martes, 30 de julio de 2013

“El Día del Juicio Final, los que obraron el mal serán condenados (…) y los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre”


El Día del Juicio Final, los que obraron el mal serán condenados (…) y los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre” (Mt 13, 36-43). Jesús revela qué es lo que sucederá en el Último Día de la historia humana, cuando el tiempo y el espacio finalicen para siempre, para dar lugar a la eternidad divina: mientras los que “obraron el mal” serán condenados, “los justos”, por el contrario, “resplandecerán como el sol en el Reino de Dios”. Esto nos hace ver que no es indiferente obrar el bien u obrar el mal; nos hace ver que tanto las obras buenas, como las malas, tienen su pago por parte de Dios; nos hace ver que el bien realizado en esta vida, en nombre de Jesús, se convierte en la otra en luz eterna de gloria divina, y que el mal realizado en esta vida, en nombre de Sataná, se convierte en la otra vida en dolor y llanto eternos.
Jesús nos advierte, con este Evangelio, que nuestras obras no pasan desapercibidas a los ojos de Dios, y que Dios es infinita Misericordia, pero también Justicia infinita, porque de lo contrario, no sería Dios, es decir, un Ser infinitamente perfecto de toda perfección.
Jesús nos advierte que esta vida es pasajera, efímera, que “pasa como un soplo”, como dice el Salmo (cfr. 143), pero que los actos realizados en el tiempo, tienen una dimensión eterna, tanto en el bien como en el mal, y la medida para saber cómo será nuestra eternidad, si de felicidad o de dolor, es el trato que damos a nuestro prójimo: “El que dio misericordia, recibirá misericordia” (Mt 5, 7).
En el Último Día, los que obraron el mal y no se arrepintieron -distinto será el veredicto divino para quien se arrepiente de todo corazón- recibirán el fruto de sus obras malas, que es el castigo eterno. Dentro del enorme espectro del mal -secuestros, violencias, engaños, estafas, mentiras, adulterios, lujuria, egoísmo, materialismo, hedonismo, avaricia, pereza, ira, gula, sensualidad-, están incluidos de modo particular quienes a sabiendas, obran las obras de la oscuridad, las obras del mal, las obras de la secta Nueva Era o Conspiración, porque la brujería, la religión wiccana, el espiritismo, el ocultismo, el esoterismo, el satanismo, el tarot, la videncias y mancias de todo tipo, y la razón de su particularidad es que es un grupo mencionado explícitamente en el Apocalipsis, que jamás entrará en el Reino de los cielos: “Fuera los perros, los hechiceros, los inmorales, los asesinos, los idólatras y todo aquel que ama la mentira” (Ap 22, 15).
Hoy, nos encontramos en un momento de la historia en el que la brujería, la religión wicca, el neo-paganismo, el satanismo, el ocultismo, el espiritismo, no solo son practicados por un número cada vez más grande de personas, sino que se muestran públicamente, sin ningún pudor, sin sentir ninguna vergüenza por ser adoradores -descubiertos o encubiertos- del mal. Una pequeña muestra de este salir de las podredumbres espirituales del infierno a plena luz del día, es por ejemplo el hecho de que el tablero “ouija”, instrumento espiritista de invocación al demonio, es vendido en las secciones de jugueterías, como inocentes juegos infantiles, en los supermercados y shoppings; otra muestra son los desfiles organizados en las “Marchas del Orgullo Pagano”, a lo largo y ancho del mundo, exhibiendo impúdicamente la inmundicia más grande que puede contaminar a un alma humana, y que es precisamente el paganismo o el neo-paganismo, que tiene en la religión wiccana su expresión más acabada.

“El Día del Juicio Final los que obraron el mal serán condenados (…) y los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre”. Nuestros días sobre la tierra están contados; apresurémonos a dejar de lado las obras de la oscuridad y a practicar la misericordia, para que así, por la Misericordia Divina, en la otra vida, podamos “resplandecer como el sol en el Reino de Cristo Jesús”.

sábado, 27 de julio de 2013

“Cuando ustedes oren, digan: Padre nuestro que estás en los cielos...”


(Domingo XVII - TO - Ciclo C – 2013)
“Cuando ustedes oren, digan: Padre nuestro que estás en los cielos...” (Lc 11, 1-13). Respondiendo a los discípulos que le piden que les enseñe a orar - “Señor, enséñanos a orar”-, Jesús les -a ellos y a nosotros- cómo tiene que ser la oración del cristiano. Ante todo, la oración del cristiano no debe ser como la de los paganos, que basan su oración en las “muchas palabras”; la oración del cristiano debe ser amorosa y filial, es decir, hecha con el corazón y con el mismo amor con el cual un hijo se dirige a su padre, porque oración enseñada por Jesús, el Padrenuestro, Dios ya no aparece como un ser lejano, distante, bueno, sí, pero distante: Jesús nos enseña que Dios nos ha adoptado como hijos; a partir de Jesús somos hechos hijos adoptivos de Dios por la gracia santificante, y por esto Jesús nos enseña a tratarlo de una nueva manera, como “Padre”, y para tratarlo como Padre, debemos amarlo como hijos.
La oración del cristiano debe ser debe ser perseverante, como el hombre del ejemplo que pone Jesús, que acude a un amigo a deshora a pedirle pan para sus amigos. En este caso, se trata de dos amigos, porque así se tratan entre ellos - “Amigo”, le dice al iniciar el pedido, y Jesús dice que el otro, aunque no le dé el pan por ser su amigo, se lo dará sin embargo a causa de su insistencia. Lo mismo sucede entre nosotros y Dios: nosotros somos ese amigo inoportuno, que acude a su Amigo que vive en su Casa del cielo, Dios, con sus hijos, los hijos de Dios, los santos y también los ángeles, y por la oración le pedimos el alimento del alma para nuestros hermanos, el alimento de la Palabra de Dios y el alimento de la Palabra de Dios encarnada en la Eucaristía, y Dios nos dará lo que le pedimos, porque es nuestro Amigo y no dejará de concedernos lo que sólo Él puede darnos.
Y si en el ejemplo que pone Jesús, el amigo que descansa con sus hijos le dará el pan a su amigo que se lo pide, no por la amistad que los une, sino por su insistencia, y no solo le dará pan, sino “todo lo necesario”, es decir, mucho más de lo que pide, no es así en el caso de Dios, que siempre nos dará lo que le pedimos e infinitamente más, en razón de nuestra amistad con Él, amistad sellada con la Sangre de Cristo en la Cruz. No podemos dudar de que Dios nos concederá lo que le pedimos -siempre que sea conveniente para nuestra salvación y esté dentro de los planes de su Divina Voluntad, que siempre es santa-, porque Él mismo nos llama “amigos”: “Ya no os llamo siervos, sino amigos”.
La oración del cristiano debe ser confiada, esperando recibir; y debe esperar siempre de la Bondad divina, que jamás puede dar nada malo a quien le pida algo, porque Dios es Bondad infinita, y no es capaz, porque su Ser perfectísimo se lo impide, de dar algo malo, así como un padre no da nunca a su hijo una serpiente cuando le pide un pescado, ni un escorpión si le pide un huevo. Jamás de los jamases, puede dar Dios algo malo a quien acude a Él en la oración, porque es imposible para Él, ontolóticamente, hacer el mal. En otras palabras, Dios no puede ni siquiera pensar en hacer mal, debido a la Perfección absoluta de su Ser divino Purísimo. Sí puede suceder que permita que nos suceda algo que a nosotros, humanamente hablando, sea un mal o nos parezca un mal, pero si Dios permite el mal para nosotros, es porque por su infinito poder, puede convertir a ese mal en un bien de dimensiones inimaginables. Jamás puede Dios darnos un mal, y sólo bienes debemos esperar de Él; por el contrario, el demonio, a sus seguidores, les promete cosas buenas, pero solo son el envoltorio de males inenarrables. El demonio sí da “un escorpión cuando se le pide un huevo”, o una “piedra cuando se le pide un pan”; esto sí lo hace el demonio con sus adoradores, porque el demonio es un ser malvado y perverso.

Finalmente, la oración del cristiano debe ser desmedida, en el sentido de que debe no debe temer el pedir a Dios muchas cosas, porque Dios es Inmensamente Rico en bienes espirituales de todo tipo, empezando por la Misericordia; Dios es Omnipotente y todo lo puede -lo único que no puede hacer, aún si se lo propusiera, es el mal-; Dios es Amor infinito y todo ese Amor es para nosotros, para todos y para cada uno de nosotros, de modo personal e individual. Esto es lo que Jesús quiere decir cuando dice: “Dios dará el Espíritu Santo a quien se lo pida”. En la oración filial, amorosa, perseverante, confiada, no podemos pedir a Dios pocas cosas, no debemos tener temor de pedir y de pedir mucho, porque por más que pidamos bienes espirituales grandiosos -para nosotros y nuestros seres queridos, como la gracia de la contrición perfecta del corazón, que asegura la entrada al cielo, porque Dios ama a los corazones contritos y humillados-, siempre nos quedaremos cortos ante la inmensidad de la Bondad divina, porque además de todos esos bienes espirituales, Dios Trinidad nos dará algo que ni siquiera podríamos imaginar de recibir, y que no nos alcanza la inteligencia y la imaginación en esta vida para apreciarlo, ni nos alcanzará toda la eternidad en la otra vida para comprenderlo: nos dará ¡el Espíritu Santo! ¡El Amor de Dios, Dios, que es Amor, nos será dado si lo pedimos en la oración! Y Dios nos dará su Amor, el Espíritu Santo, como posesión nuestra, en esta vida en medio de persecuciones y tribulaciones, y en la otra, para toda la eternidad, para hacernos eternamente felices. Todo el mundo busca la felicidad aquí y allá, y no la encuentra, porque la felicidad está en la oración, porque además de cualquier bien espiritual -y material, si es para nuestra salvación- que le pidamos, Dios nos lo concedeerá, pero además nos concederá el Don de dones, el Espíritu Santo. ¿Podemos siquiera imaginar lo que esto significa? En nuestras manos -elevadas en oración, sosteniendo el Santo Rosario- y en nuestro corazón -contrito y humillado, postrado interiormente ante la majestad de Dios Trino, a los pies del altar en la Santa Misa, deseosos de recibir el Amor ardiente de Jesús Eucaristía-, está la felicidad nuestra, la de nuestros seres queridos, y la de todo el mundo. ¿Qué esperamos para ponernos a rezar?

domingo, 21 de julio de 2013

“María ha escogido la mejor parte, y no le será quitada”

(Domingo XVI - TO – C – 2013)
“María ha escogido la mejor parte, y no le será quitada” (Lc  10, 38-42). Nuestro Señor visita la casa de sus amigos Marta, María y Lázaro; en el transcurso de la visita, las dos hermanas muestran actitudes muy diversas con respecto a Jesús: mientras Marta se ocupa, afanosamente, por tener todo limpio y preparado para atender a Jesús –y también a los discípulos-, María, por el contrario, se queda a los pies de Jesús, adorando su Presencia divina. Esta actitud de María molesta a Marta, quien considera que no es justo que sea ella la que tenga que cargar con todo el peso del trabajo, por lo cual le pide a Jesús que haga de árbitro en la contienda: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo?”, a lo cual Jesús responde: “Marta, Marta, te inquietas y agitas por muchas cosas, y sin embargo, una sola cosa es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada”.
Las diferentes actitudes de las dos hermanas en relación a Jesús pueden ser consideradas como los diferentes estados de vida consagrada: Marta representaría a la vida apostólica, mientras que María representaría a la vida contemplativa. Mientras la vida apostólica está volcada hacia el apostolado con el mundo, y por lo tanto su labor se desarrolla en medio del mundo, la vida contemplativa, por el contrario, está orientada a la adoración y contemplación de Dios Uno y Trino, y todo su quehacer se dirige en esa dirección. De esta manera, las dos actividades de las hermanas: Marta, activa, volcada más hacia lo que rodea a Jesús, pero para llevar a las gentes a Jesús, y María, sin actividad externa, pero con intensa contemplación del rostro de Jesús, constituyen la representación de los estados principales de la vida consagrada en la Iglesia: la vida apostólica y la vida consagrada. Y, tal como lo dice Jesús, la de María “es la mejor parte”, esto no quiere decir que la vida apostólica –activa, realizada en el mundo pero para llevar al mundo a Jesús- no sea un estado de vida válido. Por el contrario, constituye un camino absolutamente con la naturaleza humana, con las actividades de la Iglesia, y con los modos con los cuales el ser humano rinde culto y adoración al Hombre-Dios Jesucristo.
Por otra parte, si bien la de María –es decir, la vida contemplativa- es “la mejor parte”, esto no quiere decir que un consagrado en la vida apostólica no alcance un cielo y un estado de glorificación mayor que el de un consagrado en la vida contemplativa, porque el contemplativo, si no responde con un amor intensísimo al don de la vida contemplativa, retrocede en su vida espiritual aquí en la tierra y, en la otra vida, alcanzará grados de gloria inferiores a los de un consagrado de vida apostólica que respondió con mayor amor.
Sin embargo, además de representar a dos estados diferentes de vida consagrada, las diferentes actitudes de las hermanas Marta y María respecto a Jesús, representan dos estados diferentes de nuestra propia alma, en relación a la visita que Jesús realiza a nuestras almas por la comunión eucarística.

En efecto, también Él nos visita a nosotros, al igual que visitó en su casa a sus amigos Lázaro, Marta y María, que somos sus amigos, en nuestra casa, que es nuestra alma, cada vez que comulgamos. Y al igual que en el relato del Evangelio, también en nosotros se dan las dos facetas: o Marta o María: o la tarea ajetreada y afanosa de Marta, que se ocupa de las cosas del mundo, o la contemplación amorosa de María, que deja todo de lado y se olvida del mundo, para amar y adorar a Jesús. También nosotros, al comulgar, podemos estar ocupados en las cosas del mundo, como Marta, o podemos concentrar toda la atención de nuestra inteligencia y todo el amor de nuestro corazón en la Presencia eucarística de Jesús, derramando el alma a los pies de Jesús, como lo hizo María. Sea cual sea nuestra actitud, Jesús nos dirá lo que a Marta: “María escogió la mejor parte, y no le será quitada”. Esto quiere decir que no hay experiencia en el mundo –ni en este, ni el otro- más agradable, que la contemplación extática en el amor de Jesús de Nazareth, el Hombre-Dios.

jueves, 18 de julio de 2013

“Misericordia quiero y no sacrificios”


“Misericordia quiero y no sacrificios” (Mt 12, 1-8). Los fariseos le reprochan a Jesús una supuesta falta legal por parte de sus discípulos: han arrancado espigas de trigo para comer siendo día sábado, con lo cual han cometido una transgresión contra la ley sabática, que impedía realizar trabajos manuales por ser el día dedicado al Señor. Jesús les responde con otro hecho, todavía más serio, que tuvo como protagonista nada menos que al rey David: él y sus compañeros comieron los panes de la proposición porque tenían hambre, siendo autorizados en ese momento por el sacerdote encargado del templo (1 Sam 21, 1-6); en este caso, la supuesta falta es más grave, puesto que se trataba de panes ya consagrados al servicio litúrgico que se encontraban incluso en el tabernáculo[1]. Los panes consagrados se renovaban cada semana, y eran comidos solo por los sacerdotes, debido a su carácter sagrado, pero el sumo sacerdote sanciona la excepción, al hacer prevalecer la necesidad de David sobre la ley positiva. Y si esto era una transgresión a la ley sabática, Nuestro Señor les hace ver, más adelante, que el sacrificio del templo, ofrecido en sábado, era una transgresión literal del descanso sabático, aunque justificado porque el templo es único y trasciende todos los demás deberes. Jesús se anticipa a esta réplica diciendo algo que sorprende: “Aquí hay algo más grande que el templo”. Con esto Jesús quiere hacer ver que su Presencia hace del campo un santuario, con lo cual se presenta Él mismo como el sustituto del antiguo santuario. Es como si Jesús dijera: “Aquí, en Mí, hay algo más grande que el templo, porque Yo Soy Dios en Persona, a quien el templo está consagrado, y mi Cuerpo es el Nuevo Templo de la Nueva Ley, y este Templo Nuevo que es mi Cuerpo, es superior al antiguo”.
Al traer a colación el ejemplo de la transgresión del rey David, Jesús justifica con creces la acción de sus discípulos, solucionando la cuestión basándose en el principio de que la necesidad excusa la ley positiva[2]. Con esto queda de manifiesto que los fariseos no han penetrado ni siquiera el espíritu de la antigua ley, porque de lo contrario, no habrían permitido que sus escrúpulos legales los privasen respecto de los discípulos inocentes, los cuales son inocentes, precisamente, porque su maestro, el Hijo del hombre, es Señor –Kyrios- del sábado, que es de institución divina, y puede dispensar de él cuando quiera[3].
“Misericordia quiero, y no sacrificios”. También a nosotros nos dice Jesús lo que a los fariseos, para que no antepongamos la escrupulosidad farisaica a la necesidad de nuestros hermanos, y para que seamos verdaderamente misericordiosos y para que nos llenemos de Amor misericordioso hacia nuestros hermanos, es Él quien nos da a comer el Verdadero Pan de la proposición, el Pan que no solo está “colocado delante” de la faz del Señor, sino que es el Señor en Persona, y este Pan es su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. Y con este Pan celestial, que es la Eucaristía, Jesús sacia con abundancia nuestra hambre de Amor divino que tenemos para una vez así saciados con el Amor misericordioso contenido en este Pan del cielo, podamos ser misericordiosos para con nuestros hermanos.
        




[1] Cfr. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 392.
[2] Cfr. 392.
[3] El hecho de que Jesús reivindique ser “Señor del sábado” no puede ser explicado adecuadamente si no es por la divinidad de Cristo, es decir, porque Cristo es Dios en Persona.

miércoles, 17 de julio de 2013

"Venid a Mí los que estéis afligidos y agobiados y Yo os aliviaré"

            

         "Venid a Mí los que estéis afligidos y agobiados y Yo os aliviaré" (Mt 11, 28-30). Desde el sagrario, Jesús nos invita a acercarnos a Él, en su Presencia eucarística y a confiarle nuestros dolores, nuestras angustias, nuestras penas, las cuales, en determinado momento, pueden volverse tan duras y pesadas, que lleguen a provocar agobio en el alma. "Agobio" significa: "cargado de espaldas o inclinado hacia adelante", y los sinónimos de "afligido" son: "abatido", "angustiado", "abrumado", "apenado", "atribulado", "deprimido", "melancólico", angustiado". En ambos casos, tanto la aflicción como el agobio, pueden ser ocasionados por un exceso de peso físico, pero en el sentido de Jesús, es ante todo y principalmente, en un sentido espiritual, porque el hombre puede estar "cargado de espaldas o inclinado hacia adelante", además de "abatido", "angustiado", "abrumado", etc., de un modo puramente espiritual. Es para esta aflicción y agobio para la cual Jesús promete el alivio si acudimos a Él, si lo visitamos en el sagrario.
          "Venid a Mí los que estéis afligidos y agobiados y Yo os aliviaré". Jesús entonces nos llama y nos invita al sagrario, para que allí le contemos acerca de nuestras vidas, acerca de absolutamente todo lo que nos pasa, y principalmente acerca de aquello que nos agobia, pero no porque Él no lo sepa, ya que siendo nuestro Dios, es nuestro Creador, nuestro Salvador y nuestro Redentor, sino porque quiere que confiemos en Él, así como se confía el hijo con su padre, el hermano con el hermano, el amigo con el amigo. Y quiere que se lo confiemos porque la confianza es señal de amor, es una muestra de amor: confío en mi amigo, en mi madre, en mi padre, y por eso acudo a ellos, sabiendo que el amor no defrauda; de la misma manera, acudo a Jesús con confianza, para recibir su Amor infinito que no defrauda jamás, porque el suyo es un Amor "más fuerte que la muerte" (Cant 8, 6.
          Sin embargo, al acercarnos, Jesús nos pide algo: que carguemos su yugo: "Cargad sobre vosotros mi yugo y aprendan de Mí que soy paciente y humilde de corazón y así obtendréis alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana". La condición para encontrar alivio a los pesares de esta vida es "cargar el yugo" de Jesús, y el yugo de Jesús no es otra cosa que la Cruz, la cual es pesada pero para Él, por es Él quien lleva la Cruz por nosotros y para nosotros, convirtiendo nuestra propia cruz en algo liviano, quitándole el peso agobiante: "Porque mi yugo es suave y mi carga liviana".
          "Venid a Mí los que estéis afligidos y agobiados y Yo os aliviaré". Jesús nos invita a que acudamos a Él en los pesares y en las aflicciones, en las tribulaciones y en los dolores, para aliviarlos, pero "alivio" no quiere decir "desaparición"; Jesús no promete hacer desaparecer las penas y dolores, sino aliviarlas y esto sucede cuando le confiamos lo que nos agobia, porque ahí es cuando Jesús toma sobre su Cruz la nuestra. Y así, llevando Él sobre su Cruz nuestros dolores, debido a que Él Dios Tres veces Santo y santifica todo lo que toca, santifica de esta manera nuestros dolores. No los hace desaparecer: los santifica, y así nos concede el alivio, porque ese dolor, esa pena, esa aflicción, así santificados por la Cruz de Jesús, se convierten en fuente de santidad para uno mismo, para los seres queridos y para muchos otros más.

          "Venid a Mí los que estéis afligidos y agobiados y Yo os aliviaré". Obedeciendo a su voz, acudimos al sagrario cargados de dolores y penas y allí Jesús transforma nuestras vidas, porque el fruto del hablar confiado y filial con Jesús en el sagrario, es el alivio de las mismas: "Venid a Mí los que estéis afligidos y agobiados y Yo os aliviaré". En la visita al sagrario, al Prisionero de Amor, se cumplen entonces las palabras del Salmo: "Al ibar iban llorando, llevando la semilla; al volver, vuelven cantando, trayendo la gavilla". Jesús en el sagrario transforma el dolor que llevamos, simbolizado en la semilla, en alegría, simbolizada en la gavilla, es decir, en el fruto de la cosecha, y esto porque Jesús siembra su semilla de gracia, de paz y de amor en nuestros corazones, cada vez que nos acercamos a Él en el sagrario.

martes, 16 de julio de 2013

“Te alabo Padre, porque has dado a conocer estas cosas a los pequeños”


“Te alabo Padre, porque has dado a conocer estas cosas a los pequeños” (Mt 11, 25-27). En su infinita sabiduría y bondad, Dios Padre da a conocer “cosas a los pequeños”, al tiempo que las oculta “a los sabios y prudentes”, y esto motiva la alabanza de Jesús. ¿Qué son estas “cosas” que Dios Padre da a conocer? ¿Quiénes son los humildes y pequeños?
Las “cosas” son los misterios de Cristo: Dios Padre da a conocer, de modo secreto e íntimo, que Jesús no es un hombre cualquiera, pero tampoco un profeta santo, y ni siquiera el más santo entre los santos: es Dios Hijo en Persona, que se ha encarnado en una naturaleza humana, para que la invisibilidad de Dios se haga visible en su Cuerpo humano; Dios Padre da a conocer el poder de su Hijo, que se manifiesta en los innumerables milagros que se suceden a lo largo del Evangelio y se continúan por medio de su Iglesia en el tiempo y en el espacio: la expulsión de demonios, la multiplicación de panes y peces, la resurrección de muertos; Dios Padre da a conocer “cosas” como la Presencia real de su Hijo en la Eucaristía, como Pan de Vida eterna, y en el sagrario, como Prisionero de Amor; Dios Padre da a conocer a los pequeños que Jesús dona el Espíritu Santo, en la efusión de Sangre de su Sagrado Corazón en la Cruz, y renueva este Don de dones cada vez, en la Santa Misa, renovación incruenta del Sacrificio del Calvario.

Los “pequeños”, a quienes Dios Padre, susurrándoles al corazón, les hace conocer los misterios de su Hijo, son aquellos que poseen un corazón contrito y humillado y una conciencia de ser nada más pecado delante de Dios; son misterios que solo pueden ser recibidos por los humildes, por los que “se estremecen ante la Palabra de Dios”, por los que saben que sin Cristo, Hombre-Dios, y su gracia, “nada pueden hacer”; los “pequeños” son aquellos que, imitando a Jesús Camino, Verdad y Vida, en su mansedumbre y humildad, pasan desapercibidos para el mundo, que alaba solo a los que se extravían por las oscuras sendas del error, de la muerte, de la soberbia y de la concupiscencia de vida. Finalmente, los pequeños son aquellos que “se vuelven pequeños como niños”, y como niños recién nacidos, se dejan llevar dulcemente en los brazos maternales de María y son arrullados por los latidos de amor del Inmaculado Corazón de la Madre de Dios.

domingo, 14 de julio de 2013

"No he venido a traer la paz, sino la espada"

          

       "No he venido a traer la paz, sino la espada" (Mt 10, 34-11,1). Para quien interprete, erróneamente, que el cristianismo es un movimiento pacifista, estas palabras suenan contradictorias e incompatibles con el pacifismo, y en realidad es así, puesto que el cristianismo es un movimiento pacífico, pero no "pacifista". Para entender la razón de la frase de Jesús, y para entender cuál es la paz que no viene a traer Jesús, y cuál es la espada que sí viene a traer, es necesario remontarse al inicio de la Creación, y más específicamente, al momento de la creación de los ángeles y la posterior rebelión de muchos de ellos contra Dios, y también a la creación del hombre y su posterior caída debido al pecado original. La rebelión de ambas creaturas tuvo como consecuencia la co-habitación del hombre y del demonio en la tierra -el hombre porque perdió el Paraíso; el demonio, porque fue precipitado a la tierra, en donde es dejado por un tiempo, hasta su encierro definitivo en el infierno- y la subyugación del hombre por parte del demonio, debido a la superioridad de su naturaleza angélica. De esta manera el demonio, habiendo declarado la guerra en los cielos contra Dios, la continúa aquí en la tierra, por medio de los hombres que se unen a él; toda la historia humana, hasta el fin de los tiempos, será una continua guerra que el demonio y el hombre librarán contra Dios. El hombre y el demonio, a causa del pecado, son enemigos de Dios y le hacen continuamente la guerra, uniéndose ambos en el mal y construyendo un orden de cosas y una civilización humana completamente opuestas al designio divino. La expresión máxima de este orden contrario al querer divino es la Nueva Era o Conspiración de Acuario, cuyo objetivo declarado es la iniciación luciferina de la humanidad y la consagración de toda la humanidad a Satanás. Si esto llegara a suceder, el demonio habría tenido éxito en su guerra contra Dios, instaurando en la tierra y, lo más grave, en el corazón del hombre, el Reino de las tinieblas, reino de terror, de odio, de división, de muerte y de dolor.
          Es en este contexto entonces en el que se entienden las palabras de Cristo, de que "no ha venido a traer la paz, sino la espada"; en este contexto se entiende que Cristo no sea un pacifista y que tampoco lo sea su Iglesia, puesto que Cristo ha venido a "deshacer las obras del demonio" (1 Jn 5, 20), ha venido a destruir al Reino de las tinieblas, ha venido a liberar al hombre de las garras del ángel caído, y ha venido a instaurar su Reino, el Reino de Dios, reino de amor, de paz, de alegría, de felicidad inimaginable para el hombre, y este Reino, que está "cerca" (cfr. Mt 3, 1-12) del hombre, se encuentra "dentro" (cfr. Lc 17, 21) de él cuando el hombre recibe la gracia santificante, la cual le abre el corazón al ingreso del Hombre-Dios por medio de la fe, el Amor y la comunión eucarística.

          "No he venido a traer la paz, sino la espada". Cristo combate con la espada, esto es, la Palabra de Dios, a sus enemigos, los enemigos de Dios y de los hombres, los demonios y los hombres perversos aliados a ellos. Si los enemigos de Cristo y de la Iglesia no son sus enemigos, es señal de que ese cristiano se ha aliado con el demonio y le ha declarado la guerra a Dios.

sábado, 13 de julio de 2013

“Si quieres ganar la vida eterna, si quieres salvar tu alma, ve y procede de la misma manera que el buen samaritano (…) ten compasión de tu hermano más necesitado”


(Domingo XV - TO - Ciclo C – 2013)
         “Ve y procede de la misma manera (…) ten compasión de tu hermano más necesitado” (Lc 10, 27-35). En la parábola del Buen Samaritano, Jesús no nos da un mero ejemplo de cómo ser solidarios con los demás: en la parábola está contenida toda la historia de la salvación: está contenido el misterio de iniquidad, la caída del hombre y su destierro del Paraíso a causa del pecado original; la tenebrosa y siniestra realidad de los ángeles caídos, que precedieron al hombre en su separación de Dios y, finalmente, el perdón, el rescate y la redención del Hombre-Dios Jesucristo. Además, en la parábola, dada por Jesucristo como respuesta a la pregunta de “qué hay que hacer para ganar la vida eterna”, está el programa de vida que conduce a la salvación eterna.
         Cada uno de los integrantes de la parábola, por lo tanto, representa una realidad sobrenatural:
         -La caída del hombre a causa del pecado está representada en el asalto y ataque de los ladrones del camino, que dejan al hombre de la parábola malherido y tendido en el suelo: es la imagen del hombre caído por el pecado, expulsado del Paraíso, privado de la visión de Dios porque ya no posee la gracia santificante.
         -Los asaltantes del camino representan a los demonios, que hacen presa fácil del caminante, son los demonios que, expulsados del Paraíso, dominan con facilidad al hombre, que por haber sido expulsado de la Presencia de Dios, está solo e indefenso. Los que pasan de largo representan a los hombres que, sin Dios, que es Amor, no tienen compasión ni amor por sus prójimos.
         -El hombre golpeado es la humanidad sin Dios, fácil presa de los demonios, del pecado y de las pasiones sin control.
         -El Buen Samaritano es figura de Cristo, quien con su misterio pascual de Muerte y Resurrección, rescata al hombre, le concede el perdón divino, lo sana con su gracia santificante y le concede una nueva vida, la vida de los hijos de Dios.
-La posada, a la cual acude el Buen Samaritano con el hombre herido a a cuestas, y en donde reposa para terminar de curar sus heridas, es figura de la Iglesia con sus sacramentos, que recibe en nombre de Cristo al hombre herido por el pecado original, atormentado por los demonios, y acosado por sus pasiones, para que sane de sus heridas y se sienta a salvo y en paz.
-El último elemento que se encuentra en la parábola, es la representación de lo que todo católico debe hacer si quiere salvar su alma: imitar a Jesús, el Buen Samaritano. Recordemos que la parábola es dada por Jesús como respuesta a la pregunta de un doctor de la ley acerca de qué es lo que debe hacerse para ganar la vida eterna: Jesús le dice que hay que cumplir el Primer Mandamiento, el que manda amar a Dios y al prójimo, y cuando el doctor de la ley pregunta quién es el prójimo, Jesús narra la parábola del Buen Samaritano.
Al responder con esta parábola, y al ser Jesús el Buen Samaritano, Jesús nos está diciendo que esta es la vía de la salvación, y que el que quiera salvarse, debe hacer lo que Él hizo: auxiliar a su prójimo más necesitado, incluido, y en primer lugar, aquel prójimo que es nuestro enemigo, porque los samaritanos eran enemigos con los judíos. Por este motivo, la Iglesia pide a sus hijos que practiquen las obras de misericordia espirituales y corporales, y esto sin reparar si el prójimo es amigo o enemigo: el Amor de Dios no hace acepción de personas. 
De esta manera, la respuesta a la pregunta, por parte de Jesús, se articula entonces en dos partes: en la primera parte, Jesús le dice al doctor de la ley que para entrar en la vida eterna, hay que cumplir el Primer Mandamiento, que manda amar a Dios y al prójimo; en la segunda parte de la respuesta, Jesús nos hace ver que el amor a Dios se materializa en el amor al prójimo, y que ese prójimo no es solo quien nos simpatiza, sino ante todo, el que por alguna circunstancia, es nuestro enemigo. 
Además, por medio de la parábola, Jesús nos hace ver que el verdadero prójimo es aquel que tiene compasión del que sufre, y luego le dice: “Ve tú y haz lo mismo”, y como lo que le dice al doctor de la ley nos lo dice a todos nosotros, también nosotros, si queremos salvar nuestras almas, si queremos ingresar en el Reino de los cielos, si queremos disfrutar de toda una eternidad de paz, alegría, amor y felicidad inimaginables, entonces “hagamos lo mismo”, es decir, imitemos a Jesús en su compasión por los más necesitados y auxiliemos, según nuestro estado de vida, a nuestros hermanos que sufren.
Ahora bien, si en esta parábola está contenido el programa de la salvación eterna, también está contenida la perdición de quienes no obren según Jesús: si alguien cierra su corazón a la compasión y a la misericordia –como lo hacen el levita y el sacerdote de la antigua alianza de la parábola-, entonces ese tal se cierra a sí mismo las posibilidades de su propia salvación.
¿Cómo obtenemos la salvación? Jesús nos responde, tal como le respondió al doctor de la ley: “Si quieres salvar tu alma, si quieres entrar en el Reino de los cielos, si quieres entrar en comunión de vida y amor con las Tres Divinas Personas, si quieres vivir en el Amor, en la paz, en la felicidad y la alegría para siempre, ve y procede de la misma manera, obra la misericordia y ten compasión de tu hermano más necesitado”. Lo que nos enseña la parábola, entonces, es que quien se compadece de su hermano que sufre, tiene el cielo asegurado, puesto que es el mismo Jesús quien lo dice: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5, 7).

jueves, 11 de julio de 2013

“Yo los envío como ovejas en medio de lobos (…) Sean astutos como serpientes y sencillos como palomas”


“Yo los envío como ovejas en medio de lobos (…) Sean astutos como serpientes y sencillos como palomas” (Mt 10, 16-23). Al enviar a la Iglesia a misionar, Jesús utiliza las figuras de tres animales para describir el comportamiento que deberá caracterizar a sus discípulos: deberán ser pacíficos como ovejas, astutos como serpientes y sencillos como palomas. A su vez, utiliza la figura de un cuarto animal, el lobo, para describir el mundo sin Dios al cual son enviados para predicar la Buena Noticia. Jesús les advierte acerca de la peligrosidad del mundo sin Dios y les aconseja la defensa: “Yo los envío como ovejas en medio de lobos (…) Sean astutos como serpientes y sencillos como palomas”. De esta manera, aparece una evidente desproporción y una gran diferencia entre los discípulos de Cristo, que deberán ser como ovejas, palomas y serpientes, y el mundo, que es como “lobo”. El motivo de la desproporción y la diferencia entre los cristianos y el mundo se debe a las diversas fuerzas sobrenaturales que representan: a Dios y al Diablo, respectivamente. Dios es un Dios de paz, y por eso los cristianos deben poseer la mansedumbre de una oveja, y así combatirán contra la guerra que el mundo, instigado por el Demonio, hace contra Dios; Dios es un Dios sabio, de Sabiduría infinita, y por eso los cristianos deben ser astutos como la serpiente, para dar, de modo inteligente, un lúcido testimonio de Dios, y así combatirán contra los engaños de las tinieblas, que con su inteligencia ensombrecida por el mal, buscan borrar de la mente y el corazón de los hombres y de la faz de la tierra, el santo nombre de Dios; Dios es un Dios simple, en el sentido de perfección absoluta, porque su Ser divino es Acto Puro de Ser, que es perfectísimo, y por este motivo los cristianos deberán ser sencillos como palomas, para imitar la sencillez, simplicidad y transparencia del Ser divino, y de esta manera combatirán la doblez, el cinismo, la hipocresía, del ser maligno, quien por medio de la mentira, cuyo Príncipe es, tiende trampas a los hombres para seducirlos, engañarlos, y conducirlos a la eterna perdición.
“Yo los envío como ovejas en medio de lobos (…) Sean astutos como serpientes y sencillos como palomas”. La mansedumbre, la recta inteligencia en las cosas de Dios, y la sencillez, son los signos de que el cristiano está animado por el Espíritu Santo, en contraposición a quienes, guiados por el espíritu del mundo, instigados por el Demonio, obran utilizando las armas de la violencia, el engaño y la hipocresía.

miércoles, 10 de julio de 2013

“Anuncien que el Reino de los cielos está cerca”


“Anuncien que el Reino de los cielos está cerca” (Mt 10, 7-15). ¿Cuán “cerca” está el Reino de los cielos? ¿En qué se mide la “cercanía” de este reino? Una aproximación la obtenemos en la consideración de la naturaleza del Reino que, como Iglesia, debemos anunciar: este Reino no es intra-mundano, “no pertenece a este mundo” (cfr. Jn 18, 36), y por lo tanto, es a-histórico, a-temporal, y no puede ser ubicado geográfica y visiblemente, en un lugar u otro. El Reino de Dios es un reino supra-humano, celestial, divino, sobrenatural; se origina en Dios, que es eterno, y por lo tanto su término es la eternidad de Dios, es Dios, que es su misma eternidad.
La “cercanía” de este Reino no se mide en sí mismo, en consecuencia, en términos témporo-espaciales, aunque el tiempo sí pueda servir como parámetro que mide la cercanía para mí o para la Humanidad: de modo personal, el Reino estará tan “cerca” de mí, como cerca esté el día de mi propia muerte, ya que en ese día, habrá finalizado mi tiempo en la tierra, al tiempo que habrá comenzado la eternidad, y en ese día, me será posible ver el Reino de Dios, que es eterno; para la Humanidad entera, el Reino de Dios está tan cerca, como cerca esté el Día del Juicio Final, Día en el que finalizarán el tiempo y la historia humanos, para dar paso a la eternidad de Dios; en ese Día Final, toda la Humanidad entrará en la eternidad divina, aunque unos entrarán en el Reino de Dios, mientras que otros lo harán en el Reino de las tinieblas.
Otro parámetro que mide la “cercanía” del Reino de Dios es el estado de gracia santificante, porque para el alma que se encuentra en estado de gracia, más que “cerca”, el Reino se encuentra “dentro” de ella; inversamente, para el alma en pecado mortal, el Reino está “fuera” de ella, o más bien ella se ha alejado del Reino de Dios, como el invitado sin traje de bodas, que es expulsado de la fiesta de bodas del hijo del rey (cfr. Mt 40, 1-14), símbolo del alma en pecado mortal.

“Anuncien que el Reino de los cielos está cerca”. El cristiano debe anunciar, con obras de misericordia, que espera la pronta llegada del Reino de los cielos.

domingo, 7 de julio de 2013

“Tu fe te ha salvado”


“Tu fe te ha salvado” (Mt 9, 18-26). Una mujer hemorroísa, que padecía de hemorragias desde hacia doce años, habiendo gastado su dinero en médicos sin encontrar solución, se acerca a Jesús pensando que con sólo tocar su manto quedará curada. En el momento de hacerlo, Jesús se da vuelta y le dice: “Ten confianza, hija, tu fe te ha salvado”.
La fe de la mujer hemorroísa es un ejemplo para nuestra propia fe, y por eso es conveniente analizarla y compararla con la fe de las otras personas que forman la multitud que apretuja a Jesús: al igual que estas personas, que se acerca a Jesús porque sufren por diversos motivos, la mujer se acerca a Jesús porque se encuentra atribulada debido a la angustiosa prueba de su larga enfermedad, pero se diferencia de los integrantes de la multitud que apretuja a Jesús, en que ella consigue un milagro, mientras que los otros, no. Aunque no toca su Cuerpo, sino su manto, Jesús siente que ha salido de Él una energía, y es debido a la fe de la mujer; los demás integrantes de la multitud, por el contrario, sí tocan en su Cuerpo -como sucede con alguien que se encuentra en medio de una multitud-, pero no logran ningún milagro.
La fe de la mujer hemorroísa: es tan firme y fuerte, que ha logrado arrancarle un milagro, el milagro de la curación de su enfermedad. La fe de la mujer hemorroísa sobresale de entre la multitud por su firmeza, por su ausencia de dudas ante el poder sanador de Jesús, el Hombre-Dios: está tan convencida de que Jesús es Dios –y que por lo tanto, es omnipotente-, que sabe que basta con tocar su manto para quedar curada; no le hace falta ni hablarle, ni que Él se dirija a Ella y la cure con su palabra, ni que la toque con sus manos, como ha sucedido en otras ocasiones: basta con sólo tocar su manto, y ella quedará curada, porque tanta es la fuerza sanadora y el poder sin límites de Jesús, que todo en Él está impregnado de su energía divina, y por este motivo, no se atreve ni siquiera a molestarlo para pedirle auxilio, sólo quiere tocar su manto. Y efectivamente, luego de tocar el manto, queda curada. Al constatar su fe, Jesús elogia a la mujer hemorroísa: “Ten confianza, hija, tu fe te ha salvado”. Aunque pudiera parecer que la felicita porque su fe la ha salvado de la enfermedad –en efecto, queda instantáneamente curada-, Jesús la felicita por otro milagro ocurrido en ella, infinitamente más valioso que el de haber sido curada de una larga enfermedad: ha recibido la fe en Él, en su condición de Hombre-Dios, en su poder divino, en su omnipotencia y en su misericordia infinita, en su condición de ser Él el Redentor de la humanidad, y es esta fe la que le granjeará la entrada al Reino de los cielos.
Es esta fe de la mujer hemorroísa, por lo tanto, el ideal de nuestra fe, y si creciéramos en la fe hasta tener la misma fe oiremos, al fin de nuestras vidas, al franquear la Puerta de los cielos para ingresar en la eternidad del Reino de Dios, las mismas palabras de parte de Jesús: “Tu fe te ha salvado”.


sábado, 6 de julio de 2013

“Anuncien que el Reino de Dios está cerca”


(Domingo XIV - TO - Ciclo C – 2013)
         “Anuncien que el Reino de Dios está cerca” (Lc 10, 1-9). El Evangelio de hoy revela cuál es la misión de la Iglesia: anunciar el Reino de Dios. La misión de la Iglesia no es terminar con la pobreza en el mundo, ni satisfacer el hambre de todos los que no tienen para comer, ni dar casas a los que no tienen techo; tampoco es sanar enfermos ni expulsar demonios. Aunque la Iglesia realiza obras de misericordia corporales y espirituales –y sin esas obras, nadie entrará en el Reino-, todas estas obras son únicamente “señales” que anuncian el Reino. Muchos creen, equivocadamente, que la Iglesia tiene por misión acabar con la pobreza en el mundo, como si fuera una gran banca con un inmenso poder económico; muchos creen, equivocadamente, que la Iglesia tiene que brindar asistencia médica, educativa, social, económica, como si fuera una ONG multinacional, pero esto no es la tarea esencial de la Iglesia.
         Es Jesús quien lo dice: “Anuncien que el Reino de Dios está cerca”. ¿Y en qué consiste el Reino de Dios que debe anunciar la Iglesia?
         El Reino de Dios es el destino final al que está llamado todo hombre y toda la humanidad, y ese destino no es intra-mundano, sino supra-humano y sobrenatural, porque es la eternidad de Dios Trino; es Dios Trino, que es su misma eternidad, y por este motivo la Iglesia no considera a los asuntos temporales como su último fin; el Reino de Dios es la comunión de vida y amor con las Tres Personas de la Santísima Trinidad, y por eso la Iglesia manda amar al prójimo en esta vida obrando toda clase de obras de misericordia, corporales y espirituales, porque quien no ame al prójimo, imagen del Dios Uno y Trino, el único Dios viviente, no podrá jamás entrar en comunión de vida y amor con las Tres Divinas Personas; el Reino de Dios es unión, por la fe, por el amor y por los sacramentos –principalmente la Eucaristía y la Confesión sacramental- con el Hombre-Dios Jesucristo, y por este motivo la Iglesia pide vivir en estado de gracia y ser misericordiosos, como modo de vivir, en forma anticipada, la unión en el amor con Jesús de Nazareth; el Reino de Dios es pureza de corazón, porque “sólo los puros de corazón verán a Dios”, que es Pureza infinita, y por este motivo, la Iglesia condena y prohíbe toda forma de impureza, sea espiritual, como el culto pagano o neo-pagano –religión wicca, yoga, reiki, ocultismo, sectas, religiones falsas-, sea corporal, como las impurezas de todo tipo que corrompen el cuerpo y el alma –pornografía, erotismo, materialismo, avaricia, codicia, soberbia, gula, ira, etc.-, y para obtener y vivir esta pureza de corazón, es que la Iglesia pide que sus hijos sean una copia viviente de Jesús, tal como Él lo pide en su Evangelio: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”, además de recomendar la consagración al Inmaculado Corazón de María, fuente de pureza inmaculada; el Reino de Dios es diálogo de Amor, por toda la eternidad, con las Tres Divinas Personas, con la Virgen, con los ángeles y con los santos en el cielo, y ese diálogo de amor se establece ya desde la tierra por medio de la oración, y este es el motivo por el cual la Iglesia pide la oración –continua, diaria, confiada, perseverante, filial-, sobre todo la Santa Misa, que es la oración principal de la Iglesia, en la cual Dios Hijo pide al Padre por nosotros, y el Santo Rosario, por medio del cual la Virgen imprime en nuestros corazones la imagen de su Hijo y moldea nuestras almas a su imagen y semejanza.
          “Anuncien que el Reino de Dios está cerca”. Para poder anunciar a nuestros hermanos la cercanía del Reino de Dios, debemos antes vivirlo nosotros, y para hacerlo, antes debemos saber cuál es la misión de la Iglesia y en qué consiste el Reino de Dios. 

jueves, 4 de julio de 2013

“Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: ‘Tus pecados te son perdonados’”


“Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: ‘Tus pecados te son perdonados’” (Mt 9, 1-8). El episodio del paralítico que es llevado en camilla ante la presencia de Jesús demuestra, entre otras cosas, cuál es el poder de la fe en Cristo Jesús: es tan fuerte, que obtiene para el hombre paralítico algo infinitamente más grande que lo que venía a buscar, y es el perdón de los pecados. En efecto, el hombre paralítico, llevado por otros –probablemente, familiares y amigos- ante la presencia de Jesús, busca principalmente la curación de su dolencia física, y se encuentra con que el Amor misericordioso de Dios le concede, además, la curación de su alma, al perdonarle los pecados.
Tanto el paralítico como los que lo transportan en camilla, no dudan de que Jesús tiene el poder suficiente para curar la dolencia que le impide caminar, y es esta fe, que expresa confianza total y absoluta, lo que los lleva a superar los obstáculos que se les presentan, como la muchedumbre que les impide el paso y que los obliga a tener que subir al techo y abrir un orificio para poder llegar a Jesús. Como se ve por el relato evangélico, el resultado es la doble curación del paralítico, que se ve libre de su dolencia física y también de su dolencia espiritual, el pecado.
El episodio demuestra entonces que la fe en Jesús, cuando es fuerte, simple, confiada, consigue lo que pide y muchísimo más, porque la fe es alcanzar el Corazón de Jesús, abrir sus puertas y sacar todos los tesoros que contiene, que son inagotables.

“Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: ‘Tus pecados te son perdonados’”. Al igual que los hombres del Evangelio, que gracias a su fe inquebrantable en la omnipotencia divina de Jesús y en su Amor infinito, logró mucho más de lo que pretendían, así también nuestra fe debe ser igualmente inquebrantable y confiada en el Amor divino, de modo que por medio de la fe, podamos acceder a los tesoros del Sagrado Corazón y saquearlos, como un ladrón que roba un tesoro más valioso que el oro.

martes, 2 de julio de 2013

“¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?”


“¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?” (Mt 8, 23-27). Mientras Jesús duerme en la barca, se desata una fuerte tormenta, que amenaza con hundir la nave, puesto que las olas, encrespadas por el viento, eran tan grandes que “cubrían la barca”. Los discípulos, llenos de temor, acuden a despertar a Jesús, quien luego de hacerles notar su miedo y su poca fe –“¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?”-, calma la tormenta con la sola orden de su voz. El episodio finaliza con la admiración de los discípulos, ante el poder demostrado por Jesús frente a las fuerzas de la naturaleza.
El episodio es representativo de realidades sobrenaturales: la barca es la Iglesia, Pedro y los discípulos, son el Papa y los bautizados; el mar es el mundo y la historia humana; el viento impetuoso que encrespa el mar y amenaza con hundir a la barca, representan al pecado y al demonio, que como poderosas fuerzas que superan al hombre, se aúnan para lograr su destrucción y muerte; concretamente, la tormenta sobre la barca, representa el obrar maligno del ángel caído y de todas las fuerzas del infierno sobre la Iglesia, buscando su destrucción; a su vez, Jesús dormido en la barca significa el obrar divino que muchas veces, a los hombres, nos resulta incomprensible, como les podía resultar incomprensible a los discípulos que Jesús duerma mientras la barca parece a punto de hundirse; el acudir de los discípulos a despertar a Jesús, representa a su vez la oración de la Iglesia en tiempos de tribulación y de persecución del mundo, oración dirigida a Dios, pidiendo su protección. Es este aspecto –el de la oración en tiempos de tribulación y persecución, en donde todo parece humanamente perdido- el que está significado en las palabras de Jesús, haciéndoles ver su poca fe. En efecto, Jesús no les reprocha su falta de pericia humana para hacer frente a la tempestad –se supone que son pescadores y por lo tanto, expertos marinos-, ni tampoco es la primera vez que deben enfrentar a una tormenta de estas características: Jesús les reprocha no falta de pericia en sus menesteres, sino “falta de fe”: “¿Por qué tienen miedo hombres de poca fe?”. En la pregunta de Jesús, hay una referencia a la fe, fe en su condición y poder de Hombre-Dios, fe en Él, que en cuanto Dios Hijo encarnado, es Dios Creador, Redentor y Santificador, y por eso tiene poder no solo sobre las fuerzas de la naturaleza, sino sobre las fuerzas destructoras que se abaten sobre el hombre sin compasión, las fuerzas del pecado y las del ángel caído, Satanás. Al preguntarles sobre su poca fe, Jesús les está haciendo ver, implícitamente, que todo está bajo su control: “¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe, si Yo Soy Dios, y como Dios, soy omnipotente, y con mi omnipotencia divina puedo derrotar definitivamente al pecado y al demonio?”. A su vez, los discípulos confirman que el trasfondo verdadero es sobrenatural, porque no tienen temor del viento y de las olas, sino de la tremenda fuerza del mal, objetivada en el demonio y en el pecado, fuerza destructiva y maligna cuya potencia la experimentan en carne propia, puesto que más que temor al naufragio, experimentan la posibilidad real de la eterna condenación, al enfrentarse con una energía maligna, la voluntad del demonio, que busca perderlos para siempre.    

“¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?”. La pregunta la dirige el Hombre-Dios, a toda la Iglesia, a todo bautizado, que atraviesa por un período de tribulación, de angustia, de persecución por parte de los poderes mundanos y de las fuerzas del infierno. Cuando esto suceda, cuando las olas parezcan tan grandes que amenacen hundir a la Barca de Pedro, debemos alejar el miedo de nosotros y aumentar nuestra fe en las palabras de Jesús: “Las puertas del infierno no prevalecerán contra mi Iglesia”.

lunes, 1 de julio de 2013

“El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”


“El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Mt 8, 18-22). Atraído sin duda por lo sublime de su doctrina, un escriba se acerca a Jesús y le dice: “Maestro, te seguiré adonde vayas”. La respuesta de Jesús indica que Él no rechaza a quien se le acerca y aun más, quiere seguirlo, pero sí advierte que su seguimiento no es para nada fácil: “Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”. Quien lo siga a Él, deberá estar dispuesto a padecer todo aquello que se derive de la extrema pobreza en la que se desenvolverá la misión: incluso los animales silvestres, como los zorros y los pájaros, tienen un lugar donde guarecerse y reposar, pero el Hijo del hombre “no tiene dónde reclinar la cabeza”. Esta extrema pobreza y carencia de medios materiales es un signo distintivo del cristianismo –al menos del primitivo, de aquel cristianismo que refleja el mensaje de Cristo-, puesto que el desprendimiento de los bienes materiales –no solo de las cosas superfluas, sino incluso de las necesarias- es un signo de la fe en la vida futura en los cielos, en donde estos bienes materiales no tendrán absolutamente ninguna utilidad. El cristiano, viviendo la santa pobreza, la pobreza de la cruz, anuncia, ya desde esta vida, la existencia del Reino de los cielos, reino en el cual la única materia que existirá será la materia corpórea, la materia que forma el cuerpo del hombre, pero glorificada, es decir, transfigurada por la gloria divina. Ninguna otra materia –bienes materiales, dinero, oro, plata, etc.- tendrá cabida en el Reino de los cielos, por lo que el hecho de apartarse voluntariamente de estas cosas, por parte del cristiano, es un anuncio de la vida futura en el Reino de Dios Padre. Apegarse a los bienes materiales, en esta perspectiva, indica un contra-signo, o un signo negativo, que niega en sí mismo la esperanza en la vida eterna.
A esto se refiere Jesús cuando dice: “El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza”, pero también y ante todo lo dice en otro sentido, y es el momento en el que Él estará crucificado, porque allí, su divina Cabeza, coronada de espinas, no podrá descansar ni siquiera un instante, debido al tamaño de la corona de espinas, que le impedirá cualquier tipo de reposo. Será en la cruz, entonces, en donde “el Hijo del hombre no tendrá dónde reposar la cabeza”, porque serán las gruesas y filosas espinas, que penetrarán por todo su cuero cabelludo, llegando incluso a lastimar las orejas, la frente y hasta la nuca, lo que impedirá su descanso.

Ahora bien, puesto que la corona está formada materialmente por las espinas que crecen en el arbusto, pero espiritualmente la forman los malos pensamientos de los hombres, si el cristiano quiere seguir a Cristo, como el escriba del Evangelio, debe estar dispuesto a padecer con Cristo los dolores de su Pasión, ofreciéndose él mismo como víctima de expiación y reparación junto a Cristo, haciendo realidad lo que dice San Pablo: “Completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo”. De esta manera, ofreciéndose en Cristo para aliviar su dolor, y ofreciendo su pecho para que repose el Divino Redentor, así Jesús tendrá un lugar en dónde reposar su Cabeza.