viernes, 7 de septiembre de 2012

“Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos”



(Domingo XXIII – TO – Ciclo B – 2012)
         “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7, 31-37). En la curación del sordomudo, hay algo más que la mera curación de una enfermedad que afecta la capacidad de oír y de hablar: el gesto de Jesús es un anticipo del sacramento del Bautismo, en el cual se signan los oídos y los labios del bautizando con la señal de la Cruz, pidiendo que se abran al Evangelio. Y si se pide esto, es porque el hombre, a causa del pecado original, nace espiritualmente sordo y mudo a la Palabra de Dios, -y también ciego-, lo cual sólo puede ser curado por una intervención sobrenatural, proporcionada por la gracia divina. En el rito del bautismo, el pedido de sanación y apertura de los ojos espirituales, está significado con el don del bautismo, ya que por el mismo, se otorga la fe, la cual es una capacidad de ver espiritual y sobrenaturalmente, que se dona gratuitamente al alma.
         Por este motivo, la curación del sordomudo es también un anticipo y una prefiguración de la curación que obra en el alma la gracia santificante, que permite escuchar la Palabra de Dios con los sentidos abiertos y elevados por la vida divina; permite hablar la Palabra de Dios con un nuevo espíritu, el Espíritu Santo, y permite ver las realidades sobrenaturales, con la luz de la fe.
         Mientras no se reciba el bautismo, no se abrirán los sentidos espirituales a la vida de la gracia, y el alma no podrá ver la luz de la gracia ni el rostro de Cristo, no podrá escuchar a Cristo, que es Palabra de Dios, y no podrá ser causa de la verdadera alegría para los demás, anunciándoles el Evangelio, ya que no tendrá la capacidad para hacerlo.
         Mientras el alma no reciba la gracia sacramental del bautismo, por medio de la cual se abren los sentidos espirituales a Cristo, Luz del mundo, el alma vivirá como ciega, en la oscuridad total, ya que es imposible para el hombre percibir el misterio de Cristo Dios con las propias fuerzas; además, vivirá como sorda, ya que no tendrá la capacidad que otorga la gracia santificante, de poder oír la Voz del Padre, la Palabra de Dios encarnada, Cristo Jesús; mientras no se bautice, vivirá como un sordo espiritual, ya que no podrá proclamar a Cristo, porque como dice la Escritura, “Nadie puede pronunciar siquiera el nombre de Cristo, si no lo asiste el Espíritu Santo”.
         En síntesis, quien no recibe el sacramento del bautismo, permanece ciego, sordo y mudo frente al misterio de Jesús. De esto se sigue el enorme daño que se le hace a un niño cuando se dice: “No lo voy a bautizar ahora; que él decida cuando sea grande”, ya que con esa decisión arbitraria, se priva al niño del don de la fe y de la gracia santificante, que además de sustraerlo al influjo del demonio, el Príncipe de este mundo, le concede la sanación espiritual a través de la cual puede ver a Cristo con la luz de la fe, puede oír su Palabra en la Escritura y en el Magisterio de la Iglesia, y puede dar testimonio de Él, ganándose de esta manera un lugar en el Cielo.
         Quienes no quieren bautizar a sus hijos, y lo dejan para cuando “sean grandes”, no son conscientes del enorme daño y de la gran injusticia que cometen contra estos niños.
         Llegados a este punto, muchos podrían decir: “Yo fui bautizado a los pocos días de nacer, y sin embargo, no tengo fe, o tengo muy poca fe, y en cambio tengo muchas dudas, y por eso no sé qué responder a las sectas cuando golpean a mi casa”, o también: “Cuando alguien me habla de otras religiones, a mí me da igual, porque todas son lo mismo”.
         Es cierto que el bautismo sacramental concede la sanación de la ceguera, la sordera y la mudez espirituales, y capacita al alma para conocer a Cristo, oírlo, amarlo y proclamarlo, dando testimonio de Él. Pero también es cierto que el don recibido en el bautismo es como una semilla y, como toda semilla, necesita ser regada, necesita ser abonada, necesita que se remueva la tierra, que se arranquen las malezas, que se ponga un tutor, de manera que el árbol de la fe, que va creciendo de a poco en el alma, pueda dar frutos exquisitos.
         Si esto no sucede, si el cristiano abandona su Iglesia porque no tiene fe, o porque las dudas son mayores a la fe, es porque faltó regar la semilla de la fe con el agua de la gracia santificante, que se obtiene de la fuente cristalina de los sacramentos; faltó arrancar la mala hierba de la soberbia, de la pereza espiritual, de la vanidad y del orgullo; cuando no hay fe, es porque faltó ponerle a la semilla de la fe recibida en el bautismo, un reparo al sol ardiente del mediodía, las pasiones sin control; faltó el abono de la frecuente lectura espiritual y de la Sagrada Escritura; cuando la fe tambalea, y dudo si Jesús está o no en la Eucaristía, o cuando me da lo mismo Sai Baba, Sri Shankar, Claudio Domínguez, y cuanto charlatán aparezca, es porque faltó el tutor, la guía que se pone a los árboles para que no crezcan torcidos, un director o guía espiritual, un sacerdote de la Iglesia Católica; cuando la falta de fe lleva a recoger frutos amargos de soberbia, agrios de avaricia, de lascivia, de pereza, es porque la semilla de la fe, que fue plantada en el bautismo, fue descuidada, y terminó por secarse.
         “Cuando Jesús lo sanó, se le abrieron los oídos, se le soltó la lengua, y comenzó a hablar normalmente (…) En el colmo de la admiración, todos decían: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos””. En el bautismo sacramental, Jesús ha obrado con nosotros un milagro infinitamente más grande que la mera curación de una sordera y una mudez: nos ha abierto los ojos, los oídos y los labios del alma, capacitándonos para verlo, escucharlo y proclamarlo, más que con palabras, con obras de misericordia. Hemos recibido el don del Bautismo para escuchar la Palabra de Dios, en la Sagrada Escritura y en el Magisterio de la Iglesia; para contemplar a Cristo en la Eucaristía; para proclamarlo con obras de misericordia, y es por esto que nuestros prójimos están esperando nuestro testimonio de amor misericordioso y operante.
          Jesús nos ha abierto los ojos, los oídos y los labios del alma; depende de nosotros que abramos nuestro corazón a su gracia y a su Amor.
        

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