miércoles, 12 de septiembre de 2012

“Amen a sus enemigos, perdonen y serán perdonados”



“Amen a sus enemigos, perdonen y serán perdonados” (Lc 6, 27-38). Si algún cristiano quiere saber cómo está en la realidad su relación con Dios, no tiene otra cosa que hacer que meditar y reflexionar acerca de cómo vive y cumple este mandato de Jesús: amar al enemigo y perdonar.
Ahora bien, “amar”, en sentido cristiano, no significa ni se reduce a la existencia de un sentimiento afectivo positivo, y mucho menos si es un enemigo, al que, por definición, no se le tiene afecto. “Amar”, en el sentido cristiano, según Santo Tomás, consiste en rezar por la persona en cuestión, desearle el bien, y estar dispuesto a hacerle el bien, si se presentara la ocasión.
Debido a que esto supera las posibilidades de la naturaleza humana, la única forma de poder cumplir este mandato de Jesús es recibiendo su gracia y uniéndose a Él en la Cruz.
Si el cristiano obra de esta manera, es señal de que en él hay humildad, virtud que junto con la caridad, asemejan más al alma a Jesucristo; por el contrario, si no es capaz de amar en este sentido, es decir, si guarda al menos un mínimo de rencor o de enojo en su corazón; si es incapaz de perdonar o de pedir perdón, si es el caso, es clara señal de que es un mal cristiano, que aborrece a Jesucristo, ya que alberga en su corazón enojo, rencor, orgullo y soberbia. Y un corazón así, en nada se parece al Corazón “manso y humilde” del Redentor; antes bien, es una fiel copia del pervertido corazón angélico del ángel caído, el Príncipe de las tinieblas, en quien no puede haber nunca más ni el más pequeño espacio para la más pequeña muestra de amor y de compasión.
No en vano Jesús nos advierte que, si tenemos algo contra nuestro prójimo, debemos arrancarlo del corazón, así como se arranca una mala hierba, para recién poder acercarnos al altar: “reconcíliate primero con tu hermano y luego acércate al altar” (cfr. Mt 5, 24). No se puede, de ninguna manera, recibir al Dios del Amor infinito, Jesús en la Eucaristía, con rencor en el corazón; eso sería literalmente, “arrojar perlas a los cerdos” (Mt 7, 6).


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