martes, 30 de octubre de 2012

“Apártense de Mí los que obran el mal”



“Apártense de Mí los que obran el mal” (Lc 13, 22-30)). Llamativamente, las terribles palabras que dirigirá Jesús, Juez Eterno, a los que se condenen, en el Juicio Final, tendrán por destinatarios –al menos, según se desprende del relato evangélico- a quienes en esta vida terrena fueron religiosos, entiéndase por “religiosos” tanto a los consagrados como a los laicos, es decir, los bautizados en la Iglesia Católica.
Esto se desprende de los argumentos que esgrimirán los que, finalmente, no podrán pasar el examen del Justo Juez, quien terminará por rechazarlos definitivamente: “Apártense de Mí los que obran el mal”.
Los que reciban esta inapelable sentencia, le dirán: “Hemos comido y bebido contigo, y tú predicaste en nuestras plazas”, y este “comer y beber” con Jesús, no es otra cosa que la Santa Misa, y el hecho de “predicar” el Señor en sus “plazas”, significa que los condenados tenían a su disposición todos los medios necesarios para conocer y practicar los mandatos evangélicos.
Otro dato que indica que los condenados serán personas que en vida tuvieron fe, pero no caridad, porque sino se habrían salvado, es el hecho de llamarlo “Señor”, lo cual indica conocimiento de Jesucristo: “Señor, ábrenos”, a lo que el Señor responderá: “No sé de dónde son ustedes. ¡Apártense de Mí los que obran el mal!”.
La parábola nos hace ver que no basta el mero conocimiento de las verdades de fe, y tampoco basta el llamarse “católicos”, “bautizados”, “cristianos”, para alcanzar la salvación; no basta llamar “Señor” a Jesús; ni siquiera basta el ser consagrado, el haber recibido el orden sagrado: si no hay amor sobrenatural –caridad- a Dios y al prójimo, de nada vale el bautismo, ni la consagración religiosa, ni el orden sacerdotal. Si “Dios es Amor” (1 Jn 4, 16), como dice San Juan, como lo semejante conoce a lo semejante, el hecho de decir Jesús que “no conoce” a alguien, es porque no encuentra, en ese tal, el amor que lo haga semejante a Él. Si Dios no conoce a alguien, es porque ese alguien no se acercó nunca a un prójimo necesitado, en donde estaba Él oculto, misteriosamente, y como nunca se acercó a ayudar, no lo conoce.
“Apártense de Mí los que obran el mal; apártense de Mí, los que no aman ni a Dios ni al prójimo; vayan para siempre, malditos, al lugar donde podrán hacer lo que sus perversos corazones desean, y es odiar para siempre, el infierno”, les dirá Jesús a los que se condenen.
Por el contrario, a los que se salven, les dirá: “Venid a Mí, benditos de Mi Padre, ustedes que aman a Dios y al prójimo; vengan conmigo para siempre, benditos, al Reino de los cielos, donde podrán continuar amando, con el Amor Santo, el Espíritu de Dios, por toda la eternidad”.

lunes, 29 de octubre de 2012

“El Reino es como la levadura que fermenta la masa”



“El Reino es como la levadura que fermenta la masa” (Lc 13, 18-21). Con la apacible figura de un ama de casa que amasa el pan, Jesús nos grafica, con admirable pedagogía divina, la existencia de la gracia y su acción sobre el alma del hombre.
 En el ejemplo, la levadura es la gracia santificante, mientras que la masa es la humanidad: así como la levadura, siendo pequeña en relación a la masa, hace que esta aumente varias decenas de veces su tamaño original, conviertiéndola en la materia apta para el pan, así también, la gracia santificante, actuando sobre el hombre, hace que este se convierta de la pequeñez de su condición humana, en hijo de Dios, lo cual supone un salto cualitativo imposible de cuantificar, ya que se vuelve partícipe de la naturaleza divina.
Y de la misma manera, a como la levadura, actuando en la masa, la vuelve apta para que, por acción del fuego, se convierta en pan, y así la mujer lo lleve a la mesa para ser comido, así la gracia santificante, actuando sobre la naturaleza humana, la vuelve apta para ser trigo de Dios que, consumido por el Fuego del Espíritu Santo, y cocido en ese el horno ardiente de caridad que es el Sagrado Corazón de Jesús, sea ofrecido por María Santísima en holocausto, ante el altar de Dios, como hostia santa. 

domingo, 28 de octubre de 2012

“Mujer, estás curada de tu enfermedad”



“Mujer, estás curada de tu enfermedad” (Lc 13, 10-17). El Evangelista Lucas describe en la mujer dos estados: la enfermedad y la posesión, siendo la enfermedad causada por la posesión.
La negación del demonio y su rechazo, constituyen una grave falta contra la fe, puesto que si el demonio no existe, y por lo tanto no hay posesión, Jesús se habría engañado a sí mismo, creyendo que expulsaba demonios cuando en realidad no existían, o habría engañado a los demás, aprovechándose de su credulidad, para ganar prestigio entre el pueblo. Por otra parte, si Jesús hubiera hecho esto, no podría de ninguna manera ser Dios Hijo encarnado, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, engendrada eternamente en el seno de Dios Padre y concebida en el seno virgen de María Santísima, por obra del Espíritu Santo.
Como se ve, la negación del demonio tiene por  finalidad atacar, debilitar y suprimir el dogma de fe acerca de Jesús de Nazareth, Hombre-Dios: si el demonio no existe, entonces todo lo que Jesús hizo y dijo respecto del ángel caído, es falso, y si todo es falso, entonces Jesús no es Dios, puesto que Dios, por esencia y por definición, no puede mentir.
El episodio del Evangelio, en el que Jesús cura a la mujer porque antes expulsa al demonio, aunque no esté relatado –también podría haber sucedido que primero la hubiera curado y luego fuera expulsado el demonio que la poseía-, confirma la fe de la Iglesia acerca de la constitución íntima de Jesús de Nazareth: Él es Dios Hijo encarnado.
Pero también confirma otra verdad, la de que el hombre estará, hasta el fin de los tiempos, y auxiliado por Jesús y María, en lucha contra las “potestades malignas de los cielos” (cfr. Ef 6, 12). Esto se hace patente cuando el espíritu maligno que poseía a la mujer, al ser expulsado de su cuerpo, posee los corazones y las mentes de los fariseos, los religiosos del tiempo de Jesús, que increpan a Jesús por curar a la mujer en sábado.
Para detectar a un endemoniado, o al menos a alguien bajo el influjo directo del ángel caído, no hace falta ver las consecuencias físicas que el demonio provoca en los cuerpos que posee, ni tampoco hace falta ver al demonio poseyéndolo: sólo es necesario comprobar la dureza de corazón del falso religioso, el fariseo, cuya dureza de corazón está producida por este ser tenebroso.

viernes, 26 de octubre de 2012

“Señor, que vea”



(Domingo XXX – TO – Ciclo B – 2012)
         “Señor, que vea” (cfr. Mc 10, 46-52). Un mendigo ciego, llamado Bartimeo –hijo de Timeo-, pide a Jesús el milagro de recuperar la vista; Jesús, en vistas de su profunda fe, se lo concede. La indigencia y la ceguera de Bartimeo son un símbolo de la humanidad luego del pecado original: al ser privada de la gracia santificante, la humanidad es despojada de todos sus bienes, y uno de sus bienes más preciados era el hecho de ver a Dios, amarlo, y poseer su amistad. Así como el indigente no tiene nada, así el hombre, luego del pecado original, es desposeído de la amistad de Dios, y así como Bartimeo, además de indigente, es ciego, así el hombre luego del pecado original no puede ya ver a Dios.
         Pero Bartimeo es también figura del hombre que ha cometido un pecado mortal, porque también por el pecado mortal, el hombre se vuelve indigente, al perder la gracia santificante, y se vuelve ciego, porque no puede ver a Dios ni a sus mandamientos.
         Y del mismo modo a como en la ceguera física, se vive en una completa oscuridad, así también, en el caso del pecado mortal, el hombre vive en un estado de oscuridad espiritual completa, que le impide ver la Voluntad de Dios en su vida, expresada en los Diez Mandamientos.
         La ceguera espiritual no es indiferente, porque no solo priva de la luz que es la Voluntad de Dios, expresada en los mandamientos, sino que, al sumergir al hombre en la oscuridad espiritual, lo hace seguir por las oscuras sendas de los tiránicos mandatos del demonio. El hombre en pecado mortal repite la historia de Adán y Eva: así como ellos desobedecieron a Dios y a su mandato, pero obedecieron al demonio y a su mandato, así también el hombre en pecado mortal.
¿Cómo se expresa esta ceguera y este seguir los mandatos del demonio?
De muchas maneras, y depende de qué mandamiento se trate: si el mandamiento dice: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo”, el mandato del demonio dice: “Aborrece a Dios y a sus mandamientos, y haz lo que quieras, y en cuanto a tu prójimo, úsalo como si fuera una mercancía puesta para satisfacer tu egoísmo”; si el mandamiento de Dios dice: “Santificarás las fiestas”, lo cual implica, en primer lugar, la asistencia dominical a Misa para recibir el don del Amor del Padre, Jesús en la Eucaristía, que nos concede su vida eterna, el mandamiento del demonio dice: “No te preocupes por la Misa, es demasiado aburrida; ve y diviértete en cualquier espectáculo que te apetezca; falta a Misa sin motivo y mira la televisión, Internet, el cine; escucha música, descansa, pasea, haz tu vida sin preocuparte por la Misa; que no te importe cometer el pecado mortal de no asistir a la Misa del Domingo”; si el mandamiento de Dios dice: “No tomarás el nombre de Dios en vano”, el demonio dice: “Jura en falso, no temas al nombre de Dios, úsalo como quieras; usa su nombre para lograr tus objetivos; miente siempre, que algo queda, y para tapar tu mentira, hazlo en nombre de Dios”; si el mandamiento de Dios dice: “Honrarás padre y madre”, el demonio dice: “Contesta a tus padres como te parezca; fáltales el respeto; no tengas cuidado de ellos; si se enferman, que no te importe, haz tu vida; si se equivocan, no los perdones; si te necesitan, no los atiendes; ocúltales tus cosas, miénteles, levántales la voz y también la mano”; si el mandamiento de Dios dice: “No matarás”, el mandamiento del demonio dice: “Mata a tu hermano, asesínalo físicamente, ya desde el seno materno, apenas esté concebido, y di que lo haces en nombre de los derechos de la mujer; asesina a tu prójimo también moralmente, difamándolo o calumniándolo”; si el mandamiento de Dios dice: “No cometerás actos impuros”, porque “el cuerpo es templo del Espíritu Santo”, el mandamiento del demonio dice: “Profana tu cuerpo; comete impurezas, vive en la impureza, mira programas de televisión y de Internet que son impuros; habla y cuenta chistes de doble sentido; no seas mojigato, libérate, nada es pecado porque toda impureza imaginable forma parte del ser humano”; si el mandamiento de Dios dice: “No robarás”, porque a nadie se le debe quitar lo que le pertenece, el mandamiento del demonio dice: “Roba, hurta, aprópiate de lo que no es tuyo; quédate con todos los bienes que desees, sin que importe el medio que tengas que emplear para conseguirlos; quítate el escrúpulo de ser ladrón, no tengas vergüenza en robar, pero sí ten vergüenza para devolver lo robado; considera a todas las pertenencias ajenas como tuyas, y úsalas a tu placer”; si el mandamiento de Dios dice: “No levantarás falso testimonio ni mentirás”, porque el cristiano debe ser limpio de toda mancha de falsedad, el mandamiento del demonio dice: “Miente, di la verdad a medias, que siempre es una mentira completa; miente, miente siempre, en lo poco y en lo mucho, porque la mentira hace ciudadano de mi reino; miente, y no te avergüences, sólo ten la precaución de recordar tus mentiras, para no quedar enredado en tu propia trampa; miente, y que la mentira sea tu distintivo; miente a tus padres, a tus hermanos, a tus amigos, a todo el mundo; miente, y así te tendré para siempre junto a mí; calumnia, falsifica, di falsedades, y lograrás tu objetivo, porque es muy difícil luchar contra la calumnia”; si el mandamiento de Dios dice: “No consentirás pensamientos ni deseos impuros”, porque tu corazón es sagrario del Altísimo, tu cuerpo es templo del Espíritu Santo, y tu alma altar de la gracia santificante, y nada impuro debe profanar este santuario, el mandamiento del demonio dice: “Deléitate en los pensamientos impuros, lascivos, obscenos, lujuriosos; recurre al auxilio de la televisión y de los programas inmorales, en donde el cuerpo humano es exhibido impúdicamente, como mercancía sexual de consumo fácil; mira la pornografía, no es mala, nada es pecado, todo está permitido, y si alguien te recrimina, diles que no sean tan rigurosos, que nada malo haces y a nadie perjudicas; embriágate, drógate, trata a tu cuerpo como un establo, como una discoteca, como un lugar de trato impúdico, pero nunca trates a tu cuerpo como templo del Espíritu y sagrario de la Eucaristía”; si el mandamiento de Dios dice: “No codiciarás los bienes ajenos”, porque el cristiano debe vivir la pobreza de Cristo en la cruz, si quiere ser rico en los cielos, el mandamiento del demonio dice: “Te ordeno que no solo envidies, sino que te apoderes de los bienes ajenos, sin importar los medios que tengas que emplear: violencia, extorsión, coacción, robo, engaño, e incluso, si es necesario, el homicidio; roba, no te canses de robar, aprópiate y haz acopio de cuanto bien material esté a tu alcances, y no repares en medios para conseguirlos; codicia los bienes ajenos y hazte con ellos, especialmente si es dinero, porque así me estarás sirviendo a mí, el Príncipe de las tinieblas”.
Como vemos, no es inocua la ceguera espiritual, puesto que no solo priva del conocimiento y del amor de Dios, y por lo tanto de su Voluntad, que siempre es santa, sino que conduce esta ceguera a cumplir los mandamientos del demonio.
         Pero Dios no nos deja abandonados, porque si bien la ceguera espiritual, y la indigencia espiritual, son consecuencias del pecado original y del pecado mortal, también la curación de esa ceguera física por parte de Jesús a Bartimeo, tiene un significado y un simbolismo espiritual: la curación física figura y anticipa la curación espiritual, producida por la gracia santificante. Pero a diferencia de la curación física, la curación producida por la gracia concede al alma nuevas capacidades que no están presentes en la naturaleza, y es así como el hombre puede comenzar a ver más allá de los límites de su naturaleza, y se vuelve capaz de contemplar a Dios no solo en su unidad, sino en su Trinidad de Personas; puede ver a Jesús no como un hombre más de Palestina, sino como al Hombre-Dios; puede ver a la Virgen no simplemente como la Madre de Jesús, sino como la Madre de Dios; puede ver a la Misa no como una ceremonia religiosa, como tantas otras, sino como la renovación sacramental del sacrificio del Calvario; puede ver a la Eucaristía no como un pan consagrado en una ceremonia religiosa, sino como la Presencia real de Cristo, Hijo de Dios, en Persona.
         “Señor, que vea”. El mendigo ciego Bartimeo puede considerarse doblemente afortunado, pues no sólo recibió la curación de su ceguera corporal, sino que su fe en Jesús se vio todavía más fortalecida, ya que a la fe inicial, con la cual llama a Jesús –“¡Hijo de David, ten piedad de mí!”-, se le agrega un hecho que no estaba presente al inicio: al ser curado, en vez de regresar a su casa, sigue a Jesús: “En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino”. Con toda seguridad, hoy Bartimeo, no solo curada su ceguera, sino con su capacidad de contemplar el misterio de la Trinidad, otorgada por la gracia, contempla, feliz, a Cristo Dios por toda la eternidad.
Nosotros, que vivimos a XX siglos de distancia, no tenemos la dicha de ver a Jesús físicamente, como lo hizo Bartimeo al ser curado, pero no por eso podemos considerarnos menos afortunados, ya que todo cristiano tiene a su disposición a Cristo y a su gracia, que se brinda sin reservas, en los sacramentos de la Iglesia Católica, principalmente la Confesión sacramental y la Eucaristía.

jueves, 25 de octubre de 2012

“¡Hipócritas! Sabéis reconocer el tiempo climatológico pero no reconocéis el tiempo de Dios"



“¡Hipócritas! Sabéis reconocer el tiempo climatológico, pero no sabéis reconocer el tiempo de Dios” (cfr. Lc 12, 49-56). Jesús hace una dura recriminación, llamando nada menos que “hipócritas” a quienes saben reconocer el tiempo climatológico (en griego, “chronos") y puede predecir el cambio de estaciones y la presencia o ausencia de lluvias, pero no saben reconocer el tiempo de Dios, el tiempo de la salvación (en griego “kairós").
Jesús se queja y acusa de falsos –ese es el significado de “hipócrita”-, a quien es capaz de reconocer el tiempo cronológico o “chronos” –la medida del movimiento del ser-, pero no sabe –o más bien no quiere- reconocer el “tiempo de Dios”, o “kairós”, es decir, el tiempo histórico-salvífico en el que Dios interviene, por medio de la Persona divina del Hijo.
El tiempo histórico-salvífico de Dios alcanza su plenitud con la Encarnación del Verbo; es histórico, porque fue un hecho que sucedió en el tiempo y en el espacio, y es salvífico, porque a partir del ingreso del Ser eterno del Hijo de Dios en la historia humana, todo el tiempo y toda la historia humana adquieren un nuevo sentido vertical, coincidiendo en su vértice o finalización en el inicio de la eternidad. Pero antes de que suceda el fin del tiempo, es decir, antes del Día del Juicio Final, en donde el tiempo cronológico finalizará, para dar lugar al inicio de la eternidad, antes de esto, ya el tiempo cronológico “normal” o “habitual”, en el que vive el hombre, está impregnado y atravesado por esa eternidad. Es decir, cada segundo, cada minuto, cada hora, cada día vivido por el hombre en esta tierra, participa de la eternidad del Ser divino. Es por esto que las elecciones del hombre, realizadas en el tiempo, quedan fijadas para la eternidad, tanto en el bien como en el mal. Todo tiempo humano, desde la Encarnación del Verbo, es “tiempo de Dios”, y como cristianos estamos obligados a reconocerlo, so pena de ser calificados como “hipócritas” por el mismo Jesús en Persona. Que el tiempo humano sea “kairós”, quiere decir que el hombre debe pensar, querer y actuar según el designio salvífico de Dios, es decir, debe considerar a esta vida como una antesala de la eternidad, y que sus actos lo conducirán a una eternidad de felicidad o de dolor, según su bondad o maldad.
Cuando el hombre no obra de esta manera, cuando no puede o más bien no quiere reconocer que su tiempo, su vida, su existencia personal es “kairós”, tiempo histórico-salvífico, inevitablemente comienza a vivir un tiempo no-salvífico, en el que se aleja de la bienaventuranza eterna en cada segundo vivido. Un ejemplo clarísimo de este tiempo no-salvífico –y por lo tanto, hipócrita, porque si es no-salvífico es porque no se quiso reconocer el tiempo de Dios-, es el de la moderna civilización humana actual, que invirtiéndolo todo, llama malo a lo bueno y bueno a lo malo: llama “derecho de la mujer sobre su cuerpo”, al asesinato del niño por nacer; llama “diversión adolescente” al embriagarse de la juventud en las llamadas “previas”; llama “entretenimiento familiar” a la sustitución de la oración en familia por la televisión y el internet; llama “proceso de maduración sexual” a la pornografía; llama “día de descanso de las fatigas de la semana”, al Día del Señor resucitado, el Domingo; llama “convivencia afectiva de novios”, a las relaciones prematrimoniales fornicarias; llama “inocente diversión para niños” a las fiestas de origen satánico como Halloween o a películas que enseñan la magia y la brujería, como la saga de Harry Potter.
Debemos ser precavidos, porque si no queremos llamar bueno a lo bueno y malo a lo malo, y nos empecinamos por vivir un tiempo meramente cronológico, no solo no-salvífico, sino condenatorio, también a nosotros nos llamará Jesús “hipócritas”, pero ya será muy tarde.

miércoles, 24 de octubre de 2012

“¡He venido a traer fuego sobre la tierra y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!”



“¡He venido a traer fuego sobre la tierra y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12, 49). Jesús no habla en un sentido figurado, ni sus palabras son metáfora semítica: el fuego que Él trae es Él mismo, puesto que uno de sus nombres, según los Padres de la Iglesia, es “carbón ardiente”: su humanidad es el carbón encendido al contacto con su divinidad, en el momento de la Encarnación en el seno de María Virgen.
El fuego que Jesús ha venido a traer es el Ser de Dios Trino, que es fuego de Amor divino, según la descripción de San Juan: “Dios es Amor”, y es ese Amor de Dios, que une al Padre y al Hijo, el que es manifestado por Cristo como fuego en Pentecostés.
El Ser divino no es otra cosa que Amor en Acto Puro, Amor Perfectísimo, eterno, que se representa en la tierra, para los hombres, como fuego, para dar a los hombres al menos una idea lejana de lo que es la naturaleza divina, que actúa con lo que ama como el fuego con lo que abrasa.
Así como el fuego abrasa la madera y la convierte, de madera seca, en leño ardiente; así como el fuego enciende el carbón y lo convierte, de piedra fría y negra en brasa ardiente y luminosa, así el Amor de Dios, al encender el corazón del hombre, frío por la falta de caridad y oscuro por la falta de luz divina en él, lo convierte en brasa ardiente de caridad, que ilumina con el resplandor de las llamas de la divina caridad.
Es a esto a lo que Jesús se refiere cuando dice que ha venido “a traer fuego sobre la tierra”: ha venido a traer el fuego de la divinidad, que busca materia apta para encenderse. Él ha venido a traer fuego, y ese fuego es el que arde en su Sagrado Corazón Eucarístico, que está envuelto en las llamas del Amor divino, llamas que desean propagarse al contacto con los corazones de los hombres.
 “¡He venido a traer fuego sobre la tierra y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!”. Lo que Jesús desea es que su Amor, que late en la Eucaristía, se propague en los corazones como el fuego en el pasto seco.

martes, 23 de octubre de 2012

“Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”


Almas cayendo en el infierno
(Detalle - Roger van der Weyden)

“Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada” (Lc 12, 39-48). Jesús insiste en la necesidad de estar preparados para el momento del encuentro definitivo con Él, el cual sucederá en el momento menos esperado.
Es necesaria esta advertencia, debido a que el hombre tiene tendencia a sofocar la vida del espíritu, que lo orienta a la eternidad, para quedarse sólo con la vida corpórea, sensible, animal, que lo deja anclado en el tiempo y en un destino puramente existencial y terreno. Esta forma de ver la vida no es inocua, porque la ausencia de un destino de eternidad –sea de dolor o de gozo, pero eterno-, hace que el hombre se desentienda de sus acciones, o lo que es lo mismo, no le importe la moralidad de sus actos, inclinándose paulatinamente hacia el mal en vez del bien, a causa del pecado original.
Si no hay eternidad, si no hay un Dios que premie las obras buenas, que son arduas y difíciles de hacerlas, porque cuestan mucho sacrificio, entonces el hombre se inclina al mal, al cual es atraído por el apetito concupiscible que inhiere en él desde su nacimiento, y que se demuestra en la malicia del corazón y en sus permanentes malos deseos, tal como lo dice Jesús: “Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas”. Es aquí donde aparece la figura del segundo servidor de la parábola, aquel que, sin esperar a su amo, se embriaga y descuida su trabaja, es decir, vive en pecado mortal.
En nuestro mundo, en donde la idea de Dios ha prácticamente desaparecido del pensamiento y del querer del hombre, en donde se vive un ateísmo teórico y práctico que invade toda manifestación cultural, situación agravada por la apostasía del Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, que son los que deberían dar testimonio, con sus vidas, de la existencia de Dios Trino, en este mundo de hoy, ateo y apóstata, todo está invertido, llamándose bueno a lo malo y malo a lo bueno.
El hombre contemporáneo ha construido el “mundo sin Dios”, la “ciudad sin Dios”, de la que habla San Agustín, y al observar la sociedad de hoy, se puede constatar que el habitante de este mundo ateo y apóstata, doblemente sin Dios, es el segundo servidor de la parábola de Jesús, el servidor que se embriaga, no trabaja, y se dedica a golpear a los demás. Para quien piense que el vivir sin moral –robar, asesinar, dar rienda suelta al placer, ser codiciosos y egoístas- no tiene consecuencias, no está demás leer las experiencias de Sor Josefa Menéndez en el infierno, según sus escritos en “Camino del Amor divino”, ya que aquí se relata el “castigo severo” reservado para los servidores malos e infieles.
En uno de sus descensos al infierno, Sor Josefa escucha al demonio, que dice así: “Insinuaos procurando que el descuido y la negligencia se apoderen de ellos, pero manteniéndoos en la sombra, para que no os descubran… gradualmente, ellos se volverán más y más descuidados, indiferentes al bien y al mal, sin ningún tipo de compasión ni amor, y vosotros seréis capaces de inclinarlos hacia el mal. Tentad a estos otros con la ambición, con el amor por sí mismos, que no busquen nada más que su propio interés, CON ADQUIRIR RIQUEZAS SIN TRABAJAR… de forma legal o no. Excitad a aquellos otros hacia la sensualidad y el amor al placer. Dejad que el vicio los ciegue”. (Aquí usaron palabras obscenas).
En otro descenso al infierno, escribe: “En la distancia, pude oír un bullicio de fiesta, el tintileo de las copas, y (el diablo) gritó:¡Dejad que ellos mismos se junten en sus comidas! Eso lo pondrá todo más fácil para nosotros. Dejadlos que vayan a sus banquetes. El amor al placer es la puerta por la que vosotros os apoderaréis de ellos… Y esas almas ya no serán capaces de escapar de mí”. Añadió cosas tan horribles que nunca podrían ser escritas ni dichas. Luego, como sumergidos en un remolino de humo, se desvanecieron (él y los otros demonios). (3 de febrero de 1923).
El 22 de marzo de 1923 escribe: “Vi varias almas caer dentro del infierno, y entre ellas estaba una niña de quince años, maldiciendo a sus padres por no haberle hablado del temor de Dios ni por haberla avisado de que existía un lugar como el infierno. Su vida fue muy corta, decía ella, pero llena de pecado, porque ella le concedió hasta el límite todo lo que su cuerpo y sus pasiones le pedían en el camino de su autosatisfacción, especialmente había leído malos libros”.
Esto explica la expresión de Jesús: “Feliz aquel a quien su señor, al regresar, encuentra ocupado en su trabajo”, es decir, feliz aquel que, en su muerte, se encuentra en estado de gracia.

lunes, 22 de octubre de 2012

“Estén preparados y con las lámparas encendidas”



“Estén preparados y con las lámparas encendidas” (Lc 12, 35-38). Con la figura de un hombre que regresa de improviso de una fiesta de bodas, y es esperado por sus siervos, Jesús enseña cómo tiene que prepararse el hombre para su muerte: ceñido, esperando al dueño, con las lámparas encendidas.
Ceñido, quiere decir vestido, y vestido, quiere decir en gracia santificante; esperando al dueño, quiere decir esperando el encuentro con el Hombre-Dios Jesucristo, que adviene en el momento de la muerte; con las lámparas encendidas, quiere decir con la luz de la fe en Cristo Dios.
Así como la llegada del dueño de casa, luego de las bodas, será de improviso, sin que nadie sepa cuándo será –“a medianoche o antes del alba”, el horario incierto de la llegada es indicador de que nadie sabe cuándo llegará-, así también el hombre debe esperar a Jesús, el Dueño de las almas, quien llegará de improviso, al final de los días de la vida terrena, establecidos por la Divina Sabiduría, para el encuentro en el día de la muerte de cada uno.
Y de la misma manera, así como el servidor que sea encontrado con esas disposiciones –ceñido, esperando al dueño, con las lámparas encendidas-, será feliz, y será él servido por su mismo señor, así también el alma que, al momento de su muerte, se encuentre en estado de gracia santificante, con la luz de la fe encendida y activa, esperando el encuentro con Jesús, será servido por Jesús, es decir, recibirá como recompensa todos los frutos de la Pasión de Jesús, su alma será bañada en la Sangre del Cordero, quedando resplandeciente, y así será conducido al festín eterno de los cielos.
“Estén preparados y con las lámparas encendidas”. Estado de gracia, fe activa en obras de misericordia, firme esperanza del encuentro personal con Cristo resucitado. Estas condiciones, necesarias para el día de la muerte, son las mismas que se necesitan para la comunión eucarística, anticipo de la felicidad eterna en los cielos.

domingo, 21 de octubre de 2012

“Insensato, ¿para qué acumulas bienes, si esta noche vas a morir?”



“Insensato, ¿para qué acumulas bienes, si esta noche vas a morir?” (cfr. Lc 12, 13-21). Con la parábola de un hombre que acumula bienes materiales en exceso, pensando que habrá de vivir para siempre, pero sin pensar que esa misma noche va a morir, Jesús nos muestra la actitud verdaderamente inconsciente del hombre que no medita en las postrimerías.
Al quitar de su horizonte existencial el destino de eternidad al cual está llamado desde el momento mismo de su creación, el hombre reduce automáticamente su perspectiva existencial a esta vida terrena y material. A partir de entonces, para él no habrá otra cosa que lo que lo perciban sus sentidos, y como sus sentidos captan sólo el mundo material y sensible, para él la vida humana se reducirá, indefectiblemente, a lo material y sensible, dedicando en consecuencia todos sus esfuerzos a hacer su vida terrena lo más placentera posible, ya que esto es lo que piden los sentidos.
Este modo de ver no es inocuo, porque si no existe un Dios más allá de la muerte, que premie a los buenos y castigue a los malos, entonces todo en esta vida está permitido, y el único sentido de la existencia del hombre es la acumulación de bienes materiales y el disfrute sensual de los mismos.
Pero este modo de ver constituye un gravísimo error, ya que el hombre está llamado a un destino de eternidad, cuya antesala, brevísima en términos de tiempo, es esta vida terrena. Es por esto que Santa Teresa decía que esta vida es “una mala noche en una mala posada”: así como la noche es breve, y luego de ella amanece y sale el sol, inaugurando el nuevo día, así también esta vida es breve, brevísima, y luego de la misma, amanece el Día sin tiempo, la eternidad, que por definición no finaliza nunca.
Ahora bien, esa eternidad puede ser de gozo o de dolor, porque Dios da a cada uno según sus obras: a los buenos les da alegría eterna, a los malos, dolor sin fin, eterno. Por lo tanto, no es en vano el consejo de la Sagrada Escritura: “Piensa en las postrimerías y no pecarás jamás” (Ecl 7, 40); trasladado a la parábola del Evangelio, podría quedar así: “Piensa en la eternidad, adonde nada material te llevarás, sino solo tus buenas obras, y así no acumularás bienes que no te harán entrar en el Reino de los cielos”.
En esta parábola se ve la paradoja del Evangelio: para ser rico en los cielos, hay que ser pobre en esta vida.

viernes, 19 de octubre de 2012

“El que quiera ser grande, que sea el servidor de todos”



(Domingo XXIX – TO – Ciclo B – 2012)
         “El que quiera ser grande, que sea el servidor de todos” (Mc 10, 35-45). Los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, piden a Jesús un lugar de privilegio en el cielo, a través de su madre, quien intercede por ellos postrándose delante de Jesús.
         La escena podría corresponder a decenas de miles que se producen todos los días en todos los niveles de la sociedad humana: el pedido de favores y de puestos de poder y privilegio, por parte de quienes están más bajo en la escala de poder, a aquellos que se encuentran en la cima. Esto puede suceder en cualquier sociedad humana: desde un partido político poderoso, que gobierna a toda una nación, hasta la comisión de una pequeña e intrascendente organización no gubernamental sin fines de lucro.
Sin embargo, la escena sólo por fuera y materialmente se parece a estas situaciones en las que se pretende y se ansían los primeros puestos de poder, puesto que en la Iglesia, las cosas funcionan distinto a como funcionan en el mundo, como lo dice Jesús de modo explícito. Si en el mundo los gobernantes ejercen su poder de modo despótico y tirano, autoritario y dominante, y acceden a ese poder quienes demuestren mayor astucia y violencia, y quienes se muestren capaces de ser tiranos, autoritarios, ambiciosos, con sed de poder y de gloria mundana, en la Iglesia, por el contrario, las cosas son radicalmente distintas: en la Iglesia, quien quiera ser el primero, debe ser el último de todos; en la Iglesia, el que quiera ser grande, debe ser el servidor de toda la comunidad.
Ejemplo de esto lo da Él mismo, ya que siendo el más grande, puesto que es nada menos que Dios Hijo encarnado, se hace el último de todos, muriendo en muerte humillante de cruz para la salvación del mundo.
Jesús da ejemplo de cómo ser el último de todos y el servidor de todos, desde el momento mismo de su Encarnación, porque siendo la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, y por lo tanto, Dios omnipotente, sin dejar de ser lo que es, se hace un débil y frágil embrión humano unicelular en el seno virgen de María; da ejemplo de ser el último de todos, cuando en la Última Cena, siendo Él el Dios tres veces santo, ante quien los ángeles se postran en su presencia, sin atreverse a levantar la mirada, por su inmensa majestad, Él mismo, como si fuera un esclavo, se arrodilla delante de sus discípulos y hace una tarea propia de esclavos, lavándoles los pies. Es esto lo que les quiere decir a los discípulos, cuando les pregunta si “pueden beber del cáliz” que Él ha de beber: los discípulos serán grandes, ocuparán lugares en el cielo, si junto a Él viven la humillación de la Pasión, la amargura de la Cruz, el dolor del Calvario, y no de otra manera.
También la Virgen da ejemplo de cómo, siendo la más grande entre todas las criaturas, ángeles y hombres, se humilla a sí misma, llamándose “Esclava del Señor”, cuando el ángel le anuncia la noticia más asombrosa que jamás nadie pueda recibir, que ha sido elegida para ser la Madre de Dios.
Además de la Virgen y de Jesús, también el Santo Padre predica con el ejemplo, porque siendo el más grande en la jerarquía eclesiástica, desde el momento en que es Vicario del Hombre-Dios Jesucristo, su función es estar al servicio permanente de la Iglesia y de sus miembros, y esto se ve reflejado en la descripción de su nombre: el Sumo Pontífice es “Siervo de los siervos de Dios”, es decir, como Vicario de Cristo, como ostentador de los máximos poderes espirituales que puede dar Dios a un hombre en esta tierra, es “siervo” de los siervos de Dios, de los bautizados.
Estos maravillosos ejemplos de humildad y de abajamiento, que nos ofrecen Jesús y María, y también el Santo Padre, son el fundamento de porqué el cristiano debe ser el “último de todos” y el “servidor de todos”, si es que quiere ser “grande” en el Reino de los cielos: en la Iglesia, no hay manera de ser “grande” si no se pasa por la humillación y la cruz.
Otro elemento que se debe tener en cuenta es que el hecho de que el cristiano deba considerarse el servidor de todos y el último de todos, no quiere decir que Jesús impide o niega la sed de grandeza que está en todo hombre; por el contrario, Jesús estimula el deseo de grandeza y de honores, pero de una grandeza y honores no mundanos, sino celestiales y sobrenaturales. Jesús nos pide explícitamente que tengamos deseos de ser grandes en el cielo, cuando nos dice que hagamos “fructificar los talentos” (cfr. Mt 25, 14-30); cuando nos pide que seamos “perfectos como vuestro Padre del cielo” (cfr. Mt 5, 48); cuando nos pide que “atesoremos tesoros en el cielo” (Mt 6, 19-21), y por lo tanto, el cristiano no debe excusarse en una falsa humildad para no querer destacar. Todo lo contrario, debe esforzarse al máximo en sus capacidades y dones de todo tipo –materiales, intelectuales, espirituales, etc.-, poniéndolas al servicio de la Iglesia y de la salvación de las almas.
“El que quiera ser grande, que sea el servidor de todos”. El consejo de Jesús parece una contradicción, porque humanamente no se puede ser, al mismo tiempo, grande y servidor. Sin embargo, Dios Hijo nos demuestra, con la sabiduría divina de la Cruz, que la grandeza del hombre está en la humildad y en la humillación.

jueves, 18 de octubre de 2012

“Teman al que tiene poder de arrojar en la Gehena”



“Teman al que tiene poder de arrojar en la Gehena” (Lc 12, 1-7). Jesús aconseja a sus discípulos el temor de Dios quien, a diferencia de los hombres, quienes luego de quitar la vida no pueden hacer nada más, tiene poder para arrojar al alma al infierno. Muchos, interpretando superficial o tendenciosamente este consejo, acusarán a Jesús –y luego, a la Iglesia-, de presentar la imagen de un Dios vengativo, cruel, despiadado para con su creatura, el hombre, el cual, para sobrevivir en su presencia, debe temerle, con el temor de un siervo ante su amo iracundo.
         Sin embargo, el temor que aconseja Jesús no es el temor servil, y nada tiene que ver con el temor del esclavo que más que temor tiene miedo o terror a su patrón; el temor que aconseja Jesús es el que enseña la Sagrada Escritura: “Principio de la sabiduría es el temor del Señor” (Prov 1, 7). Es el temor filial, que nace de un corazón contrito, dolido por la malicia de sus actos; es el temor, que más que temor es amor de compunción, que nace en aquel que dimensiona, por un lado, el inmenso Amor trinitario, donado en Cristo Jesús, Dios Hijo encarnado, y por otro, se da cuenta de la malicia que encierra el pecado, que lleva a golpear, insultar, humillar, flagelar, y por último dar muerte de Cruz, al Hijo de Dios.
         El temor que recomienda Jesús es el que nace no ante la amenaza del puño de hierro divino, que se descarga sobre el hombre inerme, sino que es el que nace al pie de la cruz, cuando el hombre, arrodillado ante el Hombre-Dios crucificado, recibe la iluminación divina que le permite abismarse en la inmensidad del Amor del Padre que ha donado a su Hijo, al tiempo que le hace abismarse en la hondura sin fin de la malicia del corazón humano, que ante el don del Padre, sólo atina a abofetearlo, humillarlo y darle muerte de cruz.
         El temor que aconseja Jesús es el temor del hijo que, comprobando el amor del padre o de la madre, prefiere una y mil veces morir antes que ofender su bondad. Quien posee esta clase de temor, posee ya la sabiduría que lo conducirá a la salvación eterna: “Principio de la sabiduría es el temor del Señor”.
       Pero también es el temo a Aquel que, cuando se cansa de la malicia del corazón humano, cuando en el colmo del hartazgo de la maldad humana que rechaza una y otra vez los auxilios celestiales que lo llaman a la conversión, lo abandona a su propia voluntad, dejándolo que haga lo que quiera -el mal-, arrojándolo al lugar donde podrá, por la eternidad, dar rienda suelta a su voluntad, obrando el mal para siempre, y ese lugar es la Gehena o Infierno. 

miércoles, 17 de octubre de 2012

"Yo los envío como ovejas en medio de lobos"



“Yo los envío como ovejas en medio de lobos” (Lc 10, 1-9). El envío de Jesús a sus discípulos, a la misión de evangelizar el mundo, tiene una característica: los cristianos serán, en medio del mundo, como “ovejas en medio de lobos”.
Esta situación no se deriva de un factor extrínseco, meramente moral, como pudiera ser la decisión pragmática del fundador de una religión con respecto a sus discípulos, ni se trata de un pacifismo a ultranza: la situación de verdadera indefensión en la que se encuentran los discípulos –no puede haber mayor indefensión para un rebaño de ovejas que encontrarse rodeada por una manada de hambrientos y feroces lobos- depende de la naturaleza misma de las cosas y de la realidad teologal última de la historia y de la vida humana.
La oveja, mansa y pacífica, humilde, indefensa, representa al fiel bautizado, el cual a su vez es una imagen del ser divino, por cuanto lleva su impronta, al haber sido creado a su imagen y semejanza: el Ser divino trinitario es pacífico, manso, y humilde; de ahí que Jesús pida en el Evangelio su imitación: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”.
Por el contrario, el lobo, con su característica ferocidad, salvajismo y sed de sangre y con su capacidad de sembrar muerte a su alrededor, es una figura del Príncipe de las tinieblas, que movido por su sed inextinguible de odio, no solo despedazaría corporalmente en el acto a todo hombre si le fuera permitido por la Voluntad divina, sino que lo arrastraría a lo más profundo del infierno, para hacer sufrir por la eternidad a quien fuera en vida una imagen del Dios Viviente.
Es aquí entonces cuando se comprende en toda su magnitud sobrenatural la frase de Jesús: “Yo los envío como ovejas en medio de lobos”, puesto que el mundo está bajo el poder del Maligno y busca destruir todo resquicio de luz y de verdad divina, contenidos de la misión que las ovejas, los bautizados, tienen que realizar.
Lo malo es cuando las ovejas, más que disfrazarse, se transmutan en lobos; lo malo es cuando el cristiano, llamado a ser una prolongación y una actuación viviente de la mansedumbre y humildad de Jesús, se convierte en un espantoso y deforme monstruo, soberbio y desafiante, que pretende destruir todo a su paso, como si fuera una siniestra prolongación en la tierra del ángel caído.

viernes, 12 de octubre de 2012

“Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los cielos (…) Pero lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios”



(Domingo XXVIII – TO – Ciclo B – 2012)
         “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los cielos (…) Pero lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios” (Mc 10, 17-30). Para entender la parábola, hay que tener en cuenta que el “ojo de una aguja” de la cual habla Jesús, era una puerta pequeña, ubicada a los costados de la muralla que rodeaba Jerusalén, por el cual entraban las ovejas. Como es de esperar, estas puertas eran bajas y estrechas, adecuadas para el paso de un animal del tamaño de la oveja, y no estaban hechas para permitir el paso de animales de porte más grande, como el camello.
Además, los camellos, animales de transporte de carga, llevaban grandes bultos en sus lomos, lo cual hacía todavía más dificultoso, hasta volverlo imposible, el paso por la puerta de las ovejas. Esto es lo que explica la advertencia de Jesús: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los cielos”.
La analogía que hace Jesús, es entonces entre un camello cargado de mercaderías y riquezas, que no puede entrar en Jerusalén, con un rico, tanto de bienes materiales como espirituales, que no puede entrar en la Jerusalén celestial, es decir, en el cielo.
El otro elemento, que se da por supuesto, pero que entra igualmente en la parábola, de modo prácticamente inadvertido, es el otro animal, la oveja: quien sí entra en Jerusalén, es la oveja, la cual en relación al camello es pequeña, está desprovista de toda carga, y la puerta está hecha a su medida. Es la figura del creyente, es decir, de aquel que, por medio de la fe en Jesucristo como Hombre-Dios, entra por la Puerta del cielo, el Sagrado Corazón de Jesús, libre de toda carga que le impida esa entrada, carga que pueden ser bienes materiales, como bienes espirituales negativos como la soberbia, la codicia, la avaricia.
La oveja, es decir, el fiel creyente, puede entrar en la Jerusalén celestial, en el Reino de los cielos, porque no tiene los impedimentos físicos y espirituales del camello, de aquel que, por libre decisión, eligió no creer, no esperar, no adorar, no amar al Dios del sagrario, y por lo tanto, no obró la misericordia, y está incapacitado para entrar al Reino de Dios.
El camello, el animal de gran porte, cargado con numerosas y valiosas mercancías, al llegar a la puerta de las ovejas, se ve imposibilitado de pasar por su gran altura y por el exceso de tamaño que implican las mercaderías. En estas mercaderías, impedimento para la salvación eterna, están representados los bienes materiales, como dinero, propiedades, objetos, vehículos, oro, plata, y tantas otras cosas más a los que el humano, guiado por las apariencias, les da un gran valor, pero que a la hora de pasar de este mundo al otro, no valen absolutamente nada. Y este es otro aspecto que se debe considerar en la figura del camello: la mercadería que lleva, es abundante, y considerada muy valiosa, pero ese valor está sobredimensionado, porque todas estas cosas poseen valor solo para este mundo, pero para el otro no valen nada, puesto que nada se lleva el hombre de este mundo al otro. Este hecho ayuda a relativizar el valor de los bienes materiales, y a darles su verdadera dimensión: los bienes materiales son valiosos en tanto y en cuanto son donados a quien más los necesita; sólo de esta manera, los bienes materiales y las riquezas terrenas dejan de ser un impedimento o un obstáculo, para convertirse en una verdadera puerta abierta al cielo.
Pero quitados los bienes materiales, al ser donados al prójimo más necesitado, queda todavía otro impedimento para ingresar a los cielos: el camello, al quitársele la carga, es todavía muy alto, y no puede pasar por la puerta de las ovejas, que es de baja altura. En esta altura elevada del camello, está representada la soberbia del hombre, que le impide entrar en comunión con Dios, pero de igual manera a como la solución para el camello es doblar sus rodillas, con lo cual su altura disminuye y así la puede ingresar en la ciudad, así también la solución para el soberbio, es arrodillarse, en espíritu y en cuerpo, delante de Dios crucificado, y así, humillado ante Él, reconociendo la inmensa majestad de Dios Trino, reconociendo su infinito amor, que lo ha llevado a morir de muerte humillante, el hombre es elevado a las alturas inimaginables de la comunión de vida y de amor con Dios Trinidad.
“Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los cielos”. Así como es imposible el ingreso en la ciudad de Jerusalén, de un camello cargado con mercancías, a través de la puerta de las ovejas, así también es imposible el ingreso en los cielos del soberbio y del que está cargado de bienes materiales; pero así como el camello puede pasar al despojarse de su carga y al arrodillarse con sus patas, así también el hombre puede entrar a la Jerusalén celestial por la Puerta de las ovejas, Cristo Jesús, si arrodillado ante la Cruz besa, con amor y piedad, las heridas de sus pies crucificados.

miércoles, 10 de octubre de 2012

“El Padre dará el Espíritu Santo al que se lo pida”




“El Padre dará el Espíritu Santo al que se lo pida” (Lc 11, 5-13). En esta parábola, dedicada a la enseñanza sobre la oración, Jesús utiliza la figura de un hombre que da el pan que le pide su amigo, debido a su insistencia, para hacernos ver la necesidad de que la oración sea continua y perseverante, ya que si reúne estas condiciones, su éxito y eficacia están asegurados. Acentúa este último aspecto, el hecho de que la oración será escuchada indefectiblemente, la condición del Ser divino de Dios Padre, un Ser perfectísimo del cual emana, como de una fuente inagotable, su Amor y su Misericordia. Quien rece con insistencia, recibirá; a quien pida con súplicas fervientes, le será dado; quien llame a las puertas del corazón de Dios, será escuchado,. Jesús enseña que, si el hombre, aún siendo malo, da cosas buenas a sus hijos, tanto más lo hará Dios Padre con los hombres, sus hijos adoptivos, puesto que Dios es infinitamente bueno y amable, y sabe dar cosas buenas a quienes se lo pidan.
Es esto lo que Jesús enseña acerca de la oración: que debe ser insistente, perseverante, confiada, con la confianza filial del hijo que sabe que su padre, que es bueno, le dará lo que pide. Pero la novedad insospechada acerca de la oración, revelada en este pasaje, no radica en la consideración de estas condiciones de la oración; en medio de una enseñanza sobre la oración, Jesús hace una revelación asombrosa, sorprendente, inimaginable, imposible para el hombre de comprender en su magnitud real: Dios Padre dará el Espíritu Santo a quien se lo pida.
En otras palabras, Jesús no solo enseña que Dios Padre da cosas buenas al hombre que se dirige a Él con una súplica confiada, insistente y perseverante: Jesús enseña que Dios Padre dará algo imposible de dimensionar por el intelecto creado, sea angélico o humano: el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, la Persona Amor de Dios Uno y Trino, el Amor inefable que une al Padre y al Hijo desde la eternidad, el Amor por el cual los ángeles de Dios exultan de alegría y felicidad. Y este don se hace realidad en cada comunión eucarística, desde el momento en que Dios Hijo y Dios Padre infunden en el alma al Espíritu Santo, renovando y provocando un micro-Pentecostés en cada comunión sacramental.
¡Cuántos cristianos desconocen este don inimaginable, el Amor del Padre, que se da sin reservas en la comunión eucarística y a todo aquel que lo pida con fe y con amor! ¡Cuántos cristianos van a buscar la felicidad en donde no la encontrarán jamás, las cosas pasajeras del mundo, en vez de pedir al Padre el don de la Persona del Espíritu Santo!


martes, 9 de octubre de 2012

El Padrenuestro se actualiza y se vive en la Santa Misa



         Los discípulos piden que Jesús les enseñe a orar, y Jesús les enseña la oración del Padrenuestro (cfr. Lc 11, 1-4). Si ellos pueden considerarse afortunados, puesto que Jesús les enseña a tratar a Dios como “Padre”, algo absolutamente novedoso en la Antigüedad, quienes asistimos a la Santa Misa, podemos considerarnos mucho más afortunados, ya que en la Santa Misa se actualiza en la realidad, por el misterio de la liturgia eucarística, la oración misma del Padrenuestro, y todo su contenido.
“Padrenuestro que estás en el cielo”: por la Santa Misa, el altar eucarístico se convierte en una parte del cielo, donde está Dios Padre, quien nos envía el don de su Amor, su Hijo Jesús en la Eucaristía.
         “Santificado sea tu Nombre”: mientras en el Padrenuestro pedimos que sea santificado el nombre de Dios, por la Santa Misa el Dios tres veces santo, Jesús, se hace presente en el altar.
         “Venga a nosotros tu Reino”: por la liturgia eucarística, viene a nosotros algo infinitamente más grandioso que el Reino de los cielos, y es el Rey de ese reino, Jesús Eucaristía.
         “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”: la voluntad de Dios es que todos los hombres se salven, y en la Santa Misa, se actualiza el Santo Sacrificio del Altar, por el cual los hombres son salvos.
         “Danos hoy nuestro pan de cada día”: si en el Padrenuestro se pide por el pan cotidiano, en la Santa Misa, Dios Padre dona el Pan de Vida eterna, el santo sacramento del altar.
           Perdona nuestras ofensaspedimos a Dios Padre que perdone nuestras ofensas, y la Eucaristía es el signo visible del perdón de Dios Padre.
            “Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden: mientras que en el Padrenuestro hacemos el propósito de perdonar a quien nos ofende, en la Santa Misa, para comulgar, debemos reconciliarnos de corazón con quienes estemos, por algún u otro motivo, enfrentados.
         “No nos dejes caer en la tentación”: en el Padrenuestro pedimos no caer en la tentación, y en la Santa Misa se nos da aquello que no solo nos impide caer en la tentación, sino que nos concede la pureza de cuerpo y alma, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.
         “Y líbranos del mal”: en el Padrenuestro pedimos que Dios nos libre del mal, y por la Santa Misa recibimos no solo la fuerza de quien venció al demonio y a todo el infierno desde la Cruz, sino al mismo Cristo Victorioso, Jesús en la Eucaristía.
         “Amén”: el amén del Padrenuestro se continúa y prolonga con el amén de la Santa Misa, por medio del cual reconocemos la infinita majestad del Dios de la Eucaristía, Jesús de Nazareth.
         Por todo esto, el Padrenuestro se vive en la Misa.

lunes, 8 de octubre de 2012

“María eligió la mejor parte y no le será quitada”



“María eligió la mejor parte y no le será quitada” (Lc 10, 38-42). Jesús va a casa de sus amigos Marta, María y Lázaro. A su llegada, se registran dos modos distintos de reacción en las hermanas: mientras María se queda a sus pies, contemplándolo, Marta se esmera por los “quehaceres de la casa”. Es decir, mientras Marta, frente a la presencia de Jesús, lo deja de lado para poner en orden la casa y atender a los peregrinos, María, olvidándose de todo eso, se arrodilla a los pies de Jesús, para contemplarlo en la quietud.
Las hermanas pueden representar a la vida apostólica, simbolizada en Marta, y a la vida contemplativa, simbolizada en María: mientras la vida apostólica se caracteriza por la acción y la realización de obras exteriores de apostolado, la vida contemplativa, por el contrario, reduce al mínimo estas actividades, para concentrarse en la oración y en la meditación. Las dos hermanas pueden reflejar  también a una misma alma, en dos momentos de su relación con Jesús: en sus ocupaciones diarias –Marta- o en sus oraciones –María-.
Una tercera posibilidad de interpretación, es que el episodio de las dos hermanas, en la que a pesar de las buenas intenciones de Marta, la que recibe el elogio es María, es un alegato contra el activismo, ese afán desmedido por hacer obras apostólicas, una tras otra, sin descanso, pretendiendo abarcar todo lo posible. El activismo, en el fondo, es una herejía, puesto que se basa en el voluntarismo, el cual es, a su vez, una desconfianza en la gracia divina y una confianza exagerada e injustificada en las fuerzas humanas.
“María eligió la mejor parte y no le será quitada”. Con el elogio de la actitud contemplativa y silenciosa, humilde y ardiente de amor de María, Jesús nos quiere hacer ver que la oración tiene precedencia sobre la acción; la contemplación, sobre el obrar; el amor sobre el apostolado, y que sin oración, la contemplación y el amor, toda obra apostólica, aún aquellas mejores intencionadas, no son del agrado de Dios y a nada conducen.

“Al principio los creó Dios varón y mujer”



(Domingo XXVII – TO – Ciclo C – 2006 – Mc 10, 2-16)
            “Al principio los creó Dios varón y mujer”. Jesús se enfrenta a los fariseos por la cuestión del matrimonio –en la antigua ley estaba permitido el divorcio en algunos casos, y ahora Jesús presenta una visión distinta, la indisolubilidad matrimonial-, y en esta confrontación, citando al Génesis, les hace notar que, si bien en la ley de Moisés estaba permitido el divorcio en ciertos casos, eso, que era permitido por la dureza de los corazones de los hebreos, ahora iba a ser abolido, y el motivo es el diseño original de Dios sobre la especie humana, creada con una estructura bipolar, varón y mujer: “Al principio los creó Dios varón y mujer”.
Es decir, Jesús les dice a los fariseos que la especie humana fue creada con una corporeidad bipolar, varón y mujer, y que en esta bipolaridad radica la imagen y semejanza del hombre con Dios y la indisolubilidad del matrimonio.
         De buenas a primera, parecería que el eje de la discusión se centra en la indisolubilidad o no del matrimonio, y en cuestiones derivadas de esta indisolubilidad: la castidad conyugal, la monogamia, la fidelidad conyugal. Parecería que, en la confrontación de Jesús con los fariseos, el centro de la discusión gira en torno a la fidelidad conyugal. Sería una cuestión de moral: la antigua ley dispensaba más, por la dureza de los corazones, y por eso permitía el divorcio, pero ahora Jesús viene a establecer una nueva Ley moral, en la cual el divorcio está prohibido: no separe el hombre lo que Dios ha unido. Y en efecto, este pasaje se usa como argumento central para sostener, de la parte católica, la indisolubilidad del matrimonio, la castidad conyugal, la fidelidad matrimonial. En el fondo, no se trataría de otra novedad que un cambio decisivo en la moral, aboliendo el permiso de divorcio. Debido a que la Iglesia es una firme defensora de la monogamia, del matrimonio insoluble, de la fidelidad conyugal, suelen terminar confundiéndose las ideas acerca de sobre cuál sea la substancia de la discusión entre Jesús y los fariseos, y se termina por pensar que la novedad de las palabras de Jesús radican en esta nueva moral que viene a traer.
         De hecho, por muy largo tiempo, este pasaje y esta afirmación de Jesús han sido utilizados para defender la monogamia. Es verdad que Jesús trae una nueva moral, pero la nueva moral –la prohibición del divorcio, la castidad conyugal, la monogamia-, constituyen sólo una parte, la más accesible, si así puede decirse, del mensaje absolutamente nuevo de Jesús, que trasciende absolutamente el plano moral. Lo moral, en el mensaje de Jesús, es solo lo que aparece exteriormente, lo que se deriva de principios y verdades inmensamente más profundas, inalcanzables para la mente humana; de ninguna manera el mensaje moral es lo central en el mensaje de Jesús. Lo moral es solo lo que aparece, lo que se ve, la manifestación exterior de una realidad infinitamente profunda, que trasciende toda capacidad de la criatura, sea el hombre o el ángel. En la discusión con los fariseos, Jesús no solo afirma una verdad natural, como es la monogamia, sino que está revelando algo acerca de la constitución íntima de Dios. Ese Dios que los judíos conocen como Uno, es Trino, según la revelación de Jesús, y ese ser Trino aparece veladamente en las palabras: “Creó Dios al varón y a la mujer a su imagen y semejanza”. La imagen y semejanza no es solo la espiritualidad, como enseña muy bien Santo Tomás, sino también y ante todo, la comunión interpersonal: así como las Personas de la Trinidad establecen una comunión de Personas entre ellas, así el varón y la mujer; así como el Espíritu Santo es el fruto del Amor del Padre hacia el Hijo y del Hijo hacia el Padre; así como el Padre y el Hijo establecen la comunión de Personas en la donación mutua del Amor divino, el Espíritu Santo, que aparece como el fruto del amor entre el Padre y el Hijo, así el hijo, en el matrimonio, reafirma esta imagen trinitaria de la especie humana, al aparecer como el fruto del amor de los esposos.
“Al principio los creó Dios varón y mujer, a su imagen y semejanza los creó Dios”, dice Jesús, citando al Génesis, y revelando, con estas palabras, la imagen trinitaria de la familia humana. La familia es el análogon hipostático de la Trinidad[1], la familia, compuesta por el varón, la mujer, y el fruto del amor de los esposos, el hijo, es una imagen terrena de Dios Trinidad.
Es decir, a pesar de parecer una cuestión moral, en la discusión de Jesús con los fariseos se juega de fondo una cuestión infinitamente más sublime y misteriosa que la castidad conyugal, la indisolubilidad del matrimonio, o, por lo que se trata más recientemente, mucho más que la identidad del género.
Cuando Jesús discute con los fariseos sobre el matrimonio y cita al Génesis, diciendo que al principio Dios los creó a imagen suya, a imagen y semejanza, como varón y como mujer, está dando a conocer el misterio absoluto de Dios como Trinidad de Personas.                        
         “Al principio los creó Dios varón y mujer, a su imagen y semejanza los creó Dios”. La unión de los esposos en el amor espiritual conyugal es una imagen de la unión de las Personas de la Trinidad en el Amor del Espíritu Santo, y esta misma unión en el Amor de Dios se da en el alma cuando, al comulgar, se une al cuerpo de Cristo, a su naturaleza humana, y por su naturaleza humana, se une a la Persona divina del Hijo de Dios que inhabita en ella.


[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 195.