sábado, 27 de abril de 2013

“Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”



(Domingo V - TP - Ciclo C – 2013)
            “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”. Los judíos ya conocían el mandato del amor al prójimo, pero ahora Jesús da un mandamiento nuevo: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”. No se trata de amar con un amor meramente humano, como el del Antiguo Testamento, y selectivo, porque era sólo para los que pertenecían al Pueblo Elegido. Ahora, es extensivo a todos –incluidos los enemigos, en primer lugar- y, principalmente, y en esto constituye su radical novedad, como Cristo nos ha amado.
¿Y cómo nos ha amado Cristo? Con un Amor de Cruz. ¿Cómo es el Amor de Cruz? Basta contemplarlo a Él crucificado: es un Amor hasta la muerte, literalmente hablando, porque vence a la muerte. Es un Amor de origen celestial, por eso es más fuerte que la muerte, porque aunque Cristo muere en la Cruz, con su muerte destruye a la muerte del hombre, ya que la fuerza del Amor divino que inhabita en Él y lo anima, es infinitamente más poderosa que la fuerza poderosa de la muerte; es el Amor del cual se habla en el Cantar de los Cantares: “Grábame como un sello sobre tu corazón, como un sello sobre tu lazo, porque el Amor es fuerte como la Muerte, inflexibles como el Abismo son los celos. Sus flechas son flechas de fuego, sus llamas, llamas del Señor. Las aguas torrenciales no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo” (8, 6-7). Como dice el Cantar de los Cantares, el fuego ardiente del Amor es una llama divina, una llama de fuego que surge del mismo Ser divino, y es la razón por la cual el Sagrado Corazón está envuelto en llamas, llamas que al entrar en contacto con el alma de Santa Margarita María de Alacquoque, la enciende en el éxtasis de amor. Santa Teresa de Ávila, a su vez, compara al Amor de Dios con un brasero encendido: basta una pequeñísima chispa que salte de este brasero, para que el alma quede encendida en el más ardiente amor por Dios.
Este Amor divino, que es más fuerte que la muerte del hombre, es el Amor con el cual Cristo nos ama desde la Cruz, y es el Amor con el cual debemos amar al prójimo, en el cumplimiento del mandamiento nuevo del Amor.
Cristo muere en Cruz para dar muerte a la muerte; la muerte del Hombre-Dios mata a la muerte del hombre sin Dios, para donarle e insuflarle una nueva vida, la vida de la gracia, la vida participada de la Santísima Trinidad. El Amor de Cristo, siendo el Amor del Hombre-Dios, es un Amor de origen celestial; es el mismo Amor de la Santísima Trinidad, es el Amor-Persona, la Tercera Persona, de la Santísima Trinidad, y este es el motivo por el cual Cristo vence a la muerte en la Cruz. Además, vence al odio del infierno, con el poder del Amor divino, y vence al pecado, con el poder de la santidad divina. En la Cruz encuentran la muerte los tres enemigos mortales del hombre: el demonio, la muerte y el pecado.
         Es con este Amor de Cruz, un amor más fuerte que la muerte, un Amor que es de origen celestial, porque surge del Ser mismo trinitario, con el cual el cristiano debe amar a su prójimo. Para cumplir el mandamiento nuevo que deja Cristo, es necesario estar revestidos de ese Amor, y para estar revestidos de ese Amor, hay que acudir a la Fuente Inagotable de donde este Amor mana, y es el Sagrado Corazón traspasado de Jesús. Quien no acude a esta fuente, quien no bebe de este Amor, no podrá luego vivir el mandamiento nuevo, que es mandamiento nuevo porque es nuevo el Amor con el cual hay que vivirlo.
¿Cómo se manifiesta este Amor en la vida cotidiana?
Variará  según el estado de cada persona, pero es válido para toda persona de toda edad. Así, para los hijos, significará amar a los padres no con el solo amor humano, sino con el Amor de Cristo, y esto quiere decir no solo nunca levantar la voz, sino amarlos desde lo profundo del corazón, pasando por alto sus errores, agradeciendo sus correcciones, consolándolos en sus pesares, ayudándolos en todo momento, agradeciendo el hecho de ser progenitores, porque ellos cooperaron con Dios para traerlos a la vida. Cristo es Dios Hijo, que en la Cruz entrega su vida en obediencia a Dios Padre, movido por el Amor de Dios Espíritu Santo, y así es ejemplo para todo hijo que desee amar a sus padres según el mandamiento nuevo de Jesús.
Para los hermanos, significará amar a los hermanos con el Amor de la Cruz, que quiere decir ser pacientes, generosos, compañeros, amigos de los propios hermanos; quiere decir ser sostén en los momentos difíciles, alegrarse por sus triunfos, ser bondadosos y pacientes. Los hermanos están en la vida, puestos por Dios, para que aprendamos a amar, a ser bondadosos, a compartir, y no para rivalizar, pelear, o sentir envidia. Cristo en la Cruz es nuestro Hermano, que ha dado su vida para salvarnos, y por eso es el modelo para todo hermano que se pregunte hasta dónde debe amar a su hermano.
Para los esposos, amar como Cristo nos amó desde la Cruz, significa ser pacientes, caritativos el uno con el otro, dialogar, evitar la confrontación, evitar la discordia, evitar las rencillas, las impaciencias; significa perdonar y pedir perdón. Cristo en la Cruz es el modelo para todos los esposos que quieran amarse mutuamente con el Amor del mandamiento nuevo: Cristo es el Esposo de la Iglesia Esposa, que da su vida por Amor a su Esposa, entregando su vida en la Cruz; la Iglesia Esposa, a su vez, corresponde a este amor amándolo con su mismo amor y siendo fiel a su Esposo. Así como es impensable un Cristo Esposo sin la Iglesia Esposa, así es impensable una Iglesia Esposa, y de la misma manera, es impensable un matrimonio en donde no existan el amor y la fidelidad mutua, porque el amor y la fidelidad se derivan de Cristo Esposo en la Cruz.
Para todos los cristianos, amar como nos amó Cristo, hasta la muerte de Cruz, significa estar dispuestos a perder la vida antes que cometer un pecado contra el prójimo, ni siquiera venial, y mucho menos mortal. Significa no solo estar dispuestos a morir antes que faltar al amor contra el prójimo, sino ante todo obrar para con el prójimo obras de misericordia, tanto corporales como espirituales. Este Amor se extiende también hasta la otra vida, porque implica el amor a los prójimos que sufren en el Purgatorio, y la forma de ejercitar este amor a las Almas del Purgatorio es rezar y ofrecer sufragios por ellas. Si el amor al prójimo que vive en esta vida se manifiesta en dar de comer y de beber, el amor al prójimo que vive en el Purgatorio, se manifiesta en la limosna espiritual que significa el rezar por ellos, porque así se mitigan sus dolores y su hambre y su sed de ver a Dios cara a cara.
Jesús nos deja, entonces, un mandamiento nuevo, que es amar al prójimo como Él nos ha amado desde la Cruz: con un amor inagotable, un amor que va más allá de la muerte, porque es más fuerte que la muerte.
Pero Jesús no es solo ejemplo de Amor; Él es el Dador del Amor, porque siendo Dios Hijo, Él espira, junto a Dios Padre, a Dios Espíritu Santo, y así, desde la Cruz, y también desde la Eucaristía, nos infunde su Amor, con el cual podemos amar a los demás con su mismo Amor.
“Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”. El mandamiento nuevo de Jesús es posible de cumplir sólo haciendo oración al pie de la Cruz, en donde se aprende cómo amar como Jesús, y recibiendo en estado de gracia la Eucaristía, en donde se recibe el Amor mismo de Jesús, el Amor con el cual Él nos amó desde la Cruz. 

jueves, 25 de abril de 2013

"Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida"


“Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 1-6). Jesús en la Eucaristía es el Camino, la Verdad y la Vida.
Jesús en la Eucaristía es el Camino que conduce al cielo, porque la Eucaristía contiene algo infinitamente más grande que los infinitos cielos, y es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, Puerta de las ovejas, abierta a los creyentes por el lanzazo en la Cruz, Puerta que conduce al seno mismo de Dios Padre.
Jesús en la Eucaristía es el Camino que conduce a la Casa del Padre, Casa que tiene muchas habitaciones, porque por esta Puerta abierta que es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, cuando se traspasan sus umbrales, se ingresa allí donde el Padre tiene su morada, se ingresa en la Casa del Padre, allí donde Cristo fue a prepararnos una habitación. Quien comulga la Eucaristía ingresa ya, por anticipado, a la habitación de la Casa del Padre que Jesús preparó con su muerte en Cruz y resurrección.
Jesús en la Eucaristía es el Camino que nos conduce a la comunión de vida y Amor con Dios Padre, porque nadie va al Padre si no es por este Camino, que en el Padre inicia y en el Padre finaliza. Jesús en la Eucaristía es el Pontífice máximo que nos une con Dios Padre, porque Él está en el Padre desde la eternidad, por la divinidad, y nosotros estamos en Él, al compartir la humanidad por la Encarnación, y Él está en nosotros por el Sacramento del Altar[1]. Quien se une a Cristo por la Eucaristía, se une a Él en su Cuerpo y recibe de Él su Espíritu que inhabita en su Cuerpo y por su Espíritu es hecho un mismo cuerpo y un mismo espíritu con Cristo, y así es conducido a la unión en el Amor con Dios Padre.
Jesús en la Eucaristía es la Verdad, porque Él es la Verdad Subsistente, es la Verdad en Acto Puro de Ser; es la Verdad en sí misma, la Verdad en Persona, la Verdad que sin sombra alguna de error nos habla de lo que “vio y oyó” en la eternidad, y lo que vio y oyó en la eternidad es que Dios Padre nos ama con Amor de locura y quiere que seamos sus hijos y que todos nos salvemos por la fuerza de la Cruz de Cristo.
Jesús en la Eucaristía es la Verdad que debe ser conocida y amada si alguien quiere salvarse, porque solo quien escucha a Cristo, Verdad encarnada de Dios, se niega a sí mismo, carga la Cruz de cada día, sigue a Cristo por el Camino del Calvario y es crucificado y muere cada día, para resucitar por la gracia a la vida nueva de los hijos de Dios.
Jesús en la Eucaristía es la Verdad sin mezcla de error alguno, cuya pureza inmaculada debe ser mantenida y proclamada aun a costa de la propia vida, porque nada impuro debe contaminar esta Verdad; ningún error, ninguna mentira, ninguna falsedad, puede subsistir delante de Dios que es Verdad absoluta. Jesús en la Eucaristía es la Verdad de Dios, es Dios que es Verdad en sí mismo, y por eso no pueden tener parte ni estar delante de Dios ni participar de la comunión quienes aman la mentira, quienes proclaman el error, quienes calumnian y difaman, porque todo eso viene del Padre de la mentira, el Diablo o Satanás, que fue excluido de la Presencia de Dios por ser mentiroso y homicida desde el principio.
Jesús en la Eucaristía es la Vida, porque Él es la Vida Increada, la Fuente de toda vida creada, y la Vida eterna que se comunica a los hombres, Vida que fluye como de su fuente del Ser trinitario y se derrama incontenible sobre los hombres a través de la herida de su Corazón traspasado.
Jesús en la Eucaristía es la Vida que debe ser vivida, porque el que se alimenta de este Pan que es Vida eterna, vive su vida terrena ya no más con su vida humana, creatural, sino con la vida de la gracia, la vida participada de la Santísima Trinidad, y así vive, ya en anticipo, desde esta vida, la vida de los hijos de Dios, que es la vida del Reino de los cielos.
Jesús en la Eucaristía es la Vida eterna, Vida por la cual se debe dar la vida terrena, para que muera el hombre viejo y viva el hombre nuevo, el hombre que es una nueva creación, el hombre que ya no es más simple creatura, sino hijo adoptivo de Dios. Jesús en la Eucaristía es Vida eterna, Vida que con su fuerza sobrenatural y divina ha vencido para siempre a los poderes oscuros del infierno, poderes que son muerte y desolación. Jesús en la Eucaristía es Vida que debe ser consumida en la comunión eucarística, porque quien se alimenta de este Pan Vivo que es la Eucaristía, vive ya desde la tierra con el corazón puesto en el cielo, y así esta vida terrena, que es muerte porque no es vida, se convierte anticipadamente en vida celestial vivida en la tierra.
Jesús en la Eucaristía es Camino, Verdad y Vida.



[1] Cfr. Tratado de San Hilario, obispo, Sobre la Santísima Trinidad, Libro 8, 13-16: PL 10, 246-249.

miércoles, 24 de abril de 2013

“El que crea se salvará, el que no crea se condenará”


“El que crea se salvará, el que no crea se condenará” (Mc 16, 1-20). Frente a Jesucristo y su Evangelio, no hay disyuntiva ni tintes intermedios: o se está con Él o contra Él; o se cree en Él, o no se cree en Él; o se salva quien cree en Él, o se condena quien no cree en Él. La razón de esta drástica separación y distinción es que Él ha sido enviado por Dios como el Único Salvador del mundo; fuera de Él, “no hay otro nombre en el que se encuentre la salvación” (cfr. Hch 4, 12).
Ahora bien, el problema está en que muchos sectarios toman este versículo y dicen creer en Cristo, pero en la práctica resulta un cristo falso, adaptado a la mentalidad, a los gustos e incluso a los caprichos personales de los fundadores de sectas. Incluso dentro de la Iglesia Católica puede suceder que se piensa que se “cree en Cristo”, pero en realidad se está creyendo en un Cristo imaginario, un Cristo construido a la medida de mi entendimiento y de mi gusto personal. Muchos católicos hacen lo mismo que Lutero: toman de Cristo Jesús lo que les conviene, y dejan de lado lo que no les conviene.
Así, creen en un Cristo que es pura misericordia, incapaz de juzgar y condenar el mal, sin justicia, con lo cual es en realidad un Cristo injusto, porque si no castiga y corrige el mal, es injusto; muchos creen en un Cristo moldeable y maleable, que puede adaptarse a cuanta corriente ideológica aparezca, y así es que muchos creen en un Cristo pobre que manda odiar a los ricos, como la Teología de la Liberación, o en un Cristo rico que manda enriquecerse materialmente a toda costa, como la falsa teología de la prosperidad, lo cual es radicalmente falso, porque Cristo nos manda a ser pobres y ricos a la vez: nos manda ser pobres con la pobreza de la Cruz, que es despojarnos de los bienes materiales que no nos conduzcan al cielo, y nos manda ser ricos con la riqueza de la Cruz, que es poseer el tesoro más grande de todos los tesoros del mundo, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. Otro Cristo radicalmente falso es el de la Nueva Era o Conspiración de Acuario: un Cristo que es la encarnación de Maitreya, o un Cristo que habita en un lejano planeta y se desplaza en naves espaciales. Así como estos, hay muchísimos otros ejemplos de falsos cristos que han sido inventados a lo largo de la historia por la imaginación y fantasía de los hombres, dentro y fuera de la Iglesia.
“El que crea se salvará, el que no crea se condenará”. “Creer en Cristo” implica creer no en cualquier Cristo, no en el Cristo revolucionario, en el Cristo de los pobres sin Dios que odian a los ricos, no en el Cristo de los ricos que odian a los pobres, no en el Cristo reformador y protestante, no en el Cristo cósmico y pagano de la Nueva Era; creer en Cristo implica creer en el Cristo del Credo de la Santa Iglesia Católica, que es el Cristo por quien dieron la vida los santos a lo largo de los siglos; es el Cristo que por el bautismo nos incorpora a su Cruz y muerte y a su gloria y resurrección, es el Cristo que nos manda negarnos a nosotros mismos todos los días y cargar la Cruz para seguirlo a Él camino del Calvario, único modo de llegar al Reino de los cielos; es el Cristo que conmovió el corazón de Zaqueo, por quien Zaqueo prometió devolver cuatro veces más a los que hubiera perjudicado: “Señor, ahora mismo voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y si he perjudicado a alguien, le daré cuatro veces más” (Lc 19, 1-10); es el Cristo Cordero a quien adoran los ángeles y los santos en el cielo; es el Cristo Dios que está Presente con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía. Es en este Cristo y no otro, en el cual creemos y al cual amamos y adoramos en el tiempo, en su Presencia Eucarística, y al cual, por gracia y misericordia suya, amaremos y adoraremos en la eternidad en los cielos.

martes, 23 de abril de 2013

“Yo Soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en Mí no permanezca en tinieblas”



“Yo Soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en Mí no permanezca en tinieblas” (Jn 12, 44-50). Jesús revela que, además de ser Él “la luz”, ha venido para iluminar a aquellos que creen en Él, para que no “permanezcan en tinieblas”. Para dimensionar el alcance de su auto-revelación como “Luz” –obviamente, no se trata de una luz creada, participada, terrena, limitada, sino la luz que es Él mismo, una Luz Increada, en Acto Puro de Ser, celestial, infinita-, es necesario considerar previamente el estado de tinieblas en el que se encuentran el mundo y las almas que en él habitan. Él mismo da un indicio de estas tinieblas del mundo, a las cuales Él ha venido a derrotar: “Yo Soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en Mí no permanezca en tinieblas”. Claramente, viene a este mundo, que está en tinieblas, para iluminar a los que creen en Él, para que no “permanezcan” en las tinieblas.
¿De qué tinieblas se trata? Se trata de unas tinieblas en las que el hombre “permanece”, en el sentido de estar aprisionado por ellas. No se trata de las tinieblas cósmicas, las que sobrevienen luego del ocultamiento natural del sol; no son las tinieblas que se ciernen sobre el mundo creado al finalizar el día para dar lugar a la noche; estas son tinieblas naturales, creadas por Dios, y por lo tanto buenas, ya que así ha dispuesto el Creador que se sucedan los días y las noches.
Las tinieblas que ha venido a iluminar Jesús, que envuelven y esclavizan al hombre, son de dos tipos: las tinieblas del error y de la ignorancia, y las tinieblas del infierno. Son las tinieblas descriptas en el cántico entonado por Zacarías para anunciar al Mesías: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1, 68-79).
Zacarías es muy preciso en el describir la naturaleza siniestra de las dos clases de tinieblas que envuelven al mundo y al hombre que en él habita, las del infierno y las de la ignorancia acerca de Dios y su Cristo. Las tinieblas que envuelven al mundo y al hombre son “sombras de muerte” en un doble sentido, porque los ángeles caídos son seres espiritual e irreversiblemente muertos a la gracia divina, que provocan la muerte espiritual a quienes entran en contacto con ellos, mientras que las tinieblas de la mente humana, consecuencia del pecado original, conducen a la muerte porque están basadas en el error y en la ignorancia. Jesús, en cuanto Luz, derrota a ambas clases de tinieblas, porque la luz que Él emite no es una luz inerte, creatural, sino viva, Increada, porque Él es esa misma luz. Puesto que esa luz surge del Acto de Ser de la Trinidad, posee la vida misma de la Trinidad, vida que comunica por participación al alma que es iluminada por Él, y junto con la vida divina, comunica el Amor, la paz, la alegría de Dios Uno y Trino. No sucede así con el ángel caído, que se ha vuelto voluntariamente refractario –y para siempre, de modo irreversible- a la luz divina, y por eso la rechaza con todas sus fuerzas, y es el motivo por el cual los ángeles rebeldes nunca jamás volverán a ver la luz de Dios, a Dios, que es luz, y permanecerán para siempre en tinieblas, siendo ellos mismos sus propias tinieblas de odio y muerte.
En esta condición del ángel caído de ser tinieblas eternas –tinieblas vivas en las que sólo hay odio y muerte para siempre-, está la clave del porqué es necesaria la fe en Cristo Jesús: porque Él es luz y da la vida, el Amor y la paz de Dios a quien Él ilumina, pero para que un alma sea así iluminada por Él, debe voluntariamente abrir su mente y su corazón a la Revelación tal como se encuentra en el Magisterio; debe someter su razón a la Fe de la Iglesia; debe abrir su corazón a la bondad divina; debe, en consecuencia, obrar las obras de la luz, que son las obras de la compasión, de la caridad, de la misericordia; debe, en definitiva, permitir, libremente, ser iluminado por Él. Es por esto que Jesús dice que iluminará a “aquel que crea en Él”: “Yo Soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en Mí no permanezca en tinieblas”. Jesús no iluminará a quien no crea en Él, porque ese tal demuestra que no tiene fe en Él y por lo tanto rechazará la luz y hará vano el intento de Jesús de sacarlo de las tinieblas.
“Yo Soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en Mí no permanezca en tinieblas”. La Eucaristía es el potentísimo Faro de Luz divina que ilumina las tinieblas de la mente y del mundo, y arroja lejos de sí a las tinieblas vivientes, los ángeles de la oscuridad. Adorar la Eucaristía, consumir la Eucaristía con fe y con amor, significa ser revestidos de la luz del Cordero, “la lámpara de la Jerusalén celestial” (cfr. Ap 21, 23). 

lunes, 22 de abril de 2013

“Mis ovejas escuchan mi voz, Yo las conozco y ellas me siguen”



“Mis ovejas escuchan mi voz, Yo las conozco y ellas me siguen” (Jn 10, 22-30). Jesús contrapone al Buen Pastor –que es Él- con los “malos pastores”, que son “asalariados”, “ladrones y asaltantes” y “no entran por la puerta”; además, cuando ven venir al lobo, “huyen” dejando a las ovejas indefensas.
Mientras el Buen Pastor es Él, los malos pastores son ya sean los falsos cristos de la Nueva Era –Maitreya, Avatar, Buda, el Cristo cósmico, el Cristo extra-terrestre, el Cristo meramente hombre-, aunque también algunos de entre los mismos sacerdotes católicos que utilizan a la religión católica, a sus dogmas y a sus estructuras, para difundir ideologías que son contrarias a la esencia misma del mensaje evangélico de Jesucristo, presentando una versión “falsificada”[1] del mismo. Por ejemplo, son los promotores de las diversas teologías, como la Teología de la liberación, o también los sacerdotes que apoyan a la rebelión de monjas y laicos contra las enseñanzas del Magisterio eclesiástico y pontificio[2], o los sacerdotes austríacos integrantes del grupo “Llamado a la desobediencia”[3], que pretende la abolición del celibato sacerdotal, la ordenación sacerdotal de mujeres, entre otras cosas. Los malos pastores son los ideólogos que falsifican el Evangelio de Jesucristo, en las palabras del Papa Francisco.
Jesús contrapone también a las ovejas, haciendo una distinción entre aquellas que “escuchan su voz y lo siguen y son conocidas por Él”, y aquellas que “no son de las ovejas de Cristo”. Dentro de estas, pueden ser laicos que, como dice el Papa Francisco, están en las comunidades cristianas pero “usan de la religión para hacer negocios” y no son más que “bandidos”, “ladrones” y “trepadores”[4].
Jesús establece el criterio para diferenciar a una oveja que pertenece a su redil y aquella que no: la que “escucha su voz y lo sigue” y además “cree en los signos que Él hace”. Por el contrario, las ovejas que no “son de sus ovejas”, son aquellos que “no creen” ni en sus palabras –Jesús se auto-proclama Dios- ni en sus signos o milagros –hace milagros que sólo Dios puede hacer, con lo cual corrobora sus palabras-.
Las ovejas que pertenecen al redil de Cristo creen que Él es Dios Hijo encarnado, que obra todo tipo de milagros –resucitar muertos, expulsar demonios, curar enfermos, multiplicar panes y peces, caminar sobre las aguas- como signos visibles de la Presencia del Amor de Dios entre los hombres; creen que Jesús murió y resucitó y que prolonga su encarnación y resurrección en cada Eucaristía, para donarse a sí mismo al alma que lo recibe con fe y con amor; creen que está en el sagrario para aliviarles sus penas y dolores, para quitar el agobio y la aflicción a quien se le acerque, para comunicarle del Amor de su Sagrado Corazón, para llevar por él la cruz de cada día, para acompañarlo en el camino del Calvario que es la vida humana, de modo que al final de sus días pueda entrar a disfrutar del Reino de los cielos para siempre.
Las ovejas que son de Cristo “conocen su voz, lo escuchan y lo siguen”, y reciben de Él la “Vida eterna”; las ovejas de Cristo escuchan la voz de Jesús que les dice: “Si alguien quiere seguirme, niéguese a sí mismo en sus pasiones, en su impaciencia, en su egoísmo, en su pereza, en su acidia, en su hombre viejo, cargue su cruz de cada día y me siga por el Camino del Calvario, para ser crucificado junto Conmigo. A los que carguen la cruz de cada día, a los que acepten ser crucificados junto a Mí, les daré la Vida eterna en el Pan eucarístico, como anticipo del gozo que durará para siempre en el Reino de los cielos”.

domingo, 21 de abril de 2013

“Yo Soy la Puerta de las ovejas”


“Yo Soy la Puerta de las ovejas” (Jn 10, 1-10). Jesús no sólo es Pastor, sino también la "Puerta de las ovejas": así como las ovejas entran y salen del redil por la puerta, sintiéndose seguras, porque entran refugio cuando entran y pasto cuando salen, así las ovejas del rebaño de Cristo, que son las almas.
Jesús es la Puerta de las ovejas, por donde entran las ovejas que son las almas, y así, quien entra por la Puerta abierta de los cielos, que es el Sagrado Corazón traspasado de Jesús, encuentra el refugio seguro contra el Lobo Infernal, porque en ese Corazón Divino está protegidas de las acechanzas del enemigo mortal de las almas.
Jesús es la Puerta de las ovejas, por donde salen las ovejas que son las almas, y así, quien sale de este mundo, a través de la Puerta de las ovejas, el Sagrado Corazón de Jesús, al cielo, encuentra el pasto verde y el agua fresca del Amor de Dios y su gracia santificante, que sacian el hambre y sed que de Dios tiene toda alma humana. El que sale de de este mundo y entra por la fe, el Amor y la comunión eucarística a través de la Puerta abierta de los cielos, el Corazón Eucarístico de Jesús, ingresa en la comunión de vida y Amor con las Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad, porque solo Jesús Eucaristía es el Camino que conduce a Dios Trino, la Verdad absoluta de la Divinidad y la Vida misma del Ser trinitario.
Por esto es que Jesús dice: “Yo Soy la Puerta de las ovejas (…) el que entra por mí se salvará”. Si alguien intenta entrar en los cielos por otra puerta que no sea Cristo Jesús, no lo logrará; si alguien intenta salir de este mundo por otra puerta que no sea el Sagrado Corazón de Jesús, no lo logrará; si alguien intenta salvarse pasando por otra puerta que no sea el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, no lo logrará.
Jesús advierte acerca de los falsos cristos, que son solo “ladrones y asaltantes”, que entran en el redil, no por la puerta, es decir, la fe verdadera en Él, sino “por otro lado”; estos falsos cristos son “extraños” y las ovejas “no los siguen” porque “no conocen su voz”. Jesús advierte claramente acerca de estas falsas puertas, por las cuales se ingresa no a la comunión de vida y amor con la Trinidad, sino a la comunión con seres de la oscuridad, los ángeles caídos. Esos falsos cristos y por lo tanto, falsas puertas, son los cristos de la Nueva Era, New Age o Conspiración de Acuario: Maitreya, Buda, el Cristo cósmico o Tercer Cristo, el Cristo extra-terrestre, el Cristo meramente hombre, el Cristo galáctico, el Cristo que antes de serlo fue San Miguel Arcángel, como enseña falsamente la secta de los Testigos de Jehová, el Cristo gnóstico, el Cristo Avatar, el Cristo de las religiones orientales, el Cristo falso de las sectas, como el de los Mormones.
Hoy existe una multitud de falsos cristos que intentan “confundir a la humanidad entera y aun a los elegidos”, los bautizados en la Iglesia Católica.
“Yo Soy la Puerta de las ovejas”. Solo Cristo Jesús, el Jesús proclamado por la fe de la Iglesia Católica, el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, que se encarnó en el seno de María Virgen; el Jesús de Nazareth que dijo de sí mismo que era Dios y obró milagros prodigiosos con su propio poder, el poder de Dios; el Cristo que murió realmente, con su Cuerpo físico, en la Cruz, y que resucitó realmente, con su Cuerpo físico glorificado, el Domingo de Resurrección; el Cristo que prolonga su Encarnación y Resurrección en la Eucaristía; el Cristo proclamado por la multitud de ángeles y santos en la Jerusalén celestial, solo ése, es el Verdadero y Único Cristo, la Puerta abierta a los cielos, por la cual las ovejas, las almas, entran en comunión de vida y amor con las Tres Personas de la Santísima Trinidad.
Todos los otros falsos cristos de la Nueva Era son “extraños”, “ladrones y asaltantes”, y nunca deben ser seguidos por los hijos de Dios. 

viernes, 19 de abril de 2013

“Yo Soy el Buen Pastor (…) Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y me siguen”



(Domingo IV - TP - Ciclo C – 2013)
         “Yo Soy el Buen Pastor (…) Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y me siguen” (Jn 10, 27-30). Jesús es el Buen Pastor, que da la vida por las ovejas, porque no es “asalariado”, ni se interesa por “la lana de las ovejas”, es decir, sus pertenencias, sino que las ama por sí mismas. Jesús usa la figura de un pastor que no duda en arriesgar su vida con tal de salvar a sus ovejas. Para entender el motivo por el cual Jesús utiliza la figura de un pastor, es de utilidad espiritual hacer una composición de imagen, tomando una escena correspondiente a un pastor terreno con sus ovejas. El pastor conduce a sus ovejas a un lugar espacioso, tranquilo, con abundantes pastos verdes y agua fresca y cristalina. Además, cuentan con la protección del pastor.
A los pastores les sucede que, de vez en cuando, una oveja de su redil se aparta del rebaño, que pace en un lugar seguro, con pastos verdes y agua cristalina, para internarse por oscuros senderos que conducen a profundas y peligrosas quebradas. La oveja, no siendo apta para este territorio abrupto y escarpado, pierde pie con facilidad y cae por el barranco, golpeándose en su caída con las rocas salientes, fracturándose sus huesos al chocar contra las rocas y luego contra el fondo del precipicio. En esta situación, la oveja corre serio peligro de muerte, por sus heridas abiertas, por las cuales pierde mucha sangre, pero también por los lobos que, atraídos por esa sangre, no tienen la más mínima dificultad en desgarrar, con sus dentelladas, el cuerpo de la oveja, dándole atroz muerte. Si el pastor es un “asalariado”, es decir, ejerce su oficio de pastor sólo por el salario, por el dinero, no se preocupará por esa oveja, porque mentirá al dueño del rebaño, diciendo por ejemplo que “no se dio cuenta de que faltaba una oveja” y por eso no la fue a buscar, aunque en realidad no la fue a buscar porque prefería conservar su vida antes que arriesgarla por la oveja, y así no le importa si la oveja, en el fondo del barranco, muere desangrada o destrozada por los dientes de los lobos. Al pastor asalariado no le interesan las ovejas, mucho menos si esta es flaca, con poca lana, y encima de todo, está moribunda; le interesa sólo el dinero y por eso no se preocupa en auxiliarla. Por el contrario, el pastor bueno, el pastor que ama a sus ovejas, va a buscarla bajando hasta el fondo del barranco y arriesga su vida por ella, porque corre riesgo de caerse él mismo y despeñarse, además de ser atacado por el lobo.
“Yo Soy el Buen Pastor (…) Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y me siguen”. Tanto la escena del pastor con sus ovejas, como la del Buen Pastor, son representativas de realidades sobrenaturales: la caída de la oveja en el barranco representa la tentación consentida, es decir, el pecado; las heridas mortales que sufre en su caída y al golpearse con las piedras, representan la pérdida de la gracia; el lobo que habita en el fondo del precipicio y que se apresta a devorar a la oveja, es el ángel de la oscuridad, el demonio; el mal pastor, el pastor asalariado, representa al sacerdote que sólo se interesa por sí mismo, sin pensar en sus fieles (aunque también, secundariamente, puede representar a un padre de familia con respecto a sus hijos); el buen pastor representa a Cristo, quien baja no por un barranco hacia el fondo del precipicio, sino del cielo hasta la tierra, apoyándose no en un cayado de madera, sino en el cayado que es el leño de la Cruz, y arriesga su vida porque desciende no a un oscuro precipicio terreno, sino a este mundo terrestre, que yace en “tinieblas y en sombra de muerte”, como consecuencia  del pecado de los hombres, y lucha no contra un animal salvaje, el lobo, sino contra alguien mucho más feroz, despiadado y sanguinario que un lobo, el demonio o Satanás, que quiere destrozar a las ovejas, las almas de los hombres.
En la caída de la oveja y en la búsqueda de esta por el buen pastor, está representado el llamado a la conversión: el Buen Pastor, que sabe que su oveja se ha perdido, escucha sus balidos agonizantes y sale a buscarla, y la llama con dulces silbos y con el suave pero firme acento de su voz; la oveja, que yace en el fondo del abismo, escucha la voz de su amado Pastor y le responde a su vez. El silbido del Pastor y su llamado representan el llamado a la conversión; la oveja moribunda en el fondo del precipicio, es el alma que ha recibido la llamada de la conversión y de la contrición del corazón, y como conoce la voz de su Dios y Señor, que es su Creador, le responde llamándolo a su vez, para que se apresure en su rescate. Es esto lo que Jesús quiere decir cuando dice: “Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y me siguen”.
El Buen Pastor desciende al fondo del precipicio, ahuyenta al lobo, busca a la oveja y cura sus heridas con el suave bálsamo que es la Sangre de sus propias heridas, y le da de beber agua fresca, la vida de la gracia, y la alimenta con Pan de Vida eterna; así recuperada la oveja, la carga en sus hombros, es decir, la hace partícipe de su muerte en Cruz, y la conduce a “verdes praderas y aguas tranquilas”, es decir, el Reino de los cielos, de donde nadie podrá “arrebatarla de sus manos”, porque vivirá en la alegría de la contemplación de la Trinidad para siempre.
Con respecto al pastor que carga a la oveja en sus hombros, dice el Papa Francisco que el pastor debe tener “olor a oveja”, y es lo que sucede con Cristo, que carga a las ovejas, las almas, sobre sus espaldas, para rescatarlas del abismo en el que se encuentra, prisionera del pecado y del demonio. Pero si el pastor debe tener “olor a oveja”, y esto es lo que les sucede cuando la lleva sobre sus hombros, también hay que decir que la oveja debe tener “olor a Cristo” (cfr. 2 Cor 2, 15), y el “buen olor” a Cristo, es el olor de su Sangre que brota de sus heridas, y el olor de su gracia santificante que se comunica por los sacramentos, pero para que la oveja tenga ese olor a Cristo, debe ser dócil a su pastor, escuchar sus consejos y seguirlos, el primero de los cuales, es dejar de lado los ídolos del mundo: materialismo, hedonismo, erotismo, avaricia, lucro, sed de dinero, de poder, soberbia, ira, discordia, gnosticismo, ateísmo, agnosticismo, paganismo, brujería, ocultismo. Mal puede tener una oveja el buen olor de Cristo, si no deja que Cristo Buen Pastor lave sus heridas con su Sangre, es decir, si no se convierte de corazón, frecuenta los sacramentos y ama a su prójimo, demostrando este amor con obras de misericordia.
“Yo Soy el Buen Pastor (…) Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y me siguen”. El que ama a Cristo, Buen Pastor, escucha su dulce voz que dice: “Carga tu Cruz de cada día y sígueme en el Camino del Calvario; sube conmigo a la Cruz y quédate crucificado hasta que muera el hombre viejo, y así llegarás a la Vida eterna”.

jueves, 18 de abril de 2013

“¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?”



“¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?” (Jn 6, 51-59). Ante la afirmación de Jesús de que Él es “Pan de Vida” y de que ese Pan “es su carne”, los judíos que lo escuchan se escandalizan y se preguntan entre sí: “¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?”. La causa del escándalo está en la formulación misma de la pregunta: “¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?”. Los judíos no ven en Jesús a Dios Hijo hecho hombre; no creen en sus palabras, en las que Él afirma su divinidad: “Nadie conoce al Padre sino el Hijo”, y como Él es Dios Hijo, “habla de lo que vio” en la eternidad, en el seno eterno del Padre, y lo que vio es la Verdad eterna y absoluta de Dios Trino; pero tampoco creen en los signos o milagros que Él hace, con los cuales corrobora sus palabras, porque son signos o milagros que solo pueden ser hechos con el poder de Dios: resucitar muertos, expulsar demonios, calmar tempestades, curar toda clase de enfermos, multiplicar panes y peces, etc.
La consecuencia de esta doble incredulidad es el oscurecimiento acerca de la identidad de Jesús: no ven en Jesús al Hombre-Dios, sino solamente a Jesús hombre, al “hijo de José y María”, al “carpintero”, al que “vive entre nosotros”. Y si Jesús es solo un hombre, y este hombre les viene a decir que para salvarse tienen que comer su cuerpo y su sangre, entonces se comprende la pregunta de los judíos, puesto que piensan en un acto de antropofagia: “¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne y su sangre?”.
Pero Jesús no es un mero hombre, sino el Hombre-Dios; su condición divina ha sido revelada por Él y ha sido suficientemente confirmada por sus milagros, de modo que cuando dice que Él es “el Pan de Vida eterna” y que para obtener la salvación todo hombre debe “comer su carne y beber su sangre”, significa literalmente eso, aunque como Él es Dios, Él “hace nuevas todas las cosas”, y una de las cosas que hace nuevas es el pan y el modo de comerlo.
Jesús hace nuevo el pan porque en la Santa Misa, con el poder de su Espíritu, insuflado por Él y el Padre a través del sacerdote ministerial a través de las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-, hace desaparecer la substancia material, creada, con acto de ser participado y creatural del pan, para hacer aparecer en su lugar la substancia inmaterial, increada, con Acto de Ser Puro, de la Divinidad, unida hipostáticamente a su substancia humana glorificada, su Cuerpo, su Sangre y su Alma, es decir, su naturaleza humana, la misma que sufrió la muerte y crucifixión el Viernes Santo y que resucitó el Domingo de Resurrección. De esta manera, por las palabras de la consagración, el Pan Nuevo que hay sobre el altar eucarístico se parece al pan material, terreno, solo por su aspecto exterior, por su sabor y por sus características físicas: parece pan, sabe a pan, pesa lo mismo que el pan, al tacto se lo siente como pan, se disgrega en el agua, como el pan, pero ya no es más pan, porque ya no está la substancia del pan: está la substancia divina gloriosa y la substancia humana, glorificada y resucitada, del Hombre-Dios Jesús de Nazareth. Las especies del pan –sabor, color, peso, etc.- son sólo “receptáculos” de la substancia divina, y ya no más sostenes de la substancia creada del pan, que ha desaparecido y no está más. Por lo tanto, el Pan del altar eucarístico es un “Pan Nuevo” porque ya no es pan ácimo, compuesto de harina y trigo, sino que es el Cuerpo, la Sangre, el Alma, la Divinidad y el Amor de Jesucristo.
Y si es nuevo el Pan, es nuevo también el modo de comerlo, porque cuando Jesús dice que si alguien quiere salvarse debe “comer su Cuerpo y beber su Sangre”, está hablando literalmente de “comer su Cuerpo y beber su Sangre”, pero su Cuerpo y su Sangre eucarísticos, es decir, su Cuerpo y su Sangre que han recibido la glorificación en la Resurrección. Cuando Jesús les dice a los judíos que deben alimentarse de su Cuerpo y Sangre, no les está diciendo que deben comer de su Cuerpo muerto en la Cruz el Viernes Santo y depositado en el sepulcro el Viernes y el Sábado; les está diciendo que deben comer de su Cuerpo y su Sangre glorificados el Domingo de Resurrección, el Cuerpo con el cual Él se levantó triunfante del sepulcro, que es el mismo Cuerpo con el cual Él está de pie, triunfante, glorioso y resucitado, en la Eucaristía, que es Pan de Vida eterna.
Las palabras de Jesús solo se entienden a la luz de la totalidad de su misterio pascual de muerte y resurrección; podríamos decir que el Cuerpo resucitado, que está en la Eucaristía, está apto para ser consumido, porque ha sido cocido en el Fuego del Espíritu Santo el Domingo de Resurrección.
“Yo hago nuevas todas las cosas”, dice Jesús en el Apocalipsis, y nuevo es el Pan, y nuevo es el modo de comer este Pan, que es la comunión eucarística. En este modo nuevo de comer, la comunión de la Eucaristía, no es el hombre quien asimila un alimento material y terreno, sino que es Dios quien asimila al hombre, incorporándolo, con la fuerza de su Espíritu, a sí mismo, convirtiéndolo en sí mismo y haciendo de quien lo consume "un mismo cuerpo y un mismo espíritu" con Él. Y este modo nuevo de comer es nuevo porque como este Pan ya no es más pan material, terreno, sino que es su Carne gloriosa y su Sangre resucitada, y como esta Carne gloriosa y su Sangre resucitada contienen la Vida de Dios, el que come este Pan eucarístico come verdaderamente la Carne del Cordero y bebe su Sangre y así recibe la Vida eterna: “El que come mi Carne y bebe mi Sangre tiene Vida eterna”. 

miércoles, 17 de abril de 2013

“Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo”



“Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo” (Jn 6, 44-51). En su discurso del Pan de Vida, Jesús se atribuye el nombre de “Pan”, pero se diferencia claramente del “pan” o “maná del desierto: “Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron”. En cambio, el que coma de este Pan, que es su carne, la carne del Cordero de Dios, no solo no morirá sino que vivirá eternamente: “El que coma de este pan vivirá eternamente”, y la razón es que este Pan, que es su Cuerpo, su Carne gloriosa y resucitada, contiene la vida misma del Ser trinitario, la vida misma de Dios Trino, que es la vida también de Jesús en cuanto Hombre-Dios: “el pan que Yo daré es mi carne para la Vida del mundo”.
Los israelitas en el desierto comían el maná y morían porque este, si bien tenía un origen celestial, por cuanto era Yahvéh quien lo creaba de la nada para proporcionárselos, y si bien era un alimento espiritual en el sentido de que provenía del amor de Yahvéh, era ante todo un alimento para el cuerpo y su acción se limitaba a servir de sustento a la vida terrena y corpórea. Al impedir que el Pueblo Elegido muriera de hambre, el maná del desierto fortalecía a los israelitas, permitiéndoles hacer frente a las alimañas del desierto, las serpientes venenosas, los escorpiones y las arañas, y les permitía, de esta manera, que alcanzaran la Tierra Prometida, la Jerusalén celestial. Sin embargo, debido a que era un alimento que sustentaba sólo la vida corpórea, los israelitas comieron de este pan pero murieron.
Este es el motivo por el cual Jesús les dice que ese maná no era el verdadero maná, porque solo era figura del Verdadero Maná del cielo, la Eucaristía, el Pan Vivo bajado del cielo, que es Él mismo. Él sí concede Vida eterna, porque no alimenta el cuerpo con substancias perecederas, como el maná del desierto, sino al alma y con la Vida eterna, con su vida misma, que es la vida de Dios Trino.
El que come de este Maná que es la Eucaristía, tiene Vida eterna, porque la substancia con la que alimenta es la substancia de Dios, que es Vida Increada y es su misma Eternidad. El que come de este Pan, que es la Carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo, recibe por participación la Vida divina de Dios Hijo, y Dios Hijo le comunica de tal manera de su vida, que el que consume este pan “ya no es él, sino Cristo Jesús quien vive en Él”. Si el pan del desierto se asimilaba al organismo que lo consumía, el que consume el Pan Vivo bajado del cielo, la Eucaristía, es asimilado por el Espíritu Santo en el Cuerpo de Cristo, pasando a ser “un solo cuerpo y un solo espíritu” con Cristo Jesús.
Si el pan del desierto permitió al Pueblo Elegido no desfallecer de hambre en su peregrinar por el desierto, y le dio fuerzas para combatir a las alimañas, las serpientes, los escorpiones y las arañas, para que pudieran llegar sanos y salvos a la Jerusalén terrena, el Pan Vivo bajado del cielo, que alimenta con la substancia misma de Dios, permite no desfallecer a causa del hambre de Dios que toda alma humana posee, porque la sobre-alimenta con abundancia con esta substancia divina; al mismo tiempo, la Eucaristía le concede fuerzas para combatir a los seres espirituales de la oscuridad, las entidades demoníacas, las alimañas espirituales que asaltan al hombre en su peregrinar por el desierto de la vida. De esta manera, la Eucaristía permite al alma que se alimenta de ella, alcanzar la Patria celestial, la Jerusalén del cielo, en donde “no habrá más hambre ni sed”, porque el Cordero la alimentará con su Amor por toda la eternidad.
“Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo (…) el que coma de este Pan vivirá eternamente”. El cristiano que se alimenta del manjar substancial de la Eucaristía posee ya, desde esta vida, en germen, la Vida eterna, Vida que se desplegará en toda su infinita plenitud al traspasar los umbrales de la muerte terrena.

martes, 16 de abril de 2013

“Yo Soy el Pan de Vida; el que viene a Mí no tendrá hambre ni sed”

“Yo Soy el Pan de Vida; el que viene a Mí no tendrá hambre ni sed” (Jn 6, 35-40). Jesús utiliza para sí la figura de un alimento que no solo es común a todas las culturas y a todas las civilizaciones, sino que se trata probablemente del primer alimento conocido por la humanidad desde la expulsión de Adán y Eva del Paraíso. En tiempos de Jesús, los hebreos consumían un pan sin levadura, llamado por esto “pan ácimo”, y lo hacían para conmemorar la intempestiva salida de Egipto hacia el desierto, la cual no les dio tiempo para preparar otro pan más elaborado.



El pan ácimo, aun en su sencillez, representa un alimento de vital importancia para el hombre, porque aunque este se encuentre en situaciones de graves carestías alimentarias, mientras tenga pan, no morirá de hambre. El pan representa un soporte vital para el cuerpo del hombre, puesto al ser ingerido, sus elementos constitutivos se disgregan por acción de los jugos gástricos para luego ser absorbidos en el intestino y así pasar al torrente sanguíneo, desde donde serán distribuidos a los diversos órganos. Puede decirse, por lo tanto, que el pan concede vida, en el sentido de que impide la muerte del cuerpo.



Jesús utiliza la figura del pan, y sobre todo del pan ácimo, sin levadura, para aplicársela a sí mismo, llamándose Él mismo “Pan de Vida eterna” y “Pan Vivo bajado del cielo”, y utiliza este alimento para graficar su acción en el hombre. Jesús utiliza la figura del pan y se la aplica a sí mismo, pero la analogía con el pan material es solo en el nombre, porque su obrar en el hombre trasciende infinitamente el obrar del pan material.



Ante todo, es Pan, pero no es un pan compuesto de harina y trigo, sino que este Pan es su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad; alimenta, al igual que el pan ácimo, pero más que el cuerpo, alimenta el alma del hombre, con la substancia misma de la divinidad; se cuece al fuego, como el pan ácimo, pero no el fuego creado, material, terreno, sino el Fuego que es el Espíritu Santo, Espíritu que es Fuego Increado, espiritual, celestial; al igual que el pan ácimo, es ingerido y consumido, pero en vez de ser digerido y asimilado por el hombre, es Él quien con su poder divino convierte al hombre en sí mismo y lo asimila a sí, convirtiendo a quien lo consume en una imagen viviente suya; al igual que el pan ácimo, concede vida, pero no el simple sustento de la vida corporal, porque no alimenta con la substancia del pan, que ha desaparecido y no está más, sino que alimenta con la substancia divina, que es eterna, y que por lo tanto concede la Vida eterna, y así es la Vida eterna del Hombre-Dios el alimento substancial con el cual el alma es alimentada; por último, mientras el pan ácimo alimenta y calma el hambre corporal pero no la sed, porque no es líquido ni agua, el Pan de Vida eterna que es la Eucaristía, calma el hambre de Dios que de Dios tiene toda alma humana, y calma también la sed del Amor divino que tiene toda alma humana, porque este Pan contiene el Cuerpo, la Sangre, el Alma, la Divinidad y el Amor de Dios, y este Amor que es como agua fresca para el alma sedienta, se derrama como torrentes inagotables en el corazón humano, extra-saciando la sed de Amor divino que toda alma humana tiene. Esta es la razón por la cual Jesús dice que todo aquel que “coma de este Pan”, la Eucaristía, “no tendrá más hambre y jamás volverá a tener sed”, porque al comer de este Pan Vivo comerá la Carne del Cordero y beberá del Amor de Dios, que es eterno.

lunes, 15 de abril de 2013

“No Moisés, sino mi Padre, les da el verdadero Pan del cielo, la Eucaristía”


       “No Moisés, sino mi Padre, les da el verdadero Pan del cielo” (Jn 6, 30-35). Los israelitas creían que el maná que ellos comieron en el desierto era el verdadero maná: “Nuestros padres comieron el maná en el desierto”. Pensaban esto porque gracias a este alimento celestial, habían sido capaces de atravesar el desierto sin desfallecer de hambre para así alcanzar la Tierra Prometida, la ciudad de Jerusalén.

       Era un alimento celestial por su origen, porque la substancia de la cual estaba compuesto este pan, no provenía de manos humanas; provenía directamente de Yahvéh, quien de esa manera alimentaba a su Pueblo impidiendo no sólo la muerte por inanición, sino ante todo conservándoles la vida y fortaleciendo sus cuerpos para que pudieran llegar al destinado tan ansiado.

      Pero el maná del desierto, siendo con todo un alimento puramente material, que fortalecía principalmente el cuerpo, era en un cierto sentido también un alimento espiritual, porque los israelitas sabían que el maná provenía del Amor de Yahvéh, quien movido precisamente por este amor, los alimentaba de un modo tan maravilloso.

       Ahora bien, comparado con la abundante cantidad y el sabor de los refinados manjares con los que se deleitaban en Egipto –ollas y ollas de cebollas y carnes asadas-, el maná era más bien insípido, pero los israelitas sabían que los alimentos de Egipto, sabrosos y abundantes, eran alimentos de esclavitud, mientras que el maná era el alimento de la libertad.

        Sin embargo, a pesar de todas estas maravillas acerca del maná, Jesús les dice que ese no era el “verdadero maná”, porque era solo una figura del Verdadero Maná, el Pan de Vida eterna, la Eucaristía.

        La Eucaristía es el Verdadero Maná bajado del cielo, porque por ella el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, son capaces de atravesar, no un desierto terreno, sino el desierto de la vida, y sin desfallecer del hambre de Dios, porque sus almas son alimentadas con la substancia misma de la divinidad. Alimentados y fortalecidos con un manjar tan substancial, se vuelven capaces de alcanzar la Jerusalén celestial, la Patria del cielo.

         El Verdadero Maná, la Eucaristía, es un alimento celestial por su origen, porque proviene de Dios Trino, pero es celestial también porque la substancia con la cual alimenta a las almas no está hecha por creatura alguna, porque se trata de la substancia humana glorificada del Hombre-Dios y de la Substancia Increada y el Acto de Ser de Dios Trino.

          Este alimento celestial alimenta a las almas, impidiéndoles morir porque las protege del pecado pero, ante todo, le concede una nueva vida, la Vida eterna del Hombre-Dios Jesucristo, y junto con esta vida eterna, les es concedida a las almas su misma fortaleza, la fortaleza con la cual el Hombre-Dios subió a la Cruz, con lo cual los que se alimentan con este Pan celestial se vuelven capaces de atravesar el desierto de la vida, en donde acechan las alimañas del desierto, los ángeles caídos, para llegar incólumes e invictos a la Patria celestial.

          Este es un maná que viene directamente del Amor de Dios, quien no puede soportar el ver a sus hijos desfallecer de hambre –el verdadero conocimiento y amor de Dios revelados en Cristo Jesús- y les envía este alimento, haciéndolo llover en el altar eucarístico para concederles este Pan Vivo, de un modo tan maravilloso y prodigioso, que dejan sin palabras a los mismos ángeles.

           Al igual que el maná del desierto, que comparado con los manjares de la tierra resultaba insípido, así también este Verdadero Maná que es la Eucaristía resulta insípido o poco sabroso a los sentidos, porque se trata de apariencias de pan sin levadura que saben a pan sin levadura, y dice San Ignacio que el pan no es un manjar, pero las carnes asadas y los manjares terrenos con los que se lo compara a este Pan del cielo representan a las pasiones sin control y por lo tanto al pecado, mientras que la Eucaristía es el alimento de los hijos de Dios, que son libres como es libre su Padre Dios.

            Estas son las razones por las cuales Jesús les dice, a los israelitas y a nosotros: “No Moisés, sino mi Padre, les da el verdadero Pan del cielo, la Eucaristía”.

domingo, 14 de abril de 2013

“Me buscan por el pan, pero deben buscar el Pan de Vida eterna”




“Me buscan por el pan, pero deben buscar el Pan de Vida eterna” (Jn 6, 22-29). Después de haber hecho Jesús el milagro de la multiplicación de los panes, la multitud lo busca, llegando incluso a viajar en barcas para llegar a Cafarnaúm, en donde se encontraba. Al llegar adonde Él estaba, se muestran interesados por Él: “Maestro, ¿cuándo llegaste?”. Jesús sabe cuáles son sus verdaderas intenciones, y por eso les contesta: “Les aseguro que ustedes me buscan pero no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse. Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna”.

En otras palabras, Jesús les quiere decir: “Me buscan por el pan, pero deben buscar el Pan de Vida eterna”; es decir, les reprocha que lo busquen para que les dé pan material con el cual satisfarán el hambre corporal, pero no porque “vieron signos”; no lo buscan por el milagro de la multiplicación de los panes, milagro que es causado por su Amor y que tiene la finalidad de demostrar su Amor, sino por los panes y los pescados. No les interesa el Amor de Dios, sino satisfacer su hambre corporal y saben que con Jesús tienen asegurado el sustento corporal.

Como queda de manifiesto por las palabras de Jesús, la actitud de la multitud es en realidad una actitud egoísta: buscar el pan material y no los signos y su causa, el Amor de Dios, es buscarse a sí mismos, porque lo único que se pretende es la satisfacción del hambre corporal. En el fondo, implica una visión puramente humana, naturalista y horizontal de la vida; no hay otras pretensiones que las terrenas y materiales, sin importar nada más que esto.

“Me buscan por el pan, pero deben buscar el Pan de Vida eterna”. Hay que buscar a Jesús por los signos, es decir, por los milagros que Él hace, pero no por los milagros en sí mismos, sino porque esos milagros son demostrativos del Amor divino, desde el momento en que Dios los hace no porque tenga necesidad de nosotros, sino simplemente para manifestarnos y donarnos su Amor.

Jesús les dice que no deben buscarlo por el pan material, sino por el Pan de Vida eterna, porque eso es amarlo por Él mismo y no por lo que da, porque Él es el Pan de Vida eterna. Es lo que le pide una beata: “Señor, que yo te ame por lo que eres, y no por lo que das”, y también Santa Teresa de Ávila: “Hay que buscar al Dios de los consuelos, y no a los consuelos de Dios”.

La vida cristiana consiste en buscar a Jesús no por lo que da sino por lo que Es, y hay que buscarlo en donde Él está: en la Cruz y en la Eucaristía.

Hoy no se busca a Jesús por Él mismo: en la Iglesia, los pobres no buscan a Cristo sino la limosna o la ayuda material que pueda brindar la Iglesia; los ricos no buscan a Cristo sino las riquezas materiales que a través de la Iglesia puedan obtener. Pero tanto unos como otros deben buscar a Cristo, en la Cruz y en la Eucaristía: los pobres deben buscar en Cristo crucificado la riqueza de la Cruz, los inmensos bienes del cielo que da Cristo en la Cruz: su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad; los ricos a su vez deben buscar en Cristo crucificado la pobreza de la Cruz, el único modo por el que podrán entrar en el Reino de los cielos, porque de lo contrario, es imposible que un rico entre en el Reino de los cielos; ambos, ricos y pobres, deben buscar en la Iglesia el Pan de Vida eterna, la Eucaristía, el Pan Vivo bajado del cielo, en el cual y por el cual Cristo se dona a sí mismo sin reservas al alma que lo recibe con fe y con amor.

viernes, 12 de abril de 2013

"¡Es el Señor!"

(Domingo III - TP - Ciclo C – 2013)



“¡Es el Señor!” (Jn 21, 1-14). La exclamación admirativa de Juan surge al comprobar que ese hombre que está en la playa, gracias al cual han obtenido una pesca milagrosa, no es otro que Jesús y Jesús resucitado.



El Evangelio nos plantea por lo tanto el tema del conocimiento de Cristo Jesús: hasta antes del milagro, Juan, Pedro, y los demás discípulos, no lo reconocen. Luego del milagro de la pesca abundante –precedida, como en la anterior pesca milagrosa, de una pesca infructuosa-, Juan reconoce, él primero que los demás, a Jesús resucitado, y por eso exclama: “¡Es el Señor!”.



¿A qué se debe que Juan sepa que el hombre parado en la playa no es un desconocido, sino “el Señor”? ¿Por qué lo reconoce sólo después de la pesca milagrosa? La respuesta radica en el principio del conocimiento de Jesús, que no es la razón humana, sino el Espíritu Santo; en otras palabras, no se puede conocer a Jesús en su verdadera identidad, la identidad de Hijo de Dios, sino es por medio del Paráclito. El hecho de que Juan lo reconozca después del milagro, es decir, después de la acción de Jesús por medio de su Espíritu, indica precisamente esto: que sin la iluminación del Espíritu Santo es imposible saber quién es Jesús. El Evangelio destaca esta ignorancia de los discípulos antes del prodigio de la pesca: “Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era Él”. Antes de la intervención que hace posible la pesca milagrosa, los discípulos –entre ellos Juan- permanecen en la oscuridad respecto a Jesús resucitado; luego del signo de la pesca, pesca obtenida por el poder del Espíritu, Juan es el primero en reconocer a Jesús, y por eso exclama admirado: “¡Es el Señor!”.



Juan no conoce a Jesús resucitado y piensa que es un hombre más que está en playa porque hasta ese entonces Jesús no ha infundido el Espíritu, quien es el que “les recordará todo lo que Él les había dicho” (cfr. Jn 14, 26) y les hablará de Él” (cfr. Jn 15, 26). Es el Espíritu quien “le recuerda” a Juan que Jesús había profetizado que resucitaría; es el Espíritu quien “le habla de Jesús” a Juan, diciéndole: “¡Es Él! ¡Ha resucitado!”; es el Espíritu quien proporciona una nueva capacidad de un nuevo modo de ver, una capacidad que no se posee si no la concede el mismo Dios, y es la capacidad de contemplar, en Jesús de Nazareht, al Hombre-Dios.



Es Jesús quien, a través de su Espíritu Santo, infundido por Él y el Padre, proporciona el conocimiento sobrenatural de sí mismo; conocimiento que no es humano sino divino, porque es el conocimiento con el cual Dios Padre lo conoce desde la eternidad, y con el cual Él mismo se conoce desde la eternidad, y con el cual Dios Espíritu Santo lo conoce desde la eternidad. No es un conocimiento humano, dado por la deducción de la razón natural; no es un conocimiento que dependa del desplegarse de las potencias naturales del hombre; no es un conocimiento que dependa de razonamientos filosóficos y teológicos. Es un conocimiento dado por el mismo Jesús, que es Dios, y por eso sobrepasa a todo conocimiento que de Jesús se pueda tener por la razón humana.



Lo que le sucede a Juan le sucede también a quienes se encuentran con él a orillas del lago –Pedro y los demás discípulos-, pero les sucede también a María Magdalena, a las santas mujeres, a los discípulos de Emaús, y a muchos más: en un primer momento, a pesar de estar frente a Jesús y hablar con Él, parecen como si la vista, la mente y el corazón, estuvieran cerrados –“Tenían los ojos nublados”, dice el Evangelio de los discípulos de Emaús-, hasta que Jesús infunde el Espíritu, abriendo no solo los ojos del cuerpo, sino ante todo la mente y el corazón –“¿Acaso no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba?”, se preguntarán los mismos discípulos-. Con la contemplación, cambia radicalmente el estado de ánimo: “No podían creer de la alegría”, queriendo el evangelista significar con esta expresión el estado anímico pero ante todo espiritual de quienes contemplan a Jesús resucitado: alegría, estupor, asombro, admiración, gozo inenarrable.



El paso desde este primer estado de desconocimiento de la identidad de Jesús al estado de iluminación interior por la participación en el conocimiento que la Trinidad tiene de Jesús, se da por la acción del Espíritu Santo y no por razonamientos humanos.



Ahora bien, el tema del conocimiento de Jesús no es menor; todo lo contrario, es tan importante, que determina y condiciona la vida de la fe de una persona, porque no es lo mismo conocer a Jesús como “el hombre que estaba en la playa” –tal como piensa Juan antes de ser iluminado por el Espíritu-, a conocer a Jesús como Quien Es realmente: “el Señor”, el Hombre-Dios, Jesús de Nazareth, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que ha muerto en Cruz y ha resucitado para no morir jamás.



El conocimiento de la verdadera identidad de Jesús, proporcionada sólo por el Espíritu Santo, a través del Magisterio de la Iglesia, es de fundamental importancia para la vida de todos los días porque por un lado, condicionará la fe en la Eucaristía, ya que así como creo que es Jesús, así pienso de la Eucaristía: si creo que Jesús es Dios, entonces creo que en la Eucaristía está Jesús, que es Dios, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad; si creo que Jesús es solo un hombre, entonces de la Eucaristía creeré que es sólo un pan bendecido, sin otro valor que el simbólico. En otras palabras, quien no conoce y ama a Cristo según el Espíritu Santo, no puede conocer ni amar a la Eucaristía.



Pero hay otro peligro en el no conocer a Jesús como lo revela el Espíritu Santo y es el conocerlo de modo erróneo, tal como lo presentan las sectas y sobre todo la “madre de todas las sectas”, la Nueva Era, “New Age” o Conspiración de Acuario. Para la Nueva Era, Cristo se presenta no como el Hombre-Dios, sino como un “Maestro Ascendido”, un “Avatar”, un “Nuevo Buda”, una “reencarnación de Maitreya”, un “tercer Cristo”, un “Cristo cósmico”, un “Cristo extra-terrestre”, un “Cristo que es energía impersonal”, etc. Ninguno de estos “cristos” falsos es “el Señor”, el Cristo contemplado por Juan y por el cual Juan dio su vida; ninguno de estos “cristos” falsos es el Cristo Jesús de la Eucaristía, el Señor de la Eucaristía, el Dios de la Eucaristía, el Dios de los sagrarios y de los corazones, y es la razón por la cual las erradas teorías de la Nueva Era son incompatibles con los dogmas de la Santa Iglesia Católica. Los falsos cristos de la Nueva Era son solo distintos nombres que adopta aquel que es “Homicida desde el principio” y “Padre de la mentira”, el demonio, que busca disfrazarse de “ángel de luz”, pero cuya oscuridad es tal que su negra sombra se distingue a lo lejos, aun cuando pretenda suplantar la identidad del verdadero y único Cristo Jesús.



“¡Es el Señor!”, exclama Juan, luego de ser iluminado por el Espíritu Santo, y es una exclamación en la que estallan la alegría, el gozo, el estupor, la admiración, porque la hermosura de Jesús resucitado supera infinitamente todo lo que el hombre o el ángel puedan imaginar.



“¡Es el Señor!”, debe exclamar con alegre estupor y sagrada admiración el fiel cristiano cuando, al contemplar la Eucaristía, sea iluminado por el Espíritu Santo y en esta luz invisible vea a Cristo resucitado y glorioso, el verdadero y Único Cristo, el Cristo que es el enviado del Padre, el Emmanuel, Dios entre nosotros, el Cordero de Dios, el Salvador, el Redentor, el Pastor Eterno, el Sumo y Eterno Sacerdote, el Dador del Espíritu, el Alfa y el Omega, el Principio y el Fin, Aquel por quien todo fue hecho, Aquel que por Amor a los hombres y para salvarlos de la eterna condenación derramó su Sangre y dio su Vida en la Cruz, Aquel que se dona a sí mismo con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en cada Eucaristía, Aquel que renueva sacramental e incruentamente el Santo Sacrificio de la Cruz en la Santa Misa, llamada por eso mismo Santo Sacrificio del Altar, Aquel que vendrá a juzgar a vivos y muertos y dará la Vida eterna a quien crea en Él y demuestre su fe con obras de misericordia, Aquel por quien la Iglesia Esposa suspira suspiros de amor santo y en cada suspiro dice: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).