sábado, 30 de abril de 2011

Esta imagen es la señal de los Últimos Tiempos

Jesús promete que quien venere esta imagen, no perecerá jamás. Veneremos entonces, esta imagen, colocándola en el mejor lugar de nuestros hogares, pero sobre todo, la veneremos y la entronicemos en nuestro corazón, obrando la misericordia para con el más necesitado, para que quede allí, grabada a fuego, por el fuego del Espíritu Santo, por el tiempo y por toda la eternidad.

“(Esta imagen) Es una señal de los últimos tiempos, después de ella vendrá el día de la justicia. Todavía queda tiempo, que recurran, pues, a la Fuente de Mi misericordia, (y) se beneficien de la Sangre y del Agua que brotó para ellos” (Diario, 848).

La imagen de Jesús Misericordioso no es una imagen más: es la “última devoción para el hombre de los últimos tiempos”; es la “señal de los últimos tiempos”, es “la última tabla de salvación” (Diario 998), a la cual el hombre debe acudir para beneficiarse del “Agua y de la Sangre” que brotaron del Corazón traspasado de Jesús.

Ya no habrán más devociones, hasta el fin de los tiempos, ni habrá tampoco más misericordia, una vez finalizados los días terrenos, antes del Día del Juicio Final. Dios tiene toda la eternidad para castigar, pero mientras hay tiempo, hay misericordia. Cada día que transcurre en esta tierra, es un don de la Misericordia Divina, que nos lo concede para retornemos a Dios Trino, para que nos arrepintamos de las maldades de nuestros corazones, para que dejemos de obrar el mal, e iniciemos el camino que conduce a la feliz eternidad, el camino de la cruz. El tiempo, los segundos que pasan, los minutos, las horas, los días, los años, son dones de la Misericordia Divina, que espera con paciencia nuestro regreso al Padre, por medio del arrepentimiento, la contrición, el dolor de los pecados, y el amor a Dios y al prójimo.

Pero para apreciar la magnitud inconmensurable del don de la Divina Misericordia, es necesario remontarse al Viernes Santo, a los instantes antes de la muerte de Jesús, a su atroz agonía, y a su muerte misma, porque el estado de Jesús en la cruz y su muerte, son consecuencias del contenido del corazón humano, y la Divina Misericordia es la respuesta de Dios Uno y Trino al deicidio cometido por el hombre.

En la cruz, ya cerca de las tres de la tarde, Jesús se encuentra al límite de sus fuerzas físicas; está agonizando, luego de haber pasado tres horas suspendido por tres clavos de hierro, y luego de haber sufrido, en su Cuerpo, el tormento más duro que jamás los hombres hayan aplicado a alguien. Pero no solo ha sufrido en el Cuerpo: también moralmente, comenzando desde su condena, ya que recibió una condena a muerte, por blasfemo, siendo Él Dios y autor de la vida, y la Vida misma Increada, y siendo Él el Inocente. Además de los golpes, fue insultado, blasfemado, agredido verbalmente, acusado injusta y falsamente, vilipendiado, humillado. Fue brutal e inhumanamente flagelado, coronado de espinas, golpeado con puños en la cara, con bastones en la cabeza, con patadas en el cuerpo; le fue puesta una cruz en sus hombros, y luego se dejó subir a la cruz y ser crucificado con tres gruesos clavos de hierro. Ya en la cruz, se le negó agua para su sed, y a cambio se le dio vinagre, y finalmente, derramó toda su sangre, quedándose sin sangre en su cuerpo. Al morir, en el colmo de los ultrajes a su cuerpo, su Corazón fue atravesado por una lanza.

Frente a todo este ultraje, y frente al odio deicida que los hombres descargaron en Jesús, Dios Uno y Trino reacciona de una manera muy distinta a como lo haría el hombre: Dios Padre, al contemplar la muerte tan atroz y cruel de su Hijo en la cruz, a manos de los hombres, no reacciona con furor, con ira, con venganza, cuando por su justicia, podría haberlo hecho; reacciona enviando al Espíritu Santo, que brota del Corazón traspasado de Jesús, junto con la Sangre y el Agua, que significan .

Es en esto en lo que consiste la Misericordia Divina: en vez del castigo que los hombres merecemos por nuestros pecados, Dios nos abre las entrañas de su Ser divino, su Misericordia y su bondad infinita, a través del Corazón abierto de su Hijo. Su Misericordia, su Amor, su Bondad sin límites, se derraman, como un océano incontenible, sobre la humanidad, a pesar de que la humanidad ha demostrado sólo odio deicida hacia Él.

Es esto lo que dice Jesús a Sor Faustina: “Abrí mi Corazón como fuente de misericordia, para que todos, para que todas las almas tengan vida. Que se acerquen, por lo tanto, con fe ilimitada a este océano de pura bondad. Los pecadores obtendrán la justificación, y los justos serán confirmados en el bien. En la hora de la muerte, colmaré con mi divina paz el alma que habrá puesto su fe en mi bondad infinita”.

A nosotros, que atravesamos su corazón con una lanza de hierro, nos abre el abismo insondable de su Amor misericordioso; a nosotros, que le dimos muerte y no le dimos paz hasta que lo vimos muerto, nos colmará de su vida y de su paz en la hora de nuestra muerte, si acudimos a Él con confianza.

La devoción a la Divina Misericordia no es una devoción más: es la última oportunidad para el hombre de los últimos tiempos. Si la humanidad no acude a la Misericordia Divina, morirá sin remedio en el abismo eterno. Dice Jesús: “Di a la Humanidad que esta imagen es la última tabla de salvación para el hombre de los Últimos Tiempos” (Diario 299). (…) “Las almas mueren a pesar de Mi amarga Pasión. Les ofrezco la última tabla de salvación, es decir, la Fiesta de Mi misericordia [288a]”.

Mientras hay tiempo, hay misericordia, y por eso, cada día que Dios nos concede, es un regalo de la Misericordia Divina, que busca nuestro arrepentimiento y nuestro amor a Dios y al prójimo. Pero resulta que el tiempo se está terminando, y que el Día de la ira divina, en donde ya no habrá más misericordia, se está terminando, ya que está cercano el retorno de Jesús, según sus mismas palabras: “Si no adoran Mi misericordia, morirán para siempre. Secretaria de Mi misericordia, escribe, habla a las almas de esta gran misericordia Mía, porque está cercano el día terrible, el día de Mi justicia” (Diario 965) (…) “Deseo que Mi misericordia sea venerada en el mundo entero; le doy a la humanidad la última tabla de salvación, es decir, el refugio en Mi misericordia” (Diario, 998) (...) “Antes del día de la justicia envío el día de la misericordia (Diario, 965). Estoy prolongándoles el tiempo de la misericordia, pero ¡ay de ellos si no reconocen este tiempo de Mi visita! (Diario, 965).

La Devoción a la Divina Misericordia es la última devoción concedida a la Humanidad, antes del Día del Juicio Final, y prepara a los corazones para la Segunda Venida de Jesucristo, que está próxima: “Prepararás al mundo para Mi última venida” (Diario 429).

La imagen de Jesús misericordioso es una señal de los últimos tiempos, que avisa a los hombres que está cercano el Día de la justicia: “Habla al mundo de mi Misericordia….Es señal de los últimos tiempos después de ella vendrá el día de la justicia. Todavía queda tiempo para que recurran, pues, a la Fuente de Mi Misericordia” (Diario 848).

No hay opciones intermedias: o el alma se refugia en la Misericordia de Dios, o se somete a su justicia y a su ira divina: “Quien no quiera pasar por la puerta de Mi misericordia, tiene que pasar por la puerta de Mi justicia” (Diario 1146).

Es la misma Virgen quien nos advierte de que la Segunda Venida de Jesucristo está a las puertas, y de que su imagen es una señal de esta inminente llegada: “Tú debes hablar al mundo de Su gran misericordia y preparar al mundo para Su segunda venida. Él vendrá, no como un Salvador Misericordioso, sino como un Juez Justo. Oh qué terrible es ese día. Establecido está ya el día de la justicia, el día de la ira divina. Los ángeles tiemblan ante este día. Habla a las almas de esa gran misericordia, mientras sea aún el tiempo para conceder la misericordia” (Diario 635).

Hay dos elementos para practicar esta devoción: la oración a las tres de la tarde, que es la hora en la que Jesús muere en la cruz, y el rezo de la Coronilla de la Divina Misericordia por los moribundos. A las tres de la tarde se implora misericordia a Dios Hijo, que por nosotros muere en la cruz, y con la Coronilla, se implora misericordia por los moribundos. Jesús promete conceder todo lo que se pida, si es conforme a su Voluntad, a quien rece a las tres de la tarde recordando su Pasión, y promete la salvación del moribundo por quien se rece la Coronilla. Dice así Jesús: “Suplica a mi Divina Misericordia (a las tres de la tarde, N. del R.), pues es la hora en que mi alma estuvo solitaria en su agonía, a esa hora todo lo que me pidas se te concederá”. Esta es la hora en la que Jesús derrama sus gracias como un torrente incontenible; el alma fiel debe sumergirse en la Pasión del Señor, aunque sea por un breve instante, rezar el Via Crucis de la Divina Misericordia y la Coronilla, y Jesús le concederá “gracias inimaginables”.

Sobre la Coronilla, dice Jesús: “Quienquiera que la rece recibirá gran misericordia a la hora de la muerte” (Diario, 687) (…) “Cuando recen esta coronilla junto a los moribundos, Me pondré ante el Padre y el alma agonizante no como Juez justo sino como el Salvador Misericordioso” (Diario, 1541) (…) “Hasta el pecador más empedernido, si reza esta coronilla una sola vez, recibirá la gracia de Mi misericordia infinita” (Diario, 687) (…) “A través de ella obtendrás todo, si lo que pides está de acuerdo con Mi voluntad” (Diario, 1731) (…) “Deseo conceder gracias inimaginables a las almas que confían en Mi misericordia” (Diario 687).

Jesús promete que quien venere esta imagen, no perecerá jamás. Veneremos entonces, esta imagen, colocándola en el mejor lugar de nuestros hogares, pero sobre todo, la veneremos y la entronicemos en nuestro corazón, obrando la misericordia para con el más necesitado, para que quede allí, grabada a fuego, por el fuego del Espíritu Santo, por el tiempo y por toda la eternidad.

jueves, 28 de abril de 2011

"Es el Señor", clama el fiel bautizado, antes de arrojarse en ese océano infinito de Amor eterno que es el Corazón Eucarístico de Jesús

Al contemplar a Cristo resucitado
en la Eucaristía,
el bautizado debe exclamar, como Juan:
"Es el Señor",
y como Pedro,
debe arrojarse, intrépido,
no al mar,
sino a ese océano infinito de Amor eterno
que es el Corazón Eucarístico de Jesús.


“Es el Señor” (cfr. Jn 21, 1-14). Jesús resucitado se aparece en la orilla de la playa, mientras los discípulos, entre ellos Pedro y Juan, están pescando. Como les sucede a todos los demás discípulos, que se encuentran con Cristo resucitado, no lo reconocen: “no sabían que era Jesús”. Se suma a este hecho del desconocimiento de Cristo, el no haber podido pescar nada "en toda la noche".

La ignorancia acerca de Cristo, esto es, el trabajar sin Cristo, se asocia a la ausencia de frutos.

Más aún que otras escenas evangélicas de la resurrección, esta escena simboliza a la Iglesia, en su misión evangelizadora: Pedro en la Barca, junto a los discípulos, que arrojan las redes al mar para atrapar peces, son una figura de la Iglesia que navega, en el mar de los tiempos, al mando del Papa, el Vicario de Cristo, arrojando las redes, es decir, la Palabra de Dios, en el mar, es decir, la historia humana, para atrapar peces, las almas de los hombres de todos los tiempos. A estos elementos se les suma el hecho de arrojar las redes por iniciativa propia, cuya consecuencia es la ausencia de peces, y luego bajo el mandato y la guía de Cristo, lo que da como resultado una pesca tan abundante, que "no tenían fuerza para sacarla", debido a la gran cantidad de peces.

De este episodio se ve que sin Jesucristo, el esfuerzo de la Iglesia es inútil, mientras que, con su ayuda y su gracia, la pesca de almas es sobreabundante.

Por otra parte, es significativo el hecho de que los discípulos no reconocen a Cristo –al igual que María Magdalena, los discípulos de Emaús, y el resto de los discípulos a los que se les aparece en una habitación, mientras cenan pescado-, y es significativo también que sea Juan, y no Pedro, quien lo reconoce por primera vez, gritando: “Es el Señor”.

Juan es el discípulo predilecto (cfr. Jn 20, 1-10); es el discípulo que está más cerca del Corazón de Jesús, en la Última Cena (cfr. Jn 13, 23), y si bien está entre los que huyen y abandonan a Jesús en el Huerto de los Olivos (Mc 14, 51-52), es el único que se encuentra, junto a la Virgen, al pie de la cruz, en las últimas agonías de Jesús (cfr. Jn 19, 26).

Por esta cercanía con Jesús agonizante en la cruz, y con la Madre de Dios, al pie de la cruz, es premiado por el Hombre-Dios con el premio más grandioso que hombre alguno puede siquiera soñar en esta tierra, y es el tener a la Virgen por Madre, y el ser adoptado por Ella como hijo (cfr. Mt 12, 47).

Juan aparece, en todo momento, como el predilecto, ya que, además de reconocer ahora a Jesús, a la orilla del mar, fue el primero, de entre todos los sacerdotes de la Última Cena, en acudir al sepulcro, y contemplar con sus propios ojos la resurrección de Jesús.

“Es el Señor”. La exclamación admirativa, envuelta en el asombro, en el estupor, en la admiración y en la adoración, es el fruto de la Presencia del Espíritu Santo en su alma, espirado por Jesús resucitado desde la orilla del mar.

La expresión de Juan actúa a su vez en el alma de Pedro, despertándolo de su sopor espiritual e iluminándolo, permitiéndole reconocer a Jesús. Al reconocer a Jesús, el amor de Pedro por Jesús le urge para alcanzar a Aquél a quien ama, y es por eso que se arroja al mar, para alcanzar la orilla a nado.

“Es el Señor”, debe exclamar, como Juan, el discípulo que asiste a la Santa Misa, y como Pedro, debe arrojarse intrépidamente, con la fuerza de la fe y del amor en Cristo resucitado en la Eucaristía, no en el mar material, como hizo Juan, sino en ese Océano infinito de Amor eterno que es el Corazón Eucarístico de Jesús.

La Divina Misericordia para Niños y Adolescentes

Jesús se apareció a Sor Faustina
y le dijo que pintara un cuadro,
así como lo veía.
Si somos misericordiosos
con los demás,
la imagen de Jesús
va a quedar pintada
en nuestros corazones
para siempre.

Una vez, hace mucho tiempo, Jesús se apareció a una monjita, que se llamaba “Faustina”, que vivía en un país que se llama “Polonia”, y le dijo que pintara un cuadro, así como ella lo estaba viendo, y que pusiera abajo: “Jesús en Vos confío”.

En esta aparición, Jesús estaba de pie, resucitado, vestido con una túnica blanca, y en sus manos y en sus pies se veían las huellas de la Pasión, aunque ya no le salía sangre. Tenía la mano izquierda señalando su corazón, y la mano derecha levantada, en señal de bendición. De su corazón salían dos grandes rayos de luz, uno de color rojo, y otro de color blanco. El rojo, le dijo Jesús a Sor Faustina, significaba su sangre, y el blanco, significaba la gracia que el alma recibe con los sacramentos.

Jesús le dijo que Él, así como estaba en el cuadro, se llamaba “Jesús de la Divina Misericordia”, y quería que Sor Faustina hiciera pintar un cuadro, y que se celebrara una misa en su honor, el primer domingo después de resurrección.

Por eso es que toda la Iglesia festeja, este domingo, la Fiesta de la Divina Misericordia, pero para saber bien qué quiere decir la fiesta de la Divina Misericordia, debemos regresar al Viernes Santo: Jesús está en la cruz, con su Cuerpo Santo clavado en la cruz, suspendido por tres clavos de hierro, todo golpeado, flagelado, escupido, cubierto de sangre y de polvo.

La Virgen María está al pie de la cruz, es la Única que lo acompaña en su agonía. Jesús, antes de morir, tiene que escuchar los insultos que le dirigen a Él, pero sobre todo, los que le dirigen a su Madre, lo cual lo hace sufrir todavía.

Después de muerto, un soldado romano, para asegurarse de que esté muerto, le clava un lanzazo en el pecho, y de su pecho sale sangre y agua, que significan la Eucaristía y la gracia del bautismo.

Pero además, junto con la sangre y el agua, sale del Corazón de Jesús, invisible pero real, el Espíritu Santo, como una dulce paloma blanca, trayendo para los hombres el Amor de Dios.

Esto nos hace ver cómo es Dios: infinitamente bueno. Nosotros, los hombres, con nuestros pecados, con nuestros pensamientos y nuestras obras malas, golpeamos a Dios Hijo, lo escupimos, lo flagelamos, le pusimos una corona de espinas, le pusimos en la mano una caña, y en sus espaldas heridas un manto, para burlarnos de Él, lo subimos a una cruz, lo clavamos con tres gruesos clavos de hierro, nos pidió agua para su sed y le dimos vinagre y hiel, lo dejamos solo, y cuando ya estaba muerto, le clavamos una lanza en su costado. Y a pesar de todas estas maldades, Dios no nos respondió con enojo, con cólera, cuando muy bien podría haber usado su poder divino para castigarnos: Dios nos respondió con Amor, porque junto con la sangre y el agua que brotaron de su Corazón traspasado, salió el Espíritu Santo, invisible, como una paloma blanca, para que nos inundara a todos con el Amor divino. Así es Dios Trinidad: a nuestras maldades, responde con Amor, perdonándonos y derramando sobre nosotros todo su Amor, el Espíritu Santo.

A través del Corazón abierto de Jesús, Dios derrama su Misericordia, y Misericordia quiere decir: “Amor de compasión por las miserias de los hombres”. Dios tiene compasión de nuestras miserias; su Corazón de Dios se compadece y nos perdona, y además de perdonarnos, se nos dona Él mismo, todo entero, porque Él es el Amor en Persona.

Cuando el Corazón de Jesús fue traspasado por la lanza de hierro del soldado romano, se derramó sobre el mundo el Espíritu Santo, que salió con su Sangre, igual que cuando un dique que contiene mucho agua se rompe, y deja escapar toda el agua, inundando todo el valle. El Amor de Dios, su Misericordia, inundó todas las almas, cuando su Corazón fue traspasado en la cruz, y como su Misericordia es infinita, no deja de salir Amor del Corazón de Jesús: está permanentemente saliendo Amor y Misericordia.

Adoremos a Jesús en la cruz, adoremos a Él, que es Misericordia pura, infinita, que se derrama desde su Corazón para toda la humanidad, y le prometamos que vamos a imitarlo en su misericordia, tratando de ser también nosotros bondadosos, compasivos y misericordiosos, con todos nuestros prójimos, así como Él es bondadoso, compasivo y misericordioso con nosotros.

Si hacemos así, la imagen de Jesús Misericordioso se va a pintar, no en un papel, sino en nuestro corazón, y va a quedar ahí para siempre.

miércoles, 27 de abril de 2011

Somos testigos de la Presencia de Cristo resucitado en la Eucaristía

Así como Jesús se apareció
con su Cuerpo resucitado
a los discípulos,
así se nos aparece a nosotros,
en cada Santa Misa,
con su Cuerpo resucitado
en la Eucaristía,
y es en este alegre anuncio
en lo que consiste nuestra misión como Iglesia.


“Ustedes son testigos” (cfr. Jn 21, 1-14). Jesús resucitado se aparece en medio de los discípulos, quienes, a pesar de verlo con su Cuerpo resucitado, se muestran “desconcertados”, y creen “ver un fantasma”. Su actitud no difiere mucho de la actitud de pesar y tristeza de María Magdalena, y de los discípulos de Emaús, quienes se encuentran en esos estados espirituales por la falta de fe en sus palabras acerca de que resucitaría “al tercer día” (cfr. Lc 24, 46).

Para sacarlos de su temor y de su incredulidad, y para que se convenzan de que posee un cuerpo real, resucitado y glorioso, les dice que toquen sus heridas, y come pescado asado delante de ellos, pero sobre todo, les infunde la luz del Espíritu Santo, para que se abran sus mentes: “les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras”.

Una vez que los discípulos, auxiliados por el Espíritu Santo, reconocen a Cristo resucitado, Jesús les encomienda una misión, que será la misión de la Iglesia hasta el fin de los tiempos: ser testigos de su Pasión, Muerte y Resurrección.

Podríamos decir que toda la escena del Evangelio se repite en cada Santa Misa: Jesús resucitado se aparece en medio de la comunidad de discípulos, los cuales se encuentran, en la gran mayoría de los casos, desesperanzados y tristes, a pesar de haber conocido la noticia de la resurrección de Jesús; Jesús se aparece en medio de su Iglesia, resucitado, bajo algo que parece ser pan, así como se les apareció a los discípulos, revestido de su humanidad gloriosa, y los discípulos, hoy como ayer, creen que es un fantasma.

La gran mayoría de los fieles católicos, incluidos los sacerdotes, en la actualidad, piensan, creen y actúan, como si Jesús fuera un fantasma, puesto que no tiene, para ellos, entidad real.

La diferencia con la aparición de Jesús en la escena del Evangelio, con la Santa Misa es que, en la Santa Misa, Jesús no deja tocar su Cuerpo resucitado en la Eucaristía, pero hace algo mucho mejor: toca al alma espiritualmente con su Presencia, al ingresar por la comunión sacramental; además, en vez de pedir Él algo para comer, para que nos convenzamos de que es Él, es Él quien se nos entrega, con su Cuerpo, como Pan de Vida eterna, como carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo, y como Vino de la Alianza Nueva y Eterna, su Sangre divina.

“Ustedes son testigos”. La similitud con la Santa Misa radica en la misión que recibieron los discípulos, que es la misma misión de la Iglesia para todos los tiempos, incluidos los nuestros: ser testigos, ante el mundo, de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. Ser testigos de que Jesús ha resucitado y no solo, sino que se da en alimento al alma, como Pan Vivo bajado del cielo, como Carne del Cordero de Dios, y como Vino que da la Vida eterna.

Todos los días, en la Santa Misa, no solo contemplamos, por la fe, a Cristo resucitado en la Eucaristía, sino que somos alimentados por Él.

Así como Jesús se apareció con su Cuerpo resucitado a los discípulos, así se nos aparece a nosotros, en cada Santa Misa, con su Cuerpo resucitado en la Eucaristía, y es en este alegre anuncio en lo que consiste nuestra misión como Iglesia.

martes, 26 de abril de 2011

Lo reconocieron al partir el pan

En la fracción del pan,
Jesús efunde el Espíritu Santo,
que ilumina las mentes de los discípulos,
para que estos lo reconozcan
como al Mesías resucitado.

“Lo reconocieron al partir el pan” (cfr. Lc 24, 13-35). Jesús les sale al paso a los discípulos de Emaús, y camina con ellos hasta llegar a Emaús. Durante todo el camino, los discípulos no reconocen a Jesús, y a pesar de haber sentido la noticia de la resurrección, no han dado crédito a la misma, y por eso se sienten tristes y desalentados. Esto les vale un reproche de parte de Jesús, quien les dice que son “necios” para entender las Escrituras, puesto que ahí estaba ya escrito qué era lo que debía padecer el Mesías.

Al llegar a Emaús, Jesús hace ademán de seguir, pero son los mismos discípulos quienes le piden que se quede con ellos. Jesús los acompaña, y comparte con ellos la cena. En un momento determinado, sucede algo que cambiará para siempre la vida de los discípulos de Emaús: Jesús “parte el pan” y, en ese mismo momento, los discípulos, que hasta entonces no habían reconocido a Jesús, se dan cuenta de que es Jesús en Persona. Inmediatamente después de reconocerlo, Jesús desaparece.

¿Qué fue lo que sucedió, para que los discípulos lo reconocieran? Para saberlo, es necesario tener en cuenta un gesto de Jesús, el de partir el pan, porque es ahí, en ese momento, en el que los discípulos lo reconocen: “lo reconocieron al partir el pan”.

Es allí cuando sucede algo que permite a los discípulos saber que el forastero con el cual están compartiendo la cena no es un desconocido, sino Jesús, aquel a quien ellos aman, y por cuya muerte se han mostrado entristecidos.

¿Por qué los discípulos reconocen a Jesús en el momento en el que parte el pan? Porque no se trata de una acción cualquiera. Como sostienen muchos autores, muy probablemente, la cena que comparten con Jesús no es una cena más, sino una celebración eucarística, es decir, una misa, y por lo tanto, el gesto de partir el pan no es el partir el pan de alguien que comparte una simple cena, sino un acto litúrgico y sacramental, en el cual y a través del cual, opera el Espíritu Santo, actualizando el misterio pascual de Jesucristo.

La fracción del pan, por parte de Jesús, es un acto que sólo material y exteriormente se asemeja a la fracción del pan en una cena cualquiera; aquí se trata de una acción sacramental, en donde es el Espíritu Santo quien se encuentra operando desde dentro del sacramento, y es el sacramento el vehículo a través del cual el Espíritu de Dios obra sobre las almas.

Los discípulos reconocen a Jesús al partir el pan, porque en ese momento, en la fracción del pan, el Espíritu Santo ilumina sus mentes con la luz sobrenatural de la fe, capacitando a sus almas para descubrir en Cristo al Hombre-Dios, y no a un forastero desconocido.

Por su parte, los discípulos de Emaús se muestran con la misma actitud de falta de fe en las palabras de Jesús, que revelaba María Magdalena, y al igual que ella, se encuentran desesperanzados y tristes por la muerte de Jesús, como si Jesús no hubiera resucitado. No creen en Cristo resucitado, a pesar de haber recibido ya la noticia. Será necesario que Cristo les infunda el Espíritu, a través de la Eucaristía, para que lo reconozcan.

Muchos en la Iglesia, tanto laicos como sacerdotes, a pesar de haber recibido el Catecismo, a pesar de haber recibido la Comunión sacramental, se comportan como los discípulos de Emaús, mostrándose tristes y sin esperanzas, al no creer en la resurrección de Jesús.

“¿No ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las Escrituras?”, se preguntan los discípulos de Emaús, recordando el ardor místico del corazón que les producía la cercanía de la Presencia de Jesús. Tal vez no experimentemos ese ardor místico que sintieron los discípulos de Emaús, pero no es necesario ya que, en cada Santa Misa, Jesús no solo está a nuestro lado, como estuvo al lado de los discípulos, sino que, más que eso, parte el Pan para nosotros, por medio del sacerdote ministerial y se nos entrega como Pan de Vida eterna.

lunes, 25 de abril de 2011

He visto al Señor



“He visto al Señor” (cfr. Jn 20, 11-18). Luego de su encuentro con Cristo resucitado, María Magdalena anuncia a los discípulos que “ha visto al Señor”. Es de las primeras en contemplar a Jesús resucitado, y con su testimonio, junto al de muchos otros, da inicio a la noticia más asombrosa que Iglesia alguna pueda anunciar al mundo, y es la de que Cristo ha resucitado.

María Magdalena ha hablado con Él, y se ha arrojado a sus pies, abrazándolos, en señal de adoración y de reconocimiento de su divinidad.

Sin embargo, esto sucede en un segundo momento; en un primer momento María Magdalena, que va, llorando y con angustia, en busca de Jesús muerto, al verlo por primera vez, confunde a Jesús con el jardinero. Debido a que lo que busca es un cadáver, al ver el sepulcro vacío, y al ver a Jesús y confundirlo con el jardinero, le pregunta lo que su lógica racional y humana le dicta: “Si el sepulcro está vacío, y aquí está el jardinero, no significa que haya resucitado; el jardinero se lo ha llevado a algún lugar”. En ningún momento, en este primer encuentro, se imagina ni sospecha siquiera María Magdalena que Jesús puede haber resucitado. ¿Por qué? Por que se deja guiar por su lógica humana, y porque ha olvidado la promesa de Jesús, de que habría de resucitar al tercer día. Por lo tanto, sin la luz de la fe, guiada sólo por su razón humana, María Magdalena se pierde en la oscuridad del espíritu, y no puede, desde sus tinieblas, contemplar la luz de Cristo resucitado.

Sólo cuando el mismo Cristo le comunique de su luz, en el mismo momento en el que le dice: “María”, la Magdalena será capaz de reconocerlo, y de contemplarlo en todo el esplendor de su Humanidad glorificada, divinizada, resucitada, lo cual la llevará a postrarse en adoración ante Jesús, abrazando sus pies.

Hoy, son muchos en la Iglesia los que repiten la actitud de María Magdalena en su primer encuentro con Jesús: buscan a un Jesús que no existe, un Jesús irreal; buscan a un Jesús muerto, a un cadáver, a un Jesús construido a la medida de la capacidad de sus razones humanas, cuyos estrechísimos límites no permiten ni siquiera imaginar un Dios encarnado, que muere y resucita para comunicar de su vida divina a los hombres.

Hoy, muchos en la Iglesia, se comportan como María Magdalena: debido a que han obscurecido la luz de la fe con la obscuridad y las tinieblas del racionalismo, y debido a que han rechazado toda posibilidad de vida sobrenatural, como la que brota de Dios Hijo, que es la vida que resucita el Cuerpo muerto de Jesús, creen en un Cristo construido a medida de sus razonamientos, un Cristo muerto, incapaz de dar vida nueva a los hombres, y así, lloran amargamente ante el vacío existencial que la vida post-moderna les propone.

Hoy, en la Iglesia, muchos en una Eucaristía que no es la Eucaristía, porque la reducen a los niveles de comprensión de la estrecha razón humana, y así, al ver la Eucaristía, la confunden con un poco de pan bendecido y en consecuencia, al comulgar, comulgan como si recibieran sólo un poco de pan bendecido y nada más.

Al igual que María Magdalena, que reconoce a Jesús sólo después de que le infunda la luz del Espíritu Santo, que le permite contemplarlo en su gloriosa realidad de resucitado, para no confundirlo nunca más con el jardinero, así también los miembros de la Iglesia, para no confundir la Eucaristía con un poco de pan bendecido, necesitan la luz del Espíritu Santo, que les abra los ojos del alma y los ilumine con la luz de la fe, para que lo contemplen en su gloriosa realidad de resucitado en la Eucaristía.

“He visto al Señor”, dice María a los discípulos, luego de ser iluminada por el Espíritu Santo, al encontrarse personalmente con Cristo en el Jardín de la Resurrección.

“He visto al Señor en la Eucaristía”, debe decir el bautizado, al ser iluminado por el Espíritu Santo, al encontrarse personalmente con Cristo Eucaristía en el Nuevo Jardín de la Resurrección, el altar eucarístico.

domingo, 24 de abril de 2011

Los cristianos debemos anunciar, llenos de alegría, que Cristo resucitado está en la Eucaristía

Así como las mujeres anunciaron con alegría
que Cristo resucitó,
así los cristianos debemos anunciar,
al mundo,
que Cristo resucitado está en la Eucaristía.

“Las mujeres, llenas de alegría, corrieron a anunciar que el sepulcro estaba vacío (cfr. Mt 28, 8-15).

La experiencia del Domingo de Resurrección de las santas mujeres, es decir, el hecho de contemplar el sepulcro vacío, el llenarse de alegría por esto, y correr a anunciar a los demás lo que había sucedido, inicia, en esencia, la misión misma de la Iglesia. Como las mujeres, que se llenan de alegría al comprobar que Cristo ya no está en el sepulcro, y que inmediatamente van a anunciar la noticia a los demás discípulos, así la Iglesia, en el tiempo y en la historia humana, contemplando con la luz de la fe el misterio de la muerte y resurrección del Hombre-Dios, y asistida por el Espíritu Santo en la certeza indubitable de esta verdad de fe, llenándose Ella misma de júbilo y de alegría por este hecho, que concede a la humanidad un nuevo sentido, un sentido de eternidad, va a misionar al mundo, anunciando la alegre noticia: Cristo ha resucitado.

Sin embargo, en el anuncio de las piadosas mujeres, si bien inicia la misión de la Iglesia, debe ser completado con un anuncio todavía más sorprendente, todavía más asombroso, todavía más maravilloso, que el hecho mismo de la Resurrección. La Iglesia tiene para anunciar al mundo un hecho que, podríamos decir, supera a la misma resurrección, y es algo del cual la Iglesia, y sólo la Iglesia, es la depositaria y, aún más, Ella misma protagonista, porque este hecho se origina en su mismo seno.

La Iglesia no sólo anuncia, con alegría sobrenatural, el mismo anuncio de las mujeres piadosas, es decir, el hecho de que Cristo ha resucitado, y que el sepulcro de Cristo está vacío: la Iglesia anuncia, con alegría y asombro sobrenatural, que el sepulcro de Cristo está vacío, y que por lo mismo, ya no ocupa más la piedra del sepulcro con su Cuerpo muerto, porque Cristo ha resucitado, porque ahora, con su Cuerpo glorioso, además de estar en el cielo, está de pie, vivo, glorioso, resucitado, sobre la piedra del altar, en la Eucaristía, y la Iglesia es protagonista, porque el prodigio de la resurrección del Domingo de Pascuas, se renueva en cada Santa Misa, en donde ese Cuerpo resucitado el Domingo, es el mismo Cuerpo en el que se convierte el pan luego de la transubstanciación.

La Iglesia entonces no solo anuncia lo que anunciaron las piadosas mujeres de Jerusalén, que el sepulcro está vacío, que en la piedra sepulcral ya no está el Cuerpo muerto de Jesús, sino que anuncia, además, que el Cuerpo vivo, glorioso, luminoso, lleno de la vida de la Trinidad, se encuentra en la piedra del altar eucarístico, en virtud del sacramento del altar, la Eucaristía.

“(con la llegada de la luz del sol) Las mujeres, llenas de alegría, corrieron a anunciar que el sepulcro estaba vacío”. Dice el Evangelio que las mujeres, ayudadas por la luz del sol, al clarear el nuevo día, luego de ver vacía la piedra del sepulcro, corren, llenas de alegría, a anunciar que Cristo ha resucitado.

De los cristianos deberían decirse: “Los cristianos, luego de contemplar, con la luz del Espíritu Santo, que la piedra del altar está ocupada con el Cuerpo de Cristo resucitado en la Eucaristía, llenos de alegría, corren a anunciar al mundo, con sus obras de misericordia, que Cristo ha resucitado y está, vivo y glorioso, en la Eucaristía”.

sábado, 23 de abril de 2011

Domingo de Resurrección

Cristo ha resucitado,
Ya no está más
con su Cuerpo muerto
en el sepulcro.
Ahora está vivo, para siempre,
con su Cuerpo vivo y glorioso,
lleno de la luz y del Amor de Dios,
en los cielos
y en la Eucaristía.


El Domingo de Resurrección no se entiende si no se lo considera en una unidad místico-real con el Viernes Santo y el Sábado Santo. Los tres días forman una sola unidad, la cual, comenzando en el tiempo, finaliza en la gloriosa eternidad de Dios Uno y Trino.

Para contemplar la Resurrección del Señor, es necesario retomar previamente a partir los últimos momentos del Viernes Santo. Teniendo esto en consideración, podemos unirnos espiritualmente al Sacro Triduo Pascual, para contemplar el misterio de la muerte y resurrección del Hombre-Dios.

En el Viernes Santo, todo es dolor, llanto, tristeza y amargura, porque ha muerto el Hombre-Dios. Ha sucumbido, agotadas sus fuerzas físicas, ante el embate de la furia deicida del hombre sin Dios. Su Cuerpo, llagado de pies a cabeza, surcado por miles de heridas, cubierto de moretones y golpes, se ha rendido, agotado por tanta saña humana.

Su Corazón ha dejado de latir, después de bombear hacia fuera toda la sangre que había en el Cuerpo. Jesús ha cerrado los ojos, el Dios de la vida ha muerto.

A los pies, la Madre de los Dolores llora en silencio, oprimido su Inmaculado Corazón por las espinas que son los pecados de los hombres, los que han matado a su Hijo. Los hombres le han quitado a su Hijo, y le han ofrecido a cambio un dolor quemante, las lágrimas de agua y sal que surcan el rostro de la Dolorosa.

Juan y los amigos de Jesús bajan su Cuerpo de la cruz, lo entregan a la Madre, para que lo abrace por última vez y la Madre, recordando de cuando de niño lo acunaba entre sus brazos, lo mece suavemente, con infinito dolor, antes de entregarlo para que sea sepultado.

La Virgen María acompaña al cortejo fúnebre, encabezado por Juan, que conduce al Cuerpo muerto de Jesús al sepulcro cedido por José de Arimatea.

Al entrar, sólo una tenue luz los ilumina, la luz de una antorcha, colocada en una pared. El sepulcro está excavado en roca, y posee una especie de camastro en donde se coloca el Cuerpo del Señor. La Virgen María, Juan, las mujeres piadosas, y los demás amigos de Jesús, lloran y rezan en silencio, de pie, por unos momentos, hasta que se retiran. Se llevan la antorcha que iluminaba el lugar, cierran la pesada piedra que hace de puerta, y se retiran, dejando el interior del sepulcro en completa oscuridad, y en silencio.

Permanecemos de rodillas, en respetuoso silencio, a un costado de Jesús, muerto, amortajado, y ungido con perfumes.

Sólo silencio y oscuridad reinan en la bóveda mortuoria.

De pronto, sucede lo inimaginable, lo insólito, lo inaudito: una luz, suave, blanca, se enciende en el pecho de Jesús, a la altura de su Sagrado Corazón, y a la par que se enciende, el silencio del sepulcro es roto por un delicado ruido, un golpetear rítmico que no se detiene, que llena de esperanza y de alegría a quien lo escucha: ¡es el Corazón de Jesús, que ha comenzado a latir! Ya no hay silencio y oscuridad en el sepulcro: han sido reemplazados por la luz del Corazón de Jesús, y por el dulce sonido de su latir.

Poco a poco, la luz que brota del Corazón se expande, rápidamente, y en todas direcciones, por el Cuerpo muerto de Jesús, llenándolo de luz y de vida a medida que lo invade: es la vida y es la luz de Dios Uno y Trino. ¡Jesús ha resucitado! Y con su resurrección, ha vencido a los tres enemigos del hombre: el demonio, el mundo y la carne, y por eso es que la resurrección de Jesús representa el momento de la liberación del hombre, y no solo eso, sino que representa también el momento del ingreso y de la incorporación del hombre a la vida íntima de Dios Uno y Trino, por la gracia.

Un poco más tarde, las santas mujeres descubrirán que el sepulcro está vacío, ya que verán la sábana vacía y el sudario doblado, y serán los ángeles quienes les dirán que Jesús no está en el sepulcro, porque ha resucitado. Ellas avisarán a los demás, principalmente a Pedro y a Juan, quienes comprobarán con sus propios ojos la noticia de la resurrección de Jesús.

Desde entonces, esta es la misión de la Iglesia: anunciar que el sepulcro está vacío, porque Cristo ha resucitado, y que su Cuerpo, muerto y frío, ya no está más en la piedra de la tumba, porque está de pie, vivo, glorioso, resucitado, con su Corazón palpitando con la luz, la gloria, la vida, la alegría y el Amor divino, en otra piedra, en la piedra del altar, en la Eucaristía. Su Cuerpo ya no está en el sepulcro, el sepulcro está vacío, porque su Cuerpo está vivo, glorioso, en otra piedra, la piedra del altar, en la consagración eucarística. Cristo ha desocupado el sepulcro, para ocupar el altar.

Nuestro corazón es como el sepulcro que José de Arimatea prestó a Jesús (cfr. Mt 27, 60): es duro, frío, y se encuentra a oscuras sino lo ilumina la luz de la gracia.

Preparémoslo convenientemente, con la ayuda de la gracia, por medio de la fe y de la oración, de las obras buenas y de la mortificación, para que en él resucite Cristo y lo ilumine con su luz, con su gloria, con su alegría y con su Amor.

jueves, 21 de abril de 2011

Viernes Santo


Adoramos la Santa Cruz
porque el Viernes Santo
quedó empapada
con la Sangre de Jesús.

En el Viernes Santo, todo es desolación, tristeza, dolor y desamparo. Ha muerto el Hijo de Dios, a manos de los hombres. Hasta el cielo se viste de duelo, con densas nubes negras que oscurecen la luz del sol. Tan oscuro se pone el día, que parece de noche, pero no son más que las tres. Un viento frío, que traspasa los huesos, y su silbo suave que suena a lamento, es lo único que se escucha en el Monte Calvario.

Ya no está, en el Monte Calvario, la Madre del Amor hermoso, convertida en Madre de los Dolores; se ha marchado, caminando con pesar, con el Corazón atravesado de dolor, acompañando la procesión fúnebre de los amigos de Jesús, que llevan su Cuerpo, muerto y frío, hasta el sepulcro.

Todos los demás, aquellos que insultaron a Jesús y lo golpearon hasta hacerlo desfallecer, que no pararon con sus insultos y sus golpes hasta que lo mataron en la cruz, todos, todos ellos, se fueron, apenas tembló la tierra, en señal de dolor por la muerte del Hombre-Dios.

Solo queda la cruz, erguida en soledad, en la cima del Monte Calvario, en lo más alto del Monte del Dolor. Sólo la cruz se yergue, desde la tierra hacia el cielo, uniendo ambos con sus extremos, y abrazando al mundo con el travesaño horizontal.

Es sólo una cruz de madera dura, pero a partir de que en ella murió el Hombre-Dios, se ha transformado en la Santa Cruz. De leño seco e instrumento de tortura, de vergüenza y de muerte, se transformó en lugar de descanso, de gloria y de vida, porque en ella murió Dios Hijo encarnado.

Antes, la cruz significaba desesperación, dolor sin sentido, escarnio y burla; ahora, porque en ella murió el Salvador de los hombres, la cruz es esperanza, alivio del sufrimiento, porque el sufrimiento y el dolor se vuelven salvíficos, y participación en la gloria divina.

Para los hombres, la cruz era ignominia; el Hombre-Dios, al morir en ella, la convierte en gloria venida de los cielos, del Ser mismo de Dios.

La cruz significaba castigo, muerte, alejamiento de Dios para siempre; desde que Cristo murió en ella, significa recompensa, vida, unión con Dios por la eternidad.

¿Por qué?

Porque el Hombre-Dios murió en ella, y Dios todo lo transforma y lo convierte, con su poder, con su Sabiduría y con su Amor infinitos y eternos.

La cruz era, antes de Jesús, un duro lecho de muerte sin esperanza, y era el preludio del apagarse de la vida y el encenderse de la oscuridad sin fin; a partir de Jesús, la cruz es suave yugo para el alma, Puerta Santa y Portal Eterno, que se abre a los cielos para dar paso a la eternidad feliz en la Trinidad, y es el preludio del brillar de la vida divina en el alma que muere al mundo para vivir en Dios Uno y Trino.

La cruz era sólo madera, y era despreciable; desde Jesús, la Cruz es Santa y Adorable, porque está empapada con la Sangre roja, fresca, santa, del Cordero de Dios.

Y besamos y adoramos la Santa Cruz, y la amamos con toda la fuerza de nuestro pobre ser, porque el Viernes Santo quedó empapada con la Sangre del Cordero de Dios.

martes, 19 de abril de 2011

Miércoles Santo

Que Cristo convierta con su gracia,
a nuestro corazón,
en un Nuevo Cenáculo,
en donde inhabite Él para siempre,
en el tiempo y en la eternidad.

¿Dónde prepararemos la Cena Pascual?” (cfr. Mt 26, 14-25). Los discípulos preguntan a Jesús dónde se celebrará la Cena Pascual. Debe ser un lugar muy especial, porque allí el Hombre-Dios Jesucristo, ofrecerá al mundo el don supremo de su Amor, la Eucaristía.

El Cenáculo de la Última Cena será testigo de la muestra máxima de amor que un Dios puede hacer por su criatura; en el Cenáculo de la Última Cena, Dios Uno y Trino obrará el prodigio más asombroso de todos sus prodigios asombrosos, el prodigio que brota de las entrañas de su Ser divino, la conversión del pan en el Cuerpo y el vino en la Sangre de Jesús; en el Cenáculo, Dios Padre, junto a Dios Hijo, espirarán el Espíritu Santo, a través de Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, para convertir la materia inerte y sin vida del pan y del vino, en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, quien de esta manera cumplirá su promesa de permanecer en el seno de su Iglesia “todos los días hasta el fin del mundo” (cfr. Mt 28, 20); en el Cenáculo de la Última Cena se cumplen las palabras del Apocalipsis: “Yo hago nuevas todas las cosas” (cfr. 21, 5), porque nunca antes un Dios había decidido quedarse entre los hombres bajo la apariencia de pan; nunca antes un Dios se había encarnado y dado su vida en cruz, y derramado su Sangre, y con su Sangre efundido su Espíritu, y nunca antes había existido una Cena Pascual en la que todo este maravillosísimo prodigio del Amor divino se renovaría, una y otra vez, cada vez que se hiciera memoria de ella; nunca antes una cena pascual, era al mismo tiempo un sacrificio, y un sacrificio de cruz, por el cual toda la humanidad no sólo es salvada del abismo de las tinieblas, sino que es conducida al seno de Dios Uno y Trino.

Nunca antes un Dios había dejado
su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad
en algo que parece pan, pero no lo es.

El Cenáculo de la Última Cena es un lugar especial, porque en él es Dios Padre en Persona quien prepara el banquete con el cual habrá de agasajar a sus hijos pródigos, los hombres: al igual que en la cena pascual de los judíos, en la que se servía carne de cordero asada, hierbas amargas, pan ázimo y vino, en esta cena Dios Padre también servirá unos manjares parecidos, pero mucho, mucho más exquisitos: Dios Padre servirá carne de Cordero, pero no la de un animal, sino la carne del Cordero de Dios, el Cuerpo resucitado de su Hijo Jesús; servirá hierbas amargas, pero no las que se cultivan en la huerta, sino las hierbas amargas de la tribulación de la cruz; servirá pan sin levadura, pero no el que se amasa con harina y agua, sino el Pan que es el Cuerpo de Cristo, el Pan que da la Vida eterna, el Pan que contiene y comunica la vida misma de Dios Trinidad; servirá vino, sí, pero no el vino que se obtiene de la vid de la tierra, sino el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, un Vino Nuevo, que se obtiene de la vendimia de la Pasión; un Vino que se obtiene al triturar la Vid celestial, Jesucristo, y este Vino es su Sangre, que se sirve en la Última Cena, en el cáliz de bendición, y se derrama en la cruz; es un Vino verdaderamente celestial, porque no es vino sino Sangre del Cordero, y como es Sangre del Cordero, tiene dentro de sí al Espíritu Santo, el Amor de Dios.

¿Dónde prepararemos la Cena Pascual?”. Él contestó: ‘Vayan a la ciudad, a la casa de Fulano, y díganle: ‘El Maestro dice: Mi hora ha llegado. Deseo celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos’”. Los discípulos hicieron como Jesús les mandó, y prepararon la habitación, la cual se transformó, por la Presencia de Cristo en ella, de simple habitación de una casa común, en el Cenáculo de la Última Cena, en donde Cristo dejó la muestra de su Amor misericordioso, la Eucaristía. La Presencia de Jesús convirtió a la habitación del dueño de casa, en el lugar más preciado para los cristianos, porque allí el Hombre-Dios celebró su Pascua, por medio de la cual nos salvó y nos dejó su Presencia Eucarística.

En la Última Cena, Jesucristo nos deja
la suprema muestra de amor,
la Eucaristía,
que es su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.

Pero si ayer eran los discípulos quienes preguntaban a Jesús dónde preparar la Última Cena, hoy es la Iglesia quien nos hace la misma pregunta: “¿Dónde prepararemos la Cena Pascual?”. Y es Jesús quien nos dice: “Deseo celebrar la Pascua en tu casa”. Cristo desea celebrar la Pascua en nuestra casa, en nuestra alma, en la habitación más preciada de esta casa, el corazón, y desea transformar, con su Presencia, nuestro corazón, de simple corazón humano, en un corazón que sea la imitación y prolongación de su propio Corazón. Nuestra casa es nuestra alma, nuestro corazón, y Cristo quiere inhabitar en él, quiere hacer de él un Nuevo Cenáculo, en donde inhabitar para siempre.

Dispongamos entonces el corazón, en Semana Santa, con oración, penitencia, ayunos, sacrificios, obras de misericordia, para que Cristo convierta, con su gracia, nuestro corazón en un Cenáculo en donde permanezca Él para siempre, en el tiempo y en la eternidad.

lunes, 18 de abril de 2011

Martes Santo

La posesión demoníaca de Judas Iscariote
en el momento de la comunión
en la Última Cena,
figura de los cristianos mundanos
que comulgan sin conciencia de lo que reciben,
y sin amor a Jesús Eucaristía.


“Uno de ustedes me va a entregar” (Jn 13, 21-33). En el transcurso de la Última Cena, horas antes de la cruz, Jesús anuncia que uno de los Apóstoles, uno de los que lo rodean, uno de los que ha compartido con Él tres años de actividad apostólica, uno de los que más cerca ha estado de Él, y que ha recibido de primera mano la Buena Noticia del Reino de Dios, del amor sobrenatural a Dios y al prójimo, habrá de traicionarlo, entregándolo a sus enemigos para que estos, por medio de un juicio inicuo, lo crucifiquen.

¡Cuánto dolor, cuánta tristeza, cuánta amargura, le provoca a Jesús la traición de Judas Iscariote! Jesús había depositado en él su confianza, le había brindado su amistad, le había permitido pasar horas y horas de enseñanza privilegiada al lado suyo, y Judas responde con una traición.

Judas Iscariote fue un privilegiado del amor divino; fue elegido entre cientos de miles, para ser discípulo, apóstol, amigo, sacerdote de Jesucristo, y por este solo hecho, recibió de Cristo una muestra de amor que excedió en mucho a la de muchos, y sin embargo, Judas lo traiciona. Prefiere la frialdad metálica de las treinta monedas de plata, a la compañía cálida del Corazón de Jesús; prefiere la compañía de los miembros del Sanedrín, aliados de las tinieblas, a la claridad de la Presencia del Hombre-Dios; prefiere la bajeza innoble de la traición, a la amistad clara y sincera con Jesús.

La causa del comportamiento artero y traicionero de Judas, es su corazón, que ha sido envuelto en tinieblas, pero no porque le hubiera faltado la asistencia o la compañía de Jesús, sino porque voluntariamente prefirió las tinieblas a la luz, y porque su corazón está envuelto en tinieblas es que, al comulgar, no recibe a Dios, sino a Satanás: “Cuando Judas tomó el bocado, entró en el él Satanás” (cfr. Jn 13, 27). La terrible consecuencia de la comunión con el Príncipe de las tinieblas la describe el evangelista más adelante: “(después de comulgar con el demonio) Judas salió. Afuera era de noche” (cfr. Jn 13, 30). El evangelista se refiere a la noche cosmológica, la que sobreviene al mundo cuando se oculta el astro sol, pero se refiere ante todo a las tinieblas infernales, en las cuales voluntariamente se interna Judas, al rechazar el luminoso Amor de Jesús. Se trata de una descripción clarísima de una posesión demoníaca, la posesión del alma de Judas por Satanás.

Lamentablemente, la historia se repite hoy, y es así como se han multiplicado los judas, que reciben a Cristo Eucaristía con un corazón totalmente envuelto en tinieblas, inclinado a las cosas del mundo, al dinero, al placer, al ocio, a la pereza, a todo género de vicios y de pecados; hoy son innumerables los cristianos que reciben la comunión sin saber lo que reciben, sin conciencia, sin arrepentimiento, sin disposición, y sobre todo, y en esto es en lo que más imitan estos modernos judas a Judas Iscariote, sin el amor necesario para encontrarse con Jesús.

En los modernos judas, tal vez no entre el demonio, como sí pasó efectivamente con Judas Iscariote, que quedó efectivamente poseído por el espíritu del mal, pero han pactado, en el interior y en secreto, con las tinieblas, y por eso, al momento de comulgar, no solo no reciben la luz de Cristo Eucaristía, sino que sus corazones se ven envueltos por una oscuridad que se vuelve, con cada comunión, más y más tenebrosa.

Esto es así, en la realidad, porque la dolorosa Pasión de Jesús permanece en estado actual frente a cada uno: aunque vivamos a dos mil años de distancia, lejos geográfica y temporalmente de lo sucedido hace dos mil años en Palestina, la Pasión, en el misterio de la divinidad de Cristo, es tan actual, que está frente a cada uno de nosotros, y es por este misterio que Cristo está frente a nosotros, siendo una y otra vez traicionado, humillado, insultado, golpeado, flagelado hasta casi morir.

Y nosotros, como cristianos tibios, sólo pensamos en pasarla bien en Semana Santa.

domingo, 17 de abril de 2011

Lunes Santo

María llorando a los pies de Jesús
es figura del alma
que llora sus pecados
por la contrición del corazón

“María ungió los pies de Jesús con perfume de nardo” (cfr. Jn 12, 1-11). Todo el pasaje del Evangelio está cargado de un tinte funesto, puesto que está centrado en una muerte, en un asesinato, que es en realidad un deicidio, la muerte de Jesús en cruz, a manos de los fariseos y de los judíos. En primer lugar, es Jesús quien habla de su propia muerte –“No siempre me tendréis entre vosotros”-, y luego, hacia el final del pasaje, son los mismos fariseos quienes, deciden matar también a Lázaro, ya que antes ya habían decidido matar a Jesús.

Jesús profetiza acerca de su muerte luego de la intervención falsa de Judas Iscariote; ante su queja fingida, de que se desperdiciaba un perfume costoso que podría haber servido para ser vendido y dar el dinero a los pobres, Jesús explica el sentido de la acción de María: lo que ella está haciendo es un anticipo de lo que luego se hará con su cadáver, una vez retirado de la cruz: será ungido con perfumes, según la usanza judía.

Jesús profetiza, de esta manera, su muerte en cruz, muerte que será facilitada por Judas Iscariote, el mismo que ahora finge interés por los pobres. Es así como todo el Evangelio habla de muerte, y es la muerte de Jesús: Jesús habla de su muerte, y los fariseos hablan también de muerte.

Pero como el mismo Jesús lo dice, la acción misma de María -algunos autores sostienen que no se trata de María, una de las hermanas de Lázaro, sino de María Magdalena- habla también de muerte, y presagia las horas amargas de la Pasión del Señor, que habrán de ser vividas pocos días después, cuando Jesús muera en la cruz el Viernes Santo.

La unción de María prefigura otra unción, la unción que la Virgen hará sobre el cuerpo muerto de su Hijo, al ser descendido de la cruz, solo que aquello con lo que lo ungirá, será algo distinto: en vez de perfume de nardos, es decir, un perfume extraído de una flor, muy preciado por lo exquisito de su fragancia y de elevado precio por su escasez, la Virgen derramará sobre su Hijo muerto las lágrimas de su amor, que perfumarán el cuerpo de Jesús con un aroma exquisito, porque provienen de la Flor Inmaculada, el Corazón de María, que se encuentra única y exclusivamente en el jardín de los cielos, el seno de Dios Padre, y que es lo más preciado por Dios Padre, porque es la única entre todas las criaturas, capaz de dar tan exquisito aroma, el aroma de su amor de Madre de Dios.

“María ungió los pies de Jesús con perfume de nardo”. La imagen de María, hermana de Lázaro, ungiendo los pies de Jesús con perfume de nardos, y secándolos con sus cabellos, es anticipo de la unción que hará la Virgen, con su amor de Madre, del cuerpo muerto de su Hijo Jesús, al ser bajado de la cruz, y es imagen también de la Iglesia en el Viernes Santo, que llora la muerte de su Esposo, el Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo, y lo unge con su dolor; muerte que es simbolizada con la postración del sacerdote ministerial, signo de que el Dios de los cielos ha muerto en la cruz.

Pero María ungiendo los pies de Jesús, es también figura del alma que, en el Viernes Santo llora la muerte de su Señor, y llora también por sus pecados: el frasco de alabastro que se rompe y deja escapar el perfume, es figura del corazón que, recibida la gracia del dolor de los pecados, a la vista de las ofensas cometidas contra su Dios y Señor, se duele, se lamenta y se quiebra en llanto, dejando escapar el perfume de la contrición, expiando sus ofensas con lágrimas de arrepentimiento y de amor hacia Jesús.

María llorando a los pies de Jesús es figura del alma que por la contrición del corazón llora sus pecados.