domingo, 30 de diciembre de 2012

Octava de Navidad 7 2012



         Si bien el Niño Dios es engendrado en el seno del  Padre en la eternidad, su Nacimiento terrenal, como niño, se da en el tiempo y en el espacio, en lugar físico determinado: en las afueras de un pueblo llamado Belén, en una  gruta que servía de refugio a los animales. El Creador de cielos y tierra, Aquél por quien todo fue hecho, el Dios de majestad infinita, ante quien los ángeles se postran en adoración amorosa, nace en una pobre gruta, una cueva, refugio de animales.
El hecho de haber nacido en un lugar tan pobre y mísero, se debe a la Voluntad divina, pero también a la ceguera humana, porque son los hombres quienes no se compadecen de una mujer primeriza, y la abandonan a su suerte, negándole a Ella, a su esposo y a su Hijo por nacer, un lugar digno y confortable para que tenga lugar el alumbramiento.
Nada sucede por casualidad, y es así que las puertas cerradas de las posadas y albergues, que niegan la entrada a la Virgen con su Niño, representan al corazón humano, que sin Dios, no es capaz del menor gesto, no ya de caridad, sino de humanidad. Las posadas con sus puertas cerradas representan al hombre sin Dios, que en su soberbia auto-suficiente no reconoce su Venida, viéndose privado por lo tanto de su luz, cumpliéndose lo que dice el Evangelista Juan: “El Verbo estaba en Dios (…) era Dios, era la Luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo (…) La Luz vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron” (cfr. Jn 1ss).
Pero la gruta donde nace el Niño de Belén también es un símbolo del corazón humano sin Dios, aunque esta vez, a diferencia de los corazones representados en las posadas, se  trata de un corazón humilde, porque sí reconoce a su Dios, que viene como Niño, y lo recibe. La gruta de Belén representa entonces al corazón humano que, en su pobreza espiritual, le concede a su Dios un lugar donde nacer. Se puede hacer entonces un paralelismo entre la gruta de Belén y el corazón humano que recibe a su Dios, a pesar de reconocerse como no digno: así como la gruta es oscura y fría, y así como sirve de refugio a bestias irracionales, como el buey el asno, así el corazón del hombre sin Dios es oscuro y frío, y sirve de refugio a las pasiones, representadas en los animales irracionales. Pero de la misma manera a como en Belén fue la Virgen quien limpió la gruta y la preparó para el Nacimiento de su Hijo, así también es la Virgen la que concede las gracias necesarias para que el alma se vea limpia y libre de afectos desordenados, para que cuando nazca su Hijo por la gracia y por la fe, sea recibido con un amor puro.
Para Navidad, la Virgen va buscando un corazón donde pueda nacer su Hijo, el Niño Dios. De cada uno depende que la puerta permanezca cerrada, sin nunca abrirse, como las posadas que no se abrieron para recibir a Jesús, o que sean grutas que, aunque pobres y miserables, oscuras y frías, reciban con fe y con amor al Hijo de la Virgen, el Niño Dios. A ese tal corazón, el que sea como la gruta de Belén, cuando el Niño nazca, lo iluminará con el resplandor eterno de su Ser trinitario, y lo envolverá en el fuego de su Amor divino.

viernes, 28 de diciembre de 2012

La Sagrada Familia



(Ciclo C - 2012)
         Los Padres de la Iglesia sostienen que la familia debe ser una “Iglesia doméstica”, y por este motivo es que la Iglesia nos pide en este Domingo, a días del Nacimiento de Jesús en Belén, que contemplemos a la Sagrada Familia, porque ella es modelo de santidad para toda familia católica.
El matrimonio virginal entre María Santísima y San José, se transforma en familia con el Nacimiento virginal y milagroso del Niño Jesús, y desde este momento, se convierte en el modelo único e insuperable de santidad para toda familia humana, pero de modo especialísimo, para la familia católica, y el motivo por el cual es modelo de santidad es porque todo en la Familia del Pesebre es santo: en esta Familia, todo lo humano se diviniza, y lo divino se humaniza; todo en ella remite a Dios Uno y Trino, porque Dios Uno y Trino es su centro, su culmen, su fuente, su punto de partida y su meta de llegada; todos sus pensamientos, sus deseos, sus obras, están en Dios Trinidad, porque de Él surgen y hacia Él tienden; en esta Familia, la santidad es el alimento de todos los días, y nada se dice ni se piensa ni se desea ni se hace, sino es en la más grande santidad de Dios, y para la mayor gloria de Dios; en esta Familia Santa no solo no hay ni el más mínimo fastidio, ni el más ligero enojo, ni la más leve impaciencia, y ni siquiera la más mínima imperfección, porque en esta Sagrada Familia todo es bondad y paz y amor en el Espíritu Santo, que todo lo llena, todo lo penetra, todo lo perfuma con su aroma exquisito; en esta familia se alaba y se agradece a Dios Trino por su inmensa majestad y bondad, por su infinita misericordia y por su eterno Amor, desde la madrugada hasta la noche, y durante toda la noche hasta la madrugada y continúa durante todo el día, y así todos los días y noches, sin cesar; en esta Familia, sólo se escuchan cantos de alabanzas, de honor y de adoración a Dios Uno y Trino, y al igual que los ángeles en el cielo no cesan, ni de noche ni de día, de alabar a la Trinidad, tampoco en esta Familia Santa decae ni por un instante la alabanza, la acción de gracias y la adoración a Dios Trino. En esta Familia, todo es paz, serenidad, alegría, amor, aun en medio de las tribulaciones, de las penas y de las pruebas de cada día, porque quien la sostiene, la alimenta, la guía y la ilumina con su Amor eterno, es Dios Uno y Trino.
         La Sagrada Familia es modelo para toda familia porque aunque por fuera, cuando se la mira con ojos humanos, parece una familia humana más –hay una madre, un padre, un hijo-, pero cuando se la mira con los ojos de Dios, se ve que encierra esta Familia Santa un misterio insondable.
Como dijimos, en esta Familia todo lo humano se diviniza, y todo lo divino, sin dejar de ser divino, se humaniza. Así, la Madre de esta familia, parece una mujer más de la región de Palestina, de hace dos mil años; parece una madre joven y primeriza más, una más entre las miles y miles de mujeres hebreas jóvenes que tienen un hijo por primera y única vez, y sin embargo, esta Mujer es la Mujer del Génesis, que aplasta la cabeza de la Serpiente con la fuerza omnipotente de su Hijo Dios; esta Mujer es la Mujer del Apocalipsis, que aparece revestida de sol, es decir, de la gracia y de la gloria divina; esta Mujer es la que logra, con la intercesión de sus ruegos, que la Santísima Trinidad en pleno, decida adelantar la Hora de la manifestación pública del Hombre- Dios, su Hijo Jesús, al autorizar a este, por pedido de la Virgen, la conversión del agua en vino para los esposos, en Caná; esta Mujer es la Mujer que la agonía de Jesús, se convierte en el don divino más preciado para los hombres, junto al Cuerpo y la Sangre de Cristo, al convertirla Jesús, como supremo testimonio de su testamento de Amor, en Madre de todos los hombres, al pie de la Cruz.
Así, esta Mujer, la Virgen María, es modelo para toda madre de toda familia católica, porque como la Virgen, la madre católica debe dedicar su vida a la atención de su esposo, de los hijos, del hogar, sin descuidar el deber de amor para con Dios, la oración permanente, devota, continua, confiada.
El Hijo de esta Familia Santa, aunque parece un pequeño Niño recién nacido, frágil, débil, y necesitado de todo, como todo pequeño niño recién nacido, es Dios Hijo, que se encarna en el cuerpo y en la naturaleza humana de un Niño, pero sin dejar de ser Dios. Este Niño, que es Dios, es modelo de sumisión y de amor a los padres, pues les obedece siempre y en todo momento, pero es también modelo de cómo cumplir la Voluntad de Dios, porque cuando debe separarse de ellos para “encargarse de los asuntos de Dios Padre”, como sucedió a los doce años, no duda ni un instante en hacerlo; es modelo de amor para todo hijo, porque Jesús, en cuanto Hijo de la Virgen e Hijo adoptivo de San José, fue siempre obediente, servicial, amable, dispuesto al sacrificio, basado en el gran amor que tenía a sus padres, María y José; Jesús alegraba los días de sus padres, no solo no dando nunca ningún motivo de reproche, sino obrando en todo momento con el más grande amor que jamás un hijo podría tener a sus padres, porque los amaba con el Amor de su Sagrado Corazón, que es el Espíritu Santo, el Amor de Dios. Jesús, el Niño Dios, el Hijo de José y de María, es modelo para todo hijo católico, porque durante toda su vida cumplió a la perfección el Cuarto Mandamiento de la Ley de Dios: “Honrarás padre y madre”, pero sobre todo cumplió a la perfección este mandamiento en la Cruz, cuando derramó su Sangre por ellos, ya que por esta Sangre su Madre fue concebida sin mancha, y su padre adoptivo, San José, recibió la gracia de la castidad en grado sublime. Así como Jesús demostraba el amor a sus padres obedeciéndoles en todo y ayudándoles en las tareas domésticas y luego, ya de grande, trabajando en la carpintería, así el hijo cristiano debe honrar a sus padres con el respeto, la obediencia, y el servicio cotidiano.
El esposo de esta Familia Santa –esposo meramente legal, puesto que fue en todo momento sólo como un hermano para la Virgen- de María, y a la vez padre adoptivo del Niño Dios –pues su Padre desde la eternidad es Dios Padre-, es San José, varón justo, casto y puro, con un grado de santidad, de pureza, de castidad y de bondad divina no encontrados entre las creaturas humanas, y no podía ser de otra manera, pues aquel que había sido elegido desde la eternidad por la Trinidad para ser el Custodio de Jesús, no podía no tener la santidad, la castidad, la pureza y la inocencia en los grados en las que las poseía San José.
San José, varón casto y puro, es modelo para todo esposo, para todo padre, porque cumplió a la perfección, aquí en la tierra, el papel de sustituto de Dios Padre, al tener que cuidar a su Hijo adoptivo, que era Dios Hijo encarnado, y al tener que ser esposo meramente legal, de la Esposa del Espíritu Santo, María Santísima. Es modelo para todo padre cristiano que, al igual que San José, debe vivir la castidad matrimonial, y dedicar todas sus fuerzas y sus empeños en la custodia de los hijos y en la protección y amor de su esposa.
Sólo si la familia católica tiene por modelo a la Sagrada Familia podrá cumplir su designio divino y ser, como dicen los padres de la Iglesia, la “Iglesia doméstica”; sólo en la imitación de la Sagrada Familia podrá, la familia cristiana, ser fermento de transformación del mundo, porque sólo así podrá reflejar el Amor del Hijo de esta Familia, Jesús de Nazareth, que entregó su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en el altar de la Cruz, y lo sigue entregando en cada Eucaristía, como alimento de vida eterna para las almas.  

Octava de Navidad 6 2012



         Benedicto XVI, el buey y el asno del Pesebre de Belén
         En la gruta del Pesebre, además de las personas humanas de María y José, y de la Segunda Persona de la Trinidad, encarnada en el cuerpo y la naturaleza humana del Niño Dios, se encuentran dos seres irracionales: un buey y un asno[1]. Si bien no se los menciona en el Evangelio, estuvieron desde siempre en todos los pesebres, incluido en el que mandó a hacer San Francisco de Asís, el inventor de los pesebres, quien quiso explícitamente que estuvieran estos dos animales, a quien se le atribuye la siguiente frase: “Quisiera evocar con todo realismo el recuerdo del niño, tal y como nació en belén, y todas las penalidades que tuvo que soportar en su niñez. Quisiera ver con mis ojos, corporales cómo yació en un pesebre y durmió sobre el heno, entre el buey y el asno”.
         ¿A qué se debe la presencia de estos dos animales? La presencia de los animales no se debe a la piedad imaginativa de San Francisco de Asís; no se debe tampoco a la fantasía piadosa de algunos cristianos; mucho menos es el resultado de la imaginación de las primeras comunidades de cristianos, que inventaron hechos ficticios acerca del Jesús histórico, para acomodar la narración a la creencia del Jesús de la fe. Si la presencia del buey y del asno se debiera a estas circunstancias, entonces nada justificaría su presencia, y deberían ser quitados de aquí en adelante.
         Sin embargo, la presencia de estos dos animales, está justificada teológicamente, aun cuando en los Evangelios no se los mencione, y esta justificación teológica está dada por los Padres de la Iglesia y por el Antiguo Testamento. Los Padres de la Iglesia, al meditar acerca del siguiente versículo del profeta Isaías: “El buey conoce a su amo, y el asno el pesebre de su dueño” (Is 1, 3), aplicaron este versículo a toda la humanidad, tanto judíos como paganos, puesto que vieron en los animales a aquellos a quienes el Mesías había venido a salvar. En otras palabras, los Padres de la Iglesia interpretaron este pasaje de Isaías, en los que se menciona al buey y al asno, como una representación y símbolo de toda la humanidad, compuesta por judíos y gentiles, necesitados ambos de un salvador. 
         La introducción de estos animales en el Pesebre, está entonces ampliamente justificada, desde el momento en que completan el cuadro de Belén: el Mesías, la Madre de Dios, el padre adoptivo del Niño, y los hombres, representados en los animales, a quienes el Mesías viene a salvar. Todavía más, analizando el versículo del Profeta Isaías, puede apreciarse la función simbólica de los animales reales, verdaderamente presentes en el momento del Nacimiento. Isaías, el gran profeta, y profeta del Adviento, dice: “El buey conoce a su dueño y el asno el pesebre de su amo; pero Israel no conoce, mi pueblo no tiene entendimiento” (Is 1, 3). En el pasaje, Yahvéh –que es quien habla por boca de Isaías-, alaba a los dos animales, el buey y el asno, porque demuestran un conocimiento acorde a su naturaleza animal: el buey “conoce a su dueño”, mientras que el asno conoce “el pesebre de su amo”, pero el mismo Yahvéh se queja de Israel, que no es capaz de entender: “mi pueblo no tiene entendimiento”. ¿Qué es lo que no entiende Israel? Que no debe postrarse ante los dioses; que sólo Yahvéh es el único Dios que merece ser adorado; que el becerro de oro no le dará nunca la felicidad, porque no puede hacerlo; que los ídolos ante los que ha inclinado su corazón, son ciegos, sordos y mudos, y es un ultraje a Yahvéh intercambiarlo a Él, el Dios de majestad infinita, por semejantes abominaciones.
         Trasladado a la escena del Pesebre, Dios Padre también podría decir lo mismo, al contemplar, desde las alturas en las que habita, al buey y al asno que con sus cuerpos proporcionan calor al Niño en el intenso frío de la noche: “El buey conoce a su dueño y el asno del pesebre a su amo: ambos han reconocido, con su conocimiento irracional, a su Creador, que es su Dueño y su Amo, y se han acercado a la gruta de Belén para rendirle homenaje y darle calor; pero el Nuevo Israel, el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, aquellos a quienes doté de inteligencia y de amor, haciéndolos semejantes a Mí, no conocen a mi Niño, no lo aman; los bautizados no tienen entendimiento ni amor a mi Hijo, que ha descendido de mi seno eterno vestido de Niño, y si los bautizados no lo entienden ni lo aman, mucho menos lo han de entender y amar los paganos”.
         Muchos cristianos católicos no entienden ni aman al Niño Dios: no entienden, porque no quieren entender, que el Niño Dios es Dios Hijo encarnado, el Dios tres veces Santo, único Dios al cual hay que adorar; los cristianos católicos, la gran mayoría, no entienden que no deben postrarse ante los ídolos del poder autoritario; del dinero adquirido ilícitamente; de la política anticristiana; del placer sensual y hedonista, que conduce a la lujuria; del materialismo ateo; del ocultismo satanista; de la música blasfema –entre las primeras, la cumbia y el rock-; del cine ateo; de la cultura de la muerte, que propicia el aborto y la eutanasia; de la avaricia, que pega el corazón al dinero y al oro, dinero y oro que arden en el infierno provocando dolor insoportable y sin descanso; de la moda escandalosa, que cuanto más desviste, más éxito tiene; de la televisión llamada “basura”, porque su contenido se asimila a un cesto de desperdicios con residuos orgánicos en descomposición, pero más letales que estos, porque el contenido de esta televisión infecta el alma, y de tantos otros innumerables ídolos que arrojan del corazón humano a Dios, para instalarse ellos, convirtiendo el corazón humano, de templo del Espíritu Santo en el que había sido convertido por el bautismo, en sucias cuevas de Asmodeo, el demonio de la lujuria.
         “El buey conoce a su dueño y el asno el pesebre de su amo; pero Israel no conoce, mi pueblo no tiene entendimiento”. Ante la escena del Pesebre, seamos como el buey y el asno, que reconocen, con su entendimiento animal, irracional, a su Creador, y reconozcamos, con nuestra inteligencia iluminada por la fe y hecha partícipe de la Inteligencia divina por la gracia, a la Segunda Persona de la Trinidad, al Verbo del Padre, a la Palabra encarnada, en ese Niño de Belén, y así como el buey y el asno, con su querer animal, proporcionaron calor al Niño con sus cuerpos, así nosotros, con nuestros pobres corazones, le ofrezcamos en humilde homenaje nuestro amor y nuestra adoración; en recompensa, el Niño encenderá nuestros corazones en el fuego del Amor divino. 



[1] Con relación a este tema, los medios de comunicación masivos han desatado una polémica, al sostener que el Santo Padre Benedicto XVI afirmó, en su libro “Infancia de Jesús”, que “había que quitar al buey y al asno del pesebre, puesto que su presencia no tenía fundamentos evangélicos, al no ser nombrados en los Evangelios”. Además de sostener que el Santo Padre nunca dijo esto, sino que fue una burda tergiversación de los medios de (in)comunicación masiva, ofrecemos esta meditación en apoyo a lo que el Santo Padre SÍ quiso expresar, que es todo lo opuesto: el buey y el asno tienen fundamento bíblico y teológico, y por eso deben permanecer en el pesebre.

Octava de Navidad 5 2012



La gloria del Niño del Pesebre
         En el inicio de su Evangelio, el Evangelista Juan describe el origen eterno del Niño Dios: “El Verbo estaba con ¨Dios, era Dios, y era luz y vida”, y luego describe la Encarnación y el Nacimiento: “Y el Verbo se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros”. Luego de describir la Encarnación y el Nacimiento, hace una afirmación que puede resultar incomprensible, puesto que habla de la “gloria de Dios”, la cual ha sido “contemplada”: “y hemos contemplado su gloria”, y puede no entenderse, puesto que esta gloria del Niño de Belén, es la gloria eterna que Él como Dios Hijo recibe del Padre desde la eternidad: “Gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad”.
         La afirmación puede parecer incomprensible, desde el momento en que la gloria de Dios, considerada como atributo propio y exclusivo del Ser trinitario, es inaccesible a los hombres. En el Antiguo Testamento, se consideraba que nadie podía ver la gloria de Dios y continuar vivo, porque era tal su esplendor y brillantez, que la vida humana colapsaba, abrumada por su resplandor; por otra parte, por la Revelación del Nuevo Testamento, se sabe que contemplaremos la gloria del Ser divino trinitario en la otra vida, en la bienaventuranza eterna, pero no en esta.
         Por este motivo, la afirmación de Juan nos deja perplejos, puesto que nos preguntamos qué tipo de gloria es la que contempla en el Niño de Belén: obviamente, no se trata de la gloria mundana, incompatible con el Ser divino, y por lo tanto, solo queda que sea la gloria divina, pero si es la gloria divina, ¿no deberíamos morir, como sostenían los hebreos, de que nadie podía contemplar su gloria y continuar viviendo? Y si nos llevamos por el Nuevo Testamento, ¿no debemos esperar a estar en la otra vida, para recién poder contemplar la gloria de Dios?
         El Evangelista Juan no deja dudas de que se está refiriendo al Niño de Belén, cuando dice que “hemos contemplado su gloria, gloria como de Unigénito”, es decir, la gloria divina que Él posee desde la eternidad, comunicada por el Padre. ¿A qué se refiere entonces el Evangelista Juan?
         La respuesta la tenemos en el Prefacio I de Navidad del Misal Romano: “Porque gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor, para que, conociendo a Dios visiblemente, lleguemos al amor de lo invisible”. Es decir, la Iglesia nos dice que el Verbo de Dios, la Palabra de Dios -poseedora de la gloria divina, la misma gloria de Dios Padre que le es comunicada en la eternidad, y que es contemplada en éxtasis por los ángeles y los santos en el cielo-, al venir a este mundo por el misterio de la Encarnación, hace “brillar” la “luz de la gloria” divina, ante nuestros ojos, los ojos de los hombres mortales, que peregrinamos en el tiempo y en el espacio hacia la eternidad.
         El Misal Romano nos dice entonces que en el Niño de Belén, que es la Palabra de Dios encarnada, humanada, “brilla la gloria” de Dios, la gloria ante la cual quedan arrobados en éxtasis los ángeles y los santos, con un “nuevo resplandor”, un resplandor que es el mismo que contemplan los ángeles y los santos en el cielo, pero que para nosotros es visible sólo con los ojos de la fe. De esta manera, respondemos a las preguntas: contemplando al Niño de Belén con los ojos de la fe, es posible ver la gloria de Dios y no morir, como les sucedía a los hebreos en el Antiguo Testamento, y es posible contemplar, ya desde esta tierra, al Dios de majestad infinita, tal como lo hacen los ángeles y santos en el cielo, porque esa gloria brilla con “nuevo resplandor” a través de la carne, es decir, a través de la humanidad, del Niño de Belén.
         Entonces, al contemplar al Niño de Belén, contemplamos la gloria de Dios, la misma a la cual los hebreos no podían contemplar y seguir viviendo, y la misma gloria que contemplan los bienaventurados habitantes del cielo. Pero además del Niño de Belén, contemplamos esa misma gloria, “gloria como de Unigénito”, que “brilla con nuevo esplendor”, en la Eucaristía, porque el Niño de Belén prolonga su Encarnación y Nacimiento en el Santísimo Sacramento del altar. Contemplar la Eucaristía con los ojos de la fe es, por lo tanto, el equivalente para nosotros, que vivimos en el destierro, a la contemplación del Ser trinitario que realizan los ángeles y santos en el cielo. En el Niño de Pesebre, y en la Eucaristía, contemplamos al mismo Dios de la gloria, Cristo, Luz del mundo.

jueves, 27 de diciembre de 2012

Octava de Navidad 4 2012



         El inicio del Evangelio de Juan describe tanto la procedencia eterna como el Nacimiento en el tiempo del Niño de Belén: “En el principio era el Verbo (…) El Verbo estaba junto a Dios y era Dios (…) El Verbo era la vida y la luz que ilumina a todo hombre (…) El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (…) El Verbo, vida y luz de los hombres, vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron” (cfr. Jn 1ss).
         El Niño de Belén es el Verbo que procede eternamente del Padre, que en junto al Padre y al Espíritu Santo es un solo Dios, y como Dios es vida divina y luz eterna; como Verbo, se encarna en el seno virgen de María –el Verbo se encarnó-, para comunicar a los hombres de esa vida divina y de esa luz eterna.
El Niño Dios es la luz divina que viene a este mundo en tinieblas, para derrotar definitivamente las tinieblas del infierno, del error y de la ignorancia, y es vida divina, que viene a dar de esa vida a quienes viven en el mundo, muertos a la vida de Dios, a causa del reino del pecado en la tierra.
Este Nacimiento temporal del Verbo eterno, Nacimiento que tiene como fin derrotar a las tinieblas y comunicar vida divina a los hombres, es descripto por Zacarías en su cántico en términos de luz solar: “Nos visitará el Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte”. El “Sol que nace de lo alto”, no es el astro sol alrededor del cual giran los planetas: es Cristo, Luz de Luz eterna, Sol de justicia, de cuyo Ser divino trinitario emana una luz más brillante que miles de millones de soles juntos, luz que es, al mismo tiempo, vida y vida eterna; luz que es, al mismo tiempo, Amor y Amor eterno, celestial, el Amor mismo de Dios; luz que es fortaleza divina, porque procede de Dios Trino, que es luz en sí mismo. Esta luz, este “Sol que nace de lo alto”, que viene a nuestro mundo revestido de la naturaleza humana del Niño de Belén, es vida, y por eso da vida a quienes habitan en este mundo “en tinieblas y en sombras de muerte”, y una vez que les da de su vida divina, los ilumina con su luz eterna, haciéndolos participar de esa misma luz, que es vida y que es amor, y que por eso enamora al hombre.
Lamentablemente, en este hórrido mundo, sometido al pecado y a su ley de muerte, mundo cuyo rey es el Príncipe de las tinieblas, muchos se acostumbran al mal, al error, al pecado y a la ignorancia; muchos prefieren los mandamientos de Satanás, el rey del mal y de la mentira, antes que los mandamientos de Dios, y es por esto que el Evangelista San Juan dice: “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron”.
Por el contrario, quien recibe al Niño de Belén, en su pensamiento, por la fe, y en su corazón, por la comunión eucarística, en donde este Niño prolonga su Encarnación y Nacimiento, recibe su gracia, su vida y su luz, que lo convierten en hijo de Dios: "Pero a todos los que lo recibieron, les dio el poder de hacerse hijos de Dios" (cfr. Jn 1, 12).

Octava de Navidad 3 2012



         ¿Cómo fue el Nacimiento de Jesús? Tendremos una idea, ligeramente cercana, si nos representamos a un diamante que recibe, en su parte superior, un potente rayo de luz de sol.
         Cuando el diamante, que es roca cristalina, recibe la luz, a diferencia del resto de los cuerpos materiales, que refractan la luz, es decir, no la incorporan en sí mismos, sino que la desvían, el diamante, por el contario, tiene la propiedad de atraparla en su interior, y esta capacidad es lo que le da su brillo característico. En un proceso posterior, luego de haber atrapado la luz, el diamante emite la luz encerrada, dando lugar a una emisión de luz desde su interior, y lo hace de manera tal que el rayo de luz puede ser percibido en su luminosidad original, blanca, o en los colores que integran la luz. Esto es lo que sucede, por ejemplo, en el caso que nos imaginamos, el del diamante que recibe un rayo de luz de sol, desde su parte superior.
         Ahora debemos trasladar las imágenes y aplicarlas a seres reales, para darnos una idea del Nacimiento virginal y milagroso del Niño Dios: el diamante, roca de cristal, límpida, transparente y pura, es figura de la Virgen María, Ella también Roca, como su Hijo Jesús, y más transparente, más pura y más límpida que el cristal, por ser la Inmaculada Concepción, por ser la Llena de gracia, por ser la Inhabitada por el Espíritu Santo; la luz de sol, que ingresa sobre este diamante celestial que es la Virgen, es Jesucristo, “Dios de Dios, Luz de Luz”, como rezamos en el Credo; Él es la luz de Dios, es Dios, que es Luz: “Yo Soy la luz del mundo”; Él alumbra con la luz purísima que emana de su ser trinitario, a los ángeles y santos en el cielo, porque es el Cordero, “la Lámpara” de la Jerusalén celestial; Él es quien nos ilumina en la tierra, a los que pertenecemos a la Iglesia Militante, con la luz de la fe, de la gracia y de la verdad. Cristo, Luz eterna de Luz eterna, baja del cielo, desde el seno de Dios Padre, al seno de la Virgen Madre, y como Luz divina que es, queda encerrado y alojado, a resguardo, en el seno de María, así como el diamante atrapa la luz del sol cuando es iluminado por esta. Luego, en el momento del Nacimiento, Cristo Luz eterna, emerge de María, así como la luz emerge del diamante, y lo hace Cristo dejándola intacta en su virginidad, así como la luz no daña al diamante.
Cristo, Luz de Luz, desciende del seno del Padre en la Anunciación, ingresa desde lo alto en María Santísima, por la Encarnación, y en la Nochebuena, estando María Santísima arrodillada, sale a través de la parte superior de la pared abdominal de María Santísima, como la luz del sol que atraviesa el cristal diamantino, dejando intacta la virginidad de María antes, durante y después de su Nacimiento. El Nacimiento fue entonces como un potente rayo de sol que atraviesa un diamante, dejándolo intacto antes, durante y después de pasar por él: así Nuestro Señor Jesucristo, Dios de Dios y Luz de Luz, salió del seno virgen de María Santísima, conservando intacta su virginidad, antes, durante y después del milagroso parto.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Octava de Navidad 2 2012



         La escena del Pesebre puede parecer una escena familiar más, entre tantas otras, puesto que vemos en el Pesebre a un madre primeriza, con su hijo recién nacido, a quien busca de darle abrigo, protegiéndolo de la inclemencia del tiempo, al tiempo que se dispone a dar de mamar al niño, que llora por el hambre y el frío, luego de haber sido sacado de ese refugio materno en el que vivió nueve meses, y en el que se encontraba tan a gusto, pues no le faltaba abrigo ni nutrientes; vemos también a un hombre de mediana edad, que es el padre adoptivo del niño, quien luego de alegrarse por su nacimiento, comienza inmediatamente a cumplir su deber de padre, y va en busca de leña para el fuego y también de alimento para la madre y el niño. La escena del Pesebre se completa con la presencia de dos animales, un buey y un asno, que con sus cuerpos de gran tamaño, contribuyen a dar calor al grupo familiar, y sobre todo al niño, que sufre por el frío.
         La escena de la familia del Pesebre parece una escena familiar más, entre tantas otras, y sin embargo, no es así, puesto que encierra en sí, al tiempo que manifiesta, un misterio insondable, un misterio originado en el seno mismo de Dios Trinidad, que deja asombrados a los mismos ángeles. La madre primeriza no es una madre más, sino que es la Madre de Dios, la Virgen María, la Mujer que en el Génesis aparece aplastando la cabeza de la Serpiente, y que en el Apocalipsis aparece revestida de sol, con la luna a sus pies, como signo de ser Ella la Emperatriz de cielos y tierra; la Mujer del Pesebre es la Virgen María, concebida Inmaculada y Llena del Espíritu Santo, precisamente para ser Madre del Redentor, y para ser junto a Él Co-rredentora de la humanidad; la frágil mujer, que en el Pesebre de Belén sostiene en sus juveniles brazos a su Niño recién nacido, es la Madre del Salvador, y aunque de apariencia frágil, su fortaleza es tan grande, que lleva en sus brazos nada menos que al mismo Dios Hijo en Persona, y cuando sea grande, la fortaleza que le comunica su amor materno, hará que sea la Única que lo acompañe en su agonía y muerte en Cruz, y con esa fuerza de su amor materno, confortará a su Hijo en el durísimo Camino Real del Calvario; la Mujer que en el Pesebre arropa con amor inefable a su Niño recién nacido, y se dispone para amamantarlo, es la Virgen María, Madre amantísima, llamada también Madre de la Divina Gracia, porque Ella dio a luz en el tiempo a la Gracia Increada, Jesucristo, Dios eterno; la Mujer que abriga a su Hijo, y lo envuelve en pañales, para protegerlo del frío de la noche, es la Virgen María, la Reina de cielos y tierra, que arropa con delicado amor maternal al Creador del universo, a Aquel que luego habrá de ofrecerse a sí mismo como Alimento celestial, como Pan de Vida eterna, a los hombres, en la Eucaristía; a su vez, el Niño que tiembla a causa del frío y que llora por el hambre que experimenta todo recién nacido, es Dios omnipotente, el Dios ante quien los ángeles se postran en adoración extasiada; el Dios ante cuya ira, el Día del Juicio Final, los ángeles temblarán de pies a cabeza; el Dios de toda majestad y santidad, ante cuyo solo nombre el infierno se precipita en el terror; es el Dios que sin embargo viene a los hombres, no en el esplendor fulgurante de su gloria inaccesible, no en la tempestad, en el rayo y el trueno, no en su justa ira encendida por el mal que anida en el corazón del hombre, sino en el cuerpo y en la humanidad de un Niño recién nacido, para que el hombre no tenga excusas para acercársele, porque nadie puede excusarse y decir que teme a un Niño recién nacido, y viene como Niño, sin dejar de ser Dios, como signo visible del Amor incomprensible de la Trinidad por los hombres: el Niño es el don de Dios Padre, que hace nacer a Dios Hijo en Belén, Casa de Pan, para que este sea el alimento de los hombres en el Pan del Altar, la Eucaristía; por último, el padre adoptivo que acompaña a la Mujer primeriza y al Niño recién nacido, no es simplemente un hombre bueno, consciente de sus deberes de padre y de esposo: es San José, el hombre elegido desde la eternidad por la Santísima Trinidad, para ser el padre terreno de Dios Hijo; es el hombre elegido para ser, en la tierra, una imagen de Dios Padre, que cuide y ame a Dios Hijo encarnado con su mismo amor de Dios Padre; es el hombre, elegido desde la eternidad por Dios Trinidad, para ser el Esposo casto y puro de la Madre de Dios, para que la ame con amor fraterno, y cuide y proteja a Ella y al Niño, de parte de Dios Padre.
         La escena del Pesebre puede parecer una escena familiar más, entre tantas otras, pero no lo es, porque encierra, a la par que manifiesta, un misterio insondable.
         

Octava de Navidad 1 2012



         El lugar del Nacimiento del Niño Dios está señalada, en la Basílica de la Natividad, por una Estrella de plata. Se trata del lugar físico, real, en el que nació Jesús de Nazareth. Inicialmente una gruta que servía de refugio a los animales, luego fue convertido en una maravillosa basílica, templo de Dios y meta de peregrinación para cientos de miles de cristianos.
         Aunque pudiera parecer un simple solar, similar al de muchos otros que conmemoran el lugar físico del nacimiento de personas destacadas en la historia, la estrella de plata que señala el lugar del Nacimiento de Jesús de Nazareth no es un solar más, puesto que se trata del Nacimiento de Dios Hijo en Persona, de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que viene a este mundo como Niño, sin dejar de ser Dios. Como tal, es el lugar que conmemora el ingreso en este mundo, terreno y temporal, del Ser trinitario, Ser que es eterno y que al ingresar en el tiempo, permea el tiempo, lo atraviesa, lo impregna de eternidad, y lo conduce a la eternidad, puesto que lo absorbe en sí mismo.
         Precisamente, por ser un hecho tan trascendente, el Nacimiento en el tiempo de un Ser que es eterno, no se limita a un lugar físico, por lo que el solar que indica este Nacimiento simboliza y comprende algo más que un mero lugar físico, a diferencia de solares de seres humanos destacados, que sólo indican el lugar físico de su llegada a este mundo.
         En otras palabras, la estrella de plata de la Basílica de la Natividad, siendo como es un elemento material, y estando como está en un lugar físico, es un símbolo de otros solares, ya inmateriales y fuera del tiempo, que perpetúan y prolongan el Nacimiento terreno, temporal y físico de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que es eterna y por lo tanto atemporal.
         Esos otros “lugares”, por así decir, a los cuales remite el solar de Jesús, y en donde se prolonga y perpetúa su Nacimiento, el Nacimiento del Niño Dios, son los altares eucarísticos, en donde el Niño Dios, en cada Santa Misa, prolonga y perpetúa su Nacimiento, en la consagración eucarística, y son los corazones de los hombres, en donde el Niño Dios también prolonga y perpetúa su Nacimiento, esta vez por la gracia santificante.
         De esta manera, el solar que indica el Nacimiento físico de Jesús de Nazareth, se encuentra en un lugar físico, pero a la par que señala el lugar real del Nacimiento del Niño Dios, remite a otros solares, los altares eucarísticos, en donde el Niño Dios prolonga su Nacimiento, oculto bajo el velo del sacramento, y en las almas de los hombres, puesto el Nacimiento se multiplica por la gracia en los corazones.

jueves, 20 de diciembre de 2012

En Navidad, la Iglesia exulta de alegría y canta de gozo, porque ha nacido el Niño Dios, para donarse a los corazones de los hombres como Pan de Vida eterna



(Santa Misa de Nochebuena – Ciclo C – 2012)
         En Nochebuena, la Iglesia exulta de alegría, porque ha nacido el Redentor; el Mesías, el Salvador de los hombres, ha venido a este mundo como un Niño recién nacido. El Nacimiento de este Niño, que podría parecer insignificante a los ojos del mundo, porque sucedió hace dos mil años, en tiempos en los que no existían avances tecnológicos ni científicos, en una gruta olvidada de una región esclavizada por el imperio de esa época, el imperio romano, es sin embargo el acontecimiento más importante para la Humanidad en toda su existencia, y no hubo, no hay ni habrá otro acontecimiento más importante que éste. El motivo es que ese Niño de Belén, nacido en la oscura gruta de un paraje lejano, en la noche más oscura y en el frío, olvidado y despreciado de los hombres, pues sus padres deben recurrir a una gruta porque no encuentran lugar en los albergues, es Dios Hijo en Persona, es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios con nosotros, el Emmanuel, el Mesías Redentor, que había sido anunciado desde el inicio del tiempo en su llegada redentora.
         A los ojos de los hombres, cuando se contempla la escena del Pesebre de Belén, una vez ya nacido el Niño, nada hace pensar en un hecho extraordinario: lo que ven los pastores, al acercarse a la gruta, es a una madre con su niño recién nacido, a un hombre que es su padre, y a los animales de la gruta, un buey y un asno, que con sus cuerpos dan calor al Niño en el intenso frío de la noche. A los ojos de los hombres, la escena del Pesebre de Belén no pasa de ser una escena familiar y cotidiana más, de entre cientos de miles similares, dispersas a lo largo y ancho del mundo.
Sin embargo, a los ojos de Dios, las cosas son muy distintas, porque la Madre que da a luz no es una mujer más entre otras, sino la Inmaculada Concepción, la Llena de gracia, la Inhabitada por el Espíritu Santo, la Virgen Purísima, que recibe en su Corazón Inmaculado primero y en su seno virginal después al Verbo de Dios ante el anuncio del Ángel, posibilitando su Encarnación, recibiendo a la Luz eterna que proviene de la Luz eterna, Dios Hijo, y luego, al momento de su Nacimiento, se arrodilla en el Pesebre para que la Luz eterna, a la cual Ella recibió y encerró en su seno virgen durante nueve meses, salga a través de  la pared de la región superior de su abdomen, así como un rayo de sol atraviesa un cristal, dejándolo intacto antes, durante y después de su salida.
A los ojos de Dios, a los ojos de los ángeles de Dios, y a los ojos de los hombres de fe y de buena voluntad, el Nacimiento del Niño Dios fue “como un rayo de sol atraviesa un cristal”, según los Padres de la Iglesia, y no podía ser de otro modo, puesto que su Madre, la Virgen, era Inmaculada y Pura desde su Concepción.
Porque María Santísima es la Llena de gracia, concebida en gracia, sin mancha de pecado original, e inhabitada por el Espíritu Santo, su Cuerpo Inmaculado actuó en la Encarnación y en el Nacimiento del mismo modo a como un diamante con la luz: así como el diamante, roca cristalina, primero encierra en sí mismo la luz, para luego emitirla, así la Virgen María: en la Encarnación recibe la Luz eterna, Dios Hijo, que proviene de la Luz eterna, Dios Padre, para luego, en el Nacimiento, emitir esa luz, que mientras Ella está arrodillada, atraviesa la parte superior de su abdomen sin dañarla en lo más mínimo.
Si a los ojos de los hombres mundanos y sin fe la escena del Pesebre no les dice nada, la Iglesia, contemplando el Pesebre, les dice a los ángeles y a los hombres con fe y buena voluntad: “¡Dios Hijo ha nacido de la Virgen Madre! ¡Dios se nos aparece como un Niño, sin dejar de ser Dios! ¡El Niño de Belén es Dios Niño, es el Niño Dios, venid, adorémosle! ¡Acerquémonos al Pesebre, para adorar a Nuestro Dios, que parece un Niño, pero es Dios en Persona! ¡Alégremonos y exultemos por su Nacimiento, cantemos himnos y cánticos de alabanza en su honor, en honor del Emmanuel, Dios con nosotros! ¡Postrémonos por tierra ante el Hijo de Dios, nacido de María Virgen, ofrezcámosle el humilde don de nuestra adoración, porque sólo el Niño de Belén es el Único Dios, Tres veces Santo, que merece ser adorado!”.
Ante la imagen navideña del Pesebre, la Iglesia no sale de su éxtasis y de su asombro, al contemplar, en la carne y el cuerpo del Niño de Belén, a su Dios, que ha venido a este mundo para salvar a los hombres.
Pero lo más asombroso de la Navidad es que el Nacimiento prodigioso, se renueva bajo el velo sacramental: así como Jesús, el Niño Dios, salió del seno virgen de María, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, como un rayo de sol que atraviesa el cristal, por el poder del Espíritu Santo, iluminando la gruta de Belén con el esplendor de miles de millones de soles juntos, así también, por el poder del mismo Espíritu Santo, por las palabras de la consagración, el mismo Niño de Belén, Jesús de Nazareth, con su Cuerpo resucitado, con su Sangre, su Alma y su Divinidad, prolonga su Encarnación y Nacimiento en el seno de la Iglesia, el altar eucarístico, iluminando con el resplandor de la Eucaristía a toda la humanidad, con un resplandor más intenso que cientos de miles de millones de soles juntos.
         Así como la gruta de Belén se iluminó con el Nacimiento del Niño Dios en Belén, así la Iglesia se ilumina con la prolongación del Nacimiento en el altar eucarístico, y éste es verdadero motivo de la alegría de Navidad: Cristo, Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, viene a las tinieblas de nuestro mundo, para derrotar para siempre a las tinieblas, para concedernos su gracia santificante, para alegrar nuestros días terrenos con su Presencia eucarística, como anticipo de  la alegría final en los cielos, por toda la eternidad.
         En Navidad, la Iglesia exulta de alegría y canta de gozo, porque ha nacido el Niño Dios en Belén, que significa “Casa de Pan”, y porque ese Niño Dios prolonga su Nacimiento en el altar eucarístico, en la Santa Misa de Nochebuena, para donarse a los corazones de los hombres como Pan de Vida eterna.

Que nuestra alegría navideña sea la alegría de participar de la verdadera fiesta de Navidad, la Santa Misa de Nochebuena



(Domingo IV - TA - Ciclo C - 2012)
“Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno” (Lc 1, 39-45). La Virgen, encinta por obra del Espíritu Santo, va a visitar a su prima Santa Isabel, también encinta a su vez. Al llegar la Virgen, Juan el Bautista, desde el seno de su madre, “salta de alegría”, hecho que es percibido por Santa Isabel. No se trata de un movimiento espontáneo del niño, ni la percepción de la alegría del niño por parte de Isabel es un hecho imaginario, como podría suceder en otros casos de mujeres embarazadas que sienten el movimiento de sus hijos en el vientre: se trata de una verdadera alegría del Bautista, alegría que es de origen celestial, alegría que proviene del mismo Espíritu Santo, que es Alegría infinita, alegría que está causada por la Presencia de Jesús, el Hijo de Dios, el Emmanuel, el Dios con nosotros, que viene transportado en el seno virgen de María, iniciando su misión, la redención de la humanidad.
El “salto de alegría” del Bautista no es por lo tanto ni movimiento espontáneo del niño en gestación, ni producto de la imaginación de una madre primeriza: es realmente una alegría celestial que de la Trinidad se comunica al Bautista y que éste a su vez comunica a su madre, Santa Isabel, y está causada por la Presencia de Jesucristo, el Niño Dios, el Mesías, que viene en el seno virgen de María.
“Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno”. La alegría del Bautista representa al verdadero espíritu de Navidad: la humanidad, representada en Juan Bautista, se alegra ante un hecho que no tiene precedentes en la historia de los hombres, porque la Visitación de la Virgen a Santa Isabel representa el inicio de los tiempos mesiánicos, tiempos de la Presencia salvadora y redentora del Mesías entre los hombres, y esto es causa de alegría porque significa que los hombres se verán libres de sus tres grandes enemigos, de sus enemigos mortales: el demonio, el mundo y el pecado; pero más que esto, la Visitación de María Santísima representa el inicio no sólo de la derrota definitiva del infierno y de todas sus potencias, y de la muerte y del pecado, que tenían esclavizados a la humanidad desde el pecado original de Adán y Eva, sino que representa ante todo el inicio del don de la gracia santificante por parte del Niño Mesías, gracia santificante por la cual la humanidad entera será hecha partícipe de una vida nueva, la vida misma de Dios Trinidad; a partir del Niño Dios, y luego de su Muerte redentora en Cruz, de su Resurrección gloriosa y de su Ascensión a los cielos, los hombres tendrán a su disposición la gracia santificante, por medio de la cual serán adoptados como hijos por Dios, serán hechos herederos del Reino de los cielos, y recibirán la vida misma de la Trinidad, la vida eterna, vida absolutamente desconocida para los hombres, vida del Ser divino que es alegría inconcebible, gozo infinito, dicha inimaginable, felicidad interminable, contentos imposibles de expresar.
“Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno”. Cuando el Bautista salta de gozo en el seno de su madre, Santa Isabel, lo hace impulsado por el Espíritu Santo, quien es el que le comunica de la Presencia de Jesús, traído por la Virgen en su seno, y esta alegría del Bautista ante la Llegada de Jesús, es el modelo de la alegría del cristiano en Navidad, ante el Nacimiento del Niño Dios. El cristiano, para Navidad, debe alegrarse con la misma alegría de Juan el Bautista, porque es la alegría que expresa el verdadero sentido de la Navidad: el Niño de Belén, nacido milagrosamente de la Virgen María, es el Mesías, el Redentor, el Salvador de la humanidad, que ha venido no solo para “destruir las obras del demonio”, para aplastar la cabeza de la Serpiente Antigua, y para encerrar a todos los demonios en el infierno para siempre; no sólo ha venido a cancelar la deuda de la humanidad para con Dios, el pecado original, mancha espiritual que aleja al hombre de Dios y lo sustrae de su acción benéfica, mancha que lo aparta de su Amor, de su paz, de su bondad, sino que ha venido a concedernos la vida de la gracia, que es la vida misma de la Santísima Trinidad, vida que es absolutamente desconocida para el hombre, vida que contiene en sí infinitamente más de todo lo que el hombre pueda desear para ser feliz para siempre; el Niño Dios ha venido para donarse Él mismo como Pan de Vida eterna en la Eucaristía, para que aquel que lo reciba con fe y con amor, habite en Él, y para que Cristo habite en su corazón, infundiéndole de su misma vida, y siendo un mismo Cuerpo y un mismo Espíritu con quien comulga. Ésta es la verdadera alegría de Navidad, la alegría de saber que el Niño Dios, que se encarnó en el seno de María Virgen, y que nació en Belén, Casa de Pan, se dona cada vez en la Santa Eucaristía como alimento del alma, para hacer del alma su morada en el tiempo y en la eternidad; ésta es la verdadera alegría y no la falsa alegría del mundo, alegría sin sustento ni sentido, porque el mundo no se alegra en Cristo sino en la música mundana, en las comilonas, en las embriagueces, en las diversiones profanas; el mundo se alegra en Navidad, pero con una alegría falsa, porque es una alegría pagana, no fundada en Cristo Jesús, el Hijo de María, el Hijo de Dios que se dona en la Eucaristía; el mundo se alegra con una alegría superficial, pasajera, que en el fondo es sólo tristeza y amargura, porque detrás de la música desenfrenada, detrás de los manjares del cuerpo, detrás de las embriagueces, detrás de los festejos trasnochados, nada hay, sino sólo cenizas y amargura, y el sabor nauseoso del pecado y de la muerte.
“Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno”. Que la alegría del Bautista, la alegría de saber, por la luz del Espíritu Santo, que el Hijo de la Virgen, el Niño Dios, es el Redentor que ha venido a salvarnos, pero no con una salvación intramundana, sino con una salvación eterna, porque ha venido para llevarnos al Reino de los cielos, en la eternidad, sea nuestra misma alegría, la cual nos hace alegrar no por los manjares terrenos y las fiestas mundanas, sino por alimentarnos con el Banquete que Dios Padre ha preparado para nosotros: la Carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo; el Pan de Vida eterna, el Cuerpo resucitado de Jesús en la Eucaristía, y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre del Cordero de Dios, derramada en el ara de la Cruz y recogida en el cáliz de la salvación, el cáliz del altar.
Que nuestra alegría navideña sea la alegría de participar de la verdadera fiesta de Navidad, la Santa Misa de Nochebuena.

“Apenas oí tu saludo el niño saltó de alegría en mi vientre”



“Apenas oí tu saludo el niño saltó de alegría en mi vientre” (Lc 1, 39-45). Una interpretación racionalista de este Evangelio y de la frase de Santa Isabel, diría que el salto del Bautista se debe a un simple movimiento espontáneo, propio de todo niño en el seno de su madre, y que la alegría del niño, descripta por Santa Isabel y atribuida al Bautista, es en realidad producto de la imaginación de Santa Isabel, mujer primeriza y por lo tanto inexperta en embarazos, a pesar de su edad.
Sin embargo, el salto de Juan Bautista en el seno de Santa Isabel, no se debe a un movimiento espontáneo del niño, ni tampoco la alegría percibida por Santa Isabel, como proveniente del niño, es producto de su imaginación: se trata de una verdadera alegría, comunicada desde lo alto, por el Espíritu Santo, a Juan Bautista, alegría que es percibida por Santa Isabel, y que se origina en la Presencia de Jesús, que es traído en el seno virgen de María, como inicio de su misión redentora, de su Pasión, por la cual habrá de salvar a toda la humanidad.
La causa de la alegría del Bautista se debe entonces a la Presencia de Jesús, el Mesías, que viene a los hombres, desde los cielos eternos del Padre, a través de ese cielo en la tierra que es el seno virgen de María, y viene no solo para derrotar definitivamente a los grandes enemigos de la raza humana, el demonio, el mundo y el pecado, sino para concederles la gracia santificante, la filiación divina y la vida eterna, y para conducirlos al Reino de los cielos.
“Apenas oí tu saludo el niño saltó de alegría en mi vientre”. La alegría del Bautista, alegría transmitida por el Espíritu Santo, es la alegría del cristiano en Navidad: el cristiano, para Navidad, no se alegra por las comilonas, ni las embriagueces, ni por la música ensordecedora, ni por festines trasnochados; el cristiano se alegra, con la alegría del Espíritu Santo, porque ha nacido el Redentor, el Niño Dios, Luz de Luz eterna, que con su Luz eterna ha venido para derrotar para siempre a las tinieblas, y para iluminar con su luz divina a toda la humanidad.

martes, 18 de diciembre de 2012

“No temas, Zacarías, tu hijo se llamará Juan, estará lleno del Espíritu Santo y hará que muchos vuelvan a Dios”



“No temas, Zacarías, tu hijo se llamará Juan, estará lleno del Espíritu Santo y hará que muchos vuelvan a Dios” (Lc 1, 5-25). El Evangelio que anuncia la concepción milagrosa y posterior nacimiento de Juan el Bautista, es similar al que narra la concepción y nacimiento milagrosos de Jesús de Nazareth; de su comparación, se destacan, entre otras cosas, la desconfianza de Zacarías, en absoluto presente en María, ante el anuncio del Ángel, desconfianza que le vale el quedar mudo hasta el nacimiento del Bautista. Su concepción milagrosa –sus padres son ancianos y ya estériles, y a pesar de eso, Santa Isabel queda encinta-, y el hecho de estar “lleno del Espíritu Santo”, le valen el ser alabado por el mismo Jesús en Persona, quien dice del Bautista que “no hay hombre más grande nacido de mujer”.
De todos modos, lo importante en este Evangelio, y es el motivo por el cual la Iglesia lo pone en Adviento, es que la figura del Bautista es modelo del cristiano: así como el Bautista es “lleno del Espíritu Santo”, luego ya adulto predicará en el desierto, vestido de pieles de animales salvajes, se alimentará de langostas y miel silvestres, y predicará la conversión del corazón para recibir al Mesías, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, así el cristiano debe imitar al Bautista, anunciando en tiempo de Adviento la llegada del Mesías, el Niño Dios, que habrá de nacer para Navidad.
Ante esto, se torna pertinente la pregunta: ¿es posible, para el cristiano común, imitar al Bautista, quien fue descripto por el Ángel Gabriel como “lleno del Espíritu Santo”, y por el mismo Jesucristo como “el más grande nacido de mujer? ¿No parece una pretensión exagerada?
La respuesta es que sí es posible, y aunque no recibirá el título de “más grande nacido de mujer”, porque es un título personal del Bautista, sí lo puede imitar en su condición de “lleno del Espíritu Santo”, desde el momento en que el cristiano tiene a su disposición los sacramentos de la Iglesia, ante todo la confesión sacramental, por medio de la cual el cristiano queda en estado de gracia, lo cual quiere decir “lleno del Espíritu Santo”.
La otra pregunta que se plantea es que si el cristiano quiere imitar al Bautista, además de la confesión sacramental, deba vestir con pieles de animales salvajes, ir al desierto y alimentarse de langostas y de miel, y la respuesta es que, obviamente, no, materialmente hablando, pero sí debe imitar el sentido penitencial del Bautista: así, el cristiano debe vestir con modestia, con recato, no sólo sin obviamente ser causa de caída a causa de una vestimenta indecorosa, sino también sin demasiados lujos, ni ropas costosas y caras. En cuanto al alimento, el cristiano debe imitar al Bautista mediante la moderación y templanza en los alimentos terrenos, alimentándose más bien de manera frugal, medida, evitando comer sin apetito, o adquirir productos alimenticios excesivamente costosos.
Con respecto a la alimentación, hay que decir que el cristiano tiene a su disposición algo que no tenía Juan el Bautista, y es el de alimentarse no con langostas y miel silvestres, como lo hacía el Bautista, sino con la Carne del Cordero de Dios, la Eucaristía, con lo cual, además de quedar “lleno del Espíritu Santo”, queda “lleno de Jesucristo”, quien le comunica de su misma vida divina.
Con todo esto, más el ejemplo de vida, el ejercicio de la caridad, de la paciencia, de la comprensión, y de las obras de misericordia que prescríbe la Iglesia, el cristiano está en condiciones de imitar a la perfección al Bautista, anunciando, como este, la Venida del Redentor, en este caso, para Navidad, como Niño Dios. 

lunes, 17 de diciembre de 2012

“No temas José porque lo que ha sido engendrado en María viene del Espíritu Santo”



El Ángel anuncia a José en sueños

“No temas José porque lo que ha sido engendrado en María viene del Espíritu Santo” (Mt 1, 18-24). Ante el temor de que María fuera repudiada debido a haber concebido un hijo sin estar viviendo juntos, y aunque este Niño había sido concebido por el Espíritu Santo, José, al desconocer este hecho, decide abandonar a María para no denunciarla públicamente. Sin embargo, el Ángel del Señor se le aparece en sueños y le dice: “No temas José porque lo que ha sido engendrado en María viene del Espíritu Santo”.
El Evangelio nos revela que el Niño concebido en María, el que luego habrá de nacer milagrosamente en Belén, ha sido concebido virginalmente, por obra del Espíritu Santo, el Amor de Dios, y que no ha intervenido en la concepción obra de ningún hombre, puesto que el Niño es “Emmanuel”, es decir, “Dios con nosotros”, porque es Dios Hijo en Persona.
Este Evangelio, a la par que afirma la condición de María como Madre de Dios, y la condición divina de Jesús -debido a que es Dios Hijo en Persona, es concebido virginalmente por el Espíritu Santo y por ese motivo es llamado "Dios con nosotros"- ,contesta a quienes niegan estas verdades reveladas, como lamentablemente ha sucedido hace unos días dentro del mismo campo católico: un sacerdote jesuita, en un artículo herético, publicó la blasfema mentira de que Jesús había nacido luego de una relación marital entre María y José, con lo cual niega, en un solo renglón, la doctrina de la Encarnación del Hijo de Dios y la virginidad perpetua de María[1].
Si esta blasfema herejía, que no proviene ya de sectores externos de la Iglesia, sino de pastores convertidos en lobos, que asesinan la fe de los creyentes, fuera verdad, entonces la escena central de la Navidad, el Pesebre, sería sólo una fábula, una metáfora, una alegoría mítica, y todo el cristianismo no pasaría de ser una religión idealista, propagadora de una nueva moral, pero cuyo horizonte continuaría siendo la vida caduca y terrena del hombre, como todas las otras religiones. Si esta proposición herética y blasfema de este sacerdote fuera verdad, entonces ninguna esperanza tendríamos los cristianos, porque todo sería vano, no habría perdón de los pecados, no habría liberación del demonio y del pecado, la muerte sería nuestro destino final, la desesperación sería la compañera de nuestras vidas, hasta el último aliento, nadie podría esperar el salvarse de la condenación eterna, y la Eucaristía no sería el mismo Dios Hijo que prolonga su Encarnación en la Hostia consagrada, sino que sería solo un pan bendecido.
Pero gracias a Dios, ni la  blasfemia de este mal sacerdote es verdad, ni la muerte es nuestro destino final, ni el demonio nos espera al final de nuestros días para arrastranos sin más a la condenación, porque el Niño de Belén, como lo dice el Ángel del Señor, es “fruto del Espíritu Santo”, es Dios Hijo en Persona que viene a este mundo como un Niño, sin dejar de ser Dios, para “destruir las obras del demonio” (1 Jn 1, 2), para vencer para siempre al demonio, la muerte y el pecado, para concedernos la filiación divina, para darse a nosotros como Pan de Vida en la Eucaristía, y para conducirnos, por su gran misericordia, a las moradas eternas del Padre luego de esta vida.
Basada en estas verdades eternas, la Iglesia, parafraseando al Ángel nos dice: “No teman a  los propagadores de mentiras, a los lobos vestidos de ovejas, a los malos pastores, a los que engañan a sabiendas: el Niño de Belén es Dios, fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nacerá para Navidad de Santa María Virgen, y a quien se acerque a adorarlo en su Pesebre y en la Eucaristía, les concederá el don del Espíritu Santo”.

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(1) Se trata del P. Alfonso Llano, quien en "la columna publicada el 24 de noviembre, titulada "La infancia de Jesús", aseguró que María concibió a Jesús tras mantener relaciones sexuales con José, lo cual niega el dogma católico sobre la Encarnación y la perpetua virginidad de la Madre de Dios". Según informa Infocatólica.com, "Sus declaraciones causaron gran escándalo en diferentes sectores de la Iglesia Católica. Mons. José Daniel Falla, secretario general de la Conferencia Episcopal Colombiana, aseguró que "el padre Llano ha perdido el horizonte y dejado de lado la fe que se pregona en la Iglesia desde sus inicios, al negar la virginidad de María", y pidió a superiores que lo llamaran al orden". Esto finalmente sucedió, que que con inusitada celeridad el sacerdote fue llamado al silencio, al prohibírsele de ahora en más continuar escribiendo.

domingo, 16 de diciembre de 2012

En el Pesebre de Belén contemplamos un misterio insondable, misterio de cuya aceptación o rechazo depende nuestro destino eterno



“Genealogía de Jesucristo…” (Mt 1, 1-17). Aún cuando pudiera parecer de poco interés, el relato de la genealogía de Nuestro Señor Jesucristo tiene una gran importancia en cuanto a la verdadera identidad de Jesús, puesto que nos hace ver que el Redentor del mundo nació en el tiempo, en un momento determinado de la historia, de un pueblo determinado, y sus antepasados pueden ser rastreados en la línea ascendiente del tiempo, de modo que es posible reconstruir su árbol genealógico.
Este dato acerca de la historicidad de la persona de Jesús de Nazareth desarma todas las falacias que se esgrimieron acerca de su persona: que no era verdadero hombre, que fue un invento, un mito de un pueblo, etc.
Por medio del árbol genealógico, se puede determinar con exactitud histórica y científica que Jesús fue Hombre verdadero, que nació en un lugar y en un momento determinado de la historia.
Ahora bien, a este Evangelio, para conocer la verdad total acerca de Jesucristo, hay que complementarlo con el de Juan, en donde se describe la procedencia eterna de Jesucristo en cuanto Dios Hijo que procede eternamente del Padre: “El Verbo era Dios, estaba en Dios, era la luz que alumbra a todo hombre; vino a los suyos y los suyos no lo recibieron” (cfr. Jn 1, 1ss). De esta manera, el Evangelio nos dice, con precisión científica teológica, que Jesucristo es “Dios verdadero de Dios verdadero”, como reza el Credo de la Iglesia.
Con estos dos evangelios, con el inicio de Mateo y el inicio de Juan, queda configurada la verdadera y única identidad de Jesús de Nazareth: Hombre-Dios; Hombre, porque su genealogía puede rastrearse en ascendientes humanos; Dios, porque su procedencia en cuanto Dios es eterna, está más allá del tiempo, y se encuentra en el seno de Dios Padre.
Estos datos nos sirven para afianzar nuestra fe, y también para saber cuál es el verdadero sentido de las fiestas navideñas: Navidad no es una fiesta sentimentalista, ni el pesebre de Belén representa una fábula, o una escena pasada de un gran líder religioso que ya murió; la celebración y luego contemplación del Nacimiento del Niño Dios es la celebración y contemplación del misterio de la Redención de la humanidad, misterio por el cual para cada hombre, se abre el horizonte insospechado no sólo del perdón y de la liberación de la culpa original, no sólo de la liberación del enemigo de la raza humana, el ángel caído, sino el horizonte insospechado de la eternidad, de la filiación divina, de la comunión de vida y de amor por la gracia con Dios Trinidad, de la contemplación del Ser Trinitario por la eternidad.
La genealogía de Jesucristo, lejos de ser un mero recuento de las generaciones en línea descendente hasta llegar a Jesucristo –catorce, catorce y catorce-, unida a la revelación de su origen eterno a partir del seno de Dios Padre, nos lleva a reflexionar sobre el Pesebre, que no es una representación infantil del ideal de la familia humana, sino el misterio de la salvación del hombre, misterio que comienza con la Encarnación y Nacimiento del Niño Dios, de Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios, misterio que se prolonga, en el signo de la liturgia, en el altar eucarístico, toda vez que en la Santa Misa el Cuerpo de Cristo, concebido por el Espíritu Santo en el seno de la Virgen María, es concebido en el seno virgen de la Iglesia, el altar eucarístico, por el poder del mismo Espíritu Santo; la meditación de este Evangelio nos debe llevar a la consideración que en el Pesebre de Belén contemplamos un misterio insondable, misterio de cuya aceptación o rechazo depende nuestro destino eterno.

jueves, 13 de diciembre de 2012

“Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego”



(Domingo III - TA - Ciclo C – 2013)
         “Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Lc 3, 10-18). El Bautista da la clave de porqué en este tercer Domingo de Adviento la Iglesia cambia sus ornamentos y su espíritu, de morado, que significa penitencia, al rosado, que significa alegría: el Mesías traerá para los hombres un bautismo nuevo, un bautismo del cual el suyo, en agua, era solo una figura, porque bautizará con “Espíritu y fuego”. El Mesías habrá de bautizar al alma del hombre no con agua, como lo hacía el Bautista, sino con el mismo Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, que es fuego de Amor divino, por eso dice el Bautista que bautizará “en Espíritu Santo y fuego”.
         La diferencia entonces con el bautismo de Juan el Bautista es notoria: mientras Juan el Bautista bautiza con un bautismo de agua, para el que se predica la necesidad de la conversión –por eso los consejos del Bautista: “El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga qué comer, haga otro tanto (…) No exijan más de lo estipulado; no extorsionen; no hagan falsas denuncias y conténtense con su sueldo”-, pero se trata de una conversión meramente moral, puesto que aún recibiendo el bautismo de Juan el hombre sigue igual en su interior, sin nada que lo haga partícipe de la bondad divina, el bautismo con el que habrá de bautizar el Mesías, bautismo “en Espíritu y fuego”, sí produce un cambio en el hombre, que no es meramente moral, porque infunde en el hombre la gracia divina, que es participación a la vida divina, lo cual quiere decir que lo hace partícipe de la misma bondad divina. En otras palabras, mientras que por el bautismo de Juan el Bautista si el hombre se convertía, esto era solo un cambio moral, un cambio de conducta, un cambio de estilo de vida –el hombre se vuelve más bueno, más honesto, para recibir al Mesías-, por el bautismo del Mesías, el hombre será hecho partícipe de la bondad misma de Dios, porque participará de su misma vida divina. Esto no quiere decir que, con el bautismo sacramental, el hombre adquiera automáticamente la bondad de Dios, ya que es un dato de la experiencia cotidiana que la inmensa mayoría de los bautizados no son buenos, en el sentido de vivir la bondad al extremo de la Cruz; el adquirir por participación la vida divina, no exime al hombre de tener que actuar libremente, eligiendo a cada momento de su obrar, entre su propia tendencia natural, inclinada a la concupiscencia y al mal, o la tendencia al Bien, en la Voluntad divina. El ejemplo de cómo el corazón humano ha sido cambiado por la gracia al punto tal de participar de la bondad misma de Dios, son los santos, en cuyas vidas, signadas por las obras de la misericordia, se ve que es Dios mismo, Ser de Bondad infinita, quien actúa a través de ellos. En los santos sí se puede ver la transformación que el Espíritu Santo produce en el corazón del hombre, porque como es fuego de Amor divino, enciende los corazones en ese fuego y ese fuego encendido los lleva a obrar las obras de misericordia al extremo de la caridad de la Cruz. Por el contrario, si ese fuego, que es donado como en germen en el bautismo, no es alimentado con obras buenas, el Espíritu Santo infundido por el Mesías nada puede hacer, y el alma así no se santifica en el bien.
         La diferencia entre el bautismo de Juan el Bautista, y el bautismo del Mesías, que es Jesús, que viene a este mundo como un Niño recién nacido, envuelto en pañales, consiste en que mientras el Bautista bautizaba con agua material, que lo único que hacía era correr desde la cabeza hacia abajo, por todo el cuerpo, pero no provocaba ningún cambio en lo profundo del hombre, el Mesías bautiza con el Espíritu Santo, que penetrando en lo más profundo del ser y del corazón del hombre a través del agua bautismal y de la fórmula de la consagración, provoca una conversión profunda y radical del corazón, orientándolo, desde la posición en dirección descendente en la que se encontraba, hacia una nueva posición, la posición ascendente, dejando así de mirar a las cosas bajas y terrenas, para comenzar a mirar al Sol de justicia, Jesucristo, Dios eterno, como hace el girasol cuando termina la noche y comienza el día.
“Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego”. El motivo de la alegría de la Iglesia en el tercer domingo de Adviento, alegría expresada por el cambio del color de los ornamentos litúrgicos, está en la frase de Juan el Bautista: “Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego”, porque esto significa que el hombre habrá de recibir no una mera regla externa de normas morales, los Mandamientos, para simplemente cambiar el comportamiento externo: con el Espíritu Santo que habrá de recibir en el bautismo del Mesías, el hombre recibirá la vida misma de Dios, vida que es absolutamente incomprensible e inabarcable en sus misterios sobrenaturales, en su alegría infinita, en su dicha sin fin, en su gozo eterno, en sus felicidades interminables, en sus bienaventuranzas eternas.
“Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego”. El Espíritu Santo con el que bautizará el Mesías, el mismo Espíritu que se derrama a través de los sacramentos, es fuego de Amor divino, fuego que es Amor celestial, que inflama los corazones en el Amor de Dios: así como el fuego hace arder al instante la hierba seca, así el Espíritu Santo incendia el alma, si esta está dispuesta, en el Amor divino; el Espíritu Santo es un río de Amor purísimo, que hace olvidar al hombre cualquier otro amor que no sea el de Dios, y hace que el hombre quede extasiado en la contemplación de la belleza inabarcable del Ser trinitario. El Espíritu Santo es fuego que abrasa, que quema, que purifica, y así como el fuego del herrero penetra en el hierro y lo vuelve incandescente, y lo transforma, de metal duro, negro y frío, en sí mismo, en algo nuevo, que se parece al fuego, porque el hierro se vuelve incandescente, maleable y transmite el calor que le transmitió el fuego, así el Espíritu Santo, penetrando el corazón del hombre, negro y frío como el hierro y duro como una roca, lo convierte en un nuevo corazón, en un corazón que se asemeja al Sagrado Corazón de Jesús, porque es un corazón que se vuelve incandescente al estar envuelto en las llamas del Amor divino, y de duro que era se ablanda ante las necesidades del prójimo, y de frío que era, comienza a irradiar el calor de la caridad de Cristo, que es Amor de Cruz, Amor más fuerte que la muerte.
         “Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego”. Si el vehículo del bautismo de Juan en el Jordán era el agua, el vehículo del Espíritu Santo, fuego de Amor divino, será la Sangre derramada del Mesías, la Sangre que se efunde desde su Corazón traspasado en la Cruz, y por eso quien se arrodilla ante Cristo crucificado es bañado con su Sangre y es regenerado en el fuego del Espíritu Santo. Quien se postra en adoración ante Cristo crucificado, recibe la gracia de la conversión, que le permite decir, con un corazón renovado: “Jesús en la Cruz, Jesús en la Eucaristía, es el Hijo de Dios, y no hay otro Dios que Cristo Jesús, el Dios de la Cruz, el Dios del sagrario”.
         “Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego”. Porque el Niño de Belén es el Mesías que ha venido a traer el Espíritu Santo, Espíritu que convertirá los corazones, de negros y fríos carbones en carbones encendidos en el Amor divino, Espíritu que infundirá la vida y la alegría divinas en las almas, Espíritu que comunicará al hombre el mismo Amor de la Trinidad, Espíritu que luego de la muerte arrebatará al cielo a las almas de los que amen a Cristo, para que se alegren con una alegría eterna, por todo esto, es que el tercer domingo de Adviento es Domingo de Alegría.