lunes, 30 de enero de 2012

Tu fe te ha salvado



“Tu fe te ha salvado” (Mc 5, 21-43). En el contexto del pasaje evangélico, en donde el tema central, junto a las curaciones corporales, es el exorcismo, la frase de Jesús a la mujer hemorroísa podría hacer pensar que se está refiriendo a la curación corporal que ha recibido milagrosamente. En efecto, la mujer, enferma, se acerca con fe, es curada a causa de esa fe, y Jesús le dice: “Tu fe te ha salvado”; luego, la deducción es que Jesús se refiere a su enfermedad: la fe de la mujer la ha salvado de continuar enferma, puesto que ha obtenido la sanación corporal.
         Sin embargo, Jesús no se refiere a la sanación corporal. Al decirle “Tu fe te ha salvado”, se está refiriendo a la salvación de su alma; secundariamente, esta fe le ha obtenido la curación corporal, pero lo central es que la fe en Cristo como Dios –cree que Cristo, siendo Dios, tiene el poder de curar su cuerpo-, es lo que la salva, porque solo la fe en Cristo salva.
         Siguiendo a algunos autores místicos, como Simeón el Nuevo Teólogo, y en el análisis que el Santo Padre Benedicto XVI[1] hace del mismo, podemos decir que esta fe en Cristo como Dios, esta fe verdadera que da un verdadero conocimiento de Dios, “no viene”, en las palabras del Santo Padre, “de los libros, sino de la experiencia espiritual, de la vida espiritual”.
El conocimiento de Dios, dice el Papa, “nace de un camino de purificación interior, que comienza con la conversión del corazón, gracias a la fuerza de la fe y del amor; pasa a través de un profundo arrepentimiento y dolor sincero por los propios pecados, para llegar a la unión con Cristo, fuente de alegría y de paz, invadidos por la luz de su presencia en nosotros”.
Esta experiencia de fe, esta “fuerza de fe y de amor”, que lleva a la conversión, a la contrición del corazón y al conocimiento de Cristo y unión con Él, no constituyen, dice el Santo Padre, “un don excepcional para algunos místicos, sino que es fruto del Bautismo en la existencia de todo fiel seriamente comprometido”.
“Tu fe te ha salvado”. La mujer hemorroísa, cuya fe es tan fuerte que logra de Cristo la curación de su cuerpo y la salvación de su alma, no era letrada, ni destacaba por su dedicación al estudio de libros, pues su vida entera estaba marcada por el padecimiento de su enfermedad. En todo cristiano esta fuerza de fe y de amor, que puede lograr no solo la curación de una enfermedad, sino la unión con Cristo Dios, está presente desde el Bautismo. Si no se tiene la fe de la mujer hemorroísa, es simplemente porque no se le presta atención al don que Dios depositó en el alma desde el momento del Bautismo.

domingo, 29 de enero de 2012

¿Cuál es tu nombre, espíritu impuro? Mi nombre es Legión



“Sal de este hombre, espíritu impuro. Después le preguntó: “Cuál es tu nombre?”. “Mi nombre es Legión, porque somos muchos” (Mc 5, 1-20). Jesús realiza un exorcismo y expulsa a una legión de demonios que atormentaban a un hombre, poseyendo su cuerpo. La posesión diabólica, por el grado de sufrimiento que provoca al poseído, da una idea de lo que será el infierno para las almas condenadas: sin hacerse visible, el demonio “aparece”, por así decirlo, a través del rostro y las facciones del poseído, y a través de sus actos.
El rostro de los posesos cambia totalmente, quedando desfigurado por las muecas y contorsiones de los músculos de la cara; sus ojos se desorbitan y adquieren una mirada de hielo, que refleja el odio del ángel caído; su cabello queda todo revuelto y despeinado; su voz se vuelve gutural, tétrica, como emergiendo de lugares oscuros y subterráneos; profiere obscenidades y blasfemias; adquiere fuerza descomunal y se vuelve agresivo y violento, buscando atacar a los que los rodean, al tiempo que los insulta; no come, o come insectos repugnantes; habita en lugares como cementerios, en donde todo es putrefacción y muerte.
El poseído es un aviso del cielo para que los hombres tomen conciencia de que existe un más allá tenebroso, un mundo de horror extremo, incomprensible e inimaginable, porque aún así, lo que se ve a través de los poseídos es casi nada en comparación con la realidad misma del infierno y con su condición de ser un lugar de tormento eterno, en el que el terror, el espanto, el horror, el dolor, la pena, la angustia, no terminan nunca. Con toda su terrible realidad, el poseso no refleja aún todos los oscuros secretos del infierno, secretos que serán revelados a quienes se condenen. Uno de esos secretos, que no se ven en la posesión, es el fuego del infierno: es un fuego real, no simbólico, de naturaleza especial, que no se apagan nunca, que quema y provoca dolor, pero que no consume a la víctima, que arde, pero no da luz, que provoca quemaduras terribles, que provocan dolores insoportables y continuos, pero que no provoca la muerte[1]. Este fuego, aunque no es experimentado por los posesos, arde continuamente en los demonios, y es inseparable de ellos, como también es inseparable de las almas condenadas.
Al ver la terrible realidad del poseído, aviso o señal del horroroso mundo de las tinieblas, en donde habita Satanás, resalta más la grandiosa obra de la salvación de Nuestro Señor Jesucristo, que nos liberó de la tiranía del demonio, a la que estábamos condenados indefectiblemente de no haberse Él encarnado y muerto en Cruz para salvarnos.
Es por esto que, si el endemoniado refleja el oscuro mundo del infierno, en donde habitan los espíritus malignos, la liberación de los endemoniados por medio del exorcismo pone de relieve a su vez la divinidad de Jesucristo, porque Él los expulsa en nombre propio, y como solo Dios tiene el poder de expulsar al demonio, Él es Dios; pone de manifiesto el triunfo de la Virgen María sobre los demonios, porque a Ella le ha sido dado el poder de Dios, con el cual aplasta la cabeza de la serpiente; pone de manifiesto el poder de la Iglesia, a la que se le ha prometido que “las puertas del infierno no prevalecerán” contra ella, y esa promesa se cumple en parte con el poder dado al sacerdote ministerial para realizar exorcismos; pone de relieve el mérito de los santos, porque todos ellos vencieron al demonio en nombre de Cristo.
La realidad del demonio y del infierno no debe llevar, por lo tanto, a los cristianos, a temer, porque Satanás, con todas sus legiones de ángeles apóstatas, han sido vencidos en la Cruz, y esa victoria se renueva en cada Santa Misa, renovación incruenta del sacrificio de la Cruz.
           Frente a la espantosa realidad del demonio y del infierno, el cristiano no está desamparado, porque le basta invocar los sacratísimos nombres de Jesús y de María, para que los demonios tiemblen y huyan[2].


[1] Cfr. Paolo Calliari, Trattato di demonologia, Centro Editoriale Carroccio, 72.
[2] Cfr. Calliari, ibidem, 90.

El ángel caído es un ser real, una persona angélica que odia para siempre a Dios y al hombre





         “Había en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu impuro… Jesús lo increpó y le dijo: “¡Cállate y sal de este hombre!”. El espíritu impuro (…) dando un gran alarido, salió de ese hombre” (Mc 1, 21-28). En el episodio del evangelio Jesús realiza un exorcismo, expulsando a un demonio con la fuerza omnipotente de su palabra.
Muchos, aun dentro de la Iglesia, interpretan esta escena y todas las escenas de exorcismo del evangelio como meros episodios de curación de males psicológicos. Así, el exorcismo sería, en realidad, la curación de una histeria; Jesús sería un gran maestro espiritual, y un sabio psicólogo, que ayudaría a que el histérico se cure por sí mismo, expulsando de su mente el problema que lo perturba; el demonio no sería un ser angélico, sino un trastorno de la mente de la persona. La otra posibilidad es que Jesús sería un desconocedor de la realidad psíquica de los enfermos, tratando como posesión demoníaca a lo que únicamente sería una patología mental, con lo cual se estaría engañando Él, además de engañar a los demás, haciendo ver una posesión diabólica donde no la hay.
         Esto constituye un gran error, y sería cercano a la herejía interpretar la escena evangélica en un sentido distinto al que se expresa. Un endemoniado es un hombre poseído por el demonio, y no un enfermo psiquiátrico. En el evangelio se habla claramente de “demonios”, “endemoniados”, “espíritus inmundos”, y cita hechos y milagros de liberación de endemoniados con palabras y hechos de Jesús que no dejan dudas razonables acerca de qué cosa sea el ente expulsado de los hombres[1]. No se puede dudar de que es un espíritu, y por lo tanto, un ser dotado de inteligencia y de voluntad; no se puede dudar de que se trata de espíritus malignos, “inmundos”, que hacen hacer cosas malignas e inmundas a los hombres; no se puede dudar de que son entes malignos, perversos, que hacen sufrir muchísimo al poseso y a los que lo rodean.
          Pensar que Jesús se haya engañado, o que los posesos son enfermos psiquiátricos, y que lo que se decía que era obra del demonio era en realidad efectos de la histeria o de trastornos psíquicos originados en la mente humana, significaría comprometer seriamente, poner en duda y cuestionar, la divinidad de Jesucristo.
         Si Jesús se llama a sí mismo “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14, 6), y según sus palabras, viene a dar “testimonio de la Verdad” (Jn 18, 37), y si Él como Hijo se equipara a Dios “Nadie ha visto al Padre sino el Hijo” (cfr. Jn 6, 46), no podía engañar a sus oyentes, haciéndoles creer por verdadero lo que era falso[2]. Por lo tanto, Jesús expulsa verdaderamente a un demonio, un espíritu maligno, que había tomado posesión del cuerpo de un hombre.
         El episodio del evangelio nos lleva entonces a considerar la realidad del espíritu del mal, encarnado en Satanás y en los ángeles caídos, responsables a su vez de la caída del hombre en los inicios de la Creación, y responsable de toda clase de males en el mundo y en la historia, puesto que hay que hay sucesos que no se explican como consecuencia de las solas pasiones humanas, como por ejemplo, los genocidios y las matanzas, sean del signo que sean: judíos, armenios, rusos, ucranianos, hutus y tutsis, en Ruanda, sin olvidar el genocidio que se lleva a cabo, silenciosamente y sin fusiles, el aborto.
         Guerras, genocidios, abortos. Toda esta espantosa y horrible carnicería humana no es más que consecuencia de la intervención del demonio en la historia de los hombres, azuzando e instigando el odio del hermano contra el hermano. Como consecuencia del pecado original, el hombre ha quedado separado del hombre, de su hermano, de su prójimo, y también de Dios, y esa separación es aprovechada por el demonio para convertirla en odio creciente, inextinguible, que exige para ser calmado la muerte del prójimo y la muerte de Dios.
El demonio cultiva el odio en el corazón del hombre y lo lleva a levantar la mano para descargarla y ser el homicida de su hermano y deicida de Dios. Ambas cosas creía haberlas logrado el demonio, instigando a los hombres a matar a Cristo en la Cruz, cometiendo el hombre no solo el pecado de homicidio, sino también el de deicidio, al haber dado muerte al Hombre-Dios. Pero es aquí en donde Dios vence, en la Cruz, porque con su muerte, Cristo da muerte a la muerte misma y derrota a Satanás y al infierno para siempre, a la vez que derriba el muro de odio que separa al hombre de su hermano: “Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad” (cfr. Ef 2, 14).      
El demonio entonces existe, pero con relación a este ser, no hay que caer en los extremos: por un lado, en el descreimiento y negación de su realidad, que lleva a pensar que el demonio es solo un invento de épocas anteriores; el otro extremo, por el contrario, creer que el demonio es un ser real, pero hacerlo culpable de nuestras propias culpas: “El demonio me lleva a gritar”; “El demonio me hace ser perezoso”; “El demonio me hace ser orgulloso”. No se puede culpar al demonio de nuestra propia pereza espiritual, que nos lleva a no rezar, a no hacer sacrificios, a no poner empeño en luchar contra nuestro orgullo, contra nuestra soberbia, contra nuestra falta de lucha para no caer en la tentación. Muchos dicen: “Caigo en pecado porque el demonio me tienta”. Es verdad que el demonio tienta, pero también es verdad que Dios nos da su gracia para no caer, y que si caemos, en el pecado que sea –y aún si cometemos una imperfección-, es porque dejamos de lado la gracia, y nos olvidamos de Dios, para hacer nuestra propia voluntad.
El demonio no puede hacer otra cosa que tentar; jamás podrá hacernos asentir y consentir a la tentación, porque eso depende de nuestra libertad, y por eso no debemos culparlo de nuestras propias decisiones malas.
En el evangelio vemos entonces un episodio de posesión, y a pesar del paso del tiempo, el demonio continúa poseyendo los cuerpos de los hombres, pero en el día de hoy, ha mejorado su táctica, y ya no le hace falta poseer cuerpos, puesto que con sus mentiras y engaños, ha conseguido que los hombres lo escuchen a Él, en vez de a Cristo, y así los hombres han construido una civilización sin Dios, atea, materialista, hedonista, que ha elaborado una cultura contraria al hombre, la “cultura de la muerte”, la cual busca, denodadamente, eliminar al hombre principalmente por medio de la eutanasia y del aborto.
En estos días, se ha dado a conocer la noticia de que en nuestro país se consumen 3.800 pastillas llamadas “del día después”, por día. En otras palabras, 3.800 abortos –porque la píldora del día después es abortiva- reales o probables, al día, y la tendencia va en aumento, puesto que el mismo presidente de los EE. UU., Barack Obama, ha presentado un proyecto por el cual esta píldora debe ser reembolsada, lo cual quiere decir distribución gratuita. Esto, sin contar con las cifras de abortos cometidas al año por otros métodos.
¿Qué necesidad tiene el demonio de tomarse el trabajo de poseer el cuerpo de una joven, con el riesgo seguro de ser expulsado por el exorcismo, si le basta simplemente con la tentación de una sexualidad desenfrenada, precoz, libre, irresponsable y egoísta? Si no se ven posesiones hoy en día, es porque no le hacen falta al demonio; le basta solamente con tirar el anzuelo del “sexo seguro”, para que miles y miles de jóvenes, desoyendo el mandato de Dios, sigan tras sus sucias huellas y cometan toda clase de abominaciones con sus cuerpos, que de ser “templos de Dios”, han pasado a ser “cuevas de Asmodeo”, el demonio de la lujuria.
La tentación del demonio es como el anzuelo con la carnada para el pez: desde su posición dentro del agua, al pez le atrae la carnada, como algo apetitoso y sabroso, pero cuando abre la boca para atraparla, muerde el anzuelo que está junto con ella, y ahí “se da cuenta” –es un decir- de la realidad: lo que le parecía apetitoso y sabroso, la carnada, al conseguirla, se revela en su realidad: una trampa dolorosa y mortal, porque termina con su propia muerte, al ser sacado del agua. Este ejemplo es una figura de la tentación consentida, en donde el demonio obtiene su victoria más deseada: la tentación de la carne –cualquier práctica sexual fuera del matrimonio, o si es en el matrimonio, no casta-, al ser consentida, se revela en su dolorosa realidad, puesto que el alma, al caer, comete el pecado mortal.
Esta es la acción del demonio, la tentación consentida, mucho más peligrosa y sutil que la misma posesión diabólica, porque en la posesión el alma, con su inteligencia y voluntad quedan libres, aunque el cuerpo esté tomado por el demonio, mientras que en la tentación consentida, sin haber posesión corporal por parte del demonio, la persona entera, con cuerpo y alma, se entrega a su obra, obra que termina siempre, indefectiblemente, en la ruina de la persona. En el caso concreto de la tentación del “sexo seguro”, termina en el genocidio silencioso del aborto, porque el hijo inesperado, no es deseado, y por lo tanto, es eliminado de diversas maneras, por ejemplo, con la “píldora del día después”.
Sólo Cristo, Camino, Verdad y Vida, puede iluminar las tinieblas en las que el demonio ha envuelto al hombre; sólo Cristo, que expulsa a los demonios con el poder de su voz, y que con el poder de su voz convierte el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre puede, también con el poder de su voz, hablarle al corazón del hombre y detenerlo en su locura homicida.


[1] Calliari, Paolo, Trattato di demonologia, Centro Editoriale Carroccio, 83.
[2] Cfr. Calliari, ibidem, 83.

martes, 24 de enero de 2012

Conviértanse, porque el Reino de Dios está cerca



“Conviértanse, porque el Reino de Dios está cerca” (cfr. Mt 4, 12-17). El pedido de Jesús no se entiende si no se tiene en cuenta lo sucedido al inicio de la Creación, primero en los cielos y luego en la tierra. En los cielos, el demonio se rebela contra Dios, es expulsado luego de ser derrotado por San Miguel Arcángel, y en su caída logra arrastrar al hombre, haciendo cometer a Adán y Eva el primer pecado de la humanidad, el pecado original, pecado por el cual todos los hombres habrían de perder el estado de gracia.
El pecado original privó al hombre de la gracia;  le ofuscó la mente y el corazón, lo alejó de Dios; le arrancó la corona de luz y de gracia con la que Dios lo había adornado en su creación, y lo arrojó por tierra. Por el pecado, el hombre a su vez arrojó a Dios de su corazón y lo echó, reemplazándolo por una imagen de sí mismo. Al haber arrojado el hombre a Dios de su corazón, lo privó de la luz divina que le otorgaba la gracia, y por eso al hombre le es arduo el conocer la verdad y, aunque desea el bien, le es difícil hacerlo.
Por el pecado, el hombre dejó de escuchar la voz amigable y amable de Dios, su Creador, para escuchar la voz seductora, insidiosa y mentirosa del Demonio. Por el pecado el hombre, que era amigo de Dios, se volvió su enemigo y, envuelto en la confusión, tomó por amigo a quien es su más grande y peor enemigo, el Diablo.
El pecado original hizo perder al hombre, además de la amistad y la luz de Dios, la vida, la salud, y por eso quedó sometido a la enfermedad, al dolor, a la muerte, a la separación de Dios.
Por el pecado, la cabeza del hombre quedó sin la corona de gloria con la que Dios lo había creado, y además su corazón, que antes miraba hacia arriba, hacia Dios, quedó dado vuelta hacia abajo, hacia la tierra, hacia las cosas bajas.
La conversión consiste en cambiar la dirección del corazón, enderezarlo, y dirigirlo hacia arriba, hacia Dios.
El llamado a la conversión por parte de Jesús es un llamado por lo tanto a cambiar el corazón, a apartarlo de la tierra y de las cosas bajas, las pasiones, los odios, los rencores, el orgullo, la envidia, para elevarlo hacia Dios, en busca de su rostro, rostro que se manifiesta en Cristo y que comunica la luz, el amor, la paz de Dios.
Convertirse quiere decir entonces dejar atrás al hombre viejo, y dejar de mirar y de vivir esta vida terrena como si fuera la definitiva, y comenzar a mirarla y vivirla como lo que es, un breve período de prueba para ganar la eternidad que nos espera; convertirse es combatir contra la soberbia y el orgullo propios, que lleva a condenar al prójimo sobre la base de prejuicios, siempre equivocados; convertirse quiere decir luchar contra la pereza corporal, que nos lleva a no cumplir nuestro deber de estado, o a cumplirlo de modo mediocre y tibio, y contra la pereza espiritual, que nos lleva a no rezar ni asistir a Misa, posponiendo y dejando de lado la oración y la Eucaristía por los atractivos del mundo; convertirse es abatir el orgullo propio, que lleva a no perdonar al prójimo, pero también lleva a no querer pedir perdón porque no se reconocen las propias faltas.
“Conviértanse, porque sino todos pereceréis”, les advierte Jesús a sus contemporáneos, pero también la advertencia se dirige a nosotros. Según las palabras de Jesús, la conversión es absolutamente necesaria para entrar en el Reino de los cielos, porque no se salvará quien posea un corazón ennegrecido por el rencor, la envidia, el orgullo, la avaricia, la lujuria.
La conversión es una tarea de todo el día, todos los días; inicia en el momento de la concepción y finaliza en el momento de la muerte, por eso nadie puede decir: “Estoy convertido”, porque pecaría de orgullo y presunción, al afirmar una falsedad. Sólo los santos del cielo están ya perfectamente convertidos, pero todos tuvieron que pasar por la prueba de esta vida.
Convertirse es una tarea ímproba, dificilísima, porque consiste en desviar la mirada torcida del corazón, inclinada hacia las cosas bajas de la tierra y hacia el propio yo, para dirigirlo hacia las cosas del cielo, de la eternidad, de Dios Uno y Trino.
La conversión es una tarea imposible de llevar a cabo con las solas fuerzas humanas, porque es equivalente a que un hombre intentara mover una montaña.
Pero lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios, y es por eso que la conversión es posible, pero sólo allí donde está Dios y donde Dios se manifiesta y se nos comunica con el poder de su gracia divina: la Cruz, la Eucaristía, la Confesión sacramental.
Dios se manifiesta en la Cruz y por eso, quien se acerca a la Cruz, recibe la gracia de la conversión, como le sucedió a Dimas, el buen ladrón, y como le sucedió a Longinos, el soldado romano que le traspasó el Corazón, convirtiéndose al derramarse en su cara la Sangre y el Agua del Corazón de Jesús. Y quien se acerca a la Cruz, recibe sólo gracia, amor, luz y paz de parte de Dios crucificado: además de la conversión, Dimas recibe la promesa de la salvación eterna: “Te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso”, y Longinos recibe también la gracia de la conversión: “Verdaderamente, este es el Hijo de Dios”.
Y esa Sangre y esa Agua se nos comunican en los sacramentos, la Eucaristía y la Confesión sacramental, por medio de los cuales el alma recibe la gracia santificante que la convierte en morada de la Trinidad.
Y si alguien dice: “Hace años que me confieso y comulgo, y no veo que esté en el camino de la conversión”, es muy probable que a este tal lo que le suceda sea que acude a la confesión como si fuera la consulta con un psicólogo, sin propósito de enmienda, y que comulgue distraídamente.
¿Y cómo saber si nuestra alma está en el camino de la conversión? Son indicios de un corazón en proceso de conversión, la humildad, la caridad, la compasión, las obras de misericordia.
Si no hay nada de esto –misericordia, humildad, caridad, compasión-, el cristiano no debe engañarse, porque aún cuando rece y asista a Misa, todavía ni siquiera ha comenzado la conversión.

viernes, 20 de enero de 2012

La prédica del Evangelio y la expulsión de demonios nos llaman a la conversión



“Los envió a predicar con el poder de expulsar demonios” (Mc 3, 13-19). Jesús envía a los Apóstoles a predicar, pero les da además el poder de expulsar demonios. Estas dos acciones nos hablan de un mundo sobrenatural, un mundo que está más allá de lo que podemos ver y entender, un mundo al que estamos destinados, del cual los Apóstoles de Jesús vienen a darnos noticia para que nos preparemos.
Jesús envía a los Apóstoles a predicar y a expulsar demonios, y estas dos cosas que hacen los Apóstoles, nos hablan del mundo sobrenatural que está más allá de esta vida, que es perfectamente perceptible después de la muerte.
La prédica nos habla del mundo de luz, de amor y de paz, que es el Reino de los cielos, y para poder llegar a este Reino, es que tenemos convertir el corazón, porque de lo contrario, con un corazón no convertido, con un corazón vuelto hacia las creaturas, vacío del amor de Dios, incapaz de perdonar y de pedir perdón, jamás podremos entrar.
La expulsión de los demonios, nos habla por el contrario del tenebroso reino del infierno, el lugar creado por Dios para los ángeles apóstatas, para aquellos que voluntariamente se decidieron contra Dios, y al que irán indefectiblemente aquellos que no quieran cambiar su corazón, que no acepten a Jesucristo como el Salvador, a quienes rechacen la Cruz y la gracia de Dios. Los demonios no son seres de fantasía, sino seres reales, espirituales, ángeles que conservan todo el poderío de su naturaleza angélica, pero que han perdido la gracia de Dios para siempre, y con la gracia, han perdido el amor divino, y por lo tanto sólo albergan odio contra Dios y contra la imagen de Dios, el hombre. Los demonios son miles de millones, y se encuentran por todas partes, rodeando al hombre y entorpeciéndolo, tomando posesión de sus cuerpos y envenenando sus almas, buscando hacerlos caer en la desesperación, para arrastrarlos al infierno, como inútil venganza contra Dios por haberlos expulsado del cielo. Quien niega la existencia del demonio y su capacidad de odio y de mal, en algún momento se encontrará cara a cara con él y creerá, aunque para ese entonces ya será muy tarde.
Predicar y expulsar demonios son acciones de los Apóstoles que, de parte de Jesucristo, vienen a hablarnos de la vida sobrenatural, del cielo y del infierno, para sacarnos de nuestro letargo espiritual y llevarnos a la conversión, que es el inicio de la santidad.
También la Iglesia predica y expulsa demonios, y con eso nos habla del Reino de los cielos y del reino de las tinieblas. Pero hace todavía más que eso: trae a este mundo, por la Santa Misa, por la consagración eucarística, al Rey de los cielos, Jesucristo, al tiempo que aleja de los hombres, al enceguecerlo con la luz de la Eucaristía, al Príncipe de las tinieblas.
Por lo tanto, así como escuchar la prédica  de los Apóstoles, y asistir a sus exorcismos, no podía nunca dejar indiferentes a quienes eran testigos, puesto que era un llamado a la conversión, así también asistir a Misa, el sacrificio santo del altar por el que la Iglesia trae a nuestro mundo y a nuestro tiempo al Rey de los cielos, Jesús en la Eucaristía, al tiempo que aleja al demonio de la vida de los hombres, que no puede soportar el resplandor de la Eucaristía, así también asistir a Misa –aún si asistiera a una sola Misa en su vida- no puede ser un acto intrascendente en la vida del cristiano, sino que debe despertarlo de su sopor espiritual e iniciar en él el camino de la conversión, que lo conduce a la feliz eternidad.  

lunes, 16 de enero de 2012

¿QUIERES CONOCER DÓNDE VIVO? VEN, ENTRA EN LA MORADA DE MI CORAZÓN EUCARÍSTICO, Y CONOCERÁS DÓNDE VIVO”





“Hemos encontrado al Cristo” (cfr. Jn 1, 35-42). Andrés, hermano de Simón Pedro, sigue a Jesús con otro discípulo, y le pregunta por su morada. Quiere saber dónde vive, no por curiosidad, sino para compartir con los demás el hallazgo que acaba de hacer: ha encontrado al Cristo, el Mesías, el Cordero de Dios. Es lo que dirá a su hermano Simón Pedro: “Hemos encontrado al Cristo”.

La experiencia de Andrés –encontrar a Cristo- representa el hecho más feliz que pueda acontecerle a cualquier ser humano venido a este mundo, porque Cristo no es un rabbí hebreo de religión que murió hace dos mil años dejando una enseñanza moral sublime; Cristo no es el fundador fracasado de una nueva religión, que murió crucificado y abandonado por todos, menos por su Madre, porque nadie lo comprendía; el Cristo al cual Andrés encuentra, es Dios: Cristo es el Hombre-Dios, es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que adueñándose de un cuerpo humano, inhabita en él; Cristo es Dios Hijo, que procede eternamente de Dios Padre, que se encarnó y nació milagrosamente en el tiempo en el seno de la Virgen Madre; Cristo es Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, para que los hombres se hagan Dios; Cristo es Dios en Persona, aún cuando sus contemporáneos lo confundan con “el hijo del carpintero”; Cristo es Dios, y por lo tanto, posee el mismo ser divino y la misma substancia divina que Dios Padre y que Dios Espíritu Santo, mereciendo, al igual que estas Personas de la Santísima Trinidad, todo el honor, la adoración y la gloria por parte de los ángeles y de los santos; Cristo es Dios, y por lo tanto, posee todos los atributos de Dios: es omnipotente, y por eso es el Creador de cielos y tierra, y por eso expulsa a los demonios con solo ordenárselo, y calma al viento y a la tempestad con una sola palabra; Cristo es Dios, y por eso sus milagros son portentosos, maravillosos, imposibles de ser realizados por criatura alguna, aún cuando esa criatura sea un ángel: multiplica la materia, haciendo aparecer miles de panes y peces allí donde no los había; convierte el agua en vino, y vino del mejor; sana enfermos, paralíticos, sordos, ciegos, mudos, y cura toda clase de enfermedades; resucita muertos, como a Lázaro, o al hijo de la viuda de Naím, devolviéndolos a la vida, puesto que Él no es solamente el Creador de toda vida existente –angélica, humana, animal, vegetal-, sino que Él es la misma Vida Increada, fuente de toda vida.

Cristo es Dios, y por eso en la Cruz, aún cuando parece estar vencido, aún cuando en la Cruz parece ser un hombre derrotado, fracasado, humillado, que ha sido vencido por sus enemigos y abandonado por sus amigos; aún cuando en la Cruz no parece santo, porque es condenado como un malhechor; aún cuando en la Cruz no parece Dios porque muere como hombre; aún cuando en la Cruz no parece fuerte, porque aparece en toda la debilidad de su Humanidad, que es crucificada sin oponer resistencia; aún cuando en la Cruz no parece inmortal, porque sufre una muerte real y verdadera al separarse su Alma santísima de su Cuerpo Inmaculado, permaneciendo la Divinidad con cada uno de ellos; aún así, Cristo en la Cruz es Dios crucificado, el Dios Tres veces santo, que comunica su santidad a través de la Sangre y el Agua que brotan de su Corazón traspasado; Cristo en la Cruz es Dios fuerte, porque en la máxima muestra de debilidad en su Humanidad crucificada, con esta misma Humanidad crucificada, inhabitada por su Divinidad, mata a la muerte para siempre, y es Dios Fuerte porque con su muerte, derrota también para siempre al pecado y al poderoso instigador del pecado, el demonio; Cristo en la Cruz es Dios Inmortal, porque, pero que al mismo tiempo que muere en su Humanidad, no solo derrota a la muerte para siempre, sino que concede su Vida divina por medio de la Sangre y el Agua que brotan de su Corazón traspasado; Cristo es Dios, y por eso puede hacer el más grande milagro de todos los grandes milagros de Dios, soplar el Espíritu Santo por medio de las palabras de consagración, pronunciadas por el sacerdote ministerial, sobre los dones del pan y del vino para transubstanciarlos, convertirlos, en su Cuerpo y en su Sangre.

Es por esto que la experiencia de Andrés –escuchar al Bautista que dice que Jesús es Dios, seguirlo para saber dónde vive, y finalmente encontrar a Jesús el Cristo-, no es un hecho más entre otros, aun cuando a simple vista parezca un hecho común: un hombre que encuentra a otro, como cuando decimos: “Encontré a Fulano”. Es un hecho trascendental, que habrá de cambiar radicalmente su vida, no solo desde el punto de vista existencial –cambiará su profesión para ser Apóstol y discípulo de Jesús-, sino ante todo cambiará el sentido y la dirección de su vida: antes de encontrar a Jesús, Andrés, como todo hombre nacido en este mundo, estaba destinado a la muerte y, con mucha probabilidad, a la condenación eterna, porque los hombres, nacidos con el pecado original, no solo jamás podrían entrar en el cielo, sino que sin la gracia, dice Santo Tomás, no pueden vivir sin cometer pecado mortal, con lo cual merecen la condenación eterna.

El hecho de haber encontrado a Jesús le significa a Andrés, por lo tanto, un cambio radical en su vida, porque a pesar de una breve defección en el momento del apresamiento de Jesús, en donde huirá cobardemente como todos los discípulos, Pedro incluido, luego seguirá a Jesús por el camino de la Cruz, y dará su vida por Él. Y así Andrés, que en la tierra preguntaba dónde vivía Jesús, ahora en el cielo vive con Él eternamente, en las moradas del Padre celestial. Encontrar a Jesús significa dar a la vida un giro trascendente, asombroso, maravilloso; encontrar a Jesús significa cambiar radicalmente la perspectiva de la vida humana, porque significa ser asociado por Él a su Pasión, como le sucedió a Andrés que murió mártir, y significa ser conducido por Jesús a las moradas eternas de los cielos, para vivir en la eterna alegría y felicidad que significa contemplar cara a cara a Dios Uno y Trino.

Quien encuentra a Jesús, no queda nunca como antes, puesto que experimenta un giro, o más bien, una elevación insospechada en su vida, ya que antes de Jesús estaba destinado a morir, ahora por la gracia está destinado a la resurrección en la gloria.

“Hemos encontrado al Cristo”, dice Andrés en el Evangelio, y como Andrés, todo cristiano está llamado a encontrarse con Cristo en la Eucaristía, en el sagrario; todo cristiano está llamado a repetir la maravillosa experiencia de Andrés, de encontrarse con Cristo, y así dar un nuevo sentido y una nueva dirección a su vida, el sentido y la dirección de la feliz eternidad en los cielos. Todo cristiano está llamado a encontrar a Cristo y a comunicar a sus hermanos, los hombres, su feliz hallazgo: “He encontrado a Cristo en la Eucaristía”. Pero no se puede encontrar a Cristo en la Eucaristía, si se camina en dirección contraria adonde Jesús habita, el sagrario; no se puede encontrar a Cristo, si en vez de venir a su encuentro en la Santa Misa, se decide ir a lugares en donde Él no está, aunque sí está el Enemigo de las almas, el demonio, el ángel caído; no se puede encontrar a Cristo si en vez de venir a Misa, se acude a bailes, a diversiones, a espectáculos, a estadios de fútbol, a programas de televisión, a cines, a reuniones con amigos. Es por esto que muchos, muchísimos cristianos, en vez de encontrar a Cristo, encuentran al Ángel de la oscuridad, el demonio, la serpiente, que se disfraza de luz para hacerlos caer en el pecado. Muchos –todos- cristianos están llamados, pero son pocos los que escuchan la llamada y responden.

Muchos cristianos caminan en dirección contraria adonde Jesús habita, y así nunca lo podrán encontrar.

“Hemos encontrado al Cristo”. El cristiano no tiene a Juan el Bautista para que le señale quién es y dónde vive el Cordero de Dios, pero sí tiene a la Iglesia, que le dice en el Catecismo: “Cristo en la Eucaristía es el Cordero de Dios, y vive en el sagrario”.

“Hemos encontrado al Cristo”, dice Andrés en el Evangelio, y el cristiano, luego de escuchar a la Iglesia que dice: “Cristo Dios está en la Eucaristía, esperándote, en el sagrario; ve allí donde Él vive, y lo encontrarás”, debería decir: “He encontrado a Cristo en la Eucaristía” y, al igual que Andrés, que comunicó su feliz hallazgo a su hermano Pedro, debería también comunicar su hallazgo de Jesús en la Eucaristía a sus hermanos, no tanto con sermones, sino con obras de misericordia corporales y espirituales.

martes, 10 de enero de 2012



Jesús expulsa a un demonio del cuerpo de un poseso (cfr. Mc 1, 21-28). Muchos creen que la posesión demoníaca de los cuerpos humanos son cosas del pasado; que si existieron, hoy ya no se dan más estos casos; otros, reducen los casos de posesión descritos en el evangelio a enfermedades psiquiátricas desconocidas en ese entonces y confundidas con posesiones; para otros, finalmente, se trata sólo de supersticiones que no pueden ser aceptadas por mentes racionalistas y progresistas.
            Pensar de esta manera constituye un gravísimo error, puesto que el demonio, el espíritu maligno, el ángel caído, existe, y continúa tomando posesión de cuerpos y engañando mentes y voluntades de innumerables seres humanos. El demonio es un ser real; no es un producto de la imaginación, ni una enfermedad psiquiátrica, ni el fruto de creencias supersticiosas. Conserva todo su poder, propio de su naturaleza angélica, aunque sin la gracia de Dios, por lo que su voluntad está fijada y congelada en el mal absoluto, en el odio sin límites. El demonio odia a Dios y al hombre en cuanto imagen de Dios, y al no estar condicionado por la materia y por el tiempo, se mueve entre los hombres para tratar de engañarlos, hacerlos caer en el pecado, y arrastrarlos al infierno.
            Lejos de ser un fantasma o una leyenda, el demonio es una tenebrosa realidad, la más peligrosa y terrible realidad que pueda existir, tanto para cada hombre en particular, como para todas las naciones de la tierra.
            Que exista el demonio, es un hecho que puede ser constatado sin salir del hogar, simplemente encendiendo el televisor o conectándose a Internet. Por estos medios de comunicación, se puede comprobar cómo la práctica totalidad de la cultura humana –lo que el hombre piensa y hace- está influenciada por el demonio: la moda indecente e impúdica; la música del género que sea –cumbia, rock, música pop-, que induce al sexo desenfrenado, al alcohol, a la drogadicción; los homicidios, los adulterios, las venganzas, las matanzas, los asesinatos, los robos, las violencias, las guerras, etc. etc. Y como si esto fuera poco, el silencioso genocidio del aborto. Todo el quehacer humano, en la actualidad, es explícita o implícitamente satánico, puesto que el grado de perversión y de malicia que se observa en estas manifestaciones, distan mucho de ser explicadas por las solas pasiones humanas. Es el ángel caído el que, inficionando el corazón del hombre, induce a este a crear la actual civilización atea, materialista, hedonista. Un reflejo de esta civilización sin Dios son los domingos, en los que los templos están vacíos, mientras están saturados de católicos tibios y apóstatas los estadios de fútbol, los parques de diversiones, los centros de compras…
            En el evangelio, Cristo expulsa al demonio del cuerpo de un poseso. Hoy, debería expulsarlo de toda la sociedad y de todas las manifestaciones perversas de la sociedad, puesto que nos encontramos en un momento en el que las fuerzas del infierno parecen ya haber triunfado no sobre un hombre aislado, como el poseso del evangelio, liberado por Jesús, sino sobre toda la humanidad.
            Sin embargo, si hoy el ataque del infierno es feroz y despiadado, más que en tiempos de Jesús, también nosotros poseemos una extraordinaria defensa, y también ataque contra las fuerzas del infierno: es la Virgen María, ante cuyo nombre tiembla de terror el infierno entero. En época de Jesús la Virgen no actuaba contra el demonio, porque no era todavía el tiempo de su pública actuación fijado por la Divina Providencia. Pero nuestros tiempos son los tiempos de María, la Mujer del Génesis, la Mujer del Apocalipsis, que aplasta la cabeza de la serpiente infernal con su delicado piececillo de doncella. ¿Cómo es posible esto? Porque la fuerza omnipotente de Dios actúa a través suyo, y es por este motivo que para el demonio el pie de la Virgen, con el cual aplasta su soberbia cabeza, tiene el peso de miles de millones de toneladas, y todavía más.
            Si en el evangelio aquellos que eran atormentados por los demonios, podían recurrir sólo a Jesús, nosotros en cambio, podemos recurrir a Él y a la Virgen María, Vencedora del infierno con la gracia de su Hijo Jesús. 

viernes, 6 de enero de 2012

Bautismo del Señor



         “Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección” (Mc 1, 7-11). En la teofanía trinitaria del Jordán, Dios Padre se dirige a Jesús, en el momento de su bautismo por parte de Juan el Bautista, y le manifiesta su predilección.
Luego, en el Monte Tabor, Dios Padre hablará nuevamente, en la Transfiguración de Jesús, antes de la Pasión, pero esta vez no se dirige a Jesús, sino a nosotros, los cristianos: “Este es mi Hijo muy amado… Escuchadlo” (Mc 9, 1-11).
Como resultado de estas dos intervenciones, en el Jordán y en el Monte Tabor, Dios Padre nos está diciendo que Jesús es su Hijo –por lo tanto, es tan Dios como Él-, y que en Él tiene toda su predilección y que “escuchemos” lo que Jesús nos dice.
Dios Padre nos dice que escuchemos a Jesús, su Hijo muy amado, y nos dice que lo que escuchemos para que, obviamente, hagamos lo que Él nos dice. Esto nos lleva a plantearnos las siguientes preguntas: ¿qué es lo que nos dice Jesús, el Hijo de Dios Padre, y qué es lo que hacemos nosotros en respuesta a lo que Él nos dice? Y aún antes que esto: ¿escuchamos lo que nos dice? Y si lo escuchamos, ¿hacemos lo que nos dice?
         ¿Qué es lo que nos dice Jesús, para hacer lo que nos dice luego de escucharlo?
Jesús nos dice: “Ama a tus enemigos; bendice a los que te persiguen (Mt 5, 43-48); perdona setenta veces siete (Mt 18, 22), es decir, siempre, sin importar la magnitud de la ofensa; perdona, porque Yo te perdoné primero desde la Cruz, y tú debes perdonar a tu prójimo enemigo con mi mismo perdón, que es de valor infinito”. Es esto lo que Jesús nos dice, y sin embargo, cuando por alguna circunstancia, sea banal o seria, un prójimo se convierte en nuestro enemigo, ni se nos pasa por la cabeza perdonar en nombre de Cristo con el mismo perdón con el cual hemos sido perdonados; antes bien, juramos venganza, aunque no la llevemos a cabo, y estamos dispuestos a aplicar la ley maldita del Talión, a devolver “ojo por ojo y diente por diente” (cfr. Éx 21, 24), a no perdonar ni una sola de las afrentas recibidas, con lo cual demostramos que poco y nada nos importan las palabras de Jesús, y que Jesús es para nosotros poco menos que una figurita decorativa.
Jesús nos dice: “El que quiera seguirme, cargue su cruz y me siga” (Mt 16, 24). Jesús no nos obliga a seguirlo, porque nos dice: “El que quiera seguirme”, y el que quiera seguirlo, para hacerlo debe cargar su Cruz, porque Jesús va camino del Calvario cargando su Cruz, y la Cruz es la única puerta que conduce al Cielo. Quien no carga su Cruz, no puede entrar en el cielo.
Pero, ¿qué quiere decir “cargar la Cruz”? Cargar la Cruz quiere decir, por ejemplo, no solo no renegar de la propia enfermedad, del dolor y de las molestias que se derivan, sino considerar esto como un don del cielo, por el cual el alma se configura a Cristo crucificado. Por la enfermedad, por el dolor, por la tribulación, el alma es hecha partícipe, por Jesucristo, a la Suprema Tribulación de la Cruz. Rechazar esto es rechazar la Cruz, y ¡cuántos cristianos, en vez de encarar sus dolencias con la mirada puesta en la Cruz, lo primero que hacen es acudir a los vendedores de ilusiones, que prometen “parar de sufrir”! Si los mercaderes de la religión, que prometen la eliminación de la Cruz, tienen tanto éxito, es porque la inmensa mayoría de los cristianos arroja la Cruz en el suelo, para correr detrás de quien pueda hacerle olvidar, aún a costa de engaños, la Cruz que Cristo le regaló.

Hay muchas otras cruces -cada cual tiene una a su medida y según su capacidad, porque Dios no da nunca una cruz más grande que la que cada uno puede cargar, y cuando da la cruz, da la gracia y la fuerza para llevarla-, y para todas las cruces vale lo del ejemplo: Cristo nos dice que debemos cargar la Cruz y seguirlo camino del Calvario, para morir al hombre viejo, y lo primero que hacemos es renegar de la Cruz, arrojarla a un costado, y empezar a caminar o a correr en el sentido opuesto al del Calvario, para buscar consuelo en las criaturas y en el mundo.
Jesús nos dice: “Yo soy el Pan vivo bajado del cielo, el que coma de este Pan no morirá (cfr. Jn 6, 51ss); el que coma del Pan que Yo le daré, que es mi carne, tendrá la vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día”. Jesús nos alienta a alimentarnos de un manjar celestial, un Pan de ángeles, un alimento que no es de este mundo, su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía, y nos asegura que quien haga esto, alimentarse del Pan vivo bajado del cielo, tendrá la vida eterna, lo cual quiere decir la alegría, la felicidad, el gozo para siempre, porque le será comunicada la vida misma del Hombre-Dios, que es la vida misma de Dios Uno y Trino.
Y a pesar de esta invitación de Jesús, de comer su Cuerpo y beber su Sangre, es decir, de ser alimentados con un alimento espiritual y glorificado, para recibir la gloria, la vida, la luz, la paz y la alegría de Dios, la inmensa mayoría de los cristianos prefieren saciar el vientre y la sed con los manjares del mundo, manjares que engordan el cuerpo al tiempo que enflaquecen el alma, porque proporcionan alimento material pero no espiritual; en vez de acudir a recibir la Carne del Cordero de Dios, servida por Dios Padre en el banquete celestial, la Santa Misa, los Domingos, los cristianos acuden en masa a los modernos templos del placer, de la diversión banal, de las distracciones pasajeras, de los pasatiempos vacíos, y es así como los Domingos, las iglesias están vacías y sobran las comuniones y faltan las confesiones, porque están atiborrados de cristianos tibios y malos los estadios de fútbol, los cines, los centros de compras, los paseos públicos, los parques de diversiones.
Los cristianos demuestran así que no solo no escuchan lo que Jesús, el Hijo de Dios Padre les dice, alimentarse con el Pan que da la Vida eterna, sino que hacen lo contrario, se alimentan con placeres terrenos que destruyen el germen de vida eterna, la vida de la gracia.
Obrando de esta manera, es decir, sin escuchar lo que Jesús dice, y sin hacer nada de lo que dice que un cristiano debe hacer para alcanzar la vida eterna, el cristiano se encuentra en una situación idéntica a la de los discípulos que, con la barca azotada por la tormenta, y a punto de hundirse, ven venir a Jesús caminando sobre las aguas, y lo confunden con un fantasma: “…vino Él hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, viéndole caminar sobre el mar, se turbaron y decían: ‘Es un fantasma’, y de miedo se pusieron a  gritar” (Mt 14, 26). Para muchos cristianos, Jesús en la Iglesia no es más que un fantasma, y por eso no hacen nada de lo que Jesús dice, con lo cual pierden la oportunidad dada por Dios de ganar la vida eterna, al tiempo que se entregan con los ojos cerrados al enemigo de las almas, el demonio.
“Este es mi Hijo muy amado… Escuchadlo”. En la teofanía del Jordán, Dios Padre nos manda escuchar a su Hijo muy amado. En las bodas de Caná, la Virgen Madre, nos manda hacer lo que nos dice: “Hagan lo que Él les dice” (Jn 2, 1-11).
Sólo si escuchamos a Jesús y hacemos lo que Él nos dice, alcanzaremos la vida eterna.

Solemnidad de la Epifanía del Señor (2)



            Para Epifanía, la Iglesia se alegra porque sobre ella resplandece la luz de la gloria, aplicándose a sí misma la profecía de Isaías: “Levántate y resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea para ti, mientras está cubierta de sombras la tierra y los pueblos yacen en tinieblas. Sobre ti viene la aurora del Señor, y en ti se manifiesta su gloria” (60, 1ss).
         En esta fiesta, la Iglesia ve cómo, mientras el resto del mundo yace en tinieblas de muerte, para la Iglesia brilla una luz, que es la gloria del Señor, que “alborea” sobre la Iglesia. Hay un contraste radical entre el mundo y la Iglesia, porque mientras el mundo yace en “sombras” y en “tinieblas”, que no son otra cosa que las sombras y las tinieblas del pecado, de la ignorancia, del error, consecuencia del dominio del demonio, sobre la Iglesia resplandece la luz, que es vida y vida eterna, porque se trata del mismo Dios, que es luz: “Dios es luz y en Él no hay tinieblas” (1 Jn 1, 5).
         Sobre la Iglesia, en Epifanía, brilla una luz que es la gloria de Dios. No se trata de la gloria del mundo, obviamente, pero tampoco es la gloria tal como la contemplan los ángeles y los santos en el cielo. Es esa misma gloria, la que contemplan los bienaventurados, pero que se manifiesta de un modo desconocido para los hombres, “con un nuevo resplandor”, tal como lo dice el Prefacio I de Navidad[1]: es la gloria que se manifiesta a través de la Humanidad de la Palabra hecha carne; es la gloria que se manifiesta a través del cuerpo del Niño de Belén.
          Es por este que, quien contempla al Niño de Belén, contempla la gloria de Dios, que se hace visible a través suyo, y es en esto en lo que consiste la Epifanía de Belén.
         Es la misma gloria que se manifestará en la efusión de sangre en la Cruz, y por este motivo, quien contempla a Cristo crucificado, contempla también la Epifanía de la Cruz, la manifestación de la gloria de Dios.
         Pero la Iglesia, cotidianamente, también tiene su Epifanía; para la Iglesia, también alborea la luz de la gloria divina, diariamente; para la Iglesia, la gloria de Dios también se manifiesta con un nuevo resplandor, con un resplandor desconocido para el mundo, y esta manifestación, esta Epifanía de la Iglesia, es la que acontece en cada Santa Misa, porque es allí en donde la gloria de Dios aparece escondida bajo algo que parece pan: la Eucaristía.
         Por este motivo, quien contempla la Eucaristía con los ojos de la fe, no con los ojos del cuerpo, contempla la gloria de Dios.
         Como los Reyes Magos, que se llenaron de gozo al adorar la gloria de Dios manifestada en el Niño de Belén, y fueron a comunicar a los demás lo que habían visto y oído, así el cristiano, lleno de gozo por la adoración eucarística, debe comunicar a los demás, con obras de misericordia, la alegría de contemplar y adorar la gloria de Dios en la Eucaristía.       


[1] Cfr. Misal Romano.

Solemnidad de la Epifanía del Señor



         En pleno tiempo navideño, tanto la Iglesia como el profeta Isaías hablan de la aparición de la gloria de Dios sobre la Iglesia, y la liturgia nos dice que esto se verifica en el Misterio de Navidad y de Epifanía[1]. El día de la Epifanía, la Iglesia la Iglesia se aplica a sí misma las palabras del profeta Isaías: “Levántate y resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea para ti, mientras está cubierta de sombras la tierra y los pueblos yacen en las tinieblas. Sobre ti viene la aurora del Señor, y en ti se manifiesta su gloria” (60, 1-22; Epist.).
         Ahora bien, si lo que vemos en tiempo de Navidad es un pesebre, con una escena familiar, una madre, un padre, un niño, más un grupo de curiosos que han venido atraídos por lo insólito del lugar del nacimiento, un pesebre, un establo, en vez de una posada, ¿de qué gloria se trata? No es, obviamente, la gloria de Dios, al menos según  las teofanías o manifestaciones del Antiguo Testamento, en las que Yahveh se manifiesta en medio de truenos y rayos, en medio de temblores de tierra y de humo (cfr. Éx 33, 20-33).
         Tampoco es la gloria de Dios tal como la contemplan, en el cielo y por la eternidad, los ángeles de luz.
         Tampoco es, obviamente, la gloria mundana, opuesta radicalmente a la gloria de Dios.
         ¿De qué gloria se trata?
         Nos lo dice la misma Iglesia, en el Prefacio I de Navidad: “Por la encarnación de la Palabra, la luz de tu gloria se nos ha manifestado con nuevo resplandor”[2]. Lo que la Iglesia nos dice es que “en la Encarnación de la Palabra” la gloria de Dios se nos manifiesta con un nuevo esplendor, y esa Palabra encarnada, que manifiesta el esplendor de la gloria de Dios de un modo nuevo, desconocido para los hombres, es el Niño de Belén. Quien ve al Niño de Belén, ve entonces a la gloria de Dios, que se manifiesta visiblemente, de modo que el Dios de la gloria, que habitaba en una luz inaccesible, y que era invisible a los ojos del cuerpo, ahora se hace visible, perceptible, a los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe. Quien contempla al Niño de Belén con la fe de la Iglesia, contempla la gloria de Dios, porque contempla al Kyrios, al Señor de la gloria, Aquel al que nunca habrían crucificado quienes lo crucificaron, si precisamente lo hubieran reconocido como al Señor de la gloria.
         La gloria que la Iglesia y el profeta cantan entonces en Navidad, como apareciendo sobre la Iglesia, la gloria que se manifiesta en la Iglesia es entonces la gloria del Niño de Belén, que no es la del mundo, sino la gloria de Dios, pero que brilla con nuevo resplandor, porque se hace accesible a través de la carne, de la humanidad del Niño Dios. Y como el Niño Dios de Belén será luego el Hombre-Dios que entregará su vida y derramará su sangre en el Calvario, será también en el Calvario, en la cima del monte Gólgota, en la crucifixión, en la efusión de sangre del Hombre-Dios, en donde la gloria de Dios se manifestará con su máximo esplendor.
         Pero si el Niño de Belén, que es luego el Hombre-Dios, manifiesta la gloria de Dios, porque en Belén la Palabra se encarna, haciéndola brillar con nuevo resplandor, y si se manifiesta con su máximo esplendor en el Calvario, en la efusión de sangre del Cordero de Dios, es en la Santa Misa en donde se dan ambas manifestaciones o, más bien, en donde la gloria divina se irradia también de un modo nuevo, a través de la Eucaristía. Quien contempla la Eucaristía, no con los ojos del cuerpo, sino con los ojos de la fe, contempla no un poco de pan bendecido, sino al Kyrios, al Señor de la gloria, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, que renueva su sacrificio en cruz de modo incruento, sacramental, sobre el altar del sacrificio.
         Como los pastores, que ante el anuncio de los ángeles acudieron a adorar a su Dios que se les manifestaba como un Niño recién nacido y al adorarlo se llenaron de asombro, de alegría y de gozo; como los Magos de Oriente, que llenos de amor y de admiración se postraron delante del Niño Dios y le dejaron los dones de incienso, oro y mirra, también nosotros dejemos ante el altar eucarístico nuestros pobres dones: el oro del corazón contrito y humillado, el incienso de la oración, y la mirra de obras hechas con sacrificio en su honor, y adoremos a nuestro Dios, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, que se nos manifiesta en su gloria con un nuevo resplandor, el resplandor que surge del misterio eucarístico, y llenos de asombro, de alegría y de gozo por la manifestación del Hijo de Dios en la Eucaristía, comuniquemos al mundo la alegre noticia: la Eucaristía es el Emmanuel, el Dios entre nosotros, que se nos entrega como Pan de Vida eterna.


[1] Cfr. Casel, O., Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid 1964, 199.
[2] Misal Romano.

miércoles, 4 de enero de 2012

Hemos encontrado al Mesías, Jesús en la Eucaristía



“Hemos encontrado a Jesús; hemos encontrado al Mesías del que hablaron los profetas” (cfr. Jn 1, 35-47). La frase de San Andrés expresa un misterio insondable, a la par que encierra una alegría de origen sobrenatural, celestial, porque haber encontrado al Mesías del que hablaban los profetas significaba haber encontrado al Salvador, a Aquel que habría de derrotar al ángel caído y a sus huestes infernales, que tenían aprisionadas entre sus garras a la humanidad entera; haber encontrado al Mesías significaba el inicio del cumplimiento de las profecías mesiánicas, profecías que anunciaban la derrota de las tinieblas y de las sombras de muerte, y el inicio de una nueva era, una era de paz, de bondad entre los hombres, de ausencia de odio y de enemistad, de amor y de fraternidad universales, porque los hombres se reconciliarían con Dios y entre sí; haber encontrado al Mesías significaba empezar a ver cumplirse las profecías mesiánicas, que anunciaban la llegada, para los hombres, de un nuevo amanecer de luz, luz que traería consigo vida y vida eterna, porque esa luz era la luz de Dios, que es vida y vida eterna.
Es por esta razón que Felipe, al decir: “Hemos encontrado a Jesús; hemos encontrado al Mesías del que hablaron los profetas”, experimenta en sí mismo una gran alegría, una gran paz, y un gran deseo de comunicar a todos su gran hallazgo.
Lo mismo deberían experimentar los cristianos, al asistir a la Santa Misa, porque es allí en donde se encuentra Jesús en Persona, el Mesías, el Redentor, el Salvador, el Vencedor del demonio, de la muerte y del pecado, los tres grandes enemigos del hombre. Encontrar a Jesús Eucaristía significa encontrar la fuente de luz divina, de paz celestial, de amor sobrenatural, de vida eterna, de alegría infinita, de perdón inagotable, porque es encontrar al mismo Redentor, que dona su Sagrado Corazón en cada Eucaristía, Corazón que desborda en estos infinitos tesoros divinos.
Al asistir a la Santa Misa, el cristiano, lleno de gozo, de paz y de amor celestial por haber encontrado a Jesús Eucaristía, debería proclamar al mundo, a cada prójimo y a todo prójimo, con sus obras, con su misericordia, con su huida de la maledicencia, del prejuicio, del hablar condenatorio al prójimo: “He encontrado al Mesías, a Jesús en la Eucaristía, alégrense conmigo; he encontrado a Aquel que ha de conducirme a la vida eterna, a la morada de Dios Padre en los cielos”.

Maestro, ¿dónde vives?



“Maestro, ¿dónde vives?” (cfr. Jn 1, 35-42). A simple vista, la escena corresponde a dos discípulos que, atraídos por la figura de su maestro, quieren saber dónde vive, para compartir más de cerca sus enseñanzas. La respuesta de Jesús indicaría, por lo tanto, el lugar físico de su morada.
Pero Jesús no es un maestro más entre tantos: es Dios Hijo encarnado, hecho hombre sin dejar de ser Dios, que vive, camina, habla entre los hombres, y habita en moradas construidas por ellos, pero al mismo tiempo, en el misterio de su divinidad, vive además en otros lugares: vive en el seno de Dios Padre, en donde es engendrado desde la eternidad; vive, en el tiempo de la Encarnación, en el seno virgen de María Santísima; vive, en el tiempo sacramental de la Iglesia, en el altar eucarístico y en la Hostia consagrada.
Y quiere vivir, en el tiempo de los hombres, en los corazones pacíficos y humildes de quienes lo reciben con amor.