jueves, 28 de junio de 2012

El que escucha la Palabra y la pone en práctica entrará en el Reino



“El que escucha la Palabra y la pone en práctica entrará en el Reino” (cfr. Mt 7, 21-29). Jesús pone el acento en la práctica de la Palabra escuchada: el que escucha y practica, es el que “construye en roca firme”, es el que “entrará en el Reino”, porque será “reconocido” por Él. Por el contrario, el que escucha y no practica, “construye sobre arena” y no entrará en el Reino” porque “no será reconocido” por Jesús.
         La puesta en práctica de lo que se conoce teóricamente es esencial en el hombre para conocer cuál es su última intención, debido a la naturaleza misma del hombre, compuesta de materia y espíritu, de un alma “interior” y de un cuerpo “exterior”: el hombre es alma y cuerpo en unidad substancial, de modo tal que su expresión más perfecta es aquella originada en su interior que se completa con la obra exterior. Así, al buen pensamiento y al buen deseo, le debe seguir la buena obra, para que se refleje en esta la totalidad del hombre. En caso contrario, los buenos pensamientos y los buenos deseos quedan solo como expresiones de deseo que nunca se concretan; en este caso, la ausencia de acción buena contradice al buen pensamiento y al buen deseo, y en la práctica, la ausencia de bien es igual al mal.
         En otras palabras, no da lo mismo obrar la misericordia o no obrarla: en el primer caso, el hombre demuestra que quiere imitar a Cristo; en el segundo caso, al no obrar –siempre por negligencia, se entiende-, demuestra con su falta de obras que la imitación de Cristo no le interesa. En la misma línea, sostiene el Papa Benedicto XVI que “el cristiano debe pensar, actuar y amar como Jesús”[1]; sólo en ese caso demostrará no solo unidad en todo su ser, sino también que la imitación de Cristo en el amor es el objetivo de su paso por la tierra.
         No es lo mismo, por lo tanto, saber cuáles son las obras de misericordia, y a pesar de eso no ponerlas en práctica, a saberlas y ponerlas en práctica. Quien sabe y no obra, no entrará en el Reino de los cielos. Quien sabe y obra, sí entrará. Ésa es la única lógica de la salvación eterna.
        

martes, 26 de junio de 2012

Por sus frutos los conoceréis



“Por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 15-20). Jesús compara a las personas con árboles que dan frutos: así como los árboles buenos dan solo frutos buenos, y así como los malos dan solo frutos malos, de igual modo sucede con las personas.
         Pero el ejemplo se restringe a las personas religiosas, y específicamente, a aquellas que son cristianas católicas, las que han recibido el bautismo y, aún más a aquellas que practican de modo activo la religión. El ejemplo es necesario, puesto que la religión y la religiosidad, es decir, su práctica, son algo que aparece como común a todos, como cuando alguien ve a lo lejos un bosque: todos los árboles le parecen iguales, sin distinguir si unos están enfermos o sanos.
         La analogía con los frutos permite descubrir cuál es el espíritu que anima a la persona: así como un árbol enfermo, es decir, que está intoxicado con alguna plaga, da frutos malos, también intoxicados, así también una persona, que aunque siendo religiosa no está animada por el Espíritu Santo, sino por el espíritu de las tinieblas, da frutos espirituales malos: su llegada es sinónimo de división, de discordia, de enfrentamiento, de faltas de caridad. Por el contrario, la persona que está animada por el Espíritu Santo, es como el árbol cuyas raíces llegan hasta un arroyo de aguas límpidas: sus frutos espirituales son: caridad, comprensión, perdón.
         Finalmente, el cristiano que no da frutos buenos es, en las palabras de Cristo, un falso profeta, un anti-cristo que usa la religión y su práctica para esconder sus malos propósitos; es un lobo disfrazado de oveja, un engañador serial que, lejos de reflejar a Cristo y su misericordia, se convierte en un tenebroso destello del Príncipe de este mundo.

Es angosta la puerta y estrecho el camino que lleva a la Vida



“Es angosta la puerta y estrecho el camino que lleva a la Vida” (Mt 7, 6. 12-14). Para quien quiera salvarse, para quien quiera llegar a la Vida eterna, hay una sola puerta que atravesar y un solo camino, angosto, que recorrer: la Cruz de Cristo. No hay otro modo de llegar al cielo que no sea la Cruz de Jesús, por medio de la cual se crucifica y se da muerte al propio yo, que es egoísta, orgulloso, vanidoso, irascible, carnal, soberbio, auto-suficiente, mundano, avaro, y lleno de sí mismo.
Sólo la Cruz de Cristo es capaz de destruir, con la fuerza del Amor divino, al hombre viejo, para dar lugar al hombre nuevo; sólo cuando se crucifica al hombre carnal y egoísta, por medio de la mortificación de los sentidos, la penitencia, el ayuno, la oración fervorosa y continua, y el don de sí mismo para la salvación del prójimo, sólo entonces, muere el hombre viejo, para dar nacimiento al hombre nuevo, al hombre que vive la vida de la gracia, la vida misma de Dios Uno y Trino.
Quien no quiera ingresar al cielo por la puerta estrecha y angosta de la Cruz de Jesús, será dejado en libertad por Dios para hacer su propia voluntad, y así comenzará a recorrer los anchos y espaciosos caminos que llevan a la perdición eterna del alma, dando rienda suelta a las pasiones más bajas: glotonería, embriaguez, lascivia, codicia, ira, pereza, las cuales son como lamentos anticipados del infierno que el condenado escuchará por la eternidad.
“Es angosta la puerta y estrecho el camino que lleva a la Vida”. Sólo la Cruz de Jesús conduce a la eterna felicidad; todas las seducciones que presenta el mundo, con los cuales atrae al hombre de hoy, aún desde la niñez, son anchos y espaciosos caminos al infierno.

lunes, 25 de junio de 2012

Seréis juzgados con el criterio con el que juzguéis



“Seréis juzgados con el criterio con el que juzguéis” (Mt 7, 1-5). Jesús hace notar que Dios aplicará para con nosotros el mismo criterio que nosotros mismos usamos para juzgar a nuestro prójimo: si somos misericordiosos en nuestro juicio -buscando de vivir el deber de caridad, evitando atribuir malicia a la intención del prójimo, aún cuando el hecho sea objetivamente malo en sí mismo, el cual, por otra parte, es necesario juzgar-, recibiremos misericordia; por el contrario, si somos inmisericordiosos y lapidamos al prójimo con nuestro juicio, entonces tampoco recibiremos misericordia de parte de Dios.
De esto se ve la importancia trascendental del juicio que emitimos sobre el prójimo, ya que en él se juega nuestro propio destino eterno.
La razón de su importancia es que detrás de la emisión de un juicio, hay dos espíritus distintos: en el juicio misericordioso, está el Espíritu de Dios; en el juicio sin misericordia, no siempre se origina en el espíritu maligno, el ángel caído, Satanás, porque puede originarse en el mismo hombre, pero en este tipo de juicios puede fácilmente introducirse el espíritu del ángel caído.
En otras palabras, los dichos y juicios de una persona expresan el espíritu que las anima y origina: si son palabras de misericordia, de comprensión, de indulgencia, es señal de la presencia, en esa persona, del Espíritu Santo; si en sus juicios, por el contrario, hay maledicencia, calumnias, juicios sin misericordia, es señal de que esa persona escucha y repite lo que le dicta el espíritu del mal, el ángel caído.

sábado, 23 de junio de 2012

Solemnidad del Nacimiento de San Juan Bautista – Ciclo B – 2012




         Juan el Bautista es un ser excepcional, porque el mismo Jesús así lo dice: “No hay entre nacidos de mujer alguien más grande”, y es importantísimo para los cristianos conocer su vida, porque todo cristiano está llamado a ser una prolongación de Juan el Bautista.
Para saber porqué y de qué modo el cristiano tiene que imitar al Bautista, es necesario considerar los principales aspectos de su vida. El Bautista es llamado por Jesús “el más grande entre los nacidos de mujer”, pero a pesar de eso, es decir, a pesar de recibir tan grande elogio de parte de Jesús, no viste como un gran personaje, ni vive en palacios, ni se alimenta con grandes banquetes y manjares suculentos; a pesar de ser “el más grande de los hombres nacidos de mujer”, su vida es sumamente austera, puesto que vive en el desierto, vistiendo pobremente con pieles de animales salvajes, y alimentándose con muy escaso alimento, miel y langostas. El motivo es que es elegido por Dios para anunciar al mundo antiguo la llegada del Mesías, el cual habría de bautizar no con agua, sino “con fuego y con el Espíritu”, y para recibir a este Mesías que viene, el hombre debería “allanar los montes y enderezar los caminos”, es decir, debería hacer penitencia, reconocerse pecador y nada frente a la majestad suprema de Dios, y vivir la caridad para con el prójimo, de modo tal que el Mesías, que era Dios Hijo en Persona, pudiera “hacer morada” en el corazón del hombre, junto con Dios Padre y con Dios Espíritu Santo.
         El Bautista es el encargado de anunciar a los judíos que Jesús es el verdadero Cordero del sacrificio, y no los corderos animales que se sacrificaban en el Templo de Salomón. Esta misión del Bautista se cumple cuando, al ver pasar a Jesús, lo señala y dice: “Éste es el Cordero de Dios”.

         Para cumplir su misión, el Bautista está asistido por el Espíritu Santo, ya desde su nacimiento: cuando llega María Santísima en la Visitación, a ayudar a su prima Santa Isabel, el Espíritu Santo -que como Esposo de la Virgen viene siempre con Ella-, ilumina tanto a Isabel como al Bautista, haciendo reconocer a Isabel, en la Virgen, no solo a su prima biológica, sino a la Madre de Dios, y haciendo reconocer al Bautista, en Jesús, que viene en el seno virginal de María, no solo a su primo, sino al Hombre-Dios, al Mesías Salvador de los hombres, que Él debía anunciar al mundo, y por estar iluminado por el Espíritu Santo, “salta de alegría”, como dice el Evangelio, en el vientre de su madre, al reconocer a Dios en Persona en Jesús.
         Está iluminado por el Espíritu Santo porque, a pesar de ser “el más grande de los nacidos de mujer”, es humilde, porque lejos de vanagloriarse de ese título, dado nada menos que por el mismo Jesús en Persona –como nos vanagloriaríamos nosotros, sin duda-, se reconoce sin embargo como indigno siquiera de “desatar las correas de sus sandalias”.
         Está también iluminado por el Espíritu Santo cuando, ya adulto, va al desierto a predicar, anunciando que el Mesías habría de bautizar con un nuevo bautismo, desconocido absolutamente para los hombres, el bautismo de “sangre y fuego”, que es el bautismo dado por el Espíritu Santo, que con el fuego del Amor divino y con la Sangre del Cordero de Dios sacrificado en el ara de la cruz, hará desaparecer la ignominiosa mancha del pecado original, sustraerá al alma del dominio del “Príncipe de este mundo” y “Padre de la mentira”, el demonio, y le concederá la filiación divina, adoptándolo como hijo de Dios y haciéndolo heredero del Reino de los cielos.
         Juan el Bautista está iluminado por el Espíritu Santo en el pleno cumplimiento de la misión encomendada por el Padre eterno, cuando al ver a Jesús, lo señale diciendo: “Éste es el Cordero de Dios”. Es decir, mientras los demás ven en Jesús solo a un hombre común, a un vecino más del pueblo, al “hijo del carpintero”, Juan el Bautista, instruido por el Espíritu de Dios, ve en Jesús al Hombre-Dios, que habría de ofrecerse un día en el altar de la cruz, para derramar su sangre en expiación de los pecados de los hombres.
         Por último, también está iluminado por el Espíritu Santo cuando, dando testimonio de Cristo y de su Nueva Ley, se opone al adulterio del rey, sabiendo que con eso arriesgaría su vida, derramando su sangre como mártir, en honor al Rey de los Mártires, Jesucristo, que derramaría su sangre en la cruz para salvar a los hombres yc conducirlos al cielo.
         También el cristiano está llamado a ser un nuevo bautista; todo cristiano está llamado a dar el mismo testimonio de Juan el Bautista, e incluso, si fuera necesario, hasta derramar su sangre por Cristo, como el Bautista.
         Así como el Bautista se alegra por la visita de María Santísima, que trae a su Hijo Jesús en su seno, así el cristiano se alegra por la Iglesia Católica, que trae en su seno, el altar eucarístico, al Hijo de María Virgen, Jesús Eucaristía.
         Así como el Bautista vive austeramente, separándose del mundo y viviendo en el desierto, para anunciar, con el ejemplo de vida, la llegada del Mesías Salvador y de su ley de la caridad, así el cristiano está llamado a vivir en el mundo sin  ser del mundo, apartándose de las glotonerías, del mundanismo, de las borracheras, del materialismo, del egoísmo individualista, para anunciar al mundo que Cristo ha venido a instaurar entre los hombres el Reino de Dios, que es reino de amor, de justicia, de paz, de amor fraterno.
         Así como el Bautista anuncia a los demás que Cristo no es un hombre más entre tantos, sino que es el Cordero de Dios, así el cristiano está llamado a reconocer en la Eucaristía no a un pancito bendecido en una ceremonia religiosa, sino al Cordero de Dios, a Cristo, y este reconocimiento lo da cuando, al asistir a la Santa Misa dominical, al elevar el sacerdote la Hostia consagrada diciendo: “Este es el Cordero de Dios”, el cristiano debe responder, desde lo más profundo del corazón: “Amén, así lo creo, Jesús Eucaristía es el Cordero de Dios, que viene oculto bajo lo que parece pan, para morar en nuestros indignos y pobres corazones”.
         Así como el Bautista da su vida al oponerse al adulterio del rey, así el cristiano debe dar testimonio en su vida cotidiana –en la familia, en el trabajo, en el estudio, en los momentos de descanso- de la Ley Nueva de la gracia de Jesucristo, oponiéndose radicalmente a toda inmoralidad, a todo hedonismo, a todo materialismo, a todo paganismo que, como náusea y vómito salido del infierno, lo invade todo y todo lo cubre, sin dejar ni siquiera la inocencia de la niñez a salvo, como lo hacen las últimas leyes anti-naturaleza promulgadas por un gobierno ateo y anti-cristiano.
         Solo si el cristiano imita al Bautista, será llamado “grande” en el Reino de los cielos, por el mismo Jesucristo.

viernes, 22 de junio de 2012

Acumulen tesoros en el cielo


"Acumulen tesoros en el cielo" (Mt 6, 19-23). Basándose en la tendencia natural del hombre a acumular cosas para sí, Jesús aconseja la acumulación, pero no de bienes y objetos materiales, sino de bienes espirituales: "acumulen tesoros en el cielo".

El motivo es que ningún bien material y terreno -dinero, oro, plata, tierras, casas, vehículos, joyas. etc.-, puede ser llevado de esta vida a la otra.

En el momento de la muerte, se deja en esta tierra absolutamente todo tipo de bienes materiales, y el alma, así despojada de cualquier clase de riqueza terrena, se presenta ante Dios, para recibir su juicio particular, el que determinará su vida definitiva en la eternidad, en el gozo o en el dolor.

En este momento trascendental, Dios no buscará otra cosa que amor en el corazón, pero ese amor, para ser real ante la presencia de Dios, debe ser expresado de modo concreto, en obras de misericordia, utilizando los bienes materiales que la Divina Providencia concede a cada uno según su estado y condición de vida.

De ahí la concepción católica de la riqueza material, diametralmente opuesta a la concepción protestante: la riqueza material, lejos de ser una bendición divina, es ante todo una dura prueba, la cual es necesario atravesar, para entrar en el Reino de los cielos, y el modo es utilizando los bienes terrenos, según el estado de vida, en favor de los más necesitados.

Solo de esa manera el alma acumulará bienes espirituales en el cielo, que le granjearán su entrada en la eternidad.











jueves, 21 de junio de 2012

No llores si me amas - Sermón en homenaje a mi Madre, en la Casa del Padre desde hace nueve días




         Cuando se produce la muerte de un ser querido –una madre, un padre, un hermano, un esposo, un amigo-, se engendra en el corazón un dolor profundo, entrañable, intenso, indescriptible, tan agudo y fuerte, que parecería que no se puede resistir.
         Sin embargo, como cristianos, no podemos quedarnos en el mero hecho de la muerte, porque la muerte no es más que un paso, una puerta, que se abre para dar paso a otro estado de vida, la vida eterna. Como cristianos, no podemos nunca permanecer en el fenómeno de la muerte, ya que esto sería ver solo una parte de la realidad, y significaría quedarnos en la superficie de lo que sucede.
         Si somos cristianos, entonces debemos buscar las respuestas al dolor que provoca la muerte, en Cristo crucificado, y en la Virgen de los Dolores, al pie de la cruz.
         Solo ahí, arrodillados ante Cristo crucificado, encontraremos sentido al dolor que parece aplastar y triturar al corazón.
         En Cristo crucificado aprendemos muchas cosas que mitigan, alivian, y hasta hacen desaparecer el dolor, para dar paso a la alegría: lo primero, es que Cristo ha resucitado, y porque Él ha resucitado, nosotros y nuestros seres queridos, también habremos de resucitar; en Él tenemos la esperanza cierta del reencuentro con aquellos a los que amamos, para no dejarlos ya más. Otra cosa que aprendemos en la contemplación de Cristo crucificado, es que Él ha hecho por nuestros seres queridos muchísimo más de lo que nosotros hayamos podido hacer, por el solo motivo de que si nosotros los amamos, Él los ama con un amor infinitamente más grande y perfecto que el nuestro: Él, por amor a quienes amamos y nos han dejado, sufrió sus mismas penas, sus mismos dolores, sus mismas agonías, sus mismas muertes, para tomarlas para sí, y devolverles en cambio dulzura, paz, alegría infinita.
         Como cristianos, no podemos nunca ver en la agonía y en la muerte solo a nuestros seres queridos: Jesús sufrió en ellos y por ellos, y para ellos, cuando estaba en el Huerto de los Olivos, hace dos mil años. Es lo que le dijo a Luisa Piccarretta: “…debes saber, oh hija, que en estas tres horas de amarguísima agonía he reunido en mí todas las vidas de las criaturas y he sufrido todas sus penas y hasta sus mismas muertes, dándole a cada una mi misma vida. Mis agonías sostendrán las suyas; mis amarguras y mi muerte se cambiarán para ellas en fuentes de dulzura y de vida. ¡Cuánto me cuestan las almas! ¡Si por lo menos fuera correspondido! Es por eso que tú has visto que por momentos moría para luego volver a respirar: eran las muertes de las criaturas que sentía en mí”[1].
         ¡Qué palabras consoladoras, las del Sagrado Corazón!: “He reunido en mí todas las vidas de las criaturas y he sufrido todas sus penas y hasta sus mismas muertes, dándole a cada una mi misma vida”. Él ha sufrido la muerte de todos y cada uno de nuestros seres queridos, sus mismas agonías, sus mismos dolores, sus mismas penas, y las ha cambiado por su vida, por su paz, por su alegría, por su gozo, por su dicha eterna.
         ¡Cristo en el Huerto de Getsemaní ha sufrido la muerte de mi madre, de mi padre, de mis hermanos, la mía propia, la de todos los hombres, para destruirla y para darnos a cambio su propia vida, su propia alegría, su propia dicha eterna e infinita!
         Por esto mismo, al recordar la muerte de los seres queridos, no debemos nunca recordarlos a ellos solos, sino a Cristo en ellos, sufriendo por ellos, y para ellos, para convertirles el dolor, la amargura y la muerte, en dulzura sin fin y en vida eterna y alegre para siempre.
         Entonces, cuando el dolor surja profundo, incontenible, los cristianos elevamos la mirada a Cristo crucificado, y de Él nos viene la paz y la alegría de saber que por Él los sufrimientos y la muerte de los seres queridos han sido convertidos y transformados en alegría eterna, y esto nos da una paz y una alegría que superan con creces al dolor y la angustia de no tener físicamente a quienes más amábamos en la tierra.
Para nosotros, cristianos, la muerte en Cristo adquiere una nueva dimensión, en algo inimaginable: el dolor se convierte en alegría, la tristeza en dulzura, la muerte en vida, y por esto, ante el recuerdo de nuestros seres queridos fallecidos, surge una oración de agradecimiento: “¡Gracias te damos, oh Hombre Dios Jesucristo, porque padeciste los dolores y la muerte de quienes más amamos en esta tierra, para darles de tu propia vida y de tu alegría eterna! Apiádate también de nosotros, y en la hora de nuestra muerte, ven Tú, con tu Santa Madre, a buscarnos, para que nos reencontremos, en el cielo, a quienes nos dejaron por un tiempo, para que ya no nos separemos nunca más. Ven, Señor Jesús”.
Para nosotros, cristianos, la muerte no es ocasión de llanto y de dolor, sino de alegría y de paz, por la certeza de la vida eterna en Cristo, y por la esperanza de volver a verlos, por medio de su infinita Misericordia.
La certeza y la esperanza de volver a ver a los que amamos, es lo que hace decir a San Luis Gonzaga –quien murió joven- a su madre, escrita antes de su muerte: “Ilustre señora, no menosprecies la infinita benignidad de Dios, que es lo que harías si lloraras como muerto al que vive en la presencia de Dios y que con su intercesión puede ayudarte en tus asuntos mucho más que cuando vivía en este mundo. Esta separación no será muy larga; volveremos a encontrarnos en el cielo, y todos juntos, unidos a nuestro Salvador, lo alabaremos con toda la fuerza de nuestro espíritu y cantaremos eternamente sus misericordias, gozando de una felicidad sin fin. (…) Considera mi partida de este mundo, ilustre señora, como un motivo de gozo, y para que no me falte tu bendición materna en el momento de atravesar este mar hasta llegar a la orilla en donde tengo puestas todas mis esperanzas”[2].
Esta certeza y esta esperanza es la que explica la oración que compuso San Agustín, en ocasión de la muerte de su madre, Santa Mónica, poniéndose en su lugar y como escribiéndole a él desde el cielo: “No llores si me amas. ¡Si conocieras el don de Dios y lo que es el Cielo! ¡Si pudieras oír el cántico de los ángeles y verme en medio de ellos! ¡Si pudieras ver desarrollarse ante tus ojos, los horizontes, los campos y los nuevos senderos que atravieso! ¡Si por un instante pudieras contemplar como yo,
la belleza ante la cual las bellezas palidecen! ¡Cómo!... ¿Tú me has visto, me has amado en el país de las sombras y no te resignas a verme y amarme en el país de las inmutables realidades? Créeme. Cuando la muerte venga a romper las ligaduras, como ha roto las que a mí me encadenaban, cuando llegue un día que Dios ha fijado y conoce, y tu alma venga a este cielo en que te ha precedido la mía, ese día volverás a verme, sentirás que te sigo amando, que te amé, y encontrarás mi corazón con todas sus ternuras purificadas. ¡Volverás a verme en transfiguración, en éxtasis, feliz! Ya no esperando la muerte, sino avanzando contigo, que te llevaré de la mano por senderos nuevos de Luz... y de Vida... ¡Enjuga tu llanto y no llores si me amas!”.





[1] Cfr. Las Horas de la Pasión, Tercera hora de agonía en el Huerto de Getsemaní.
[2] De una Carta de San Luis Gonzaga, dirigida a su madre, Acta Sanctorum Iunii 5, 878.

Cuando oren no hagan como los paganos; oren con el corazón


          
“Cuando oren no hagan como los paganos” (cfr. Mt 6, 7-15). Jesús no se opone a la oración vocal y pública, la que se realiza, por ejemplo, en una procesión, o delante de una imagen que se encuentra en un lugar público.
         Lo que Jesús quiere es que, al rezar, aún en público, la oración salga, más que de los labios, del corazón, porque esa es la oración verdadera.
         Mientras los paganos rezan a sus ídolos inertes con una oración vacía, mecánica, superficial, el cristiano, por el contrario, le reza a su Dios que es persona, y aún más, es Trinidad de Personas, por lo que necesariamente tiene que ser una oración que nazca del corazón y no simplemente de los labios.
         Esto es lo que Jesús quiere decir cuando da las indicaciones para la oración: “Cuando ores, ve a tu habitación, cierra la puerta y ora, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6, 6). La habitación no necesariamente es un lugar físico, sino también y ante todo, el propio corazón.

martes, 19 de junio de 2012

Ama a tu enemigo



“Ama a tu enemigo” (Mc 5, 43-48). El mandato del amor a los enemigos indica que la religión cristiana, lejos de ser un invento humano, tiene su origen en el Ser divino, puesto que supera ampliamente las posibilidades de la naturaleza humana.
El mandamiento prueba que el cristianismo es de origen divino porque desde el punto de vista humano, y con las solas fuerzas humanas, es imposible lograr su cumplimiento, ya que precisamente, a quien se considera “enemigo”, no solo no se lo ama, sino que se encienden contra él sentimientos radicalmente opuestos al amor, como al ira y el odio.
Sin embargo, Cristo no manda nada imposible, y es así como si bien es cierto lo anterior, de que el mandato no puede ser cumplido según las exigencias divinas, con las solas fuerzas humanas, Cristo da la gracia suficiente y más que necesaria para vivir el amor al enemigo. Cristo Dios acude en ayuda de la debilidad humana y dona su gracia a quien la necesita y a quien se la pida. Ahora bien, como esta gracia se la concedió a los hombres muriendo en la cruz y derramando su sangre en ella, y como la continúa ofreciendo gratuitamente en la comunión eucarística, quien quiera solicitarla, deberá pedirla rezando de rodillas, con el corazón contrito y humillado, a los pies de Cristo crucificado, y con un corazón misericordioso, en el que se ha desterrado toda clase de enojo y de rencor, deberá recibir al Sagrado Corazón que late en la Eucaristía.
De esta forma, y solo de esta forma, el alma recibirá el caudal de gracias y de Amor divino, suficientes para perdonar a los enemigos.

Al que te da una bofetada en una mejilla, ofrécele la otra



“Al que te da una bofetada en una mejilla, ofrécele la otra” (Mt 5, 38-42). Frente a la ley del Talión, que mandaba en su precepto único, en estricta justicia, dar al agresor u ofensor lo mismo que este había provocado –“ojo por ojo y diente por diente”-, Jesús da una nueva ley, la ley de la caridad, la que, entre otras cosas, prohíbe devolver violencia con violencia: “Si alguien te da una bofetada, ofrécela la otra”.
Es decir, mientras para los judíos era una cuestión de justicia entre los seres humanos, devolver al ofensor con una acción de violencia de la misma magnitud –en esto consistía la “justicia” buscada-, Jesús abroga la ley del Talión y establece otro parámetro para regular las relaciones humanas, y es el parámetro de la Misericordia Divina.
A partir de Cristo, las relaciones entre los hombres no se medirán más según la ley del Talión, ojo por ojo y diente por diente, sino por la ley de la caridad, la ley del Amor y de la Misericordia Divina: si Dios mismo trata a los hombres con infinita misericordia, perdonándolos en Cristo al precio de su Sangre y de su vida, siendo ellos enemigos de Dios, no pueden lo hombres tratar a los enemigos de un modo distinto a como Dios mismo los trató.
Es por esto que, el cristiano que no perdona en Cristo, y se obstina en aplicar la ley del Talión, se vuelve maldito a los ojos de Dios, como la ley el mismo Dios abolió.

sábado, 16 de junio de 2012

El Reino de los cielos es como una semillla de mostaza



(Domingo XI – TO – Ciclo B – 2012)
         Con las parábolas de la semilla que cae en tierra y germina, y el grano de mostaza que se convierte en arbusto, Jesús nos proporciona imágenes gráficas para que nos demos una idea de cómo es el Reino de los cielos.
         Con la imagen de la semilla, Jesús quiere que veamos cómo es la acción de la gracia en el alma: así como cuando un hombre echa una semilla en tierra, y sin que sepa él de qué manera, la semilla germina y termina por dar fruto, así la gracia divina, depositada en el alma por el bautismo sacramental, germina en esa tierra agreste que es el corazón del hombre, para luego dar frutos de vida eterna.
         Y así como no es igual un campo o un terreno sin cultivar, en donde crecen todo tipo de malezas y de plantas silvestres que solo dan frutos pequeños, agrios, amargos, que no satisfacen el apetito ni mucho menos calman el hambre, así también, en un alma en la que no existe la semilla de la gracia, en la que no se la cultiva por la oración, la penitencia, la mortificación, los frutos espirituales que de esta alma se recogen, son todos amargos y de agrio sabor: impaciencia, enojo, rencores, pereza, orgullo, ausencia de caridad para con el prójimo más necesitado.
         Todos estos frutos, amargos y agrios, crecen en el corazón en donde no se encuentra la semilla del Reino, que es la gracia de Dios.
         Por el contrario, allí donde esta semilla es sembrada y en donde es cultivada por la mortificación, la oración, la caridad, la compasión para con el más necesitado, florecen todo tipo de virtudes humanas y celestiales, sobrenaturales: caridad, bondad, mortificación, humildad, sencillez, sacrificio.
         De esta manera, el corazón del hombre se parece no ya a un campo sin cultivar, lleno de arbustos silvestres, de malezas, y hasta de alimañas: por el contrario, se parece a un prado florido, en donde crecen todo tipo de hermosas flores y de árboles frutales de toda especie, cargados de dulces y sabrosos frutos; un prado en donde no hay alimañas ni fieras salvajes –la impaciencia, el enojo, la ira-, sino pacíficos animales que retozan alegres –la humildad, la paciencia, la caridad-.
         La otra imagen que usa Jesús, además de la semilla echada en tierra, es la de otra semilla, esta vez de mostaza: “El Reino de Dios se parece a un grano de mostaza” (cfr. Mc 4, 26-34). Jesús compara al Reino de Dios a un grano de mostaza: así como el grano de mostaza es pequeño en su inicio, ya que es una semilla, y luego se convierte en un árbol tan grande que hasta los pájaros anidan en él, así el Reino de Dios es pequeño como una semilla en sus comienzos y luego crece hasta volverse grande como un árbol.
El grano de mostaza es la figura gráfica con la cual Jesús compara al Reino de Dios pero, ¿qué es el Reino de Dios?
Una interpretación sostiene que el Reino de Dios es la gracia de Dios en el alma: la gracia de Dios es una participación a la vida de Dios Uno y Trino, que comienza en el momento del bautismo y que se hace más intensa y viva por medio de la fe; en sus inicios esta participación es pequeña, pero luego se hace más grande a medida que la persona crece en la vida de la fe; a medida que la persona crece en la gracia y en la fe, el Reino de Dios se acrecienta cada vez más, hasta quedar configurada en su alma la imagen de Jesucristo, Hijo de Dios. La semilla de mostaza es entonces uno de los elementos de la parábola, y es la gracia de Dios que configura al alma con Cristo.
“El Reino de Dios se parece a un grano de mostaza”. Por la comunión, recibimos a Jesucristo, Fuente de la Gracia, Gracia Increada, que hace crecer al alma en la gracia; junto a Él vienen las Personas del Padre y del Hijo, que hacen nido en el corazón en gracia.
         Pero además, en esta comparación, hay otra comparación más: “El Reino es como un árbol donde anidan los pájaros” (cfr. Lc 13, 18-21). El Reino de los cielos es como un grano de mostaza: siendo éste inicialmente pequeño, luego crece de tal manera, que se convierte en un frondoso árbol, en donde los pájaros del cielo van a hacer nido en sus ramas.
         Es la idea de algo que, siendo muy modesto y pequeño al inicio, luego crece de forma desmesurada: una semilla aumenta su tamaño cientos de miles de veces hasta convertirse en un árbol, y es tan grande, que da lugar a que los pájaros del cielo aniden en él.
         Esta figura puede aplicarse al alma sin la gracia divina, y con la gracia divina: sin la gracia, el alma es pequeña, insignificante, como pequeño e insignificante es un grano de mostaza, lo cual quiere decir que posee únicamente su limitada y mortal vida humana: conoce, ama, actúa y vive con la estrechez de su naturaleza humana; por el contrario, con la gracia divina, el alma se agiganta de forma desmesurada, puesto que comienza a participar de la vida divina, y así el alma es divinizada por la gracia, de modo tal que deja de vivir una vida puramente humana, para comenzar a vivir, ya desde esta tierra, una vida divina, celestial y sobrenatural.
Pero si el grano de mostaza que se convierte en árbol es el alma humana en gracia; ¿qué representan los pájaros que anidan en sus ramas? ¿Quiénes son estos misteriosos pájaros del cielo? ¿Qué representan, qué simbolizan, estos misteriosos pájaros que anidan en el árbol, el alma que participa de la vida de la Trinidad?
         Los pájaros del cielo, que hacen nido en las ramas del árbol, representan a las Tres Personas de la Trinidad, que inhabitan en el alma en gracia: así como los pájaros encuentran su reposo y su contento en las frondosas ramas, y demuestran su contento con su trinar, así las Personas de la Trinidad encuentran su reposo y su contento en el alma en gracia, y lo demuestran comunicándole algo más grande que el canto de un pájaro, y es la vida y el amor divinos.
         Las aves misteriosas que anidan en el árbol representan a la Trinidad de Personas, que moran en el alma en gracia.
Si el alma se agiganta por la participación en la vida de Dios Uno y Trino, el pájaro que hace su nido en el árbol representa a la misma Trinidad, que viene a hacer morada en el árbol, en el alma que ama a Dios: “Si alguien me ama, Mi Padre y Yo vendremos a Él y haremos morada en Él”.

viernes, 15 de junio de 2012

Solemnidad de Corpus Christi – Ciclo B – 2012



         En la solemnidad de Corpus Christi resalta el contraste que existe entre el mundo –entendido este no como la Creación, que en sí es buena, por venir de Dios, sino como aquello que se opone a la santidad de Dios, es decir, lo “mundano”-, y la Iglesia: mientras el mundo confía en el poder del dinero, en la fuerza de las armas, en la violencia, en la astucia, en la política, en el oro, en los medios de comunicación, la Iglesia, por el contrario, pone toda su confianza en algo que es, en apariencia, muy frágil; algo que precisamente por su apariencia, frágil y de poco valor, pasa desapercibido para el mundo; algo que, materialmente, no cuesta prácticamente nada -¿cuánto puede costar, en términos monetarios, un poco de agua y un poco de trigo?-, y eso que parece tan frágil y de tan poco valor a los ojos del mundo, en lo que la Iglesia pone absolutamente toda su confianza, es la Eucaristía.
         Para el mundo, la Eucaristía no vale nada, porque es algo muy simple, de escaso valor, ya que parece solo un poco de pan.
         Pero no solo para el mundo la Eucaristía no vale nada: lamentablemente, también para muchos cristianos, la Eucaristía no tiene valor, ya que la dejan de lado por los atractivos del mundo, las diversiones, por el placer, por el dinero, por el deporte, por la política. Para muchos cristianos, los Domingos, si no se hace algo “divertido”, se “aburren”, y esto es así porque en su espíritu mundano el fin de semana y el Domingo son “días de diversión”, y es así como buscan divertirse, llenando los estadios de fútbol y vaciando las iglesias, lo cual sucede porque que desprecian a la Eucaristía y tienen en nada su valor.
         Pero lo que el mundo desprecia, sí lo valoran lo ángeles y los santos en el cielo, y el “resto fiel”, quienes saben que la Eucaristía no es un pancito bendecido en una ceremonia religiosa dominical obligatoria para no caer en pecado: saben que la Eucaristía es Cristo Dios en Persona, con su Cuerpo resucitado, glorioso, vivo, lleno de la luz, de la gracia y del Amor divino.
         Ante la Eucaristía, los ángeles más poderosos del cielo inclinan sus cabezas y se anonadan en su presencia, adorándola con toda la fuerza de sus angélicos seres, y lo mismo hacen los innumerables santos del cielo, y lo mismo hacen los cristianos que, iluminados por el Espíritu Santo, ven en el sacramento del altar al Dios Tres veces Santo, Jesucristo.
         Por este motivo, para ellos, para los que aman a Dios, la Eucaristía es un tesoro de valor imposible siquiera de ser imaginado, puesto que ante ella la majestad y hermosura de los cielos eternos queda reducida a la nada más absoluta, ya que son conscientes de que la Eucaristía contiene al Sagrado Corazón de Jesús, de donde mana la Misericordia Divina y el Amor eterno de Dios Trino como de una fuente inagotable.
         Dejemos de lado la visión mundana, y apreciemos el valor incalculable del Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Cristo, presentes en el santo sacramento del altar, ya que se ha quedado en la Eucaristía para acompañarnos en nuestro peregrinar por el desierto de la vida terrena hacia los prados eternos del Reino de los cielos.
        
        

jueves, 14 de junio de 2012

Movido por el Espíritu Santo el rey David reconoce la divinidad del Mesías, el Cristo



“Movido por el Espíritu Santo el rey David reconoce la divinidad del Mesías, el Cristo” (cfr. Mc 12, 35-37). El evangelio plantea la cuestión de la divinidad de Cristo: David, siendo rey y por lo tanto señor, llama “Señor” a Dios, el mismo Dios con el cual Jesús de Nazareth se auto-identifica.
Por lo tanto, Jesús se revela como Dios, como el Dios a quien David llama “Señor”.
Este tema de la divinidad de Cristo es de capital importancia, tanto más, cuanto que la secta neo-pagana de la Nueva Era insiste en presentar un falso cristo, un anti-cristo, un cristo que es solamente un hombre, o un cristo panteísta, una especie de fuerza cósmica vital que anima al universo, pero que de ninguna manera es Dios Hijo en Persona.
Ahora bien, si Cristo no es Dios, como lo afirma la Nueva Era, entonces todo el edificio espiritual de la Iglesia se viene abajo: Dios no es Uno y Trino, y el Hijo no se encarnó, ni tampoco prolonga su Encarnación y su misterio pascual en el altar, ni se dona a sí mismo en la Eucaristía, ni da la filiación divina en el bautismo, ni perdona los pecados en la confesión, ni transubstancia el pan y el vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Santa Misa, con su omnipotencia divina, por medio del sacerdote ministerial, y por lo tanto, no tiene nada de lo que el cristiano cree y practica.
Y al revés, es verdad todo lo que la Nueva Era o Conspiración de Acuario falsamente enseña: yoga, reiki, adivinación, esoterismo, luciferismo, ecologismo, etc.
Precisamente, es tarea del cristiano defender la verdad de la divinidad de Cristo Dios, presente en Persona en el sacramento de la Eucaristía, principalmente mediante el ejemplo de vida, apartándose del mundo y viviendo según los preceptos de la Santa Iglesia Católica.

Dios es el Dios de los vivientes y no de los muertos



“Dios es el Dios de los vivientes y no de los muertos” (Mc 12, 18-27). Con esta frase, Jesús termina por afirmar la verdad de la resurrección de los cuerpos, verdad negada por la incredulidad de la secta de los saduceos.
Esta incredulidad, lejos de atenuarse con el paso de los siglos, ha ido en aumento creciente, hasta hacerse prácticamente universal, aún en la misma Iglesia Católica, llamada a proclamar en el mundo la alegre noticia de la resurrección de los muertos, obtenida como don para la humanidad por la muerte de Jesús en la Cruz.
La gran mayoría de los cristianos católicos repiten el error de los saduceos, puesto que día a día desmienten, con los hechos y en la práctica, lo que alguna vez aprendieron y debían testimoniar: la resurrección y la vida eterna.
Los cristianos de hoy en día, en su gran mayoría, viven como paganos, sin pensar en la muerte, sin pensar en la resurrección; muchísimos cristianos no toman conciencia de que cada día que pasa es un día menos para su propia muerte, y mucho menos piensan que luego de la muerte viene la resurrección del cuerpo, y que esta puede ser para la salvación eterna en el cielo o para la condenación eterna en el infierno.
El cristiano está llamado a “vivir en el mundo sin ser del mundo” (cfr. Jn 17, 14-16), sin dejarse contaminar por el materialismo, el hedonismo, el individualismo, y está llamado a dar testimonio no solo de que Cristo ha resucitado, levantándose de la piedra del sepulcro, sin que está vivo, glorioso, con su Cuerpo resucitado, en el altar, en el sagrario, en la Eucaristía.

lunes, 4 de junio de 2012

Jesús es la Vid verdadera



“Un hombre plantó una viña…” (Mc 12, 1-12). La viña de la parábola es la Iglesia, pero también es Él, Jesús, el Hijo de Dios, y esta viña que es Él, habrá de dar un Vino Nuevo, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, cuando Él mismo, Vid verdadera, sea triturado en el lagar de la Pasión.
Jesús es la Viña que da el Vino más excelente, su Sangre, la Sangre del Cordero de Dios, que será ofrecida por el Padre en el banquete del Reino, la Santa Misa, como prenda del perdón divino a los hombres y como bebida celestial que concede la vida eterna.
El Vino que produce esta Viña que es Jesús, es la Sangre que, brotando de sus heridas y de su Sagrado Corazón traspasado por la lanza, se derrama hasta la última gota, para embriagar a los hombres con el Vino del cáliz del altar, el Amor de Dios.

sábado, 2 de junio de 2012

Solemnidad de la Santísima Trinidad



Luego de sufrir la Pasión, morir en Cruz, resucitar y ascender a los cielos, Jesús envía sobre su Iglesia el Espíritu Santo, el cual obra la santificación de los cristianos. Pero además el Espíritu Santo tiene una función, que ya había sido anticipada por Jesús: “Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa” (Jn 16, 13); “Cuando venga el Paráclito, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho” (Jn 14, 26).
         El Espíritu Santo, entonces, además de santificar, ejerce en la Iglesia una función docente y una función de anamnesis, de recuerdo de lo que Jesús enseñó en el Evangelio, y el hecho principal que el Espíritu Santo enseña, haciendo recordar las palabras de Jesús, es que Dios es Uno y Trino, uno en naturaleza y trino en Personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que la Segunda Persona de la Trinidad, Dios Hijo, es quien se encarnó en Jesús de Nazareth.
         La revelación y recuerdo de esta doble verdad –Dios es  Uno y Trino, y Dios Hijo se ha encarnado-, que es la “verdad completa” hacia la cual conduce el Espíritu Santo, según lo prometido por Jesús, condiciona absolutamente la vida del cristiano católico, tanto, que no puede permanecer indiferente a la Verdad revelada: Dios no es un ser que está allá arriba, perdido en las nubes, sin interesarse por la suerte de sus criaturas; Dios es Trinidad de Personas, y como Trinidad de Personas, no solo se interesa por la suerte de sus criaturas, sino que Él mismo, en sus Tres Personas, se ha empeñado en rescatar al hombre.
Las Tres Divinas Personas del único y verdadero Dios, se han involucrado en la salvación del hombre: Dios Padre ha donado al mundo el tesoro más grande de su Corazón divino, su Hijo muy amado Jesucristo, enviándolo para que por el sacrificio de la Cruz rescatara a los hombres, extraviados en la densa oscuridad del error, del pecado y de la ignorancia, por haber escuchado y obedecido, en el Paraíso, al demonio, en vez de escucharlo a Él; Dios Hijo, a su vez, ha respondido de inmediato, con amor infinito y eterno, al pedido de su Padre, y ha descendido, desde el seno eterno del Padre, en el que vivía desde siempre, al seno virgen de María Santísima, para encarnarse y  vivir en el tiempo, ofreciendo su Cuerpo en holocausto purísimo, en la Cruz, por el hombre, derrotando a la muerte, librándolo de las garras del demonio, evitando que caiga en el fuego eterno del infierno, borrando la mancha del pecado original y, en una muestra de amor que excede toda capacidad de comprensión hasta de los ángeles más poderosos, concediéndole la filiación divina, adoptándolo como hijo en el bautismo sacramental, al donarle su misma filiación divina, la misma con la cual Él es Hijo de Dios desde la eternidad; Dios Espíritu Santo, por su parte, también contribuye a la obra de la salvación del hombre, obrando la santificación en las almas, concediendo la gracia divina por los sacramentos, y obrando también el Milagro de los milagros, la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, al sobrevolar sobre el altar cuando el sacerdote ministerial pronuncia las palabras: “Esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”.
Por lo tanto, el hecho no solo de saber que Dios es Uno y Trino, y que las Tres Divinas Personas están implicadas directamente en la salvación personal de cada católico, condiciona radicalmente la vida de cada bautizado, porque no se puede permanecer indiferentes ante tamaña muestra de amor misericordioso por parte de las Tres Divinas Personas, ya que no hay ningún otro motivo que el Amor divino, eterno e infinito, el que las lleva a buscar la salvación de los hombres.
Lamentablemente, muchísimos cristianos, muchísimos católicos, a pesar de haber conocido estas verdades en el Catecismo de Primera Comunión y de Confirmación, apenas terminado el período de instrucción catequética, abandonan la Iglesia, sin volver a pisarla nunca más o, como máximo, una vez cada tanto, cuando hay algún casamiento o algún bautismo, lo cual es igual a nada.
Millones y millones de católicos, en nuestro país y en el mundo entero, viven sus vidas en el más completo olvido de la Santísima Trinidad y de su obra santificadora y salvadora, y la prueba está en que Domingo a Domingo, las iglesias están vacías, mientras los shoppings, los paseos comerciales, los estadios de fútbol, los cines, los conciertos, y todo género de diversiones, están atiborrados de católicos apóstatas, desmemoriados por no haber rezado para estar atento a las lecciones del Espíritu Santo acerca de la Trinidad.
Pero tampoco los así llamados “católicos practicantes” son conscientes del gran misterio y del grandísimo honor que significa que las Tres Divinas Personas estén implicadas en su salvación personal, y es así como muchos, apenas salen de Misa, luego de comulgar, no tienen dificultades en mezclarse con el mundo y en aceptar el pensamiento del mundo, contrario a Dios. Muchos, muchísimos, obran en sus vidas como si nunca hubieran recibido la Eucaristía, al negarse a perdonar a su prójimo; al preferir la televisión y sus programas inmorales a la oración; al escuchar la música grosera y vulgar –la cumbia, el rock, y todo género de música profana- que incita a la blasfemia y al pecado, en vez de deleitarse en la música sacra o en la música profana decente; al usar vestimenta indecente, en vez de la modestia en el vestir que pide la Iglesia; al dejarse arrastrar por la impaciencia, el enojo y la violencia para con el prójimo, en vez de esforzarse por imitar al Sagrado Corazón de Jesús: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”.
“El Espíritu Santo les recordará todo”, dice Jesús, y una de las cosas que nos recuerda el Espíritu Santo es que las Tres Divinas Personas se han empeñado a fondo para salvarnos, pero que si no nos esforzamos por imitar la mansedumbre, la humildad y la caridad del Sagrado Corazón de Jesús, y si no obramos la misericordia para con los más necesitados, el esfuerzo de las Tres Divinas Personas por salvarnos habrá sido en vano.