la luz de la gloria del Monte Tabor, y la Transfiguración del Tabor, debe ser contemplada a su vez a la luz del dolor y de la oscuridad del Monte Calvario. Ambos montes se contraponen, y se entrelazan el uno con el otro, dándose mutuamente sentido entre sí: en el Monte Tabor, está cubierto de luz y de gloria, la que recibe eternamente del Padre y su Amor; en la Pasión, está cubierto de sangre y de ignominia, la que recibe del odio deicida de los hombres.

Pero además de contraponerlo con el Monte Calvario, el pasaje del Monte Tabor debe ser contemplado a la luz de las profecías del "Siervo sufriente de Yahvéh" de Isaías: “No tenía apariencia ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto que diésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta” (53, 4-5). En el Monte Calvario, como consecuencia de los golpes y de las injurias recibidas de los hombres, Jesús queda irreconocible, “como ante quien se oculta el rostro”, y es por eso que la Iglesia lo contempla en el misterio del Tabor, porque luego en el Calvario será irreconocible. El Dios de la gloria, que se muestra en su esplendor y en su majestad celestial en el Tabor, quedará cubierto de sangre y de golpes en el Calvario.

Los dos montes se contraponen: el del Tabor, y el del Calvario. En el Monte Tabor, la humanidad de Cristo recibe la gloria del Padre, la misma gloria que como Dios Hijo posee desde toda la eternidad. Como consecuencia de esta glorificación, su Cuerpo y su Alma experimentan paz y alegría infinitas, inconmensurables.

La luz de su rostro es una expresión visible de lo que su alma experimenta, sumergida en la inmensidad dichosa y feliz del Ser divino. Su rostro se ilumina y refleja exteriormente la glorificación que del Padre recibe como Hijo desde la eternidad, desde que fue engendrado en el seno del Padre. También sus manos, sus pies, y hasta su túnica, resplandecen con una luz radiante, desconocida para el hombre; una luz que es, al mismo tiempo, vida, amor, paz, alegría. Quienes lo acompañan, Pedro, Santiago y Juan, experimentan la paz, la alegría, la felicidad, de la contemplación de Cristo glorioso: “¡Qué bueno es estar aquí!”, dice Pedro, extasiado por la hermosura del Ser divino reflejado en Cristo.

El Tabor es obra del Padre, porque es el Padre quien le comunica a Dios Hijo su gloria, desde toda la eternidad.

Por el contrario, muy distinto será lo que su Humanidad Santísima experimentará en el Monte Calvario, obra de los hombres. Su rostro, en vez de ser cubierto de luz y de gloria, será cubierto de golpes y de ignominia; sus ojos, en vez de ver el rostro del Padre y llenarse de alegría, como en el Monte Tabor, verá en el Monte Calvario los rostros enardecidos de los hombres, que expresarán ira, furor, rabia, contra su Dios; su rostro será cubierto de cachetazos, de trompadas, de salivazos; sus mejillas quedarán cubiertas de moretones, y uno de sus ojos quedará cerrado a causa de una de las tantas trompadas que recibirá; su cabello quedará empapado por el sudor sangriento de la agonía del Huerto, sufrida por la visión de los pecados de los hombres y de las almas que, a pesar de su sacrificio, habrían de condenarse; sus labios quedarán partidos y sangrantes, por la sed y por los golpes, y el único líquido que recibirá para refrescar su sed, será el vinagre que le alcanzarán cuando esté crucificado; en el Monte Tabor, cuando Jesús está glorioso y lleno de luz, está acompañado de los discípulos, que quieren quedarse con Él; en el camino del Monte Calvario, en el Via Crucis, por el contrario, se encuentra acompañado únicamente por su Madre, la Virgen María, ya que todos los discípulos lo han abandonado; sus manos y sus pies, que en el Monte Tabor resplandecen con una luz que es el gozo y el deleite de los ángeles, de los arcángeles, de los serafines y de los querubines, en el Monte Calvario están clavados y atravesados por gruesos clavos de hierro, provocándolo un dolor lacerante, que lo traspasa a cada segundo, y en vez de luz, sus manos y sus pies emanan sangre, que empapa su cuerpo y la cruz, y va a caer en la tierra, en las almas piadosas que se compadecen de Él y se arrepienten de sus pecados, y en el cáliz de la Santa Misa.

"Jesús se transfiguró delante de sus discípulos". Jesús se transfigura antes de la Pasión y de la cruz, para mostrarnos el camino, para hacernos ver que a la gloria de la resurrección, se llega por el Camino Real de la Cruz. Al transfigurarse en el Monte Tabor, Jesús nos quiere hacer ver cómo es la realidad de la eterna alegría que nos espera en la otra vida, en su compañía, pero a esta realidad, prefigurada en el Monte Tabor, no se accede si no es por la cruz del Monte Calvario, y es en la cruz en donde Cristo está actualmente, misteriosamente, hasta el fin de los tiempos, y por eso, más que desear acompañar a Jesús en las alegrías y en el esplendor del Monte Tabor, debemos desear acompañar a Jesús en la soledad, en la ignominia, en el dolor y en el llanto de la cruz, en el Monte Calvario.

“Jesús se transfiguró delante de sus discípulos”. A Santa Catalina de Siena, Jesús se le apareció con dos coronas, una en cada mano: una de oro, y otra de espinas, y le preguntó cuál de las dos quería; Santa Catalina eligió la corona de espinas.

A nosotros Jesús no se nos aparece, pero desde la Eucaristía nos pregunta: “¿En cuál monte quieres estar? ¿En el Monte Tabor, o en el Monte Calvario?”. Y nosotros le respondemos: “En el Monte Calvario”.


[1] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964.

jueves, 17 de marzo de 2011

Antes de acercarte al altar, reconcíliate con tu prójimo


“Antes de comulgar, reconcíliate con tu prójimo” (cfr. Mt 5, 20-26). Con la ley nueva de la gracia que trae Jesús, las exigencias son mucho mayores: antes, para ser condenado, ya sea por la justicia humana o por la divina, se debían cometer delitos sumamente graves, como el quitar la vida. Sin embargo ahora, con la Ley Nueva, basta para merecer la condena –incluso eterna-, quien se enoje con su prójimo: “merece la condena del fuego”, dice explícitamente Jesús.

Es decir, hay una profundización substancial en la Ley Nueva, la ley de la gracia: si antes, para merecer un castigo, sea humano o divino, se debía llegar a la violencia extrema de quitar la vida física al prójimo, ahora basta solamente con el acto interior de enojo hacia el prójimo, para merecer la condena eterna –“el fuego”-, en donde no sólo padece el cuerpo la acción ardiente del fuego, sino también el alma.

Este es el motivo por el cual Jesús dice que la justicia de los cristianos debe ser “superior” a la de los fariseos.

El cristiano no se puede contentar con decir “yo no mato a nadie”; “yo no hago mal a nadie”. Si el cristiano conserva antipatía, enojo, rencor y, con mucha más razón, odio, hacia su prójimo, entonces no solo se vuelve indigno de comulgar, sino que se hace merecedor de un castigo espiritual inimaginable.

Si Dios es un Dios que, por puro amor y misericordia, nos ha perdonado desde la cruz, entonces no tenemos ningún pretexto para no hacer lo mismo para con nuestro prójimo.

Además, sería un contrasentido, una negación del Amor de Dios, el que una persona comulgue con un corazón rencoroso, puesto que en la comunión sacramental recibe al Dios que desde la cruz otorga su perdón y que es, en sí mismo, el Amor y la Misericordia personificados.

“Antes de comulgar, reconcíliate con el prójimo”. No puede acercarse a la comunión, so pena de cometer un sacrilegio, un cónyuge que no perdone al otro cónyuge, un hijo que esté enemistado con su padre, un padre que haya abandonado a su hijo, un cristiano cualquiera que no ame a sus enemigos.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Pedid y recibiréis

Muéveme a amarte el ver Tu cuerpo tan herido
(Santa Teresa)

“Pedid y recibiréis” (cfr. Mt 7, 7-12). Jesús nos anima a pedir, ya que con toda seguridad seremos escuchados, y recibiremos lo que hayamos pedido. Frente a nosotros se abre entonces una posibilidad insospechada: el cielo está atento a nuestros pedidos. Nos recuerdan las palabras del ángel de Portugal a los pastorcitos: “¡Orad! Los Corazones de Jesús y de María están atentos a vuestros pedidos”.

Tenemos que pedir, con la seguridad de ser escuchados. Pero entonces se plantea el dilema de qué pedir, e inmediatamente vienen a la mente una multitud de “cosas” para pedir, un listado casi interminable de necesidades ligadas a nuestra condición humana, limitada y perfecta: “Que fulanito tenga trabajo, que menganito se cure, que Zutanito apruebe la materia”. La lista se hace interminable, porque interminables son las necesidades del hombre. Se incluyen los pedidos por quienes más sufren, como por ejemplo, los afectados por catástrofes naturales.

Pero es cierto que “no sabemos pedir”, porque está bien que pidamos todo esto, pero no es lo único, ni tampoco lo más importante, aún cuando sean cosas tan trascendentes como la curación de un cáncer, o el auxilio en una catástrofe.

Son los santos los que nos enseñan a pedir, en este caso, San Ignacio de Loyola. Dice San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales (cfr. EE. 164-168), que hay diversos grados de humildad –que se corresponden correlativamente con los grados de amor a Dios-, que se manifiestan por la intensidad del deseo de no pecar, y por el deseo de Cristo crucificado: el primer grado, el más bajo, es el desear morir antes que cometer un pecado mortal –“ni por la propria vida temporal, no sea en deliberar de quebrantar un mandamiento, ya sea divino, ya sea humano, que me obligue a pecado mortal” (cfr. EE. 165)-, ya que este nos conduce al infierno; el segundo, es el deseo de morir antes que cometer deliberadamente un pecado venial -“ni porque la vida me quitasen, no sea en deliberar de hacer un pecado venial” (cfr. EE. 166), ya que este nos introduce en el Purgatorio, en donde se sufre, aunque temporariamente; el tercer grado de humildad, y el más perfecto, es desear lo que Cristo desea en la cruz, y rechazar lo que Cristo rechaza en la cruz: “La 3ª es humildad perfectíssima, es a saber, cuando incluyendo la primera y segunda, siendo igual alabanza y gloria de la divina majestad, por imitar y parecer más actualmente a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo más probreza con Cristo pobre que riqueza, oprobrios con Cristo lleno dellos que honores, y desear más de ser estimado por vano y loco por Cristo que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo” (cfr. EE. 167).

Este grado de humildad se corresponde con el amor perfecto a Cristo, ya que lo que mueve al alma, no es ni el temor al pecado mortal, ni el deseo de los gozos y alegrías del cielo, sino Cristo en la cruz, humillado, golpeado, ultrajado, sangrante, por amor a los hombres.

El tercer grado de humildad, el más perfecto, refleja el estado de unión espiritual con Cristo en el Amor, está expresado en este poema de Santa Teresa de Ávila:

"No me mueve, mi Dios, para quererte

el cielo que me tienes prometido,

ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera".

Son estas cosas entonces las que debemos pedir: “morir antes que pecar”, como decía Santo Domingo Savio y, todavía más que eso, desear amar a Cristo crucificado antes que cualquier otra cosa, como nos enseñan San Ignacio y Santa Teresa de Ávila.

“Pedid y recibiréis”. Estamos segurísimos de ser escuchados si pedimos. ¿Somos capaces de pedir la muerte antes que cometer un pecado mortal?

lunes, 14 de marzo de 2011

El Padrenuestro se vive en la Santa Misa


“Padre nuestro que estás en el cielo” (cfr. Mt 6, 7-15). Lejos de ser una oración que se dirige a Dios Padre como presente en un lugar lejano y desconocido como es el “cielo”, el Padrenuestro es una oración que bien podría decirse: “Padre nuestro que estás en la Misa”, porque en realidad, la Misa es obra del Padre y el Padre está Presente en sus inicios y en su desarrollo y hacia Él, Presente en la Misa, se dirige toda la plegaria contenida en la Misa. Es decir, podríamos considerar que la el Padrenuestro, como oración, se vive en la Misa.

“Padre nuestro que estás en el cielo”: Dios Padre, que es eterno, está en el cielo, pero el tiempo litúrgico de la misa hace que la eternidad misma de Dios, o más bien, que Dios eterno, ingrese en el tiempo, en el tiempo de la Misa, por lo que Dios Padre, que es eterno y que está en el cielo, está Presente en el cielo y en la Misa, porque el tiempo litúrgico de la Misa es un tiempo que participa de su eternidad.

“Santificado sea Tu Nombre”: en el altar se renueva el sacrificio en cruz de Jesucristo, sacrificio por el cual el Nombre de Dios es santificado, bendecido, adorado y honrado.

“Venga a nosotros Tu Reino”: el Reino de Dios comienza cuando su Espíritu toma posesión de las almas, y en la Misa, Dios Padre, junto a Dios Hijo, espiran el Espíritu Santo desde la Eucaristía a lo más profundo del alma del que comulga.

“Hágase Tu voluntad así en la tierra como en el cielo”: en la Misa se unen cielo y tierra: Dios Padre desciende al altar, trayendo a su Hijo Jesucristo en la cruz, y su Hijo Jesús, que se dona en el Pan eucarístico, lleva al cielo, es decir, al seno de Dios Padre, a todo aquél que lo recibe en la comunión, y así se cumple la voluntad de Dios Padre.

“Danos hoy nuestro pan de cada día”: en la Misa recibimos el Pan de Vida eterna, el Pan que alimenta las almas con la substancia humana y divina del Cordero de Dios, Jesucristo, degollado en el altar y asado en el fuego del Espíritu.

“Perdona nuestras ofensas”: en ningún otro lugar que no sea la Misa se perdonan nuestros pecados, porque en la Misa Cristo nos perdona desde la cruz, y el sacramento de la confesión no es sino una prolongación sacramental del perdón de la cruz, y es por eso que esta petición no sólo es escuchada, sino que, al donarse Jesús en la cruz del altar y derramar su sangre sobre el cáliz, no sólo perdona nuestros pecados, sino que nos concede, con su sangre derramada, el Espíritu Santo, que nos convierte, de enemigos de Dios, en hijos suyos adoptivos.

“Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”: Jesús en el altar se ofrece como Cordero sin mancha para que Dios Padre nos perdone y nos adopte como hijos suyos, donándonos su Espíritu de Amor y de Misericordia, y con esto demuestra un amor y una misericordia que no tienen límites, por lo que, delante de nuestros enemigos, delante de aquellos que nos ofenden, no podemos hacer otra cosa que perdonar, como Dios Padre nos perdona por la sangre de su Hijo.

“No nos dejes caer en la tentación”: la cruz de Jesús, que se eleva, invisible y misteriosa en el altar, es la fortaleza más poderosa para hacer frente al enemigo de las almas, la Serpiente infernal.

“Y líbranos del mal”: donándonos su cuerpo, su sangre y su divinidad en el Pan eucarístico, el Hijo de Dios Padre no sólo nos libra del mal, sino que inunda el alma con la bondad y el Amor infinitos del Espíritu Santo.

“Amén”: en el triple amén, nos unimos, por la misa, desde la tierra, a los coros de los ángeles y de los santos que adoran a Dios por la eternidad; con el triple amén, adoramos a Dios Trino, autor de la Misa: a Dios Padre, que envía a su Hijo sobre el altar para donarnos su Espíritu en la comunión y hacernos así partícipes de la vida de las Tres divinas Personas; a Dios Hijo, que se dona como Pan de Vida, a Dios Espíritu Santo, que convierte el pan del altar en la carne del Cordero de Dios.

Esta generación es perversa

La destrucción de Sodoma y Gomorra

“Esta generación es perversa” (cfr. Lc 11, 29-32). ¿En qué consiste la perversidad de la que se queja Jesús? Ante todo, en el rechazo de Dios, que es Amor infinito; rechazo que se traduce en obras de oscuridad y de maldad.

Debido a que cita a Nínive, ciudad de pecadores que, por la predicación de Jonás, se convirtieron, y así evitaron el castigo que había sido decretado por Dios (cfr. Jon 3, 10), y esto trae a la memoria por contraposición a Sodoma y Gomorra, ciudades también de pecadores pero que no se convirtieron (cfr. Gn 19, 24), se podría deducir que la perversidad radica en una desviación de tipo moral, en un quebrantamiento de la castidad y de las buenas costumbres, en una adhesión a la lujuria, a la avaricia, a la codicia.

Sin embargo, esto último es sólo la superficie, ya que la perversidad no radica en el comportamiento moral, sino en la negación y en el rechazo del Amor divino, del cual el trastorno moral es sólo la consecuencia del oscurecimiento espiritual.

Jesús se queja de la perversidad de los fariseos, los cuales niegan la divinidad de Cristo, es decir, su condición de ser Dios Hijo encarnado, a pesar de que atestigua su condición divina obrando milagros delante de sus ojos. La perversidad, fruto del endurecimiento del corazón humano, será la que conducirá a Jesús a las amargas horas de la Pasión, de la agonía en el Huerto, de los juicios inicuos, de la soledad de la cárcel, del doloroso Via Crucis.

Pero esa perversidad no es la única, ya que se continúa hasta el día de hoy, profundizándose cada vez más: al hombre, inmerso en el error del ateísmo materialista, no le interesa si Dios existe o no, ya que vive su vida y muere su muerte como si Dios no existiese, y no tiene en consideración a Dios ni siquiera como una hipótesis. Y lo peor de todo, es que esta mentalidad atea y materialista, se ha introducido en el seno mismo de la Iglesia, en donde son los mismos bautizados quienes abandonan en masa la Iglesia y se vuelcan al mundo y a su hedonismo, a su relativismo y a su materialismo, rechazando las aguas cristalinas de la Verdad, y sumergiéndose en las aguas pútridas de la corrupción, de la sensualidad, de los placeres, perdiendo hasta la noción del bien y del mal[1].

“Esta generación es perversa”. La amarga queja de Jesús se repite, hoy como ayer. Y hoy, como ayer, Jesús nos pide frecuentes actos de amor y de renuncia, de contrición, de ofrecimiento.

La fórmula de la reparación, con la cual el cristiano puede consolar al Sagrado Corazón que agoniza en el Huerto de los Olivos es simple: creer, esperar, amar, confiar, rogar, callar, aceptar, sufrir, ofrecer, adorar[2].


[1] Cfr. Mensajes de Jesús a un sacerdote. Monseñor Octavio Miquelini, Tomo I, Ediciones El Bueno Pastor, Buenos Aires 1989, 34.

[2] Cfr. o. c., 36.

domingo, 13 de marzo de 2011

¿Quién se salvará en el Día del Juicio Final?

Cristo, Pastor Eterno,
Sumo y Eterno Juez,
ten piedad de nosotros

“Venid, benditos de mi Padre (…) apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno” (cfr. Mt 25, 31-46). Usando una sencilla imagen de un pastor que separa a las ovejas de los cabritos, Jesús se refiere al Día del Juicio Final, en el que Él, Pastor Sumo y Eterno, vendrá como Justo Juez a juzgar a toda la humanidad, para separar definitivamente a quienes obran el mal, de quienes obran el bien.

El Evangelio plantea la pregunta de quién habrá de salvarse en ese día terrible, en donde la sentencia del Supremo Juez no podrá ser apelada de ninguna manera, ya que será inamovible: quienes se condenen, serán condenados, sin ninguna apelación, e ingresarán en el infierno, de donde no habrán de salir por toda la eternidad, y su tormento y dolor será tan duradero como duradero es el infierno: para siempre; quienes se salven, ingresarán en las delicias del cielo para siempre, en donde la alegría no terminará nunca.

¿Quién se salvará en el Día del Juicio? ¿Los que tengan más títulos universitarios? ¿Los que hayan ganado más carreras de fórmula Uno? ¿Los que hayan ganado “reality shows”? ¿Los que posean más dinero? ¿Los que tengan más horas de televisión vistas?

Por supuesto que no serán estas mundanidades, totalmente opuestas al mensaje evangélico de Jesús, las que nos granjeen la entrada al cielo, pero tampoco lo será una religiosidad farisaica, basada en la mera observación legalista y externa de los preceptos y de las prácticas rituales, acompañada de un corazón tibio hacia Dios y endurecido hacia el prójimo.

Nada de eso nos hará entrar en los cielos, sino el amor sobrenatural demostrado al prójimo más necesitado, en donde inhabita Cristo. No es una figura literaria la frase de Jesús: “Tuve hambre, sed; estuve enfermo, preso”: es la realidad, porque en el prójimo, misteriosa pero realmente, inhabita Cristo, de modo que el prójimo es un cuasi-sacramento de la Presencia de Cristo, lo cual convierte en una realidad que lo que le hacemos al prójimo, bueno o malo, se lo hacemos al mismo Dios Encarnado que inhabita en él.

La Cuaresma es el tiempo del cambio del corazón, pero el cambio de corazón no consiste en simplemente “desear ser bueno”; no consiste en rezar, asistir a misa, confesarse, y luego continuar, como si de una esquizofrenia espiritual se tratase, como si nada se hubiera recibido en la misa. El cambio de corazón, la conversión, se manifiesta de modo concreto en las obras de misericordia –corporales y espirituales- practicadas en beneficio del prójimo más necesitado, y mantenerse alejado de los criterios mundanos, opuestos radicalmente al Evangelio: “La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo” (Sant 1, 27).

Sólo la gracia sacramental, más el obrar la misericordia, nos garantizarán la entrada al Reino de los cielos en el Último Día.

viernes, 11 de marzo de 2011

Cuaresma es el tiempo del cambio del corazón; para eso está Dios crucificado, con su Sagrado Cuerpo empapado de sangre

Jesús es tentado por el demonio en el desierto

“Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto (…) Después de ayunar cuarenta días y cuarenta noches, fue tentado por el demonio” (cfr. Mt 4, 1-11). El Espíritu Santo lleva a Jesús al desierto y allí Jesús pasa cuarenta días sin comer ni beber, en ayuno y en oración. Al final de este largo período, Jesús siente hambre; en ese momento, el demonio se le acerca y lo tienta.

De todo este episodio puede sacar provecho el cristiano: del ayuno de Jesús, y de las tentaciones del demonio.

El cristiano puede sacar provecho del ayuno y de la oración de Jesús, porque estas dos acciones de Jesús en el desierto, prefiguran, fundamentan y caracterizan la Cuaresma del cristiano: ayuno y oración: así como Jesús pasó cuarenta días en ayuno y oración, así el cristiano debe rezar los cuarenta días de la Cuaresma, y debe ayunar y hacer abstinencia de carne según los días establecidos por el precepto de la Iglesia.

El ayuno, porque el cristiano, participando del ayuno de Jesús por la privación del alimento corporal, mortifica los sentidos y las pasiones.

La oración, porque con la oración el alma se despega de este mundo y se eleva a Dios, para entrar en diálogo de amor y de vida con la Trinidad de Personas divinas.

También de las tentaciones debe sacar enseñanzas el alma fiel, por eso las veremos una por una. El demonio tienta a Jesús con tres tentaciones distintas: en la primera, aprovechando el hambre que siente Jesús después de ayunar durante cuarenta días y noches, lo tienta con el pan, diciéndole que "si es Dios", que convierta a las piedras en pan. El diablo le dice: “Si eres Hijo de Dios, haz que estas piedras se conviertan en panes”. Al halagarlo con este título, trata de que nuestro Señor haga una muestra innecesaria y presuntuosa de su propio poder[1]. Jesús, en cuanto Dios que es, tiene el poder de hacer el milagro que le sugiere el demonio, y de hecho, obrará el milagro de multiplicar los panes, pero ahora rechaza hacer este milagro en beneficio propio, y renuncia a hacer una demostración de sus poderes al demonio. Jesús demuestra su perfecto desprendimiento de todo lo que no sea la voluntad de Dios, y así nos enseña a confiar en Dios, y a no anticiparnos a la Providencia Divina.

En la segunda tentación, el demonio lleva a nuestro Señor a Jerusalén y lo coloca en uno de los tejados del templo. Como Jesús había demostrado confianza en Dios, ahora el demonio, aprovechándose de esta confianza, quiere inducirlo a cometer un pecado de presunción, lo cual haría Jesús si le prestara oído: “arrójate abajo desde aquí”. La contestación de Jesús nos hace ver que no son los milagros los que deben condicionar nuestra confianza en Dios, porque eso sería “tentar a Dios”[2]. Es como decir: “Si Dios me hace este milagro, entonces recién voy a confiar en Él”.

En la tercera tentación, el demonio lleva a Jesús a un monte sobre la llanura de Jericó, y trata de tentar a Jesús con el poder terrenal, ofrecido a cambio de que Jesús lo adore a él. Pero Jesús le recuerda que sólo a Dios se debe adorar.

Las tentaciones son tres, pero en todas está latente una misma propuesta: conseguir la corona, el triunfo, la gloria, sin la cruz. El demonio sugiere el camino más fácil, y el más engañoso, y por eso va escalonando sus tentaciones, de modo creciente: la satisfacción del hambre, la aclamación como mesías, porque haría un milagro en un templo religioso, y así la gente lo aclamaría como mesías, y luego, atacando la confianza en Dios, invita a una apostasía total de Dios y a una confianza ciega en Satanás, lo cual es indicio de que en el alma reina la soberbia[3].

San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales, dice que el demonio repite con el hombre las mismas tentaciones con las cuales trató de tentar a Jesús, buscando que el hombre se aleje de Dios por tres escalones descendentes: primero, lo tienta con la codicia de bienes materiales, que serían el equivalente a los panes; luego, lo tienta con la vanagloria, con el deseo de ser aclamado, y por último, lo tienta con la autosuficiencia y la soberbia, que hace partícipe al alma del pecado demoníaco en el cielo, y aleja completamente al alma de la Presencia de Dios, a la par que lo encadena y lo retiene bajo su mando, como un esclavo.

Las tentaciones de Jesús nos tienen que llevar a considerar que el hombre, con la ayuda de la gracia, no solo puede vencer absolutamente al enemigo de la raza humana, sino que es capaz de cumplir la voluntad de Dios en su vida.

Los cuarenta días de ayuno y de oración de Jesús en el desierto, y su posterior rechazo de la tentación demoníaca, anticipan la Cuaresma de la Iglesia como tiempo litúrgico.

Pero, ¿qué es la Cuaresma en cuanto tiempo litúrgico? ¿Qué es lo que la diferencia de otros tiempos litúrgicos, y del tiempo profano?

La Cuaresma es el momento de preparar el espíritu para recibir la gracia de la conversión, por medio del ayuno y de la oración, como hizo Jesús en el desierto.

Al iniciarse la Cuaresma, los cristianos debemos examinarnos profundamente en nuestras conciencias y debemos practicar el ayuno, fuertemente, tanto el corporal, pero sobre todo el espiritual: el negarse a lo que el pensamiento desee llevar, dando gusto a lo que la criatura quiere y desea de manera egoísta.

La Cuaresma es el tiempo para anular los deseos desordenados, contrarios a la ley divina; el ayuno de la Cuaresma consiste en rechazar toda palabra que cause mal, todo pensamiento en contra de los hermanos, en contra del prójimo; el ayuno de Cuaresma es evitar las malas miradas y los malos sentimientos, que llevan a caer en el desamor y en el pecado.

La Cuaresma es el tiempo de la negación de sí mismo y de tomar la cruz del Amor, de la salvación, de la fraternidad, de la fe. Es tiempo de olvidar los rencores del pasado y del presente, de las rencillas, y de las ofensas recibidas, y es tiempo de pedir perdón por las veces en que hemos ofendido.

Este ayuno es el que se eleva hacia el Trono de la Santísima Trinidad, como incienso precioso y agradable. La Cuaresma es tiempo de ayuno de las palabras y del ruido exterior, ofreciendo el silencio, tanto interior como exterior. El silencio, interior y exterior, fruto del ayuno de las palabras innecesarias y vanas, es el paso previo para detener el pensamiento y fijarlo en la oración.

De esta manera, preparado el espíritu humano, por el ayuno y la oración, recibe la gracia, y con la gracia, la vida, el amor, la luz y la alegría de Dios Uno y Trino, y de esta manera, el corazón humano, así iluminado por el Amor divino, sirve como un dique que contiene el inmenso mar de odio que ya ha tomado posesión de los hombres.

Un corazón endurecido, un corazón de piedra, únicamente es doblegado por el Amor, y para que el Amor divino fluya a través del Cuerpo Místico, es que los bautizados ayunan y oran en Cuaresma. “Dios es Amor” (cfr. 1 Jn 4, 16), dice el evangelista Juan, y quiere derramarse sin medida sobre los corazones humanos, pero solo lo puede hacer en un corazón contrito y humillado, arrepentido de sus pecados, y la Cuaresma es el tiempo propicio para que actúe la gracia, transformando al corazón humano en un recipiente sin fondo en donde se derrame el Vino Nuevo, el mejor vino, el Vino del Amor de Dios, la Sangre del Cordero.

Cuaresma es el tiempo para orar, y para orar sin descanso la principal de las oraciones, el Santo Rosario, en toda situación, en todo tiempo, en todo lugar.

La Cuaresma es el tiempo litúrgico en el que, de modo especial, el Amor de Dios se derrama sobre los pecadores arrepentidos, y sobre los corazones transformados por la gracia, que toma un nuevo rumbo, de amor, de perdón, de caridad, de santidad. Ni siquiera con la mirada deben los hijos de Dios juzgar a su prójimo.

Cuaresma es el tiempo de la conversión; es el tiempo del cambio del corazón, y para eso es que Dios está en la cruz, con su Sagrado Cuerpo crucificado y empapado de sangre; Cuaresma es el tiempo para alzar la vista hacia Dios crucificado, y ver la inmensidad del amor de un Dios que no duda en sacrificar su vida por los hombres; es el tiempo para conmover el duro corazón humano, al ver el estado en el que ha quedado Dios encarnado, por la furia deicida del hombre; es el tiempo para acercarse a Cristo crucificado, y escuchar el suave latido de su Corazón, que late con la fuerza y el ritmo del Amor divino.

Cuaresma es el tiempo para no hacer vano el sacrificio del Hombre-Dios en la cruz; es el tiempo para que los corazones de los cristianos latan al unísono con el Corazón de Jesús, que sientan con Él. Si la Cuaresma pasa sin ayuno, sin oración, sin deseos de cambio de corazón, en vano será que Jesús abrió su Corazón, dejando que lo traspasen en la cruz; en vano serán las gracias infinitas que brotan de su Corazón.

No dejemos transcurrir la Cuaresma sin hacer nada, viviendo nuestro cristianismo con una actitud pasiva, cómoda, fácil, que se limita a simplemente escuchar, pero luego se deja pasar, porque se escucha como quien oye caer la lluvia.

Jesús no tuvo ninguna comodidad en el desierto: pasó hambre, sed, soledad, sufrió el calor insoportable y quemante del sol, y padeció el frío lacerante de la noche del desierto, con temperaturas bajo cero; Jesús no tuvo ninguna comodidad en la cruz, suspendido por los clavos de hierro, con su cuerpo lacerado, ensangrentado, cansado, agobiado, ultrajado; en la cruz pasó sed y hambre; fue insultado, fue dejado morir, todo por nosotros, y nosotros, pasamos la Cuaresma cómodos y sin hacer nada, sin tomar la cruz, y sin decidirnos a seguir a Jesús, y no solo eso, sino que vivimos por y para los placeres y las comodidades de la tierra –televisión, computadoras, videojuegos, paseos, fútbol, cine, asados, salidas, diversiones mundanas, y tantas cosas más, muchas de ellas contrarias al querer divino-, habiendo sido llamados, por el Divino Amor, a padecer el Calvario junto a Jesús.

Tomemos la cruz, y abracémosla, y sigamos libremente a Jesús camino del Calvario, movidos por el Amor de Dios, el Espíritu Santo, para ser crucificados con Él.

De otra manera no tendremos vida eterna.


[1] Cfr. Orchard. B., et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 352ss.

[2] Cfr. Orchard, ibidem, 353.

[3] Cfr. ibidem, 354.