viernes, 31 de mayo de 2013

Solemnidad de Corpus Christi


(Ciclo C - 2013)
“Tomó entonces los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición y los partió, y los iba dando a los discípulos para que los fueran sirviendo a la gente” (Lc 9, 11-17b). Jesús multiplica milagrosamente panes y peces y da de comer a la multitud hambrienta. A pesar de que son más de cinco mil personas y de que comen hasta saciarse, sobran panes y peces en tal cantidad que los restos llenan hasta doce canastas.
         Con todo lo que significa el milagro de la multiplicación de panes y peces -una muestra de la omnipotencia divina y de la condición de Jesús de ser Hijo de Dios en Persona y no un simple hombre-, es sin embargo una ínfima muestra de su poder divino, y en cuanto a su objetivo final, no es el de simplemente dar de comer, satisfaciendo el apetito corporal, a una multitud de personas. La finalidad del milagro es servir de pre-figuración de otro milagro, infinitamente más grande, realizado por la Iglesia en la Santa Misa: la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre. Así como Jesús, por la bendición que pronunció sobre los panes y peces multiplicó sus materias inertes, de la misma manera, por la fórmula de la consagración en la Santa Misa la Iglesia convierte, a través del sacerdocio ministerial, la materia inerte del pan y el vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.
         Podemos decir entonces que la escena evangélica del domingo de hoy, en la que Jesús primero alimenta el espíritu a los integrantes de la multitud, para luego alimentarles el cuerpo con los panes y peces, es una pre-figuración de la Santa Misa, en donde el alma se alimenta primero con la Palabra de Dios -por medio de la liturgia de la Palabra- y luego se alimenta con la Eucaristía, el Cuerpo de Cristo. 
          Por este motivo, para apreciar en su dimensión sobrenatural el alcance y significado del milagro de la multiplicación de los panes y los peces, hay que considerar con un poco más de detenimiento qué es lo que está representado en la escena evangélica: la multitud que escucha a Jesús, compuesta por toda clase de gentes y por todas las edades, representa a la humanidad; el hambre corporal que experimentan, representa el hambre espiritual que de Dios tiene todo ser humano, porque todo ser humano ha sido creado por Dios para Dios. Ahora bien, Dios ha creado al hombre dotándolo de una sed inextinguible de amor y de belleza y por eso todo ser humano tiene necesidad de satisfacer su sed de felicidad -todo hombre desea ser feliz, dice Aristóteles-, pero como Dios lo ha creado al hombre para que sacie su sed de amor y belleza en Él y sólo en Él, mientras no se une a su Creador, el hombre experimenta esa sed de amor y de belleza que le quema las entrañas, pero que no puede ser satisfecha sino es en su contemplación y unión con Él. Si el hombre busca saciar esta sed de felicidad en cualquier otra cosa que no sea Dios, no lo logrará nunca, y esta es la razón por la cual el hombre experimenta dolor, tristeza, frustración y muerte, cuando se aleja de Dios. 
             La multitud hambrienta delante de Jesús es, en este sentido, una representación de la humanidad hambrienta de su Dios, que busca saciar su sed de amor y de satisfacer su hambre de paz, verdad y alegría, aunque de momento no sepa bien cómo hacerlo. Jesús, que está delante de la multitud enseñando las parábolas del Reino y anunciando la Buena Noticia, es ese Dios Creador que ha venido a este mundo para redimir a la humanidad por medio de su sacrificio en Cruz y santificarla con el envío del Espíritu Santo y concederle así la felicidad que tanto busca. Puesto que Cristo Jesús es Dios, solo en Cristo Jesús encuentra el hombre –todo hombre, la humanidad entera- la saciedad completa y absoluta de su sed de amor y de paz, de alegría y de felicidad; puesto que Cristo Jesús es Dios, solo en Él encuentra el hombre el sentido último de su vida; puesto que Cristo Jesús es Dios, sólo en Jesús, y en nadie más que Él, reposa en paz el corazón humano, encontrando en el Sagrado Corazón la satisfacción total de su sed de felicidad.
         Es esto entonces lo que está representado en la escena evangélica: la humanidad, sedienta de amor y hambrienta de felicidad, ante su Dios, Cristo Jesús, el Único -por ser el Hombre-Dios- capaz de extra-colmar, con la abundancia de Amor de su Sagrado Corazón, la felicidad que todo ser humano busca, búsqueda de felicidad que se inicia cuando nace y no se detiene hasta el momento de la muerte, continuando incluso hasta la vida eterna.
         Jesús, porque es Dios en Persona, es entonces el Único en grado de satisfacer el hambre de amor y la sed de felicidad que tiene el hombre, y el milagro de la multiplicación de panes y peces será solo un anticipo y una pre-figuración del modo en el que Él piensa satisfacer esa hambre: en el tiempo de la Iglesia, por el poder del Espíritu Santo, a través del sacerdocio ministerial, por la Santa Misa, Jesús obrará un milagro infinitamente mayor, por medio del cual no multiplicará la carne muerta de peces, ni tampoco la materia inerte del pan: por su Espíritu, convertirá el pan y el vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, y se donará a sí mismo en la Eucaristía como alimento celestial que alimenta con la substancia misma de Dios; por el milagro de la transubstanciación, Jesús se donará a sí mismo para saciar el hambre de amor y la sed de felicidad de toda alma humana, donándose a sí mismo como Pan de Vida eterna y como Carne del Cordero de Dios. El modo por el cual Jesús satisface la sed de felicidad del hombre, es entregando su Cuerpo, el Cuerpo de Cristo, el Corpus Christi, en la Eucaristía, para que sirva de alimento celestial al alma que lo reciba con fe y con amor.
“Tomó entonces los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición y los partió, y los iba dando a los discípulos para que los fueran sirviendo a la gente”. Si en el Evangelio Jesús obra un maravilloso milagro, por el cual multiplica la carne muerta de un pez y la materia inerte del pan, con lo cual da de comer a una multitud satisfaciendo su hambre corporal, en la Santa Misa obra un milagro infinitamente mayor, convirtiendo el pan y el vino en su Carne, su Sangre, su Alma y su Divinidad, obrando el milagro de la Eucaristía, donando su Cuerpo, el Cuerpo de Cristo, el Corpus Christi, como alimento celestial que sacia y extra-colma con abundancia la ardiente sed de amor y la incontenible hambre de felicidad que alberga toda alma. Éste es el sentido final del Corpus Christi: saciar el hambre de Amor divino que toda alma posee.



martes, 28 de mayo de 2013

“El que quiera ser primero y grande sea servidor de todos”



“El que quiera ser primero y grande sea servidor de todos” (Mc 10, 32-45). Jesús anuncia a sus discípulos su próxima Pasión y luego, advertido de las peleas y discusiones entre ellos acerca de “quién sería el más grande”, les advierte que como discípulos de Él deben distinguirse de aquellos que son primeros y grandes según el mundo. Los que reciben honor y poder mundano se caracterizan por ejercer sobre sus súbditos un dominio despótico y carente no ya de caridad cristiana, sino de bondad humana, “haciendo sentir su autoridad” y “dominando a las naciones como si fueran sus dueños”. Esto se debe a que los gobernantes mundanos –no los gobernantes del mundo, sino los gobernantes mundanos, que es distinto- se guían por la ambición de poder, por la sed de dinero y por la codicia, debido a que obedecen los preceptos del Príncipe de las tinieblas, que “gobierna el mundo” (cfr. 1 Jn 5, 19). Estos gobernantes mundanos poseen una grandeza y una primacía pero de origen mundano, en el sentido peyorativo de aquello que se entiende por “mundo”, es decir, de lo que está apartado de Dios y es contrario a sus Mandamientos. Los gobernantes mundanos imitan y participan de la soberbia, el orgullo, la vanidad, la codicia y la perversión del Ángel caído, y esa es la razón de su modo despótico, autoritario, anti-humano y anti-cristiano de gobernar. Esta es la razón por la cual en el gobierno de sus súbditos se comportan como dueños de las personas, de los bienes y hasta de las naciones enteras, utilizando sus recursos como si fueran propiedad personal, sumiendo en la miseria más absoluta a grandes capas de la población. En vez de servir a los demás desde el poder político, usan a los demás como esclavos y servidores suyos, y en vez de mirar por el Bien Común de la ciudad, miran egoísta y soberbiamente solo por su propio bienestar, sin interesarse por los demás.
Por el contrario, los discípulos de Jesús, que por el solo hecho de ser discípulos ya poseen una primacía y grandeza, la primacía y grandeza de la gracia, deben caracterizarse no por la sed de poder, la avaricia, el orgullo y la codicia, sino por su espíritu de servicio y de sacrificio, ocupando, si es necesario, el último puesto, haciéndose “servidor de todos”. La razón de este comportamiento no se debe a una mera disposición moral, como si fuera un precepto a cumplir dentro de un catálogo de normas de comportamiento ejemplar: la razón por la cual el cristiano, cualquiera sea su estado y condición en la Iglesia –sacerdote, laico, religioso- debe destacarse por el espíritu de servicio y sacrificio en la humildad, es decir, sin hacer alarde de su buen obrar, es que debe imitar a Jesús, el Hombre-Dios, que por amor a los hombres vino a este mundo y sin dejar de ser Dios, se encarnó en el seno virginal de María Santísima y con su misterio pascual de muerte y resurrección obró el servicio más grande que jamás nadie podría prestar a la humanidad entera, y es la salvación eterna. Desde el inicio de su Encarnación, encarnándose como cigoto humano –no fecundado por concurso de varón, porque San José solo fue su padre adoptivo-, pasando por su vida oculta en la que lo tomaban de modo casi despectivo como “el hijo del carpintero”, y en su vida pública pasando como esclavo de sus propios Apóstoles -¡Él, que era Dios en Persona, se arrodilló como un esclavo y les lavó los pies en la Última Cena!-, hasta su muerte en Cruz, muerte dolorosa y humillante, Jesús apareció ante los ojos de los hombres –pero no a los ojos de Dios- como el último de los hombres, siendo como era, Dios en Persona y obrando la obra del más grande servicio que los hombres podrían recibir, la salvación de sus almas. La razón por la cual el discípulo de Cristo debe, en el servicio a la Iglesia –servicio por otra parte que debe ser eficaz, en el sentido de ser hecho de la mejor manera posible, y no hecho de cualquier manera, porque Jesús nos pide que seamos “perfectos, como su Padre es perfecto”-, comportarse con humildad, como el “último de todos”, es que debe imitar a su Maestro, Jesús, que fue “el primero y el servidor de todos”.
El que quiera entender de qué manera hay que cumplir este mandato de ser “el primero y el servidor de todos”, debe elevar la vista del alma y contemplar, en el amor, a Cristo crucificado.

lunes, 27 de mayo de 2013

“El que deje todo por Mí recibirá el ciento por uno, persecuciones y la vida eterna”



“El que deje todo por Mí recibirá el ciento por uno, persecuciones y la vida eterna” (Mc 10, 28-31). Los discípulos habían dado ya muestras de pretensiones de gloria terrena y mundana en el seguimiento de Jesús, y ese es el motivo por el cual ahora Jesús les advierte claramente que quien lo siga, recibirá de parte suya recompensas terrenas –el ciento por uno- y en la otra vida, la vida eterna, pero también les advierte que en esta vida recibirán además “persecuciones”. Por lo tanto, los discípulos quedan advertidos, a fin de que no solo no se presenten más las discordias y peleas por motivos de vanagloria, sino para que eleven la mirada no a las cosas de la tierra, sino a la eternidad que los espera. La perspectiva de la persecución ayuda a mitigar los deseos de vanagloria, al tiempo que hace apreciar mucho mejor el premio final que implica el seguimiento de Cristo, la vida eterna.
Mientras en el mundo a los seguidores de los líderes terrenos se los premia con grandes recompensas y con puestos de honor, recibiendo la alabanza de los hombres, a los seguidores de Cristo les espera la persecución y la tribulación. La razón es que el discípulo no puede ser nunca más que el maestro, y si el Maestro fue perseguido, también lo serán los discípulos. Es decir, quien siga a Cristo “dejándolo todo”, recibirá en recompensa “el ciento por uno en esta vida” y “la vida eterna” en la otra vida, pero mientras viva en la tierra, sufrirá también la “persecución”, porque el Maestro, Cristo, fue perseguido. Y esta persecución será tanto más encarnizada, cuanto más fiel sea el discípulo a Jesucristo. Por el contrario, tal como le sucede a Judas Iscariote, aquel que reniegue de Cristo, recibirá dinero a cambio por parte del Príncipe de este mundo y sus satélites, pero perderá la vida eterna, lo cual confirma las palabras de Jesús: “No se puede servir a Dios y al dinero”. O se sigue a Cristo, o se sirve al dios del dinero, el Príncipe de las tinieblas. No hay posición intermedia.
Seguir a Cristo no es fácil ni está exento de tribulaciones persecuciones porque su seguimiento implica ir contra uno mismo, contra el mundo y contra las “potestades malignas de los aires”. Seguir a Cristo quiere decir negarse a uno mismo, en las pasiones, vicios, pecados, tendencias contrarias al Bien, y obrar al modo como lo haría Cristo; seguir a Cristo quiere decir ir en contra de los poderes del mundo, porque el mundo está “gobernado por el maligno”, y así quiere decir ir en contra de todo lo malo que el mundo propone como bueno –la anti-natura en las relaciones humanas, el aborto, el ateísmo, el gnosticismo, etc.-; seguir a Cristo quiere decir ir en contra del Príncipe de las tinieblas, que “hace la guerra” a la estirpe de la Mujer del Apocalipsis, la Virgen María, porque el que sigue a Cristo lo hace porque es hijo de la Virgen. El ejemplo máximo de seguimiento a Cristo está en los santos y en los mártires, que dejaron literalmente todo, incluso hasta la vida terrena, para ir en pos de Cristo, camino del Calvario y ser crucificados con Él. Y como fueron crucificados con Él, ahora lo adoran en los cielos por la eternidad.
“El que deje todo por Mí recibirá el ciento por uno, persecuciones y la vida eterna”. La tribulación y la persecución por Cristo –exclusivamente por Cristo y no por otras causas- es la señal, para el seguidor de Cristo, de que se encuentra por el buen camino, el camino de la Cruz, camino que finaliza en el Monte Calvario, Puerta abierta al Reino de los cielos.

domingo, 26 de mayo de 2013

“Vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme”


“Vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme” (Mc 10, 17-27). Un hombre rico le pregunta a Jesús qué es lo que hay que hacer para ganar la vida eterna. Jesús le dice que tiene que cumplir los mandamientos, y como este hombre rico era piadoso, devoto y de buen corazón, le contesta que eso ya lo hacía desde su juventud. Pero hay algo que le falta hacer, y que todavía no ha hecho, y es vender todo lo que tiene, dárselo a los pobres, y seguirlo a Él. Hasta ese momento, el hombre rico pensaba que con cumplir con las oraciones y con los mandamientos, bastaba para conseguir la vida eterna, pero ahora se da cuenta que le falta algo muy importante: vender todo lo que tiene, dárselo a los pobres, y seguir a Jesús.
El pasaje del Evangelio ha sido interpretado tradicionalmente en el sentido del llamado a la vocación religiosa, puesto que por esta vocación se empieza a realizar, en el tiempo, aquello que se vivirá en la eternidad, es decir, la consagración total de cuerpo y alma a Dios Trino. El religioso debe “vender todo lo que tiene” porque nada de lo material se llevará al Reino de los cielos, y si su estado religioso anticipa la vida del cielo, en donde los bienes materiales no cuentan para nada, entonces debe desposeerse de lo material. Las otras condiciones también son necesarias: “dar a los pobres”, porque la misericordia es la “materialización” del amor profesado a Dios, a través de la ayuda al prójimo más necesitado. El otro requisito es “seguir a Jesús”, puesto que no se puede acceder a la vida eterna de cualquier manera, sino solo a través de Cristo crucificado, y para esto es necesario cargar la cruz todos los días, negarse a sí mismo, y seguir a Jesús camino del Calvario.
Pero el pasaje puede interpretarse también en otro sentido, más cotidiano: el hombre rico que se entristece al enterarse de que debe vender todo lo que tiene, puede ser alguien que reciba el llamado a la conversión, conversión que implica que dejar atrás las pasiones desordenadas y la vida de pecado, sintiendo reticencia para hacerlo, es decir, manifestando todavía apego al pecado, lo cual se manifiesta en la tristeza que experimenta el hombre rico al no sentirse capaz de vender sus bienes.
En este sentido, “vender todo lo que se tiene”, puede significar el tener que dejar de lado al hombre viejo con sus pasiones desordenadas y el apego a este mundo y a los bienes terrenos. “Vender todo lo que se tiene” es dejar definitivamente todo aquello que obstaculiza la vida de la gracia: vicios, defectos, pecados, apegos desordenados a las criaturas, para poder emprender el camino de la Cruz, el único camino que lleva al cielo. No se puede llevar la Cruz, que es pesada, con las fuerzas del hombre viejo; se necesita la fuerza de la gracia, que es incompatible con la malicia del hombre viejo, y esta malicia es la que hay que dejar cuando Jesús dice que hay que “vender todo lo que se tiene”. A su vez, el “seguir” a Jesús, implica cargar la Cruz de todos los días precisamente para dar muerte de cruz al hombre viejo y así poder nacer a la vida de la gracia en el tiempo y a la vida eterna en el Reino de los cielos, en la otra vida.

“Vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme”. Si queremos alcanzar la vida eterna, no basta con simplemente ser buenos: se debe ser santos y eso se consigue solamente dejando de lado al hombre y viejo, viviendo la vida de la gracia, cargando la propia cruz, todos los días siguiendo a Jesús camino del Calvario.

viernes, 24 de mayo de 2013

Solemnidad de la Santísima Trinidad



(Ciclo C – 2013)
         La solemnidad de la Santísima Trinidad no es una fiesta litúrgica más en la Iglesia. En esta fiesta la Iglesia resplandece, pero no porque hayan más o menos luces encendidas en el templo; en esta fiesta  brilla en la Iglesia una luz más resplandeciente que miles de millones de soles juntos, porque la Iglesia proclama al mundo la Verdad sobrenatural absoluta acerca de Dios; la Verdad que sólo Ella posee, en cuanto única y verdadera Iglesia de Dios. Sólo la Iglesia Católica sabe, porque Jesús lo ha revelado, cómo es Dios en sí mismo. Nadie, que no sea la Iglesia Católica, posee la Verdad completa y absoluta sobre Dios; sólo Ella custodia y revela a los pueblos, con la fidelidad que le concede el Espíritu Santo, la Verdad acerca de Dios, que es Uno y Trino.
         La Iglesia nos revela que Dios es Uno y es Trino: Uno en naturaleza y Trino en Personas, la Persona de Dios Padre, la Persona de Dios Hijo y la Persona de Dios Espíritu Santo. Cada Persona divina de la Santísima Trinidad posee aquello que es propia de su condición de ser Persona divina, esto es, inteligencia y voluntad. Cada Persona de la Santísima Trinidad conoce y ama al modo divino, es decir, en acto de ser perfectísimo y puro. Dios, en la doctrina de la Iglesia, no es nunca una energía difusa, cósmica, impersonal, que no conoce ni ama, tal como lo pretende la Nueva Era, la secta luciferina de la Conspiración de Acuario. Dios es Uno y es Trinidad de Personas, y como Personas divinas que son, conocen y aman y también obran libremente en el amor, y precisamente la dignidad más alta del hombre es el haber sido creado a imagen y semejanza de las Personas de la Trinidad, el haber sido creado persona, es decir, con capacidad de conocer, de amar y de obrar libremente en el amor, es decir, eligiendo lo que es bueno.
Esto quiere decir que el hombre nunca puede establecer una relación real y verdadera con Dios, si esta relación no es personal, de tú a tú, de vos a vos, de ser pensante y con capacidad de amar, a ser pensante y con capacidad de amar. Muchos cristianos -muchos católicos, en realidad- piensan, aman y hablan de Dios como si fueran de otra religión y no la católica, porque piensan, aman y hablan de un Dios Uno pero no de un Dios Uno y Trino, un Dios Uno en el que hay Tres Personas distintas. Establecen, desde el inicio, una relación falsificada con Dios, porque se retrotraen al Dios del Antiguo Testamento, y eso es un retroceso, porque Dios se reveló como Uno al Pueblo Elegido, como preparación para su revelación como Dios Uno y Trino en el Nuevo Testamento, Revelación llevada a cabo por Jesús. Debido a que establecen esta relación falsificada desde un inicio, porque nunca se dirigen a un Dios Trino, muchos católicos terminan abandonando la Iglesia, terminan apostatando de su fe, abandonando la fe, o si no, ingresan a otras religiones o, lo que es peor, ingresan en las sectas, las cuales destruyen el concepto de Dios como paso previo a la destrucción de la persona en sí misma.
Dios es Uno y Trino; es Trinidad de Personas, y cada Persona divina conoce, ama y obra libremente en el amor, y las Tres Personas están empeñadas en salvarnos: por pedido de Dios Padre, Dios Hijo se encarna sin dejar de ser Dios en el cuerpo y el alma humanos de Jesús de Nazareth, para morir en Cruz y donarnos a Dios Espíritu Santo por medio de la Sangre vertida a través de su Corazón traspasado. Y este Dios Uno y Trino, cuya Segunda Persona es Dios Hijo, Jesús de Nazareth, está en la Eucaristía, para que en el tiempo que dura nuestra vida en la tierra nos unamos a Él por la fe y por el amor, por la adoración y por la comunión, de manera tal que al fin de nuestras vidas ingresemos en la vida eterna, en donde adoraremos y amaremos por la eternidad a Dios Uno y Trino, y en esto consistirá nuestra salvación.
Ésta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia Católica, y éste es el misterio sobrenatural absoluto que la Iglesia celebra exultando de gozo en este día. Esto es lo que significa la “Solemnidad de la Santísima Trinidad”: Cristo Jesús es Dios Hijo en Persona, y ha venido a este mundo a morir en Cruz y donarse en la Eucaristía por pedido de Dios Padre, para que unidos a Él recibamos a Dios Espíritu Santo, el Amor del Padre y del Hijo.
Por este motivo no podemos hablar de Dios como si fuera solo uno, como si perteneciéramos a otras religiones monoteístas; mucho menos podemos hablar de un “dios-spray”, un “dios difuso”, como lo define el Santo Padre Francisco. El Papa nos anima a que reflexionemos acerca de nuestra fe en Dios; nos anima a que nos preguntemos en qué Dios creemos, si en el Dios Uno y Trino revelado por Jesucristo, o en el “dios-spray”, el dios impersonal, energético y difuso de la Nueva Era. Así nos dice: “¿Cuántas veces -se pregunta el Pontífice- tanta gente dice que cree en Dios? Pero ¿en qué Dios crees tú?”[1]. Esta pregunta es válida sobre todo en nuestros días, dominados por el relativismo, error filosófico según el cual cada uno se construye una “verdad” de acuerdo a su conveniencia, y es así como muchos se construyen un “dios” a su medida, incluso dentro de la Iglesia, eligiendo creer lo que les conviene y descartando aquello que no les conviene.
La pregunta del Papa es una buena ocasión para reflexionar acerca de nuestra fe como miembros de la Iglesia, como bautizados, como católicos, puesto que según sea la fe en Dios, así será la oración y la vida. Si creo en un “dios-spray”, como él dice, entonces mi fe será también “spray”, es decir, difusa, aguada, inconsistente, imprecisa. Con una fe así, las pasiones arrastran al hombre y las tentaciones del mundo y de la carne se vuelven irresistibles. Con una fe así, aguada, inconsistente, difusa, también la vida y el testimonio de vida será difuso, aguado, inconsistente, impreciso. Será una “vida-spray”, producto de una “creencia-spray”.
Por eso, repetimos la pregunta del Papa Francisco: ¿en qué Dios creo? Y la respuesta a esta pregunta nos la da el mismo Papa, en cuya fe se basa la fe de la Iglesia y, por lo tanto, la fe de todos los bautizados, la fe propia de cada uno. El Papa nos orienta en la respuesta recordándonos que como cristianos creemos en un Dios Uno y Trino: “Dios no es un ‘dios difuso’, un ‘dios-spray’, que está en todas partes pero que no se sabe qué es. Nosotros creemos en Dios que es Padre, que es Hijo, que es Espíritu Santo. Nosotros creemos en Personas, y cuando hablamos con Dios [lo hacemos]  con Personas: o hablo con el Padre, o hablo con el Hijo, o hablo con el Espíritu Santo. Esta es la fe”.
“Tener fe” es creer en una Persona real, no en un “Dios difuso”, impersonal, que se encuentra por allá arriba, en quién sabe qué lugar alejado.
“Tener fe” en la Iglesia Católica es creer en un Dios que es Trinidad de Personas. Todavía más, debido a que este Dios Trino está, como decíamos, empeñado en nuestra salvación, puesto que el Padre envió a la tierra a la Segunda de esas Personas, a Dios Hijo, a Jesús de Nazaret, para que se encarnase y nos salve por su muerte en Cruz y, una vez resucitado y ascendido a los Cielos, nos envíe a Dios Espíritu Santo, la Persona-Amor de la Trinidad; debido a esto, a la condición de Dios de ser Trinidad de Personas y debido a la implicación en pleno de la Trinidad en nuestra propia salvación, no puedo nunca dirigirme a Dios sino es a un Dios que conoce y ama en su Trinidad de Personas.
Ahora bien, la relación con este Dios Trino nos viene a través de Jesucristo, Dios Hijo encarnado y revelador del Padre y del Hijo, y esto nos lo recuerda también el Santo Padre, a fin de purificar nuestra fe. El Papa nos dice que nuestra fe en Dios Trino, que nos salva, comienza con el encuentro personal con la Persona real de Jesús de Nazaret –“Persona real y no difusa”-, puesto que es Él, y solo Él, quien nos conduce al Padre en el Espíritu Santo. A su vez, este encuentro con Jesús, encuentro que transforma radicalmente nuestras vidas porque nos concede la vida eterna y por su Cruz nos abre el horizonte de eternidad que estaba cerrado para nosotros, es un don de Dios. Él nos concede el don de la fe en Jesús, y por Jesús vamos al Padre: “Jesús afirma también que ninguno puede venir a El ‘si no lo atrae el Padre’”. Estas palabras demuestran que “ir hacia Jesús, encontrar a Jesús, conocer a Jesús es un don” que Dios concede. Ir hacia Jesús, encontrar a Jesús, conocer a Jesús: esta es nuestra fe, la fe en una Persona real, Jesús de Nazaret, Hombre-Dios. Y se trata de ir hacia Jesús, encontrar a Jesús, conocer a Jesús, para ser atraídos al Padre  -porque nadie va al Padre sino es por Jesús- para amarlo en el Espíritu Santo. Esta es nuestra fe, la fe en un Dios Uno y Trino, empeñado en salvarnos, que ha adquirido un rostro en Jesús de Nazaret, que viene a nuestro encuentro como niño, como crucificado, como resucitado y glorioso, surgiendo triunfante del sepulcro el Domingo de Resurrección, y también viene a nuestro encuentro, resucitado y glorioso, en la Eucaristía.
Finalmente, no es indiferente creer en un “dios-spray” o en un Dios Uno y Trino. Quien cree en un “dios-spray”, difuso, impersonal, que es mera energía cósmica que anda dispersa por el universo, no recibirá nunca ni el perdón, ni el amor ni la misericordia que solo están en Dios Trino. Por el contrario, quien cree en Dios Uno y Trino y en Jesús Hombre-Dios, y recibe con fe y amor a ese Dios que viene crucificado en la Cruz y glorioso en la Eucaristía, recibe el perdón, el Amor y la misericordia de Dios Trino, todo lo cual es el fundamento para la verdadera y plena alegría, la alegría del Ser divino trinitario. En definitiva, ¿en qué Dios creo? En un Dios que me da la vida eterna y con la vida eterna me da su alegría.
Esto es lo que nos quiere decir el Santo Padre Francisco cuando comenta el pasaje de la conversión del funcionario de la reina de Etiopía: “Quien tiene fe tiene la vida eterna, tiene la vida. Pero la fe es un don, es el Padre que nos la da. Nosotros debemos continuar este camino. Pero si caminamos en este camino, siempre con nuestras cosas –porque pecadores somos todos y siempre tenemos cosas que no van aunque el Señor nos perdona si le pedimos perdón […]- nos sucederá lo mismo que a aquel ministro de economía que, después de haber descubierto la fe en Cristo Jesús, lleno de alegría proseguía su camino”. Quien cree en Dios Uno y Trino, aun cuando sufra la prueba de grandes tribulaciones, caminará su vida terrena cargando la cruz con alegría, porque sabe que al final del camino lo esperan Tres Personas para darle su Amor para toda la eternidad: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.






[1] Cfr. Santa Misa en Domus Santa Marta, 18 de abril de 2013.

miércoles, 22 de mayo de 2013

“Vivan en paz unos con otros”



“Vivan en paz unos con otros” (Mc 9, 41-50). El mandato de Jesús no se reduce a un mero mandato moral; no se trata de una norma más dentro de un plan que regula el convivir entre los hombres. La paz en la que tienen que vivir los discípulos, sus discípulos, es la paz suya, la paz que Él da en cuanto Hombre-Dios –“La paz os dejo, mi paz os doy”-; es la paz que se derrama sobre los hombres desde el Corazón traspasado de Jesús en la Cruz; es la paz de Dios, que Dios concede al hombre al perdonarle sus pecados, todos sus pecados, incluido y en primer lugar el más horrible de todos, el deicidio de su Hijo en la Cruz. Si alguien se pregunta cuál es la reacción de Dios Padre ante la muerte de Dios Hijo en la Cruz, causada por los pecados de los hombres, solo tiene que contemplar a Cristo crucificado, para darse cuenta de que Dios Padre, lejos de condenarnos por haber dado muerte al Hijo de su Amor, nos perdona, y el signo de ese perdón es la Sangre de Jesús derramada en la Cruz.
Es esta paz, la que se derrama sobre el alma junto con la Sangre de Cristo, la paz que se origina y funda en el Amor trinitario y que llena de gozo y de alegría al alma, es la que el cristiano tiene que transmitir a su prójimo, a todo prójimo, independientemente de su estado espiritual o anímico y de si este prójimo es amigo o enemigo.
El que recibe de Cristo crucificado la paz, debe dar paz a los demás, y esta paz es la condición para la unidad, y la unidad es signo distintivo de Dios que es Amor: “Que todos sean uno como Tú y Yo, Padre, somos uno, y así el mundo creerá” (Jn 17, 21). La discordia, por el contrario, provoca desunión y a esta reflexión nos quiere conducir el Santo Padre Francisco cuando contrapone la unidad en el amor y en la paz de Dios producto de Pentecostés, del soplo del Espíritu sobre los discípulos, a la desunión, producto de la discordia y de la ausencia del Espíritu de Dios. El Santo Padre dice: “¿Creo unidad en torno a mí o divido, divido, divido? (…) ¿Llevo la palabra de reconciliación y de amor que es el Evangelio en el medio en el que vivo?”. El cristiano tiene que preguntarse también: “¿Soy causa de discordia, desunión y ausencia de paz en el medio en el que vivo? ¿Llevo la palabra de reconciliación y de amor o de discordia y odio?”. Si el cristiano se descubre como el causante de la falta de paz de los demás, es porque no ha rezado al pie de la Cruz, no se ha enterado del perdón de Dios en Cristo, no ha recibido su paz y, como no tiene paz, no puede dar paz.
“Vivan en paz unos con otros”. Para dar la paz de Cristo a los demás, es necesario hacer oración ante el crucifico y ante el sagrario, para que la paz de Cristo inunde nuestros corazones y, desde allí, se irradie a todo prójimo.

lunes, 20 de mayo de 2013

“El que quiera ser el primero que sea el último y el servidor de todos”



“El que quiera ser el primero que sea el último y el servidor de todos” (Mc 9, 30-37). Llevados por la ambición y la codicia, los discípulos de Jesús comienzan a discutir entre ellos sobre “quién sería el más grande”. En todos late el deseo desordenado de fama, de poder, de recibir honores y glorias mundanas. A pesar de estar con Jesús y de recibir de Él sus enseñanzas; a pesar de ser testigos directos de sus más grandes milagros; a pesar de haber recibido la Buena Noticia del Reino de los cielos, de labios del mismo Jesús, Buena Noticia que les habla de un destino ultraterreno y eterno, Buena Noticia que les habla de la caducidad de la vida presente y de la cercanía y proximidad de la vida eterna, los discípulos siguen aferrados a esta vida material, terrena, temporal; vida que se termina indefectiblemente, aunque el hombre viva ochenta, cien, ciento veinte años, y se termina para dar paso, indefectiblemente también, a la eternidad. A pesar de esto, a pesar de ser conscientes de la próxima llegada del Reino de los cielos y de la eternidad, los discípulos actúan como si esta vida terrena fuera la única y como si las pasiones que los dominan tuvieran que ser satisfechas a toda costa, y ese es el motivo por el cual “discuten para ver quién es el más grande”.
Cuanto más se ama el mundo y menos el Reino de Dios, tanto más se aman las pompas del mundo, sus fastos vanos y pasajeros, fastos más efímeros que un soplo de suave brisa. La falta de amor a Dios y a su Reino, el desprecio y olvido de las palabras de Jesús, conducen a esta situación de discordia en el seno de la Iglesia, discordia producida por la malicia del hombre y la perversidad del demonio, que atiza de todas las maneras posibles el carbón del odio que late en el corazón del ambicioso.
Jesús escucha las disputas de sus discípulos y con voz pausada pero firme les advierte que a los ojos de Dios las cosas son diametralmente opuestas: “El que quiera ser el primero que sea el último y el servidor de todos”, y será Él en Persona quien dará ejemplo de lo que predica. En la Encarnación, siendo Dios, es engendrado en el seno de María Virgen como un cigoto; en su vida oculta, es conocido como un vecino más entre el pueblo; en la Última Cena, siendo Dios Hijo encarnado, se arrodilla ante cada uno de sus discípulos para lavarles los pies, como si fuera un esclavo; en el Juicio inicuo al que es sometido antes de su Pasión, es pospuesto a favor de un gran malhechor, Barrabás; en la Cruz, muere como el más grande de los fracasados entre los hombres; una vez muerto, ni siquiera tiene un sepulcro propio, y debe ser sepultado en un sepulcro nuevo, propiedad de José de Arimatea.
Sin embargo, este hecho de ser Jesús “el último y como el servidor de todos”, le vale conseguir, para toda la humanidad, la gloria de Dios, a la que tienen acceso al concederles el perdón de los pecados por su sacrificio en Cruz.
“El que quiera ser el primero que sea el último y el servidor de todos”. Lo que Jesús quiere decir a sus discípulos, que se ven envueltos en la discordia a causa de su codicia y ambición, que aquel que sea ambicioso y tenga codicia de dinero, de poder, de fama, de honra y gloria mundana, eleve sus ojos a la Cruz, y así se dará cuenta que el más grande en el Reino de los cielos es el que en esta vida es más insignificante a los ojos de los hombres.

viernes, 17 de mayo de 2013

Solemnidad de Pentecostés



(Solemnidad de Pentecostés - Ciclo C – 2013)
         “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan” (Jn 20, 19-23). Jesús resucitado se aparece a sus discípulos y les sopla el Espíritu Santo, en cumplimiento de sus promesas: “Os conviene que Yo me vaya, porque si no me voy, el Consolador no vendrá a ustedes” (Jn 16, 7). Por amor vino al mundo y se encarnó; por amor sufrió la Pasión por los hombres; ahora les deja, por Amor, ese mismo Amor en el que vive desde la eternidad y en el que arde desde su Encarnación; les deja el mismo Amor que lo consumió durante toda su vida terrena, provocándole la intensísima sed de almas. Ahora, que ya está en el cielo, envía al Espíritu Santo para que sea el Amor de Dios quien los una en un solo Cuerpo, su Cuerpo eucarístico, glorioso y resucitado, en el tiempo, para conducirlos luego al Reino de los cielos.
El envío del Espíritu Santo tendrá como efecto dar a la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, un alma, porque el Amor de Dios será el alma de la Iglesia. Así como su Cuerpo muerto fue vivificado por el Espíritu y fue resucitado, así el Cuerpo Místico de la Iglesia, en Pentecostés, recibe al Amor de Dios, quien obra en Ella como “alma del alma”. Esta es la razón por la cual es el Amor de Dios la esencia, la base, el fundamento, el espíritu de la Iglesia, y es la razón por la cual quien no ama en la Iglesia, tal como Cristo lo pidió –amar a Dios y al prójimo, sobre todo si es enemigo, con amor de cruz-, no pertenece espiritualmente a la Iglesia, aunque con su cuerpo asista a procesiones, ceremonias litúrgicas, bautismos, misas, etc.
El Espíritu Santo actuará en los bautizados, ejerciendo en ellos una función catequética y pedagógica, conduciéndolos a un conocimiento y amor de Cristo inalcanzables por las fuerzas creaturales, sean humanas o angélicas: “Pero el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, Él les enseñará y les recordará todo lo que les he dicho” (Jn 14, 26). La función del Espíritu Santo, enviado por Jesús y Dios Padre en Pentecostés sobre la Iglesia, tendrá una función pedagógica y mnemónica, de “enseñanza” y de “recuerdo”, pero estas funciones del Espíritu Santo no consistirán en ayudar a los discípulos a ejercitar sus capacidades de aprender y memorizar; no consistirá este recuerdo en el simple ejercicio de la mera memoria psicológica; no será un común acto de utilización de la facultad intelectiva del hombre.
“Enseñar” y “Hacer recordar” –que es en lo que consiste la función del Espíritu Santo-, quiere decir instruir en los misterios absolutos del Hombre-Dios, inalcanzables para el intelecto humano o angélico. Precisamente, por no poseer al Espíritu Santo, muchas veces los apóstoles y los discípulos no habían entendido los signos y prodigios de Jesús, como el hecho de caminar por el agua: en ese entonces, lo confundieron con un fantasma, pero ahora el Espíritu Santo los iluminará, a ellos y a toda la Iglesia en todos los tiempos, y les hará saber que era el Hombre-Dios que venía a ellos utilizando su poder divino. El Espíritu Santo les recordará también muchas otras cosas, y los instruirá en el sentido de los misterios absolutos de Jesús, aquellos misterios de los cuales participaron, pero que no llegaron a comprender. Por esta iluminación del Espíritu, y por esta función pedagógica y mnemónica, los discípulos, y la Iglesia toda, alcanzarán un grado de conocimiento y de amor a Cristo Jesús, imposible de alcanzar con las solas fuerzas humanas. Solo así, siendo iluminados por el Espíritu Santo enviado por Cristo, podrá la Iglesia de todos los tiempos entender la sublimidad de los misterios sobrenaturales absolutos del Hombre-Dios.
El Espíritu Santo les recordará a los discípulos y a toda la Iglesia que Jesús había hecho milagros y que así demostraba que era Dios y así comprenderán que cuando Jesús resucitaba muertos, multiplicaba panes y peces, expulsaba demonios, no lo hacía en cuanto hombre santo, sino en cuanto Dios Tres veces santo, encarnado en una naturaleza humana.
El Espíritu Santo hará comprender que fue Él quien obró la Encarnación, porque fue el Amor de Dios el que llevó a Dios Hijo a encarnarse, por pedido del Padre, para sufrir la Pasión y salvar a la humanidad. El Espíritu Santo hará comprender que era Él quien inhabitaba en el cuerpo y el alma de María Santísima quien de esta manera, plena del Amor de Dios, era la única que podía recibir al Hijo de Dios y convertirse en su Madre, porque era la única que amaba a Dios con un Amor Purísimo, incontaminado, el Amor del Espíritu Santo.
El Espíritu Santo les recordará que Jesús les había prometido “quedarse con ellos todos los días hasta el fin del mundo” y que si ellos no habían entendido qué quería decir, ahora sabrán que esa promesa la cumplió en la Última Cena, con la institución de la Eucaristía y el sacerdocio ministerial. El Espíritu Santo les hará saber que el significado del nombre de Jesús, “el Emanuel, Dios con nosotros” (Mt 1, 23), se cumple cabalmente a través del sacerdocio ministerial, porque por el sacerdocio ministerial Jesús baja del cielo a la Eucaristía y en la Eucaristía se queda entre nosotros y con nosotros, hasta el fin del mundo.
El Espíritu Santo iluminará a la Iglesia para que comprenda que las palabras de la consagración obran el milagro de convertir el pan y el vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús, porque es Él quien sobrevuela en el altar, como sobrevoló sobre el mundo al comienzo de los tiempos, al ser espirado por el Padre y por el Hijo a través de la débil voz del sacerdote ministerial.
El Espíritu Santo hará comprender que el cuerpo del hombre es su templo, templo del Espíritu Santo, y por lo tanto, sagrado, y que no debe ser profanado, porque si se lo profana, se profana a la Persona del Espíritu Santo que es la dueña de ese cuerpo. El mismo Espíritu hará comprender que este templo que es el cuerpo, debe estar en permanente estado de gracia, de modo tal de poder recibir con amor, con fe y con pureza sobrenaturales a Dios Hijo en la Eucaristía.
El Espíritu Santo hará comprender que en el sacramento de la Confirmación, Él no solo concede sus dones al alma, sino que se dona Él, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, en su totalidad, a quien recibe el sacramento, para que la persona se goce en el Amor de Dios.
El Espíritu Santo hará comprender la grandeza majestuosa del sacramento de la confesión, mediante el cual “los pecados quedan perdonados” porque por este sacramento cae sobre el alma la Sangre de las heridas de Jesús, que lavan por completo al alma y le conceden el estado de gracia santificante.
El Espíritu Santo hará apreciar el valor inestimable de la gracia santificante, y hará comprender por qué los santos y los mártires prefirieron “morir antes que pecar”; hará entender también el inmenso poder destructor del pecado, para lo cual hará contemplar las llagas de Cristo crucificado, puesto que cada herida abierta, cada golpe recibido por Jesús, cada punzada de las espinas de su corona, cada gota de Sangre de sus manos, de sus pies, de su Cabeza, de su costado abierto, de su Cuerpo todo, son las consecuencias de los pecados de los hombres. El Espíritu Santo hará comprender que el pecado que el hombre comete, cualquiera que este sea, mientras es insensible e indoloro para el hombre, para Él se traducen en golpes, flagelaciones, hematomas, luxaciones, heridas abiertas y sangrantes, y en dolor inenarrable, y así será también el Espíritu Santo quien suscite en el hombre la contrición del corazón, el arrepentimiento perfecto, y para eso le convertirá antes su corazón de piedra en corazón de carne, porque un corazón de piedra no se conmueve ante Cristo crucificado y sigue pecando, mientras que el corazón de carne se siente estrujar por el dolor ante la consecuencia del pecado en el Cuerpo de Cristo.
El Espíritu Santo hará comprender que la Santa Misa no es una ceremonia litúrgica “aburrida” que debe ser transformada para convertirla en “divertida”; hará comprender que la Misa no es un espacio dado para ejercitar la creatividad del sacerdote y de los laicos, inventando “misas temáticas” para que sean “divertidas”; el Espíritu Santo hará comprender que la Santa Misa es la renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, sacrificio en el cual Cristo rescata a la humanidad, derrota a sus tres enemigos mortales, el demonio, el mundo y la carne, y les concede la filiación divina, y que por lo tanto, la Misa no debe ser ni “divertida” ni “corta” ni “temática, sino que debe ser lo que es, el más grande misterio de todos los misterios de la Santísima Trinidad, en donde se lleva a cabo el Milagro de los milagros, la Eucaristía, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. El Espíritu Santo hará comprender que quien pretende que la Misa sea “divertida” y “corta”, lo hace porque, como dice San Josemaría Escrivá, “su amor es corto”.
El Espíritu Santo enseñará a comulgar, porque comulgar no es ponerse en la fila para recibir un pan bendecido, en un acto similar al de la alimentación corporal; comulgar es ser unidos por el Espíritu Santo, ya desde esta vida, al Cuerpo glorioso de Cristo, para ser llevados por el mismo Espíritu de Amor a la comunión con el Padre. Será el Espíritu Santo, enviado por Cristo en Pentecostés, quien no solo enseñará a comulgar a los fieles, sino que obrará Él en Persona la comunión: el Espíritu Santo unirá en el Amor a los fieles y los incorporará al Cuerpo de Cristo por la comunión sacramental, y así unidos al Cuerpo glorioso de Cristo en la Eucaristía, los unirá en el Amor con Dios Padre. Y este es el motivo por el cual quien comulga, debe hacer antes un profundo acto interior de amor y de adoración a Jesús en la Eucaristía, y acompañar este gesto de adoración interna, con un gesto de adoración externa, la genuflexión al recibir la comunión, porque no se puede unir en el Amor del Espíritu Santo a Cristo glorioso y luego al Padre, quien no ama a Dios y a su prójimo.
“Reciban el Espíritu Santo”. El don del Espíritu Santo, soplado por Cristo en Pentecostés como Viento impetuoso y como Fuego abrasador sobre los discípulos y sobre la Iglesia toda, se renueva en cada comunión eucarística porque Cristo en cuanto Hombre y en cuanto Dios sopla el Espíritu Santo sobre el alma, convirtiendo la comunión eucarística en un pequeño Pentecostés. Cada comunión eucarística es, por lo tanto, para el alma que comulga con fe y con amor, una renovación de la Presencia del Espíritu y de su obrar, el recuerdo y la enseñanza sobre el Mesías y Salvador, recuerdo y enseñanza que no tienen otro objetivo que el aumentar, segundo a segundo, el Amor a Cristo Jesús. 

lunes, 13 de mayo de 2013

“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”


“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado” (Jn 15, 9-17). Antes de subir a la Cruz, Jesús deja a sus discípulos y a su Iglesia toda, un nuevo mandamiento: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”. Con respecto a este mandamiento, la crítica racionalista ha interpuesto tres objeciones: una, tildándolo de sensiblero, reduciendo el mandato nuevo y el cristianismo todo a la pura sensiblería; la segunda objeción, considerando al mandato nuevo como imposible de ser cumplido, puesto que Dios no puede “obligar” a alguien a amar, y mucho menos puede obligar a amar a un enemigo, tal como está comprendido en este mandamiento: “Ama a tu enemigo” (Mt 5, 43-48). Una tercera objeción sostiene que Jesús no agrega nada nuevo, puesto que el mandamiento del amor al prójimo ya estaba presente en la ley de Moisés.
Para responder a estas objeciones, hay que decir que son inconsistentes y nada tienen que ver con el núcleo del mandato de Jesús y que la comprensión sobrenatural del mandamiento nuevo, también sobrenatural, se obtiene en la contemplación de Cristo crucificado.
Es Cristo crucificado quien da la medida, el alcance y la cualidad substancial del Amor sobrenatural con el que se debe vivir este mandamiento.
A la primera objeción, hay que responder que el Amor con el que se debe amar al prójimo –incluido, y en primer lugar, a aquel que es nuestro enemigo-, es el Amor de Cristo crucificado, un Amor que a primera vista, está muy lejos de ser meramente “sensiblero” o puramente afectivo, puesto que la sensiblería o la mera afectación sensible se contraponen de modo radical con la Cruz. Un amor meramente sensible o afectivo rechaza radicalmente la Cruz, y por eso no es con este amor con el cual hay que vivir el mandamiento nuevo de Jesús.
A la segunda objeción, interpuesta por Sigmund Freud-, de que Dios no puede obligar a nadie a amar, hay que responder que no es verdad, porque Dios, que “es Amor” (1 Jn 4, 8), ha creado al hombre “a imagen y semejanza suya” (Gn 1, 26ss), lo cual quiere decir que ha creado al hombre con capacidad de amar, y de tal manera, que esta capacidad no le es extraña, sino que forma parte de su esencia, porque es de la esencia del hombre conocer y amar. Por lo tanto, Dios sí puede “obligar” o mandar al hombre a amar a su prójimo, porque en realidad no lo está “obligando” o “mandando”, sino que le está “indicando” o “aconsejando” que actúe según la única forma en la que el hombre puede actuar, según el designio divino. De todos modos, el hombre permanece siempre libre, ya que la libertad es tal vez la imagen más patente que de Dios lleva en sí mismo el hombre. Sin embargo, si el hombre no ama, y en vez de eso, odia, ahí sí está haciendo un acto anti-natural para él, porque Dios no lo creó para el odio, sino para el amor. Dios sí puede “obligar” al hombre a no odiar, en el sentido de prohibirle dicha actividad, que le es contrario a su naturaleza y, como todo lo anti-natural, le provoca un gran daño.
A la tercera objeción, hay que responder que Jesús agrega un mandato nuevo, porque la cualidad del Amor con el que manda amar es substantivamente diferente al amor con el que Yahvéh mandaba amar en el Antiguo Testamento. Según este mandamiento, los israelitas debían amar a sus prójimos pero con un amor humano, puramente natural, y ese no es el amor con el cual Jesús manda amar. Jesús da una indicación de este Amor cualitativamente diferente cuando dice: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”, y Él nos ha amado con su Amor, que es el Amor infinitamente perfecto del Hombre-Dios; es un Amor humano-divino: humano, porque surge de su naturaleza humana perfectísima, la naturaleza humana asumida en el seno de María Virgen por la Segunda Persona de la Santísima Trinidad; divino, porque es el Amor que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad espira, junto a Dios Padre, desde la eternidad: el Espíritu Santo. Es decir, Jesús nos ama con un amor completamente nuevo, su Amor humano-divino de Hombre-Dios, y por eso el mandamiento es radicalmente nuevo. Pero es también nuevo porque este Amor conduce a la Cruz y se manifiesta en la Cruz en su máximo esplendor y potencia, porque solo un Amor de origen celestial, perfectísimo, sobrenatural, como el de Cristo Jesús, puede llevar a dar la vida “por los amigos” (cfr. Jn 15, 13), pero también “por los enemigos” (cfr. Mt 5, 43-48), como lo hace Jesús, porque muere por toda la humanidad, que era  enemiga de Dios por el pecado. Ningún amor puramente humano, por más perfecto que sea, conduce a dar la vida, y menos en la Cruz, por los enemigos, y por eso Jesús crucificado es la prueba irrefutable de que el Amor con el que nos amó, y con el cual nos manda amar entre nosotros, es el Amor de Dios.
“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”. Solo en la contemplación de Cristo crucificado puede ser comprendido y vivido el mandamiento nuevo del amor.

sábado, 11 de mayo de 2013

Solemnidad de la Ascensión del Señor


 (Ciclo C - 2013)
Con su Ascensión a los cielos, Jesús completa su misterio pascual: encarnación, Pasión y Muerte, Resurrección, y Ascensión a los cielos. Con su Ascensión, Jesús cumple las promesas que había hecho a sus discípulos antes de sufrir la Pasión, la promesa de ir a preparar aposentos para los suyos en la Casa del Padre: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas, y voy a prepararos un lugar” (Jn 14, 1-12). La “Casa del Padre” es un misterio insondable, porque si bien Jesús “asciende a los cielos”, cuando dice que va “a preparar un lugar” para nosotros, no está hablando de los cielos, sino de algo infinitamente más grande y glorioso que los mismos cielos, y es el seno eterno, el Corazón mismo de Dios Padre. La “morada” que Jesús va a prepararnos con su Ascensión, no son los cielos eternos, lo cual sería algo inimaginablemente grandioso para el hombre, sino algo todavía más inimaginablemente grandioso, y es el seno eterno de Dios Padre, origen de la Santísima Trinidad.
Con su misterio pascual de muerte y resurrección, y con su Ascensión a los cielos, Jesús lleva a la más alta cumbre jamás imaginada a la naturaleza humana, porque la lleva al seno mismo de la Trinidad.
Esto, que suena abstracto y cuya realidad trasciende y supera absolutamente la capacidad de raciocinio del hombre,  quiere decir que cada uno de nosotros está llamado a vivir, en la eternidad, en la comunión de vida y amor con las Tres Divinas Personas: Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo. La solemnidad de la Ascensión del Señor no debe limitarse, por lo tanto, a una mera conmemoración por parte del cristiano, ni debe quedar, como frecuentemente sucede, en una celebración litúrgica que se realiza una vez al año. La Ascensión del Señor es ocasión para reflexionar y meditar acerca de la grandeza admirable del don que nos ha conseguido Jesucristo con su sacrificio en Cruz, que es el conseguirnos el acceso a la Casa del Padre, que es su mismo seno eterno, origen de la Trinidad; por la Cruz de Jesús, los hombres podemos entrar en el Corazón mismo de Dios Padre, para vivir por la eternidad en comunión de vida y amor con las Tres Personas de la Santísima Trinidad. La Ascensión del Señor no es entonces una ceremonia litúrgica que nada tiene que ver con mi vida personal, con la vida de todos los días, porque yo –Álvaro Sánchez Rueda, Juan Pérez, Fulano, Mengano-, estoy llamado a vivir, algún día, en íntima comunión de vida y amor con Dios Uno y Trino.
Quiere decir que yo en persona estoy llamado a ascender a los cielos, luego de la resurrección, en cuerpo y alma, como Cristo Jesús, para ver cara a cara y amar, adorar, y alegrarnos por la eternidad en la visión de la Trinidad, y a ese mismo destino de gloria estamos llamados todos y cada uno de los seres humanos. Todos estamos llamados a participar del Misterio Pascual de Jesús, misterio que finaliza con la ascensión a los cielos unidos a Cristo, para contemplar y amar a Dios Trino por la eternidad.
La conmemoración de la Ascensión del Señor debe llevar a una firme determinación de vivir en estado de gracia: mi cuerpo, ya desde la tierra, es templo del Espíritu Santo, y por eso debo cuidar no solo de no profanarlo, sino de acrecentar cada vez más el estado de gracia; debo velar por adquirir la mansedumbre y la humildad del Sagrado Corazón de Jesús, porque un corazón iracundo y soberbio jamás entrará en el Reino de los cielos, ni podrá estar delante de un Dios que es infinita bondad y misericordia.
Jesús se encarna, muere en Cruz, resucita y asciende a los cielos: el itinerario recorrido por Jesús, desde su Encarnación, hasta su Ascensión, es el itinerario al que está llamado todo cristiano, ya que es la única vía de salvación y el único modo de llegar al cielo, y para esto debo trabajar espiritualmente todos los días de la vida terrena, cargando la Cruz de todos los días, negándome a mí mismo y siguiendo a Jesús camino del Calvario.
Ahora bien, el camino del Calvario es un camino difícil, porque es angosto y en subida y además hay que llevar la Cruz, que aunque está hecha a nuestra medida, es pesada. ¿De dónde sacar fuerzas para ascender por el Camino de la Cruz, requisito indispensable para ascender luego  a los cielos?
La respuesta está en la Eucaristía, porque si es verdad que Jesús asciende a los cielos con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, y desaparece de la vista de los discípulos y de su Iglesia, que ya no lo ven más, es verdad también que no nos deja solos, porque que al mismo tiempo que asciende con su Cuerpo glorioso y resucitado al seno del Padre, se queda, con su mismo Cuerpo glorioso y resucitado, entre nosotros, en el seno de la Iglesia, la Eucaristía. Jesús asciende, pero no nos deja solos, porque su nombre es “Emmanuel”, que significa “Dios con nosotros” (cfr. Mt 1, 23), y porque en la Eucaristía Él cumple su palabra de que “no nos dejaría solos hasta el fin del mundo” (cfr. Mt 28, 19).
Adorar la Eucaristía y consumirla en la comunión eucarística es ya comenzar, desde esta vida, el ascenso a la vida eterna, , porque al unirnos al Cuerpo resucitado de Jesús, Él nos infunde su Espíritu, y por el Espíritu nos unimos en el Amor de Cristo a Dios Padre, y esto es anticipar la comunión de vida y amor con las Tres Personas de la Trinidad, que es para lo cual ascendió Jesús.

jueves, 9 de mayo de 2013

“Me voy y estarán tristes, pero volveré y se alegrarán”



“Me voy y estarán tristes, pero volveré y se alegrarán” (Jn 16, 20-23). El anuncio, durante la Última Cena, de su Pasión y Muerte, entristece a los discípulos de Jesús. Jesús se percata de la situación y por eso los tranquiliza diciéndoles que esa tristeza que ahora sienten, se les convertirá en gozo. A la inversa, mientras los discípulos se entristecerán y llorarán por la muerte de Jesús, el mundo y su Príncipe, el rey de las tinieblas, se alegrarán y gozarán, porque habrán logrado su máximo triunfo, dar muerte al Hombre-Dios.
La hora de la alegría del mundo es la “hora de las tinieblas” (cfr. Lc 22, 53), hora en la que los enemigos de Dios y de los hombres pensarán haber triunfado para siempre. Pero este triunfo de las tinieblas es sólo aparente, y no durará mucho tiempo: Jesús dice que durará “un poco tiempo” y luego de pasado ese “poco de tiempo”, los discípulos “lo verán” y “se alegrarán”. Ese “poco de tiempo” representa, para el cristiano, esta vida terrena, porque en esta vida terrena –con raras excepciones- no se ve a Jesús sensiblemente, con los ojos del cuerpo. Esta “ausencia de visión” de Jesús provoca tristeza a los cristianos, a lo que se suma el hecho de que, hasta el triunfo definitivo en el Último Día, el mundo vive en la “hora de las tinieblas”, y por eso el cristiano, al igual que los discípulos en la Última Cena, se entristece por la ausencia de Jesús.
Sin embargo, el cristiano no vive en la tristeza ni está sometido al poder de las tinieblas, aunque esta sea “su hora”. El cristiano “ve” a Jesús con los ojos de la Fe en la Eucaristía, y esta visión de Cristo glorioso y resucitado ilumina sus días y le concede alegría, una alegría que se origina en el Amor de Jesús, Amor que es “más fuerte que la muerte” (Cant 8, 6) y que por ser más fuerte que la muerte, la ha destruido para siempre con la Resurrección. De esta manera el cristiano, que ve por la Fe a Jesús resucitado y glorioso en la Eucaristía, obtiene de la Eucaristía la fuente inagotable de paz, amor y alegría, en medio de las tribulaciones y persecuciones del mundo, paz, amor y alegría que “nadie podrá quitar”.
La adoración eucarística y la comunión sacramental conceden al cristiano el Amor y la alegría de Cristo Jesús, que le permite superar ampliamente las tristezas que ocasionan las tinieblas del mundo presente, al tiempo que le anticipan la felicidad que habrá de durar para siempre, por toda la eternidad, en el Reino de los cielos.

miércoles, 8 de mayo de 2013

“Vuestra tristeza se convertirá en gozo”


“Vuestra tristeza se convertirá en gozo” (Jn 16, 16-20). En la Última Cena, Jesús se despide de sus discípulos, anunciándoles su próxima Pasión y Muerte. El anuncio provoca en los discípulos desánimo y una profunda tristeza. Jesús percibe el estado de ánimo y por ese motivo les dice: “Vuestra tristeza se convertirá en gozo”, pero no como un modo de dar moralmente un simple aliento, sino como profecía de lo que sucederá realmente.
La tristeza de los discípulos por la muerte de Jesús, será al mismo tiempo para el mundo y su Príncipe, antagonistas y enemigos de Jesús, causa de alegría. Será la “hora de las tinieblas”, horas en las que el mundo y el Príncipe del mundo, Satanás, parecerán haber triunfado. Esto sucederá en el momento de la crucifixión y muerte de Jesús, el Viernes Santo.
Sin embargo, la alegría del mundo, que parecía definitiva, se convertirá en pesar y dolor eterno, mientras que la tristeza de los discípulos se convertirá en alegría eterna.
Este cambio se producirá cuando Cristo resucite, es decir, cuando triunfe definitivamente sobre el mundo y su Príncipe. El cambio de tristeza en gozo, para los discípulos, tendrá lugar en el momento en el que las tinieblas parecerán haber triunfado, en el momento en que parecerán más densas, porque la luz que surgirá esplendorosa desde el sepulcro, el Domingo de Resurrección, las disipará para siempre.
Es esta certeza del triunfo de Cristo lo que alienta al cristiano en las tribulaciones de la vida, y es lo que infunde fuerzas para continuar por el camino de la Cruz, aun cuando no vea sensiblemente a Jesús, porque el tiempo para ver con los sentidos a Jesús, según sus palabras –“Un poco de tiempo y me veréis”-, no es esta vida terrena, sino la vida eterna. Es en la vida eterna en donde se cumplirán las palabras de Jesús –“Un poco y me veréis”-; hasta tanto, el cristiano vive sereno y alegre, con la tristeza ya convertida en gozo, anticipadamente, en la contemplación de Cristo resucitado en la Eucaristía. El cristiano vive en el “poco de tiempo” que es esta vida terrena, y todavía no ve “cara a cara” a Jesús, pero en la adoración eucarística y en la comunión sacramental, el cristiano “ve” a Jesucristo, con los ojos de la fe, y “convierte su tristeza en gozo”, como anticipo de la visión alegre y gozosa en el Amor que experimentará en la eternidad.

lunes, 6 de mayo de 2013

“El Espíritu Santo les dirá dónde está el pecado, la justicia y el juicio”


“El Espíritu Santo les dirá dónde está el pecado, la justicia y el juicio” (Jn 16, 5-15). En la Última Cena, antes de sufrir la Pasión, Jesús anuncia a sus Apóstoles su partida a la Casa del Padre y el posterior envío del Espíritu, y les dice que aunque eso los entristezca –porque les anuncia que morirá en la Cruz-, les conviene que Él se vaya, para que así pueda enviar al  Paráclito.
Una vez enviado por Jesús y por Dios Padre, el Espíritu Santo actuará contra el mundo, acusándolo acerca de tres agravios cometidos contra Jesús, haciéndole ver el error cometido: el mundo pensaba que Jesús era culpable y él inocente; que la justicia estaba de su parte, y que no debía incurrir en condenación alguna[1]. El Espíritu Santo dará testimonio de que Jesús era el Mesías, y al obrar así hará ver a los judíos que su pecado es un pecado de incredulidad, un pecado contra la luz, y esto fue lo que sucedió cuando tres mil judíos reconocieron esto en Pentecostés (Hch 2, 37-41), y es lo que confiesa todo enemigo de Cristo que se convierte. En segundo lugar, el Espíritu Santo atestiguará que Jesús, que subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios, no solo no es un delincuente y un malhechor, tal como lo consideraron los judíos al condenar a Jesús y pedir la liberación de Barrabás, sino que es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios tres veces santo, y esta santidad de Jesús aparecerá cuando la Iglesia crezca y comience a dar frutos de santidad. En tercer lugar, el Espíritu Santo hará ver claramente que en la batalla sostenida entre el Príncipe de este mundo y Cristo, las cosas son diversas a lo que aparece a simple vista: aunque Cristo crucificado aparente ser derrotado, ha triunfado, porque ha resucitado, y aunque el demonio aparezca triunfante el Viernes Santo, al haber logrado dar muerte, instigando a los hombres, al Hombre-Dios en la Cruz, ha sido derrotado de una vez y para siempre. Con la Cruz y la Resurrección, Cristo ha herido de muerte a Satanás y lo ha arrojado fuera de sus dominios, y la prueba de esto será la destrucción de la idolatría y la expulsión de los demonios de los poseídos por parte de los Apóstoles, con el solo nombre de Jesús[2].
El Espíritu Santo que Jesús enviará luego de ascender a los cielos, acusará al mundo de este triple agravio contra Jesús, mientras que para los Apóstoles, actuará no como revelador de nuevas verdades, sino como iluminador interno de las enseñanzas de Jesús, llevando a los Apóstoles a la comprensión interior, espiritual y sobrenatural de las verdades reveladas por Jesús. La actuación iluminativa interior del Espíritu Santo sobre los Apóstoles hará que estos vean a Jesús como Quien es: Dios de inmensa majestad, encarnado en una naturaleza humana sin dejar de ser Dios, que dio  su vida en la Cruz por Amor a los hombres, para librarlos de la eterna condenación y para concederles el don de la filiación divina y de la vida eterna, y que renueva incruentamente su sacrificio en Cruz cada vez en la Santa Misa.
Esta es la función que ejerce el Espíritu Santo en la Confirmación, y para esto es que la Iglesia confirma a sus bautizados, para que los bautizados conozcan interiormente a Jesús como a su Dios y Salvador, y conociéndolo lo amen, y amándolo, en el cumplimiento de sus mandatos y en la recepción de sus sacramentos, se salven. Sin embargo, lejos de permitir ser iluminados, muchos cristianos rechazan voluntariamente esta luz celestial, y es así que a pesar de haber estudiado el Catecismo y a pesar de haber recibido la Comunión y la Confirmación, desconocen por completo quién es Jesús o, lo que es lo mismo, conocen a Jesús con el conocimiento del mundo, pensando que Jesús es un enemigo al exigirles vivir en la castidad, en la pureza, en la caridad, en la renuncia de sí mismos. Esto es lo que explica que muchos bautizados, de todas las edades, se alejen de Jesús como si Jesús fuera culpable, como si Jesús fuera malhechor, como si Jesús fuera injusto, haciendo inútil la acción del Espíritu Santo, que en vano quiere sacarlos del error, advirtiéndoles acerca del “pecado, la justicia y el juicio”.  


[1] Cfr. B. Orchard et al., 756.
[2] Cfr. ibidem.