miércoles, 6 de febrero de 2013

“Fueron a predicar, exhortando a la conversión”



“Fueron a predicar, exhortando a la conversión” (Mc 6, 7-13). Jesús envía a los discípulos a predicar la Buena Noticia de la llegada del Reino de Dios y al enviarlos les concede poder para realizar signos o milagros –curación de enfermos, expulsión de demonios- que actuarán reforzando la fe de quienes escuchen.
El motivo por el cual Jesús da este poder divino a sus discípulos, como el curar enfermos o expulsar demonios, es ayudar a la conversión, porque la conversión es esencial para poder entrar a ese Reino de los cielos que “está cerca” y “ya ha llegado”.
Aun cuando la concesión de poderes divinos sea la causa de los signos extraordinarios que acompañan la misión, el objetivo de la prédica de los discípulos no es ni la curación de enfermos ni la expulsión de demonios, sino la conversión: “Fueron a predicar, exhortándolos a la conversión”, y el motivo es que sólo un corazón convertido es capaz de recibir primero en la tierra, en la mente y en el corazón, la noticia del Reino, y de entrar después, en la vida eterna, en el Reino de los cielos.
La conversión es algo absolutamente necesario para la salvación porque, como consecuencia del pecado original, el corazón humano ha quedado invertido y mirando en un sentido opuesto al sentido original, de manera tal que si en el momento de su creación fue creado orientado a Dios -para poder así recibir de Él su influjo vital, su luz, su amistad, su amor-, a causa del pecado original, ha quedado orientado hacia el sentido opuesto, es decir, ha quedado orientado hacia las cosas terrenas, hacia la oscuridad, hacia las propias pasiones, hacia el mundo, hacia las tinieblas. Además de invertido el sentido, el corazón sin conversión es duro como una piedra, negro como el carbón y frío como el hielo, y es imposible de toda imposibilidad que pueda salir de ese estado con sus solas fuerzas naturales.
         Sólo la gracia santificante puede obrar el milagro de la conversión del corazón, es decir, del retorno del corazón hacia su orientación primigenia, el rostro de Dios. Sólo la gracia santificante puede hacer que el corazón deje de mirar hacia las cosas terrenas y bajas, y se vuelva hacia el Sol de justicia, que es Dios, en un movimiento que recuerda al de los girasoles en el paso de la noche al día, cuando ante la salida del sol, se orientan y siguen su recorrido por el cielo. Sólo la gracia santificante puede hacer que el corazón no solo deje de ser duro, frío y negro, sino que se convierta en una imagen viviente del Sagrado Corazón. Sólo la gracia santificante puede obrar el milagro de la conversión del corazón, conversión por medio de la cual deja de mirar las cosas de la tierra, para orientar la mirada del alma hacia el Sol del Nuevo Amanecer, el Sol que sale en el horizonte de la eternidad, el altar eucarístico, Jesús Eucaristía.
         “Fueron a predicar, exhortándolos a la conversión”. El alma que se convierte contempla, como el girasol al sol, al Sol de justicia, la Eucaristía, y se deja iluminar por su luz, luz que es Amor y Vida eterna.

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