domingo, 31 de marzo de 2013

Lunes de la Octava de Pascua



“Alégrense” (Mt 28, 8-15). Jesús resucitado se les aparece a las santas mujeres que “atemorizadas pero llenas de alegría” van a comunicar la Buena Noticia a los discípulos. Sorprende que Jesús, en vez de saludarlas con una presentación o un saludo formal, como se estila entre quienes no se ven desde hace un tiempo, en vez de hacerlo, las salude directamente con una orden en imperativo: “Alégrense”, y sorprende más, cuanto que el evangelista remarca que ellas estaban “atemorizadas pero llenas de alegría”, es decir, ya se encontraban alegres.
Es como si Jesús quisiera urgirlas a la alegría, una alegría todavía más profunda que la que tienen, y por eso se los ordena y por eso no se presenta ni las saluda como tal vez debería haberlo hecho.
¿Cuál es la razón de esta orden dada por Jesús a las santas mujeres, orden que, por otra parte, es para toda la Iglesia desde el momento en que en ellas está representada la Iglesia naciente?
La razón es que con su resurrección no cabe la tristeza, no importa la tribulación que se deba vivir, ni las circunstancias más o menos desfavorables en la vida de un cristiano: los beneficios, dones, gracias, milagros y prodigios que Jesús ha conseguido para los hombres con su Resurrección, hacen imposible la tristeza, y son el fundamento de la alegría. ¿Cuáles son los motivos por los que el cristiano debe estar siempre alegre?
Existen varios motivos -casi al infinito-; algunos de ellos son los siguientes:  que  Jesús ha resucitado y con su resurrección ha destruido la muerte y ha concedido a todos los hombres la vida divina; ha vencido al demonio y les ha devuelto la amistad con Dios, y los ha convertido en hijos adoptivos por el bautismo; ha destruido al pecado y les ha concedido la gracia santificante; les ha donado su Madre, la Virgen, como Madre celestial; ha dejado la Iglesia, que por las obras de misericordia será la encargada de difundir la Buena Noticia; ha dejado los sacramentos, a través de los cuales les comunica su vida divina; ha abierto la puerta del cielo, cerrada desde Adán y esa Puerta Abierta es su Sagrado Corazón traspasado; ha donado a los hombres, con su Sangre derramada, el perdón divino y ha derramado sobre ellos con esta Sangre, el fuego del Amor divino, el Espíritu Santo; ha dejado a los hombres el Verdadero Maná del cielo, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, Maná que los fortalece en su peregrinar, por el desierto de la vida, a la Jerusalén celestial; ha convertido, por el signo de la Cruz, al dolor humano en fuente de santificación y de salvación eterna; ha cambiado el destino humano, de castigo, dolor y muerte a causa del pecado, por el de salvación eterna, gracias al sacrificio de la Cruz; ha dejado a la Iglesia su Presencia sacramental eucarística, con lo cual cumple su promesa de “quedarse con nosotros hasta el fin del mundo”.
Estos son solo algunos de los motivos por los cuales Jesús ordena a la Iglesia naciente el estar alegres y no dar lugar a la tristeza: “Alégrense”.

sábado, 30 de marzo de 2013

Domingo de Resurrección



(Ciclo C – 2013)
         “Asomándose al sepulcro (Juan), vio las vendas en el suelo (…) Después llegó Simón Pedro y vio (…) también el sudario (…) enrollado en un lugar aparte” (Jn 20, 1-9). Pedro y Juan, avisados por las santas mujeres, acuden al sepulcro el domingo a la madrugada. Al llegar al lugar -Juan primero y Pedro después- entran en el sepulcro y ven las vendas en el suelo y el sudario, y si bien dice el evangelista “el también vio y creyó”, acto seguido dice: “Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, Él debía resucitar de entre los muertos”.
         En el episodio evangélico vemos, además de la flaqueza de la fe de Pedro y Juan: “todavía no han comprendido que, según la Escritura, Él debía resucitar de entre los muertos”, que la fe se transmite por el anuncio de la Buena Noticia –las santas mujeres que corren a avisar a los demás- y por las pruebas que certifican los milagros, en este  caso, la prueba de la resurrección de Jesús, en el mismo sepulcro, es el santo sudario, por lo que vale la pena, por lo tanto, detenernos en una breve meditación acerca de su inestimable valor como prueba científica de la Resurrección de Jesús.
         En el Santo Sudario está reflejada toda la Pasión de Jesús, porque se ven, con toda nitidez y claridad, el enorme padecimiento sufrido por Jesús en su Cuerpo: pueden percibirse las heridas del rostro, las de la cabeza, las de las manos, las de los pies, la herida del costado, los golpes de sus caídas, las laceraciones de la flagelación.
Según los datos de los Evangelios y los que proporciona el Santo Sudario, Jesús debió soportar un dolor imposible de imaginar siquiera, ya que sufrió una de las formas más duras y dolorosas de muerte jamás imaginada por el hombre. La gran mayoría de estos dolores están reflejados en la Sábana Santa, la mortaja que Pedro y Juan vieron cuando se asomaron al sepulcro, y es por esto q        ue la contemplación del Santo Sudario conduce a un aumento de la fe y del amor a Jesús, que por nosotros murió en la Cruz. El Santo Sudario es un documento científico de excepcional valor, que a veinte siglos de distancia, habla a este mundo, caracterizado por el cientificismo, con lenguaje científico incontestable, sobre el sufrimiento inenarrable que experimentó el Hombre-Dios Jesús de Nazareth. Pedro y Juan, al llegar al sepulcro, se dan con el Santo Sudario en el suelo, y eso es ya un testimonio de la resurrección de Jesús. Siglos más tarde, cuando el Santo Sudario sea examinado con los modernos aparatos y con la última tecnología, los datos que aportará con respecto al grado de sufrimiento de Jesús y también con respecto a su resurrección, serán incontestables. El Santo Sudario nos habla de un Cristo sufriente, muerto, con su Cuerpo martirizado por cientos y cientos de golpes, pero al mismo tiempo, nos habla de la Resurrección de ese mismo Cristo que, estando muerto, vuelve a la vida; en otras palabras, no solo nos habla sobre los sufrimientos físicos de Jesús de Nazareth, sino que nos revela, de modo que no quedan dudas, acerca de la resurrección, causada por una energía lumínica -cuya naturaleza y magnitud solo pueden ser de origen divino-, de ese mismo Hombre Jesús de Nazareth. Quien contempla la Sábana Santa contempla un doble y asombroso misterio: por un lado, la magnitud inabarcable del sufrimiento físico de Jesús, porque en el Santo Sudario están impresas, con una calidad que supera la más alta tecnología imagenológica, las huellas de las heridas sufridas en su Cuerpo a causa de la Pasión; por otro lado, contempla la prueba irrefutable de su resurrección, puesto que la impresión de la imagen en el Santo Sudario ha sido hecha con una energía lumínica que no tiene su origen en ningún elemento creatural conocido ni por conocer. La Sábana Santa no es un simple sudario; no es un mero documento histórico; no es una tela más entre tantas, que por un motivo particular fue y es objeto de intensos estudios científicos: la Sábana Santa es un icono sagrado del Hombre-Dios Jesús de Nazareth que revela, a los ojos y al alma, a la razón y a la fe, su asombroso misterio pascual de Muerte y Resurrección.
Por este motivo, el Santo Sudario, como dice el Santo Padre Francisco, no se puede “mirar”, como quien mira una obra de arte; es una mirada contemplativa, una mirada que es al mismo tiempo oración extasiada ante el misterio asombroso de tener frente a sí un documento que, al mismo tiempo que es científico, expresa las más altas verdades de la fe católica: la Pasión y Resurrección del Hombre-Dios Jesucristo.
Con respecto a la mirada de oración, dice así el Papa Francisco: “También yo me pongo con vosotros ante la Sábana Santa (…) Pero (…) no se trata simplemente de observar, sino de venerar; es una mirada de oración”[1].
Pero el Papa Francisco va más allá todavía, y nos dice que, desde la contemplación del Santo Sudario, el alma es “mirada” por el mismo Hombre de la Síndone, Jesús de Nazareth, quien le “habla” a través de ella: “Y diría aún más: es un dejarse mirar. Este rostro tiene los ojos cerrados, es el rostro de un difunto y, sin embargo, misteriosamente nos mira y, en el silencio, nos habla” “al corazón”, y “nos lleva a subir al monte del Calvario, a mirar el madero de la cruz, a sumergirnos en el silencio elocuente del amor”. Desde la Sábana Santa, dice el Santo Padre, Jesús nos habla al corazón con la “Palabra única y última de Dios: el Amor hecho hombre, encarnado en nuestra historia; el Amor misericordioso de Dios, que ha tomado sobre sí todo el mal del mundo para liberarnos de su dominio”, que nos dice: “Ten confianza, no pierdas la esperanza; la fuerza del amor de Dios, la fuerza del Resucitado, todo lo vence”. ¿Qué es lo que vence? Vence al mal, al pecado, que anida en el corazón del hombre, pero no solo vence al mal, sino que comunica de su Amor infinito, Amor mediante la cual el hombre puede cumplir el mandato de la caridad. Esto es lo que dice el Papa Francisco, al rezarle “al hombre de la Sábana Santa”, la “oración que san Francisco de Asís pronunció ante el Crucifijo”: “Sumo, glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y verdadero mandamiento. Amén”.
Contemplar la Sábana Santa lleva entonces a considerar la inmensidad de los sufrimientos que soportó Jesús, llamado con justicia “Varón de dolores” por el profeta Isaías, pero como si esto fuera poco, el alma se queda perpleja al considerar que, como se lo dijo a la Beata Luisa Piccarretta, Él sufrió, en su agonía en el Huerto de Getsemaní, “las penas, los dolores y las muertes” de todos y cada uno de los hombres de todos los tiempos.
Sin embargo, hay otros dolores, desconocidos, que también sufrió Jesús, que no aparecen en la Sábana Santa, y que fueron revelados a la Hermana María Magdalena, de la Orden de Santa Clara. Jesús se le apareció y le describió los quince sufrimientos y dolores desconocidos que sufrió la noche anterior de su muerte:
1º- Ataron Mis pies con una cuerda y me arrastraron debajo de una escalera de un sótano pestilente e inmundo;
2º- Me quitaron la ropa y agujerearon mi Cuerpo con puntas de hierro;
3º- Ataron mi Cuerpo con una cuerda y me arrastraron por dentro del sótano;
4º- Me colgaron de una viga, donde me dejaron hasta que me deslicé y caí a tierra, este sufrimiento hizo salir de Mis ojos lágrimas de sangre;
5º- Me amarraron a un poste y me martirizaron con toda clase de armas perforando mi Cuerpo; me tiraron piedras y me quemaron acercándome a las brasas de la hoguera con teas encendidas;
6º- Me agujerearon con punzones y desgarraron Mi piel, Mi carne y Mis venas;
7º- Me amarraron a un pilar, Mis pies yaciendo sobre hierro incandescente;
8º- Me pusieron una corona de hierro y me vendaron los ojos con trapos malolientes;
9º- Me sentaron sobre una silla guarnecida con clavos puntiagudos que clavaron en Mí cuerpo profundísimos huecos;
10º- Rociaron mis Llagas con brea y plomo herviente y me hicieron caer de la silla;
11º- Para mi tormento y Mí vergüenza, me hundieron agujas y hierros puntiagudos en los huecos de Mí barba arrancada;
12º- Me echaron encima de una cruz, sobre la cual me amarraron tan fuerte y duramente que estuve a punto de quedar sofocado;
13º- Hollaron Mi cabeza cuando yacía por tierra; uno de ellos, al poner su pie en Mí pecho, hundió una punta de Mí corona a través de Mí lengua;
14º- Me llenaron la boca con las más asquerosas suciedades;
15º- Profirieron raudales de injurias infames, me amarraron las manos a la espalda, me condujeron a golpes fuera de la cárcel, y me azotaron.
Y Jesús continuó: “¡Hija mía, querida! Te pido que hagas conocer a muchas almas Mis quince sufrimientos y dolores secretos, con el fin de que sean contemplados y honrados. El día del Último Juicio, concederé la Eterna Felicidad a aquéllos a quienes con amor y recogimiento, me ofrecieron cada día uno de Mis sufrimientos agregando piadosamente la siguiente oración: “Esperé que alguien se compadeciera de Mí y no hubo nadie; alguien que me consolara y no lo hallé” (Sal 69-21).
Pero estos no fueron los dolores más atroces: los dolores más atroces, los dolores lancinantes, los dolores que trituraban su Corazón, eran los dolores que experimentaba al ver cómo se condenaban las almas que no lo aceptarían como a su Salvador y Redentor, tal como el Sagrado Corazón se lo confió a Santa Margarita María de Alacquoque.
“Asomándose al sepulcro (Juan), vio las vendas en el suelo (…) Después llegó Simón Pedro y vio (…) también el sudario (…) enrollado en un lugar aparte”. La contemplación de la Sábana Santa y la meditación acerca de los indecibles dolores –conocidos y desconocidos- que soportó el Hombre-Dios Jesús de Nazareth, y al meditar acerca de su gloriosa resurrección –resurrección que se prolonga en la Eucaristía, con lo cual cada Santa Misa recibe, a siglos y siglos de distancia, la misma luz que surgió en el Santo Sepulcro, luz más brillante que mil millones de soles juntos-, deja al alma absorta en un mudo éxtasis de amor.



[1] http://www.intereconomia.com/blog/cigueena-torre/mas-palabras-papa-que-me-gustan-20130331

Sábado Santo



(Ciclo C – 2013)
         “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado” (Lc 24, 1-12). Las piadosas mujeres de Jerusalén acuden al sepulcro en donde había sido sepultado el Cuerpo de Jesús para ungir el Cuerpo con perfumes, según la costumbre de los judíos. Antes de entrar, encuentran algo que las desconcierta, y es que la puerta del sepulcro está abierta porque la piedra que ocluía la entrada había sido removida; cuando entran, su desconcierto es aún mayor, puesto que no encuentran el Cuerpo de Jesús: “No hallaron el Cuerpo del Señor Jesús”, dice el Evangelio. En ese momento, se les aparecen dos ángeles que les dicen que Jesús “no está” ahí, porque “ha resucitado”.
         La actitud de las santas mujeres refleja, aún siendo ellas piadosas y discípulas de Jesús, falta de fe en las palabras de Jesús, como se desprende de las palabras de los ángeles, pero también como se desprende de la misma actitud de ellas en la madrugada del Domingo: acuden al sepulcro buscando a Jesús muerto, porque llevan perfumes para ungir un cadáver, como era la costumbre de los judíos. No van a buscar a Jesús vivo, tal como deberían haberlo hecho, si hubieran creído en las palabras de Jesús que les había profetizado que resucitaría al tercer día. Las santas mujeres acuden al sepulcro sin fe en Jesús resucitado y en sus palabras; aman a Jesús, y por eso llevan perfumes para su Cuerpo, pero no tienen fe en Él y por eso es que buscan a un muerto.
         Muchos cristianos, en la Iglesia –y también nosotros mismos, en muchas ocasiones, sobre todo en la tribulación-, nos comportamos como las mujeres piadosas el Domingo de Resurrección: nos olvidamos de las palabras de Jesús, nos olvidamos que Él es Dios, nos olvidamos que Él ha resucitado y que, en la Eucaristía, cumple su promesa de “estar con nosotros hasta el fin del mundo”. Y debido a que nos olvidamos de su palabra y vivimos sin fe, en el momento de la prueba naufragamos, como Pedro cuando comenzó a caminar sobre las aguas y, sintiendo temor por la fuerza del viento, comenzó a hundirse.
         Si no creemos firmemente en la Resurrección, nos comportamos como las santas mujeres, que creen en Jesús, pero en un Jesús que no trasciende su horizonte humano y su razón humana; un Jesús en el que no hay cabida para el milagro, para la intervención magnífica de Dios que irrumpe en la historia humana para destruir a la muerte y el pecado y vencer para siempre al infierno. Si no creemos en Jesús resucitado, no podremos nunca recibir lo que Jesús resucitado nos da: su Amor, su alegría, su paz, su perdón, su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía, porque Jesús resucita no para ascender a los cielos y desaparecer, sino para, subiendo al cielo, quedarse al mismo tiempo entre nosotros, en el misterio de la Eucaristía.
         Si el alma no cree en Jesús resucitado, las tribulaciones de la vida, que son inevitables si queremos entrar en el Reino –“Es necesario pasar muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios”, dice la carta a los Hebreos 14, 22-, como las tristezas, preocupaciones, problemas de toda clase, terminan por hundirnos, porque Jesús resucitado no significa nada para el alma. Por el contrario, si la fe en Jesús resucitado es una fe fuerte, firme, segura, cuando se presenten las tribulaciones, la luz que surge resplandeciente del sepulcro el Día de la Resurrección, el Domingo, esa luz, me comunicará de la vida de Jesús, y con la vida de Jesús, me comunicará su Amor, su alegría, su paz y su fortaleza. Esto es así porque la luz que surge del sepulcro que no es una luz muerta e inerte, como la luz natural, sino que es una luz viva porque es el mismo Cristo que es luz eterna, que comunica su Vida eterna a quien ilumina.
De esta manera, siendo así iluminados por la luz de Cristo resucitado, luz que surge del Santo Sepulcro el Domingo de Resurrección, cuando se presente ya sea una tentación o una tribulación, por grandes que estas sean –una tentación muy fuerte, la muerte de un ser querido, una enfermedad grave, un cataclismo, una pérdida importante en el orden que sea-, el alma podrá afrontarla, porque la fortaleza, la alegría y el Amor de Jesús resucitado son siempre infinitamente más grandes que cualquier tribulación. Por el contrario, si el alma no cree en Jesús resucitado, si sigue buscando en la Iglesia a un Jesús cadáver, como las santas mujeres, entonces sí la tentación lo arrastrará y la tribulación lo entristecerá y lo agobiará, porque no tendrá la fuerza y la alegría que provienen de Jesús Vivo y glorioso, Vencedor invicto del infierno, de la muerte y del pecado.
Debemos estar atentos, por lo tanto, para que no nos suceda lo que a las santas mujeres de Jerusalén, que van en busca de Jesús, pero de un Jesús muerto y no resucitado; un Jesús que se adapta más a su razón humana, pero que no corresponde a la realidad de su Ser divino: Jesús resucita porque es Dios; Él insufla, sobre su Cuerpo muerto y tendido en el sepulcro, el Espíritu Santo, que le comunica la vida eterna y la gloria divina, y es así como Jesús vuelve a la vida, lleno de la vida de Dios y con su Cuerpo glorificado.
Las santas mujeres tenían a los Profetas, que hablaban de la resurrección del Mesías, y todavía más, habían recibido directamente de Jesús su promesa de que habría de resucitar, y aun así no creyeron, porque siguieron buscando a un Jesús muerto y no vivo. También a nosotros la Iglesia nos avisa y advierte, de múltiples maneras, que Jesús ha resucitado y lo hace a través de la liturgia, como por ejemplo, en la liturgia de la Palabra en las distintas lecturas, como por ejemplo la lectura del libro del Éxodo, capítulo 14, versículos 15ss. En esta lectura vemos que la resurrección de Jesús estaba prefigurada en el paso milagroso del Mar Rojo por parte de Pueblo Elegido conducido por Moisés, quien conduce a los hebreos desde el desierto hacia la Tierra Prometida, porque Moisés es figura de Cristo que nos conduce desde el desierto de la vida hacia la Jerusalén celestial, el Reino de los cielos, atravesando con Él, Camino seguro a Dios, el mar turbulento de la historia y del tiempo humano.
En la misma lectura vemos también que la fe en Cristo resucitado está representada en la nube que guía a los hebreos: es tenebrosa y luminosa a la vez, y esto quiere decir que es tenebrosa porque comparada con la fe, la razón humana es tinieblas, y es luminosa, porque la Verdad de Cristo es luz que viene de lo alto e ilumina el caminar del hombre por el desierto de la vida hacia la Patria celestial.
Otros signo es el cirio pascual, que representa a Jesús luz del mundo, resucitado y glorioso: Jesús es “Luz de Luz”, como dice el Credo, y en la Jerusalén celestial, es el Cordero que es la Lámpara, que alumbra en el cielo a los ángeles y a los santos, y en la tierra, ilumina a la Iglesia peregrina con la luz de la fe, de la Verdad y de la gracia.
         “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado”. No cometamos el mismo error de las piadosas mujeres; no busquemos a un Jesús muerto, el Jesús de nuestra falta de fe; busquemos en la Iglesia a Jesús vivo, resucitado, glorioso, lleno de la vida, del amor y de la luz de Dios, el Jesús de la fe de la Iglesia, el Jesús “muerto y resucitado”. ¿Dónde buscarlo? En la Eucaristía, porque Jesús deja de ocupar el sepulcro, para ocupar, con su Cuerpo resucitado y glorioso, el sagrario y el altar eucarístico.


jueves, 28 de marzo de 2013

Viernes Santo



(Ciclo C – 2013)
         El Viernes Santo representa la culminación –con éxito aparente- de los planes trazados por los judíos y los romanos para detener, enjuiciar, condenar a muerte y asesinar a Cristo, porque es apresado y, luego de un juicio inicuo, condenado a muerte y crucificado.
         El Viernes Santo representa el momento del –al menos en apariencia- triunfo del infierno sobre Dios, porque la instigación demoníaca a los hombres alcanza su objetivo final, la crucifixión y muerte del Hombre-Dios Jesucristo.
         El Viernes Santo representa el momento de la máxima debilidad de la Iglesia de Jesús, porque habiendo nacido en la Última Cena con la institución de la Eucaristía y el sacerdocio ministerial, a pocas horas de su fundación, ve con pena y dolor que su Fundador ha muerto crucificado, y la gran mayoría de sus miembros se han dispersado y huido, o bien se encuentran paralizados por el miedo.
         El Viernes Santo representa el momento más trágico, funesto y desgraciado para toda la humanidad, porque ha muerto Jesús de Nazareth, el profeta “poderoso en obras”, que había dicho de sí mismo que era “luz del mundo”, “Camino, Verdad y Vida”, “Puerta de las ovejas”, “Pan de Vida eterna”, y si Él ha muerto, entonces los hombres ven cerrada la puerta al cielo, se quedan sin el Pan de Vida eterna, no pueden transitar por el camino que conduce al cielo, ni conocer la Verdad de Dios, ni recibir la Vida divina, y si Jesús es luz del mundo y Jesús ha muerto, entonces todo el mundo está en tinieblas y no sólo por las tinieblas cósmicas, las que sobrevinieron al mundo por el eclipse solar ocurrido luego de la muerte de Jesús, sino ante todo, el mundo está envuelto en las tinieblas del error, de la ignorancia, de la mentira, del pecado y de la muerte, y las tinieblas del infierno, siniestras tinieblas vivas que parecen haber obtenido su triunfo más resonante.
         El Viernes Santo representa el momento del máximo dolor para la Madre de Dios, la Virgen María, porque Ella ve morir en la Cruz al Hijo de su Amor, y con Él le parece que se le va su misma vida; en el Viernes Santo, el dolor que estruja su Corazón Inmaculado es tanto y tan intenso, que a la Virgen le parece experimentar la muerte, estando aún viva.
Para la Virgen no hay día más negro y triste que éste, el Viernes Santo, ni hay dolor más grande, porque es el Dolor más grande de todos los dolores, es el Dolor de los dolores, el Dolor en el que están contenidos todos los dolores, porque es el dolor de ver a su Hijo muerto en la Cruz.
Para la Iglesia naciente y para la humanidad toda, el Viernes Santo es el día de luto, de duelo, de tristeza, de amargura, de llanto, de pena, de aflicción, de abundantes lágrimas, de dolor, de desconsuelo, porque el Rey pacífico, el Redentor, el Salvador de los hombres, el Mesías, ha muerto en la Cruz, y por eso, para la Iglesia y para la humanidad, se le aplica este pasaje del libro de las Lamentaciones: “Jerusalén, levántate y despójate de tus vestidos de gloria; vístete de luto y de aflicción. Porque en ti ha sido ajusticiado el Salvador de Israel. Derrama torrentes de lágrimas, de día y de noche; que no descansen tus ojos” (2, 18).
Para los sacerdotes ministeriales, para los fieles laicos, y para la Iglesia toda, el Viernes Santo es un día de derrota, porque la muerte de Cristo en la Cruz significa el triunfo de las tinieblas; es el Día de los dolores, es el Día de la máxima tristeza; es el Día del lamento; es el Día de la pena y del llanto, porque el Sumo Sacerdote, el Pastor Eterno, el Pastor de las ovejas, Cristo Jesús, ha muerto crucificado, y debido a que su muerte ha sido causada, de parte de los hombres, por el pecado, y de parte del ángel caído, por su odio angélico, la muerte de Jesús significa el triunfo –al menos aparente- del pecado sobre la gracia y del odio del Príncipe de las tinieblas sobre el Amor de Dios Trino, y así no parece haber ninguna posibilidad de salvación para los hombres.
La Iglesia quiere significar exteriormente, por signos litúrgicos, la inmensidad de la tristeza de este día, y la tragedia que para Ella significa, y lo hace ocultando con velos morados, símbolo de penitencia, las imágenes sagradas, para significar que el pecado, nacido del corazón del hombre, posee una fuerza destructora enorme, capaz de romper la comunión del hombre con Dios; el otro elemento con el cual la Iglesia expresa su dolor y luto, es la suspensión del Santo Sacrificio del altar: el Viernes Santo es el único día en el que no se celebra la Santa Misa, renovación sacramental del Sacrificio de la Cruz, en señal del triunfo de las tinieblas del infierno que han logrado, en complicidad con la malicia del corazón humano, dar muerte al Redentor. La postración que hace el sacerdote ministerial, delante del altar vacío, y el hecho de no celebrar la Santa Misa, son expresiones litúrgicas de la participación real, por el misterio de la liturgia, al Viernes Santo de hace dos mil años, en el que moría Cristo en la Cruz.
El sacerdote ministerial se echa por tierra en señal de luto y dolor por la muerte del Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo, porque Él es el fundamento del sacerdocio ministerial, y si Él ha muerto, entonces el sacerdocio y los sacerdotes han sido derrotados y eso se significa con la postración.
Suspensión de la celebración del Santo Sacrificio del altar, sacerdocio ministerial postrado en tierra, imágenes ocultas, todo expresa el profundo abatimiento causado por el dolor y consternación de la Iglesia por la muerte de Jesús en el Viernes Santo, Día de la muerte del Autor de la vida y Vida Increada misma, Cristo Jesús.
Si para la Iglesia y sus hijos el Viernes Santo es Día de luto y de dolor, para el mundo, por el contrario, es día de jolgorio, de solaz y de risas, porque es el día del aparente triunfo de su príncipe, el Príncipe de las tinieblas, y por eso es que el mundo convierte a la Semana Santa en semana de vacaciones y de turismo.  
Pero en medio de tantos dolores, en medio de tanta desolación, hay un signo de esperanza, que anuncia el triunfo venidero, así como la Estrella de la mañana anuncia el fin de la noche y la llegada del sol y del nuevo día, y ese signo de esperanza es María Santísima al pie de la Cruz.
Cristo, su Hijo, el Redentor, ha muerto, pero Ella, la Co-Redentora, sigue viva, y habrá de ser, según la Tradición, la Primera a la cual se le aparecerá Jesús resucitado; la Virgen será la Primera en ser testigo del triunfo victorioso de su Hijo Jesús sobre la muerte, el infierno y el pecado, y Ella lo sabe, y por eso, en su dolor inmenso, no hay ni la más mínima sombra de desesperación, sino serenidad, fe, confianza, y alegría, alegría que será desbordante el Domingo de Resurrección.
Pero hoy, Viernes Santo, la Virgen de los Dolores llora en silencio, con su Inmaculado Corazón estrujado por el dolor agudísimo, más intenso que siete espadas de doble filo, el dolor causado por la muerte del Hijo de su Amor.

Jueves Santo


(Ciclo C – 2013)
          “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin” (Jn 13, 1-15). Jesús, en la Última Cena, sabe que está próxima “su hora”, la hora en la que habrá de pasar de este mundo al Padre. Es la Hora de la Pasión y de la muerte en Cruz, y si bien es una hora muy dolorosa, es una hora también de triunfo y de luz, porque por la muerte de Cruz volverá al cielo, regresará a la Casa del Padre, de donde había venido. La Cruz es una Puerta que se abre en dos sentidos: de la tierra al cielo, porque desde la Cruz de Jesús se llega a la luz, y así Jesús, muriendo en la Cruz, regresará al cielo; la Cruz es una puerta abierta del cielo a la tierra, porque Jesús, al abrir la puerta del cielo, hace llegar a los hombres lo que hay en el cielo: el perdón, la gracia santificante, la luz, la paz, la alegría, el Amor de Dios.
          Jesús sube a la Cruz para abrir esa Puerta que da al cielo, puerta que desde Adán y Eva estaba cerrada para los hombres.
          Jesús había dicho: “Yo Soy la Puerta de las ovejas” (Jn 10, 1-10), y ahora sube al cielo para abrir esa puerta, para que los hombres puedan pasar y llegar al cielo, y esa Puerta abierta al cielo es su Sagrado Corazón traspasado.
          Cuando el soldado romano atraviese su Corazón con la lanza, quedará abierta la Puerta del cielo, que es su Corazón traspasado. Quien quiera ir al cielo, deberá entrar en su Sagrado Corazón, y a su vez, desde el Cielo, el Padre hará derramar, a través del Corazón traspasado de Jesús, un diluvio de Amor y de gracia.
          Por esto es que nadie puede ir al Padre si no es por el Sagrado Corazón y nadie puede recibir el Amor del Padre, si no es a  través del Corazón de Jesús herido por la lanza. Como Jesús nos ama tanto y Él sabe que regresa al Padre y que nosotros nos quedamos aquí en la tierra, solos y en la oscuridad -porque como Él es la "luz del mundo" (Jn 8, 12), al irse de este mundo, todo queda a oscuras, y por eso Él dice que es la "hora de las tinieblas" (Lc 22, 53)-, entonces, para que no nos sintamos solos, para que en todo momento tengamos el acceso al Padre desde la tierra desde esa Puerta abierta que es su Sagrado Corazón y para que en todo momento nos llueven desde el cielo las gracias y el Amor del Padre, Jesús decide quedarse entre nosotros y para poder hacerlo, inventa algo jamás visto, algo maravilloso y tan admirable e increíble, que hasta los ángeles del cielo, acostumbrados a las maravillas de Dios, se quedan perplejos y admirados, sin saber qué decir. El Jueves Santo, en la Última Cena, Jesús inventa un prodigio asombroso, algo jamás visto, que supera infinitamente a la Creación toda y a todos los milagros más portentosos que Dios pueda hacer con su infinita Sabiduría, su Amor eterno y su Omnipotencia divina, porque se trata del Milagro de los milagros,  y es la Presencia del mismo Jesús, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía, el Pan de Vida eterna.
          Por la Eucaristía, que es su mismo Corazón, palpitante, herido y traspasado en la Cruz, Jesús se queda entre nosotros, para que desde la tierra, todavía sin ir al cielo, nos unamos, por el Amor de su Corazón herido, al Padre, y recibamos del Padre todo su Amor, el Espíritu Santo.
          La Eucaristía es algo más grande que los cielos, porque es el Corazón de Jesús, Puerta abierta al cielo: el que se une a este Corazón, recibe el Amor de Jesús que lo lleva al Padre y a su vez recibe, del Padre, su Amor, que es el Espíritu Santo.
          "Esto es mi Cuerpo (...) Esta es mi Sangre (...) Haced esto en memoria mía". Jesús nos deja el regalo más hermoso de todos los regalos de Dios, la Eucaristía, su Sagrado Corazón traspasado, a través del cual nos unimos, en el Amor del Espíritu Santo, al Padre, y por medio del cual recibimos el Amor del Padre. No hay nada más valioso, más hermoso, más maravilloso, que la Eucaristía, porque la Eucaristía es algo más grande que el mismo cielo, porque es Jesús en Persona, y este regalo nos lo deja Jesús en el Jueves Santo.
          Pero además de dejar la Eucaristía, Jesús nos deja otro regalo más en la Última Cena, un regalo que surge de lo más profundo de su Corazón, y es el sacerdocio ministerial, para que se pueda celebrar la Misa y confeccionar la Eucaristía, para que Él pueda quedarse en medio de los hombres.
          Por esto Jesús le dice a la Iglesia: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22, 19), y lo que la Iglesia tiene que hacer en memoria de Jesús, es la renovación del Sacrificio de la Cruz, la Santa Misa, lo mismo que hizo Jesús en la Última Cena, el Jueves Santo. Lo que tiene que hacer la Iglesia es la Eucaristía, pero la Eucaristía no se puede hacer si no hay Misa, y la Misa no se puede hacer si no hay sacerdote. Jesús nombra sacerdotes a sus discípulos y amigos, y deja instituido el sacerdocio, para que ellos celebren la Misa y confeccionen la Eucaristía, y a partir de sus discípulos, todos los sacerdotes del mundo harán lo mismo, hasta el fin de los tiempos, hasta el Día del Juicio Final.
          Como solo la Eucaristía es la Puerta abierta al cielo, si no hay Eucaristía, la Puerta está cerrada y no podemos unirnos a Dios y no podemos recibir de Dios lo que Dios nos da: luz, Amor, paz, alegría, misericordia.
          Sin Eucaristía, el mundo queda envuelto en tinieblas, como un día sin luz de sol, en el que hace mucho frío y está todo oscuro y muerto. Nadie puede hacer lo que hace el sacerdote: ni la Virgen, ni San Miguel Arcángel, ningún ángel del cielo.
          Para que haya Eucaristía, para que haya una puerta abierta al Padre, para que los hombres tengan luz, paz, amor, alegría, Jesús deja el sacerdocio para su Iglesia.
          Por la Eucaristía, confeccionada por el sacerdocio ministerial, los dos grandes dones Jesús en la Última Cena, los hombres pueden cumplir el Mandamiento nuevo, el mandamiento de la caridad, que manda amar al prójimo como Cristo nos ha amado, con el Amor de la Cruz: "Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado".
          

miércoles, 27 de marzo de 2013

Las 7 Palabras de Jesús en la Cruz - Meditaciones para Semana Santa



         
Primera Palabra: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34).  En la Primera Palabra de la Cruz, dirigida al Padre, Jesús revela la inmensidad del Amor divino a los hombres porque implora perdón y misericordia para nosotros, que con nuestros pecados le quitamos la vida. Dice Santo Tomás que la mayor injuria que puede sufrir un hombre es el ser privado de la vida, y eso es lo que nosotros, los hombres, hacemos con el Hombre-Dios: le privamos de su vida terrena, lo matamos, lo asesinamos, come tiendo deicidio, dándole una muerte ignominiosa, crucificándolo. Para quien diga que el pecado no tiene consecuencias, no tiene otra cosa que hacer que contemplar a Cristo crucificado, sus llagas, sus heridas abiertas, su Sangre, sus hematomas, sus golpes, su agonía, su muerte. El pecado, nacido en el corazón del hombre –“Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas”, dice Jesús- tiene tanta fuerza, que es capaz de quitar la vida al Creador de toda vida, a la Vida Increada, Cristo Jesús. Ese pecado, que nace con tanta fuerza destructiva, que termina por matar a Jesús, no es ajeno a nosotros; por el contrario, nace de nuestro corazón y es la causa directa de la muerte de Jesús en la Cruz. Por este motivo, somos nosotros, los hombres, todos y cada uno de los hombres de todos los tiempos, desde Adán y Eva hasta el último hombre nacido el último día de la historia humana, los responsables y causantes directos del deicidio, de la muerte del Hombre-Dios Jesucristo. Cada pecado nuestro, tanto el personal como el social, deja una huella en el Cuerpo de Jesús, y contribuye a su Muerte en Cruz: un enojo, una impaciencia, una muestra de fastidio, se traducen en una bofetada, en un escupitajo, en un bastonazo dado a Jesús; un pecado mortal, de cualquier especie, se traduce en la corona de espinas que taladra su cuero cabelludo, o en los clavos de hierro que perforan sus manos y sus pies, y son los causantes de su agonía. Los pecados de los hombres –de los niños, de los jóvenes, de los ancianos-, los pecados míos personales, los pecados de toda la humanidad, se traducen en la mano levantada y descargada con furia y rabia sobre Jesús. En el cachetazo del siervo de Caifás, que le produce un corte en el rostro, están todos los pecados de ira, de orgullo, de soberbia, contra la majestad de Dios; en la corona de espinas están los pecados de los malos pensamientos; en su espalda destrozada por la flagelación están los pecados carnales; en las manos y pies perforados por los clavos de hierro están los pecados de toda clase cometidos con las manos, y los pasos dados con malicia para ejecutar el mal.
Es por este motivo que Jesús dice: “Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra” (Jn 8, 7). Nadie puede decir que está libre de pecado; por lo tanto, todos y cada uno tenemos pecados, y esos pecados son los que han llevado a la crucifixión y muerte de Jesús en la Cruz; todos somos responsables, en mayor o en menor grado, de la muerte de Jesús. Este es el motivo por el que en la primera palabra: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”, estamos comprendidos nosotros, porque aunque no vemos la relación que hay entre nuestros pecados personales y la muerte de Jesús en la Cruz, son estos pecados los que hacen morir a Jesús.
En la primera palabra se ve el Amor infinito de Dios, porque Jesús, en vez de pedir al Padre el justo castigo que por su deicidio merecíamos, implora el perdón divino para todos los hombres. Jesús no dice: “Padre, castígalos; han cometido un crimen horrible con sus pecados, todos los hombres, desde el primero al último, y por lo tanto merecen ser castigados con todo el rigor de la Justicia Divina; Tú eres un Dios Justo, castígalos”. Jesús no solo no dice esto, sino que dice: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Jesús apela a la Divina Misericordia; habla con el Corazón al Corazón del Padre, para que el Padre derrame sobre los hombres su Amor infinito. La primera palabra muestra que en el Corazón de Jesús no solo no hay ni la más pequeña sombra de rencor, de enojo, de deseos de venganza porque le es quitada la vida, sino que sobreabundan el Amor y la Misericordia, fuentes del perdón inagotable que Dios da a los hombres a través suyo.
La primera palabra revela el Amor misericordioso de Dios hacia los hombres, porque en vez de pedir justicia, Jesús pide misericordia y perdón para quienes le quitan la vida: “Padre, perdónalos”, y además busca justificar nuestro obrar, alegando a nuestro favor la suprema ignorancia del mal que cometemos y en el que estamos envueltos: “No saben lo que hacen”.
La ofuscación de la mente, por la cual se le torna sumamente difícil el conocer la Verdad en su máximo esplendor, es la razón esgrimida por Jesús para implorar el perdón a Dios Padre: “No saben lo que hacen”. El pecado es oscuridad y tinieblas, y como tal, cubre con un denso y oscuro manto negro a la inteligencia del hombre, que es en sí misma como una luz débil y mortecina, y si en sí misma es ya débil, esta debilidad se ve potenciada por la oscuridad del pecado. El hombre no ve la Verdad de Dios en la Creación, que con su hermosura y perfección le habla de Dios a cada paso, y mucho menos ve la Verdad de Dios revelada en Cristo, Sabiduría encarnada, a lo cual se el suma la voluntad debilitada como la inteligencia, por el pecado original, para desear el bien, y así, aunque sabe que algo está mal, desea ese mal y lo obra, cometiendo el pecado y agrediendo a Cristo Jesús.
La primera palabra es entonces una palabra de Amor, de Misericordia y de perdón, y la Presencia de Cristo en la Cruz es la garantía absoluta de que, a pesar de la potente maldad de nuestros corazones, que tiene tanta fuerza como para matar al Hombre-Dios en la Cruz, Dios Trino nos perdona. La Sangre de Cristo derramada en la Cruz es el signo más contundente de que Dios nos perdona, pero también es el signo por el cual y en el cual debemos perdonar a nuestros prójimos, porque no se puede recibir el perdón de Dios y, al mismo tiempo, negar el perdón a los hermanos. Si Cristo nos perdona desde la Cruz, habiéndole nosotros quitado su vida humana; si Dios Padre nos perdona en Cristo, habiéndole nosotros matado al Hijo de su Amor; si Dios Espíritu Santo nos perdona, donándose Él mismo en Persona, en la Sangre de Jesús derramada en la Cruz, habiéndole nosotros quitado a quien Él ama con el Padre con Amor eterno, entonces no tenemos ningún motivo ni justificativo para no perdonar a nuestros prójimos, a nuestros enemigos, aún cuando estos cometan contra nosotros los peores crímenes.
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Un buen ejercicio espiritual para vivir en Semana Santa –y en todo el año- es repetir, arrodillados ante la Cruz, la primera palabra de Jesús, aplicándola a todo prójimo que nos haya hecho algún mal, para así participar del perdón redentor de Cristo Jesús.

Segunda Palabra: “En verdad, te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 43). Jesús dirige la segunda palabra de la Cruz al ladrón arrepentido, el cual, momentos antes, respondiendo a la gracia de la contrición perfecta recibida por el sacrificio de Jesús, defiende a Jesús de las acusaciones del mal ladrón, se reconoce pecador, reconoce a Jesús como Rey y Salvador, y pide clemencia a Jesús. Ayuda a apreciar la inmensidad del don que encierra la segunda palabra de Jesús, la sucesión del diálogo entablado por el buen ladrón con el ladrón impenitente y con Jesús; además, el buen ladrón es ejemplo de pecador que obtiene la gracia del arrepentimiento perfecto.  
Antes de dirigirse a Jesús, el ladrón arrepentido escucha las burlas que los judíos y los soldados hacen a Jesús: “Y el pueblo estaba allí mirando; y aun los gobernantes se burlaban de Él, diciendo: ‘A otros salvó; que se salve a sí mismo si este es el Cristo de Dios, su Escogido’. Los soldados también se burlaban de Él, acercándose y ofreciéndole vinagre, y diciendo: ‘Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo’. Había también una inscripción sobre Él, que decía: ‘ESTE ES EL REY DE LOS JUDIOS’. Y uno de los malhechores que estaban colgados allí le lanzaba insultos, diciendo: ¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros!”. Los judíos, los soldados y el mal ladrón, en quienes están representados el Pueblo Elegido, los paganos y los cristianos apóstatas, respectivamente, reniegan de Cristo y su Cruz, y no lo reconocen como a su Rey, pero esto no queda sin consecuencias, porque quien niega a Cristo como Rey, niega también la Cruz, y por eso es que le dicen “se baje de la Cruz y que se salve sin la Cruz”.
En estos están representados todos aquellos que piden una salvación sin Cruz; son los que quieren vivir la vida cómodamente, sin seguir a Jesús camino del Calvario, es decir, sin negarse a sí mismos, sin tomar la Cruz, sin negar sus pasiones. Son los que quieren vivir sin Cruz, apegados a la tierra y a las pasiones descontroladas, a los vicios y a los pecados. Son los que pretenden que Jesús es tan misericordioso, que se puede vivir en el pecado, sin crucificar las pasiones, porque Cristo salva sin la Cruz. Es el justificativo que se inventan los malos cristianos, aquellos que no quieren renunciar a sus pasiones y que por lo tanto no quieren ser crucificados en la carne, junto a Cristo Jesús.
Luego de escucharlos, el buen ladrón interviene en defensa de Jesús: “Pero el otro le contestó, y reprendiéndole, dijo: ¿Ni siquiera temes tú a Dios a pesar de que estás bajo la misma condena?”. Le reprocha al mal ladrón su falta de piedad y temor de Dios: “¿No temes tú a Dios”. Hay que tener en cuenta que el buen ladrón está también crucificado, motivo por el cual su testimonio se engrandece aún más, siendo ejemplo de amor a la Cruz. Luego le dice: “Y nosotros a la verdad, justamente, porque recibimos lo que merecemos por nuestros hechos; pero éste nada malo ha hecho”. Se reconoce pecador y acepta el justo juicio de Dios, sin renegar de él: “recibimos lo que merecemos por nuestros hechos”. El buen ladrón acepta que la cruz es el castigo merecido por los pecados, e inmediatamente después, acepta a Cristo crucificado como al Salvador, con lo cual comprende y acepta que la Cruz, que era castigo de Dios, en Cristo se convierte en bendición y en puerta abierta al cielo: “Y decía: Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. Entonces El le dijo: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 35-43).
La segunda palabra de Jesús en la Cruz es entonces la palabra que Jesús dirige a todo aquel que, como el buen ladrón, se reconoce pecador e implora piedad y misericordia a Jesús.
Lo que engrandece la fe del buen ladrón es que reconoce a Jesús como Rey y Salvador en el momento en el que Jesús aparece, humanamente, derrotado y vencido[1]. No lo reconoce en un momento de esplendor y gloria, como la Transfiguración en el Tabor, o ya resucitado el Domingo de Gloria; reconoce a Jesús como su Salvador en la humillación, en el dolor y en la amargura de la Cruz. El mérito de la fe del buen ladrón es que no se deja llevar por la razón humana, como sí lo hace el mal ladrón, los judíos y los soldados, que se burlan de Jesús y no creen en su condición de Salvador. Mientras estos le dicen que “se baje de la Cruz”, porque precisamente no pueden creer que un hombre crucificado, humillado, vencido, rodeado por sus enemigos, agonizante, pueda vencer, el buen ladrón, por el contrario, iluminado por la luz de la fe y habiendo recibido la gracia de la contrición perfecto del corazón, reconoce en Cristo crucificado a su Rey y Salvador. Debido a la fortaleza de su fe, y a pesar de estar él mismo crucificado, no le pide que “se baje de la Cruz”, sino que le dice: “Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”. El buen ladrón sabe que Cristo ha de morir en poco tiempo, pero sabe también, por la luz de la fe, que habrá de resucitar; sabe que por la Cruz se llega a la Luz; sabe que no todo termina en la Cruz, sino que luego de la Cruz viene la Resurrección. El mérito del buen ladrón no es simplemente no renegar de la Cruz, o simplemente soportar el estar crucificado: su mérito es ver en la Cruz de Cristo y en Cristo crucificado el camino abierto al cielo; es ver que la Cruz es el camino único al Paraíso; sabe que Jesús morirá y que le granjeará la entrada al Paraíso luego de resucitar, por eso no le pide que se baje de la Cruz, sino que siga en la Cruz y que muera en la Cruz, para que pueda salvarlo.
En la segunda palabra de Jesús “En verdad, te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso”, además apreciar el valor infinito de la Cruz, porque Jesús salva al buen ladrón en la Cruz, el cristiano tiene un ejemplo de vida en el buen ladrón: es fiel a la gracia santificante, que le concede el arrepentimiento perfecto del corazón y el dolor de sus pecados; reconoce en Cristo a su Rey y Salvador; no reniega de su cruz y tampoco de la Cruz de Jesús; ve en la Cruz la Puerta abierta para el Paraíso; acepta con fe y con amor el don que Jesús le hace de compartir su Cruz; estando él crucificado, implora clemencia a Jesús; no tiene temor ni respetos humanos en defender a Jesús ante el ataque de sus enemigos; busca la conversión del mal ladrón, tratando de hacerle ver su punto de vista equivocado; se reconoce pecador y que como pecador, tiene merecido el castigo de la cruz, pero al mismo tiempo, no ve la cruz como una maldición, sino como una bendición, porque Cristo la ha santificado y la ha convertido en el Umbral del Paraíso y en Puerta abierta al Reino de los cielos.
“En verdad, te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Jesús dice la segunda palabra a un pecador arrepentido. Que nosotros somos pecadores, eso es seguro y está fuera de duda. Que nos arrepintamos, y con una contrición perfecta, es una gracia que debemos pedir en Semana Santa a San Dimas, suplicándole que interceda por nosotros ante Jesús, para que al final de nuestros días, podamos escuchar estas mismas palabras de su boca.

Tercera palabra: “Mujer, ahí tienes a tu hijo; hijo, ahí tienes a tu madre” (Jn 19, 26-27). Son las más dulces y tranquilizadoras palabras dichas por Jesús en lo más crudo de la tribulación de la Cruz, porque aseguran la protección amorosísima de María Santísima, no solo como Madre de Jesús, sino como propia y verdaderamente Madre nuestra. Jesús pronuncia esta palabra a la Virgen y a Juan: a la Virgen, encargándole que adopte como hijos suyos, nacidos al pie de la Cruz, a toda la humanidad; a Juan, como premio a su condición de discípulo fiel, que no lo abandona en las amargas horas de la Pasión. Jesús le concede a María, que se queda sin su Hijo, un hijo para que lo adopte con el mismo amor maternal con el que lo amó a Él, y para que lo cuide y acompañe en el peregrinar de esta vida terrena hacia la eternidad, así como lo cuidó y lo acompañó a Él en su Via Crucis, camino hacia el Reino de los cielos; a Juan, que se quedó sin Jesús, su Padre y Maestro, le da como Madre amorosa a la Madre de la Sabiduría encarnada, para que le enseñe la Sabiduría de Dios, la Sabiduría de la Cruz, más sabia que la necedad de los hombres.
Jesús en el Apocalipsis dice: “Yo hago nuevas todas las cosas”, y María es la Nueva Eva, la Nueva Madre de los vivientes, nacida del costado traspasado del Segundo Adán, Jesús, del Amor de su Sagrado Corazón, que viene a reemplazar a la primera Eva, nacida del costado del primer Adán, Eva primera que de madre de vivientes en que había sido constituida por Dios, se convirtió por libre voluntad en madre de muerte, porque al oír la voz del Seductor, la Serpiente Antigua, dio entrada al pecado y el fruto del pecado es la muerte, del alma primero y del cuerpo después, y de ambos, para siempre, en el Averno.
A diferencia de la primera Eva, María Nueva Eva engendrará a los hombres para la vida y la vida eterna, y este engendrar virginal y espiritual de la Virgen será en medio de dolores más intensos que los dolores de parto, porque serán los dolores de la Cruz; la primera Eva también dio a luz a sus hijos con dolor, pero el dolor era consecuencia del pecado; la Nueva Eva, María, concibe a sus hijos en el dolor de la Cruz, que es un dolor salvífico y redentor, dolor santificante que santifica y da sentido a todo dolor humano, porque está bendecido y santificado el dolor por el dolor del Hombre-Dios Jesucristo, “Varón de dolores” (Is 53, 3).
La primera Eva escuchó la voz de la serpiente y desoyó la Voz de Dios, y por haber escuchado Eva a la serpiente, por haber prestado oídos al Ángel caído y haber cerrado el corazón al mandato divino, que le mandaba en el Amor, dio entrada al pestilente viento del pecado, de la muerte y de la corrupción, y así los hombres perdieron la amistad con Dios, que era su más hermoso Paraíso, y vieron cerradas para siempre las puertas del Cielo.
La Nueva Eva, María, es enemiga mortal de la Serpiente Antigua, y habrá de aplastar su soberbia cabeza al fin de los tiempos, con su pie, porque le ha sido comunicado toda la fuerza de la Omnipotencia divina. Puesto que es enemiga mortal de la Serpiente, no la escucha ni jamás habrá de escucharla, pero sí escucha, desde su Inmaculada Concepción, desde su creación en gracia, la Voz de Dios, y sólo a Él le obedece; así, siendo la Fiel cumplidora de la Voluntad divina, a la que ama por sobre todas las cosas, la Virgen se convierte, por ser Ella Inmaculada y Llena de gracia, en Portal de gracias, en Dispensadora y Medianera de todas las gracias, gracias que son como torrentes inagotables de vida divina que surgiendo como de una manantial inagotable del Corazón traspasado de Jesús, se vuelcan todas en su Corazón Inmaculado, y desde allí se derraman incontenibles sobre los hombres, vivificando con nueva vida, con vida eterna, los corazones muertos de los hombres, nacidos de la primera Eva.
“Mujer, ahí tienes a tu hijo”. La Virgen, luego de que su Hijo muere en la Cruz y es depuesto de ella, lo tendrá entre sus brazos, dándole el último adiós antes de ser sepultado, porque el que era la Vida Increada, a causa del odio deicida de los hombres, ha muerto para dar vida a los hombres que estaban muertos por el pecado de la primera Eva y del primer Adán.
Pero luego de tener en sus brazos a su Hijo Jesús muerto, la Virgen, constituida por el mismo Jesús como Madre de todos los hombres, tendrá entre sus brazos a todos y cada uno de los hombres, nacidos a la vida de la gracia al pie de la Cruz, y como a niños recién nacidos los amamantará con la leche de la gracia divina, dispensándoles todas las gracias que necesitan para su salvación, aunque esto lo hará sólo con aquellos que, mansa y humildemente, vueltos como niños pequeñísimos e hijos adoptivos de Dios, se dejen guiar por esta tierna y amorosa Madre. Jesús dijo en el Evangelio: “El que no se haga como niño, no entrará en el Reino de los cielos”, por eso no alcanzará la salvación quien piense que ha alcanzado la mayoría de edad espiritual; sólo los que sean como niños pequeños, que se reconozcan necesitados de todo, que reconozcan que necesitan a Dios en todo momento y circunstancia, y que de Él depende el respirar y el existir a cada segundo de la vida, sólo ése entrará en el Reino; sólo quien reconozca que necesita de una Madre celestial como María Virgen, que lo acune entre sus brazos y lo estreche contra su Corazón, y lo alimente con el alimento de la Palabra de Dios, tal como una madre hace con su hijo recién nacido, sólo ése entrará en el Reino de los cielos.
Al pie de la Cruz, la Virgen se convierte en Madre de todos los hombres, por eso todo hombre la tiene por madre, y todo hombre debe recurrir a Ella, como un hijo pequeñísimo, si quiere salvarse. Para esto, se necesita ser configurado a imagen y semejanza de Jesús, “manso y humilde de corazón”, y la Única que puede lograr esta maravillosa transformación del corazón humano, negro, frío, orgulloso, duro como una piedra, en una copia del Corazón de Jesús, manso, misericordioso y humilde, es la Virgen Madre, de ahí la necesidad imperiosa de acudir a Ella en todo momento.
“Hijo, ahí tienes a tu madre”. Jesús dirige la tercera palabra de la Cruz, además de a su Madre, a aquél discípulo que, si bien ha crecido ya biológicamente, se ha convertido sin embargo en niño por la gracia,  y puede por lo tanto ver y amar a la Virgen con la misma inocencia y el mismo amor con el que Jesús la amaba en la tierra.
Jesús muere y pasa de la tierra al cielo, de la Cruz  a la luz, pero en Juan convierte a los hombres de todos los tiempos en hijos de la Virgen, para que su Madre no se quede sin hijos para cuidar, alimentar, educar, guiar, amar.
El hijo que nace al pie de la Cruz, como Juan, tiene el privilegio de tener a María como Madre, y Ella se encarga de criarlo y educarlo con la Sabiduría de la Cruz, de alimentarlo con la Sangre de Jesús, y de guiarlo, de la Cruz a la luz.
Por este motivo, el hijo que nace al pie de la Cruz, como Juan, porque tiene una Madre como María, que le enseña la Sabiduría de la Cruz, conoce la Verdad de Dios revelada en Cristo Jesús, y por eso mismo no se extraviará nunca en los oscuros senderos de la apostasía, del ateísmo, del gnosticismo, del neo-paganismo, del materialismo, y de la adoración idolátrica del mundo y de las creaturas. Por el contrario, vivirá siempre, en medio de las tinieblas del mundo, iluminado por el potente rayo de luz divina que brota del Corazón traspasado de Jesús, y así las tinieblas del error, de la ignorancia, del pecado y del mal, jamás lo alcanzarán.
El hijo que nace al pie de la Cruz, como Juan, porque tiene una Madre Virgen como María, que lo alimenta con manjares exquisitos, la leche de la gracia santificante y el Pan de Vida eterna, no experimentará jamás el hambre de Dios que experimentan quienes no lo conocen, porque este alimento exquisito satisface con creces el deseo que de Dios tiene toda alma, y así crecerá robusto y rozagante, en medio de la hambruna generalizada que es el alimentarse de cualquier alimento que no sea el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesucristo, alimento que por otra parte a un hijo de María jamás le faltará, porque la preocupación única y exclusiva de esta Madre tiernísima es que su hijo adoptivo, al que tomó en brazos estando al pie de la Cruz, se alimente siempre y únicamente de la Eucaristía.
El hijo que nace al pie de la Cruz, como Juan, es guiado y acompañado por esta Madre amantísima, María, a lo largo del único Camino que conduce al cielo, el Via Crucis, el Camino Real de la Cruz, camino que está señalado por la Sangre de Jesús, el Camino seguro de la Cruz, que es la negación de sí mismo, para ir en pos de Cristo, que va adelante en dirección al Calvario, y por eso no se extraviará nunca en los oscuros y anchos caminos del mundo, caminos espaciosos, fáciles de andar, porque todo es jolgorio, diversión insana, satisfacción de pasiones incontroladas; camino brillante, porque está pavimentado con monedas de oro y de plata, y en cuyas cunetas florecen los billetes de dinero como si de árboles frondosos se tratara, y de los cuales todos pueden tomar a su gusto lo que quieran; camino sin preocupaciones por vivir los Mandamientos de Dios, porque se cumplen los mandamientos de Satanás, que son más fáciles y divertidos de cumplir, y con mucho menos esfuerzo; camino tapizado de espejos de colores brillantes y figuras parlantes, televisores plasma, pantallas de computadoras, de Play Station, y de multitud de inventos tecnológicos que hacen la vida menos aburrida y también apartada de Dios; camino en el que no hace falta ni amar a Dios ni al prójimo, o en todo caso, se cambia ese mandamiento por el mandamiento de Satanás: “Ama al dinero y a ti mismo, y haz lo que quieras sin que nada te importe”. Este camino, ancho y espacioso, recorrido fácilmente entre jolgorios, risotadas, brumas de alcohol y nubes de humo de tabaco y drogas, finaliza abruptamente, y es reemplazado por un pozo oscuro y maloliente, en el que arden las llamas que jamás se apagan, en el que el gusano que corroe y vuelve pútrido lo que toca, no muere nunca, y en donde las risotadas y alegrías mundanas son reemplazadas para siempre por el “llanto y rechinar de dientes”, por el dolor y la tristeza que no finalizan jamás.
Un hijo de María, nacido al pie de la Cruz, mientras se mantenga en brazos de María, estará seguro no solo de no recorrer nunca el ancho camino de la perdición, sino que sabe que, tomado de la mano de María y fortalecido por su amor maternal, recorrerá el Camino de la Cruz, camino estrecho y fatigoso, duro de recorrer y cansador, porque es en subida y a los costados hay filosas piedras que provocan profundos cortes, a lo que se suma el peso de la Cruz, pero el hijo de María sabe que, guiado por María, llegará al Calvario para ser crucificado con Jesús, para luego resucitar con Él a la vida eterna. El hijo de María sabe que de la Cruz se va a la luz.
“Mujer, ahí tienes a tu hijo; hijo, ahí tienes a tu madre”. Semana Santa es el tiempo de gracia para vivir, por la oración y la penitencia, la caridad y la compasión, nuestra condición de hijos de María Virgen, nacidos al pie de la Cruz como fruto del Amor de Dios, manifestado en la tercera palabra de la Cruz.

Cuarta palabra: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46). En la cuarta palabra de la Cruz, Jesús se dirige nuevamente al Padre, tal como lo hizo en la primera, pero esta vez, a diferencia de la primera, en la que pedía por quienes lo crucificaban, pide por sí mismo o, más bien, pregunta a Dios por el aparente abandono en el que se encuentra. Para entender el sentido sobrenatural de la pregunta de Jesús, hay que tener en cuenta la constitución íntima de Jesús: Él es el Hombre-Dios; es Dios Hijo encarnado, que asume una naturaleza humana, sin dejar de ser Dios; no es un hombre bueno, ni santo, ni siquiera el más santo entre todos los santos: es el Hombre-Dios, es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que ha asumido una naturaleza humana en su Persona divina, y por lo tanto, sus pensamientos, deseos, acciones, son los pensamientos, deseos y acciones de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, no los de un hombre cualquiera. Si Jesús fuera solamente un hombre más entre tantos –destacado por su bondad, por su santidad, pero sólo un hombre más entre tantos-, la cuarta palabra de la Cruz reflejaría solamente el estado de angustia de un hombre bueno que ve que humanamente está todo perdido pero, como tiene fe en Dios, aun en esta situación, en vez de rebelarse contra Dios, le pregunta simplemente porqué lo ha abandonado, porqué ha permitido que sus enemigos triunfen sobre él. Si Jesús fuera solamente un hombre más, la cuarta palabra se explicaría por el hecho de que toma conciencia de que está a punto de morir a causa de las heridas recibidas y también por la misma crucifixión, y que ha sido abandonado por sus discípulos, ha sido traicionado, vendido por treinta monedas de plata, ha sido golpeado, flagelado, insultado, coronado de espinas, finalmente crucificado, y que él, a pesar de todo, se ha mantenido siempre fiel a Dios, e incluso en los momentos más duros de la Pasión ha entonado cantos e himnos de alabanza y en ningún momento ha renegado de Dios. Como hombre, se ha mostrado siempre fiel, deseando cumplir la Voluntad de Dios, aun cuando esa voluntad era contraria a su naturaleza humana, pero siempre ha hecho prevalecer la Voluntad de Dios, como en el Huerto de Getsemaní, en donde a pesar de no querer beber del cáliz, acepta hacerlo porque es lo que Dios quiere: “Si es posible, aparta de Mí este cáliz, pero no se haga mi Voluntad, sino la tuya”. Si Jesús fuera solo un hombre, estando suspendido de la Cruz y a punto de morir, repasaría todos los momentos en los que fue fiel a Dios y vería cómo ahora, que es cuando más lo necesita, Dios parece ausente, parece haberse retirado, porque es evidente que sus enemigos han triunfado sobre él. Es tanta la tribulación y es tan profundo el abatimiento, el dolor y la tristeza, y es tan estridente el silencio de Dios, que Jesús exclama: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, y si él fuera solo un hombre, esta exclamación sería solo el reflejo del estado de su alma, pero nada más.
Sin embargo, como enseña la fe de la Iglesia, Jesús no es un hombre cualquiera, ni un hombre santo: es el Hombre-Dios, y esto cambia radicalmente el sentido de la cuarta palabra de la Cruz.
Para poder apreciar su significado último, hay que considerar que Jesús, siendo el Hombre-Dios, desde el momento mismo de la creación de su naturaleza humana en el seno de María Virgen, momento en el que al mismo tiempo se produce la Encarnación del Verbo y esa naturaleza humana fue unida a la Persona del Verbo, por este hecho, por la unión hipostática o personal, su alma humana gozó siempre de la visión beatífica, visión que es en sí misma fuente inagotable de paz, de amor, de alegría. En otras palabras: desde el instante mismo de la Encarnación del Verbo, creación del alma y cuerpo humanos de Jesús, y asunción de esta naturaleza humana en la Persona divina del Hijo de Dios, el alma humana de Jesús de Nazareth vivió siempre gozando de la visión beatífica, contemplando la esencia misma de Dios y su Acto de Ser trinitario, visión y contemplación que le provocaban inimaginables gozos y alegrías celestiales.
Sin embargo, en las horas de la Pasión, y particularmente en el momento de la agonía y de la muerte, esta visión beatífica que de la divinidad gozaba el alma humana de Jesús, por un misterioso designio divino, se oscurece, de modo que el Hombre-Dios experimenta, en su alma humana, la ausencia de Dios. Esta ausencia de Dios es la que se produce en el hombre a causa del pecado, pero el hombre no lo percibe porque esta ausencia es insensible, en el sentido de no ser percibida por los sentidos ni por la afectividad: el hombre peca y no “siente” nada; no experimenta sensiblemente el efecto del pecado, que es la separación de Dios. Ahora bien, como Dios es la Vida Increada misma y la Causa Primera de toda vida creatural, al separarse el hombre de aquello que es la Fuente de la vida, Dios, experimenta en su alma una dolorosísima y tristísima agonía. Esto sucede en la realidad en cada pecado, y sobre todo en el pecado mortal, pecado por el cual se interrumpe en su totalidad la conexión vital del hombre con Dios Creador y fuente de vida, pero como no se percibe sensiblemente, el hombre piensa que el pecado no trae otra consecuencia que un sentimiento de culpa que, en las conciencias más endurecidas, desaparece totalmente.
Jesús, en la agonía de la Cruz, quiere experimentar los efectos del pecado en el alma, es decir, quiere experimentar la ruptura de la comunión con Dios que el pecado provoca en el alma, ruptura que es un oscurecimiento de la visión espiritual y un corte abrupto con la fuente de vida que es Dios. Ahora bien, puesto que es Dios Hijo encarnado, Jesús no experimenta este alejamiento de Dios a causa de su pecado, que no lo tiene en absoluto, ya que es imposible de toda imposibilidad que el Hijo de Dios encarnado cometa un pecado; quiere experimentar esta sensación de alejamiento y abandono de Dios, porque Jesús ha asumido la naturaleza humana, menos el pecado, para redimirla, para santificarla, para hacerla “nueva” según sus palabras en el Apocalipsis: “Yo hago nuevas todas las cosas” (21, 5), y para poder hacerla “nueva”, para re-crearla según el plan divino, debe experimentar y sufrir en sí mismo la agonía y la muerte del hombre, para poder destruir la muerte y así infundir nueva vida, su propia vida, la vida de la gracia, al hombre que muere.
El sentido entonces de la cuarta palabra de Jesús en la Cruz es el de redimir al hombre en su totalidad, comprendida la muerte; Jesús experimenta el abandono que todos los hombres experimentan en la muerte, para destruir la muerte y darnos la vida eterna, y este es el fundamento de por qué para el cristiano la muerte no es nunca sinónimo de desesperación, sino de esperanza confiada y serena en una vida nueva.
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, pregunta Jesús a Dios Padre, al experimentar su abandono, y esto es así porque aunque Dios no lo haya abandonado ni por un instante, Jesús siente en carne propia las consecuencias del pecado, que es el abandono de Dios. Pero si Dios se hace sentir en su abandono, hay alguien que no abandona a Jesús ni por un instante, y es María Virgen, quien permanece al pie de la Cruz, acompañando a su Hijo en las amargos horas de su agonía y muerte, endulzando con su maternal presencia las últimas horas de vida terrena de su Hijo. La meditación de la cuarta palabra nos hace ver que la muerte de Jesús en la Cruz destruyó nuestra muerte y que Dios, aunque parece ausente, no está nunca ausente, y la prueba es la presencia de María Santísima al pie de la Cruz. El abandono que experimenta Jesús en su agonía y muerte, es para que nosotros, en nuestra propia agonía y muerte -pero también en toda situación de tribulación, y sobre todo en tribulaciones extremas, en donde todo parezca humanamente perdido- seamos confortados por su infinita misericordia y por la compañía de María y estemos seguros de que, unidos a Jesús y a María hasta los últimos instantes de la vida terrena, seremos capaces de vencer toda tribulación y también a la muerte, para así entrar en el Reino de los cielos, para gozar de la eterna compañía de Dios Trino.

Quinta palabra: “¡Tengo sed!” (Jn 19, 28). La Quinta Palabra de Jesús se refiere a la sed intensa que experimenta en la Cruz: “Tengo sed”. La causa primera de su sed es corporal, física, y se debe a que su Cuerpo ha perdido abundante volumen líquido a causa de la Pasión: ha sido golpeado con extrema violencia –los golpes provocan extravasación de sangre, la cual se acumula en los tejidos, provocando el hematoma; si el hematoma es muy grande, el volumen sanguíneo disminuye, y esta disminución es uno de los causantes de la sed-, ha sido flagelado inhumanamente, sin un mínimo grado de compasión; hace días que no bebe porque sus captores le han negado alimentos y bebidas, e incluso han derramado el agua que la Verónica le había acercado en una de sus caídas en el Via Crucis; ha perdido líquido del organismo a causa del sudor, pero también a causa del sudor de sangre en el Huerto de los Olivos y a causa de la abundante y continua hemorragia que suponen sus heridas abiertas y distribuidas por todo el cuerpo, empezando por las heridas profundas y cortantes provocadas por las agudas y gruesas espinas de su corona y siguiendo luego por las heridas del rostro, del torso, de la espalda, de los hombros, de brazos y manos, de los muslos y de las piernas, además de las heridas abiertas por los clavos que le perforan manos y pies. Es decir, la sed de Jesús está provocada por una doble causa: mientras por un lado sus captores le han negado cualquier clase de alimentos y bebidas, con lo cual no ha ingerido nada de agua desde el Jueves a la noche, por otra parte, ha perdido abundante líquido a través del sudor común, del sudor de sangre, y de la hemorragia continua de sus heridas; a esto se le suman la fiebre y los escalofríos, producidos por la absorción de sangre extravasada en los tejidos (hematomas), causa de aumento de la temperatura corporal.
Pero la sed está causada también, según Luisa Piccarretta, por la intensidad del Fuego de Amor que desde su Sagrado Corazón se extiende como llamas de fuego incontrolable que consumen de Amor al Hombre-Dios y que le seca todos sus humores, así como el fuego seca y consume por el ardor al cordero que se está asando. La sed está provocada ante todo por el Fuego de Amor ardiente que el Hombre-Dios experimenta por las almas, y la intensidad y ardor de ese fuego puede ser percibido por quien se abraza a la Cruz. Dice Luisa Piccarretta, quien comenta así la Quinta Palabra de Jesús en la Cruz: “Jesús mío, crucificado y moribundo, abrazado a tu cruz, siento el fuego que devora toda tu Divina Persona; tu Corazón late con tanta violencia que levantándote las costillas te atormenta de un modo tan desgarrador y horrible, que toda tu santísima humanidad sufre una transformación tal que te deja irreconocible. El amor que arde en tu Corazón te seca y te quema totalmente, y tú, no pudiendo contenerlo, sientes la fuerza de su tormento; no solamente de la sed corporal, por haber derramado toda tu sangre, sino mucho más todavía de la sed ardiente que tienes por la salud de nuestras almas”. Para la Luisa Piccarretta, la causa de la sed de Jesús no es solamente ni principalmente el abundante volumen líquido perdido a causa de las heridas y de la falta de ingesta, sino ante todo está causada por el Fuego de Amor por las almas y que, partiendo de la Divina Persona de Jesús, abrasa su Corazón y todo su Cuerpo, dejándolo seco y provocándole una sed intolerable. Quien ha sufrido la sed, puede darse una ligerísima idea de la sed de almas que Jesús experimentó en la Cruz, y es la que lleva a pronunciar la Quinta Palabra: “¡Tengo sed!”.
Jesús tiene sed, pero no sed de agua fresca, sino sed de almas. Continúa Luisa Piccarretta: “Y tú quisieras bebernos a todos cual si fuéramos agua, para ponernos a salvo dentro de ti. Por eso, reuniendo tus fuerzas ya demasiado debilitadas, gritas: ¡Tengo Sed!”.
Dice Luisa Piccarretta que la sed de Jesús es una sed de almas que se saciará sólo cuando todas y cada una de las almas le ofrezcan a Él, en holocausto de amor, sus voluntades, sus afectos, su amor. Esto quiere decir que el alma ofrece a Jesús su voluntad, su afecto, su amor, para no querer hacer otra voluntad sino la de Jesús en la Cruz; no tener otros afectos, sino Jesús en la Cruz; no tener otro amor, sino Jesús en la Cruz: “¡Ah!, esta palabra se la repites a cada corazón: Tengo sed de tu voluntad, de tus afectos, de tus deseos, de tu amor; no podrías darme un agua más fresca que tu alma. ¡Ah, no dejes que me consuma! Tengo sed ardiente y no solamente siento que se me quema la lengua y la garganta, al grado que ya no puedo ni decir una palabra, sino que también siento que mi Corazón se seca junto con todas mis entrañas. ¡Piedad de mi sed, piedad!”. Quien ha sufrido la sed, en grado considerable, sabe que esta provoca intensos dolores –la muerte por inanición y por sed es la más dolorosa de todas las muertes-, y si multiplica este dolor por mil, y luego por mil millones, y luego por el infinito, podrá darse una pálida y ligera idea de la intensidad del dolor producido por la sed de almas a Jesús. Si alguien medita en los agudos y lancinantes dolores que padeció Jesús solo por la sed, debería, al menos por calmar el dolor que la sed le provoca a Jesús, al menos por aliviarle en algo los acerbos dolores que la sed le provoca, al menos por compasión de Jesús que sufre en la Cruz, debería el alma darle sus afectos y rechazar todo afecto impuro; el alma debería darle su voluntad, y así evitar los deseos malignos; el alma debería darle su amor, y así evitar amar lo que no es Dios.
Es esto lo que Jesús pide para calmar su sed: almas, y el amor, el afecto, la voluntad de las almas, para que Jesús las beba como agua pura, fresca y cristalina, porque ofreciendo a Jesús, el alma queda purificada a su contacto, y así queda pura y cristalina como agua fresca de manantial. Y sin embargo, las criaturas no quieren dar a Jesús ningún alivio, no quieren saciar su sed, y en vez de agua, es decir, en vez de afectos, de agradecimientos, de amores, de bendiciones, de obras de paz y de misericordia, las creaturas le dan el vinagre de sus pasiones desordenadas, de su odio al prójimo, de su enojo, de su rencor, de su falta de perdón, de su indolencia por el sufrimiento del otro, de su sensualidad, de su pereza, de su egoísmo, de su orgullo, y de tantas y tantas otras miles de cosas horrendas que salen de sus negros y fríos corazones sin convertir. Es esto lo que dice, con otras palabras, Luisa Piccarretta: “Y como delirando por la ardiente sed que te devora, te abandonas a la Voluntad del Padre. ¡Ah!, mi corazón ya no puede vivir viendo la impiedad de tus enemigos, que en vez de darte agua, te dan hiel y vinagre y tú no los rehúsas. ¡Ah!, ya entiendo, es la hiel de tantas culpas y el vinagre de las pasiones que no hemos domado, lo que quieren darte y que en vez de satisfacer tu sed hacen que aumente”.
En vez de aliviar la sed y el dolor que ésta le provoca, los hombres le provocan nuevos y más intensos dolores, aumentando aún más la sed, al no querer calmársela con el don de un corazón contrito y humillado. Quien medita en la Pasión de Jesús y en la Quinta Palabra, puede y debe, movido por el amor a Jesús, aliviar, aunque sea mínimamente, la sed de almas que tiene Jesús, ofreciéndose a sí mismo y a su propio corazón en reparación: “¡Oh Jesús mío!, aquí está mi corazón, mis pensamientos, mis afectos, aquí está todo mi ser para que calmes tu sed y para darle alivio a tu boca quemada y amargada. Todo lo que tengo, todo lo que soy, es para ti, ¡oh Jesús mío! Si fueran necesarias mis penas para poder salvar aunque fuera una sola alma, aquí me tienes: estoy dispuesto a sufrirlo todo; me ofrezco totalmente a ti: haz de mí lo que a ti más te agrade”.
Nadie puede decir que no puede hacer nada por la sed de Jesús –sed que, por otra parte, está en acto, es decir, hoy, aquí y ahora, Jesús sufre sed-, porque todos tenemos algo para ofrecer a Jesús: una pena, un dolor físico o moral, una tristeza, una angustia. Sólo basta querer hacer el ofrecimiento de lo que duele, en el cuerpo o en el alma, a Jesús, con la intención de reparar por todas las almas que se pierden o que se abandonan a sí mismas, sin recurrir a Jesús, en el momento de la prueba: “Quiero reparar el dolor que tú sufres por todas las almas que se pierden y la pena que te dan aquellas que, cuando permites que las tristezas o los abandonos las toquen, ellas, en vez de ofrecerte todo para aplacar la sed devoradora que te consume, se abandonan a sí mismas, haciéndote sufrir aún más”.
El ofrecimiento del alma, de los afectos, de la voluntad, del amor, calma la sed de Jesús.

Sexta palabra: “Todo está consumado, todo está cumplido” (Jn 19, 30). Jesús entra en la fase final de su agonía, en la fase irreversible luego de la cual la muerte sobreviene de modo inminente e ineludible. El Cuerpo Santísimo de Jesús, agobiado por los golpes, los tormentos, los dolores lancinantes y quemantes de los nervios que quedan sin irrigación, contraído al extremo por los músculos que por la falta de oxígeno se contraen espasmódicamente, agotado ya en su esfuerzo por respirar, una tarea que segundo a segundo se vuelve cada vez más imposible, nublada ya su vista y a punto de cerrarse sus ojos por la muerte cercana, con un frío helado que presagia la muerte, recorriéndole todo su Cuerpo, sin voz casi para hablar, Jesús pronuncia la Sexta Palabra de la Cruz: “Todo está consumado, todo está cumplido”.
¿Qué quiere decir esta palabra? ¿Qué quiere decir que “Todo está consumado, todo está cumplido”? Está consumado, está cumplido, el plan de Dios para salvar al hombre[2], plan que incluye lo anunciado por los profetas en el Antiguo Testamento, pero también todo lo anunciado por Cristo en el Nuevo, y también incluye todo el tiempo futuro que habrá de vivir la humanidad, hasta el Último Día, hasta el Día del Juicio Final. En la Sexta Palabra de Jesús, ha pesar de estar formulada de manera que hace referencia a algo que ya ha sucedido, que acaba de suceder –“Todo está consumado, todo está cumplido”, está contenido todo el tiempo de la historia humana: el pasado, el presente y el futuro.
Está contenido el pasado, pero también el futuro, porque en la Cruz Jesús lleva a cabo todas las profecías que hablaban de Él, pero como esas profecías son el anti-tipo de la Iglesia que Él habría de fundar, está contenido también el tiempo futuro en el que la Iglesia obraría en medio de los hombres (y como están incluidos el pasado y el futuro, también lo está nuestro presente, tiempo intermedio entre ambos): en Él se cumplen las profecías de Isaías, que había profetizado que nacería de una Madre Virgen, y Jesús se encarna en el seno virginal de María Santísima, como anticipo de la prolongación de su Encarnación en la Eucaristía. Se cumplen las visiones de Isaías, que veía a Cristo en la Pasión y lo describía como está Él en la Cruz. “Varón de dolores”, “triturado por nuestros pecados”, cubierto de heridas que “nos han curado”, su rostro desfigurado, como “ante quien se aparta la vista” por la compasión que despierta.
En Cristo se cumplen las profecías del profeta Miqueas, que había dicho que nacería en Belén de Judá, y Jesús nace en Belén, Casa de Pan, como signo profético de la Santa Misa, Nuevo Belén, en donde se ofrece como Pan de Vida eterna.
El Salmo 71 había profetizado que los Reyes vendrían a adorarlo, y los Reyes acudieron de tierras lejanas, guiados por la Estrella de Belén, y le presentaron el incienso con el que reconocían su divinidad, el oro con el que reconocían su majestad, y la mirra, con la que reconocían su humanidad, como signo profético de la adoración que los cristianos le darían en la Eucaristía a Cristo, Hombre-Dios y Rey de reyes.
Estaba anunciado por el profeta Oseas que el Mesías vendría de Egipto, y Jesús tiene que huir de Herodes, que quiere asesinarlo, a Egipto. Estaba anunciado que sería llamado “Nazareno”, y Jesús vive los primeros 30 años de su vida en la casita de Nazaret. Estaba anunciado que “una voz en el desierto clamaría y le prepararía los caminos”, y el Precursor, Juan el Bautista, se presentó delante de todo el pueblo diciendo: “Yo soy la voz del que clama en el desierto: preparad los caminos del Señor”, señalando a Jesús como al Cordero, como la Iglesia llamaría luego a la Eucaristía, en la ostentación eucarística, luego de la consagración: “Este es el Cordero de Dios”. Estaba profetizado que entraría triunfante en Jerusalén sobre una cría de asno, como anticipo de su entrada en el alma que lo recibe en la Comunión con fe y con amor, y el Domingo de Ramos entró triunfante en Jerusalén, sobre una cría de asno. Estaba profetizado que sería vendido por treinta monedas de plata, y Judas Iscariote, apóstata y traidor, poseído por el Príncipe de las tinieblas, lo entrega por treinta monedas de plata, al preferir escuchar el tintineo metálico de las monedas, antes que los latidos del Corazón de Jesús. Estaba profetizado en el Salmo 21 que se burlarían de Él, como el mismo Jesucristo lo acababa de recordar: “Mueven sus cabezas en son de burla... ¡Sálvele Yahvé, puesto que dice que le es grato!... Mi lengua está pegada al paladar... Han taladrado mis manos y mis pies y se puede contar todos mis huesos... Se han repartido mis vestidos y echan suertes sobre mi túnica”. Todo se cumple, porque se burlan y le dicen que se salve a sí mismo y que se baje de la Cruz, moviendo sus cabezas en son de burla; su lengua está pegada al paladar, por la intensa sed que siente, porque no ha bebido desde hace tres días, y porque ha perdido mucho líquido, pero es sed ante todo de almas lo que siente Jesús; han taladrado sus manos y sus pies con gruesos clavos de hierro, y se pueden contar sus huesos, porque su Cuerpo está todo estirado con violencia y se marcan en la piel los huesos del tórax; se han repartido su túnica, echándola en suertes. El salmo 68 dice: “Y en mi sed me dieron a beber vinagre”. Y le dio a beber vinagre, un soldado con la lanza, pero era el vinagre de las pasiones sin control de los hombres, lo que ese soldado le alcanzaba. Todo se ha cumplido en Jesús, y es eso lo que Jesús dice en la Sexta Palabra de la Cruz: “Todo está consumado; todo está cumplido”.
En la Cruz, Jesús ha cumplido a la perfección el plan de Dios Padre para redimir y salvar a toda la humanidad, el plan contenido en el Antiguo y en el Nuevo Testamento.
En la Cruz está cumplido todo el plan contenido en el Nuevo Testamento, todo: la salvación de las almas, por la Sangre de la Cruz y los Dolores de María Santísima; la derrota del infierno, que huye ante el estandarte ensangrentado de la Cruz; la cabeza aplastada de Satanás, por el pie de María Virgen, que lo aplasta con el peso de la Omnipotencia divina a Ella participada en grado sumo; la aniquilación de la muerte y la destrucción del pecado, por el don de la gracia santificante, gracia que concede la participación en la Vida divina de la Trinidad; el inicio de los nuevos cielos y la nueva tierra, en germen en los corazones regenerados y nacidos de nuevo por la gracia santificante; el don a los hombres de una Madre celestial, la Virgen María, donada al pie de la Cruz en Juan a toda la humanidad; la apertura de las puertas del Paraíso para los hombres, cerradas luego del pecado de Adán y Eva, y esas puertas abiertas son el Corazón traspasado de Jesús; el nacimiento de la Iglesia a partir de su costado abierto, Iglesia que es Esposa del Cordero y Barca de salvación, fuera de la cual nadie puede salvarse; el perdón divino a los hombres por la muerte en Cruz, perdón renovado en cada confesión sacramental; el don de su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Cruz y renovado en la Comunión sacramental; la regeneración y el nuevo nacimiento del alma por el bautismo sacramental; el don del Espíritu Santo por la Confirmación; la Vida eterna en el don de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.
Cristo, antes de morir, en medio de sus intensísimos dolores, pero satisfecho porque por el Amor de Dios que arde en su Sagrado Corazón, ha dado cumplimiento perfectísimo a todas las profecías del Antiguo Testamento, y porque ha dado cumplimiento a todas las promesas contenidas en el Nuevo Testamento, con alegría incontenible y con satisfacción por el deber arduo cumplido a la perfección, exclama: “Todo está consumado, todo está cumplido”. Es el grito del Gran Vencedor, del Capitán triunfante, que desde el madero de la Cruz contempla al infierno vencido a sus pies y al mundo redimido, y desde la Cruz, cubierto de gloriosas heridas y revestido con su Sangre preciosísima, así como un general triunfante se reviste de sus mejores galas y hace alarde de sus más letales armas, así Jesucristo, Rey victorioso, Vencedor Invicto del infierno, de la muerte y del pecado, exclama triunfante: “Todo está consumado, todo está cumplido”. El pasado, el presente y el futuro, hasta la consumación de los tiempos. Todo.
Cristo, Dios Hombre victorioso, quiere asociar a todos los hombres a su triunfo, y para eso los hace partícipes de su Cruz, para hacerlos participar del poder omnipotente que de la Cruz se irradia, poder con el cual el hombre, débil y pecador, no solo vencerá a sus mortales enemigos, el demonio, el mundo y la carne y a toda tribulación que pueda sobrevenirle, sino que entrará triunfante, junto a Cristo Rey, en el santuario de los cielos, al fin del mundo.
La meditación en la Sexta Palabra de Jesús debe llevar a considerar cuán invencibles somos los hombres cuando nos unimos a Cristo crucificado, porque en la Cruz damos cumplimiento perfecto a la Voluntad de Dios, que quiere que nos salvemos. Si Cristo por amor a nosotros se consumió en la Cruz, entonces nosotros por amor a Él debemos también consumirnos -como dice Luisa Piccarretta-, día a día, ofreciéndonos a Él en lo que somos y tenemos, como reparación por las faltas de correspondencia a su amor y para consolarlo por todas las afrentas que recibe de las ingratas criaturas mientras Él se consume de Amor en la Cruz. Unidos a Cristo crucificado, arrodillados ante su Cruz, podremos exclamar con Él, al final de nuestros días: “Todo está consumado, todo está cumplido”.

Séptima palabra: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). La última palabra de Jesús, al igual que la Primera y la Cuarta, está dirigida al Padre. Por esta palabra Jesús entrega su espíritu al Padre. Del Padre había procedido, al Padre vuelve. Jesús procede del Padre desde la eternidad, desde el seno eterno del Padre, en donde fue “engendrado”, no creado; ha recibido del Padre, desde la eternidad, su Ser divino y su Naturaleza divina, y por eso es tan Dios como el Padre. Procediendo del Padre eternamente, se encarnó en el seno de la Virgen Madre en el tiempo, para poder llevar a cabo la tarea de la Redención de los hombres. Ahora, una vez cumplida a la perfección la misión encomendada por el Padre, regresa a su seno, de donde vino, y esto es lo que significa la Séptima y última Palabra: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Hasta los últimos momentos de su vida, Jesús ofrece reparación continua por la inmensidad del mal que asola la tierra, mal que se origina en el corazón del hombre y en el corazón del ángel caído, mal que desde estas dos creaturas en rebelión conspira y atenta contra Dios, Creador y Redentor, y busca eliminar su nombre de la faz de la tierra y de la mente y de los corazones de los hombres. Con su muerte redentora, Jesús repara la enorme ingratitud de la humanidad, la re-crea, haciéndola nueva por la gracia, y así santificada y re-creada, la entrega al Padre, junto con su espíritu.
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Jesús entrega al Padre su espíritu, y junto con su espíritu, nos entrega a todos nosotros, pero ya no contaminados con la malicia del pecado, sino re-creados y re-generados por la gracia santificante, y por eso es que en Cristo y solo en Él, podemos ser agradables al Padre; en la entrega sacrificial de su Humanidad santísima, Jesús repara por todos los pecados cometidos por los hombres con sus humanidades, con sus mentes, con sus cuerpos, con sus manos, con sus pies, con sus lenguas, con sus corazones. Jesús entrega al Padre una Humanidad, la suya, en la que está contenida la nueva humanidad regenerada por la gracia, la humanidad que está ya libre del pecado, la humanidad que está inhabitada por el Espíritu Santo. Por esto, el cristiano debe unirse al sacrificio de Jesús, para entregar al Padre lo que al Padre le pertenece: el amor, las obras, los pensamientos, los deseos de todos y cada uno de los hombres. En la entrega que Jesús hace de su espíritu y de su Humanidad santísima, debemos entregarnos los cristianos para reparar, junto con Jesús, por la inmensidad de los pecados de los hombres. Sólo unidos a Cristo y a su Cruz, transformados por su gracia, y abandonándonos en su Divina Voluntad, podrá el Padre aceptarnos y no rechazarnos, porque verá en nosotros una copia viviente de su Hijo, y así nos tomará por Él y no solo no nos rechazará, sino que nos dará el cielo por morada, porque le agradarán las reparaciones hechas con Jesús y en Jesús. Es esto lo que dice Luisa Piccarretta, al meditar la Séptima Palabra: “Muerto Jesús mío, con este grito también a nosotros nos has puesto en las manos del Padre para que no nos rechace. Por eso has gritado fuertemente y no solamente con tu voz, sino con la voz de todas tus penas y con la voz de tu sangre: “¡Padre en tus manos pongo mi espíritu y a todas las almas!”. Jesús mío, también yo me abandono en ti; dame la gracia de morir totalmente en tu amor y en tu Voluntad; te suplico que jamás vayas a permitir, ni en la vida ni en la muerte, que yo me aparte de tu Santísima Voluntad. Quiero reparar por todos aquellos que no se abandonan perfectamente a la Voluntad de Dios y así pierden o, cuando menos, reducen el precioso fruto de la redención. ¿Cuál no será el dolor de tu Corazón, ¡oh Jesús mío!, al ver a tantas criaturas que huyen de tus brazos y se abandonan a sí mismas? ¡Oh Jesús mío, piedad para todos!”.
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Jesús entrega al Padre su espíritu, y con Él nos entrega a nosotros, pero para que nos entregue, debemos nosotros entregarnos a Él libre y voluntariamente. ¿Cómo hacerlo? Nos lo enseña Luisa Piccarretta[3], y el método no es otro que arrodillarnos al pie de la Cruz y contemplar a Cristo crucificado, deteniéndonos en su cabeza coronada de espinas, en sus manos y pies perforados por clavos de hierro, en su sacratísimo rostro cubierto de barro, de sangre, de heridas cortantes y de hematomas, pidiendo perdón y reparando por el propio mal cometido y también por el de las criaturas. Así, contemplando a Cristo coronado de espinas, le ofrecemos nuestros pensamientos y pedimos perdón por los pensamientos de soberbia, de ambición o de propia estima, y contemplando la Sangre que brota de su Cabeza lacerada, le prometemos a Jesús que cada vez que tengamos un pensamiento que no sea totalmente para Él, o si nos encontramos en ocasión de ofenderlo, diremos: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplando sus ojos bañados por las lágrimas y cubiertos de coágulos de sangre, le pedimos perdón por todas las veces que lo hemos ofendido con miradas inmodestas y malas, y le prometemos que cada vez que nuestros ojos se sientan impulsados a mirar las cosas de la tierra gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplando sus sacratísimos oídos ensordecidos hasta el último momento por los insultos y las horribles blasfemias, le pedimos perdón por todas las veces que hemos escuchado o hemos hecho escuchar conversaciones que nos alejan de Él y por todas las malas conversaciones de las criaturas, y le prometemos que cada vez que nos encontremos en la ocasión de oír algo que no lo ofenda, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplando su rostro santísimo, pálido, lívido y ensangrentado, le pedimos perdón por todos los desprecios, los insultos y las afrentas que ha recibido y recibe continuamente de parte de nosotros, vilísimas criaturas, con nuestros pecados, y le prometemos que cada vez que nos venga la tentación de no darle toda la gloria, el amor y la adoración que debemos darle, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplamos su boca ardiente y amargada, y le pedimos perdón por todas las veces que te lo hemos ofendido con malas conversaciones y por cuantas veces hemos cooperado en amargarlo y en acrecentar su sed, dándole el vinagre de nuestra soberbia, y le prometemos que cada vez que nos venga el pensamiento de decir cualquier cosa que pudiera ofenderlo, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplamos su cuello santísimo, en el que es posible ver las señales de las cadenas y de las sogas que lo han oprimido, y le pedimos perdón por tantos vínculos y por tantos apegos de las criaturas, las cuales han añadido nuevas sogas y cadenas a su santísimo cuello, y le prometemos que cada vez que nos sintamos atraídos por algún apego, deseo o afecto que no sea solamente para Él, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplamos sus hombros santísimos y le suplicamos que nos perdone tantas satisfacciones ilícitas, tantos pecados que hemos cometido con los cinco sentidos de nuestro cuerpo, y le prometemos que cada vez que nos venga el pensamiento de tomarnos algún placer o alguna satisfacción que no sea para su gloria, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplamos su pecho santísimo y le pedimos perdón por tantas frialdades, indiferencias, tibiezas e ingratitudes horribles que recibe de parte de las criaturas, y le prometemos que cada vez que sintamos que nos enfriamos en el amor, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplamos sus sacratísimas manos, y le pedimos perdón por todas las obras malas o indiferentes, por tantos actos envenenados por el amor propio y la propia estima, y le prometemos que cada vez que nos venga el pensamiento de no obrar solamente por amor a Él, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplamos sus santísimos pies y le suplicamos que nos perdone por tantos pasos y tantos caminos recorridos sin haber tenido una recta intención, por tantos que se alejan de Él para ir en busca de placeres mundanos, y le prometemos que cada vez que nos venga el pensamiento de separarnos de Él, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplamos su Sacratísimo Corazón y le decimos que queremos encerrar en él, junto con nuestra alma, a todas las almas redimidas por Él, para que todas se salven, sin excluir a ninguna.
Finalmente, para que nuestra entrega a Cristo sea total, le pedimos a Jesús que nos encierre en su Corazón y que cierre sus puertas, de manera que no podamos salir más de él y que ya no podamos ver nada fuera de Él, y le prometemos que cada vez que nos venga el pensamiento de querer salirnos de su Corazón, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os entrego mi corazón y mi alma!”.




[1] Cfr. Juan Straubinger, Comentario a la Santa Biblia, nota 40 a Jn 23, 40.
[2] Cfr. Juan Straubinger, Comentario a la Santa Biblia, nota 30 a Jn 19, 30.
[3] Cfr. Las Horas de la Pasión, Las Siete Palabras de Jesús en la Cruz.