viernes, 28 de septiembre de 2012

“Si tu ojo, mano, pie, son ocasión de pecado, córtatelos (…) Más vale entrar con un solo ojo, manco y con un pie al cielo, que ir todo sano al infierno”



(Domingo XXVI – TO – Ciclo B – 2012)
         “Si tu ojo, mano, pie, son ocasión de pecado, córtatelos (…) Más vale entrar con un solo ojo, manco y con un pie al cielo, que ir todo sano al infierno”. La recomendación de Jesús parecería ir en contra del amor y respeto debido al propio cuerpo y a la propia salud, pues aconseja acciones cruentas contra el cuerpo: amputar una mano, un pie, extirparse un ojo. Es decir, el cristiano debe amar, cuidar y respetar su propio cuerpo, desde el momento en que forma parte de los bienes y talentos con los cuales Dios lo ha dotado, bienes y talentos de los cuales, haciendo un buen uso, habrá de rendir cuentas.
        Visto así, la recomendación de Jesús, parecería ir en contra del cuidado y respeto debido al cuerpo. Ahora bien, es cierto que en algunos países la justicia civil lo aplica al menos en parte, de modo literal, desde el momento en el que amputan la mano del ladrón, pero el católico no debe interpretar este consejo de Jesús de modo literal, ya que la gracia santificante obra con una eficacia inimaginablemente mayor que una amputación física. En otras palabras, el católico no tiene necesidad de la amputación de ningún órgano físico, puesto que la gracia santificante que nos concede Jesucristo en los sacramentos, obra con una eficacia insuperablemente mayor a la de una eventual amputación. Veamos por qué. 
         La gracia santificante actúa en la raíz del ser y en el centro del alma, de la mente y del corazón, iluminando con la luz divina y concediendo la participación en la misma divina, concediendo al alma la sabiduría y la fortaleza misma de Dios Trino, con lo cual el alma no solo se aleja del pecado, sino que vive con toda intensidad la vida de la gracia; vive en Dios y de Dios, y no del mundo y para el mundo, con lo cual el pecado deja de ser el centro de atracción predominante, para serlo el Ser mismo de Dios Trino.
        Con la gracia santificante, no hace falta entonces la amputación física de la mano o del pie, o la extirpación de un ojo, y si Jesús nos da un ejemplo tan extremo, es porque nos quiere decir que tenemos que huir de las ocasiones de pecado: muchos cometen los más abominables pecados con las manos, con lo cual se ganan un lugar seguro en el infierno; entonces, para estos, es preferible quedarse sin manos, para así no pecar, que entrar en el infierno con todo el cuerpo sano; muchos utilizan las piernas y los pies para dirigirse a los lugares en donde saben que seguramente habrán de pecar, con lo cual encaminan sus pasos en dirección contraria a la de la Cruz, y en línea directa a las puertas del infierno, de donde jamás habrán de salir, encaminándose ciegamente a una eternidad de dolor; muchos pecan con sus ojos, mirando de forma impúdica, mirando de forma codiciosa, mirando de forma avara a su prójimo y al mundo que Dios creó para nuestro bien, sin darse cuenta de que toda imagen vista intencionalmente, es una imagen que queda plasmada en ese "templo del Espíritu Santo" que es el cuerpo, profanando de esta manera sus corazones, sus mentes y sus cuerpos con la impudicia, la avaricia y la codicia, que entran por los ojos; de esta manera, al profanar el templo del Espíritu Santo, que es el cuerpo, ingresando voluntaria y libremente imágenes impuras, obscenas, libertinas, cargadas de todo género de impureza y de mal, se apartan voluntariamente de la Jerusalén celestial, y profanan a la Persona del Espíritu Santo, que por pura gracia y misericordia había elegido a ese corazón para que fuera su sagrario.
          “Si tu ojo, mano, pie, son ocasión de pecado, córtatelos (…) Más vale entrar con un ojo, manco y con un pie al cielo, que ir todo sano al infierno”. Por radical y extremo que parezca, Jesús nos quiere hacer ver el enorme valor de la gracia, superior en absoluto a cualquier bien natural, simbolizado en los miembros del cuerpo y en el propio cuerpo. En otras palabras, la gracia santificante es tan valiosa, que para conservarla, no se debe dudar en sacrificar el propio cuerpo y, llegado el caso, la vida corporal. El motivo es que, al perder la vida biológica por conservar la vida sobrenatural, esta última, la vida sobrenatural, inunda al alma que se separó del cuerpo muerto, y los unifica para una vida superior, la vida celestial, participación en la vida trinitaria.
Son los santos los que comprendieron bien el mensaje de Jesús: es preferible morir físicamente, antes que cometer un pecado mortal. Un ejemplo es Santo Domingo Savio, el niño discípulo de Don Bosco, cuyo principal propósito formulado el día de su Primera Comunión, fue “morir antes que cometer un pecado mortal”.
Haciendo eco de las palabras de Jesús, la Iglesia no solo prescribe lo que Jesús pide, sino que va más allá, desde el momento en que prefiere que el penitente muera físicamente, antes que cometer un pecado mortal, tal como está prescripto en la fórmula del acto de arrepentimiento de la confesión sacramental: “Antes querría haber muerto que haberos ofendido”. Para la Iglesia, el penitente tiene que estar dispuesto no sólo a perder una parte física de su cuerpo –la mano, el pie, el ojo-, sino principalmente la vida física, natural, y el motivo es que nadie se condena por morir físicamente, pero sí se condenan las almas en el infierno, por toda la eternidad, por un solo pecado mortal cometido.
“Si tu ojo, mano, pie, son ocasión de pecado, córtatelos (…) Más vale entrar con un ojo, manco y con un pie al cielo, que ir todo sano al infierno”. El cristiano debe tener siempre la disposición a perder la vida física antes que cometer un pecado mortal, antes que perder la vida de la gracia; sólo con esta disposición, la de renunciar a los placeres mundanos y terrenos, estará en grado de vivir para siempre en la feliz eternidad.

jueves, 27 de septiembre de 2012

“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios”



“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios” (Lc 9, 18-22). No es casualidad que el único que conteste de modo correcto acerca de la identidad de Jesús sea Pedro: es el Vicario de Cristo, y como tal, está asistido por el Espíritu Santo.
El episodio del Evangelio es significativo y válido no solo para el momento en el que sucedió, sino para toda época, hasta el fin de los tiempos, y por lo tanto, lo es para nuestros tiempos, tanto más, cuanto que la confusión y la oscuridad lo han invadido todo.
Al igual que en la época de Jesús, en la que reinaba una completa confusión acerca de Jesús, también en nuestra época se da la misma confusión, producto del accionar deliberado de innumerables sectas, como los Testigos de Jehová, los Mormones, los Adventistas, Evangelistas, y muchísimos grupos religiosos más. Pero la secta que más confusión y oscuridad provoca, en torno a Jesús, al sentido de esta vida, y a la vida eterna, es la madre de todas las sectas, la Nueva Era o Conspiración de Acuario, secta gnóstica y neo-pagana que persigue la iniciación luciferina planetaria para un futuro no muy lejano.
Y al igual que en tiempos de Jesús, sólo en la Barca de Pedro, en la Iglesia, se encuentra la verdad en toda su plenitud, resguardada y proclamada por el Magisterio de la Iglesia, con el Santo Padre a la cabeza.
La confusión reina en el mundo, pero también en la Iglesia, porque, como dice Pablo VI, “el humo de Satanás ha entrado en la Iglesia”, un humo negro, denso, oscuro, que ofusca mentes y corazones, pervirtiéndolo todo.
Pero la luz del Espíritu Santo, que brilla inextinguible en la Cátedra de Pedro, disipa toda oscuridad y toda siniestra tiniebla. Quien permanece al lado de Pedro y con la fe de Pedro confiesa que Jesús en la Eucaristía es Dios Hijo encarnado, muerto y resucitado, no solo no será nunca envuelto en las tinieblas que se han abatido sobre el mundo, sino que brillará siempre en él la luz de la Verdad eterna de Dios Trino.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

"Herodes quería ver a Jesús"



“Herodes quería ver a Jesús” (Mc 9, 7-9). El evangelio relata el deseo y la curiosidad que experimenta el Tetrarca Herodes de ver a Jesús. Le han llegado noticias de hechos admirables, milagros, prodigiosos, curaciones inexplicables, expulsiones de demonios, lo cual despierta en Herodes una cierta inquietud acerca de quién es Jesús. Manda a averiguar, y le traen datos que son todos falsos: que es un profeta, que es Elías. Herodes duda acerca de la identidad de Jesús; sabe que no es Juan, porque él lo mandó decapitar, lo cual aumenta más su intriga acerca de quién es Jesús: “Herodes trataba de ver a Jesús”.
Si bien este hecho es bueno en sí mismo, queda desvirtuado, en este caso, por la intención que lo acompaña: tal como lo demostrará en las Horas de la Pasión, cuando disgustado porque Jesús no hace milagros para su diversión, le hará colocar una túnica blanca, signo público y visible, en ese entonces, de locura mental. Con este gesto, Herodes demuestra cuáles son sus verdaderas intenciones respecto de Jesús: su deseo de ver a Jesús es un deseo nacido de la curiosidad vana.
Pero Herodes no es el único; ya que es el arquetipo de muchos cristianos, que no han entendido, en toda su profundísima dimensión, lo que implica el hecho de “ser cristiano”. En Herodes está representado el cristiano tibio, que conoce a Jesús vagamente por su formación catequística, pero que no quiere comprometerse más; representa al cristiano que dice querer conocer a Jesús, pero no para admirarse de sus milagros, agradecerle por su amor misericordioso manifestado en la cruz, y postrarse en acción de gracias y adoración por su condición de Dios Hijo encarnado, sino que lo quiere conocer para saber cuáles son los Mandamientos que jamás habrá de practicar; Herodes representa a los cristianos que no quieren convertirse, que convierten su bautismo y su condición de cristianos en un mero título nominal; con su vana curiosidad, Herodes representa a multitud de cristianos, de todas las edades, que conociendo los mandatos de Dios revelados por Jesús, los dejan de lado, volcándose al mundo y a sus placeres efímeros. Al vestir a Jesús con una túnica blanca, tachándolo de insano mental, Herodes representa a los cristianos que consideran una locura llevar la cruz y, dejándola de lado, prefieren caminar en dirección contraria al Calvario, siguiendo los anchos caminos de la perdición. Herodes representa a los malos cristianos, que pretenden acomodar el mensaje de Jesús a sus estrechas mentes y a sus todavía más estrechos corazones, negándose a perdonar, a pedir perdón, y a amar al prójimo como Cristo, hasta la muerte de Cruz.
“Herodes quería ver a Jesús”. También nosotros queremos ver a Jesús, y de hecho lo vemos, con los ojos de la fe, vivo, glorioso y resucitado, en la Eucaristía. La pregunta es, entonces, cómo tratamos a Jesús: si al igual que Herodes, de insano mental, porque nos manda llevar la Cruz, o si nos postramos en adoración y en acción de gracias.

sábado, 22 de septiembre de 2012

“El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos”



(Domingo XXV – TO – Ciclo B – 2012)
         “El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos” (Mc 9, 30-37). La enseñanza de Jesús contrarresta radicalmente la soberbia del espíritu humano -y del cristiano-, que pretende ser el centro del universo. Parecería una contradicción, que aquel que quiera destacarse, es decir, ser el primero, se haga el último, es decir, el servidor de todos. Sin embargo, no es una contradicción, ya que a los ojos de Dios, las cosas son distintas a como la vemos los humanos y, sobre todo, a como vemos los cristianos, porque este Evangelio se dirige, ante todo, a aquellos que tienen sed de poder, de reconocimiento y de fama, en la misma Iglesia. Las cosas en la Iglesia no son como en el mundo, y los que nos enseñan, con su ejemplo de vida, cómo quiere Dios que obremos, son Jesús y la Virgen.
         Jesús mismo da ejemplo de cómo, siendo Él el Primero, ya que es el Nuevo Adán, en quien se origina una nueva raza humana, la raza de los hijos de Dios, es el último, puesto que muere en la Cruz, de una muerte humillante y dolorosísima, como si fuera un malhechor.
         También la Virgen nos da ejemplo, ya que Ella, siendo la Primera entre todas las criaturas, entre todos los ángeles y entre todos los hombres, por el hecho de haber sido concebido sin mancha de pecado original, por ser la Inmaculada Concepción, y por ser la Llena de gracia, al estar inhabitada desde el primer instante de su Concepción, por el Espíritu Santo, se llama a sí misma “Esclava” del Señor, tal como responde al anuncio del ángel: “He aquí la esclava del Señor”.
         Por lo tanto, si queremos sobresalir en la Iglesia; si queremos destacarnos en la Iglesia; si queremos, dando rienda suelta a nuestra sed de ser reconocidos y alabados por todos, tenemos que ser los últimos, como Jesús en la Cruz, como la Virgen en su humillación ante el anuncio del ángel.
         “El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos”. Jesús no nos está diciendo que está mal querer ser el primero; no está diciendo que es un pecado querer destacarse; no está diciendo que Él no aprecia a los que quieran sobresalir porque hacen bien las cosas: por el contrario, Jesús pide que seamos los primeros, que nos destaquemos en lo que hacemos, porque todos tendremos que rendir cuenta de los talentos que hemos recibido, y como nadie puede decir que no ha recibido talentos, ya que todos han recibido innumerables talentos de Dios, todos tendrán que responder por los mismos: “Al que más se le dio, más se le pedirá”.
Jesús entonces no nos prohíbe querer destacarnos, pero sí nos advierte claramente que, en la Iglesia, las cosas no son como en el mundo.
En el mundo, el que quiere sobresalir, no duda en usar las cabezas de sus prójimos como otros tantos peldaños para ascender; en el mundo, el que quiere ser el primero, no duda en usar la calumnia, la mentira, la difamación, la denuncia calumniosa, la falsedad, la hipocresía; en el mundo, el que quiere ser primero, aborrece a su prójimo si este es un obstáculo para su reconocimiento, y busca por lo tanto eliminarlo de su vista. Así son las cosas en el mundo, pero no en la Iglesia.
En la Iglesia, el que quiera ser el primero, tiene que pasar por la humillación de la Cruz, lo cual significa muchas cosas: significa considerar al prójimo como superior a uno mismo, como lo pide San Pablo; significa jamás mentir, ni en provecho propio, ni en daño ajeno; significa alegrarse del bien del prójimo, y no envidiarlo; significa jamás levantar falso testimonio, aun si de eso se siguieran grandes beneficios personales; significa pasar por alto los defectos del prójimo; significa entender que el primer y casi exclusivo servicio que debemos prestar en la Iglesia, es el apostolado para salvar almas, y que toda otra cosa es pérdida de tiempo; significa estar dispuestos a dar la vida por el prójimo, sobre todo si este prójimo es un enemigo; significa emplear al máximo los talentos recibidos, sin esperar ninguna recompensa ni reconocimientos humanos, sino darse por bien pagados por el sólo hecho de ser vistos por Dios Padre.
“El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos”. Ser el primero, en la Iglesia, quiere decir ser el último, el servidor de todos, recordando las palabras de Jesús: “No he venido a ser servido, sino a servir”, y Él es quien nos sirve el Banquete celestial, la Santa Misa, dándonos a comer de su propio Cuerpo, y dándonos a beber de su propia Sangre.
Muchos cristianos creen que en la Iglesia es como en el mundo, en donde el que es primero manda con soberbia y autoritarismo, haciéndose respetar por medio de la violencia, sino física, sí verbal y moral; sin embargo, nada tienen que hacer estos métodos en la Iglesia. Quien en la Iglesia no sirve con la mansedumbre y la humildad de los Sagrados Corazones de Jesús y de María, no sirve para nada.
“El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos”. El que quiera ser el primero, que se humille ante Dios, como la Virgen en la Anunciación, y como Jesús en la Crucifixión, y que luego se humille delante de sus hermanos, sirviéndolos de todo corazón. El que así obre, será el primero y el más grande en el Reino de los cielos.

jueves, 20 de septiembre de 2012

Mateo, el cobrador de impuestos elegido para ser Apóstol y Evangelista


        
          “Jesús vio a Mateo y le dijo: “Sígueme”. Él se levantó y lo siguió” (Mt 9, 9-13). San Mateo es el ejemplo más evidente de cómo el Amor de Dios no hace acepción de personas, y en Mateo, Jesús nos da el ejemplo de cómo deben los cristianos amar a a sus prójimos: Mateo es llamado por Jesús, aun cuando era un cobrador de impuestos para el imperio romano, lo cual era visto por muchos como un acto de traición a la nación, puesto que lo recaudado se destinaba en su totalidad a una potencia ocupante, que sojuzgaba y humillaba al pueblo hebreo. Por otra parte, las amistades de Mateo parecen ser de su misma condición, ya que son descriptas por él mismo como “publicanos y pecadores”.
         Al llamar a Mateo para que lo siga, Jesús no parece tener en cuenta estos antecedentes; o más bien, a pesar de estos antecedentes, y por ellos, es que lo elige.
         La decisión de Mateo, de dejar todo y seguirlo de inmediato –“se levantó y lo siguió”, dice el Evangelio-, revela que, a pesar de estar ocupado en algo tan material como el dinero, no tiene el corazón apegado a él; en todo caso, lo desapega inmediatamente al conocer a Cristo, y por eso deja todo y lo sigue sin demora. En la llamada de Jesús, pudo entrever la enseñanza evangélica acerca de qué bienes hay que atesorar: “No acumulen tesoros en la tierra (…) Acumulen tesoros en el cielo…” (Mt 6, 19-21).
         Ahora bien, siguiendo la lógica no humana, sino la de muchos cristianos, Mateo jamás debería haber sido elegido por Jesús; siguiendo la lógica de quienes están llamados a dar la vida por sus prójimos, tanto más si son sus enemigos –un cristiano debe estar dispuesto a dar la vida por su verdugo, como los mártires-, Mateo nunca habría merecido ser discípulo de Jesús, y sería inimaginable, para estos mismos cristianos, que no solo fuera elegido, sino que fuera elegido entre los elegidos, ya que luego fue consagrado Apóstol y Evangelista.
         Pero Jesús no se guía por los criterios racionalistas y humanos de los cristianos tibios; elige a Mateo, para darnos una lección acerca de cómo debe ser el verdadero amor cristiano al prójimo: sin hacer acepción de personas, sin tener en cuenta su condición de pecador público, con la disposición a dar la vida por él en la Cruz. Ése es el verdadero amor del cristiano para con todo prójimo, principalmente para aquel que es un pecador público.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

“Tocamos la flauta y no cantaron, lloramos y no hicieron duelo”



“Tocamos la flauta y no cantaron, lloramos y no hicieron duelo” (Lc 7, 31-35). Los jóvenes de los que habla Jesús en el Evangelio, que critican tanto al Bautista como a Jesús –al Bautista, por su penitencia; a Jesús, porque come y bebe-, son los fariseos[1], a los que nada de lo que Él hace, les viene bien; pero trasladados a nuestros días, representan a aquellos que, en la Iglesia, critican a sus pastores con mala fe: si hacen alguna actividad, porque la hacen; si no la hacen, porque no la hacen.
Son aquellos de crítica fácil, de lengua mordaz, de corazón turbio, que no han aprendido a amar ni a Dios ni al prójimo; que no han aprendido que el que juzga a los sacerdotes es Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, y que en todo caso, antes de la crítica feroz y despiadada, deben más bien orar y ofrecer sus sacrificios, penitencias y ayunos por los sacerdotes, pidiendo la conversión, si es el caso.
Pero también representan al mundo, ateo y anticristiano, en su relación con la Iglesia: si interviene en algún asunto, no debería hacerlo; si no lo hace, debería hacerlo.
Tanto si representan a un laico –o a un sacerdote-, de lengua bífida y mordedura venenosa, como al mundo, en su ataque despiadado al sacerdote y/o a la Iglesia, tienen por motor un único ser: el Ángel caído, el Príncipe de las tinieblas, puesto que llevan su sello característico: división, maledicencia, mentira, calumnias.
Pero gracias a Dios, como dice Jesús, “la Sabiduría ha sido vindicada”, es decir, hay quienes sí se comportan y hablan como verdaderos hijos de la luz, como verdaderos hijos de Dios, ya que reconocen la mano de Dios donde se manifiesta, tanto si ayuna, como Juan, o si come y bebe con los pecadores, como Cristo.



[1] Cfr. Orchard  et al., Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1956, 600.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Jesús resucita al hijo de la viuda de Naím



“Jesús se conmovió y resucitó al hijo de la viuda de Naím” (cfr. Lc 7, 11-17). En este milagro de resurrección, se puede ver un anticipo del triunfo definitivo del Hombre-Dios Jesucristo sobre la muerte, que acecha al hombre desde el pecado original. Al resucitar al hijo de la viuda de Naím, Jesús anticipa, con este signo, su propia resurrección, resurrección con la cual destruirá para siempre la muerte, al insuflar en su propio Cuerpo muerto, tendido en el oscuro sepulcro, el Espíritu Santo, la Vida Increada.
Y si el milagro de la resurrección del hijo de la viuda de Naím, anticipo del milagro de la Resurrección el Domingo de Pascua, provoca asombro, asombra todavía más el milagro que se produce en el altar eucarístico, milagro por el cual el Hijo de Dios, Sumo y Eterno Sacerdote, espira, junto al Padre, a través del sacerdote ministerial, el Espíritu Santo, la Vida Increada que, más que resucitar un cuerpo humano, muerto, dándole vida puramente humana, como en el milagro del hijo de la viuda, convierte una materia inerte, sin vida, compuesta de substancia puramente material, el pan y el vino, en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del Hombre-Dios Jesucristo.
El altar eucarístico se convierte así en un nuevo sepulcro de Resurrección, al prolongarse y actualizarse, por el misterio sacramental, la resurrección gloriosa del Cuerpo de Cristo el Día del Señor, acaecida el Domingo de Resurrección. 
Y si en el milagro del Evangelio, el hijo de la viuda de Naím se incorporó del sepulcro, lleno de vida, Jesús Eucaristía es elevado, lleno de gloria y de vida divina, por el sacerdote ministerial, en la ostentación eucarística.
El milagro de la conversión del pan y del vino en el Cuerpo de Jesús, es infinitamente más grandioso y asombroso que el milagro de resurrección que narra el Evangelio.

domingo, 16 de septiembre de 2012

“Señor no soy digno de que entres en mi casa”




“Señor no soy digno de que entres en mi casa” (Lc 7, 1-10). El centurión pide un milagro a Jesús, pero se considera indigno de que Jesús entre en su casa. La muestra de humildad agrada a Jesús, y le dedica un elogio: “No he encontrado a nadie con más fe en Israel”.
La humildad del centurión es tan valiosa y ejemplar, que la Iglesia toma sus palabras para aplicarla al momento antes de la comunión sacramental de los fieles, con la esperanza de que cada fiel la incorpore para sí en el momento de la comunión.
La humildad, junto a la caridad, es lo que más asemeja al Sagrado Corazón de Jesús, “manso y humilde”, puesto que son las virtudes, junto con la pureza y la inocencia, que mejor reflejan el Ser divino trinitario.
En otras palabras, cuando más humilde, caritativa y pacífica sea un alma, tanto más reflejará la humildad, la caridad y la mansedumbre del Ser divino, y tanto más se asemejará a Él.
Ahora bien, para que esta declaración de humildad sea causa efectiva de crecimiento espiritual, el cristiano tiene que estar convencido de que su alma es un lugar "sórdido y oscuro", como lo dice la liturgia oriental, refiriéndose a la persona que está por comulgar, y debe estar convencido de que ese lugar "sórdido y oscuro" es él mismo, y no el prójimo que tiene al lado.
“Señor no soy digno de que entres en mi casa”. No sólo con los labios, sino además, y ante todo, con el corazón contrito, cada cristiano que se acerca a comulgar, debe elevar esta plegaria a Jesús Sacramentado, para que al ingresar a esa casa que es el alma, pueda derramar los innumerables dones y gracias que trae consigo en cada comunión.

sábado, 15 de septiembre de 2012

"Apártate de Mí, Satanás, porque tus pensamientos no son los de Dios"



(Domingo XXIV – TO – Ciclo B – 2012)
“Tú eres el Mesías… Te felicito, Pedro, porque esto te lo ha revelado el Padre (…) Un poco más tarde, Pedro comenzó a reprenderlo, porque no quería que sufriera la Pasión (…) Jesús le dijo: “Retírate de Mí, Satanás, porque tus pensamientos son los de los hombres” (cfr. Mc 8, 27-35).
En pocos renglones, el Evangelio relata el cambio en la valoración que Jesús hace de Pedro y sus respuestas. Jesús cambia la felicitación primera dada a Pedro, cuando Pedro lo llama “Mesías”, por una dura reprimenda, calificándolo de “Satanás”, y de tener “pensamientos humanos”.
El episodio es altamente significativo para la vida espiritual de cada bautizado y para la Iglesia toda: cuando Pedro reconoce en Jesús al Mesías Salvador, es señal de que ha sido iluminado por el Espíritu Santo, enviado por el Padre, y merece la alabanza de Jesús; pero cuando Pedro, desechando la luz del Espíritu, rechaza la Cruz y reprende a Jesús luego de que le anunciara su Pasión, Muerte y Resurrección, merece, antes que una alabanza, una dura reprimenda de Jesús, ya que lo llama “Satanás”, y lo acusa de tener pensamientos de hombre, que nada tienen que ver con los pensamientos de Dios.
Este cambio en la comprensión y en el conocimiento de Jesús, que le sucede a Pedro, en donde primero se reconoce a Jesús como al Salvador, pero luego, cuando aparece la Cruz en el horizonte, se lo rechaza, le sucede también a todo cristiano que, en vez de vivir según los Mandamientos divinos, revelados por Cristo, vive según su propia voluntad.
Si Cristo dice: “Ama a tus enemigos”, el rechazo de la Cruz lleva a no solo no amarlo, sino a hacer la propia voluntad, que conduce a la maledicencia y a planear contra el enemigo la venganza; si Jesús dice: “Perdona setenta veces siete”, el rechazo de la Cruz hace que el enojo y la falta de perdón permanezcan siempre en el corazón; si Jesús dice: “Antes de acercarte al altar, ve y reconcíliate con tu hermano”, el rechazo de la Cruz hace que se comulgue sin haber hecho ni el más pequeño intento de reconciliación; si Jesús dice: “Felices los puros, porque verán a Dios”, el rechazo de la Cruz hace que se exalte la impureza como un estado natural del hombre; si Jesús dice: “No se puede servir a Dios y al dinero”, el rechazo de la Cruz hace que se idolatre al dinero y se deje de lado al Dios verdadero, y así sucede con todos y cada uno de los mandatos de Jesús, cuando no se quiere aceptar el misterio de la Cruz, como Pedro en su diálogo con Jesús.
Este rechazo de la Cruz no es inocuo ni está inspirado por el Espíritu Santo; todo lo contrario, está inspirado por el Príncipe de las tinieblas, el demonio, tal como Jesús le dice a Pedro: “Retírate de Mí, Satanás”. Si le está hablando a Pedro, ¿por qué le dice Satanás? Porque de manera evidente, Pedro ha escuchado la siniestra voz del demonio, que le hace ver la Cruz de Jesús como algo aborrecible y negativo, que hay que dejar de lado a toda costa, y es así como Pedro reprende a Jesús cuando Jesús le habla de lo que habrá de sufrir y de la humillante muerte en Cruz que padecerá por la salvación de los hombres, antes de la Resurrección.
Pedro cede a la tentación de un Mesías humano, de un Jesús salvador pero con fuerzas humanas; Pedro cede a la tentación gnóstica, inducida por el demonio, de pretender prescindir de Dios y de su plan de salvación, que pasa por la Cruz. El rechazo de la Cruz, por parte de Pedro, implica el rechazo de la salvación de Cristo y su gracia, que viene por la Iglesia y por los sacramentos. Pedro cede a la tentación gnóstica de decir: “No necesito la gracia de Jesús ni tampoco su Cruz, porque me valgo por mis propias fuerzas; no necesito los sacramentos; no necesito a la Iglesia; no necesito al Papa; no necesito el Magisterio eclesiástico; yo me valgo por mí mismo”.
“Apártate de Mí, Satanás, porque tus pensamientos no son de Dios, sino de los hombres”. El durísimo reproche de Jesús –el más duro de todos, ya que ni siquiera a los fariseos los había tratado así, a pesar de dedicarles también adjetivos muy duros, como raza de víboras y sepulcros blanqueados-, es tanto más duro y significativo cuanto que el destinatario es nada menos que Pedro, elegido Vicario por el mismo Cristo. Esto nos hace ver la necesidad de estar vigilantes y atentos en la oración, para no perder de vista, en ningún momento, la salvación que nos viene por la Cruz de Jesús.
Sólo la oración continua, perseverante, proporciona la luz necesaria para reconocer las insidias del demonio, y la propia flaqueza, característica de la naturaleza humana, que llevan al rechazo de la Cruz, y sólo la oración permite también la asistencia del Espíritu Santo, que nos hace ver que el único camino posible de salvación, es Cristo crucificado.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Fiesta de la Santa Cruz – 2012



¿Por qué exaltar la Cruz, instrumento de humillación, de tortura, de muerte? Los antiguos romanos utilizaban la cruz como el máximo escarmiento que se daba tanto a delincuentes de poca monta, como a los criminales más peligrosos, a aquellos que ponían en peligro la integridad del imperio. Habían elegido la cruz, por ser el instrumento más bárbaro, más cruel, más humillante, más atroz, y lo habían elegido precisamente, para que todo aquel que viera a un crucificado, escarmentara en piel ajena, y se decidiera a no cometer delitos, al menos por temor al castigo que le sobrevendría.
Es por esto que, como cristianos, nos preguntamos: ¿por qué exaltar la cruz, instrumento de barbarie, de tortura, de humillación y de muerte? ¿No corremos el riesgo, los cristianos, de identificarnos con la mentalidad bárbara de la época, al identificarnos con el instrumento de muerte, la cruz? La respuesta es que los cristianos adoramos la Cruz, no nos identificamos con la barbarie, y tenemos varios motivos para celebrarla y exaltarla:
Porque la Cruz era un simple madero, pero al subir Jesús, quedó impregnada con la Sangre del Cordero.
Porque en la Cruz murió el Hombre-Dios, y si bien con su Cuerpo humano sufrió muerte humillante, por su condición de Dios “hace nuevas todas las cosas”, y así con su Divinidad convirtió la muerte en vida, y la humillación en exaltación y glorificación.
Porque en la Cruz el Hombre-Dios convirtió al dolor y a la muerte del hombre, de castigos por el pecado, en fuentes de santificación y de vida eterna.
Porque en la Cruz, Jesús lavó con su Sangre, y los destruyó para siempre, a los pecados de todos los hombres de todos los tiempos, de modo tal que si antes de la Cruz los hombres estaban destinados a la condenación, por la Cruz, ahora todos tienen el Camino abierto al Cielo.
Porque la debilidad y la humillación del Hombre-Dios en la Cruz, fue convertida, por la Trinidad Santísima, en muestra de fortaleza omnipotente y de gloria infinita, por medio de las cuales destruyó y venció para siempre a los tres enemigos mortales del hombre: el demonio, el mundo y la carne.
Porque en la Cruz, el Hombre-Dios nos dio su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, como alimento del alma, como Viático celestial en nuestro peregrinar al Cielo, como Pan de ángeles que embriaga al alma con la Alegría y el Amor de Dios Trino.
Porque en la Cruz, el Hombre-Dios nos dio como regalo a aquello que más amaba en esta tierra, su Madre amantísima, para que nos adoptara como hijos, nos cubriera con su manto, nos llevara en su regazo, y nos encerrara en su Corazón Inmaculado, para desde ahí llevarnos a la eterna felicidad en los cielos.
Porque en la Cruz celebró la Misa, y por la Misa renueva para nosotros su mismo y único sacrificio en Cruz, convirtiendo el altar en un nuevo Calvario, en un nuevo Monte Gólgota, en cuya cima, suspendido desde la Cruz, mana del Sagrado Corazón traspasado un torrente inagotable de gracia divina, la Sangre del Cordero, salvación de los hombres.
Por todo esto, celebramos, exaltamos y adoramos la Cruz.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

“Amen a sus enemigos, perdonen y serán perdonados”



“Amen a sus enemigos, perdonen y serán perdonados” (Lc 6, 27-38). Si algún cristiano quiere saber cómo está en la realidad su relación con Dios, no tiene otra cosa que hacer que meditar y reflexionar acerca de cómo vive y cumple este mandato de Jesús: amar al enemigo y perdonar.
Ahora bien, “amar”, en sentido cristiano, no significa ni se reduce a la existencia de un sentimiento afectivo positivo, y mucho menos si es un enemigo, al que, por definición, no se le tiene afecto. “Amar”, en el sentido cristiano, según Santo Tomás, consiste en rezar por la persona en cuestión, desearle el bien, y estar dispuesto a hacerle el bien, si se presentara la ocasión.
Debido a que esto supera las posibilidades de la naturaleza humana, la única forma de poder cumplir este mandato de Jesús es recibiendo su gracia y uniéndose a Él en la Cruz.
Si el cristiano obra de esta manera, es señal de que en él hay humildad, virtud que junto con la caridad, asemejan más al alma a Jesucristo; por el contrario, si no es capaz de amar en este sentido, es decir, si guarda al menos un mínimo de rencor o de enojo en su corazón; si es incapaz de perdonar o de pedir perdón, si es el caso, es clara señal de que es un mal cristiano, que aborrece a Jesucristo, ya que alberga en su corazón enojo, rencor, orgullo y soberbia. Y un corazón así, en nada se parece al Corazón “manso y humilde” del Redentor; antes bien, es una fiel copia del pervertido corazón angélico del ángel caído, el Príncipe de las tinieblas, en quien no puede haber nunca más ni el más pequeño espacio para la más pequeña muestra de amor y de compasión.
No en vano Jesús nos advierte que, si tenemos algo contra nuestro prójimo, debemos arrancarlo del corazón, así como se arranca una mala hierba, para recién poder acercarnos al altar: “reconcíliate primero con tu hermano y luego acércate al altar” (cfr. Mt 5, 24). No se puede, de ninguna manera, recibir al Dios del Amor infinito, Jesús en la Eucaristía, con rencor en el corazón; eso sería literalmente, “arrojar perlas a los cerdos” (Mt 7, 6).


martes, 11 de septiembre de 2012

Bienaventurados los que cargan la Cruz; desdichados los que se abandonan a los placeres del mundo




“Felices los pobres, los que tienen hambre, los que lloran, los que son odiados a causa del Hijo del hombre (…) ¡Ay de los ricos, de los satisfechos, de los que ríen, de los que son elogiados por el mundo…!” (Lc 6, 20-26). Las Bienaventuranzas de Jesús –y los “ayes”- de Jesús, parecen una paradoja, o al menos algo contradictorio con lo que el ser humano considera como “felicidad”: visto con ojos humanos, no se entiende de qué manera puede ser feliz alguien que padece la pobreza, el hambre, o que está triste y llora, o quien es perseguido y odiado.
Del mismo modo, tampoco se comprende porqué merece un lamento –los “ayes” de Jesús- aquel que, a los ojos del mundo, lo tiene todo: riqueza y satisfacción, risa y elogio. No se entiende de qué manera lo que se considera “felicidad” en el mundo, pueda ser causa de lamento eterno.
Y verdaderamente, las Bienaventuranzas son incomprensibles, en su paradoja, pero son incomprensibles cuando se las mira desde el lado humano y mundano; por el contrario, adquieren todo su verdadero sentido, sobrenatural, cuando se las mira con los ojos de Dios, es decir, desde la Cruz, ya que es en la Cruz en donde Cristo Dios “hace nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5), y así convierte en la Cruz, por su poder, lo que el mundo llama “desgracia” –pobreza, hambre, llanto, persecución y marginación- en bienaventuranza, y al mismo tiempo, lo que el mundo llama “felicidad”, en causa de lamento eterno, si no se corrige a tiempo.
“Felices los pobres, los que tienen hambre, los que lloran, los que son odiados a causa del Hijo del hombre (…) ¡Ay de los ricos, de los satisfechos, de los que ríen, de los que son elogiados por el mundo…!”. Las Bienaventuranzas y los “ayes” podrían resumirse así: “¡Bienaventurados, felices, los que cargan la Cruz todos los días, y siguen al Cordero camino del Calvario; desgraciados, desdichados, infelices, los que rechazan la Cruz y se abandonan a los placeres del mundo!”.

lunes, 10 de septiembre de 2012

“Jesús pasó toda la noche en oración con Dios”



“Jesús pasó toda la noche en oración con Dios” (Lc 6, 12-19). Si bien Jesús es Dios Hijo en Persona, y en cuanto tal no necesita de la oración, sí lo necesita en cuanto hombre, ya que es Hombre-Dios.
El evangelista destaca que Jesús “pasa toda la noche” en oración, lo cual es en sí mismo un indicativo de cuán necesaria es la oración: si el descanso nocturno es, más que necesario, vital para la supervivencia –nadie puede sobrevivir sin reponer fuerzas-, la oración es todavía mucho más importante y esencial para la sobrevida, no solo de la vida física, sino de la vida espiritual.
En otras palabras, lo que Jesús nos hace ver con su ejemplo de pasar toda la noche orando, es que si bien el descanso es necesario para vivir, lo es mucho más la oración. Y lo que se dice del descanso en relación a la oración, se dice también de las otras funciones vitales del hombre, como la alimentación, la hidratación, la respiración, y la comunión de vida y amor con el prójimo.
La razón por la cual la oración es más importante que cualquier otra función vital, es que mientras estas funciones vitales del hombre lo mantienen y lo conservan en la vida natural, puramente humana, que no se prolonga más allá del tiempo y que no sobrepasa los límites de la naturaleza humana, la oración, por el contrario, concede al hombre una vida nueva, sobrenatural, que sobrepasa absolutamente su capacidad. La oración alimenta y nutre al hombre con la Palabra de Dios, le da de beber de la fuente del Amor divino, le hace respirar la suave brisa del Espíritu Santo, lo hace entrar en comunión de vida y amor con las Tres Divinas Personas.
“Jesús pasó toda la noche en oración con Dios”. Si los cristianos comprendieran y apreciaran los tesoros inimaginables que se encuentran en la oración, pasarían más tiempo en oración y menos en el mundo y en la televisión.

domingo, 9 de septiembre de 2012

“Los fariseos observaban a Jesús para ver si curaba en sábado, porque querían encontrar algo de qué acusarlo”




“Los fariseos observaban a Jesús para ver si curaba en sábado, porque querían encontrar algo de qué acusarlo” (cfr. Lc 6, 6-11). Además del milagro de la curación de la mano paralizada de un hombre enfermo, realizado por Jesús, en el Evangelio quedan de manifiesto la malicia, la hipocresía, la falsedad, y la contumacia de quienes se llaman a sí mismos “religiosos practicantes”, es decir, los fariseos.
Según el Evangelio, los fariseos, que están dentro de la sinagoga al momento de entrar Jesús, se ponen a “observarlo atentamente” en sus movimientos, pero no para maravillarse por su milagro, ni para agradecerle por su gran compasión para con un hombre enfermo, sino para “encontrar algo de qué acusarlo”. Que no les interesara en lo más mínimo la compasión y la misericordia que demuestra Jesús, se pone de manifiesto cuando, luego de curar la mano del hombre, en vez de alegrarse, “se enfurecen”, dedicándose a tramar algo para poder atraparlo.
El episodio pone al descubierto el error farisaico: se ocupan de lo exterior de la religión –ocupan puestos, hacen cosas para el templo, están en el templo todo el día-, pero se olvidan, como les dice Jesús, de lo “esencial de la religión”: la compasión, la caridad, la misericordia.
El problema de los fariseos no es el hecho de que sean religiosos, sino que, mientras aparentan ser religiosos, pues no sólo están todo el día en el templo, sino que dedican su vida a la religión, niegan con sus hechos aquello que dicen profesar en sus corazones. Si hubieran sido verdaderamente religiosos, se habrían alegrado del bien de su hermano, el hombre de la mano paralizada, porque recibió un milagro asombroso de parte de Jesús y sobre todo porque recibió su misericordia. Pero como eran religiosos falsos, hipócritas y mentirosos, no sólo no se alegran, sino que “se enfurecen” contra Jesús.
La ley mosaica prescribía el amor a Dios y al prójimo, pero los fariseos, con su cumplimiento meramente extrínseco de la religión, ni aman a Dios ni aman al prójimo, toda vez que se consideran superiores al prójimo, despreciándolo y atribuyéndole maldad, creyéndose ser al mismo tiempo “puros” y “santos” por el solo hecho de pertenecer a una sociedad religiosa, y por el solo hecho de estar en el templo y de ocupar lugares de responsabilidad.
El cristiano debe estar muy atento para no enfermar su alma con este cáncer espiritual que es el fariseísmo, ya que es fariseo de hecho, a los ojos de Dios, toda vez que, asistiendo a Misa regularmente, comulgando diariamente, prestando servicios en la Iglesia en alguna institución, e incluso siendo consagrado, en vez de luchar contra su soberbia para reflejar al prójimo el amor misericordioso de Jesús, usa la religión como máscara que oculta su propio corazón, soberbio, duro, hueco, incapaz de perdonar y de pedir perdón, vacío de humildad, de amor cristiano y de compasión.

viernes, 7 de septiembre de 2012

“Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos”



(Domingo XXIII – TO – Ciclo B – 2012)
         “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7, 31-37). En la curación del sordomudo, hay algo más que la mera curación de una enfermedad que afecta la capacidad de oír y de hablar: el gesto de Jesús es un anticipo del sacramento del Bautismo, en el cual se signan los oídos y los labios del bautizando con la señal de la Cruz, pidiendo que se abran al Evangelio. Y si se pide esto, es porque el hombre, a causa del pecado original, nace espiritualmente sordo y mudo a la Palabra de Dios, -y también ciego-, lo cual sólo puede ser curado por una intervención sobrenatural, proporcionada por la gracia divina. En el rito del bautismo, el pedido de sanación y apertura de los ojos espirituales, está significado con el don del bautismo, ya que por el mismo, se otorga la fe, la cual es una capacidad de ver espiritual y sobrenaturalmente, que se dona gratuitamente al alma.
         Por este motivo, la curación del sordomudo es también un anticipo y una prefiguración de la curación que obra en el alma la gracia santificante, que permite escuchar la Palabra de Dios con los sentidos abiertos y elevados por la vida divina; permite hablar la Palabra de Dios con un nuevo espíritu, el Espíritu Santo, y permite ver las realidades sobrenaturales, con la luz de la fe.
         Mientras no se reciba el bautismo, no se abrirán los sentidos espirituales a la vida de la gracia, y el alma no podrá ver la luz de la gracia ni el rostro de Cristo, no podrá escuchar a Cristo, que es Palabra de Dios, y no podrá ser causa de la verdadera alegría para los demás, anunciándoles el Evangelio, ya que no tendrá la capacidad para hacerlo.
         Mientras el alma no reciba la gracia sacramental del bautismo, por medio de la cual se abren los sentidos espirituales a Cristo, Luz del mundo, el alma vivirá como ciega, en la oscuridad total, ya que es imposible para el hombre percibir el misterio de Cristo Dios con las propias fuerzas; además, vivirá como sorda, ya que no tendrá la capacidad que otorga la gracia santificante, de poder oír la Voz del Padre, la Palabra de Dios encarnada, Cristo Jesús; mientras no se bautice, vivirá como un sordo espiritual, ya que no podrá proclamar a Cristo, porque como dice la Escritura, “Nadie puede pronunciar siquiera el nombre de Cristo, si no lo asiste el Espíritu Santo”.
         En síntesis, quien no recibe el sacramento del bautismo, permanece ciego, sordo y mudo frente al misterio de Jesús. De esto se sigue el enorme daño que se le hace a un niño cuando se dice: “No lo voy a bautizar ahora; que él decida cuando sea grande”, ya que con esa decisión arbitraria, se priva al niño del don de la fe y de la gracia santificante, que además de sustraerlo al influjo del demonio, el Príncipe de este mundo, le concede la sanación espiritual a través de la cual puede ver a Cristo con la luz de la fe, puede oír su Palabra en la Escritura y en el Magisterio de la Iglesia, y puede dar testimonio de Él, ganándose de esta manera un lugar en el Cielo.
         Quienes no quieren bautizar a sus hijos, y lo dejan para cuando “sean grandes”, no son conscientes del enorme daño y de la gran injusticia que cometen contra estos niños.
         Llegados a este punto, muchos podrían decir: “Yo fui bautizado a los pocos días de nacer, y sin embargo, no tengo fe, o tengo muy poca fe, y en cambio tengo muchas dudas, y por eso no sé qué responder a las sectas cuando golpean a mi casa”, o también: “Cuando alguien me habla de otras religiones, a mí me da igual, porque todas son lo mismo”.
         Es cierto que el bautismo sacramental concede la sanación de la ceguera, la sordera y la mudez espirituales, y capacita al alma para conocer a Cristo, oírlo, amarlo y proclamarlo, dando testimonio de Él. Pero también es cierto que el don recibido en el bautismo es como una semilla y, como toda semilla, necesita ser regada, necesita ser abonada, necesita que se remueva la tierra, que se arranquen las malezas, que se ponga un tutor, de manera que el árbol de la fe, que va creciendo de a poco en el alma, pueda dar frutos exquisitos.
         Si esto no sucede, si el cristiano abandona su Iglesia porque no tiene fe, o porque las dudas son mayores a la fe, es porque faltó regar la semilla de la fe con el agua de la gracia santificante, que se obtiene de la fuente cristalina de los sacramentos; faltó arrancar la mala hierba de la soberbia, de la pereza espiritual, de la vanidad y del orgullo; cuando no hay fe, es porque faltó ponerle a la semilla de la fe recibida en el bautismo, un reparo al sol ardiente del mediodía, las pasiones sin control; faltó el abono de la frecuente lectura espiritual y de la Sagrada Escritura; cuando la fe tambalea, y dudo si Jesús está o no en la Eucaristía, o cuando me da lo mismo Sai Baba, Sri Shankar, Claudio Domínguez, y cuanto charlatán aparezca, es porque faltó el tutor, la guía que se pone a los árboles para que no crezcan torcidos, un director o guía espiritual, un sacerdote de la Iglesia Católica; cuando la falta de fe lleva a recoger frutos amargos de soberbia, agrios de avaricia, de lascivia, de pereza, es porque la semilla de la fe, que fue plantada en el bautismo, fue descuidada, y terminó por secarse.
         “Cuando Jesús lo sanó, se le abrieron los oídos, se le soltó la lengua, y comenzó a hablar normalmente (…) En el colmo de la admiración, todos decían: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos””. En el bautismo sacramental, Jesús ha obrado con nosotros un milagro infinitamente más grande que la mera curación de una sordera y una mudez: nos ha abierto los ojos, los oídos y los labios del alma, capacitándonos para verlo, escucharlo y proclamarlo, más que con palabras, con obras de misericordia. Hemos recibido el don del Bautismo para escuchar la Palabra de Dios, en la Sagrada Escritura y en el Magisterio de la Iglesia; para contemplar a Cristo en la Eucaristía; para proclamarlo con obras de misericordia, y es por esto que nuestros prójimos están esperando nuestro testimonio de amor misericordioso y operante.
          Jesús nos ha abierto los ojos, los oídos y los labios del alma; depende de nosotros que abramos nuestro corazón a su gracia y a su Amor.
        

jueves, 6 de septiembre de 2012

“Navega mar adentro”



“Navega mar adentro” (cfr. Lc 5, 1-11). A pesar de que Pedro acaba de decirle que han pasado toda la noche sin poder pescar nada, Jesús le ordena a Pedro que entre nuevamente en el mar y que arroje las redes. Pedro obedece, y las redes se llenan tanto de peces, que corren incluso el riesgo de naufragar.
Antes de la intervención de Jesús, Pedro y los discípulos pasan toda la noche sin poder pescar; luego de la intervención de Jesús, en pocos minutos, a plena luz del día, luego de haber fracasado, obtienen tantos peces, que las barcas casi se hunden.
El episodio nos demuestra cuán cierto es lo que Jesús nos dice, que sin Él nada podemos hacer: “Sin Mí, nada podéis hacer”. Es muy importante tener presente esto, tanto más, cuanto que en la escena del Evangelio estamos representados todos los hombres: la barca de Pedro es la Iglesia, Pedro es el Papa, el mar es el mundo, los peces son los hombres, la red es Jesucristo, los peces en la red son los que se salvan por la Iglesia; la primera pesca, infructuosa, durante la noche, significa el esfuerzo humano sin la gracia divina que nos viene por Jesucristo, ya que sin el auxilio de Cristo, todo es difícil para el hombre; la segunda pesca, milagrosa, a  la luz del día, significa el esfuerzo humano, que es elevado infinitamente por la acción de la gracia santificante: con la ayuda de Dios, todo se hace inimaginablemente más fácil.
La pesca milagrosa nos demuestra entonces que cuando el hombre se empecina en apartarse de Dios y en obrar sin Él, se queda siempre con las manos vacías; en cambio, cuando obedece a su Palabra y cumple sus mandamientos, como Pedro, que obedece a Jesucristo y cumple su Voluntad, obtiene no solo más de lo que espera, sino que recibe incluso aquello que no espera (en el caso de la pesca milagrosa, ni Pedro ni los demás pescadores podían siquiera imaginar que iban a poder pescar, y mucho menos que iban a poder sacar tanta cantidad de peces).
“Sin Mí nada podéis hacer”. Recordemos siempre las palabras de Jesús, y también el ejemplo de Pedro, que obedece a Jesús y cumple sus mandatos, y busquemos de obrar de la misma manera en nuestra vida; de esa manera, recibiremos algo que ni siquiera podemos imaginar: la vida eterna.

Jesús increpaba a los demonios y no los dejaba hablar



“Jesús increpaba a los demonios y no los dejaba hablar” (Lc 4, 38-44). En este episodio del Evangelio, Jesús cura a diversos enfermos, entre ellos a la suegra de Pedro, y expulsa a demonios, muchos de los cuales salen de los mismos enfermos.
Una primera observación que se desprende del relato evangélico es la distinción entre enfermos y enfermos-poseídos: hay enfermos que son curados de su enfermedad, mientras que otros, además, reciben la liberación espiritual, al ser liberados de la posesión demoníaca: “De muchos (enfermos) salían demonios”.
No es casualidad que el evangelista que hace esta distinción entre enfermos y enfermos-poseídos sea Lucas: él es médico, y conoce muy bien la diferencia que hay entre una simple enfermedad y una enfermedad asociada a una posesión demoníaca.
En el episodio del Evangelio queda claro, por lo tanto, que no solo hay una verdadera distinción entre enfermedad –corporal, mental-, posesión diabólica y enfermedad más posesión diabólica, sino que el demonio existe y busca dañar al hombre.
El demonio es un ser real, una entidad maligna, un ser angélico, una persona angélica, que por libre elección decidió rechazar el servicio y la adoración de Dios Trino, para lo que había sido creado, para perversamente adorarse a sí mismo. Con esta decisión, el demonio, y todos los ángeles apóstatas que lo siguieron, que libremente se convirtieron de ángeles de luz, en ángeles de oscuridad, perdieron para siempre la capacidad de amar, con lo cual se hicieron indignos de estar en los cielos, delante de un Dios que es Amor infinito.
Por lo tanto, el demonio sólo tiene capacidad para odiar, con un odio que supera todo lo que el hombre pueda imaginar, y debido a que no puede nada contra Dios, descarga todo su odio y toda su perversa inteligencia, contra el hombre, que es la imagen viviente de Dios.
Es así como el demonio busca la perdición eterna del hombre, engañándolo, y atrayéndolo hacia los placeres terrenos; persigue la exaltación de los sentidos, que el hombre se aturda con la televisión e internet, con la música estridente e indecente; con los espectáculos deportivos, con el cine, con la moda, con cualquier cosa, con tal de que el hombre se olvide de Dios y de que tiene un alma para salvar. Y en nuestros días, lo está consiguiendo con un éxito rotundo, vista la ausencia masiva de fieles católicos a la Iglesia, sobre todo a la Santa Misa dominical, y vista también la ausencia de presencia católica verdadera y eficaz en los medios de comunicación, en la cultura, en el deporte, en el cine, o en cualquier actividad humana.
Lamentablemente, muchos dentro de la Iglesia, niegan la existencia del demonio, y combaten e increpan a aquellos que denuncian su existencia, su presencia y su obrar, con lo cual, lo único que consiguen, es que la espesa y oscura humareda infernal que ha entrado en la Iglesia, como lo decía el Papa Pablo VI, sea cada vez más y más densa y oscura.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

"Todos estaban admirados de su doctrina (….) Todos se enfurecieron y quisieron matarlo"



“Todos estaban admirados de su doctrina (….) Todos se enfurecieron y quisieron matarlo” (Lc 4, 16-30). Lo que sorprende en este Evangelio es el sorpresivo y radical cambio de actitud de los que asisten a la Sinagoga: primero están fascinados con la prédica de Jesús, y luego quieren asesinarlo.
¿A qué se debe? Mientras Jesús predica, pero no toca el tema de la santidad de vida, necesaria para obtener el favor divino, todos están fascinados, pero apenas Jesús les hace ver a los fariseos que el favor de Dios no depende de la raza ni tampoco de la religión -ya que los favorecidos son un pagano, Naamán el sirio, que es curado él de la lepra y no los hebreos, y la viuda de Sarepta, una mujer pagana que es bendecida con la visita del profeta Elías- se “enfurecen”, según el evangelista, y desean asesinar a Jesús, tratando de despeñarlo.
El paso de un estado de ánimo a otro se da cuando se percatan de que ellos no serán favorecidos por el solo hecho de pertenecer al Pueblo Elegido, ya que estaban convencidos de que Dios los bendeciría sólo por ser fariseos y miembros del Pueblo Elegido, sin importar el trato que dieran a su prójimo.
         Pero precisamente, lo que Jesús les dice, es que no basta la sola condición de miembros del Pueblo Elegido para recibir la bendición divina: si no hay amor al prójimo, de nada vale la pertenencia extrínseca a una sociedad religiosa.
Lo que Jesús les quiere hacer ver es que Dios no los bendice por la dureza de sus corazones, porque mientras dicen alabar a Dios con sus labios, desmienten en la práctica esa alabanza, al condenar a su prójimo con su lengua.
         Esto también es válido para los cristianos: no por estar bautizados, asistir a Misa, y comulgar con frecuencia, se recibe el don de Dios, ya que si se hace esto, pero se endurece el corazón hacia el prójimo, hablando mal de él, tratándolo mal, con aspereza, de malas maneras, o despreciándolo, Dios no da su bendición, porque no puede darla a quien endurece su corazón contra su prójimo.
         Es por esto que el Apóstol Santiago dice: “Quien no refrena su lengua, nada vale su religión” (Sant 1, 26).
         Si el cristiano no deja de murmurar contra su prójimo, si no deja de hablar contra él y de tener rencor y enojo en su corazón, de nada vale su religión, aún cuando asista a Misa todos los días.