miércoles, 29 de febrero de 2012

No hay otro signo que la Eucaristía



“No hay otro signo que el de Jonás” (cfr. Mt 12, 38-42). Frente al pedido de un signo, Jesús contesta que el signo ya ha sido dado, y ese signo es Jonás, y que no hay otro signo que este signo de Jonás.
En la vida de Jonás y en todo lo que le acontece, está prefigurado y simbolizado el misterio pascual del Hombre-Dios, Jesucristo: el ser arrojado de la barca –salir de este mundo por la muerte en cruz-, en medio de una tormenta –la Pasión y muerte en cruz- a las fauces de un monstruo marino –las entrañas de la tierra, el sepulcro, el descenso al infierno- y el salir luego de tres días –desde el viernes santo hasta el domingo de resurrección- vivo, por sus propios medios, de las entrañas de este monstruo –la resurrección-.
Sólo que para los contemporáneos de Jesús, el signo se vuelve realidad en Jesucristo: Jesucristo realiza plenamente todo lo que está figurado y significado en Jonás, de ahí que los contemporáneos de Jesús no tengan otro signo que el de Jonás.
Hoy en día pareciera que la actitud se repite, y así como los contemporáneos de Jesús no veían ni el signo ni la realidad que lo actualizaba, Jesús, así el mundo de hoy, repitiendo la misma incredulidad, no ve el gran signo divino de la Iglesia Católica, la Eucaristía.
Así como para los contemporáneos de Jesús no había otro signo que el de Jonás, así para este tiempo presente, para nuestros contemporáneos, y para nosotros, no hay otro signo que el que da la Iglesia Católica

lunes, 27 de febrero de 2012

Si no perdonan, el Padre del cielo no los perdonará



“Si no perdonan, el Padre del cielo no los perdonará” (Mt 6, 7-15). El cristiano debe perdonar porque él mismo ha sido perdonado por Dios Padre desde la Cruz, y por este motivo, el cristiano no tiene motivos para no perdonar a su prójimo.
Perdonar al hombre, a todo hombre, le ha costado a Dios Padre nada menos que la vida de su Hijo Dios, y por eso no puede obtener perdón ni misericordia quien no imita a Dios Padre, perdonando a su enemigo.
La advertencia va dirigida no tanto a los paganos, esto es, a quien no conoce a Cristo, sino a los cristianos, y de modo especial, a quienes se dicen a sí mimos “cristianos practicantes”, y mucho más a quienes alcanzan grados de compromiso elevados, como por ejemplo, quienes integran alguna asociación, alguna agrupación, algún movimiento o quienes se han consagrado a la Virgen.
Si estos cristianos, por el motivo que sea, no se muestran indulgentes para con su prójimo, perdonando sus fallas –o, al revés, pidiendo perdón si fueron ellos los que se equivocaron-, se convierten en lo que San Luis María Grignon de Montfort llama “devotos presuntuosos de la Virgen”, que esconden su soberbia bajo una capa de piedad y devoción.
Quien no perdona, comete un grave pecado de soberbia y al mismo tiempo desprecia la Sangre de Cristo, que la ha derramado en la Cruz precisamente para perdonarnos a todos, que éramos enemigos suyos por el pecado. Quien no perdona, y quien no pide perdón, llamándose “cristiano practicante”, ofende a Dios Padre, porque no quiere imitarlo en su gesto misericordioso; calumnia a su hermano, porque en la falta de perdón hay siempre un juicio negativo e infundado sobre el prójimo; y llena su corazón de negro resentimiento, aún cuando intente ocultarlo bajo un manto de piedad, asistiendo a Misa todos los días e incluso comulgando y confesando.
“Si no perdonan, el Padre del cielo no los perdonará”. Dios es infinitamente misericordioso, pero también infinitamente justo, y no puede dar misericordia a quien no es misericordioso con su prójimo, perdonándolo.

sábado, 25 de febrero de 2012

Jesús nos enseña a vencer la tentación: oración, ayuno, Palabra de Dios



(Domingo I - TC – Ciclo B – 2012)
         “Jesús fue tentado por Satanás en el desierto” (Mc 1, 12-15). Jesús acepta voluntariamente someterse a la humillación de la tentación; acepta voluntariamente, enfrentar al demonio y tener que soportar su espantosa y horrorosa visión; acepta voluntariamente tener frente a sí al más inmundo de los seres, al más asqueroso de todas las creaturas, Satanás, la antigua serpiente, el dragón, que por propia decisión decidió convertirse en un ser horripilante y detestable.
         Jesús nos enseña a rechazar la tentación, por medio de la oración y el ayuno –reza y ayuna por cuarenta días-, por la mortificación de los sentidos –representada en el desierto, en donde no hay consuelo sensible alguno- y por medio de la Palabra de Dios, ya que usa la Sagrada Escritura para derrotar al demonio. Todas estas son armas espirituales poderosísimas, que Jesús nos da y nos enseña a usarlas, y si los cristianos caen en la tentación y en las redes del demonio, es porque no las usan.
         ¿A qué comparar la tentación? A un pez que muerde la carnada: el pez, desde el agua, ve la carnada pero no ve el anzuelo, y como la carnada le parece apetitosa y sin riesgo, porque el anzuelo le queda oculto por el agua, muerde la carnada con todas sus fuerzas, y en ese mismo momento, se le revela como lo que es: una trampa mortal. Ni le satisfizo el apetito, ni le dio vida, sino todo lo contrario: lo dejó con hambre, y encima le quitó la vida, porque al sentir el tirón, el pescador tira de la caña de pescar y saca al pez del agua. Eso es la tentación consentida para el hombre: morder la carnada, escondida en el anzuelo, que le tira el demonio. La carnada es la tentación, lo prohibido por la ley de Dios, que ejerce una atracción morbosa e irresistible para el apetito concupiscible, sea del cuerpo que del alma, del hombre. Así como el pescador tira el anzuelo con la carnada, así el demonio tienta al hombre con lo prohibido, y de la misma manera a como el pez es engañado por el aspecto apetitoso de la carnada, así también el hombre, sin la fe en Jesús y sin la oración diaria, continua, perseverante y piadosa, es fácil presa de los engaños del demonio, sucediéndole lo mismo que al pez en el momento de morder el anzuelo: en el instante en que cedió a la tentación, cualquiera esta sea, la tentación se revela en toda su cruda y venenosa realidad: lo que era apetitoso a la concupiscencia, se revela no solo como algo doloroso para el alma, sino como algo mortal. Y así al hombre le sucede lo que al pez engañado por el anzuelo: ni satisfizo su apetito, ni tuvo vida, porque en vez de vida encontró la muerte, ya que cometió un pecado mortal.
         Así es la tentación para el hombre, y para que aprendamos a discernir y a distinguir la tentación, Jesús permite que el demonio lo tiente en el desierto; Él, en cuanto Hombre-Dios, permite que se le aparezca el demonio, en su asquerosa forma, y que lo tiente, para que así como Él lo derrotó, así lo derrotemos también nosotros, cuando nos tiente.
Sin embargo, con toda probabilidad, a nosotros no se nos va a aparecer el demonio como se le apareció a Jesús, visiblemente. Además, si se nos apareciera visiblemente, en toda su espantosa fealdad demoníaca, nos moriríamos del susto. Nos va a tentar de un modo más astuto e insidioso, a través de pensamientos que nos insinúa al oído, todo con apariencia de bien.
Dicen los santos, como San Ignacio de Loyola, que tenemos que aprender a discernir los pensamientos, porque no todos nuestros pensamientos vienen de nosotros, ya que pueden venir de tres fuentes distintas: de Dios, del demonio, o de nosotros mismos.
       ¿Cómo saber si un pensamiento viene de Dios, del demonio o de nosotros mismo?
San Ignacio dice que si un pensamiento es bueno en su principio, en su medio, y en su fin, es señal inequívoca que viene de Dios, del Buen Espíritu. 
Y si el principio es bueno, y el medio también, pero el fin es malo, es clara señal de que se trata de un  pensamiento inducido por el demonio. 
Esto se ve en las tres tentaciones a Jesús: En la primera tentación, el demonio le dice que, ya que ha pasado cuarenta días sin comer, convierta a las piedras en panes, para poder alimentarse: “Y acercándose el tentador, le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes”. Esto también es algo bueno, y en apariencia no tiene nada de malo; por el contrario, si Jesús no lo hace, estaría incluso cometiendo un pecado, como es el de atentar contra la salud del propio cuerpo, al negarse a convertir las piedras en panes y así alimentarse después de tanto tiempo de ayuno. El principio –satisfacer el hambre- y el medio –hacer un milagro para que las piedras se conviertan en panes- son buenos y laudables, y nada de malo hay en ellos; pero el fin, alimentar el cuerpo sin tener en cuenta el alimento del alma, es un pecado, porque el hombre no es solo materia, sino materia y espíritu, alma y cuerpo, y por eso, antes que alimentar el cuerpo, debe alimentar el alma con el alimento más exquisito que jamás pueda probar criatura alguna, la Palabra de Dios: “Mas él respondió: “Está escrito: ‘No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios’”. La Palabra de Dios basta no solo para conservar en la vida por cuarenta días, sino por toda la eternidad, porque de hecho, en el cielo, los ángeles y los santos se alimentan sólo de la Palabra de Dios, a la cual contemplan en un éxtasis de amor eterno. Si Jesús hubiera cedido a la tentación, habría demostrado interés por el cuerpo y no por el alma, dejando de lado la Palabra de Dios por el alimento corporal. Es lo que hacen cientos de millones de católicos, abandonando la Palabra de Dios, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, dejando la Santa Misa del Domingo por placeres terrenos y mundanos: fútbol, diversiones, paseos, comidas, entretenimientos, ocupaciones de todo tipo.
En la segunda tentación, lo lleva al pináculo del Templo, y le dice que se arroje porque, según la Escritura, Dios no permitirá que se haga ningún daño; aquí también todo parece bueno: arrojarse al vacío confiando en Dios es un acto bueno, porque revela confianza en Dios (principio); lo único que hay que hacer, es decir, el medio, es pedir la protección de Dios, y esto también es bueno, porque significa que se confía en la bondad de Dios; pero el fin es malo, porque no se puede tentar a Dios pidiendo un milagro inútil o absurdo, porque Dios no hace cosas inútiles y absurdas, ya que eso sería contrario a su infinita Sabiduría, y el alma que tienta a Dios pidiendo estas cosas inútiles, comete un pecado de sacrilegio y temeridad. Son los que piden a Dios “pruebas” para creer, como que les haga tal o cual milagro, y entonces así creerán o, por el contrario, son aquellos que, ante una prueba que no les gusta, se deciden a no creer.
En la tercera, le muestra todos los reinos del mundo, y le dice: “Te daré todo esto, si postrándote me adoras”: en apariencia, no hay nada malo, todo es bueno: ser dueño del mundo, para poder hacer mucho bien (principio), y lo único que hay que hacer es un acto de religión, es decir, algo bueno, como es la adoración (medio), pero el fin es algo perverso, porque adorar implica reconocer a ese ser como Dios, y si se adora al demonio, se comete la más grande perversión que pueda hacer el hombre, porque el demonio es sólo una criatura –una criatura maligna, perversa, llena de odio y de maldad-, y el único que merece ser adorado por su inmensa bondad, por su inmensa majestad, es Dios Uno y Trino; el alma que adora al demonio en lugar de Dios, comete un horrible pecado de idolatría. Son, generalmente, los que practican la brujería y la magia, pero también los que adoran ídolos como el Gauchito Gil, la Difunta Correa, o quienes se dejan arrastrar por los múltiples productos satánicos de nuestra cultura: la música cumbia, la música rock, el cine perverso, la cultura atea, la cultura de la muerte, etc.
         Entonces, para discernir nuestros pensamientos, basados en las enseñanzas de Jesús y en la de los santos: si un pensamiento tiene un buen principio, un buen medio, pero un final malo, entonces es señal de que nunca viene de Dios, sino que viene del Mal Espíritu, el demonio, o sino de nosotros mismos, que nos hemos alejado de Dios.
         Hay otro modo de discernir la presencia del demonio en nuestros pensamientos y en nuestra vida en general, siempre según San Ignacio, y es el poseer un estado espiritual llamado “desolación”. Dice así San Ignacio, con respecto a este estado: “Se llama desolación a toda oscuridad del ánima, turbación en ella, moción a las cosas bajas y terrenas, inquietud de varias agitaciones y tentaciones, moviendo a infidencia, sin esperanza, sin amor, hallándose toda perezosa, tibia, triste y como separada de su Criador y Señor. Porque así como la consolación es contraria a la desolación, de la misma manera los pensamientos que salen de la consolación son contrarios a los espíritus malos”.
         Cuando el alma se siente movida a todas las cosas bajas, a las pasiones sin control, cuando hay tedio por las cosas de Dios, cuando hay pereza, tristeza, sensación de estar separados de Dios, entonces esto es indicio de que es el demonio el que está tentando al alma.
         “El Espíritu llevó a Jesús al desierto (…) allí pasó cuarenta días sin comer ni beber (…) y fue tentado por Satanás”. El Espíritu Santo nos trae cada Domingo a la Santa Misa, y allí no nos deja sin comer y sin beber: nos da el Verdadero Maná, el Maná bajado del cielo, la Eucaristía, la Carne del Cordero de Dios, y nos da de beber el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, que alimenta nuestras almas con la vida divina del Hombre-Dios Jesucristo. Y con la Eucaristía en el alma, es decir, con Jesucristo en el corazón, puede el alma atravesar el desierto de la vida, hacer frente y rechazar las tentaciones del demonio, y así llegar, sana y salva, a la Jerusalén celestial, en la vida eterna.

viernes, 24 de febrero de 2012

Viernes después de cenizas: las cenizas de Cuaresma, símbolo de esta vida caduca



         Las cenizas que se imponen en Cuaresma simbolizan la vida terrena del hombre: caduca, efímera, desaparece tan pronto como la ceniza cuando sopla el viento.
         Al imponer las cenizas en el inicio de la Cuaresma, la Iglesia quiere que sus hijos mediten acerca de la caducidad de la vida terrena, y en la cercanía de la muerte, que a todo ser humano le espera. Pero el objetivo de la Iglesia no es simplemente pretender que sus hijos mediten solo en la muerte, sino que, al mismo tiempo, mediten acerca de la vida eterna, la vida que comienza precisamente en el mismo momento en el que esta vida se termina.
         Sucede que el hombre, si no piensa en la vida eterna, cree que esta vida es para siempre, que no termina nunca, que no hay ni premio ni castigo, y así no se preocupa por obrar el bien, de “atesorar tesoros en el cielo”, como pide Jesús.
         Si el hombre no piensa en la muerte, y en lo que viene luego de ella –juicio particular, purgatorio, cielo o infierno-, vive despreocupadamente la vida temporal y terrena, sin preocuparse por obrar el bien, por amar a Dios y al prójimo. Según Santa Teresa de Ávila, aquí interviene el demonio, quien hace creer al hombre “que sus placeres son eternos”. Esta influencia demoníaca se da sobre todo en el hombre que vive en el mal, despreocupado de la existencia de un Dios que premia a los buenos y castiga a los malos, con lo cual piensa que tiene el camino libre para obrar sin límites en el mal.
         No es indiferente meditar o no en la caducidad de esta vida, y en la muerte que nos espera, ya que la Escritura dice: “Piensa en las postrimerías y no pecarás jamás” (Ecl 7, 40).
         Por esto mismo la Iglesia, al imponernos las cenizas, se comporta como una madre amorosa que recuerda a su hijo, que está a punto de emprender un peligroso viaje, que tome todas las precauciones necesarias para llegar a buen destino.
         Cuando la Iglesia, al comenzar la Cuaresma e imponernos las cenizas, nos dice: “Recuerda que eres polvo, y en polvo te convertirás”, nos está diciendo al mismo tiempo: “Piensa en las postrimerías y no pecarás jamás”, y “recuerda que al final de tus días, serás juzgado en el amor”.

jueves, 23 de febrero de 2012

Jueves después de cenizas: "Conviértanse y crean en el Evangelio"



“Conviértanse y crean en el Evangelio”. Al inicio de la Cuaresma, con la imposición de cenizas, la Iglesia llama a la conversión y a la fe en el Evangelio. Las cenizas que se imponen sobre la cabeza son un símbolo que recuerda que el corazón del hombre, sin la gracia de Dios, sin la conversión, sin la aceptación humilde y piadosa de la Palabra de Dios revelada en el Evangelio, está como cubierta por una gruesa capa de polvo, de tierra y de barro, que le impide salir de sí y trascender en el don de sí mismo a Dios y al prójimo.
Sin la conversión, el corazón del hombre, cubierto por una espesa capa de polvo, está como opacado porque la luz de Dios no penetra en Él, y como la luz de Dios es al mismo tiempo vida y amor divinos, el hombre se encuentra sin vida divina, sin amor a Dios y sin amor al prójimo, encerrado en sí mismo y sin poder salir de su propio egoísmo.
Al mismo tiempo, se le escapan la verdadera vida y la verdadera felicidad, porque sólo en el don de sí mismo, puede el ser humano vivir una vida verdaderamente feliz.
El tiempo de Cuaresma es una invitación, por lo tanto, a salir de sí mismo, ayudados por la gracia, para volver el corazón a Dios, que se nos revela en el rostro de Cristo y, por medio de Cristo, amarlo, y amar también al prójimo.
El mensaje central de la Cuaresma es este llamado a la conversión, al cambio del corazón, que de estar centrado egoístamente en sí mismo, para poder ser plenamente feliz, debe girar y orientarse a lo alto, a la cruz de Cristo, en donde se nos revela Dios. Y solo una vez que el corazón se vuelve al Hombre-Dios Jesucristo, es que puede volverse hacia su hermano, hacia su prójimo, no para hacerlo objeto de sus apetencias egoístas, sino para amarlo verdaderamente, en Cristo, como a sí mismo.
El tiempo de Cuaresma es un llamado a la conversión, conversión mediante la cual el hombre puede cumplir el Primer Mandamiento de la Ley de Dios, sin el cual no puede de ninguna manera entrar en el Reino de los cielos: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo”.
En este sentido, todo el tiempo de la vida de una persona, es como una Cuaresma continua, desde el momento en que todos los días de la vida, debemos buscar la conversión del corazón, puesto que no se puede decir: “Ya estoy convertido”, porque eso sería afirmar algo inexistente.
El paso del tiempo, y el hecho de “cumplir años”, año tras año, no debe quedar en la mera celebración; debe dar lugar a una profunda reflexión y meditación, porque cada año que pasa, en la historia de vida de cada persona, es un año menos que la separa de la eternidad, para cuyo ingreso se necesita la conversión del corazón. Cada año que pasa, debe servir para meditar: “¿Busco mi conversión? ¿Trato de volver el corazón a Dios, para amar a Dios y al prójimo como a mí mismo? O, por el contrario, pasan los años y sigo sin convertirme?”.
Y para saber si es que de verdad buscamos la conversión –que debe traducirse en paciencia, comprensión, afabilidad, buen trato, caridad-, estas preguntas deberían ser contestadas por aquellos con los que convivimos: si se trata de un cónyuge, deberían ser contestadas por el otro cónyuge; si se trata de un hijo, por los padres, y así sucesivamente.
 “Conviértanse y crean en el Evangelio”. La conversión es tarea de todo el día, todos los días, en la espera del final de nuestros días, para que cuando se acaben los días de esta vida terrena, seamos capaces de entrar en la vida eterna.

martes, 21 de febrero de 2012

Miércoles de Cenizas: símbolo del cuerpo que luego de la muerte resucitará en Cristo




         La bendición e imposición de cenizas en Cuaresma tiene por finalidad recordar al hombre que esta vida no es definitiva y que, antes o después, se termina: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”.
El hombre tiene tendencia a considerar su vida terrena como algo definitivo, como algo que no termina nunca, olvidándose al mismo tiempo de que su alma es inmortal y de que está destinado a la otra vida, a la eternidad. Las cenizas tienen la función de recordar al hombre esta verdad: con la muerte, que indefectiblemente acaece, el alma se separa del cuerpo, y mientras el alma permanece viva, en virtud de su condición espiritual e inmortal, el cuerpo, separado de su principio vital, comienza un proceso de descomposición y de putrefacción que termina reduciéndolo a cenizas.
Pero el mensaje central de la Cuaresma y del Miércoles de Cenizas no es simplemente recordar al hombre que habrá de morir y que su cuerpo se desintegrará. Si este fuera el mensaje y el sentido último, entonces se trataría más bien de una ceremonia lúgubre y triste, sin lugar a la esperanza. Por el contrario, más allá de lo que pueda parecer, la imposición de cenizas al inicio de la Cuaresma tiene un trasfondo de alegría, de serenidad, de esperanza, porque si bien la Iglesia nos hace recordar que estamos destinados a morir, al mismo tiempo el recuerdo se enmarca en la Pasión del Señor, Pasión por la cual estamos destinados a resucitar, luego de pasar por la Cruz.
Por esto, la Iglesia nos impone las cenizas para recordarnos nuestra muerte: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”, pero para que nos preparemos para esa muerte para resucitar a la vida eterna, y la mejor forma de prepararnos para esa muerte es uniéndonos a la Cruz de Cristo por medio de la oración, el ayuno, la mortificación, y la práctica de obras de misericordia, espirituales y corporales.
Éste es entonces el sentido último de las cenizas y del tiempo de Cuaresma: configurar la propia vida a la Cruz de Cristo, para morir en Él y resucitar con Él a la nueva vida, la vida de la gracia, para luego vivir en la eternidad en el Reino de los cielos.
El cuerpo que se disgrega con la muerte, representado en las cenizas, es el mismo cuerpo que habrá de resucitar, glorioso y lleno de luz, para la vida eterna.
La imposición de cenizas por lo tanto no es nunca una ceremonia que finaliza en el mero recuerdo de la muerte, porque se proyecta a la resurrección. Por eso, la frase completa de la Iglesia en la imposición de cenizas, tiene este sentido: “Recuerda que eres polvo, y en polvo te convertirás, y si unes tu vida a la Cruz de Cristo, por la oración y la misericordia, resucitarás un día para vivir eternamente en la luz divina”.
          

El que quiera ser el primero que se haga el último de todos y el servidor de todos



“El que quiera ser el primero que se haga el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9, 30-37). Mientras Jesús les está anunciando su próxima Pasión, los discípulos discuten entre sí quién de ellos es el más grande. Por eso es que el evangelista destaca que, mientras Jesús les habla, ellos “no comprendían” de los que les hablaba.
Y no entienden qué es lo que Jesús les dice, porque mientras Él les está hablando del camino de la Cruz, camino que supone dolor, humillación, abandono, traición, vituperio, derramamiento de sangre y muerte, para llegar a la gloria y a la vida eterna, los discípulos están pensando en la gloria mundana, la gloria dada por demonios y hombres, que consiste en alabanzas, loas, lisonjas, felicitaciones, que lo único que hacen es aumentar el ego y henchirlo de soberbia.
Mientras Jesús les está diciendo que Él deberá sufrir la muerte más humillante y dolorosa de todas, los discípulos discuten sobre quién es el más grande de todos, y con eso solo demuestran no entender nada de lo que Jesús les dice; demuestran no entender que para llegar al cielo es necesaria la humildad; no entienden que la soberbia sólo conduce en dirección al infierno.
Esto es lo que les quiere hacer ver cuando les advierte que si quieren ser primeros en el cielo, deben ser aquí, en la tierra, el último de todos y el servidor de todos. Pero ser “último de todos y servidor de todos” no quiere decir no hacer nada para pasar desapercibido, y no quiere decir que se es servidor de los demás porque no se sabe mandar o no se sabe ser jefe; “ser último de todos y servidor de todos” quiere decir tratar de hacer todo lo que corresponda al propio deber de estado lo más perfectamente posible, pero sin alardear de ello, y servir a los demás por medio del cumplimiento del propio deber de estado.
Ser el último de todos y el servidor de todos es imitar a Jesús que, en la Última Cena, siendo Él Dios en Persona, se arrodilla delante de sus discípulos para lavarles los pies, tarea reservada a los esclavos. Sólo la humildad abre las puertas del cielo, porque así el alma se configura a Cristo humilde en la Pasión. El alma soberbia, el alma rápida para la ofensa, para la susceptibilidad, para el rencor, para el deseo de venganza; el alma deseosa de alabanzas y de honores, rápida para la envidia y la difamación, jamás entrará en el cielo. De ahí la imperiosa necesidad de pedir al Sagrado Corazón: “Sagrado Corazón de Jesús, haz mi corazón manso y humilde como el Vuestro”.

Todo es posible para el que cree



“Todo es posible para el que cree” (cfr. Mc 9, 14-29). Un padre de familia viene a pedir por su hijo, quien está poseído por un demonio. Como él mismo lo reconoce, su fe es débil –“Creo, ayúdame porque tengo poca fe”-, y por eso la petición en la que parece no confiar demasiado en el poder de Jesús: “Si puedes… expulsa al demonio”. Pide a Jesús la expulsión del demonio, pero sin mucho convencimiento: “Si puedes”. Jesús retoma la primera parte de su petición en la respuesta: “Si puedes… Todo es posible para el que cree”, como diciendo: “Claro que puedo, solo hace falta que tú creas”. El padre de familia entiende lo que quiere decir, y por eso responde: “Creo”, pero sabe que su fe es débil, y completa la petición: “Ayúdame, porque tengo poca fe”.
En las palabras de Jesús, todo es posible para el que tiene fe: en este caso, es posible que un espíritu infernal, superior en naturaleza al espíritu humano, sea expulsado del cuerpo al cual posee, si se tiene fe en el poder de Jesús como Hombre-Dios, como Dios encarnado que, asumiendo una naturaleza inferior, la humana, al ser Dios Hombre, se convierte en rey de los ángeles y en dominador absoluto de las potestades infernales.
Todo es posible para el que cree, incluida la sanación de la posesión demoníaca, solo basta tener fe y Jesús obrará el resto, y esta fe necesaria la demuestra tener el padre de familia, ya que Jesús le concede la curación de su hijo.
El padre de familia obtiene la curación de su hijo, ya que es posible para él, porque cree que Jesús puede hacerlo. Pero hay milagros todavía más grandes y sublimes que el de la expulsión de un espíritu infernal de un cuerpo humano, y estos milagros son la conversión de una creatura en un hijo adoptivo de Dios, que pasa a ser hijo de Dios con la misma filiación divina y eterna del Hijo natural de Dios, el Verbo eterno; estos milagros mayores son, por ejemplo, la conversión de una materia inerte de pan y vino en el cuerpo resucitado del Señor Jesús, o la renovación sacramental, en el sacrificio del altar, del sacrificio cruento del Señor en la cruz, o la Presencia del Cordero que es la Lámpara de la Jerusalén celestial, en el altar de la Iglesia Católica, revestido de Pan, o el don del Vino de la Alianza Nueva y Eterna, en el convite eucarístico. Todo es posible para el que cree.

sábado, 18 de febrero de 2012

La curación del paralítico, figura de la confesión sacramental



(Domingo VII – TO – Ciclo B – 2012) 
“Hijo, tus pecados son perdonados” (cfr. Mt 9, 1-8). Jesús perdona los pecados de un paralítico, el cual es llevado ante su Presencia en una camilla por cuatro hombres. Al escuchar a Jesús, algunos escribas piensan que Jesús es un blasfemo, porque se atribuye un poder divino, ya que solo Dios puede perdonar los pecados. Jesús, que conoce sus pensamientos, para demostrar su divinidad, cura milagrosamente al paralítico, el cual sale caminando por sus propios medios. Si Jesús no curaba físicamente al paralítico, como el perdón de los pecados es una acción invisible e insensible, puesto que se da en el espíritu por la gracia, los escribas que lo escuchaban habrían persistido en su error de pensar que blasfemaba; pero al hacer el milagro físico luego de perdonar los pecados, como es un milagro que solo se puede hacer con el poder de Dios, confirma con este lo que asevera con sus palabras, que Él es Dios. En otras palabras, Jesús se auto-proclama Dios, indirectamente, al decir: “Tus pecados te son perdonados”, y luego, hace un milagro de curación física, visible, sensible, para respaldar y garantizar que sus palabras son verdaderas. Al milagro interior, invisible e insensible, del perdón de los pecados, le sigue otro milagro, exterior, visible y sensible, la curación física y corporal del paralítico, como modo de corroborar su identidad divina y su capacidad de perdonar los pecados. En adelante, los escribas no pueden decir que Jesús no es Dios, so pena de caer ellos en la blasfemia.
Más allá de todo esto, debemos ver al sacramento de la confesión en esta escena evangélica de la curación del paralítico, ya que en ella está representado.
En la escena, Jesús, Sacerdote Sumo y Eterno, perdona los pecados del paralítico y luego le cura la parálisis física, de modo que el paralítico puede retirarse por sus propios medios. El paralítico recibe una doble curación, espiritual y física, y esto constituye una representación de lo que sucede espiritualmente en la confesión sacramental. El paralítico representa al hombre en pecado: así como las piernas inmovilizadas le impiden el caminar por la senda que lo lleve a su destino, así el pecado, que inhiere en el alma, inmoviliza a esta impidiéndole seguir por el camino que la lleva al cielo, el Camino de la Cruz. Y de la misma manera a como la omnipotencia divina de Jesús cura las lesiones medulares, óseas, musculares, nerviosas, que impedían el movimiento voluntario de las piernas, así la gracia divina de Jesús sana el alma, eliminando aquello que le provocaba la parálisis espiritual, el pecado.
Es esto lo que sucede en cada confesión sacramental, invisible e insensiblemente, en el alma de la persona que se confiesa. Por intermedio del sacerdote ministerial, la gracia de Jesucristo se dirige al alma y le quita el pecado, que le impedía caminar en dirección del seguimiento de Jesús, el camino de la Cruz. Y también por la gracia, al igual que el paralítico, que se incorpora y comienza a vivir una vida nueva, ya curado, el alma, quitado ya el pecado, puede incorporarse, levantándose de la postración espiritual a la que el pecado la tenía sometida.
Pero aquí no termina el significado de la doble curación del paralítico: así como la gente que observa la curación milagrosa, según el Evangelio, se asombra diciendo: “Nunca hemos visto nada igual”, y “glorifica a Dios”, así también el alma, perdonado el pecado, debe encaminarse en la dirección del camino de la Cruz, que lo conducirá a la glorificación de Dios Uno y Trino.
Esta glorificación de la Trinidad está significada en la frase “Levántate y camina”, porque no solo le está diciendo que use de sus piernas, ahora sanas y fuertes, para valerse por sí mismo y para no usar más la camilla. El paralítico ha recibido una nueva vida en todo sentido, puesto que ahora, sin su parálisis corporal, y sin la parálisis del espíritu, que detiene el camino hacia Dios, puede iniciar su nueva vida, que no consiste solo en poder caminar y hacer lo que antes no podía. Tampoco significa que por el perdón de los pecados, ahora simplemente puede rezar, cosa que antes no hacía.
La frase: “Levántate y camina” está significando algo mucho más grande y profundo de lo que parece a simple vista y es importante considerarlo porque en la acción sobre el paralítico se simboliza la acción de Jesús sobre toda alma que se acerca a la confesión sacramental.
Lo que le dice al paralítico lo dice a toda alma que se confiesa, y de ahí la importancia de considerarlo, más allá del perdón de los pecados y de la curación física: “Con tus pecados perdonados, con tu nueva vida, la vida divina que te comuniqué, levántate y camina en dirección al Padre”.
Es lo que hace Jesús con nosotros sacramentalmente, al perdonarnos nuestros pecados en la confesión: no solo nos perdona los pecados, sino que nos concede una vida nueva, absolutamente nueva y distinta a la vida nuestra humana; nos concede una participación en la vida completamente divina de Dios Uno y Trino, de modo que en el alma en gracia, quienes vienen a inhabitar en el alma son nada menos que las Tres Personas Divinas de la Trinidad. Y esa Presencia, que es Presencia activa y dinámica porque comunica una nueva dynamis, una nueva energía, es el origen y la fuente de la vida nueva del cristiano.
Por último, hay algo en la confesión sacramental que no está presente en la doble curación del paralítico: mientras el paralítico, al verse curado, se incorpora de modo inmediato para comenzar la nueva vida que le ha sido dada, sin más esfuerzo que el que le requieren sus músculos para la acción de incorporarse y caminar, el alma, después de la confesión sacramental, para verdaderamente caminar en la dirección del seguimiento de Cristo, en el Camino Real de la Cruz, debe tener lo que se llama “propósito de enmienda”. Es esta intención, que nace de un corazón contrito y humillado, consciente de la maldad del pecado que es como un cachetazo al rostro de Cristo Dios, la que abre las puertas del corazón para que entre la gracia y esta pueda ejercer su efecto saneador y santificante. De otro modo, sin propósito de enmienda, la confesión sacramental queda privada de su eficacia, reduciéndose a algo similar a una consulta psicológica y a algún que otro consejo y nada más. Sin el propósito de enmienda, el alma, aún confesándose, queda con la misma parálisis espiritual, y peor todavía, porque su parálisis se ha agravado al realizar una confesión sacrílega y al haber cometido un pecado mortal en la misma confesión.
Es por esto que el episodio del Evangelio debe llevarnos a meditar en cómo hacemos nuestra confesión sacramental y cuán sincero es nuestro propósito de enmienda, planteándonos algunas preguntas: ¿Salimos de nuestros malos hábitos y de nuestra relajación, de nuestra tibieza y de nuestra parálisis? ¿Estamos firmes en nuestras resoluciones?
Pero para estar seguro de la sinceridad de nuestro propósito de enmienda, al confesarnos, es conveniente tener la misma intención de los santos, como por ejemplo, Santo Domingo Savio, que murió a los quince años. Este joven santo había escrito varios propósitos el día de su Primera Comunión, pero el primero de todos era: “Prefiero morir antes que pecar”. El cumplimiento de ese propósito lo llevó al cielo. Si nos fijamos bien, es lo que pedimos en cada confesión sacramental, solo que lo hacemos, la gran mayoría de las veces, de modo distraído: “Antes querría haber muerto que haberos ofendido”. No puede ser de otra manera, porque nadie se condena por la muerte física, pero sí el alma se condena en el infierno eterno por el pecado mortal.
“Levántate y camina”. Eso mismo nos dice Jesús después de cada confesión sacramental: En cada acción sacramental, por la cual nos dona Su Presencia, Jesús nos dice lo que al paralítico: “Levántate y camina, como hijo de Dios que eres, en el tiempo de tu vida, en dirección al Padre; vive con tu nueva vida de hijo de Dios y dirígete hacia Él con todas tus nuevas fuerzas, caminando por el Camino real de la Cruz, el único camino que conduce a la feliz eternidad”.

¡Retírate de Mí, Satanás!



“¡Retírate de Mí, Satanás!” (Mc 8, 27-33). Sorprende que poco tiempo después de haber felicitado a Pedro por su respuesta acerca de su identidad mesiánica, debida a una inspiración directa de Dios Padre, Jesús reprenda duramente a Pedro, llamándole “Satanás”. Probablemente, puesto que Jesús es Dios, estaba viendo a Satanás en persona, al lado de Pedro, que le acababa de sugerir la respuesta que provoca su enojo.
         Sin embargo, más que la presencia de Satanás, lo que molesta a Jesús es el rechazo que Pedro hace de la cruz, porque rechazar la cruz es rechazar al mismo Cristo y al designio salvador de Dios, que quiere salvarnos solo a través de la cruz. En la cruz, y solo en la Cruz, Cristo Dios cambia nuestro destino de muerte en destino de vida eterna; cambia la tristeza en alegría, el dolor y la enfermedad, en consolación y paz para el alma. No hay otro camino de salvación que no sea el de la Cruz, y por eso, quien se opone a la Cruz, como lo hace Pedro, inducido por Satanás, se opone al plan salvador de Dios, se alía a Satanás y se convierte en enemigo de Dios. De ahí el enojo de Jesús.
         La otra enseñanza que nos deja el episodio del Evangelio, es cómo Pedro cae en el engaño satánico del rechazo de la cruz, por no hacer un buen discernimiento de espíritus. Responde afirmativamente a la iluminación de Dios Padre, que le dice que Jesús es Dios Hijo y el Mesías Salvador de los hombres, pero también presta oídos a Satanás, que le sugiere oponerse a la Cruz de Jesús.
         Toda alma debe hacer siempre un buen discernimiento de espíritus, y aprender a diferenciar cuándo un pensamiento viene de Dios, y cuándo del demonio. Cuando el alma rechaza la Cruz, esto es, se queja de sus tribulaciones, o no perdona, o no obra la misericordia, o se deja llevar por los atractivos del mundo, eso es un indicio de la cercana presencia del demonio y de que se le escucha al ángel caído y no a Dios, como Pedro en el Evangelio.

viernes, 17 de febrero de 2012

“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?”



“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?” (Mc 8, 34-38. 9,1). Con esta pregunta retórica, Jesús quiere hacer ver cuán fútil y banal es el hombre cuando deja de pensar en la vida eterna y, en vez de elevar los ojos del alma al Reino de los cielos, que lo espera más allá de esta vida, en un movimiento que le hace perder la trascendencia y sumergirse en la inmanencia, considera y vive esta vida como si fuera la definitiva, perdiendo totalmente de vista la otra vida.
Sin la perspectiva de la vida eterna, todo se centra en la materia y en el tiempo, y es así como el hombre rinde culto al cuerpo, como si el cuerpo, en su condición terrena, fuera a durar para siempre: es verdad que durará para siempre, porque la resurrección, sea para la condenación o sea para la salvación, será con el cuerpo, pero el cuerpo sin glorificar, es decir, en el estado actual, está destinado a morir y a disgregarse; sin la perspectiva de la vida eterna, el hombre se dedica a vivir el tiempo de su vida terrena como si fuera la única vida, sin darse cuenta que cada segundo que pasa, es un segundo menos que lo separa de la eternidad; sin la perspectiva de la vida eterna, el hombre se aferra al dinero, a los bienes materiales, a la salud, a la juventud, y es así como busca poseer y acumular dinero y bienes materiales, y es así como se preocupa exclusivamente por la salud corporal, como si no tuviera un alma para salvar, y es así como pretende seguir siendo eternamente joven, a costa de todo tipo de sacrificios y de intervenciones.
Es así también como el joven piensa que será siempre joven y vive sin preocuparse por el futuro, sin darse cuenta de que también la juventud corporal se termina, indefectiblemente.
Cuando el hombre hace esto, cuando se olvida del Reino de los cielos al cual está destinado, se aferra a la apariencia del mundo, sin darse cuenta de que todo en esta vida es, precisamente, apariencia, y que la vida que no termina nunca –en la alegría o en el dolor- empieza cuando se cierran los ojos del cuerpo por la muerte.
Por eso la pregunta retórica de Jesús: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, esto es, acumular bienes, rejuvenecer el cuerpo con medidas artificiales, hacer de todo para olvidarse que lo espera la muerte, si su destino es morir a esta vida para empezar a vivir la vida eterna?”.


jueves, 16 de febrero de 2012

El hombre comenzó a ver



“El hombre comenzó a ver” (cfr. Mc 8, 22-26). Como consecuencia de la imposición de manos de Jesús, y de ponerle saliva en los ojos, un hombre ciego comienza a ver. En el episodio, no llama la atención la curación, sino el modo, ya que, a diferencia de la casi totalidad de las curaciones milagrosas relatadas en el Evangelio, que son súbitas, esta es gradual. De hecho, el ciego, luego de la primera imposición de manos de Jesús, y luego de ponerle saliva en los ojos, y ante la pregunta de Jesús de si ve algo, el ciego, que ha comenzado a ver, le responde que sí, que ve algo, pero todavía de forma borrosa: “veo los hombres como si fueran árboles”. Luego de la segunda imposición de manos, el ciego recupera totalmente la vista.
¿Por qué esta curación más lenta, en dos etapas, mientras la mayoría de las curaciones son instantáneas?
No es porque el poder de Jesús se haya debilitado, o porque la ceguera del ciego sea rebelde a la cura. Probablemente haya un significado oculto, espiritual. Si el ciego, y la ceguera, representan al hombre sin la gracia, y si Jesús es la luz del mundo, y si es gracias a su luz que es la gracia, el hombre puede ver las cosas espirituales, sobrenaturales, dejando atrás un modo de ver oscuro y ciego, un modo de ver puramente natural, entonces la curación en dos etapas puede representar distintos grados de luz en una misma persona o, lo que es lo mismo, distintos estados de su vida espiritual.
Cuando inicia la conversión, ve las cosas de Dios y de la Iglesia como quien ve borroso, a la distancia; intuye que “hay algo” en la Eucaristía, en la Misa, en la Confesión sacramental, en los restantes sacramentos, pero todavía no sabe bien de qué se trata. Intuye que el trato dado al prójimo algo tiene que ver con su propia salvación eterna, pero no entiende bien cómo puede ser la relación.
Avanzando en la vida espiritual, y mediando mucho tiempo dedicado a la oración, al sacrificio, al ayuno, a la abstinencia ante todo del mal y del pecado, e iluminado cada vez más por la gracia, es capaz ya de distinguir claramente la Presencia de Cristo en la Eucaristía y en la Santa Misa, y su misteriosa acción en los sacramentos. Ve claramente que no se salvará si no ama a su prójimo, en primer lugar a su enemigo.

lunes, 13 de febrero de 2012

El signo que contiene algo más grande que los cielos eternos, es Cristo Eucaristía



“Piden un signo y no se les dará” (cfr. Mc 8, 11-13). Los fariseos piden un signo del cielo para creer y Jesús afirma que no se les dará. Un signo es algo que, o por relación natural –se da así en la realidad de la naturaleza-, o por convención –no se da en la naturaleza pero todos quedamos de acuerdo- señala la existencia o la realidad de una verdad o de algo[1].
Así, por ejemplo, el humo es signo natural del fuego, indica la existencia del fuego, mientras que el rojo, por ejemplo en un semáforo, es un signo convencional –la sociedad se pone de acuerdo en darle el significado- de peligro. El rojo, convencionalmente, en el semáforo, indica peligro. Humo y fuego son signos, uno natural, el otro, convencional.
Ahora bien, los fariseos piden un signo; ¿qué tipo de signos piden los fariseos?
Los fariseos no piden ni signos naturales ni convencionales; piden “un signo del cielo” para creer, pero Jesús, que viene del cielo, se niega a dárselos. Podríamos preguntarnos, si Jesús es el Hombre-Dios, y como tal, Dios venido del cielo; ¿no podría haber contentado a los fariseos haciendo un milagro? ¿Cuál es el motivo del rechazo de Jesús?
El motivo de la negativa de Jesús es que los fariseos piden un signo del cielo, pero rechazan el principal y más grande todos los signos, que es el mismo Jesús. Jesús, Dios encarnado, es el signo del cielo, el signo que Dios Padre envía a la humanidad[2]. Sus milagros también son un signo del cielo, pero Él es el principal de todos los signos, un signo no natural ni convencional, sino sobrenatural y no-convencional.
Jesús es el signo principal que envía Dios Padre, y es por eso que, si se lo rechaza, todo otro signo carece de valor: de nada vale pedir signos –milagros- del cielo cuando se rechaza al principal de todos estos signos del cielo, Jesús, Dios Hijo encarnado. De ahí la negativa de Jesús de no dar más signos o milagros, porque sería inútil que les hiciera milagros, ya que lo mismo no creerían.
Pero no son los fariseos los únicos en pedir signos, rechazando el principal de todos. También dentro de la Iglesia, muchos bautizados exigen signos del cielo para creer –curaciones, sanaciones, soluciones rápidas a los problemas-, mientras dejan de lado el principal de todos los signos, Cristo Jesús en la Eucaristía.
La liturgia eucarística, como misterio sobrenatural, es el principal de todos los signos del cielo aquí en la tierra; es el signo más grande de la Presencia de Dios entre los hombres; es el signo que señala la Presencia de Dios hecho hombre en medio de los hombres, para que los hombres se hagan Dios.
Por eso, más que distraernos en pedir signos del cielo, como curaciones, sanaciones, soluciones cuasi-mágicas-, los cristianos debemos concentrarnos en contemplar el signo más grande de todos, un signo que contiene algo más grande que los cielos eternos, Cristo Eucaristía.


[1] Cfr. X. León-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, Editorial Herder, Barcelona 1980, voz “signo”,  858-860.
[2] Cfr. León-Dufour, ibidem.

sábado, 11 de febrero de 2012

La lepra, figura del pecado


(Domingo VI –TO – Ciclo B – 2012) 

“Se acercó un leproso y cayendo de rodillas, le dijo: ‘Si quieres, puedes curarme’. Jesús, conmovido, lo tocó diciéndole: “Lo quiero, queda purificado” y la lepra desapareció” (cfr. Mc 1, 40-45). Un leproso se acerca a Jesús, se postra ante Él, y le pide ser curado. Jesús, “conmovido”, dice el Evangelio, “lo tocó” y quedó curado. Debido a que la lepra es figura del pecado –el pecado es al alma lo que la lepra al cuerpo-, el Evangelio de hoy nos invita a meditar acerca del pecado, figurado en la lepra. En el Antiguo Testamento se tenía mucho temor a la lepra, porque al no haber cura, y al provocar enormes lesiones e incluso la muerte, la cercanía de un leproso era sinónimo de contagio seguro, por lo que se considerada al leproso como un gravísimo peligro que había que evitar. Había normas estrictas con respecto a los leprosos, a los cuales se los expulsaba de las ciudades o poblados para que no contagiaran a los demás, y una vez fuera, tenían estrictamente prohibido acercarse a las personas, y los residentes de los pueblos y ciudades, a su vez, evitaban todo tipo de contacto con los afectados por esta enfermedad. Los leprosos tenían la obligación de anunciar su llegada, haciendo sonar un cencerro o algo parecido, para que los demás no entraran en contacto con ellos. A su vez, los que se compadecían de ellos y los asistían de alguna manera, dejaban los alimentos a una cierta distancia y se retiraban, para que el leproso luego pudiera ir a recogerlos. Por eso es un signo de la divinidad de Jesús el hecho de que el leproso se le acerque, y que se postre delante suyo, y es signo de su divinidad el que Jesús toque al leproso para curarlo, porque un hombre común y corriente no podría haberlo hecho nunca. Con todo, el milagro de la curación de la lepra, relatado por el evangelista, no es la finalidad última de este episodio. La escena tiene ante todo un significado espiritual, ya que la lepra, enfermedad incurable en tiempos de Jesús, es una figura del pecado, y sobre todo, del pecado mortal. Así como la lepra ataca al cuerpo provocándole daños irreparables, así el pecado ataca al alma, provocándole también daños irreparables. Al igual que le sucedía al leproso, que era expulsado de la ciudad, al pecar, expulsamos a Dios de nuestra alma; por el pecado, verdadera lepra espiritual, lo echamos de nuestro corazón, que es nuestra ciudad o más bien, salimos de su presencia y de su órbita, para quedar fuera de Dios y de su vida. Y al contraer el pecado, nuestra alma se llena de esa lepra espiritual que es el pecado: la soberbia, el orgullo, la impiedad, la pereza, y todo género de mal y de obscuridad, porque no hay alternativas: o el alma está en gracia, o está en pecado. El episodio del Evangelio nos llama por lo tanto a considerar la realidad del pecado, el cual, al ser de origen espiritual, no es algo visible, y tampoco sensible, ya que esta condición lo hace imperceptible a los sentidos. Es así como una persona puede cometer un pecado, venial o mortal, uno tras otro, sin sentir ni experimentar nada sensiblemente. Luego de cometido el pecado, la persona se sigue sintiendo exactamente igual que antes de haberlo cometido, y esto da la sensación de que el pecado “no hace nada” a quien lo comete. Al no haber una experiencia sensible desagradable en relación al pecado, el pecador empedernido lo único que tiene que hacer es sofocar el sentimiento de culpa y el remordimiento, que por el contrario, sí se experimentan, en todo caso, para así continuar pecando, con la conciencia falsamente tranquilizada, al no haber sentido ni experimentado nada malo. Sin embargo, en la vida del espíritu, las cosas son muy distintas. El pecado sí tiene una repercusión sensible, y en una doble dirección, y sus consecuencias son gravísimas, más graves que cualquier golpe recibido en el cuerpo. El pecado repercute, ante todo, en el Cuerpo físico, real, de Cristo, y esta es la razón por la que Cristo sufre tantos golpes y con tanta saña: porque Él asume nuestros pecados, siendo Él inocente se hace culpable, tomando el pecado sobre sí mismo, y asume al mismo tiempo el castigo que la justicia divina reserva para cada pecado; de esta manera, Jesús sufre en su Pasión, exteriormente, sobre su Cuerpo físico, real, el castigo merecido por el pecado ante Dios, y lo sufre de modo vicario, por el pecador, para que el pecador no reciba ese castigo. Si Jesús no hubiera asumido nuestros pecados, cada uno de nosotros deberíamos haber recibido el castigo que recibió Jesús, con el agravante de que luego de nuestra muerte, la condenación en el infierno era segura. El pecado entonces repercute en Cristo, externamente, en su Cuerpo físico, real, pero no solo: ya desde el primer instante en el que el Hombre-Dios fue concebido en el seno purísimo de María Santísima, ya desde ese momento, comenzó a experimentar los dolores intensísimos de la Pasión, y los siguió experimentando en cada momento de su vida, hasta que se exteriorizaron visiblemente en el momento de sufrir físicamente la Pasión. Es decir, Jesús no solo sufrió los dolores intensísimos de la Pasión en el momento en que era flagelado, golpeado, coronado de espinas, crucificado: sufrió todo esto, interiormente, desde el primer instante de su concepción. Y esto es así, porque Cristo asume todos los pecados de todos los hombres de todos los tiempos, desde Adán y Eva, hasta el último hombre nacido en el último día de la historia humana, el Día del Juicio Final. Jesús sufre el castigo que merece cada pecado, venial o mortal, cometido por cada ser humano. Cada mentira, cada acto de violencia, cada robo, cada asesinato, cada suicidio, cada adulterio, cada infidelidad, cada pensamiento y acto impuro, cada blasfemia, cada pecado de cualquier género, es sufrido por Cristo en su Cuerpo, en la Pasión, y en su Alma, desde que fue concebido, hasta que murió en la Cruz, y lo continúa aún sufriendo, si bien no físicamente, porque con su Cuerpo resucitado y glorioso ya no sufre más, sí sufre moralmente, en el Sacramento del altar, como cuando un padre sufre al ver que su hijo va por mal camino. Que Jesús sufra por los pecados del hombre, en su Cuerpo físico real, en la Pasión, y moralmente, en la Eucaristía, ya que como resucitado no sufre más en su Cuerpo, no es especulación teológica, sino la realidad, y es Él mismo quien se lo dice a Santa Brígida de Suecia: “Mira, hija mía, dice Jesucristo, cómo están delante de mí los que al parecer son míos; mira cómo se han vuelto. Lo veo todo esto y lo sufro con paciencia, y por la dureza de su corazón no quieren considerar todavía lo que por ellos hice, ni como estuve delante de ellos. Primeramente, como un hombre por cuyos ojos entraba una afiladísima cuchilla; en segundo lugar, como un hombre cuyo corazón era traspasado con una espada, y por último, como el hombre cuyos miembros todos se postraban desfallecidos con la amargura de la inminente Pasión; y así estuve delante de ellos. ¿Qué significa el ojo sino mi cuerpo, al cual le era tan amarga la Pasión, como lo es el dolor y las punzadas en los ojos? Sin embargo, por amor sufría estas punzadas, ¿Qué significa la espada sino el dolor de mi Madre, que afligió más mi corazón que mi propio dolor? En tercer lugar, todo mi interior y todos mis miembros se estremecieron en mi Pasión. Así estuve delante de ellos, y esto padecí por salvarlos. Pero ahora todos lo desprecian, de nada hacen caso, como el hijo que abandona a su madre. (…) Pero el hombre, como el mal hijo que no hace caso del dolor de su madre, por el amor que le tuve, me desprecia y me irrita; por el dolor que tuve al darle a luz, me hace llorar; acrecienta la gravedad de mis heridas; para satisfacer mi hambre, me da piedras, y para saciar mi sed, me da lodo. Mas ¿qué dolor es este que me ocasiona el hombre, siendo yo inalterable e impasible, y Dios que eternamente vive? Me causa el hombre una especie de dolor, cuando se aparta de mí por medio del pecado, y no porque pueda caber en mí dolor alguno, sino como sucede al hombre que suele dolerse de la desgracia de otro. Causábame dolor el hombre, cuando ignoraba lo que era el pecado y su gravedad, cuando no tenía profetas ni ley, y aún no había oído mis palabras. Pero ahora me causa un dolor como de llanto, aunque soy inmortal, cuando después de conocer mi amor y mi voluntad, obra contra mis mandamientos y atrevidamente peca contra el dictamen de su conciencia; y aflíjome también, porque a causa de saber mi voluntad, bajan muchos al infierno a profundidad mayor de la que hubieran ido, si no hubiesen recibido mis mandamientos. Hacíame también el hombre ciertas heridas, aunque yo como Dios soy invulnerable, cuando amontonaba pecados sobre pecados. Pero ahora los hombres agravan mucho mis heridas, cuando no sólo multiplican los pecados, sino que se glorían y no se arrepienten de ellos. También me da piedras el hombre en vez de pan, y lodo para saciar mi sed. ¿Qué es el pan que apetezco sino el provecho de las almas, la contrición del corazón, el deseo de las cosas divinas y la humildad fervorosa en el amor? En vez de todo esto me dan los hombres piedras con la dureza de su corazón, me llenan de lodo con la impenitencia y vana confianza, tienen a menos volver a mí por las amonestaciones y castigos, y se desdeñan de mirarme y de considerar mi amor” . El pecado entonces repercute en el Cuerpo físico, real, de Jesús, porque Él sufrió en la Pasión por los pecados de todos los hombres, y sigue repercutiendo ahora -aunque ya no más en su Cuerpo físico, porque ha resucitado y ya no puede sufrir más- moral y espiritualmente, como “un hombre que se lamenta de la ruina de otro”. El pecado repercute también en el alma del mismo pecador, aún cuando este no se de cuenta; aún cuando el pecador “no sienta nada” al cometer el pecado. Y si el pecador muere en ese estado, en pecado mortal, permanece así para la eternidad, en estado de condenación. Para que no dudemos acerca del daño que el pecado produce en el cuerpo y en el alma del pecador, Jesús le concede a Santa Brígida, entre tantas de sus visiones, la visión de almas condenadas: “Aparecióse a santa Brígida un santo, y le dijo: Si por cada hora que en este mundo viví, hubiera yo sufrido una muerte, y siempre hubiese vuelto a vivir nuevamente, jamás con todo esto podría yo dar gracias a Dios por el amor con que me ha glorificado; porque su alabanza nunca se aparta de mis labios, su gozo jamás se separa de mi alma, nunca carece de gloria y de honra la vista, y el júbilo jamás cesa en mis oídos. Entonces dijo el Señor al mismo santo: Di a esta esposa que se halla presente, qué merecen los que se cuidan del mundo más que de Dios, los que aman la criatura más que al Creador, y qué castigo tiene aquella mujer que mientras estuvo en este mundo, vivió entregada a los placeres. Y respondió aquel santo: Su castigo es gravísimo, pues por la soberbia que en todos sus miembros tuvo, están inflamados como horroroso rayo su cabeza, manos, brazos y pies. Su pecho está punzado como con piel de erizo, cuyas espinas se clavan en su carne y la destrozan, punzándola de un modo inconsolable. Los brazos y demás miembros, que con tanta sensualidad extendía ella para agasajar a los hombres, son como dos serpientes que tiene enroscadas en su cuerpo, que la despedazan devorándola sin consuelo, y nunca se cansan en despedazarla. Su vientre está atormentado de una manera tan cruel, como si en él estuviese metido un agudísimo palo y con la mayor fuerza se empujase para que entrara más. Sus rodillas y piernas como durísimo e inflexible hielo, no tienen descanso ni calor alguno. También sus pies, con los que se encaminaba a los placeres y llevaba a otros en pos de sí, se hallan como si continuamente los estuviesen cortando con afiladísima cuchilla. Fué ésta una señora que tenía mucha aversión a confesarse y seguía la propia voluntad; y acometida por un tumor en la garganta, murió sin confesión. Viéronla presentarse en el tribunal de Dios, y todos los demonios la acusaban, diciendo: ‘Aquí está esa mujer que quiso esconderse de ti, oh, Dios; pero de nosotros fué conocida’. Y respondió el Juez: ‘La confesión es una purificación excelente; y porque ésta no quiso lavarse con ella en tiempo, razón es que se manche con vuestras inmundicias; y porque no quiso avergonzarse delante de pocos, justo es que la avergüencen todos delante de muchos’. El pecado entonces, aún cuando no es percibido sensiblemente, provoca un daño enorme al alma, y si el alma no se confiesa y muere con ellos, ese daño permanece por toda la eternidad, con el agravante de que en la vida eterna sí se hace sentir, además de en el alma, en el cuerpo, porque en la otra vida, ya sea para el infierno o para el cielo, todo hombre resucitará con su cuerpo. El mundo, cuyo Príncipe es el demonio, según las mismas palabras de Jesús, busca atrapar a los hombres por medio de tentaciones, tal como un cazador hace con su presa, atrayéndola hacia la trampa, o como hace un pescador con su anzuelo, atrayendo al pez con una carnada que le resulta apetitosa a sus ojos. Los atractivos del mundo, con su sensualidad y su falso brillo, que hacen caer en el pecado, son equiparables a lo que es el anzuelo con la carnada para el pez: vistos desde afuera, los placeres de la carne parecen apetitosos y saludables, pero una vez que se los atrapa, le sucede al alma lo que al pez que muerde el anzuelo: siente dolor y es causa de muerte, porque al igual que el pez, que muere al ser sacado del agua por medio del anzuelo, el alma igualmente muere a la vida gracia, al cometer el pecado mortal. Pero al alma le sucede algo peor que al pez, porque mientras este pierde solo su vida animal, el alma pierde la vida de la gracia, y si muere así, se condena irremediablemente, al caer en la trampa del demonio, que tiende la trampa de los placeres mundanos, según una revelación de Jesús a Santa Brígida: “El demonio, pues, enciende el fuego en los corazones de sus amigos que viven en los placeres, y aunque la conciencia de estos les dice ser contra Dios, no obstante, desean tanto satisfacer sus deleites, que sin hacer caso pecan contra Dios; y por esto, es derecho del demonio encenderles y aumentarles el fuego de los suplicios en el infierno tantas veces, cuantas con su perverso deleite los llenó de él en el mundo” . “Se acercó un leproso y cayendo de rodillas, le dijo: ‘Si quieres, puedes curarme’. Jesús, conmovido, lo tocó diciéndole: “Lo quiero, queda purificado” y la lepra desapareció”. Jesús se sigue conmoviendo por los hombres caídos en pecado, y un signo de su infinito Amor misericordioso es la confesión sacramental, en donde Jesús, a través del sacerdote ministerial, no solo cura al alma de su enfermedad más terrible, el pecado, sino que le concede algo insospechado e inimaginable, la vida de la gracia, la participación en la vida divina de Dios Uno y Trino. Por la confesión sacramental, el alma recibe algo mucho más grande que ser curados de un terrible mal corporal, como la lepra: recibe el perdón, la gracia y el Amor de Dios Trinidad.

jueves, 9 de febrero de 2012

Un maravilloso ejemplo de fe, humildad y caridad



“Los cachorros comen las migajas que dejan caer los hijos” (cfr. Mc 7, 24-30). La respuesta de la mujer, pagana y sirofenicia, le vale el conseguir de Jesús lo que pide, la expulsión del demonio que había tomado posesión del cuerpo de su hija.
         La respuesta de la mujer es triplemente admirable: primero, por tratarse de una mujer pagana y sirofenicia, es decir, no perteneciente al Pueblo Elegido, a pesar de lo cual, muestra una fe que supera con creces a la de muchos hebreos, porque cree en Jesús como Dios, ya que le pide que expulse al demonio que ha tomado posesión del cuerpo de su hija, algo que solo lo puede hacer Dios con su omnipotencia; muestra una gran humildad, porque Jesús usa una comparación que, para un alma susceptible, podría ser ocasión de una respuesta soberbia, ya que son pocos quienes soportarían ser comparados con un cachorro de perro, tal como Jesús sugiere con el ejemplo: los hijos son el Pueblo Elegido, los cachorros son los paganos, como la mujer sirofenicia; por último, da una gran muestra de caridad, es decir, un amor sobrenatural, hacia su hija, porque por ella, por verla libre del demonio, no duda en humillarse ante un rabbí hebreo y postrarse ante Él, y demuestra también un amor sobrenatural hacia Jesús, porque se dirige a Él como a un Dios no sólo omnisciente, sino también infinitamente amoroso y misericordioso, que tendrá piedad de su hija y la librará del demonio.
         Fe, caridad, humildad, esos son los ejemplos de una mujer pagana, ejemplos no solo ante los hebreos del Pueblo Elegido, sino ante los miembros del Pueblo Elegido, los cristianos, porque muchos de estos, ante la tribulación, ante las pruebas, ante las cruces, vacilan, dudan, no creen, en la Presencia de Jesús en la Eucaristía.
         Si muchos cristianos tuvieran la fe, la caridad y la humildad de esta mujer pagana, y acudieran a Jesús en el sagrario como acude la mujer sirofenicia a Jesús en el episodio del Evangelio, las cruces, las tribulaciones, y toda la vida en general, serían un anticipo en la tierra de la vida feliz en la eternidad.

viernes, 3 de febrero de 2012

El camino para ir al cielo: rezar, obrar la misericordia, hacer apostolado, luchar contra la tentación



(Domingo V - TO - Ciclo B - 2012)
         “Jesús se retiró a orar” (Mc ). Luego de realizar varios signos prodigiosos, como curar enfermos –entre ellos, la suegra de Pedro-, expulsar demonios y luego de predicar el evangelio, Jesús se retira “a un descampado” a orar.
         No se trata de una mera narración de un día más en la vida de Jesús: en este Evangelio Jesús nos muestra cómo debe ser el plan de vida de un cristiano para llegar al cielo: asistir a los enfermos, luchar contra los verdaderos enemigos del hombre, que son los demonios, hacer apostolado en su ambiente de vida y de trabajo, y orar. De todo esto, lo más importante es la oración, porque por la oración el alma recibe la vida, la luz y el amor de Dios, que le permiten hacer todas las otras cosas.
         En otras palabras, quien quiera salvar su alma, quien quiera habitar en las moradas de Dios Trinidad por toda la eternidad, no tiene que hacer otra cosa que lo que Jesús hace en este evangelio.
         Jesús cura a la suegra de Pedro y a varios enfermos: el cristiano, a imitación de Jesús, debe prestar atención y cuidado a quienes están enfermos, del cuerpo o del espíritu. Es una de las acciones que abren las puertas del cielo, según las palabras de Jesús. Al final de los tiempos, en el juicio Final, Jesús dirá a los que se salven: “Venid, benditos de mi Padre, porque estuve enfermo y me cuidasteis”. Y al contrario, a los que se condenen, les dirá: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, porque estuve enfermo y no me cuidasteis”. Jesús está en todo prójimo, pero de manera especial en los enfermos, y es por eso que quien asiste a un enfermo, asiste a Cristo mismo que está en Él. Esto no significa que sea necesario fundar una congregación religiosa que se dedique a atender enfermos, como las Hermanas Misioneras de la Caridad, pues eso sería imposible para muchos. Está mucho más al alcance: se trata de visitar y asistir, en la medida de las propias posibilidades, a los seres queridos enfermos, o a algún prójimo desconocido, por ejemplo alguien internado en un hospital, que ha sido abandonado por su propia familia. El cristiano debe practicar esta obra de misericordia, visitar enfermos, pero no es la única, ya que la Iglesia propone catorce obras de misericordia, espirituales y corporales, para que el cristiano las practique y así haga méritos para llegar al cielo.
       Jesús expulsa demonios, y en esto también está el ejemplo de lo que cada cristiano debe hacer para llegar al cielo: no que se convierta él en un exorcista, porque eso es tarea del sacerdote ministerial, y solo aquel sacerdote designado por el obispo; la lucha contra el demonio que todo cristiano debe emprender consiste en discernir, con la luz de la gracia y del Espíritu Santo, las múltiples tentaciones que el Tentador arroja a cada paso, que buscan precisamente alejar al alma del camino de Dios. Por ejemplo, si Jesús dice que el que quiera seguirlo debe cargar su Cruz cada día y seguirlo, el demonio lo tienta con una vida más “relajada y tranquila”, sin tanto sacrificio ni cosas por el estilo. Si Jesús dice: “Ama a tus enemigos” y “Perdona setenta veces siete”, el Tentador dice: “No ames ni perdones; véngate de quien te hace mal o te persigue, por medio de la calumnia y la difamación”. No en vano San Pablo dice que “nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra las potestades oscuras de los cielos”, porque es el demonio, y todo su séquito de ángeles apóstatas, quienes tientan al hombre para que este deje de lado las enseñanzas de Jesús y obre de acuerdo a su perversa y torcida intención.
        Jesús predica el evangelio, y aquí también el cristiano tiene el modelo y el ejemplo de lo que debe hacer para ganarse el cielo. No quiere decir que para imitar a Jesús tenga que viajar a Palestina y vestir túnica y sandalias; la prédica de la Buena Noticia de Jesús la debe hacer en su ámbito de vida y de trabajo, con los seres que lo rodean, con los conocidos y los desconocidos, con los queridos y con los no tan queridos; en definitiva, todos tienen que ver en el cristiano un apóstol de Jesús que predica la Buena Noticia del Evangelio. Pero como el elemento central de esta Buena Noticia es la caridad, es decir, el amor sobrenatural a Dios y al prójimo, el cristiano no puede predicar el amor al mismo tiempo que, con sus palabras, sus deseos, sus obras, niega el amor. No puede el cristiano evangelizar un ambiente determinado, contaminado, por ejemplo, por la lascivia, si él mismo no lucha contra la tentación de la carne y se deja arrastrar por la lujuria; no puede el cristiano predicar de la vida eterna, y al mismo tiempo ser materialista, interesado solo en los bienes terrenos y en pasarla bien y disfrutar de la vida, porque esas son actitudes que niegan la vida eterna, porque para alcanzar la vida eterna se debe desprender de las cosas materiales y vivir la mortificación de los sentidos; no puede el cristiano evangelizar su ambiente, familiar, de estudio, de trabajo, contaminado por la adoración idolátrica del fútbol, de la política, de la televisión, si él mismo no es un adorador de la Eucaristía.
        Jesús va a un descampado a orar, y aquí está el más grandioso ejemplo que Jesús nos deja si queremos llegar al cielo: la oración, porque si no hay oración, nada de lo que haga el cristiano tiene valor. Por el contrario, sin oración, aún si el cristiano tuviera ocupadas las veinticuatro horas del día visitando enfermos y presos, dando de comer a los pobres, haciendo oraciones de sanación para expulsar demonios, y evangelizando, aún si hiciese esto, pero no rezara, estaría cayendo en un grave error, en un peligrosísimo error, una herejía que lo convertiría en el más abominable de todos los herejes, porque estaría cometiendo la herejía del activismo, en donde se confía más en las propias fuerzas y en la propia actividad, que en la gracia de Dios. Se trata de un error gravísimo, porque en el fondo, si ocupo las veinticuatro horas del día en hacer cosas, aun cuando sean buenas y sean para el Reino de Dios, pero no pongo a la oración en el lugar central, con mi actividad frenética y febril, niego en la realidad al Dios en quien digo creer, para erigirme yo mismo en mi propio dios, que todo lo puedo con mi esfuerzo.
         Por el contrario, quien pone en primer lugar a la oración, reconoce su nada y su miseria –“nada mas pecado”, dicen los santos-, y postrado espiritualmente ante Dios Trino, recibe de Él su luz, su gracia, su perdón, su vida, su paz, su amor. En la oración, el alma nunca está sola, y nunca deja de ser escuchada, y no solo, sino que nunca se queda sin recibir de Dios su palabra, aún cuando no escuche su voz audiblemente.
         Sin oración, ninguna actividad, por buena que sea, tiene sentido ni es meritoria para ganar el cielo; con oración, por el contrario, aún la acción más insignificante, como por ejemplo, dar un vaso de agua en nombre de Cristo, abre las puertas del cielo, porque conmueve al corazón de Dios.
         Rezar, visitar enfermos y presos, hacer apostolado en el propio ámbito de vida y de trabajo, luchar contra la tentación que como trampa tiende el Tentador, este es el sencillo y único camino que conduce al Cielo, el Camino Real de la Cruz, el que nos muestra Jesús.