miércoles, 31 de agosto de 2011

La pesca milagrosa



“No hemos pescado nada en toda la noche” (cfr. Lc 5, 1-11). La escena evangélica de la pesca milagrosa tiene un significado sobrenatural: la barca es la Iglesia, los pescadores son los bautizados, laicos y sacerdotes; el mar es el mundo y la historia humana; los peces son las almas de los que no conocen a Cristo; la noche en donde se lleva a cabo la pesca infructuosa, es la acción apostólica emprendida por miembros de la Iglesia sin Jesucristo. La pesca infructuosa representa a todos los intentos apostólicos, de cualquier clase, bien intencionados, emprendidos por miembros de la Iglesia, pero realizados con la confianza puesta en las fuerzas humanas, es decir, activismo desenfrenado, desconfianza en la gracia, confianza excesiva en medios puramente humanos, ausencia de oración, de mortificación, de ayunos y penitencias, y sobre todo, ausencia de recta intención, es decir, de obrar por y para el Reino de los cielos, y no por mero deseo de sobresalir humanamente.

Por el contrario, cuando la pesca se hace bajo las órdenes de Jesús, es decir, cuando la acción apostólica de la Iglesia se basa en la contemplación de Cristo crucificado; cuando se reza ante Jesús sacramentado; cuando se reza el Rosario pidiendo el éxito de tal o cual misión; el resultado es totalmente distinto.

No es casualidad que la pesca infructuosa se lleve a cabo en la noche, símbolo de la ausencia de Dios, y que la pesca milagrosa se realice de día, con la luz del sol, ya que el sol es símbolo de Jesucristo, Dios eterno.

La pesca abundante y milagrosa se produce no de noche, sino ya de día; los pescadores echan las redes a pesar de que las previsiones humanas dirían que el intento va a ser un fracaso –“Hemos pescado toda la noche sin resultados”-, y aún así, contra toda previsión humana, obtienen una gran cantidad de peces. La pesca milagrosa se produce porque se vencen todas las resistencias y las previsiones humanas, y se abandona el alma totalmente en Dios, poniendo solamente en su Palabra y no en los medios humanos el éxito de la empresa: “…si tú lo dices…”.

La totalidad de los santos alcanzaron la santidad precisamente por este abandono confiado en la Palabra de Dios, revelada en Jesucristo, al tiempo que desconfiaron del activismo humano sin oración.

Aprendamos de ellos, y de los pescadores de la pesca milagrosa, para emprender toda clase de actividad apostólica basados no en medios humanos, sino en la confianza sin límites en la oración y en Jesucristo, el Hombre-Dios.

martes, 30 de agosto de 2011

La gente lo andaba buscando



“La gente lo andaba buscando” (cfr. Lc 4, 38-44). Jesús cura enfermos imponiéndoles las manos, y expulsa demonios, que atormentan a los hombres. Por una y otra acción, demuestra su poderío, su señorío, su majestad, y por una y otra acción, curación y exorcismos, devuelve la calma y la paz a quienes las habían perdido, ya sea por la enfermedad, o por la acción perturbadora del demonio.

“La gente lo andaba buscando”, dice el evangelio. ¿Por qué lo buscaba la gente?

Del contexto de las escenas descritas por el evangelista, deducimos que la gente lo buscaba porque la Presencia de Jesús otorgaba salud del cuerpo –quita la fiebre que aquejaba a la suegra de Pedro y curaba a numerosos enfermos imponiéndoles las manos- y protección contra el demonio –los expulsa también imponiéndoles las manos a los endemoniados.

La gente busca a Jesús, sí, pero lo busca no por lo que Jesús es, sino por lo que Jesús da. La gente no busca a Jesús –o a sus santos- por lo que Jesús es, Dios Tres veces Santo, Dios de majestad infinita, Dios omnipotente, la Sabiduría y la Bondad en sí mismas. La gente no busca a Jesús por lo que Jesús es, Amor inabarcable, incomprensible, eterno e infinito, Persona Segunda de la Trinidad que ha venido para entablar una relación personal, de tú a tú, con cada uno de nosotros, y para llevarnos delante del Padre, por el Espíritu, para que la relación iniciada con Él en el tiempo se extienda a las Tres Divinas Personas por toda la eternidad.

La gente busca a Jesús no porque Él sea la Misericordia Divina encarnada, que ha dado su vida, su sangre, su ser divino, en la cruz, por amor a los hombres.

La gente busca a Jesús porque les da bienestar, porque los hace sentir bien, sin enfermedades, y porque les aleja la presencia molesta del demonio, pero no lo busca por que es, sino por lo que da.

Muchos en la Iglesia buscan también a Jesús, en la Misa, en la Eucaristía, en los sacramentos en general, no por lo que Jesús es, sino por el bienestar que da.

No seamos egoístas e interesados; no busquemos a Jesús por sus beneficios, sino por el interés de conocerlo y amarlo como al Hombre-Dios, como a Dios hecho Hombre sin dejar de ser Dios, que viene a este mundo en la Eucaristía para entablar una relación personal, de vida y de amor, con cada ser humano. No lo busquemos por intereses mezquinos, sino por amor.

domingo, 28 de agosto de 2011

Vade retro, Satan



“Vade retro Satán” (cfr. Mt 16, 21-27). Sorprendentemente, la frase, que es como un exorcismo, va dirigida no a un endemoniado, sino a Pedro, el Vicario de Cristo. Es al mismo Papa, y no a un poseso, a quien Jesús reprende fuertemente. ¿Cuál es el motivo?

Teniendo en cuenta que Pedro no estaría endemoniado ni poseído, podemos preguntarnos porqué Jesús debe expulsar de la cercanía de Pedro, la presencia del demonio, y la respuesta es que es el demonio quien le ha sugerido a Pedro el rechazo de la cruz. Jesús acababa de profetizarles acerca de su misterio pascual de muerte y resurrección; acababa de decirles, a Pedro y a los demás Apóstoles, que Él debía sufrir mucho, ser traicionado, morir, y luego resucitar al tercer día, a lo que Pedro responde diciendo: “Eso nunca sucederá, Señor”.

Pedro, instigado por Satanás, rechaza la cruz, y de esta manera, rechaza el plan de Dios para la salvación de la humanidad, y es esto lo que motiva el enojo y el reproche de Jesús.

El enojo de Jesucristo ante el rechazo de la cruz por parte de Pedro no es el enojo de un líder religioso cuyo seguidor se opone a sus planes. El enojo de Jesucristo se debe a que sin la cruz, la humanidad entera está perdida. Sin cruz no hay salvación posible; sin Cristo crucificado, muerto y resucitado, las puertas del cielo permanecen cerradas para siempre, y nadie puede abrirlas. Sin cruz, se cierran las puertas del Reino de los cielos, y se abren las puertas del Hades, de donde no se sale; sin cruz, sólo hay “llanto y rechinar de dientes”.

Sin cruz, la enfermedad se convierte en una tortura, y se desea la muerte para escapar de ella; con la cruz de Cristo, la enfermedad es un don del cielo, porque hace partícipes de la cruz de Cristo, y se desea la muerte, para llegar lo antes posible a los gozos eternos de los cielos infinitos.

Sin cruz, no hay alegría en el dolor, sino desesperación y llanto. Sin cruz, la vida y la muerte, el dolor y la alegría, los triunfos y los fracasos, es decir, la existencia toda del hombre, carece de sentido. Sólo en la cruz de Cristo y en Cristo muerto y resucitado, encuentra el hombre el sentido final de su existencia en esta tierra, que es salvar el alma y entrar en la comunión eterna, de vida y de amor sin fin, con las Tres Personas de la Trinidad.

Cuando Jesús nos dice que el que quiera seguirlo, que renuncie a sí mismo, que cargue su cruz y lo siga, nos está señalando el camino de la felicidad, camino que pasa por la cruz, pero que no finaliza en ella, sino que por ella se llega al cielo.

La cruz implica la renuncia de sí mismo, del propio egoísmo, de la propia mezquindad, del propio punto de vista, del propio yo, que lleva al “ojo por ojo y diente por diente”, en vez del perdón del enemigo. Si no hay renuncia de sí mismo, Cristo no puede crecer en el alma, y así el alma queda llena de su propio yo, de su propia estrechez, de su propia mezquindad, y no solo es incapaz de dar paz y alegría a los demás, sino que es incapaz de tomar la cruz y de seguir el camino de Cristo, el camino del Calvario, señalado por su sangre derramada.

Por el contrario, el cristiano que ama a Cristo, se niega a sí mismo, se reconoce como necesitado y falto de todo, se niega a sí mismo –lucha contra su egoísmo, su pereza, su impaciencia-, abraza la cruz, y se encamina en dirección al Calvario, para morir crucificado con Cristo y así, de esa manera, nacer a una vida nueva, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios.

Quien carga la cruz y sigue a Cristo, recorre junto a Él un corto camino, el camino del Calvario; es crucificado junto con Él, y junto con Él resucita a la alegría eterna en los cielos.

Sólo quien carga la cruz en esta vida y participa de los dolores de Cristo en el Calvario, accede a la felicidad eterna en la otra vida.

sábado, 27 de agosto de 2011

Solo quien carga la cruz y participa de los dolores de Cristo, accede a la vida eterna en los cielos



“Vade retro Satán” (cfr. Mt 16, 21-27). Sorprendentemente, la frase, que es como un exorcismo, va dirigida no a un endemoniado, sino a Pedro, el Vicario de Cristo. Es al mismo Papa, y no a un poseso, a quien Jesús reprende fuertemente. ¿Cuál es el motivo?

Teniendo en cuenta que Pedro no estaría endemoniado ni poseído, podemos preguntarnos porqué Jesús debe expulsar de la cercanía de Pedro, la presencia del demonio, y la respuesta es que es el demonio quien le ha sugerido a Pedro el rechazo de la cruz. Jesús acababa de profetizarles acerca de su misterio pascual de muerte y resurrección; acababa de decirles, a Pedro y a los demás Apóstoles, que Él debía sufrir mucho, ser traicionado, morir, y luego resucitar al tercer día, a lo que Pedro responde diciendo: “Eso nunca sucederá, Señor”.

Pedro, instigado por Satanás, rechaza la cruz, y de esta manera, rechaza el plan de Dios para la salvación de la humanidad, y es esto lo que motiva el enojo y el reproche de Jesús.

El enojo de Jesucristo ante el rechazo de la cruz por parte de Pedro no es el enojo de un líder religioso cuyo seguidor se opone a sus planes. El enojo de Jesucristo se debe a que sin la cruz, la humanidad entera está perdida. Sin cruz no hay salvación posible; sin Cristo crucificado, muerto y resucitado, las puertas del cielo permanecen cerradas para siempre, y nadie puede abrirlas. Sin cruz, se cierran las puertas del Reino de los cielos, y se abren las puertas del Hades, de donde no se sale; sin cruz, sólo hay “llanto y rechinar de dientes”.

Sin cruz, la enfermedad se convierte en una tortura, y se desea la muerte para escapar de ella; con la cruz de Cristo, la enfermedad es un don del cielo, porque hace partícipes de la cruz de Cristo, y se desea la muerte, para llegar lo antes posible a los gozos eternos de los cielos infinitos.

Sin cruz, no hay alegría en el dolor, sino desesperación y llanto. Sin cruz, la vida y la muerte, el dolor y la alegría, los triunfos y los fracasos, es decir, la existencia toda del hombre, carece de sentido. Sólo en la cruz de Cristo y en Cristo muerto y resucitado, encuentra el hombre el sentido final de su existencia en esta tierra, que es salvar el alma y entrar en la comunión eterna, de vida y de amor sin fin, con las Tres Personas de la Trinidad.

Cuando Jesús nos dice que el que quiera seguirlo, que renuncie a sí mismo, que cargue su cruz y lo siga, nos está señalando el camino de la felicidad, camino que pasa por la cruz, pero que no finaliza en ella, sino que por ella se llega al cielo.

La cruz implica la renuncia de sí mismo, del propio egoísmo, de la propia mezquindad, del propio punto de vista, del propio yo, que lleva al “ojo por ojo y diente por diente”, en vez del perdón del enemigo. Si no hay renuncia de sí mismo, Cristo no puede crecer en el alma, y así el alma queda llena de su propio yo, de su propia estrechez, de su propia mezquindad, y no solo es incapaz de dar paz y alegría a los demás, sino que es incapaz de tomar la cruz y de seguir el camino de Cristo, el camino del Calvario, señalado por su sangre derramada.

Por el contrario, el cristiano que ama a Cristo, se niega a sí mismo, se reconoce como necesitado y falto de todo, se niega a sí mismo –lucha contra su egoísmo, su pereza, su impaciencia-, abraza la cruz, y se encamina en dirección al Calvario, para morir crucificado con Cristo y así, de esa manera, nacer a una vida nueva, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios.

Quien carga la cruz y sigue a Cristo, recorre junto a Él un corto camino, el camino del Calvario; es crucificado junto con Él, y junto con Él resucita a la alegría eterna en los cielos.

Sólo quien carga la cruz en esta vida y participa de los dolores de Cristo en el Calvario, accede a la felicidad eterna en la otra vida.

jueves, 25 de agosto de 2011

El Reino de los cielos es como cinco doncellas prudentes y cinco necias



“El Reino de los cielos es como cinco doncellas prudentes y cinco necias” (cfr. Mt 25, 1-13). Con la figura de las doncellas, cinco prudentes y cinco necias, que salen a recibir al esposo que llega a la noche con sus lámparas, Jesús grafica el momento de la muerte de quienes morirán en gracia, y de quienes morirán en pecado mortal.

El Esposo que llega es Jesucristo; llega de improviso, a la noche; las vírgenes prudentes, son los cristianos que practican su religión y tratan de vivir en gracia, rezando, acudiendo a los sacramentos y obrando la misericordia con los más necesitados.

Las vírgenes necias, las que se durmieron en la espera y por lo tanto, cuando llega el esposo, no tienen aceite en sus lámparas, es decir, no tienen la gracia de Dios en sus almas, y por lo tanto en ellas no brilla la luz de la fe, son los cristianos que viven sólo nominalmente su condición de cristianos; son aquellos para quienes el más allá, el cielo y el infierno, son cuentos para niños; son aquellos para quienes la Presencia real de Jesucristo en la Eucaristía no es más que un relato construido por hombres de la Iglesia, que fue válido para un tiempo, pero que carece de toda importancia y valor frente a sus modernos ídolos: el partido de fútbol, el programa de televisión, el paseo dominical.

Jesús es el Esposo divino del alma, y cada alma tiene la oportunidad, dejada a su libre albedrío, de recibirlo a su llegada –el momento de la muerte de cada uno- con la lámpara cargada de aceite y brillando su luz en la oscuridad de la noche, es decir, en la oscuridad del tiempo y de la historia humanas, o bien, con la lámpara vacía, sin aceite, sin la luz de la fe, envuelto en las tinieblas y en la oscuridad.

Cada alma es libre de esperar a Jesucristo como quiera, con la gracia, o sin la gracia divina en el alma.

La eterna condenación no puede por lo tanto nunca atribuirse a un Dios vengativo, porque el hecho de que un alma se quede fuera del banquete nupcial es debido a su libre decisión.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Estén preparados porque no saben a qué hora viene el Hijo del hombre


San Francisco de Borja

y el moribundo impenitente.


“Estén preparados porque no saben a qué hora viene el Hijo del hombre” (cfr. Mt 24, 42-51). Jesús nos advierte que el fin de nuestra vida terrena puede ser en cualquier momento, ya que la certeza de morir contrasta con el desconocimiento total, de parte nuestra, del momento en el que sucederá.

La advertencia de Jesús es que estemos “preparados”, porque su llegada –al fin de los tiempos, en el Día del Juicio Final, o en el momento de nuestra muerte-, sucederá de forma imprevista, y para cuando suceda, debemos ser como el siervo “fiel y cuidadoso” que, atento a la llegada imprevista de su amo, es encontrado por este cumpliendo sus tareas. La contracara de esta disposición, es la del siervo “canalla” que, engañado por él mismo acerca de la venida de su señor, piensa que no regresará, o que si regresa, tendrá tiempo de cambiar su actitud, y así, en vez de cuidar la hacienda de su amo, se dedica a emborracharse y a golpear a los demás. La suerte de uno y otro será muy distinta en el momento de la llegada del dueño de casa.

Es una representación de los bautizados, de quienes viven de cara a Dios, esperando el encuentro personal con Él, cara a cara, en el momento de la muerte, y obrando en consecuencia, es decir, buscando de vivir en gracia y de obrar la misericordia, y de aquellos a quienes el regreso de Jesucristo les tiene sin cuidado, o porque no creen, o porque si creen menosprecian su poder y majestad, y es así como se dan a los placeres del mundo, ejerciendo la violencia para con su prójimo.

La advertencia de Jesús de que el tiempo se termina –en realidad, cada día es un día menos que nos separa de la eternidad, del encuentro cara a cara con Jesucristo y con Dios Uno y Trino-, se contrapone al engaño del demonio quien, según Santa Teresa de Ávila, en sus Moradas, hace creer a los hombres que sus placeres y sus contentos aquí en la tierra “son eternos”. Es decir, según Santa Teresa, el demonio induce a hacer lo opuesto a lo que pide Jesús: mientras Jesús pide estar prontos y preparados para su Venida, que puede ser en cualquier momento, de lo que se deduce que las cosas de este mundo son pasajeras, el demonio hace pensar que la vida de esta tierra, con sus contentos y logros, es “eterna”, en el sentido de no terminar más, y por lo tanto, conduce a una relajación en la vigilancia en la lucha contra él, el mundo y la carne.

“Estén preparados porque no saben a qué hora viene el Hijo del hombre”. El cristiano debe vivir, como el siervo bueno y fiel, día a día, hora a hora, minuto a minuto, segundo a segundo, esperando con ansias el feliz momento del encuentro con Jesucristo el Señor, el cual habrá de prolongarse por toda la eternidad.

lunes, 22 de agosto de 2011

Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas



“Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas” (Mt 23, 23-26). Según la Real Academia, “hipocresía” es “Fingimiento de sentimientos, ideas y cualidades, generalmente positivos, contrarios a los que se experimentan”[1]. Es decir, el hipócrita finge exteriormente bondad, mientras que en su interior experimenta lo opuesto, es decir, la maldad.

El hipócrita es alguien esencialmente falso y mentiroso, porque su falsa bondad exterior esconde la malicia interior, verdadero motor de su corrompido corazón.

El engaño y la falsedad del hipócrita son tanto más dañinos, cuanto más oculta está la malicia, y cuanto más debería el hipócrita, por su condición, reflejar la bondad, porque la bondad que refleja es falsa y mentirosa, ya que sus verdaderos pensamientos, sentimientos, cualidades, son esencialmente malos. Cuanto más alto y grande es el bien que el hipócrita, en su hipocresía, oculta, tanto mayor es el daño producido, porque la ausencia de bien significa presencia del mal.

Esto, que es válido para todos los órdenes de la vida, lo es mucho más cuando el Bien que debe ser presentado es el Bien en sí mismo, el Bien en Persona, el Bien en Acto Puro y perfectísimo de Ser, es decir, Dios. Cuando el hipócrita finge poseer a Dios, en realidad lo oculta, dejando sin Dios a quienes debería mostrarlo.

Es lo que sucede con los fariseos, los religiosos del tiempo de Jesús, y es lo que sucede con los laicos y sacerdotes de todo tiempo en la Iglesia –podemos ser nosotros mismos, si no tomamos las debidas precauciones-, cuando fingiendo piedad, devoción, religiosidad, esconden la malicia de sus corazones; es lo que sucede cuando el cristiano, laico o sacerdote, vive una religiosidad superficial, de barniz exterior; una religiosidad de oraciones realizadas con los labios pero no con el corazón; de comuniones distraídas; de falta de amor, de caridad y de compasión para con el prójimo más necesitado, y de perdón para con el enemigo.

“Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas”. El remedio contra ese cáncer espiritual que es el fariseísmo, es decir, la hipocresía del religioso, es la comunión con el Corazón de Cristo, que enciende al alma en el verdadero amor a Dios y al prójimo.

[1] Cfr. Diccionario de la Real Academia Española.

sábado, 20 de agosto de 2011

Las puertas del infierno no prevalecerán contra mi Iglesia



“Las puertas del infierno no prevalecerán contra mi Iglesia” (cfr. Mt 16, 13-18). Luego de nombrar a Pedro como Vicario suyo, es decir como Papa, Jesús promete la asistencia a su Iglesia hasta el fin de los tiempos.

¿Por qué Jesús tuvo que advertir que el infierno no prevalecería contra su Iglesia? Porque llegará un tiempo en el que, debido a las defecciones internas y a los ataques externos, la Iglesia parecerá a punto de sucumbir, y será tal la situación, que si en esos momentos no llegara un auxilio sobrenatural y divino, la Iglesia efectivamente sucumbiría. Llegará un momento en el que la acción combinada de los agentes del infierno, con los apóstatas que actuarán desde dentro, tratando de dinamitar las bases y columnas de la Iglesia, provocarán un estado tal en la Iglesia, que será necesario tener bien presentes estas palabras de Jesús: “Las puertas del infierno no prevalecerán contra mi Iglesia”.

La acción destructora del infierno en contra de la Iglesia se ve ya en el seno mismo de la Iglesia, en sus inicios, en el momento mismo de la máxima manifestación del Amor divino, en la Última Cena, antes de la institución de la Eucaristía.

Satanás logra infiltrarse en el círculo más cercano a Jesús, sus Apóstoles, y consigue la traición de Pedro y de Judas, además de la defección de los Apóstoles en el momento de ser apresado Jesús en el Huerto de los Olivos, entre ellos, la de su discípulo predilecto, Juan.

Desde los inicios mismos de la Iglesia, Satanás actúa en su mismo seno, en el seno de los Apóstoles, explotando al máximo las debilidades humanas de aquellos que han sido elegidos por Jesús para ser sus sacerdotes y obispos, logrando hacerlos caer y defeccionar en su seguimiento. En los Apóstoles están representados todos los males que habrían de asolar a la Iglesia a lo largo del tiempo -engaños, hipocresías, amor desmedido a los honores, a los bienes materiales; en Pedro, están representadas las faltas de buenos propósitos de los Jefes de la Iglesia; en Juan, están representadas las ofensas de los más fieles; en Judas Iscariote, todos los apóstatas, con todos los males que se derivan de su nocivo accionar[1].

“Las puertas del infierno no prevalecerán contra mi Iglesia”. El infierno, con Satanás a la cabeza, consigue confundir a Pedro, haciéndolo rechazar la cruz, cuando ante el anuncio de la Pasión, Pedro le dice a Jesús que no lo permitirá, lo que le vale la reprimenda: “Vade retro, Satán”. Consigue luego la traición de Pedro, cuando explotando su debilidad humana, induce a Pedro a negar a Cristo por tres veces. Satanás logra también la traición de Judas Iscariote, al tentarlo a través de su mayor debilidad, el amor al dinero, la avaricia y la codicia, y es por eso que, cuando Judas comulga en la Última Cena, sólo recibe trigo y agua y su propia condenación: “Cuando Judas tomó el bocado, Satanás entró en él”. La diferencia entre ambas traiciones, la de Pedro y la de Judas, es que Pedro se arrepiente, y de rodillas implora la intercesión de la Virgen, mientras que Judas, con el demonio poseyendo su cuerpo y dominando su mente y su voluntad, se desespera y rechaza la misericordia divina.

“Las puertas del infierno no prevalecerán contra mi Iglesia”, advierte Jesús para el tiempo de la tribulación máxima de la Iglesia, en donde los ataques externos e internos serán de tal intensidad, que todo parecerá perdido.

¿Estamos viviendo esos tiempos? En nuestros tiempos sobreabundan los ataques externos e internos a la Iglesia y al Papa, que poseen una intensidad y una virulencia tal que no se explican por meras pasiones humanas, sino por un odio preternatural y diabólico que los alimenta y los hace crecer en su odio día a día. No se explica de otra manera, por ejemplo, el rechazo a la visita del Papa en España por parte de agrupaciones laicistas y ateas; no se explica de otro modo la persecución violenta y sangrienta, en algunos países, y en otros a través de los medios, cuando la Iglesia, lo único que hace, es defender los derechos divinos, entre ellos, la vida humana como creación de Dios.

Pero el ataque a la Iglesia viene también desde dentro, porque la tibieza y apostasía de numerosísimos cristianos, que aplauden a quienes llenan sus vientres pero al mismo tiempo les quitan la autoridad paterna y la decisión sobre sus hijos; que prefieren las uniones libres al matrimonio; la satisfacción de la gula a la templanza y al ayuno; el fútbol, las carreras y el deporte, a la Misa del Domingo y a la unión con su Dios en la Eucaristía; la indiferencia y el silencio cobarde y cómplice frente a los ataques a la Iglesia; la lascivia y la lujuria de programas inmorales televisivos a la lectura de libros piadosos o a la oración; todas estas defecciones de los cristianos, demuelen con más eficacia los muros de la Iglesia que los golpes más duros del infierno.

No sabemos si estamos viviendo los tiempos predichos por Jesús, pero sí sabemos que, cualquiera sea la intensidad del embate de las potencias infernales, no prevalecerán, no triunfarán, no conseguirán derrotar a la Santa Iglesia Católica, la Iglesia de Jesucristo.

Confiados en la Palabra de Jesús, debemos procurar, ante todo, no solo no formar parte del ejército de apóstatas que, en el fin de los tiempos, tratarán de derrumbar a la Iglesia, sino que debemos implorar la gracia divina para crecer en el conocimiento y en el amor de Jesucristo, para imitarlo y conformar nuestro corazón con el corazón “manso y humilde” de Cristo, para cargar la cruz todos los días, para caminar detrás suyo, en su seguimiento hacia el Calvario, con la segura convicción de que por la cruz se llega a la luz, porque no hay resurrección si no hay antes muerte de cruz.


[1] Cfr. Piccarreta, L., Las Horas de la Pasión, Cuarta Hora.

sábado, 13 de agosto de 2011

Qué grande es tu fe









Jesús alaba la fe de la mujer cananea, porque ella se contenta con las migajas que caen del banquete: no le hacen falta los manjares, sólo desea las migajas. ¿Qué son estas migajas que mendiga la mujer cananea a Jesús? Para saber qué son las migajas, hay que ver en qué consiste el banquete de los hijos del Reino. El banquete para los hijos del Reino, son las obras milagrosas que el Hombre-Dios realiza en medio del Pueblo Elegido; las migajas del banquete, representan también milagros de Jesús, pero no tan significativos o llamativos.
Jesús había hecho grandes milagros en medio del pueblo judío: había resucitado muertos, había curado inválidos, había multiplicado panes, había convertido el agua en vino, y la mayoría de estos milagros habían sido hechos delante de una gran cantidad de gente; de ahí que en el Evangelio se diga que “la muchedumbre glorificaba a Dios”, luego de ver a Jesús hacer estos milagros. Los grandes milagros del Hombre-Dios son una manifestación de la Presencia de Dios en Persona en medio de los hombres: Su Presencia Personal se acompaña de grandes signos, de grandes prodigios, que asombran, por su espectacularidad y por su grandiosidad. Este es el banquete de los hijos del Reino, los miembros del Pueblo de Israel: los milagros grandiosos, hechos en medio del Pueblo Elegido. Los milagros, signos de la omnipotencia divina, tienen por destinatarios a los hebreos.
Pero la mujer cananea no pretende milagros espectaculares; sabe que ella no pertenece al Pueblo Elegido, no es hebrea ni judía, por eso se coloca no del lado de los dueños de casa, sino del lado de los animales domésticos. Se compara con un perro que come las migajas que caen de la mesa de sus amos. La mujer cananea se contenta con un pequeño milagro, hecho en el anonimato: la paz del corazón de su hija, al verse libre de la posesión de un demonio.
La humildad de la mujer cananea abre el Corazón de Cristo y obtiene de Él la liberación de su hija. Ella, que sólo quería recibir las migajas, obtiene del Hombre-Dios el milagro que desea. La humildad de la mujer cananea obtiene lo que muchos de los miembros del Pueblo Elegido no pudieron obtener, por la dureza de sus corazones y por su incredulidad: “Jesús no pudo hacer más milagros, a causa de la dureza de sus corazones”, dice el Evangelio. Los dueños del banquete, los destinatarios de los milagros más grandiosos del Hombre-Dios, se quedan sin banquete. Pan, Cordero asado y Vino son los constitutivos del manjar de los hijos del Reino, el banquete pascual, que desprecian por su incredulidad.
También para nosotros, que somos el Pueblo de la Nueva Alianza, Dios prepara un nuevo manjar, un nuevo banquete pascual: el Pan de Vida eterna, la carne del Cordero asada en el fuego del Espíritu, y el Vino del Cáliz, la Sangre del Redentor.
Nosotros, que constituimos el Nuevo Pueblo Elegido, la Iglesia Católica, al igual que los miembros del antiguo Pueblo Elegido, no recibimos las migajas, sino el Pan entero; nos sentamos a la mesa del Banquete escatológico como los dueños de casa y no como sirvientes y mucho menos que como animales domésticos; no recibimos las sobras que se dan a los cachorros, sino la carne del Cordero, asada en el fuego del Espíritu. Es para nosotros que Dios prepara la cena del Cordero, y nos reserva los primeros puestos, los puestos de los hijos de Dios, de los hijos del Reino. No nos da las sobras del banquete, sino el banquete todo, el milagro eucarístico.
Para nosotros, el Hombre-Dios actualiza, en cada misa, el milagro más grande de todos los milagros posibles para la omnipotencia y para la misericordia infinitas de Dios, la Eucaristía. Si Dios pretendiese hacer un milagro más grande, que demuestre más su amor misericordioso para con nosotros, no podría -y no puede- hacer algo superior a la Eucaristía. La Eucaristía es el milagro en donde la omnipotencia absoluta de Dios está empleada al máximo, y en donde su Amor misericordioso se derrama sobre las almas y sobre la Iglesia sin medida, de manera infinita.
Ése es el milagro que Dios hace para sus hijos, nosotros, para demostrarnos su amor infinito. Éste es el milagro hecho especialmente para los hijos del Nuevo Pueblo Elegido: Dios se nos entrega en apariencia de pan, y nos dona todo su ser divino. Usando toda su omnipotencia, convierte el pan en la carne del Cordero, para que al comer de esa carne, nos convirtamos en dueños de su mismo ser divino, y con su ser, su Espíritu. El milagro del banquete eucarístico tiene por objeto comunicarnos su Espíritu divino.
Si al comer la carne del Cordero, Dios se nos entrega en el banquete eucarístico con todo su ser para comunicarnos su Espíritu de Amor; ¿no deberíamos entregarle nosotros en agradecimiento todo nuestro ser? No recibimos las migajas, sino el Cordero asado, entero, en su totalidad; ¿no debería esto movernos a ofrecerLe de nuestra parte todo nuestro ser? Si Dios nos hace semejante don; ¿no sería de nuestra parte una muestra de apego al mundo, el interesarnos sólo en pedir las migajas, es decir, milagros –curaciones, trabajo, todas cosas buenas y necesarias-, sin agradecer el milagro del Pan de Vida, y sin ofrecer nada a cambio?
¿De qué manera podemos ofrecernos a Dios en acción de gracias por haber sido invitados a su banquete? La Iglesia, como Madre Nuestra, nos enseña el camino: el ofrecimiento personal del alma en el sacrificio de la misa.
En la liturgia de la misa, la ofrenda del alma a Dios está simbolizada por el hecho de inciensar el pan y el vino . Al inciensar tres veces haciendo el signo de la cruz, se simboliza la oración de Cristo, que se sacrifica sobre el altar como en la cruz. La nube del incienso, que envuelve al altar y a la asamblea, simbolizan la unidad en la oración que se eleva ante la majestad de Dios . Esto es un símbolo de lo que sucede en la realidad: la Iglesia, y los hijos de la Iglesia, unidos en Cristo por un mismo Espíritu, convertidos en el mismo cuerpo de Cristo, se ofrecen con todo su ser ante la majestad de Dios, y el ofrecimiento, junto con la oración de agradecimiento y de adoración por esta majestad divina, se elevan ante el trono de Dios, y son presentados, en Cristo y por Cristo, como un sacrificio agradable a Dios Trino. Se verifica así en la misa un intercambio de amor entre la Iglesia y Dios: la Iglesia se ofrece a sí misma como Víctima, en sus miembros que han sido incorporados al Cuerpo de Cristo, y en contrapartida, la Iglesia y los hijos de la Iglesia reciben el don del Cordero .
El acto de humildad de la cananea por el cual pretendía sólo las migas, era algo virtuoso en ella, que no pertenecía al Pueblo Elegido. Sin embargo, en nosotros, pretender quedarnos sólo con las migajas –pedir sólo algún milagro para salir del paso de alguna situación existencial un tanto conflictiva-, sería realmente pasar por alto el Gran Milagro del Banquete. Intentando superar nuestro natural apego a las cosas del mundo, que nos lleva con frecuencia a perder de vista el banquete para pedir las migajas –asistimos a misa para pedir milagros y no para ofrecernos en acción de gracias-, ¿no deberíamos aspirar a que Jesús dijera de nosotros, no tan solo “Qué grande es tu fe”, sino más bien “Qué grande es tu amor para Conmigo, que te ofreces con todo tu ser”?

domingo, 7 de agosto de 2011

Es a Jesús Eucaristía, Dios Vivo y Dador del Espíritu de Vida, a Quien seguimos y en Quien creemos, y no en un fantasma






“Es un fantasma” (cfr. Mt 14, 22-33). Los discípulos confunden a Jesús con un fantasma. Se asustan, al verlo caminar sobre las olas, y lo confunden con un fantasma. La actitud y la percepción de los discípulos en la barca, es paradigmática y representativa de la mayoría de otros discípulos, que también están en una barca, que es la Iglesia, y que perciben a Jesús como a un fantasma. Esos otros discípulos, que están en una barca y confunden a Jesús con un fantasma, somos nosotros, los cristianos; más aún específicamente, los católicos. La gran mayoría de los católicos vemos, casi siempre, a Jesús como a un fantasma, es decir, como a un ser etéreo, que no tiene realidad, o que, si es real, poco o nada tiene que ver con mi vida y con mi ser personal, lo cual equivale a hacer de Jesús un fantasma.
La respuesta de los discípulos podría también muy bien aplicarse, además de a la Iglesia, al ambiente secularizado y desacralizado del mundo de hoy, en donde Jesús aparece –cuando aparece-, en el mejor de los casos, como un fantasma, como un ser de la fantasía, como un producto de la conciencia colectiva de cierta humanidad en cierta época, pero sin existencia real. Tan fantasmagórica es la figura de Jesús, que los países más evolucionados del planeta -superpotencias económicas y políticas, creadores de ciencia y de tecnología de avanzada-, en estos países hipertecnológicos del Primer Mundo, Jesús no es digno de ser incluido –no ya como Hombre-Dios, sino ni siquiera como creador de una cultura específica- en sus constituciones civiles: es el caso de la Constitución Europea, que niega explícitamente –por que no lo mencionan- a Jesucristo y a todo el enorme movimiento cultural que surgió de Él. No quiere decir que la cultura sea la novedad que el cristianismo aporta a la humanidad, ni mucho menos, ya que la novedad del Evangelio trasciende infinitamente a cualquier movimiento cultural, aún al mismo movimiento cultural cristiano, pero desconocer la cultura cristiana, es desconocer a Quien está en su origen, Jesucristo. La constitución masónica de Europa niega a Jesucristo y el consiguiente aporte cultural y humanitario del cristianismo. Es propio del laicismo cientificista el desconocer la soberanía divina y endiosar la razón humana.
Pero no sólo el racionalismo de corte iluminista –cientificista y laicista-, que predomina entre los gobernantes más poderosos del mundo, deforma la imagen de Jesús como un fantasma. También la otra vertiente de la desacralización, la religiosidad irracional de la Conspiración de Acuario, la Nueva Era, contribuye a ver a Jesús como a un ser de fantasía. La secta de la Nueva Era contribuye también a la percepción de Jesús como un fantasma, ya que lo presenta como a un personaje extraño, que, lejos de ser Dios encarnado, es un personaje que está asociado a extrañas teorías acerca de la vida en este mundo y en el otro: para algunos, sería Maitreya, una especie de encarnación de una energía divina; para otros, sería un profeta, para otros, un simple hombre, que no viene a traer la vida divina, ya que todos somos dioses, todos somos una partícula, una chispa de la divinidad .
Entre estos dos polos entre los cuales se desarrolla la cosmovisión de la humanidad –cientificismo laicista por un lado y religiosidad irracional por otro-, la historia humana –y los hombres que están inmersos en la historia- ve en estos momentos a Jesús como a un fantasma. Una visión muy alejada de la sociedad y de la historia teocrática del Medioevo, en donde, tanto fieles como herejes, coincidían al menos en algo: Jesús es Dios.
La historia humana de nuestros días –escrita por los acontecimientos producidos por los hombres de nuestros días- pareciera querer desdibujar la imagen de Jesucristo, transformándolo en un fantasma, que no tiene mayor trascendencia en las vidas individuales y personales de los individuos de la especie humana. De ahí que la expresión de los discípulos atemorizados –“Es un fantasma”- se corresponda y se traslade y se aplique a la sociedad y a los hombres de nuestros días.
La visión desacralizadora del racionalismo cientificista del democratismo partidocrático y de la religiosidad irracional de la Nueva Era, hacen de Jesús un fantasma que no puede comunicar la vida divina, o porque no la posee, o porque ya somos todos dioses y por lo tanto no hace que nadie nos la comunique.
Y sin embargo, Jesucristo, ignorado o deformado por la historia y por los hombres, como dice el Santo Padre Juan Pablo II, es el centro y el Señor de la historia humana y la fuente de vida eterna y divina para los hombres que viven en el tiempo.
Jesús no es un fantasma, es Dios encarnado, y se ha encarnado precisamente para hacernos como Dios, como dice San Agustín: “Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios”. Y la manera que tiene el hombre de hacerse Dios, es poseyendo su mismo Espíritu, y es para esto para lo cual Jesucristo se encarna: para comunicar su propio Espíritu de vida divina. Este Espíritu podría ser comunicado al hombre sin la encarnación del Hijo, pero sólo por medio de la Encarnación puede Dios comunicar al hombre su Espíritu de manera que este Espíritu de Dios sea su propio Espíritu. Por la encarnación del Verbo, el Espíritu de Dios se convierte en Espíritu del hombre. El Espíritu de vida divina viene desde el Padre, que es la fuente, pasando por el Hijo, al alma y al Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, y esto por la unión del alma con el cuerpo de Dios humanado. Este es el sentido de las palabras de Jesús: “... el que coma de Mí vivirá de Mí” . Alimentándonos de la carne de Cristo –la Eucaristía-, nos unimos a Él del modo más íntimo, y formamos con Él un solo cuerpo y recibimos de Él su Espíritu, y formamos un solo Espíritu con Él .
Este Dios encarnado, que se encarna para comunicarnos la vida divina desde su misma fuente, y para convertirnos en transformarnos en un solo cuerpo y en un solo espíritu con Él, para hacernos Dios como Él, es el Jesucristo de la Iglesia Católica, lo cual dista mucho de ser un fantasma.
Todo lo contrario de un fantasma, Jesucristo es un Dios que, sin dejar de ser Espíritu puro y perfectísimo, se hace materia, al asumir la naturaleza humana, al entrar dentro de un cuerpo y de un alma humanos. “Un fantasma no tiene carne y huesos como tengo Yo”, le dice Jesús a Tomás el Incrédulo, cuando se le aparece resucitado, y le ordena introducir sus dedos y sus manos en su costado y en sus heridas, para que compruebe la materialidad –ahora glorificada- de su cuerpo. Un fantasma no da a comer su cuerpo y su sangre, como lo hace Jesús en cada Eucaristía; un fantasma no comunica la vida, como sí lo hace Jesús, al comunicar la vida divina por medio de su cuerpo y de su sangre: su carne y su sangre son portadores y dispensadores de vida divina .
Jesús, Dios encarnado, prolonga su Encarnación en la Eucaristía, de ahí que la Eucaristía sea para nosotros el medio sacramental de unión espiritual y mística con ese Dios encarnado, y que sea por lo tanto la fuente de vida divina.
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sábado, 6 de agosto de 2011

La Transfiguración del Señor






En la Transfiguración, Jesús deja entrever una luz sobrenatural, imposible de describir con términos humanos, pero que igualmente es descripta con vocabularios, conceptos y elementos al alcance del conocimiento humano, y con elementos conocidos en ese entonces: lo más blanco que se conocía era la tela emblanquecida por un batanero, por eso lo describe así el evangelista, o por lo menos es lo que más a mano tiene en mente el evangelista para describir el fenómeno: “...sus ropas lucían tan blancas, como nadie en la tierra podía blanquearlas”. Habla de la ropa, aunque propiamente lo que irradia luz es su humanidad, y el color “blanco” es un blanco que no pertenece a este mundo, por eso dice: “como nadie podía hacerlo en este mundo”. También podría haber usado otras expresiones, como “luz más potente que la luz del sol” y, en términos actuales, se podrían usar otras expresiones para describir esa luz emanada por Jesús, como la luz brillante y enceguecedora producida en una explosión atómica, etc. Los ejemplos abundan, pero no es ese el propósito del evangelista, el quedarse en la comparación, o en la mera descripción de la luz.
La pregunta es qué es esa luz, qué significa, porqué Jesús la deja entrever en el Monte Tabor y no antes ni después y si hay algún milagro superior a este. La transfiguración, la irradiación de luz, es expresión visible de la gloria del ser divino, de Dios, ya que la luz es símbolo de la gloria de Dios en las Sagradas Escrituras, y esta gloria es causa de la adorabilidad de Dios: Dios merece ser adorado a causa de su gloria, de su majestad infinita. Esto ya lo sabían los judíos, ya que los salmos y los profetas hablaban de su Dios Uno como inhabitando en “una luz inaccesible” y en un “trono de gloria” (cfr. Dn 7, 9-10). Podríamos preguntarnos que si entonces los judíos lo sabían, ¿cuál es la novedad de la Transfiguración?
La novedad o novedades son varias, ya que, por un lado, el Dios Uno se revela como Trino, al manifestarse el Hijo como enviado por el Padre para donar el Espíritu; es decir, queda revelada la Trinidad de Personas en Dios; por otro lado, ahora, con la transfiguración de Jesús, la gloria de Dios ya no es inaccesible, o en todo caso, el Dios que habita en una luz inaccesible, el Dios de gloria infinita, se ha humanado, se ha encarnado, y ahora hace visible esa gloria por medio de la humanidad que Él ha hecho suya. Habitaba en una luz inaccesible, y ahora se ha encarnado y ha hecho accesible y visible esa luz divina.
El otro elemento nuevo es la adoración al portador de esa luz, Cristo, el Hombre-Dios: Dios Uno era adorado en su santuario, en el templo, ahora es adorado en la Persona de Cristo, en su humanidad. El hecho de que esta gloria se exprese en, a través y por medio de la humanidad de Cristo, está indicando que Dios, que debe ser adorado en su gloria, debe ser adorado también en esa humanidad suya, la humanidad asumida por el Hijo Unigénito, por el Logos, por el Verbo. El Padre comunica al Hijo desde la eternidad su gloria; esa gloria resplandece ahora y se hace visible a los hombres a través de la humanidad santa de Cristo, que actúa como un cristal que deja traslucir esa gloria luminosa. Si Dios debía y merecía ser adorado por su infinita gloria, ahora debe ser adorado en su humanidad santísima, que está impregnada, empapada, por así decirlo, de esa gloria. Al adorar a Cristo, Hombre-Dios, no se deben separar lo humano de lo divino y adorar sólo lo divino, sino que se lo debe adorar también en su humanidad .
Queda sin embargo por responder la pregunta de por qué Jesús hace resplandecer su gloria recién en el Tabor. Si se observan las cosas en términos de luz-oscuridad, podríamos decir que la naturaleza humana, es oscura, en comparación con la naturaleza divina: “Dios es luz”, dice el evangelista Juan. Y esa luz de Dios, que es Dios en sí mismo, una luz desconocida para nosotros, se encarna y queda oculta, opacada y oscurecida en el momento de la Encarnación, ya que Jesús, siendo Dios en Persona y por lo tanto luz divina en Persona, nace milagrosamente como niño humano, pero sin dejar traslucir esa luz que le pertenece por herencia y derecho natural. Es por un milagro de su omnipotencia que la luz eterna que es él mismo no se transparenta ya desde el momento de su nacimiento . Este ocultamiento y opacamiento de la luz eterna de su ser divino desde el momento de su nacimiento, es un milagro mayor aún que la propia transfiguración; es un milagro que le permite llevar a cabo su Pasión. Si Jesús hubiera permitido que todos lo viesen tal como era desde su nacimiento, como lo hizo en el Monte Tabor solo para sus discípulos, nadie habría dudado que era Dios en Persona. Pero tampoco habría podido demostrar su Amor por medio de su Pasión, ya que el estado de glorificación supone la incapacidad absoluta de sufrir de cualquier manera. Es por esto que la ocultación de su divinidad, de su estado de gloria, es lo que le permite el poder sufrir el misterio pascual de su muerte y resurrección.
Además de esto, hay otro significado en la manifestación de la luz por parte de Cristo: significa, en la teología oriental, el conocimiento de Dios como Uno y Trino; Cristo nos manifiesta la luz con la cual podemos conocer a Dios tal como es, como Trinidad de Personas, dando cumplimiento al salmo: “En tu luz vemos la luz” : por la luz de Cristo, el alma puede, en la contemplación mística, contemplar y unirse a Dios Trinidad .
Por constituir un misterio insondable, que sobrepasa el tiempo por radicarse en el ser eterno de Dios, el milagro del Tabor no se quedó en el tiempo: la misma gloria de Cristo Jesús, Dios encarnado, se revela en la prolongación de su encarnación, el sacramento del altar.
La Eucaristía contiene en sí toda la gloria y la vida divina que Dios Padre comunica al Hijo y que el Hijo comunica a su humanidad y a todos los que se unen a Él por su humanidad , es por eso que el altar es para el cristiano como un Monte Tabor, desde el cual Cristo, oculto no en su humanidad, sino en apariencia de pan, refleja su gloria de Hijo Unigénito, visible a los ojos de la fe y, al igual que los discípulos, que luego de subir al Monte Tabor acompañaron a Jesús al Monte Calvario, así nos participa en la comunión su gloria infinita, su alegría de Dios Uno y Trino, para glorificar a Dios Trino en el sobrellevar la cruz en el Calvario de la vida, en el camino de la cruz, escalera al cielo.

lunes, 1 de agosto de 2011

Cristo es Dios, no un fantasma


"Es un fantasma" (cfr. Mt 14, 22-36). Los discípulos en la barca, ven venir a Jesús caminando sobre las aguas, y lo confunden con un fantasma.
La escena, sucedida hace veinte siglos, se repite a lo largo de la historia, porque simboliza a la Iglesia y a la humanidad en su relación con Cristo Jesús.
La barca es la Iglesia Católica; los discípulos, los bautizados; el mar, la historia y el tiempo humanos; el mar tempestuoso y el viento, la acción del demonio sobre la humanidad y la Iglesia, buscando destruirlas y perderlas para siempre.
La historia se repite, porque así como los discípulos confunden a Jesús con un fantasma, así hoy, en la Iglesia, muchos confunden a Cristo Eucaristía con un fantasma.
Para muchos, Cristo en la Eucaristía no tiene entidad real; es un personaje de ficción, de fantasía, sin incidencia en la vida personal de cada uno, y mucho menos en la humanidad, y así, ante las tribulaciones, muchos naufragan y se hunden, como Pedro, porque no tienen fe en la Presencia real de Cristo en la Eucaristía, y en su condición de Dios Hijo.
Y sin embargo, Cristo es el Hombre-Dios, el Salvador de los hombres, capaz de calmar, con la omnipotencia de su voz, el mar tempestuoso; capaz de expulsar al demonio de las almas de los hombres y de la historia de la humanidad; es capaz, con su voz omnipotente, transmitida a través de la débil voz del sacerdote ministerial, de convertir el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre; es capaz de sanar el alma y conducirla a la Vida eterna.
Cristo es Dios, no un fantasma.