martes, 21 de febrero de 2012

El que quiera ser el primero que se haga el último de todos y el servidor de todos



“El que quiera ser el primero que se haga el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9, 30-37). Mientras Jesús les está anunciando su próxima Pasión, los discípulos discuten entre sí quién de ellos es el más grande. Por eso es que el evangelista destaca que, mientras Jesús les habla, ellos “no comprendían” de los que les hablaba.
Y no entienden qué es lo que Jesús les dice, porque mientras Él les está hablando del camino de la Cruz, camino que supone dolor, humillación, abandono, traición, vituperio, derramamiento de sangre y muerte, para llegar a la gloria y a la vida eterna, los discípulos están pensando en la gloria mundana, la gloria dada por demonios y hombres, que consiste en alabanzas, loas, lisonjas, felicitaciones, que lo único que hacen es aumentar el ego y henchirlo de soberbia.
Mientras Jesús les está diciendo que Él deberá sufrir la muerte más humillante y dolorosa de todas, los discípulos discuten sobre quién es el más grande de todos, y con eso solo demuestran no entender nada de lo que Jesús les dice; demuestran no entender que para llegar al cielo es necesaria la humildad; no entienden que la soberbia sólo conduce en dirección al infierno.
Esto es lo que les quiere hacer ver cuando les advierte que si quieren ser primeros en el cielo, deben ser aquí, en la tierra, el último de todos y el servidor de todos. Pero ser “último de todos y servidor de todos” no quiere decir no hacer nada para pasar desapercibido, y no quiere decir que se es servidor de los demás porque no se sabe mandar o no se sabe ser jefe; “ser último de todos y servidor de todos” quiere decir tratar de hacer todo lo que corresponda al propio deber de estado lo más perfectamente posible, pero sin alardear de ello, y servir a los demás por medio del cumplimiento del propio deber de estado.
Ser el último de todos y el servidor de todos es imitar a Jesús que, en la Última Cena, siendo Él Dios en Persona, se arrodilla delante de sus discípulos para lavarles los pies, tarea reservada a los esclavos. Sólo la humildad abre las puertas del cielo, porque así el alma se configura a Cristo humilde en la Pasión. El alma soberbia, el alma rápida para la ofensa, para la susceptibilidad, para el rencor, para el deseo de venganza; el alma deseosa de alabanzas y de honores, rápida para la envidia y la difamación, jamás entrará en el cielo. De ahí la imperiosa necesidad de pedir al Sagrado Corazón: “Sagrado Corazón de Jesús, haz mi corazón manso y humilde como el Vuestro”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario