lunes, 30 de diciembre de 2013

Octava de Navidad 7 2013




         Otros de los personajes que se nos presentan a la reflexión en Nochebuena, al contemplar la escena del Pesebre de Belén, son los que podemos llamar “propietarios” del Portal de Belén, un burro y un buey. De acuerdo a lo que relata el Evangelio, José y María no encontraron lugar en los albergues, ricos, cómodos, espaciosos y llenos de luz, por lo que, llegada ya la hora del Parto, debieron acudir, sin mayores opciones, a un pobre, oscuro, humilde, Portal de Belén, en donde finalmente nació el Niño Dios. La razón de la precariedad, pobreza y oscuridad del Portal de Belén, es que se trataba en realidad de un refugio de animales; en concreto, un buey y un burro.
De este hecho resaltan, entre otras cosas, la infinita humildad y el infinito Amor del Hijo de Dios, porque siendo Dios omnipotente, Creador del universo visible e invisible, eligió nacer en un pobre, oscuro y humilde refugio de animales, el cual, para colmo de males, mostraba en su interior el producto de la fisiología digestiva animal, que la Virgen encinta, debió limpiar, mientras San José conseguía leña para combatir, con el fuego, la oscuridad y el frío del Portal.
Tanto los albergues ricos de Belén, como el Portal humilde donde finalmente nació el Redentor, son símbolos de realidades espirituales y ultraterrenas. Los albergues ricos, llenos de comodidades, bien iluminados, atiborrados de manjares y bebidas, y con gente que canta y baila, son una representación simbólica del corazón humano sin Dios, que al no poseer a Dios y su Amor, trata de saciar su sed de felicidad en la materia, el dinero, la diversión mundana.
Pero el pobre Portal de Belén, con sus animales y con sus características de pobreza, oscuridad y humildad, es símbolo de una realidad espiritual, el corazón del hombre también sin Dios y su gracia, que por esto mismo es oscuro, frío y pobre espiritualmente. A su vez, los animales irracionales, los “propietarios” del Portal de Belén, son símbolos de las pasiones humanas que sin el control de la razón, dominan al corazón del hombre y lo ocupan de todo, sin dejar lugar para Dios. Las pasiones en sí mismas no son malas; son malas en cuanto dejan de estar bajo el control de la razón, y dejan de estar bajo el control de la razón cuando la gracia está ausente del alma, y es esto lo que simbolizan los animales del Portal, el burro y el buey.
Pero una vez que el Niño nace, la situación en el Pesebre cambia porque cuando la Madre de Dios deja al Niño en su cuna para adorarlo, los animales a su vez se acercan al Niño y le dan calor: son símbolo de las pasiones humanas que, debido a la acción de la gracia sobre la razón, son controladas por el hombre y puestas al servicio de Dios.
Al nacer el Niño, el Portal se ilumina con la luz que brota del Ser trinitario divino del Niño Dios; la Madre de Dios y San José lo adoran profundamente, y el buey y el burro, “propietarios” del Portal, también doblan sus patas anteriores y se postran ante su Creador. El Portal de Belén, en Nochebuena, es símbolo del corazón humano que, iluminado por la gracia, controla sus pasiones por medio de la razón y se inclina con todo su ser, en adoración, ante su Dios, que ha nacido en él como un Niño.

domingo, 29 de diciembre de 2013

Octava de Navidad 6 2013




         Unos de los personajes que intervienen en la Nochebuena son los ángeles de luz. No podían estar ausentes, porque los ángeles siguen a su Rey adonde Él va, y así como ellos adoran a su Rey en los cielos, lo adoran ahora que ha nacido en el tiempo, en el Portal de Belén. Los ángeles de Dios, que en el cielo exaltan de gozo por la contemplación del Cordero, acompañan al Niño que ha nacido en el Pesebre de Belén y no les importa que la tierra no sea el cielo, porque lo que hace que algo sea más hermoso que el cielo, es la Presencia de su Rey, y el Rey de los ángeles está ahora aquí, en el suelo, como antes estaba en el cielo, y es por eso que los ángeles se alegran ante su Presencia en el Portal de Belén, como antes se alegraban ante su Presencia en los cielos eternos.
Los ángeles anuncian a los pastores el Nacimiento de su Rey, el Rey de los cielos, que ha venido a las tinieblas de la tierra como Niño recién nacido, sin dejar de ser Dios. El mensaje que los ángeles transmiten a los pastores es un mensaje de gran gozo, de gozo indescriptible, de una alegría serena, radiante, inabarcable, desconocida para los hombres, imposible de ser contenida, y como no puede ser contenida en los cielos, la Alegría que es Dios Hijo nacido como Niño, es comunicada por los ángeles como un mensaje desbordante de amor y de paz: “Os anuncio una gran alegría: os ha nacido un salvador”. La alegría que comunican los ángeles a los pastores para Navidad es la alegría de saber que los hombres tienen, a partir de ahora, un Salvador, que ha venido a este mundo como un Niño pequeñísimo, pero es ante todo la Alegría de saber que este Niño, que ha venido a salvar a los hombres, es Él en sí mismo la Alegría divina, una alegría celestial, sobrenatural, que brota del Ser mismo trinitario de ese Niño que es Dios en Persona. Los ángeles comunican entonces una doble alegría a los pastores y a la humanidad entera: la alegría de saber que a los hombres les ha nacido un Salvador, y la alegría de saber que ese Salvador es Dios Hijo en Persona, que es la Alegría misma, porque Dios “es Alegría infinita”, como dicen los santos.
Y como consecuencia del Nacimiento del Hijo de Dios en la tierra, el Nombre Santo de Dios es glorificado ahora en la tierra, de un modo nuevo, porque a partir de la Encarnación y Nacimiento de Dios Hijo, la gloria de Dios, que permanecía oculta para los hombres pero visible para los ángeles porque estaba en el cielo, es ahora visible para los hombres, como lo es en los cielos para los ángeles, porque esa gloria divina se manifiesta a los ojos de quien contempla al Niño de Belén y proporciona paz al alma de quien lo contempla: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”.


Es importante reflexionar acerca del anuncio de los ángeles a los pastores en Belén, anuncio en el que a los hombres se les avisa que la gloria de Dios es visible en la naturaleza humana de un Niño recién nacido, porque es el mismo anuncio que hace la Iglesia por medio de la Santa Misa: la gloria de Dios se hace visible, a los ojos de la fe, en la apariencia de pan y vino, la Eucaristía. Y así como la contemplación del Niño de Belén provoca gozo y alegría en el alma, porque se trata de la contemplación del Amor Divino encarnado, así la comunión sacramental eucarística inunda al alma de gozo y alegría, porque el Divino Amor, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, se dona sin reservas al alma que comulga con fe y con amor.
Pero además de los ángeles de luz, también los ángeles de la oscuridad están presentes en el Nacimiento, pero rechinando sus dientes de terror y desesperación, porque su definitiva derrota, la derrota de las Puertas del Infierno, han comenzado con el Nacimiento del Niño de Belén, quien los vencerá de una vez y para siempre en el Santo Sacrificio de la Cruz.
“Os anuncio una gran alegría: os ha nacido un Salvador, y la señal es un Niño recién nacido, envuelto en pañales en el Portal de Belén”, dicen los ángeles a los pastores, y la Iglesia, parafraseando a los ángeles, nos dice: “Os anuncio una gran alegría; el Salvador continúa su Encarnación y Nacimiento por la liturgia de la Iglesia, y la señal es el Pan Vivo bajado del cielo, la Eucaristía, su Cuerpo, su Sangre, su Alma, su Divinidad y su Amor, Presentes en el Nuevo Portal de Belén, el altar eucarístico”.


sábado, 28 de diciembre de 2013

Octava de Navidad 5 2013





Cuando se mira la escena del Pesebre de Belén, apenas transcurrida la Nochebuena, y se la desconecta del dato de la fe, se cae inevitablemente en una visión edulcorada del Nacimiento, que no se condice con la misteriosa realidad que este representa. En efecto, el mirar el Pesebre de Belén, sin tener en cuenta la fe de la Iglesia en Cristo Jesús -la fe del Credo- y su misterio pascual salvífico, lleva a mirar una realidad meramente humana, puesto que lo que se ve, es una familia humana, en un todo igual a miles de millones de otras familias humanas. ¿Qué es lo que ve la razón sin fe? Una madre primeriza, un niño recién nacido, envuelto en pañales, llorando por el frío y el hambre, un hombre que es su padre, un pobre refugio de animales, que ha servido de lugar de nacimiento para el niño y, finalmente, los “propietarios” del Portal, un burro y un buey que, con sus respectivos cuerpos animales, proporcionan algo de calor al niño en el frío de la noche. Sin la luz de la fe, la escena del Pesebre de Belén es una escena familiar más, y así muchos podrían creer que el cristianismo es una religión cuyo único sentido es pedirle al hombre que sea más “bueno”, pero no “santo”, porque la santidad no entra en esta visión de la razón sin fe. El cristianismo sería una religión del “buenismo” moral, que no tendría otro mensaje para dar a la humanidad que el de simplemente ser “mejores” y “más buenos”, y así su mensaje sería meramente moral, y no se diferenciaría prácticamente en nada de otras religiones que, con otro lenguaje, dicen lo mismo. 
 

Sin embargo, la escena del Pesebre de Belén no se puede ver con la sola luz de la razón; para descubrir su realidad mistérica última, es necesario contemplar la escena a la luz de la razón iluminada por la luz de la fe de la Iglesia en Cristo. Para saber de qué estamos hablando, recurramos a los santos, que precisamente son santos porque se han santificado al vivir y morir por la fe y en la fe de la Iglesia. En este caso, recurrimos a la Beata Ana Catalina Emmerich, quien lejos de mostrarnos una visión edulcorada de Nochebuena, nos la presenta en toda su cruda realidad de hecho salvífico de la vida de Jesús. Dice así esta santa: “Lo vi recién nacido (al Niño Dios) y vi a otros niños venir al pesebre a maltratarlo. La Madre de Dios no estaba presente y no podía defenderlo. Llegaban con todo género de varas y látigos y le herían en el rostro, del cual brotaba sangre y todavía presentaba el Niño las manos como para defenderse benignamente; pero los niños más tiernos le daban golpes en ellas con malicia. A algunos sus padres les enderezaban las varas para que siguieran hiriendo con ellas al Niño Jesús. Venían con espinas, ortigas, azotes y varas de distinto género, y cada cosa tenía su significación (…) Vi crecer al Niño y que se consumaban en Él todos los tormentos de la crucifixión. ¡Qué triste y horrible espectáculo! Lo vi golpeado y azotado, coronado de espinas, puesto y clavado en una cruz, herido su costado; vi toda la Pasión de Cristo en el Niño. Causaba horror el verlo. Cuando el Niño estaba clavado en la cruz, me dijo: “Esto he padecido desde que fui concebido hasta el tiempo en que se han consumado exteriormente todos estos padecimientos”.

Es esta la realidad última del Pesebre de Belén: el Niño Dios, recién nacido, ¡golpeado por otros niños! Y cuando este Niño crece, continúa recibiendo golpes, y hasta azotado, coronado de espinas y crucificado, aun antes de ser adulto. ¿Por qué? Porque esta es la realidad de la Nochebuena: Dios Padre nos envía a su Hijo, Dios, que se nos manifiesta como Niño, para donarnos su Amor, Dios Espíritu Santo, pero nosotros, los hombres, con nuestros pecados, rechazamos al Amor Divino encarnado en el Niño Dios, y lo golpeamos. Es esta realidad la que describe el Evangelista: “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron”. Es decir, la realidad de la Nochebuena y de la Navidad es que, de parte de Dios, solo hay amor, mientras que de parte nuestra, de parte de los hombres, está el pecado, que es rechazo del Amor de Dios, rechazo que se materializa en los golpes recibidos por el Niño Dios. 

Pero el Amor de Dios “es más fuerte que la muerte” y es por esto que, a pesar de que los hombres rechazamos a su Hijo, Dios Padre nos perdona y lleva a cabo su plan primigenio, el de donarnos a Dios Espíritu Santo, como Don de dones, como Don de su Corazón de Padre, y la prueba de este perdón son los bracitos abiertos del Niño Dios en el Pesebre de Belén, que son los mismos brazos que el mismo Niño Dios, ya siendo el Hombre-Dios, abrirá en la Cruz, como signo del perdón divino y de que, a pesar de nuestra malicia, nos infunde su Amor, el Espíritu Santo, en la Sangre del Cordero que se derrama incontenible desde su Corazón traspasado en la Cruz.
Este es el significado de la escena del Pesebre, contemplado a la luz de la razón, iluminada con la luz de la fe de la Iglesia.

viernes, 27 de diciembre de 2013

Fiesta de La Sagrada Familia de Jesús, José y María




(Ciclo A – 2013)
         Luego del Nacimiento del Niño Dios, el matrimonio legal entre José y María se convierte en “familia”, quedando así constituida la “Sagrada Familia de Nazareth”. Aunque pareciera, al ser vista con los ojos y la razón humana, ser una familia más entre tantas –está formada por un padre y esposo, José, por una madre y esposa, María, y por un hijo, Jesús-, la Sagrada Familia de Nazareth no es “una familia más”, sino la Familia por excelencia, la Familia deseada por Dios como modelo de toda familia cristiana, porque no solo está constituida según el designio original y primigenio divino –un padre-varón, una madre-mujer, y un hijo que nace como fruto del amor esponsal, aunque en este caso los esposos sean solamente legales-, sino porque esta familia está re-creada por la Gracia y el Amor Divinos, de modo que todo en ella es santidad y amor.
Por este hecho, la Sagrada Familia de Nazareth es el modelo de santidad y de amor en el que debe reflejarse toda familia católica, al punto que ninguna familia puede corresponder a los designios de Dios, sino es en reflejo e imitación de la Familia Santa de Jesús, José y María.
La Sagrada Familia es modelo de santidad y amor porque, según el Santo Padre Juan Pablo II, es la “Trinidad terrena” que prolonga y continúa, en la tierra y en el mundo de los hombres, a la Trinidad celestial, la Familia constituida por las Tres Divinas Personas. En cuanto “Trinidad terrena”, la Sagrada Familia constituye una imagen de la Santísima Trinidad, siendo San José, Padre casto y puro, representación de Dios Padre; la Virgen María, Inmaculada y Santa, representación de Dios Espíritu Santo, y Jesús, que no es representación de nadie, sino que es Él mismo Dios Hijo, encarnado, sin dejar de ser Dios, tan Dios como el Padre y el Espíritu Santo.
         La Sagrada Familia de Nazareth es modelo insustituible para toda familia católica que quiera vivir santamente esta vida terrena y que quiera alcanzar el Reino de los cielos en la otra vida. En esta Familia Santa, todo es santidad y amor y nada se rige, entre sus integrantes, sin la santidad divina y sin que el Amor de Dios todo lo permee, lo penetre, lo informe, lo eleve, lo endulce y lo sublime.
         En esta Familia Santa todo es santo: es santo el Padre adoptivo de Jesús y Esposo legal de María Virgen, San José, porque sin la santidad que viene de Dios, San José no habría podido ser ni esposo casto de María, ni padre adoptivo de Jesús; es santa la Madre de Jesús y Esposa legal de San José, María Santísima, porque Ella fue concebida no solo sin mancha de pecado original, sino inhabitada por el Espíritu Santo y en Gracia; es santo –tres veces santo- el Hijo nacido de las entrañas purísimas de María Virgen y adoptado como hijo por San José, Jesús, y es Tres veces Santo porque Él es Dios encarnado. En la santidad de la Familia Santa de Nazareth, encuentra toda familia católica el camino a seguir si quiere llegar al cielo, y es el de vivir, todos sus integrantes, santamente, evitando el pecado aun a costa de la propia vida, si fuera necesario –“preferiría haber muerto que haberos ofendido”, dice la oración de arrepentimiento del sacramento de la penitencia-, y conservando e incrementando, día a día, hora a hora, minuto a minuto, la vida de la gracia que se nos comunica por los sacramentos.


En esta Familia Santa todo está regido por el Divino Amor: es el Amor de Dios, casto y puro, el que impregna el corazón de San José, infundiéndole de su castidad y pureza; es el Amor de Dios, Inmaculado y Santo, el que inhabita en el Inmaculado Corazón de la Madre de Dios, María Santísima; es el Amor de Dios, Tercera Persona de la Santísima Trinidad, expirado por el Padre y el Hijo, el que late en el Sagrado Corazón de Jesús, el Hijo de la Sagrada Familia. Y como el Divino Amor está presente en las Tres Personas de la Trinidad terrena, Jesús, José y María, nada hay en esta Familia que no esté originado, regido y orientado por el Divino Amor y para el Divino Amor. Así, las relaciones cotidianas entre los esposos y entre los padres y el hijo, están permeadas por el Amor, y como “amar es desear el bien de aquel a quien se ama”, todos procuran el mayor bien que una persona pueda poseer en esta vida, y es la posesión de la gracia y del Amor de Dios en el corazón. Así, se viven las virtudes humanas y sobrenaturales en un grado máximo, a cada instante y en todo instante: la paciencia, la mansedumbre, la fortaleza, la laboriosidad, y todos los miembros de la Sagrada Familia se brindan unos a otros aquello que sobreabunda en sus almas santas: paz, alegría, amor, santidad, comprensión, paciencia, caridad. Quien ama no solo evita el más mínimo daño a aquel a quien ama –un enojo, una impaciencia-, sino que busca en todo hacer agradable la vida de quien ama, y por eso se esfuerza por vivir la paciencia, por transmitir paz, por comunicar afecto, por sacrificarse en pos de los demás, olvidándose de sí mismo. Es esto lo que hacían cotidianamente los integrantes de la Sagrada Familia, y por este motivo, toda familia católica debe contemplar a la Familia Santa de Nazareth y tomar de ella lo que en ella abunda, para aplicarla en la vida cotidiana, para que la vida de todos los días sea vivida en la santidad y en el amor, como anticipo de la vida de santidad y amor que espera a toda familia en el Reino de los cielos.
Toda familia católica está llamada a la santidad y al amor, pero la única manera de responder a este llamado, es contemplando e imitando a la Sagrada Familia de Jesús, José y María.