viernes, 16 de marzo de 2012

Un solo mandamiento, que encierra a todos, es necesario para el cielo: amar a Dios y al prójimo



“Amarás al Señor tu Dios sobre todas las cosas con toda tu fuerza y al prójimo como a ti mismo” (Mc 12, 28-34). Ante la pregunta de cuál es el mandamiento necesario para entrar en los cielos, Jesús no pide nada imposible, nada que el hombre no pueda, con sus propias fuerzas hacer: amar a Dios y al prójimo.
Lo único que Dios le pide al hombre es que haga un acto de amor, que tiene una doble dirección o un doble destinatario, Dios y el prójimo, pero que es acto de amor. Es un acto por el cual el hombre se asemeja a su Creador, porque consiste en crear un acto de amor, acto eminentemente espiritual, que surge de la capacidad de amor espiritual con el cual todo hombre es dotado desde que nace.
En el mandamiento se especifica cómo este acto es eminentemente personal: “amarás a Dios con todo tu ser, con todas tus fuerzas, con todo tu corazón”, lo cual indica que, además de empeñarse el hombre en su totalidad para hacer este acto de amor, sin que le quede una fibra de su ser en el que no esté comprometido el esfuerzo vital para hacer el acto de amor, este acto de amor a Dios, al ser estrictamente personal, no puede ser hecho por nadie en reemplazo del hombre; ni otro hombre en lugar suyo, ni un ángel, ni siquiera Dios con toda su omnipotencia, puede hacer un acto de amor si el hombre no se esfuerza por crear un acto de amor, libremente, con la capacidad de amar con la cual es dotado desde el momento en que es creado.
         De ahí que quien se salva, se salva porque quiso amar a Dios, y quien se condena, se condena porque no quiso amar a Dios. En otras palabras, Dios respeta tanto la libertad humana, que deja que el hombre sea el artífice de su propio destino. Lo único que tiene que hacer para alcanzar la felicidad eterna es poner en acto la capacidad de amar con la cual Él creó al hombre.

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