miércoles, 30 de mayo de 2012

El que me siga tendrá el ciento por uno con persecuciones y la vida eterna



“El que me siga tendrá el ciento por uno con persecuciones y la vida eterna” (Mc 10, 28-31). Cristo promete que a aquel que lo deje todo por Él y su Evangelio –casa, madre, padre, hijos, posesiones-, ese obtendrá cien veces más de lo que dejó, ya en esta vida, más la vida eterna, pero además agrega un detalle: “en medio de persecuciones”.
El motivo es que el discípulo de Cristo tiene que seguir el mismo camino que su Maestro, y si a Cristo lo persiguieron y lo crucificaron, también harán lo mismo con sus discípulos. La persecución sufrida por el Reino de Cristo es entonces la señal de que el seguimiento es auténtico, y la prueba está en los innumerables santos y mártires que la Iglesia ha dado a lo largo de los siglos. Cientos de miles de santos y mártires, que viven en la gloria y en la felicidad eterna, tuvieron que padecer persecuciones de todo tipo, incluidas en primer lugar las cruentas, como sello distintivo de que transitaban el mismo camino del Calvario de su Maestro.
Y así como Cristo fue perseguido por Satanás y los hombres aliados a él, así también la Iglesia y los cristianos, son perseguidos de la misma manera, por encontrarse en medio de la lucha entre la luz divina y las tinieblas del infierno, lucha que se lleva a cabo en el tiempo y en el espacio terreno, como continuación de la lucha entablada en los cielos, y que finalizará solo en el Día del Juicio Final, con el triunfo definitivo y total de Cristo y de su Iglesia.
La persecución sufrida por Cristo, a manos de los enemigos de la Iglesia, es señal de que el cristiano sigue verdaderamente a Cristo camino del Calvario, cuyo fin se alcanza solo con el amor y el perdón del enemigo, de aquel que incluso llega a quitarle la vida.
Quien diga que “no tiene enemigos por Cristo” –y por lo tanto no se ejercita en el amor al enemigo-, es porque no ha comenzado todavía a transitar el Via Crucis.

lunes, 28 de mayo de 2012

Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre al cielo



“Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre al cielo” (Mc 10, 17-27). Para graficar la imposibilidad de que un rico entre en el Reino de los cielos, Jesús utiliza la figura de un camello que no puede ingresar por “el ojo de la aguja”, la cual es la puerta utilizada para la entrada de las ovejas en Jerusalén.
Así como un camello, alto, y cargado de ricas mercaderías, no puede pasar por la puerta de las ovejas –el ojo de la aguja-, la cual es baja, estrecha y angosta, así tampoco un rico puede entrar en el Reino de los cielos. Pero lo que los hombres no pueden hacer, Dios sí lo puede.
¿De qué manera?
El “rico” es, ante todo, el rico de bienes materiales, es decir, el que posee abundantes riquezas y posesiones materiales, y este no puede entrar en el Reino de los cielos, porque para entrar en el Cielo, la condición sine qua non es que se dejen aquí, en la tierra, absolutamente todos los bienes. Nada de lo que se posee aquí se llevará al otro mundo, absolutamente nada.
El camello cargado con ricas mercancías no puede pasar por el ojo de una aguja porque su excesiva altura y su abultado cargamento exceden las medidas de la pequeña puerta; de la misma manera, el rico material no puede entrar en el Reino, porque las riquezas materiales exceden su entrada, que es angosta.
Pero el “rico” que no puede entrar no es solo o exclusivamente el rico en bienes materiales: es aquel que es “rico” en posesiones espirituales propias, como la auto-suficiencia, la soberbia, el orgullo, la vanidad, el egoísmo, la pereza; es decir, aquel que solo hace en su vida la voluntad propia, sin preocuparse por ni siquiera conocer cuál es la Voluntad divina para él.
Ni uno ni otro “rico” entrarán en el Reino de los cielos: el rico material, porque nada de lo material entrará en la Jerusalén celestial, solo los cuerpos humanos, materiales, sí, pero glorificados, es decir, divinizados, con las propiedades del espíritu.
Tampoco el rico “espiritual”, aquel que es soberbio y que dice no necesitar de Dios, porque la soberbia es el pecado del demonio, el cual precisamente, por soberbio, fue expulsado de los cielos. La soberbia es el pecado que más detesta Dios, y por eso es imposible que un “rico espiritual”, un soberbio, esté en su Presencia.
Pero, “lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios”, y así, tanto uno como otro rico, pueden pasar al Cielo, por la infinita sabiduría de Dios. ¿Cómo es posible?
Así como un camello, descargando su mercadería, y arrodillándose, puede pasar por la puerta de las ovejas, así también, un rico material, y un rico espiritual, si se despojan de sus bienes materiales y de su soberbia, y se arrodillan ante Cristo crucificado, podrán entrar en el Reino de los cielos.

sábado, 26 de mayo de 2012

Solemnidad de Pentecostés – Ciclo B – 2012



“Recibid el Espíritu Santo”. Jesús envía el Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente, dando cumplimiento a sus promesas, realizadas antes de cumplir su Pasión: “Yo os enviaré el Paráclito”.
¿Y qué hace el Espíritu Santo en la Iglesia y en los cristianos, y qué hacen los cristianos ante semejante don?
En la Iglesia, el Espíritu Santo es soplado por Jesús sacerdote y por Dios Padre, a través del sacerdote ministerial, por las palabras de la consagración, y el Espíritu Santo sobrevuela el altar, así como sobrevoló sobre las aguas al inicio de la Creación, convirtiendo el pan y el vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, obrando un milagro infinita e incomprensiblemente más grande que la Creación de miles de universos enteros, y los cristianos, ante semejante muestra de poder y de amor divinos, se muestran indiferentes, fríos, lejanos, cuando no ofensivos y blasfemos, despreciando y olvidando la Santa Misa, dejándola de lado por las propias pasiones e intereses.
En los cristianos, el Espíritu Santo soplado en el Bautismo, los adopta como hijos de Dios, concediéndoles la filiación divina, elevándolos a un rango y a una jerarquía más alta que los más altos ángeles, y los cristianos en contrapartida, viven como si no fueran hijos de Dios, como si nunca hubieran recibido tan grande dignidad; en vez de comportarse como hijos de Dios, es decir, en vez de vivir la mutua caridad, el amor misericordioso, la comprensión, la paciencia, el perdón mutuo, la ayuda mutua, como corresponde a los hijos de Dios, los cristianos se comportan, en la gran mayoría de los casos, como paganos, buscando cómo devorarse y destrozarse entre sí; son cristianos los protagonistas de la inmensa mayoría de hechos delictivos y de violencia que se conocen día a día, son provocados por cristianos, que de esta manera muestran que en nada han apreciado el inmenso don de ser hijos de Dios, recibido en el Bautismo por el Espíritu Santo.
El corazón del cristiano, por acción de la gracia santificante, y por la acción del Amor divino, de la oración y de la fe, debería ser, un nido de luz, nido apto para recibir a la dulce paloma del Espíritu Santo, y en vez de eso, es un nido de víboras, un lugar oscuro, frío, babeante, lleno de las más grandes impurezas e inmundicias, producto de las pasiones sin control, de la lujuria, de la avaricia, de la ira, de la venganza, de la gula, y así , en vez de alojar a la blanca paloma del Espíritu Santo, los corazones de muchos de los llamados “cristianos”, alojan a las oscuras y malignas serpientes del Averno, los ángeles caídos.
El Espíritu Santo, al ser soplado en los cristianos, los convierte en nuevas criaturas, nuevas radicalmente, de manera tal que puede decirse que son una Nueva Creación, y a tal punto, que el cuerpo del cristiano, deja de ser simplemente el cuerpo de un ser humano, para convertirse nada menos que en ¡templo de Dios!, pero la gran mayoría, en vez de considerar a sus cuerpos como templos del Espíritu Santo, los convierten en templos de Asmodeo, el demonio de la lujuria, y es así como los corazones de esos cristianos, que deberían ser altares en donde se adore a Cristo Eucaristía, en donde brille iluminando con fulgor divino la luz celestial de la gracia de Jesucristo, en donde se honre a María Santísima, y en donde se huela el perfume de las virtudes, y en donde se escuchen cánticos de alabanza a Dios Trino y de amor al prójimo, son en cambio altares en donde se adoran a los ídolos del mundo, los cantantes, los actores de cine, los futbolistas, los políticos, el dinero, el poder, la lascivia, y así, se escuchan en el interior de estos cristianos, cómo retumban la música estridente –cumbia, rock, música mundana y profana de todo género-, los gritos de venganza, de odio al prójimo, y de alabanzas a los ídolos del mundo.
 “Estando los discípulos con María reunidos, apareció el Espíritu como un viento fuerte y como lenguas de fuego que se posaron sobre las cabezas de María y de los discípulos”. Es una pena constatar cómo el maravilloso don del Espíritu Santo es reducido a la nada por muchísimos cristianos, y la prueba está en que el mundo, en vez de ser un anticipo del Paraíso, como lo sería si los cristianos se dejaran guiar por las dulces y amorosas inspiraciones del Espíritu Santo, dejando de lado a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, obran peor que los paganos, avergonzándolos a estos, al dejarse conducir por sus pasiones más bajas.
Si cada cristiano tomara conciencia que en cada comunión eucarística se renueva el maravilloso prodigio del descenso del Espíritu sobre la Iglesia en forma de lenguas de fuego, puesto que Jesús Eucaristía sopla su Espíritu en cada corazón, convirtiendo cada comunión en un nuevo Pentecostés, envolviendo al alma en el fuego del Amor divino, este mundo sería un anticipo del Paraíso.
Pero el fuego del Amor divino nada puede frente a la indiferencia, frialdad, dureza de corazón de muchos, muchísimos cristianos.
No dejemos caer en el vacío tan inmenso don, el don del Espíritu Santo, renovado misteriosamente en cada comunión sacramental.

jueves, 24 de mayo de 2012

Que sean uno, como Tú y Yo somos uno



“Que sean uno, como Tú y Yo somos uno” (Jn 17, 20-26). En la oración de la Última Cena, antes de su Pasión, Jesús pide por la unidad de los discípulos: “Que sean uno, como Tú y Yo somos uno”.
Esta unidad que pide Jesús no es una mera unidad de tipo moral, tal como se da entre los integrantes de cualquier sociedad humana, sea religiosa, política, o de cualquier orden. La unidad que desea Jesús para su Iglesia se da en Él: “Ellos en Mí, como Yo en Ti”. Quien vive unido a Cristo, vive unido a sus hermanos, y esta unidad con los hermanos de la Iglesia, es una unidad mucho más fuerte que la unidad biológica, la que es consecuencia de la filiación y del parentesco, de manera tal que los bautizados en la Iglesia, al unirse a Cristo, son verdaderamente hermanos entre sí, y no por un mero título, sino por un lazo espiritual y real, porque lo que concede esta unidad es el Espíritu Santo.
Es el Espíritu Santo el que, soplando sobre el hombre, lo convierte en una criatura nueva, en un hijo adoptivo de Dios, que forma parte del Cuerpo Místico de Jesús, y como Cuerpo de Jesús, pasa a estar animado y vivificado por el mismo Espíritu de la Cabeza, el Espíritu Santo.
La unidad entre los hermanos de la Iglesia no es algo artificial, sino que se da como consecuencia de poseer todos el mismo Espíritu Santo, Espíritu que es Amor en sí mismo, y por los signos de la fraternidad en Cristo son distintivos, y llevan a exclamar a los paganos: “Mirad cómo se aman”, porque el Amor que los une no es el amor humano, sino el Amor de Dios, el Espíritu Santo, que los lleva a mucho más que “soportarse” mutuamente: los lleva a comprenderse, a ayudarse mutuamente, material y espiritualmente, a perdonarse. La caridad, el amor sobrenatural de unos por otros, es el distintivo de las personas, de las comunidades parroquiales, de las instituciones, congregaciones y órdenes religiosas, en donde impera el Espíritu del Amor divino.
Por el contrario, cuando una persona, o una comunidad parroquial, o una institución religiosa, viven en lo opuesto, esto es, la soberbia, la discordia, el enfrentamiento, la división, la traición, la calumnia, la ausencia de compasión y de caridad cristiana, es clarísima señal distintiva de que en esos cristianos se encuentra presente y obra a sus anchas el espíritu maligno, el diablo.

miércoles, 23 de mayo de 2012

Como el Padre me envió al mundo, así Yo los envío al mundo



“Como el Padre me envió al mundo, así Yo los envío al mundo” (Jn 17, 11-19). Así como el Padre envió a Jesús al mundo, a encarnarse, por Amor, puesto que fue el Espíritu Santo quien lo trajo desde el seno eterno del Padre al seno virgen de María en el tiempo, así el mismo Jesús, enviará a sus discípulos y a la Iglesia a misionar al mundo, llevados por el mismo Espíritu Santo.
Esto quiere decir que el motor de toda la misión de la Iglesia, y el motor de todo apostolado de los cristianos, y el motor de todo lo que el cristiano obre en la Iglesia, es –o al menos, debe ser-, el Amor de Dios. Es el Espíritu Santo el que lleva a la Iglesia a comunicar la Buena Noticia de la Pasión salvadora de Jesucristo al mundo, y debe ser el Amor de Dios, por lo tanto, el motor del movimiento de toda la vida del cristiano.
El cristiano, el verdadero cristiano, obra en el mundo movido por el mismo Espíritu de Cristo, que es el Espíritu Santo, el Espíritu del Amor divino; el verdadero cristiano, da testimonio de Jesucristo, llevado por el Amor de Dios, ante todo con sus obras de misericordia.
Cualquier otro motivo que lleve a obrar al cristiano –intereses mundanos, intereses propios, o cualquier otro interés-, que no sea pura y exclusivamente el Amor divino, constituye una muestra de egoísmo y de mezquindad por parte de ese cristiano, y una negación y una traición a la misión encomendada por Jesús.

martes, 22 de mayo de 2012

Glorifícame, Padre, con la gloria que tenía contigo en la eternidad



“Glorifícame, Padre, con la gloria que tenía contigo en la eternidad” (Jn 17, 1-11). En esta oración, pronunciada durante la Última Cena, Jesús se revela como Dios Hijo, al manifestar que posee la gloria del Padre desde la eternidad.
Esta auto-revelación de la divinidad de Jesús es trascendental, puesto que es el fundamento para el posterior envío del Espíritu Santo sobre su Iglesia en Pentecostés, luego de ser ascendido.
No es irrelevante creer en Jesús o no creer en Jesús como Dios.
Si Jesús es Dios, entonces Él, junto al Padre, envían al Espíritu Santo, el Santificador, que lleva a cabo la obra de la santificación de la Iglesia y de las almas, además de obrar el más grande de los milagros, el Milagro entre los milagros de Dios, el Milagro que asombra a los ángeles, que solo puede ser hecho con la omnipotencia divina, y con su infinita sabiduría y con su infinita misericordia, la Eucaristía, al convertir, en el momento en el que el sacerdote ministerial pronuncia las palabras de la consagración, el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús.
No da lo mismo creer en Cristo como Dios o no creer.
Si creemos que Cristo es Dios Hijo “venido en carne”, pertenecemos a Dios, y de Él recibiremos su Carne y su Sangre en la Eucaristía y su Espíritu Santo en Pentecostés.
Si no creemos esto, comulgamos solo nuestra condenación y, como dice el evangelista San Juan, pertenecemos al Anticristo.

lunes, 21 de mayo de 2012

En el mundo tendréis que sufrir, pero no temáis, Yo he vencido al mundo




“En el mundo tendréis que sufrir, pero no temáis, Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). Antes de su Pasión, Jesús, Cabeza de la Iglesia, anuncia a su Cuerpo Místico cuál será su destino: la gloria eterna en los cielos, pero luego de pasar por la Cruz.
Antes de llegar al cielo, los discípulos deberán sufrir en el mundo, pues seguirán los pasos de su Maestro: “En el mundo tendréis que sufrir”.
La Cruz es el camino, el único camino, que conduce a la eterna bienaventuranza. Sin Cruz, no es posible llegar a la felicidad del Reino de Dios.
La tentación de muchos cristianos es pretender esquivar o negar la Cruz, lo cual constituye un grave error, porque significa la pérdida inmediata del único acceso posible, establecido por Dios, a la bienaventuranza eterna.
La tribulación, el dolor, la muerte, son los sufrimientos que Jesús anuncia que todo discípulo habrá de padecer en este mundo, puesto que este mundo no es el Paraíso ni el destino final del hombre, sino la antesala de la eternidad.
Contrariamente a lo que el hombre puede pensar, el sufrimiento y las tribulaciones son dones del cielo que configuran al alma a Cristo, al hacerlas partícipes de su Cruz, y es aquí precisamente, en la Cruz, en donde el poder divino cambia radicalmente el sentido del dolor y del sufrimiento: de tormento y castigo, el dolor asociado al dolor de Cristo crucificado, se convierte en fuente de santidad y en camino al cielo.
“En el mundo tendréis que sufrir, pero no temáis, Yo he vencido al mundo”. El sufrimiento es inevitable en esta vida, pero el poder omnipotente de Cristo Dios en la Cruz cambia radicalmente su sentido, puesto que Él ha vencido al pecado y a la muerte, fuentes del sufrimiento, y los ha convertido en fuente de alegría y paz.

domingo, 20 de mayo de 2012

Solemnidad de la Ascensión del Señor



“Luego de encomendarles el anuncio del Evangelio, el Señor Jesús fue llevado a los cielos” (Mc 16, 15-20). La Ascensión de Jesús a los cielos no es simplemente una parte del ciclo litúrgico que señala el fin del tiempo pascual y el inicio de otro.
         En la Ascensión de Cristo resucitado a los cielos vemos el destino final al cual todos los bautizados estamos llamados: el Reino de los cielos, en la compañía y en la contemplación de la Santísima Trinidad, de Cristo resucitado, de la Virgen María y de todos los ángeles y los santos.
La Ascensión de Jesús nos recuerda que esta vida terrena es solo una estadía temporal, momentánea, muy breve, en comparación con la eternidad a la que estamos destinados. Esta vida es, como dice Santa Teresa de Ávila, “una mala noche en una mala posada”, y la Ascensión de Jesús nos hace ver que luego de la noche de nuestro tiempo terreno y del sueño de una vida vivida en la mala posada, que es la tierra, nos espera el día de la eternidad en las moradas eternas del Padre.
Si esta vida es una “mala noche en una mala posada”, Jesús resucitado y ascendido al cielo nos recuerda que esta vida pasa pronto, y que antes que nos demos cuenta, nuestros años aquí en la tierra se terminan, para dar lugar al día esplendoroso de la eternidad en la Casa del Padre. Jesús, que es Cabeza del Cuerpo Místico, asciende primero para prepararnos un lugar, una morada, en la Casa del Padre, tal como lo había prometido en la Última Cena, antes de la crucifixión: “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones (…) voy a prepararos un lugar” (Jn 14, 2).
Es por esto que la Ascensión de Jesús nos debe hacer reflexionar en cómo vivimos esta vida, porque nuestro destino final no es terreno, sino celestial, en la eternidad del Reino de los cielos. El gran error de muchos cristianos, es precisamente olvidar que Cristo ha resucitado y ha ascendido a los cielos, como preludio de nuestra propia resurrección y ascensión, y así estos cristianos, olvidándose que están llamados para vivir en el cielo, viven esta vida como si fuera la definitiva, dejando de lado los Mandamientos de Dios y desplazando a Jesucristo, el Salvador, por los intereses y los bienes materiales y terrenos.
En la Ascensión de Jesús vemos entonces nuestro destino final, pero como no podemos ascender al cielo en este estado, con el cuerpo y el alma no glorificados, y con la tendencia al mal y al pecado, consecuencia del pecado original, Jesús asciende para enviarnos al Espíritu Santo, que nos santifica con su gracia y nos capacita para entrar en el cielo. Sin la gracia santificante, que nos viene por los sacramentos, jamás podremos ingresar en los cielos, de ahí se ve el gran error de quienes reemplazan la Santa Misa dominical por los atractivos del mundo. Para muchísimos cristianos, lo más importante del Domingo es la programación televisiva, las reuniones en familia, los paseos, el fútbol, la política, las diversiones, sin darse cuenta de que todo eso un día habrá de desaparecer, y no quedará nada, ni siquiera el recuerdo, y entonces se darán cuenta que la Eucaristía y la Confesión sacramental, a los que despreciaron y olvidaron en vida, eran lo único que podía introducirlos en la vida eterna y llevarlos al cielo.
Jesús entonces asciende para prepararnos un lugar en las moradas del Padre, y para enviarnos el Espíritu Santo, que habrá de santificarnos por la gracia, convirtiéndonos en hijos adoptivos de Dios por el Bautismo y perdonándonos nuestros pecados por la Confesión sacramental, pero todavía no basta esto para que entremos en el cielo: hace falta que, de nuestra parte, demostremos que deseamos entrar en el cielo, y esa demostración es algo concreto, las obras de misericordia corporales y espirituales que manda la Iglesia.
Muchos cristianos piensan que las obras de misericordia que prescribe la Iglesia, son nada más que una lección a memorizar entre tantas, para aprobar los cursos de Primera Comunión y de Confirmación, lección que luego es olvidada en el cajón de los recuerdos, y no se preocupan en lo más mínimo de practicarlas y de vivirlas, sin darse cuenta que si no las practican, jamás entrarán en el Reino de los cielos, según las palabras del mismo Jesús, quien juzgará a cada uno por esas obras de misericordia: “Venid, benditos de mi Padre, porque tuve sed y me disteis de beber; tuve hambre y me disteis de comer, estuve enfermo, preso, y me visitasteis…” (Mt 25, 31-46).
Los que se salvarán, los que ascenderán al cielo, serán aquellos que obraron la misericordia; en cambio, los que se condenen, los que en vez de ser ascendidos, serán precipitados en el infierno, serán aquellos que no obraron la misericordia, por entretenerse en los vanos atractivos del mundo: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, porque tuve hambre y sed, y estuve enfermo y preso, y no me socorristeis”.
El otro aspecto de la Ascensión de Jesús es que, si bien Jesús asciende con su Cuerpo glorioso y resucitado, no por eso deja a su Iglesia y a sus amigos sin su Presencia, ya que al mismo tiempo que asciende al seno del Padre, de donde vino, se queda aquí, en la tierra, en el seno de su Iglesia, la Eucaristía, para consolar a los hombres en las tribulaciones y dolores de la vida presente.
Por todo esto, la celebración de la Solemnidad de la Ascensión de Jesús, no puede quedar, para el cristiano, en un mero recuerdo; debe ser el estímulo para obrar la misericordia, empezando desde ahora, si es que quiere él también ascender a los cielos el día de su muerte.

viernes, 18 de mayo de 2012

Vuestra tristeza se convertirá en gozo



“Vuestra tristeza se convertirá en gozo” (Jn 16, 20-23). Jesús anuncia su Pasión en la Última Cena, y el anuncio de sus dolores, de su sufrimiento y de su muerte provoca en los discípulos una gran tristeza. Al comprobar este estado de abatimiento de los suyos, Jesús les afirma que sí, verdaderamente ellos estarán tristes, pero luego esa tristeza se convertirá en “alegría que nadie les podrá quitar”. No lo dice para simplemente dar ánimo a los discípulos: la alegría surgirá espontánea, y no finalizará nunca, cuando Él “los vea”, ya resucitado, porque Él les comunicará de su Espíritu, que es Alegría infinita.
Esta misma alegría de los apóstoles y discípulos, la que surge del encuentro personal con Cristo resucitado y de su contemplación extasiada, es la alegría a la que está llamado todo cristiano, más allá de los dolores y tribulaciones de esta vida.
Es decir, el cristiano, viviendo esta vida, llamada “valle de lágrimas” por autores espirituales, basado en la esperanza del encuentro en la eternidad con Cristo resucitado, tiene a su disposición la gracia de siempre, en todo momento, y sobre todo en los momentos más tristes y duros de la vida terrena, vivir con alegría y serenidad.
La certeza de la resurrección de Cristo y de su triunfo sobre el demonio, la muerte y el pecado, es el fundamento de la alegría del cristiano, aún en medio del dolor presente.
La Eucaristía es el anticipo de esa alegría eterna, sin fin, inconcebible, inimaginable, porque la Eucaristía es Jesús resucitado, glorioso, vivo, en Persona.

jueves, 17 de mayo de 2012

No comprendían lo que Jesús les decía



“No comprendían lo que Jesús les decía” (Jn 16, 16-20). En la Última Cena, Jesús les anuncia a sus discípulos, por anticipado, cómo será su Pascua, su “paso”, de este mundo al otro; Jesús les anuncia la dramaticidad de la “hora” que se acerca, “su hora”, hora que es también la de las tinieblas del infierno, que buscarán y conseguirán quitarle la vida; Jesús les habla de su regreso al seno eterno del Padre, y luego de su resurrección –“me volverán a ver”-, pero los discípulos “no comprendían” lo que Jesús les decía.
Esta “no comprensión” por parte de los discípulos, se mantiene y se conserva hasta el día de hoy, entre la inmensa mayoría de los bautizados, pues muchísimos de estos son cristianos solo de modo nominal, solo de nombre, puesto que en la práctica se comportan como verdaderos paganos.
Los cristianos-paganos no comprenden que el primer mandamiento, el más importante de todos, es el amor a Dios y al prójimo, pero no con un amor simplemente humano, que es egoísta, mezquino, limitado, y se deja llevar por las apariencias, sino con el Amor Divino, con el Espíritu Santo, que lleva a amar al prójimo en Dios y por Dios, y a amarlo aún -y sobre todo- si es enemigo, y lleva a amar hasta la muerte de Cruz, lo cual quiere decir perdonar las ofensas “setenta veces siete”, es decir, siempre.
Los cristianos no comprenden que es la Eucaristía el centro, el sol, el desvelo de sus vidas, y no las cosas y los atractivos del mundo, que tan pronto como esta vida se termina, desaparecen en la más completa oscuridad y silencio, siendo incapaces de socorrer al alma que en esos momentos se ve asaltada por los demonios que buscan hacerla desesperar y arrastrarla al infierno. Los cristianos no comprenden que si su vida no está centrada en la Eucaristía, que si no ponen a la Eucaristía en lo más alto de sus aspiraciones, difícilmente podrán acceder al Reino de los cielos.
Los cristianos no comprenden que si no hacen oración –luego de la Misa, es el Santo Rosario la principal de las oraciones-, no tendrán la luz de Dios en sus almas, y no serán asistidos por Jesús, la Virgen, los ángeles y los santos, en sus tribulaciones, y así persisten en acudir a medios puramente humanos, distractivos, cuando no esotéricos y heréticos, en vez de golpear las puertas del cielo con la oración cristiana.
Los cristianos de hoy, la gran mayoría, como los discípulos de ayer, en la Última Cena, “no comprenden”, en qué consiste ser cristianos, y por eso el mundo se hunde en la oscuridad y en las tinieblas más absolutas.

miércoles, 16 de mayo de 2012

El Espíritu Santo los introducirá en toda verdad


“El Espíritu Santo los introducirá en toda verdad”. El envío del Espíritu Santo por parte de Jesús resucitado y ascendido al cielo, “introducirá en la Verdad” a los discípulos, es decir, les comunicará y los hará partícipes de todos los misterios sobrenaturales del Hombre-Dios Jesucristo.
         Es el Espíritu Santo el que hará ver y contemplar los grandes misterios de la Iglesia Católica, misterios inalcanzables e inconcebibles para cualquier criatura, humana o angélica.
         Los misterios de la Verdad divina que hace conocer –y amar- el Espíritu Santo, preservan al alma de todo error, de toda herejía, de toda división, de todo cisma, de todo progresismo: Dios en Uno y Trino, Uno en naturaleza y Trino en Personas; la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se encarnó, por lo tanto, Jesús de Nazareth es Dios Hijo en Persona, y no un simple hombre; su Encarnación fue obra del Amor Divino, por lo tanto, María, su Madre, es Virgen y al mismo tiempo, es Madre de Dios; porque Jesús es Dios, Jesús derrotó en la Cruz al demonio, al mundo y a la carne; Jesús prolonga su Encarnación en la Eucaristía y en la Santa Misa.
         Es en estos misterios sobrenaturales, comunicados por el Espíritu Santo, en donde se apoyan y fundamentan los dogmas y toda la doctrina de la Santa Iglesia Católica.
         Cualquier enseñanza, doctrina, media verdad, que enseñe lo contrario, es un invento progresista que conduce al error, al cisma y a la herejía, y no proviene del Espíritu Santo, sino del ángel caído, el espíritu de las tinieblas.

martes, 15 de mayo de 2012

Les conviene que Yo me vaya para que les envíe el Paráclito


“Les conviene que Yo me vaya para que les envíe el Paráclito” (Jn 16, 7).  Jesús anuncia su Pasión y su muerte, su Pascua, su “paso” de este mundo al otro, y a la  tristeza que este anuncio les produce a sus discípulos, le sigue la revelación de algo que quitará esa tristeza para siempre, dando lugar a una alegría sin fin: el don del Espíritu Santo.
Toda la Pasión de Jesús tiene este fin: donar el Espíritu Santo, el Amor divino, a su Iglesia y a sus discípulos.
Esta es la respuesta de Dios a la malicia de los hombres, que crucifican a su Hijo: enviarles el Espíritu Santo, su Amor, como sig,no indudable de su perdón.
Y será el Espíritu Santo el que, iluminando las mentes de los discípulos, les hará ver plenamente cuál es el sentido último de la existencia del hombre en la tierra, y cuáles son las realidades sobrenaturales en las que el hombre está inmerso, y que condicionan su destino eterno: el Demonio, “Príncipe de este mundo”, como lo llama Jesús; su aguijón mortal, que es el pecado, el cual conduce a la muerte eterna.
El Espíritu Santo hará ver a los discípulos que esta vida es solo un anticipo de la otra, la eterna; un breve paso, “una mala noche en una mala posada”, como dice Santa Teresa de Ávila, y que por lo tanto el hombre no debe poner sus esperanzas en esta vida, sino en la otra; el Espíritu Santo hará ver también que el hombre se enfrenta a tres grandes y poderosos enemigos de su vida y de su felicidad eterna, el demonio, el pecado y la carne, pero hará ver y comprender también que es Cristo quien ha derrotado a estos tres formidables enemigos desde la Cruz, dando lugar a la esperanza y a la alegría “que nadie podrá quitar”.
Y es en esta verdad en donde radica la alegría del cristiano, en medio de las tribulaciones y pruebas de esta vida terrena.

lunes, 14 de mayo de 2012

"Amaos los unos a los otros como Yo os he amado" (III)


"Amaos los unos a los otros como Yo os he amado". A juzgar por el estado del mundo, y de la misma cristiandad, en donde lo que impera no es precisamente el amor, es evidente que la inmensa mayoría de los cristianos no ha vivido ni mucho menos aplicado, en la vida cotidiana, el único mandamiento, el mandamiento nuevo, dejado por Cristo.

Al comprobar, principalmente a través de las noticias de los medios de comunicación, que los cristianos son los primeros en transgredir, ignorar, pisotear, ultrajar, este mandamiento de Cristo -puesto que son cristianos, al menos nominalmente, la gran mayoría de los que cometen pecados públicos de toda clase, pecados que avergüenzan hasta a los mismos paganos-, se puede deducir que, en el fondo, se trata de un problema de comprensión: no es que los cristianos no amen, sino que no han comprendido que deben amar no al modo humano, que es siempre limitado y egoísta, y se deja llevar por las apariencias, sino con el Amor de Cristo, el Amor con el que Él nos amó desde la Cruz: "Amaos como Yo os he amado".

En consecuencia, aman de un modo simplemente natural, con un amor humano, y no con el Amor de Cristo, que es el Amor de la Cruz, el Amor del Espíritu Santo.

Y como el amor humano es, en sí mismo, limitado e imperfecto, así los cristianos son quienes cometen la casi totalidad de los delitos que los medios de comunicación muestran diariamente, delitos que se originan en la soberbia, en la envidia, en la avaricia, en la gula, en la codicia, en la ira, todas pasiones humanas que son imposibles de dominar y vencer con las solas fuerzas humanas, con el solo amor humano.

"Amaos los unos a los otros como Yo os he amado". Si los cristianos vivieran el mandato de Cristo -como lo vivieron los santos, que gozan ahora y para siempre de la alegría celestial, y los que aún no son santos, pero que se esfuerzan por vivir la vida de la gracia-, el mundo sería un anticipo del Paraíso celestial.

domingo, 13 de mayo de 2012

Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros, como Yo os he amado


(Domingo VI – TP – Ciclo B – 2012)
         “Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros, como Yo os he amado” (…). Jesús deja, para su Iglesia, para sus discípulos de todos los tiempos, un mandamiento nuevo: “Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”. ¿Por qué Jesús dice que es un mandamiento “nuevo”, si los judíos ya lo conocían? En la ley de Moisés, se prescribía el amor a Dios, siendo este el primero y el principal: “Amarás al Señor, tu Dios, por sobre todas las cosas, con toda tu mente, con toda tu alma, con todo tu corazón”. Y también existía el mandato del amor al prójimo: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”.
         ¿Por qué, entonces, si los judíos ya conocían este mandamiento, Jesús dice que es “nuevo”?
         El mandamiento del amor de Jesucristo es nuevo, y tan radicalmente nuevo, que puede decirse que no estaba prescripto, aún cuando en la Antigua Ley se mandaba el amor a Dios y al prójimo.
         ¿En qué consiste la novedad del mandato de Jesús?
         La novedad consiste en la cualidad, el origen y el modo del amor con el que los cristianos se deben amar entre sí y, por supuesto, también a Dios.
         El amor con el que Jesucristo manda amar al prójimo y a Dios, es el Amor suyo, que es, a su vez, el Amor con el cual Dios Padre lo ama desde la eternidad, y es el Amor con el cual Él nos ama desde la Cruz: “Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”.
         Cristo nos ha amado con el Amor divino, un amor tan inmensamente fuerte, que lleva a morir en la Cruz por aquél a quien se ama.
         El amor que late en el Sagrado Corazón de Jesús por cada uno de los hombres, es tan inmensamente grande, que lo lleva a padecer las penas y los dolores más atroces jamás concebidos siquiera por la mente humana.
         Su Amor –el amor con el cual nosotros debemos amar a nuestros prójimos, empezando por aquel que es nuestro enemigo-, es tan grande, que lo lleva a abrazar la Cruz y besarla, y desear los tormentos y dolores más atroces, con tal de que el alma a quien Él ama, no se condene eternamente en el infierno.
         Es este Amor, el Amor divino, el Espíritu Santo, con el que Jesús nos ha amado hasta la muerte de Cruz, con el cual el cristiano debe amar a su prójimo: “Amaos, como Yo los he amado, desde la Cruz”.
         ¿Cómo es en la vida práctica, de todos los días, este amor?
         Para los esposos, quiere decir vivir al extremo de la heroicidad la paciencia, el afecto, el respeto, la comprensión; es perdonar con el mismo perdón con el que Cristo nos perdona desde la Cruz; quiere decir ser fieles hasta la muerte a las promesas matrimoniales de fidelidad y castidad conyugal.
         Para los hijos, quiere decir honrar a los padres con la obediencia, el respeto, la sumisión amorosa, por ser ellos la voz de Dios para sus vidas; quiere decir hacer el propósito de jamás entristecerlos, evitando toda obra mala.
         Para los hermanos, quiere decir aprender a compartir todo lo que se tiene, ser ayuda en tiempo de tribulación, ser consuelo en tiempo de tristeza, ser compañero en tiempo de alegría y de paz, ser amigo en todo momento. Dios ha puesto a los hermanos en la vida para que aprendamos a amar, y no para que descarguemos nuestro enojo, nuestra impaciencia, nuestra mala voluntad.
         Para todo cristiano, amar al prójimo como Cristo los amó, quiere decir amar a todo prójimo, más allá de su apariencia, de su condición social, de su estado; quiere decir amar a todos, en especial a aquellos que por alguna circunstancia son enemigos; quiere decir obrar la misericordia, espiritual y corporal, comenzando por los más desposeídos.
         Para todo cristiano, amar al prójimo quiere decir, en primer lugar, amar a Dios, porque no hay verdadero amor al prójimo si no hay amor a Dios, y amar a Dios con amor de Cruz, quiere decir amarlo verdaderamente, por sobre todas las cosas, por sobre todo el mundo y sus atractivos; quiere decir desear estar a solas con Él, en la oración; quiere decir desear hablar con Él, acerca de las alegrías, las penas, los dolores, así como se habla, buscando consuelo, con un padre o con un amigo muy querido; amar a Dios con el amor de la Cruz quiere decir desear la unión con Él, por medio de su recepción en los sacramentos, principalmente la Eucaristía; quiere decir renunciar a los dioses e ídolos del mundo, que separan de Él, como el fútbol, la política, la diversión mundana; quiere decir preferir escuchar los suaves latidos del Sagrado Corazón en el sagrario, en la oración frente al sagrario, en vez de oír el tintinear metálico del dinero; quiere decir querer y desear escuchar su suave voz, en vez de escuchar las voces y gritos estridentes de la televisión, de Internet, de las compañías y amistades mundanas.
         “Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”. Si el mundo naufraga en las tempestuosas olas de la violencia y del odio del hermano contra el hermano, es porque los cristianos no han aprendido –no han querido aprender- el único mandamiento de Jesús: “Amar a Dios y al prójimo con el Amor de la Cruz”.
        

viernes, 11 de mayo de 2012

Amaos los unos a los otros como Yo os he amado” (II)



“Amaos los unos a los otros como Yo os he amado” (II). Jesús deja un mandamiento nuevo, el mandamiento de la caridad: “Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”.
De ahora en adelante, quien quiera ingresar en el cielo, quien quiera salvar su alma, sólo deberá cumplir este mandamiento, uno solo, nada más que uno: “Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”.
El que viva el mandamiento nuevo del amor, será “sal de la tierra y luz del mundo”, porque hará gustar por anticipado el sabor del cielo con las obras de misericordia, e iluminará las tinieblas del mal que envuelven al mundo, con la luz del Amor divino.
Si esto es así, nos podemos preguntar: ¿por qué, cada día que pasa, el mundo y la vida de los hombres se vuelven cada vez más oscuros? ¿Por qué el mundo prueba, cada vez más, el amargo sabor del odio entre los hombres?
Porque los cristianos, la gran mayoría, no saben amar como Cristo manda amar: hasta la muerte de Cruz, ya que eso es lo que significa: “Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”.
Todavía más, los cristianos, en vez de amarse unos a otros, hasta la muerte de Cruz, buscan, día y noche, cómo destrozarse mutuamente, cómo engañarse, cómo faltarse a la caridad, cómo vengarse, cómo usar al otro en provecho propio.
Porque los cristianos no saben amar como Cristo los amó, hasta la muerte de Cruz, es que el mundo se sumerge, cada vez más, en las tinieblas del mal.

Amaos los unos a los otros como Yo os he amado (I)


“Amaos los unos a los otros como Yo los he amado” (I). Jesús deja para sus discípulos un solo mandamiento, que más que agregarse a los que ya existían, los condensa en sí mismo a todos, al tiempo que los eleva a un estado infinitamente más alto.
         Jesús deja un solo mandamiento nuevo, nada más que uno, de modo tal que los cristianos no pueden decir que no cumplen sus palabras porque los mandamientos son muchos. Nadie puede decir: “Son tantos los mandamientos, que no sé cuál cumplir primero, y por eso no los cumplo”. Es uno solo, y nada más que uno, en el que está resumida y concentrada toda la Ley divina.
         Es uno solo, solamente uno, y sin embargo, si el mundo sucumbe, envuelto en las tinieblas del odio del hombre contra el hombre, es porque los cristianos, a pesar de que Jesús deja un solo mandamiento, no son capaces de vivirlo y cumplirlo, dejando de esta manera de ser “luz del mundo y sal de la tierra”.
         Y sin la luz de Cristo, el mundo es cubierto cada vez más por las espesas y oscuras tinieblas del mal; sin la sal del Amor de Cristo, la vida humana no solo se vuelve insípida, sino amarga como al hiel.
         La causa del impresionante avance de las fuerzas del mal sobre toda la humanidad, no es que los cristianos no sean capaces de amar, puesto que sí aman: la causa del avance del mal es que los cristianos aman, pero solo de un modo humano, que siempre es un amor limitado y mezquino, que se deja llevar por las apariencias. Los cristianos aman, pero humanamente; no aman hasta la muerte de Cruz, que es como Jesús lo pide: “Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”, y Jesús nos ha amado hasta la Cruz.
         El cristiano, a pesar de que es un solo mandamiento, no ha aprendido a amar como Cristo lo pide, hasta la muerte de Cruz, lo cual quiere decir un amor infinitamente más grande y potente que el amor humano, porque se trata de un Amor celestial, sobrenatural, divino.
         El Amor de la Cruz es un amor tan poderoso, que su fuerza alcanza, por ejemplo, no solo para superar las desavenencias entre los esposos, o los desencuentros entre padres e hijos, o las enemistades entre unos y otros, sino que su fuerza es tan grande, que quema en la hoguera del Amor divino toda clase de discordia y enemistad, al tiempo que enciende los corazones en el Fuego del Amor divino.
         Esto quiere decir que si los esposos se amaran entre sí, como Cristo los amó, no habrían separaciones; si los hijos amaran a sus padres, como Cristo los amó, no habrían hijos rebeldes, malos y desagradecidos; si los cristianos amaran a sus enemigos, como Cristo los amó, no habrían más discordias, violencias, guerras.
         Si los cristianos amaran a sus prójimos como Cristo los amó, la tierra sería un anticipo del Paraíso celestial.
        Si el mundo cae en el abismo del odio, es porque los cristianos no aman como Cristo los amó.
        
        

jueves, 10 de mayo de 2012

Como el Padre me amó, Yo los he amado


“Como el Padre me amó, Yo los he amado” (Jn 15, 9-11). Jesús nos dice cómo es el amor con el que Él nos ha amado desde la Cruz: con el amor del Padre, que es el Espíritu Santo. Esta revelación es importantísima para la vida cotidiana del cristiano, porque da la clave de cómo tiene que su amor, sea cual sea el estado de vida del cristiano: el amor del Padre, que es el amor de Cristo, que es el Amor divino, el Espíritu Santo.
En otras palabras, el amor en el que el cristiano “tiene que permanecer”, es el amor con el que es amado por Cristo desde la Cruz, que es el Amor con el que el Padre amó a Cristo desde la eternidad, y es el amor con el que el cristiano debe amar a su prójimo, incluido –en primer lugar- aquél que, por un motivo circunstancial es considerado “enemigo”.
De esto vemos que el cristiano no puede nunca rebajar su amor al prójimo a un amor puramente humano, natural, porque el amor con el que Cristo nos ama no es nunca un amor simplemente humano, natural, sino un amor divino, sobrenatural, celestial, que perfecciona al amor natural, sino que ante todo lo diviniza, haciéndolo participar del mismo Amor divino.
De esto se ve cómo los cristianos falsean radicalmente el mensaje cristiano cuando “aman” a los demás con un amor puramente humano, el cual, por ejemplo, impide el verdadero y auténtico perdón, el que surge de la Cruz de Cristo. Así, se niegan a perdonar, con la excusa de que “son humanos”, olvidando que han sido convertidos en hijos de Dios por el bautismo y que, en consecuencia, deben amar y perdonar con el mismo Amor y perdón de Cristo, el Amor y el perdón de la Cruz.

miércoles, 9 de mayo de 2012

Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos

"Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos. Si permanecen unidos a Mí, daréis frutos". Jesús es la Vid verdadera, de donde fluye la linfa vital del Espíritu Santo, que comunica la vida divina a quien se une a Él por la fe, los sacramentos y la caridad. Quien está unido a Cristo, es como un sarmiento que fructifica en racimos de dulce uva, es decir, en la vida cotidiana, en toda ocasión, y con todo prójimo, da signos de la Presencia del Espíritu Santo en el alma: bondad, caridad, paciencia, humildad, afabilidad, espíritu de sacrificio, mortificación, servicio a los demás.
Por el contrario, quien se aleja de Cristo y deja de recibir su linfa vital, la gracia divina, da amargos frutos de malicia: orgullo, soberbia, terquedad, obstinación en el mal, necedad, pereza corporal y espiritual, violencia, calumnias, etc.
"Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos (...) sin Mí nada podéis hacer". Quien se aleja de Cristo, no puede culparlo por convertirse en un sarmiento seco y estéril. No es Cristo quien rechaza al sarmiento seco, sino el cristiano mismo quien, por propia decisión, decide separarse del Único que puede hacerle dar frutos de santidad.

lunes, 7 de mayo de 2012

Mi Padre y Yo haremos morada en quien me ame


“Mi Padre y Yo haremos morada en quien me ame y cumpla mis mandamientos” (Jn 14, 21-26). Jesús revela el abismo insondable del Amor divino por el hombre: Dios no se contenta con haber creado el universo para el hombre, ni tampoco con haberlo hecho “a imagen y semejanza suya”.
En el exceso incomprensible de su Amor por el hombre, Dios Uno y Trino se dona a sí mismo, en sus Tres Divinas Personas, a aquel que, amando a Cristo, cumpla sus mandamientos, que en definitiva no es más que uno, el primero, en el que están contenidos todos los demás: “Amar a Dios y al prójimo”.
Jesús revela que quien lo ama, cumplirá sus mandamientos, que se resumen en amar a Dios y al prójimo, y como el que obra el amor es debido a que tiene en sí al Espíritu Santo, que es Amor, Él y su Padre, atraídos por el Amor del Espíritu Divino, harán morada en él.
Es decir, las Tres Divinas Personas habitarán en quien, por amor a Cristo, viva el mandato del amor a Dios y al prójimo, empezando por aquel que es su enemigo.
¡Qué triste es comprobar que la inmensa mayoría de los cristianos, pudiendo llevarse encerradas en su corazón a las Tres Divinas Personas luego de una comunión perfecta en el Amor, prefieran en cambio llenar sus corazones con los vacíos atractivos del mundo!

sábado, 5 de mayo de 2012

Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos. Si permanecen en Mí, pidan lo que quieran, y lo obtendrán


(Domingo V – TP – Ciclo B – 2012)

“Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos” (cfr. Jn 15, 1-8). Para graficar cómo es nuestra relación con Él, Jesús utiliza la imagen de la vid y de los sarmientos: así como el sarmiento recibe de la vid, mientras está unido a esta, toda su linfa vital, y así puede dar fruto, así el cristiano, cuando está unido a Cristo por la fe, por la gracia y por la caridad, da también frutos de santidad.
Pero del mismo modo a como el sarmiento, cuando es separado de la vid, deja de recibir la linfa y termina por secarse, con lo cual tiene que ser quemado porque ya no sirve, así también el cristiano, cuando se aparta de la Vid verdadera, Jesucristo, al dejar de frecuentar los sacramentos, o al no practicar su fe, y no vivir en consecuencia la caridad, termina por apagarse en él la vida divina, y así no solo deja de dar frutos de santidad, sino que comienza a dar frutos amargos, de malicia.
Es el mismo Jesucristo quien lo advierte: el que permanece unido a Él, da frutos de santidad, es decir, de bondad, de misericordia, de compasión, de alegría. Quien permanece unido a Cristo por la fe y por la gracia, recibe de Él la vida divina, la vida del Espíritu Santo, vida que se manifiesta en hechos y actos concretos del alma que está en gracia: paciencia, bondad, afabilidad, comprensión, caridad, compasión, sacrificio, esfuerzo, donación de sí mismo a los demás, espíritu de mortificación, silencio, oración, piedad, perdón, humildad, veracidad.
Quien se aparta de Jesucristo, por el contrario, no puede nunca dar frutos de santidad, porque al no estar unido a Cristo, deja de recibir el flujo vital del Espíritu Santo, y así el alma queda sometida a sus propias pasiones y, lo que es más peligroso, al influjo y al poder tiránico del demonio. El cristiano sin Cristo, da amargos frutos: pelea, discordia, calumnias, envidia, pereza, orgullo, soberbia, bajas pasiones, avaricia, etc.
Quien no está unido a Cristo, no solo deja de recibir la linfa vital de la gracia, que hace participar de la vida misma de Dios Trino por medio del Espíritu Santo, sino que empieza a dar los amargos frutos de las bajas pasiones humanas, que nacen del corazón sin Dios, y del influjo directo del demonio, que hace presa fácil del alma alejada de Dios.
Pero hay algo más en la permanencia del alma a Cristo por la fe y la gracia de los sacramentos: el alma obtiene de Dios lo que le pide: “Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos (…) Si permanecen en Mí, pidan lo que quieran, y lo obtendrán”. “Pidan lo que quieran, y lo obtendrán”, y esto quiere decir que lo que el alma pida a Dios, eso lo obtendrá –por supuesto, ante todo, beneficios espirituales, el primero de todos, que se cumpla la santísima voluntad de Dios en la vida propia y de los seres queridos-, y esto es debido a que, como dice una santa, el que pide, unido a Cristo, “es como si Dios mismo pidiera a Dios”. Sabiendo esto, al menos por interés, sino es tanto por amor, ¿por qué no permanecer unidos a Cristo? ¿Por qué ceder a las tentaciones y caer en pecado? ¿Por qué negarse a perdonar al enemigo? ¿Por qué negarse a pedir perdón, cuando es uno el que ha ofendido al prójimo? ¿Por qué negarse a vivir la paciencia, la caridad, el amor, la comprensión? ¿Por qué negarse a la oración, y ceder la tentación de la televisión, de Internet, de los atractivos del mundo sin sentido y vacíos de todo bien espiritual?
“Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos. Si permanecen unidos a Mí, darán mucho fruto”. Jesús quiere que los sarmientos, al recibir la savia vital, se conviertan en fecundos ramos de uva de dulce gusto; quiere que las almas, al recibir la savia que es el Espíritu Santo que se derrama desde su Corazón traspasado, se conviertan en hijos de Dios, que sean imágenes vivientes del Hijo de Dios y que esa imagen no sea sólo de palabra, sino en hechos de bondad y de misericordia. De nosotros depende que ese flujo de vida divina recibido en los sacramentos, y principalmente en la comunión eucarística, no se agoste en un sarmiento seco, sino que fructifique para la Vida eterna.