sábado, 28 de mayo de 2011

El Espíritu de la Verdad dará testimonio de Mí


“El Espíritu de la Verdad dará testimonio de Mí” (Jn 15, 16-26). Jesús está profetizando a sus discípulos las tribulaciones y las angustias que les sobrevendrán por el hecho de ser discípulos de Él. Serán perseguidos, encarcelados, azotados, muchos recibirán la muerte –“creerán dar gloria a Dios”- por causa suya.

¿A qué se debe esta persecución que sufrirán los miembros de su Iglesia? La persecución final –la suprema tribulación, antes del Juicio Final- será por el hecho de ser “cristianos”, es decir, seguidores suyos. Pero también aquí debemos tener cuidado de no rebajar el sentido y el significado de los acontecimientos que Jesucristo profetiza. Muchos seguidores de los líderes de la tierra, una vez depuesto su líder, han sufrido también la persecución por parte de sus enemigos. Pero aquí se trata de un caso similar sólo en la apariencia. Jesús no es un líder carismático más, como mucho de los que aparecen en la historia, y la unión que Él establece con sus seguidores o discípulos no es simplemente moral: por el Espíritu que Él como Hombre-Dios junto a su Padre sopla sobre sus discípulos –“el Espíritu del Padre que Yo os enviaré”-, los discípulos se ven transformados en una copia suya, y el conjunto de ellos, forma la Iglesia, el Cuerpo Místico de Jesús. La unión entre los seguidores de Jesús y Él por el Espíritu recibido, es tan intensa, real y profunda, que ellos pasan a ser parte del cuerpo suyo místico: Él es la Cabeza, ellos son los miembros, y como miembros de un mismo cuerpo, están animados por un mismo Espíritu, el Espíritu de la Cabeza, el Espíritu de Jesucristo, que es el Espíritu del Padre y del Hijo. Así como la Cabeza fue crucificada, así, en el misterio de los tiempos, el cuerpo debe también ser crucificado, para recibir, como la Cabeza lo recibió estando ya muerto en el sepulcro, el soplo de vida del Espíritu y el Espíritu mismo, que les dará la misma vida eterna que posee la Cabeza, Jesucristo.

Es el Espíritu Santo el que obra la unión, la conformación y la configuración del alma del bautizado a Cristo; es el que obra la identificación espiritual y mística con Cristo[1], que hace que el bautizado, aún conservando su propia persona, su propia personalidad y su propio ser, no sea ya más él, sino otro Cristo; es el Espíritu Santo el que hace de cada bautizado un mismo cuerpo y un mismo espíritu con el cuerpo y el espíritu de Cristo, haciéndolo ser un miembro suyo real, que vive en el mundo sin ser del mundo, por estar animado por el Espíritu de Cristo. Y porque está animado por el Espíritu de Cristo, porque es Cristo mismo en Persona que con su Espíritu mora en él, el cristiano está llamado a seguir la misma suerte de Cristo: la persecución y el martirio en todas sus formas, sea cruento o incruento.

Ese Espíritu, que inhabita en el alma de todo bautizado, que inhabita en la Iglesia como Alma de la Iglesia, ese mismo Espíritu, que obra la conversión del pan en el cuerpo de Cristo, es el que dará testimonio de Cristo, Hijo del Padre, en las horas de la suprema tribulación, de la persecución final de la Iglesia, en los últimos días: el Espíritu hablará a través de los miembros del cuerpo de Cristo, y dará testimonio ante el mundo de la divinidad de Cristo. El testimonio del Espíritu, a través de los miembros perseguidos de la Iglesia, será el preludio de la aparición definitiva de Jesucristo como Juez Universal, último día de la historia humana, e inicio de la eternidad de Dios.


[1] Cfr. Yves M.-J. Congar, El Espíritu Santo, Editorial Herder, Barcelona 1991, 307.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Permanezcan en mi amor

La crisis del mundo pos-moderno
es causada por los cristianos
que han olvidado las palabras de Jesús:
"Permaneced en mi amor",
y ya no aman
ni al hombre ni a Dios.


“Permanezcan en mi amor” (cfr. Jn 15, 9-11). Antes de volver al Padre, Jesús deja el mandato del amor: “Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado” (Jn 13, 34), y les recomienda permanecer en su amor: “Permanezcan en mi amor”, para que su misma alegría esté con ellos: “Para que mi alegría esté en ustedes”.

Según este mandato de Jesús, un discípulo de Cristo debería ser reconocido por un no-cristianos, por la fidelidad a su legado. En otras palabras, quien no conoce a Jesucristo, debería reconocer que alguien es cristiano, no tanto por sus sermones, sino porque obra la misericordia para con su prójimo: da de comer al hambriento, de beber al sediento, de vestir al que no tiene con qué; da un consejo a quien lo necesita; visita a los enfermos; visita a los presos; es honesto; es paciente; es generoso; es veraz; es caritativo.

La gran crisis del mundo pos-moderno de hoy, se debe, en gran medida -si no en su totalidad-, a que los cristianos no han entendido, o no han querido entender, o directamente ni siquiera se han enterado, cuál es la esencia de la religión de Jesús: la caridad, el amor sobrenatural al prójimo y a Dios, que se demuestra por obras.

Si los cristianos fueran verdaderamente cristianos, es decir, si permanecieran en el amor de Cristo buscando, según su estado de vida, cumplir el mandato de Jesús de “permanecer en su amor”, es decir, de amar, con su mismo amor, a Dios y al prójimo, el mundo sería un lugar muy distinto: no existirían abortos, separaciones, divorcios, infidelidades; no habría eutanasia; no habría drogadicción; no habrían guerras; no habría hambre en el mundo; no habría consumismo desenfrenado, ni gente abandonada en los hospitales, en las calles y en las cárceles; no habrían padres maltratados por sus hijos, ni hijos abandonados por los padres; no habrían templos vacíos, ni sagrarios abandonados.

Pero los cristianos, lamentablemente, no han escuchado las palabras de Jesús: “Permanezcan en mi amor, para que mi alegría esté en ustedes”.

Los cristianos no aman, ni a Dios ni al prójimo, y por el contrario, se aman a sí mismos de modo egoísta, y así han contribuido de modo decisivo, con su fallo total, a crear un mundo también egoísta, materialista, que solo busca el placer, el poder, el poseer, el dinero, las riquezas.

Solo los cristianos son los culpables del mundo actual, porque es cierta la frase de Jesús: “Si la sal pierde su sabor, ¿con qué se salará?” (Mt 5, 13-16).

“Permanezcan en mi amor, para que mi alegría esté en ustedes”. Desde la Eucaristía, una y otra vez, Jesús nos vuelve a repetir lo mismo que dijera a sus discípulos. En nosotros está querer comprender, o hacer como si no escucháramos nada.

lunes, 23 de mayo de 2011

La paz les dejo, mi paz les doy

La paz de Cristo,
donada en cada Santa Misa,
prepara al alma
para el encuentro personal
con Dios Uno y Trino
en la eternidad.

“La paz les dejo, mi paz les doy” (cfr. Jn 14, 27-31a). Antes de morir en la cruz, Jesús deja enormes dones para su Iglesia: su Amor, la Eucaristía, el Sacerdocio ministerial, y entre estos inmensos dones, la paz.

La paz de Jesús no es la paz del mundo, la que se construye sobre la base de tratados de amistad entre los pueblos; no es la paz de la guerra, esa paz endeble que se sostiene por la fuerza de las armas; no es la paz de quien simplemente se ha cansado de litigar, y decide dejar de pelear.

La paz de Cristo es otra paz, es la paz que da Él, no “como la da el mundo” (cfr. Jn 14, 27), porque la paz mundana es una paz superficial; la paz de Cristo es la paz que brota del perdón de Dios al hombre. En Cristo, Dios Padre perdona al hombre, no le tiene en cuenta sus ofensas, sus ultrajes, su falta de amor, incluso hasta su odio deicida, aquel odio que lo lleva a crucificar y a matar al Hombre-Dios. La paz de Cristo no es ni para un hombre, ni para un pueblo, ni para una generación, sino para toda la humanidad, enemistada con Dios desde Adán y Eva.

La paz de Cristo abarca a todos los hombres de todos los tiempos, y a diferencia de la paz de los tratados humanos, impuestos por los más fuertes luego de una guerra, es decir, como consecuencia del poder de la violencia y de las armas, la paz de Cristo es una paz basada en el Amor divino, que es quien vence en la lucha entre el Mal, surgido del corazón angélico y del corazón humano, y el Bien, que brota del Corazón único de Dios Trino como de una fuente inagotable.

La paz de Cristo es la paz que Dios concede a todo hombre, y por medio de esta paz, declara no solo finalizada para siempre la enemistad con la humanidad, iniciada por los primeros Padres en el Paraíso, sino que declara una nueva etapa en la relación entre Él y los hombres, una relación de amistad: “Ya no os llama siervos, sino amigos” (cfr. Jn 15, 13-15), tal como les dice Jesús en la Última Cena, relación que será sellada con la Sangre del Cordero de Dios, derramada en la cruz, donada anticipadamente en la Última Cena, y renovada en su don celestial en cada Santa Misa. Es este el sentido del saludo litúrgico de la paz, en la Misa, cuando el sacerdote dice: "Daos fraternalmente la paz" (cfr. Misal Romano).

La paz de Cristo no solo concede calma y tranquilidad al alma, sino que la prepara para el encuentro definitivo, en la eternidad, con Dios Uno y Trino. La calma que sobreviene al alma, como consecuencia de la paz de Cristo, es el preludio de la alegría que experimentan los bienaventurados, en la contemplación gozosa de la Trinidad por toda la eternidad.

El alma que recibe esta paz celestial, fruto del amor y del perdón divinos, no tiene ninguna excusa para no conceder la paz y el perdón a sus enemigos, porque es un requisito indispensable para gozar del Amor de Dios para siempre.

domingo, 22 de mayo de 2011

El Espíritu Santo les enseñará todo

El Espíritu Santo,
enviado por el Padre,
enseñará a los bautizados
que la Eucaristía
no es un pan bendecido,
sino Cristo Dios en Persona.

“El Espíritu Santo les enseñará todo” (cfr. Jn 14, 21-16). Jesús promete el envío del Espíritu Santo, una vez que Él haya pasado por su Pasión, muerte y resurrección. El Padre enviará, en su nombre, al Espíritu Santo, el cual ejercerá una tarea esencial para la Iglesia naciente: “les enseñará todo” a los discípulos.

Esta misión de enseñanza, por parte del Espíritu Santo, es absolutamente necesaria, pues los discípulos han demostrado no entender nada de lo que Jesús les dice.

En la tormenta que casi hunde la barca, los discípulos ven acercarse a Jesús, y gritan aterrorizados, pensando que es “un fantasma”; no entienden que se trata de Jesús en Persona, que viene caminando sobre las aguas.

En la Última Cena, ante la profecía de Jesús de su próxima muerte, y su paso al Padre, no entienden de qué está hablando, ni se dan cuenta de que Jesús está a punto de morir, y no entienden que Él es el camino al Padre. Tomás dice: “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo vamos a saber el camino?”.

En el Huerto, no entienden que Jesús necesita la ayuda de la oración y la compañía cercana de quien Él considera sus amigos, ante la inminencia de los dolorosos y amargos acontecimientos de la Pasión, y en vez de orar y estar cerca de Jesús, duermen. Luego, cuando Jesús sea arrestado, y conducido a golpes y patadas a la prisión, huirán todos, cobardemente, dejando solo a Jesús.

En el Monte Calvario, no entienden que el que allí muere, de muerte atroz y cruel, no es un maestro iluminado, que ha iniciado una nueva religión, sino el Hombre-Dios, que entrega su Vida por Amor, para derramar el Espíritu Santo sobre la humanidad entera.

Pero tampoco en la Resurrección entienden los discípulos de qué se trata: María Magdalena no entiende que está hablando con Jesús, y no con el jardinero, y los discípulos de Emaús, a pesar de estar hablando con el mismo Jesús resucitado en Persona, no entienden que es Él, lo cual les vale el reproche de Jesús: “Hombres necios y tardos de entendimiento”.

Tampoco entienden Pedro, Juan, y los demás discípulos, que ven a Jesús ya resucitado, en la orilla, hasta que Juan dice: “Es el Señor”.

Es por esto que es necesario e indispensable el envío del Espíritu Santo, por parte del Padre, en nombre de Jesús, para que enseñe a los discípulos acerca de los sublimes misterios sobrenaturales de la vida de Jesús, y es necesario e indispensable la Presencia del Espíritu Santo en las almas de los bautizados, para que entiendan que la Eucaristía no es un pan bendecido en una ceremonia religiosa, sino Cristo Dios en Persona.

viernes, 20 de mayo de 2011

Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida

Cristo en la cruz
es el Camino, la Verdad y la Vida;
es el Camino que conduce al Padre,
la Verdad del Amor de Dios,
la Vida eterna que se dona a los hombres.

“Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida” (cfr. Jn 14, 1-12). Antes de la Pasión, Jesús les anuncia a sus discípulos que habrá de partir “a la Casa del Padre” para “prepararles habitaciones” en las que ellos morarán por la eternidad; les dice también que, una vez que haya preparado los lugares destinados a ellos, volverá a buscarlos, para “llevarlos con Él”, para que estén, para siempre, donde está Él. Les dice que ellos “ya saben el camino” por donde Él irá y volverá de la Casa del Padre.

Los discípulos, que no entienden lo que Jesús les dice, piensan en los caminos polvorientos y pedregosos de Palestina, los que solían recorrer junto a Jesús, predicando el Evangelio, sanando a las gentes, expulsando demonios, resucitando muertos, multiplicando panes y peces. Los discípulos recorren, mentalmente, uno a uno, los caminos que han caminado junto a Jesús todo este tiempo, y no pueden entender cuál de ellos es el que conduce a la Casa del Padre.

Es por eso que Tomás, se da por vencido y pregunta a Jesús: “Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo vamos a conocer el camino?”.

Tomás tiene delante suyo el Camino que conduce al Padre, a su seno eterno, y no lo reconoce, porque piensa en caminos de tierra y de piedra, que conducen a destinos humanos y terrenos, mientras que Jesús está hablando de un Camino Nuevo, un Camino celestial, venido del cielo, que comienza en el cielo, en el seno del Padre, y finaliza en el cielo, en el seno del Padre. Es un camino desconocido para los hombres, porque se trata de Él mismo en Persona, pero es desconocido porque conduce a un destino inimaginable, impensable, tanto para un ángel como para el hombre: el seno de Dios Padre: “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por Mí”.

También a nosotros nos puede pasar lo mismo que a Tomás: tenemos en frente nuestro a Jesús, y no lo reconocemos como el camino al Padre, y al no reconocerlo, nos desviamos, con mucha frecuencia, por otros caminos, y comenzamos a recorrer sendas que nos alejan cada vez más de Dios.

Jesús es el Camino, y también es la Verdad y la Vida, y lo es en toda su vida, desde su Encarnación, pero es en la cruz en donde este Camino Real, celestial, está señalado y abierto, e invita a los hombres a ser recorrida.

Jesús en la cruz es el camino, y como todo camino, tiene dos extremos, un inicio y un final: inicia en Dios Padre, y finaliza también en Dios Padre, porque Él es el camino, el único camino, que conduce al Padre.

Pero hoy el mundo prefiere otros caminos, que también tienen un principio y un fin: son los caminos del mundo sin Dios; caminos vacíos de sentido, que conducen a ninguna parte, o más bien, conducen al abismo del cual no se retorna. Hoy los hombres han construido otro camino, que no es el humilde y sacrificado Camino de la Cruz, que es un camino de difícil recorrido, porque es en subida, y se necesita mucho esfuerzo para transitar por él, y son muy pocos los compañeros de viaje; el camino que los hombres han construido es un camino poderoso en apariencia, brillante y reluciente, porque está empedrado en oro y diamantes; ancho y espacioso, fácil de transitar, porque además es en pendiente, y son multitudes quienes se deslizan por él; Cristo en la cruz es el Camino que conduce a la felicidad eterna, pero los hombres no quieren transitar este camino, señalado con las huellas sangrientas del Via Crucis, y en cambio prefieren correr cuesta abajo por el ancho y espacioso camino del poder, del dinero, de la fama mundana, del placer, del tener, del materialismo.

“Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Cristo en la cruz es la Verdad Absoluta del Ser divino, que se auto-comunica a los hombres, concediendo a los hombres la Verdad acerca de Dios y acerca de los hombres: acerca de Dios, Cristo nos muestra el Amor del Padre, que dona a su Hijo hasta la muerte en cruz, para derramar su Espíritu de Amor sobre la humanidad, para perdonarla y así reconducirla a su seno; acerca del hombre, Cristo muestra la Verdad total del hombre, que le permite al hombre conocerse a sí mismo, como criatura convertida en hija adoptiva, por el don de la filiación divina, destinada a una vida de eternidad en compañía alegre y feliz con las Tres Personas de la Santísima Trinidad.

Pero hoy el mundo prefiere otras verdades, y no la Verdad de Cristo en la cruz; el hombre prefiere la verdad mezclada con el error; prefiere el relativismo, que es la verdad construida a la medida de cada uno, y así cada uno se construye el dios que quiere, que será el dios de la política, del fútbol, del poder, del dinero, del placer; hoy el mundo prefiere evitar las verdades de la otra vida, de la eternidad, que será vivida por cada uno, indefectiblemente, o en alegría o en dolor, y se construye en cambio las verdades a medias de este mundo, que llevan a creer que todo termina cuando termina el tiempo, y así cada uno, guiado por su propia verdad, construida a su medida y a su querer, se aleja de la Verdad absoluta de Dios revelada en Cristo Jesús.

“Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Cristo en la Cruz es la Vida, la Vida absolutamente divina, la Vida misma de la Trinidad, la Vida perfectísima y alegre de las Tres Divinas Personas, que se comunica al alma por medio de la gracia; pero hoy el mundo rechaza la Vida que Jesús da en la cruz, y prefiere vivir una vida sin Dios, y una vida sin Dios se convierte en una vida muerta, en una muerte en vida, en un vivir siempre y continuamente en la muerte. Cristo muerto en la cruz es, paradójicamente, la Fuente de la Vida eterna para las almas, y quien se acerca a Cristo crucificado, recibe no la muerte sino su Vida, la Vida plena, feliz, sobrenatural, que brota de su Corazón traspasado, pero hoy los hombres se alejan de Cristo, como si fuera la muerte y no la Vida, y así se alejan de la Fuente Inagotable de Vida, que brota de la cruz como de un manantial, para vivir la vida del mundo, y quien así vive, mundanamente, muere a cada paso, aún cuando crea estar vivo.

“Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Cristo en la cruz, Cristo en la Eucaristía, es el único Camino que debemos recorrer, la única Verdad que debemos creer, la única Vida que debemos recibir.

miércoles, 18 de mayo de 2011

El que compartía mi pan me ha traicionado

Jesús sigue siendo traicionado
por los modernos judas:
los que prefieren
el mundo y sus placeres
al mandato divino
de amar a Dios y al prójimo
como a uno mismo.


“El que compartía mi pan me ha traicionado” (cfr. Jn 13, 16-20). En el transcurso de la Última Cena, Jesús cita las Escrituras para manifestar su cumplimiento, que está sucediendo en ese mismo momento, en su Persona: ‘El que compartía mi pan me ha traicionado’. Se trata, ante todo de Judas Iscariote, uno de los discípulos, uno de los elegidos, uno de los sacerdotes, que ha tenido el privilegio, reservado a pocos, de compartir el Cenáculo con Jesús, que ha recibido de Jesús su amistad personal, su enseñanza, su compañía, su predilección. Judas comparte el pan con Jesús, pero igualmente lo traiciona. Todo esto a Judas no le importa: no le importa a Judas escuchar a la Palabra de Dios en Persona, hablando a través de una naturaleza humana; no le importa a Judas escuchar, del mismo Dios Hijo en Persona, el Sermón de las Bienaventuranzas, el camino a la feliz eternidad en compañía de las Tres Divinas Personas; no le importa a Judas la dulce compañía de Jesús de Nazareth; no le importa a Judas recostarse sobre su pecho, como hace Juan, el discípulo predilecto, para escuchar los latidos del Sagrado Corazón.

A Judas le importa escuchar la palabra de los fariseos, prototipos de los hombres vanos y soberbios, que dejan de lado a Dios y se olviden del hombre; más que el sermón de las Bienaventuranzas, que lo conduce a la feliz eternidad en compañía de la Trinidad, a Judas le importa la doctrina inventada por los hombres, que lleva a la compañía de los demonios; más que la compañía de Jesús, a Judas le importa la compañía de los que inventan historias para condenar a un inocente, con lo cual se reviste de la misma iniquidad e indignidad de quienes condenan a muerte inicuamente al Hombre-Dios; más que escuchar el suave latido del corazón de Jesús, a Judas le importa escuchar el duro y metálico tintineo de las monedas de plata. Y es así como Judas traiciona a Jesús, dando cumplimiento a las Escrituras, que se referían a Jesús: ‘El que compartía mi pan me ha traicionado’. Al Amor de Dios, prefiere la traición, que se incuba en la mente y en el corazón del ángel caído, y se lleva a cabo por sus propias manos.

Judas es el prototipo de los sacerdotes y de los laicos, bautizados, que a lo largo de la historia traicionarán a Jesús no necesariamente con treinta monedas de plata, sino de mil maneras distintas: lo traicionarán los sacerdotes, quienes prefiriendo las falsas y vanas atracciones del mundo, dejarán en el olvido sacrílego su Presencia eucarística, y celebrarán la misa como carniceros; lo traicionarán quienes preferirán romper un matrimonio, antes que morir en la donación de sí mismo al cónyuge; lo traicionarán los niños, quienes preferirán sus juegos y sus intereses, antes que la Misa dominical; lo traicionarán los jóvenes, que preferirán las fiestas mundanas de fin de semana, antes que ir a su encuentro en el sacrificio del Domingo; lo traicionarán los ancianos, quienes pasarán el último tramo de su vida terrena como si todo terminara en el tiempo, sin esperar la eternidad, y sin hacer uso de su Sangre, que fue derramada por ellos, para que eviten el abismo y gocen de su Presencia para siempre; lo traicionarán los cristianos, que desvirtuando el mandamiento de la caridad, de amar a Dios y al prójimo como a sí mismo, convertirán la religión en hipócrita máscara de falsedad, amándose egoístamente a sí mismos, olvidando al prójimo más necesitado al olvidar que éste es una imagen viviente del Dios vivo y verdadero.

“El que compartía mi pan me ha traicionado”. La amarga queja de Jesús se renueva, día a día, minuto a minuto, al ver que aquellos a quienes ha elegido, los bautizados de la Iglesia Católica, lo dejan cada vez más solo en el Sagrario.

martes, 17 de mayo de 2011

Yo he venido al mundo como luz

Jesús es luz en el seno del Padre,
en su Humanidad santísima,
en los cielos,
y en la Eucaristía.


“Yo he venido al mundo como luz” (cfr. Jn 12, 44-50). ¿Cuál es el sentido de la frase de Jesús? Podría decirse que Él es luz, en cuanto que sus enseñanzas morales propician una humanidad solidaria y fraterna, basada en el bien común, en contraposición a la oscuridad moral, que es la ausencia de bondad, y que se manifiesta en el egoísmo del individuo, que no mira por el bien de su prójimo.

No es este el sentido último de las palabras de Jesús. Jesús no es luz en un mero sentido moral; es luz en un sentido físico, o más bien, hiper-físico, en cuanto que Él, en su naturaleza divina, es la luz en sí misma. Jesús es luz, porque su naturaleza divina es luminosa, tal como Él mismo lo afirma: “Yo Soy la luz del mundo” (Jn 8, 12).

Jesús es luz, porque es Dios, y en cuanto Dios, proviene de Dios Padre, Luz indeficiente e increada, inaccesible a toda criatura, humana o angélica, y por eso decimos en el Credo Niceno-Constantinopolitano: “Dios de Dios, Luz de Luz”; Jesús es luz, en cuanto es Hombre perfecto, cuya naturaleza pertenece de modo personal a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, y por esto mismo resplandece con el fulgor y el brillo esplendoroso de la gloria divina, tal como resplandeció en el Tabor (cfr. Mt 17, 1-9) y en la Resurrección.

Jesús es la luz de la Jerusalén celestial, porque es el Cordero que es la lámpara (cfr. Ap 21, 23), que alumbra a los ángeles y a los santos con el esplendor de su gloria, que brota de su Ser divino como de su fuente; Jesús es la luz que alumbra a la Iglesia Purgante, cada vez que se eleva la Hostia en la Santa Misa, y por el tiempo que la Hostia permanece elevada, las regiones sufrientes y en tinieblas del Purgatorio se ven iluminadas y aliviadas las almas en su sufrimiento; Jesús es luz, e ilumina a la Iglesia Peregrina con la Verdad Absoluta de la Palabra de Dios, Verdad que brilla en el Magisterio y en la Tradición, y la ilumina con la gracia, que hace participar a las almas de la claridad divina de Dios Trino.

Jesús es luz en la Eucaristía, en donde resplandece con el fulgor de mil soles juntos, iluminando los cielos eternos, el altar eucarístico, las almas de los hombres, y la tierra toda.

domingo, 15 de mayo de 2011

Yo Soy el Buen Pastor, que da la vida por sus ovejas

Cristo Buen Pastor,
desciende desde el cielo
hasta el abismo
donde cayó la oveja extraviada,
lava sus heridas con la gracia,
y con el cayado de su cruz,
la conduce a las verdes praderas,
el seno eterno de Dios Padre.

“Yo Soy el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas” (cfr. Jn 10, 11-18). Jesús usa la imagen de un pastor de ovejas, que no solo va en busca de la oveja extraviada, sino que arriesga su vida para rescatarla. Al desviarse de la majada, la oveja se interna por quebradas oscuras y, al no ver el camino, se resbala y cae por el precipicio, quedando herida y lastimada, en el fondo del barranco. De no mediar algún auxilio, su muerte es segura, ya que morirá indefectiblemente, ya sea a causa de las heridas recibidas, o bien a causa de los lobos, que acechan el rebaño a la espera precisamente de que alguna de las ovejas quede separada del resto.

El buen pastor arriesga su vida doblemente: primero, porque tiene que descender por el precipicio, hasta llegar al fondo del barranco, y en esta peligrosa bajada, un mal paso puede hacerlo a él mismo precipitar y rodar cuesta abajo, con la probabilidad cierta de dar con su cabeza en alguna roca, y así perder la vida; el otro modo por el cual arriesga su vida, es por el seguro encuentro con los lobos, quienes se han acercado peligrosamente, atraídos por el olor a sangre fresca que sale de las heridas de la oveja. El buen pastor no duda ni vacila en arriesgar su vida, con tal de salvar su oveja, y así desciende, peñasco a peñasco, apoyándose en su cayado, hasta llegar al fondo; al encontrarla, limpia sus heridas, las unge con aceite y, luego de ahuyentar al lobo, la carga sobre sus hombros, y emprende el ascenso hacia el prado verde, para poner a salvo a su oveja.

Cristo es el Buen Pastor, el Verdadero Pastor, que da su vida por sus ovejas, descendiendo, no hacia un barranco, sino desde el cielo, para rescatar no a una oveja, sino al alma, que ha caído en lo más hondo del abismo, en donde no está Dios; un abismo oscuro, rodeado de bestias supra-humanas, los ángeles caídos, que están prontos para conducir al alma al lugar de donde no se regresa más; Cristo ha descendido del cielo hasta el abismo, en donde yace el alma sin Dios, herida mortalmente al caer en el abismo del mundo, del egoísmo, de la vanidad, del placer, de la idolatría del dinero y del poder, y en donde agoniza, sin atinar a dar un solo paso en dirección de su salvación; Cristo desciende hasta el abismo, desde el cielo, y lava las heridas con el agua de la gracia, y las unge con su Espíritu, insuflándole nueva vida, la vida de Dios, su misma vida, y así curada y restablecida, la carga sobre sus hombros, y emprende nuevamente el ascenso, apoyado en el cayado de su cruz, hacia las praderas en donde abundan el pasto y el agua para siempre, el seno de amor de Dios Padre en la eternidad.

sábado, 14 de mayo de 2011

Yo Soy la Puerta de las ovejas

"Cristo, Buen Pastor, Pastor Sumo y Eterno,
apacienta nuestras almas,
condúcenos a las praderas eternas,
en donde nunca más tendremos sed ni hambre;
llámanos por nuestro nombre,
y responderemos presurosos
al dulce sonido de tu silbo amable;
llámanos, condúcenos, guíanos hacia Ti, oh Pastor Eterno,
Dios de toda bondad,
y entraremos
en tu calma y en tu amor para siempre,
y Te adoraremos,
exultantes y rebosantes de alegría,
por la eternidad sin fin".

(Domingo IV – TP – Ciclo A – 2011)

“Yo Soy la Puerta de las ovejas” (Jn 10, 1-10). Jesús se da a sí mismo el nombre de “puerta” y el motivo es que a través de Él, el Padre se comunica con los hombres, y los hombres tienen acceso al Padre. Así como en una puerta se pasa de un lado a otro, en ambas direcciones, así por Cristo Puerta el alma, en un movimiento ascendente, uniéndose a su Cuerpo resucitado en la Eucaristía, pasa de este mundo al otro, para entrar en comunión, por el Espíritu Santo, con Dios Padre; en el movimiento descendente, es Dios Padre quien, por medio del Cuerpo resucitado de Cristo, comunica su Espíritu Santo, que santifica y diviniza a los hombres.

Es a través de su Cuerpo resucitado, que Cristo oficia de “puerta”, porque el hombre se une a su Cuerpo, en la Eucaristía, y de Él recibe el Espíritu Santo que, uniéndolo a Él, lo conduce ante la Presencia del Padre, y es por su Cuerpo resucitado, que Dios Padre envía a su Espíritu Santo, como sucedió en el Viernes Santo, en el día de la crucifixión, cuando el soldado romano atravesó el Corazón de Jesús, derramando a través de la herida abierta, Sangre y Agua, y con la sangre y el agua, símbolos de los sacramentos, el Espíritu Santo; es lo que sucede en Pentecostés, cuando Cristo, utilizando su Cuerpo resucitado, espira con su boca el Espíritu Santo sobre la Iglesia reunida en oración; es lo que sucede en la Santa Misa, cuando Cristo, actuando in Persona Christi a través del sacerdote ministerial, utiliza la voz del sacerdote para espirar el Espíritu Santo sobre las ofrendas, para convertirlas en su Cuerpo y en su Sangre.

Así como una puerta comunica en ambos sentidos, así el Cuerpo de Cristo, inhabitado por el Espíritu Santo, comunica el Espíritu a los hombres, y conduce a los hombres, unidos en Cristo, al encuentro con el Padre: “nadie va al Padre sino es por Mí” (cfr. Jn 14, 6).

“Yo Soy la Puerta de las ovejas (…) el pastor entra por la puerta, y ellas conocen su voz (…) las ovejas entran y salen por la puerta y encuentran reposo y alimento”. La Puerta es Jesús, y el Pastor que entra y sale por esa Puerta Santa es Dios Padre, y las ovejas, que son los bautizados en la Iglesia Católica, conocen su voz, porque han recibido su gracia en el bautismo, y han sido convertidos en hijos adoptivos de Dios, y como hijos, conocen la voz del Padre; al entrar en la Puerta que es Jesús, las ovejas encuentran reposo, y son protegidas de las oscuridades de la noche y de las bestias salvajes que acechan, es decir, los bautizados entran y se refugian en el Sagrado Corazón de Jesús, y allí, en ese Cenáculo de amor, se encuentran al abrigo y al reparo de la oscuridad de los infiernos, y de las bestias suprahumanas, los demonios; pero también las ovejas encuentran su alimento, gracias a la Puerta, porque salen por ella para ser conducidas por el pastor a las verdes praderas y a las aguas cristalinas: los bautizados encuentran en Cristo, Sumo Pastor y Pastor Eterno, el alimento de la gracia celestial, la Eucaristía, que los nutre con la substancia misma de Dios. Así como las ovejas, al ser acompañadas por el buen pastor, son conducidas a los prados verdes, en donde pueden satisfacer su hambre, y a las aguas cristalinas, donde sacian su sed, así los bautizados que comulgan la Eucaristía, sacian su sed y su hambre de Dios, porque la Eucaristía los extra-colma con la sobreabundancia del Ser divino que se dona en su totalidad, sin reservas, en cada comunión eucarística.

“Yo Soy la Puerta de las ovejas”. Cristo en la Eucaristía es Puerta que nos conduce al seno de Dios Padre; es Pastor, que pastorea nuestras almas conduciéndonos a los pastos tiernos y al agua cristalina que es la gracia divina; su Sagrado Corazón es la Puerta por donde ingresamos para reposar y descansar de toda fatiga, de todo dolor, de toda tribulación, para hallar la paz del alma y la alegría del corazón que solo Dios puede dar.

Cristo, Buen Pastor, Pastor Sumo y Eterno, apacienta nuestras almas, condúcenos a las praderas eternas, en donde nunca más tendremos sed ni hambre; llámanos por nuestro nombre, y responderemos presurosos al dulce sonido de tu silbo amable; llámanos, condúcenos, guíanos hacia Ti, oh Pastor Eterno, Dios de toda bondad, y entraremos en tu calma y en tu amor para siempre, y te adoraremos, exultantes y rebosantes de alegría, por la eternidad sin fin.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Yo Soy el Pan que da la Vida eterna

Cristo en la Eucaristía
nos dona la Vida eterna,
la vida absolutamente plena y feliz
de la Santísima Trinidad.


“Yo Soy el Pan que da la vida eterna” (cfr. Jn 6, 44-51). Jesús se da a sí mismo el nombre de “pan”, un alimento cotidiano, familiar a todas las culturas y razas del mundo, de modo que todos pudieran tener un punto de referencia para poder meditar en sus palabras.

¿En qué consiste la vida eterna? Dice Jesús: “Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo” (Jn 17, 1-3). Este conocimiento que aquí se dice constituir la vida eterna, es, en la enseñanza de San Juan, un conocimiento vital, íntimo y amoroso, no abstracto; es un conocimiento que es vida, porque por el conocimiento de Dios, hecho posible por la gracia, Dios mismo se auto-comunica al alma que lo conoce, y así el alma recibe un principio de vida nueva, distinta, celestial, brotada del seno mismo de Dios Uno y Trino.

La vida eterna no es la vida inmortal, la que posee el alma del hombre por su propia naturaleza espiritual; por naturaleza, el alma humana es inmortal, porque es espiritual, y porque es espiritual, no tiene partes que entren en descomposición, como sí lo hace la materia, y por eso perdura de manera indefinida, sin perecer.

Pero esto no es la vida eterna; la vida eterna es una vida absolutamente plena, que se encuentra en Acto Presente perpetuo porque emana del Ser divino, que es Acto Puro, es decir, que posee todas sus perfecciones sin límites: sabiduría, verdad, bondad, belleza, unidad, alegría.

El Ser divino, al ser Acto Puro perfectísimo, no tiene necesidad del tiempo, para desplegar las perfecciones que brotan de él, puesto que sus perfecciones están todas en acto, en un mismo instante perpetuo. Al revés sucede con el ser participado, que sí necesita del tiempo para desplegar estas perfecciones, que necesariamente son limitadas. Así, necesita tiempo para adquirir sabiduría, que es limitada, o para adquirir bondad, o para llegar a la verdad.

Poseer la vida eterna significa poseer todas estas perfecciones como las posee el mismo Dios Uno y Trino, es decir, perfectísimas y para siempre: sabiduría, verdad, belleza, bondad.

Todo esto, más la comunión con las Tres Divinas Personas, es donado por Cristo en la Eucaristía.

martes, 10 de mayo de 2011

La Eucaristía sacia el hambre de Dios que todo hombre tiene

Quien consume la Eucaristía
recibe la plenitud del Ser trinitario,
del cual brotan,
como de una fuente inagotable,
la Vida eterna,
el Amor divino,
la Luz celestial,
la Paz de Dios,
la Alegría de la Trinidad.

“El que coma de este Pan no tendrá más hambre” (cfr. Jn 6, 35-40). Jesús promete que Él dará un pan por el cual, aquel que lo consuma, no volverá a tener más hambre. Ahora bien, debido a que este pan es la Eucaristía, y debido al hecho, comprobado por la experiencia, de que se vuelve a tener hambre luego de consumirlo, cabe preguntarse por el sentido de las palabras de Jesús: ¿qué quiere decir Jesús cuando dice que el que consuma el pan que Él dará, “no tendrá más hambre”?

Para descubrir el sentido de la frase de Jesús, hay que tener en cuenta que no se refiere al hambre corporal, la que sobreviene al organismo de modo natural, sino al hambre espiritual, sobrenatural, de Dios. Un hambre de este tipo no puede, de ninguna manera, ser satisfecha con un pan material, sino solo con un alimento espiritual, y es esto lo que proporciona la Eucaristía al alma.

La Eucaristía sacia la sed de hambre de Dios, porque nutre al alma con la substancia misma de Dios, que se dona a través de la substancia humana divinizada del Hijo de Dios. La Humanidad de Cristo, santificada por el contacto con la Persona divina del Hijo de Dios, en el momento de la Encarnación, actúa como de puente entre Dios Trino y el alma, permitiendo que el Ser divino se done a través de ella, en el movimiento descendente de la divinidad, y permitiendo que el alma sea incorporada al seno al seno del Padre, por el Espíritu, en la unión con el Cuerpo del Hijo, en el movimiento ascendente.

“El que coma de este Pan no tendrá más hambre”. Quien se alimenta de la Eucaristía, recibe la plenitud del Ser trinitario, del cual brotan, como de una fuente inagotable, la Vida eterna, el Amor divino, la Luz celestial, la Paz de Dios, la Alegría de la Trinidad, todo lo cual extra-colma al alma, saciándola absolutamente en su hambre y en su sed de la divinidad.

Quien se alimenta de la Eucaristía, no tiene nunca más hambre de Dios.

lunes, 9 de mayo de 2011

Yo Soy el Pan de Vida

Yo Soy el Pan de Vida,
en la Eucaristía;
Yo Soy el Nuevo Maná
que sacia el hambre y la sed
de Dios;
porque el alimento que Yo doy
es mi Cuerpo, mi Sangre,
mi Alma y mi Divinidad.


“Yo Soy el Pan de Vida” (cfr. Jn 6, 30-35). Los judíos preguntan a Jesús “qué signo hace Él”, para que ellos “crean”. Le dan como ejemplo de signo el obrado por Moisés en el desierto, cuando hizo llover maná del cielo para alimentar al Pueblo Elegido, en su peregrinar a la Tierra Prometida.

Jesús les contesta que el signo que Él les da, es Él mismo, en Persona, puesto que Él es el verdadero Pan bajado del cielo. El pan que les dio Moisés, no era el verdadero pan, era solo una figura: Él es el Pan bajado del cielo, porque los israelitas comieron del maná, pero luego tuvieron hambre nuevamente, y murieron, mientras que el Pan que Él dará, el Nuevo Maná, saciará el hambre para siempre, y quien lo coma, no volverá a tener hambre ni sed.

“Yo Soy el Pan de Vida”. Jesús en la Eucaristía es el Pan bajado del cielo, el verdadero, el que da el Padre celestial, y quien coma de Él no tendrá más hambre, y no tendrá más sed, porque Él en la Eucaristía sacia por completo el hambre y la sed de Dios que todo hombre posee desde su nacimiento.

La Eucaristía es el Pan de Vida, que sacia el hambre y la sed de Dios, porque la Eucaristía contiene la substancia divina y la substancia humana divinizada del Hombre-Dios Jesucristo; quien come de este Pan, que no es pan, aunque lo parece, sacia su sed y su hambre de Dios, porque su alma es alimentada con la substancia misma del Ser divino de Dios, y con la substancia humana santificada y divinizada del Hombre-Dios; quien se alimenta con el Pan bajado del cielo, el Nuevo Maná, recibe la fuerza divina, la fuerza de lo alto, que le permite atravesar, no un desierto de arena, sino el desierto de la vida, y lo hace llegar no a la Jerusalén terrena, sino a la Jerusalén celestial, la comunión de vida y de amor con las Tres Divinas Personas, y lo hace entrar no en el Templo de Salomón, sino en el Templo celestial, el Cuerpo de Cristo resucitado.

“Yo Soy el Pan de Vida”, les dice Jesús a los israelitas. Ante su auto-declaración como Dios, le preguntan qué signo hace, y Jesús les dice que es la Eucaristía, el Nuevo Maná bajado del cielo, Él mismo con su Cuerpo resucitado, con su substancia divina y con su substancia humana divinizada.

Hoy, el mundo le pregunta a la Iglesia qué signo hace, para presentarse como la Única Iglesia verdadera del Dios Verdadero, y la Iglesia les contesta: “El signo que yo hago para que crean que soy la verdadera Iglesia, es la Eucaristía, el Nuevo Maná, Cristo resucitado, con su Cuerpo glorioso, con su Sangre, su Alma y su Divinidad”.

viernes, 6 de mayo de 2011

Porque Cristo ha resucitado, tenemos la esperanza de alcanzar la feliz eternidad

Jesús infunde su Espíritu
en el momento de la fracción del pan,
iluminando a los discípulos de Emaús
para que lo reconozcan como
el Hombre-Dios resucitado.


“Lo reconocieron al partir el pan” (cfr. Lc 24, 13-35). Jesús sale al encuentro de los discípulos de Emaús, quienes lo confunden con un forastero, y camina con ellos hasta llegar al destino. La actitud de los discípulos de Emaús, en relación a la resurrección de Jesús, y en relación al mismo Jesús resucitado, es la misma que demuestran otros discípulos, como María Magdalena. Mientras María Magdalena acude al sepulcro en busca de un cadáver, “llorando”, los discípulos de Emaús se encuentran “tristes” y apesadumbrados, ya que no han confiado en la promesa de Jesús y no han creído en la Palabra de Dios, que afirmaba la resurrección “al tercer día” (cfr. Mt 17, 23). Además de este estado de ánimo y espiritual, los discípulos, al igual que María Magdalena, no reconocen a Jesús, confundiéndolo con un forastero y con un jardinero, respectivamente.

Sin embargo, mientras el desconocimiento de María no le vale un reproche de parte de Jesús, sí lo reciben los discípulos de Emaús, ya que Jesús les dice: “Hombres duros de entendimiento”. Les recrimina el no creer lo que había sido anunciado por los profetas, pero también a sus palabras, porque Él había anticipado que iba a resucitar “al tercer día”, y tampoco creen a las santas mujeres, que ya habían dado la noticia de que el sepulcro estaba vacío.

Al no creer en la Resurrección, los discípulos de Emaús se encuentran “tristes”, y el motivo es que, quitado del horizonte de la existencia humana el hecho de que Cristo ha vencido a la muerte, al demonio y al mundo, resucitando al tercer día, e inaugurando para la humanidad entera un nuevo destino, el destino de la eternidad, de la comunión de vida y d amor con las Tres Divinas Personas, el alma se encierra en la inmanencia, en el estrecho horizonte de la existencia humana, cuyo destino final es la muerte.

Si Cristo resucitado no está presente en el alma, como una luz que brilla en la oscuridad, entonces el alma queda en tinieblas, y la consecuencia es la tristeza que la invade. Frente a las tribulaciones de la vida, el alma que no cree en la resurrección de Jesús, experimenta un profundo vacío existencial, y toda la existencia se convierte en un enorme rompecabezas, con piezas sueltas, inconexas entre sí. Sin la resurrección de Jesús, no se encuentra sentido a la vida, y es por eso que la esperanza en una vida ultraterrena, se traslada a esta, y se vuelca el alma a las cosas del mundo: el placer, el dinero, el éxito, el poder, sin importar los medios que se empleen, ya que lo que importa es alcanzar el fin, ser felices en esta vida, que se acaba pronto, puesto que no hay otra vida.

Es esta la perspectiva de los discípulos de Emaús, y también la de María Magdalena, la de no creer en la Resurrección, y la de creer en un Jesús no resucitado, es decir, muerto, y un ser muerto es alguien extraño, desconocido. El Domingo de Resurrección, María Magdalena va a buscar un cadáver, mientras que los discípulos de Emaús confunden a Jesús con un forastero, con alguien desconocido.

Muy distinta es la reacción después del encuentro con Jesús: María Magdalena reconoce a Jesús, llamándolo “Rabboní”, es decir, “Maestro”, y se alegra, y también a los discípulos de Emaús les sucede lo mismo: reconocen a Jesús, y se alegran.

¿Por qué no reconocen a Jesús? En el caso de los discípulos, el evangelio dice: “Algo impedía que lo reconocieran (a Jesús)”, y aunque no se dice en el caso de María Magdalena, en uno y otro, el motivo por el cual no reconocen a Jesús, es el mismo: el misterio de Jesús, Hombre-Dios, es tan alto, tan sublime y tan misterioso, que queda oculto a los ojos de los hombres. Una de las preces a la Santísima Trinidad dice: “Sol oculto a los ojos de los hombres”. El misterio de Cristo, originado en la Santísima Trinidad, es tan elevado y excelso, que permanece oculto a los ojos de las criaturas, hombres y ángeles incluidos.

Es necesario que sea Cristo mismo quien ilumine al alma, con la luz de la gracia, para que el alma pueda reconocerlo en su condición de Hombre-Dios resucitado, y no confundirlo con un forastero, o un jardinero.

Esto será lo que hará Cristo con los discípulos de Emaús, en el momento de la fracción del pan; es lo que hace con María Magdalena, cuando se encuentra frente a ella, y es lo que hará para con toda la Iglesia, en Pentecostés, cuando sople el Espíritu Santo sobre ella, representada en la Virgen y los Apóstoles, comunicándole el conocimiento y el amor de Jesucristo.

Muchas veces nos comportamos como María Magdalena, o como los discípulos de Emaús: buscamos en la Iglesia un Cristo muerto, desconocido, porque no terminamos de creer en la resurrección, porque no asimilamos en nuestra vida las verdades de fe expresadas en el Credo, y esta búsqueda de este Cristo inexistente, muerto, desconocido, nos llena de tristeza, de desesperanza, de temor, con lo cual desvirtuamos nuestra condición de hijos de Dios, destinados a la vida eterna.

Supliquemos entonces a Cristo que nos envíe el Espíritu Santo, para que con su fuego santo haga brillar en nuestras almas y en nuestros corazones el conocimiento y el amor de Cristo resucitado.

Cada comunión eucarística es como un Pentecostés en miniatura, un Pentecostés personal, en donde Cristo Eucaristía sopla, sobre el alma que lo recibe con fe y amor, el Espíritu Santo, que nos comunica el amor y el conocimiento de Jesús.

Si comulgamos, entonces, no podemos andar tristes y desorientados en la vida, como si Jesús no hubiera resucitado. La alegría de Cristo resucitado debe ser nuestra fuerza, nuestra guía, nuestra luz que nos conduzca a la feliz eternidad.

miércoles, 4 de mayo de 2011

El que cree en el Hijo tiene vida eterna

El acto de fe en Jesucristo
es una respuesta a la gracia
y al Amor de Dios,
que atrae aún
más gracia
y más amor divino.


“El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (cfr. Jn 3, 31-36). La frase significa que quien tiene fe en Jesucristo posee, ya en esta vida, una nueva vida, una vida sobrenatural, la vida misma de Dios Uno y Trino.

No se trata de la fe natural, obviamente, esa fe que se usa todos los días en lo cotidiano –nadie se pone a averiguar si el nombre que el desconocido nos dio, corresponde con su DNI, y si su DNI es auténtico, y si se corresponde con su acta de nacimiento, y así al infinito-; se trata de la fe sobrenatural, la fe que viene dada como don, junto con la gracia divina. Luego de recibida la gracia, con esta viene la fe, que presenta al intelecto las verdades sobrenaturales del misterio del Hombre-Dios. “Creer” a estas verdades de fe, consiste, por parte del hombre, en el asentimiento que éste presta a la revelación divina[1]. En este acto de fe, es decir, en este acto asentir a la gracia, ya se tiene la vida eterna, porque por la gracia, el alma se hace partícipe de la vida sobrenatural de Dios Uno y Trino. Sin embargo, este acto de está aún incompleto, porque deberá ser acompañado por las obras, las cuales constituyen como un segundo momento de un mismo movimiento. Si no hay obras, el acto de fe queda trunco, y por lo tanto, es como si no se tuviera fe, por aquello de que “sin obras no hay fe”: “Muéstrame tu fe sin tus obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras (Sgo 2, 18).

Por lo tanto, si creer en Jesucristo es ya poseer la vida eterna, esto significa obrar movido por la fe, puesto que si no se obra según la fe, significa que no hay fe.

Otro aspecto importante a tener en cuenta es que el asentimiento mismo –creer- es un movimiento que secunda a la gracia, ya que es la gracia la que impulsa al hombre a creer en misterios tan altos y tan inaccesibles para el intelecto humano.

De esta manera, asentir a la fe, creer, o dar el “sí” a lo que nos presenta la revelación, es asentir, creer y dar el “sí” a la gracia divina. Cada vez que se reza el Credo, se canta el Gloria, se reza el Angelus, el Regina Coeli, el Padrenuestro y, por supuesto, cada vez que se asiste a Misa, se asiente, se cree y se da el “sí” a la gracia divina, que nos presenta los misterios sobrenaturales velados a los ojos del cuerpo, pero accesibles a la luz de la fe. Todos estos actos de fe son una respuesta del alma a la gracia divina, una especie de participación al “Sí” de María, pronunciado ante el anuncio del ángel.

Por el contrario, la negación de las verdades de fe, la primera de todas, que Cristo, Hombre-Dios, es el Salvador, no consiste en una mera negación sin mayores consecuencias: la negación de Jesucristo como Salvador –negación que se produce, en cada acto pecaminoso, porque en cada acto pecaminoso hay un acto de negación de Cristo y de desesperación del alma-, implica una negación previa, más alta, la negación de la gracia divina, que dio al alma la luz y la fe necesaria para aceptarlo, y el alma, libremente, lo negó.

La negación de la fe trae como consecuencia un oscurecimiento del alma y de sus potencias, convirtiéndola en objeto de la ira divina, que ve negada la gracia donada gratuitamente por amor. Del mismo modo, el acto de creer, atrae, como un imán irresistible, más y más gracia divina, y más y más Amor de parte de Dios. Es esto lo que sucede, por ejemplo, con el asistir a Misa: quien asiste a Misa -con fe sobrenatural, y no por mera costumbre, se entiende-, es porque no ve a Cristo visiblemente, pero sí con la luz de la fe, y lo ve en la Hostia consagrada, vivo y glorioso, como en el Domingo de Resurrección.

Quien asiste de esta manera, es decir, con fe, tiene ya la vida eterna, porque ha asentido a la gracia, que le hace partícipe de la vida eterna, que brota del Ser mismo de Dios Uno y Trino. Pero esta fe inicial, dada por la gracia, atrae todavía más gracia y amor divino, y de tal manera, que atrae a la misma Gracia Increada, que se dona en la Eucaristía. Y quien comulga con fe, como miembro de Cristo por el bautismo, se funde con Cristo, el Hombre-Dios, en una sola carne[2], y es unido, por el Espíritu Santo, a Dios Padre.


[1] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 578.

[2] Cfr. Scheeben, Los misterios, 578.

martes, 3 de mayo de 2011

Cristo en la Eucaristía es el Camino, la Verdad y la Vida

Cristo en la Eucaristía
es el Camino que conduce al Padre,
la Verdad que nos revela el Amor divino,
y la Vida eterna que se dona como Pan.

“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (cfr. Jn 14, 6-14). La frase de Jesús no puede ser entendida en un sentido horizontal; debe ser entendida a la luz de la fe, y aplicada no a un cristo ignoto, que no se sabe dónde está ni qué hace, sino al Cristo Eucarístico, al Cristo que está, vivo y glorioso, en Persona, en la Eucaristía.

Jesús es el Camino, pero no es un camino como los caminos del hombre, que conducen, tal vez, a muchas metas –una profesión, un doctorado, un negocio inmobiliario brillante, una empresa exitosa-, pero ninguna de ellas trasciende el mero plano de la existencia humana.

Cristo en la Eucaristía es el Camino, un camino celestial, sobrenatural, que sobrepasa y va más allá del destino natural del hombre, la comunión de vida y de amor con las Tres Personas de la Trinidad.

Cristo es el Camino, pero no un camino al estilo de los humanos, de esos que se recorren a pie, a lomo de burro, o en algún vehículo, porque ninguno de esos caminos va más allá de la distancia necesaria para recorrerlo.

Cristo en la Eucaristía es el Camino que conduce al seno del Padre, y se comienza a recorrerlo el Jueves Santo, en el Huerto de los Olivos, y se continúa por el Viernes y el Sábado Santo, pasando por la Pasión, la Crucifixión, la Muerte y la Sepultura, para finalizar en un destino ultraterreno, el seno del Padre, en donde el alma peregrina termina su recorrido y recibe el don inimaginable, el Amor eterno del Espíritu Santo.

Cristo en la Eucaristía es la Verdad, pero no la verdad tal cual la postula el mundo, verdad relativa, según la cual cada uno tiene su propia verdad; Cristo es la Verdad Absoluta; es la Verdad Subsistente, la Verdad en sí misma, sin mezcla alguna de error. En Cristo el hombre encuentra la Verdad acerca de Dios, porque Cristo revela la Trinidad de Personas: Él viene del Padre, y con el Padre, espiran al Espíritu Santo; en Cristo encuentra también el hombre la verdad sobre sí mismo: ya no es más una simple criatura, manchada con el pecado original, apartada de Dios para siempre: en Cristo, el hombre es re-creado, creado de nuevo, por medio del don de la gracia y de la filiación divina, y es hecho hijo de Dios, heredero del cielo, hijo de la Virgen Madre y hermano de Cristo y de todos los hombres en Cristo; en Cristo, el hombre encuentra su verdad, que no es la de estar destinado al mundo, a los objetivos terrenos, sino a la vida eterna, a la comunión de vida y de amor con las Tres Personas de la Trinidad.

Cristo es la vida, pero no la vida humana, entendida en el sentido biológico y existencial del término, ni tampoco la vida mundana, es decir, la vida según el mundo, una vida de placer, de despreocupación, de mundanidad, de sensualidad, de disfrute de los goces terrenos.

Cristo en la Eucaristía es la Vida, la Vida eterna, la Vida absolutamente perfecta, inmutable y feliz; la Vida Increada, que brota del Ser divino como de una fuente inagotable, y que se derrama a través de los sacramentos de la Iglesia, como un torrente sin fin.

Cristo en la Eucaristía es la Vida Eterna, que deifica y endiosa a los hombres, al hacerlos partícipes de su Vida, por la gracia. Cristo en la Eucaristía es la Vida gloriosa y luminosa del Ser divino de Dios Uno y Trino, que comunica a los hombres de su luz y de su gloria, haciéndolos participar de su condición de Dios.

Cristo en la Eucaristía es el Camino que conduce al Padre, la Verdad que nos revela el Amor divino, y la Vida eterna que se nos dona como Pan Vivo bajado del cielo.