miércoles, 27 de febrero de 2013

“Un hombre rico, Epulón, fue al infierno (…) Un hombre pobre, Lázaro, fue al cielo”




         “Un hombre rico, Epulón, fue al infierno (…) Un hombre pobre, Lázaro, fue al cielo” (cfr. Lc 16, 19-31). Una interpretación materialista y progresista, como la de la Teología de la Liberación, alejada del Magisterio de la Iglesia, sostiene que el rico Epulón se condena a causa de sus riquezas, mientras que Lázaro se salva a causa de su pobreza.
Sin embargo, ni Epulón se condena por ser rico, ni Lázaro se salva por ser pobre. La razón última de la salvación o condenación de los personajes de la parábola radica en su conformidad o no a la Divina Voluntad.
La causa de la salvación de Lázaro no es su pobreza en sí misma, sino la aceptación paciente, sufrida y confiada, a la Voluntad de Dios, ya que Lázaro sufre su miseria e indigencia material sin renegar de Dios y su Querer, que ha permitido que viva en la más completa carencia de bienes materiales. Lázaro no desea las riquezas terrenas, sino las del cielo, y en vista de estas riquezas, es que soporta pacientemente toda una vida de miseria económica.
A su vez, Epulón no se condena por el mero hecho de ser rico, sino porque fue contrario a la Voluntad Divina, que permitió su enriquecimiento a fin de que con estas riquezas ayudara a su prójimo más necesitado, Lázaro.
Epulón se condenó porque apegó su corazón a los bienes materiales, tomando a estos como fin último de la vida y no como lo que son en realidad, una prueba para obtener la salvación si es que se sabe desprender de ellos.
En este sentido, lejos de ser una bendición divina, los bienes materiales se convierten en una maldición, porque son causa de la condenación en el infierno, y esto sucede cuando no se los usa para auxiliar a quien más lo necesita.
Epulón codició los bienes terrenos y apegó su corazón al dinero y al oro, y esto fue su perdición, porque así despreció los bienes del cielo.
“Un rico fue al infierno, un pobre fue al cielo”. En última instancia, la salvación o condenación se da cuando el alma atesora o desprecia, respectivamente, los bienes celestiales. Si queremos evitar el infierno e ir al cielo, debemos atesorar ávidamente bienes y riquezas, pero se trata de los bienes y riquezas celestiales –“Atesorad tesoros en el cielo”, nos dice Jesús-, los cuales se nos dan aquí en esta vida terrena: el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, la Sagrada Eucaristía. Por esto, debemos guardar en el corazón, con gran regocijo, las comuniones eucarísticas , con más fruición y avidez que las del avaro que atesora monedas de oro en su caja fuerte.
Si queremos ir al cielo, debemos imitar la pobreza de Cristo en la Cruz, despojado de todo bien material, porque los únicos bienes materiales que posee, los clavos, la Cruz de madera, los clavos, la corona de espinas, son de propiedad de Dios Padre, y el paño de lienzo que es su única vestimenta, pertenece a su Madre, la Virgen, ya que era la pañoleta con que se cubría su cabeza.
Si queremos ir al cielo y evitar el infierno, debemos atesorar ávidamente nuestra única riqueza, Cristo Eucaristía, y debemos vivir pobremente, con la santa pobreza de Cristo crucificado.

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