viernes, 25 de octubre de 2013

“¡Hipócritas! Saben discernir el clima pero no los signos de los tiempos”


“¡Hipócritas! Saben discernir el clima pero no los signos de los tiempos” (Lc 12, 54-59). El llamado de atención de Jesús a sus discípulos, es actual y es también para nosotros: hoy más que nunca, se pueden predecir los cambios climatológicos con suma precisión, mucho más que en la Antigüedad, pero al mismo tiempo, no sabemos –o no queremos- discernir los signos de los tiempos. Jesús nos reprocha que, si vemos que hay nubes oscuras en el cielo y comienza a soplar viento, sabemos que se acerca una tormenta, pero no sabemos discernir las señales que nos avisan acerca de lo que sucede en el mundo espiritual, y seguimos como si nada. Si alguien supiera que se acerca un huracán o un terremoto, y no hace nada por alertar a sus hermanos, ese tal sería considerado como insensible ante lo que se avecina, y eso es lo que Jesús nos quiere decir.
¿Cuáles son estos “signos de los tiempos”? Un primer signo, es el crecimiento de la secta Nueva Era o Conspiración de Acuario o New Age, cuyo objetivo declarado es la iniciación luciferina y la consagración a Satanás de la humanidad, y el terreno está siendo preparado a través de películas y series de televisión que presentan al ocultismo, el satanismo y la brujería como algo inocente, divertido y bueno. Otro signo es el gnosticismo, que lleva a considerar que no es necesario un Salvador y mucho menos los sacramentos y la gracia divina, porque el hombre puede salvarse por sí mismo, con sus propios conocimientos; otro signo es el relativismo, que lleva a considerar que cada uno tiene su propia verdad, por lo cual no hay ninguna Iglesia que pueda ser considerada como verdadera, y así cada uno cree lo que quiere y como quiere; otro signo es el materialismo como sistema de vida, que considera a esta vida como la única existente y que por lo tanto hay que “disfrutar” y pasarla bien, es decir, conduce al hedonismo y al egoísmo. Otro signo es la disminución de fieles practicantes, como signo del descreimiento en los dogmas de la religión católica, la religión revelada por el Hombre-Dios Jesucristo. Otro signo es el desprecio por la vida humana, reflejado en el aborto y la eutanasia.

“¡Hipócritas! Saben discernir el clima pero no los signos de los tiempos”. Jesús nos advierte para que tomemos conciencia de las negras nubes que se acercan en el horizonte, presagio de grandes tormentas espirituales, para que pongamos remedio y no estemos desprevenidos, y lo único que puede protegernos en esta gran tormenta espiritual, es la Cruz de Jesucristo, el Santo Rosario, la Confesión sacramental, la Eucaristía y el obrar la misericordia.

“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”


(Domingo XXX - TO - Ciclo C – 2013)
“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado” (Lc 18, 9-14). Jesús nos narra el caso de dos hombres religiosos con diversas actitudes en el templo: uno es un fariseo, es decir, un conocedor de la Ley de Moisés, experto en la observancia legal de la misma, que hace del templo prácticamente su segundo hogar; el otro, un publicano, alguien conocido públicamente por ser un pecador, sin mayores conocimientos de la Ley.
El fariseo se dirige hacia la parte de adelante del templo, buscando explícitamente ser visto y admirado por su porte, su presencia y su hábito religioso. Dentro de sí, el fariseo tiene pensamientos de vanagloria, de soberbia, de orgullo: agradece a Dios que “no es ladrón, injusto, adúltero, como los demás”, y se ufana de “ayunar dos veces a la semana y pagar el diezmo”. El fariseo deforma la religión porque la vacía de su contenido esencial, la caridad, la compasión, la misericordia. Siendo hombre que practica la religión, da a los demás y a sí mismo una versión falsa de la religión: para el fariseo, soberbio, la religión consiste en conocer mucho de religión, ser visto por los demás, ser alabados por todos, vestir ostentosamente el hábito religioso, hacer prácticas externas de religión, como el ayuno. Pero, al mismo tiempo, su corazón es duro, frío, insensible al pedido de auxilio de su prójimo, y esto porque la soberbia endurece al corazón y lo despoja de todo amor bueno, de toda compasión y de toda misericordia. La soberbia atrofia al corazón en su capacidad de crear actos de amor y lo habilita o capacita para una sola capacidad de amar, que es el amor a sí mismo. De esta manera, el fariseo, ni ama a Dios a través del culto religioso, ni ama al prójimo, que es la consecuencia de la verdadera religión.
La soberbia es el primer escalón descendente de la escalera creada por el demonio para conducir al alma al infierno, según San Ignacio de Loyola. Es un pecado capital, que hace al alma que lo comete partícipe del pecado capital cometido por el demonio en los cielos, y que le valió el ser expulsado de la Presencia divina. Es en esto último en donde radica la malicia y perversidad del pecado de soberbia, y es el de querer ocupar el puesto de Dios para ser adorado en su lugar: es el pecado que cometió el demonio, y es el pecado que el demonio quiere provocar en el hombre, para hacerlo partícipe de su eterna desgracia. Lo verdaderamente grave y penos con la soberbia no radica en que es un comportamiento anti-social, sino que consiste en la participación al pecado del Ángel caído, pecado que hace imposible la presencia del soberbio ante Dios, cuya majestad infinita el soberbio no soporta. Cualquier actitud de soberbia, por pequeña que sea, hace partícipe al alma de la soberbia del Ángel caído y lo coloca potencialmente al menos en las filas de los destinados a la eterna reprobación, y es por esto que Dios no aprueba las prácticas religiosas de quien es soberbio: no fue justificado.
El publicano, por el contrario, se ubica en la parte trasera del templo, hacia el final; se arrodilla ante Dios y le pide perdón por sus pecados; su corazón es manso, condición necesaria para la humildad, y ambas a su vez necesarias para la contrición del corazón. El publicano tiene conciencia de sí como “nada más pecado”, y tiene conciencia de Dios como Ser de majestad infinita y de grandeza inabarcable; sabe que sus pecados lo alejan de Dios, pero como ama a Dios, se propone no cometer más pecados, con tal de contar con su Amor y misericordia. El publicano no busca la alabanza y la vanagloria del mundo y de los hombres: busca ser visto por Dios y busca la gloria de Dios, para lo cual el camino imprescindible es la humillación y el reconocimiento de nuestra condición de pecadores. El publicano, como fruto de la mansedumbre y humildad, está atento a la voz de Dios en su conciencia, que lo guía por el buen camino, pero está atento también a la voz de su prójimo más necesitado, porque sabe que no es posible amar a Dios, a quien no se ve, si no se ama al prójimo, imagen viviente de Dios, a quien sí se ve.
El publicano se reconoce pecador debido a que le ha sido concedida la gracia de la humildad: “Dios mío, ten piedad de mí, que soy pecador”, y es esta humildad la que lo asemeja a Jesús, el Cordero manso y humilde de corazón, y aquí radica el valor más preciado de la humildad, en que configura al alma con Cristo. De esta manera, Dios Padre, que lee las mentes y los corazones, ve en el humilde –en este caso, el publicano- una imagen viviente de su Hijo, con lo cual el alma se vuelve objeto del Amor de predilección del Padre y así queda justificado: “volvió a su casa justificado”.

“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”. La única manera de no solo evitar la soberbia, sino de alcanzar la humildad, es la imitación del Sagrado Corazón de Jesús: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”.

lunes, 21 de octubre de 2013

“Estén preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas”


“Estén preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas” (Lc 12, 35-38). Con la figura de un siervo que espera atento con la lámpara encendida, el regreso de su amo, Jesús nos recuerda que debemos estar preparados y en gracia para el día de nuestra propia muerte, que será el día de nuestro juicio particular.
Ese día llegará imprevistamente y para no ser sorprendidos por Jesús, y según la imagen elegida por Jesús, para ese día deberemos vestir túnicas ceñidas y deberemos tener las lámparas llenas de aceite y estas deberán estar encendidas y dando luz. Esta figura es simbólica y cada elemento hace referencia a una realidad sobrenatural: el servidor somos nosotros, los bautizados en la Iglesia Católica, que al momento de la muerte, debemos ser encontrados en gracia, obrando de acuerdo al deber de estado de cada uno; la lámpara representa el cuerpo y el alma; el aceite, la gracia; el fuego que enciende el aceite –la gracia- es el Amor de Dios; la mecha que posibilita que salga la llama que alumbra las tinieblas, es la Fe en Cristo Jesús, operante y activa; la noche es la historia humana y la vida personal de cada uno; el amo que regresa de improviso es Cristo Jesús el día de nuestra muerte, aunque también es el Día del Juicio Final; la fiesta de bodas de la que regresa el amo, es decir, Jesús, es la Encarnación.

Con esta parábola, Jesús nos recuerda la proximidad del día de nuestra muerte, que llegará de improviso –tal como se lo dice a Santa Faustina: ‘Hija mía, prepárate, porque llegaré de improviso’-, pero en su misericordia, nos avisa de antemano acerca de su llegada porque no quiere sorprendernos con las manos vacías; por el contrario, quiere darnos el premio por nuestras obras buenas y para eso quiere que estemos atentos y obrando la misericordia al momento de su llegada: “Feliz aquel a quien su señor, al llegar, encuentra ocupado en su trabajo” (Lc 12, 43).

domingo, 20 de octubre de 2013

“Cuídense de toda avaricia porque la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas”


“Cuídense de toda avaricia porque la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas” (Lc 12, 13-21). Con la parábola de un hombre rico que se despreocupa por su destino eterno, Jesús nos advierte acerca del peligro que significa apegar el corazón al dinero y a las riquezas terrenas: puesto que estas riquezas materiales proporcionan una falsa sensación de seguridad, llevan a la persona a olvidarse de que esta vida se termina pronto y que luego habrá de dar cuentas a Dios, Juez Supremo, sobre el uso que dio a dichos bienes. La avaricia, la acumulación excesiva e inútil de riquezas terrenas, conlleva el peligro de la muerte eterna, porque hace despreocuparse al hombre acerca de su Juicio Particular, y esta es la razón por la cual Jesús nos pide que no pongamos nuestro corazón en estas riquezas.
“Cuídense de toda avaricia porque la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas”. Jesús nos advierte que la avaricia nos lleva a apegar el corazón a los bienes materiales y que esto es un grave impedimento para entrar en el cielo, pero al mismo tiempo nos hace ver que hay otras riquezas a las que sí tenemos que apegar el corazón, riquezas de las cuales sí tenemos que ser “sanamente avaros”, y son las riquezas espirituales, riquezas que son tesoros inestimables que sí tenemos que “acumular en el cielo”, donde “ni la polilla ni el orín corrompen y donde los ladrones no minan ni hurtan” (Mt 6, 19-20); Jesús nos pide que apeguemos nuestro corazón no a las riquezas terrenas, sino a las riquezas del cielo, porque “allí donde esté nuestro tesoro, allí estará nuestro corazón” (Mt 6, 21). Para quien desea acumular bienes con avaricia, que acumule bienes sí, pero espirituales en el cielo, y no los bienes materiales en la tierra, porque Jesús vendrá a buscarnos de improviso y para ese día tenemos que tener los bolsillos vacíos de dinero –llamado “el excremento del demonio” por los santos y por el Papa Francisco recientemente-, y el corazón lleno de tesoros celestiales, el primero de todo, la gracia santificante.
“Cuídense de toda avaricia porque la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas”. La vida terrena de un hombre no está asegurada por las riquezas materiales, pero sí está asegurada su vida eterna por sus riquezas espirituales: su amor a Dios y al prójimo; su caridad manifestada en obras; su mortificación; su fe; sus obras de misericordia; sus asistencias a Misa como si estuviera yendo al Calvario; sus comuniones sacramentales y espirituales hechas con amor y devoción; sus rezos diarios del Santo Rosario; su consagración diaria al Inmaculado Corazón de María; su ofrecimiento diario en la Santa Misa como víctima de la Divina Justicia y de la Divina Misericordia, a favor de sus hermanos; su oración y mortificación constante pidiendo la propia conversión, la de los seres queridos y la de todo el mundo.

Es esto entonces lo que nos dice Jesús, con relación a las riquezas: “Cuídense de toda avaricia porque la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas; atesoren, en cambio, tesoros en el cielo, porque esas riquezas les procurarán la eterna bienaventuranza”. 

viernes, 18 de octubre de 2013

“Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”


(Domingo XXIX - TO - Ciclo C – 2013)
         “Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse” (Lc 18, 1-8). En este Evangelio, Jesús no solo nos dice que es necesario orar, sino que se debe orar “sin desanimarse”, “insistentemente”, como el ejemplo de la viuda que acude al juez y logra que este, a pesar de que no quiere ocuparse de su asunto, lo haga finalmente, con tal de que lo deje en paz. Con esta parábola, Jesús nos enseña que la oración debe ser insistente y que esa insistencia debe estar basada en la confianza de que Dios escuchará nuestros ruegos, y aquí está la otra enseñanza que nos da Jesús en este Evangelio: notemos que el evangelista dice: “Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”, lo cual quiere decir, claramente, que a pesar de que oremos, nuestra oración parecerá no ser escuchada y de tal manera parecerá que Dios no la escucha, que sobrevendrá la tentación del desánimo: “Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”. Al rezar, debemos tener presente que el camino es largo y que la tentación del desánimo se hará presente con mucha fuerza, pero que no debemos ceder a esta tentación; todo lo contrario, al estar avisados contra el desánimo, emprendemos la oración con la intención de vencerlo, porque una vez vencido el desánimo, Dios no tardará en responder a nuestras oraciones.
La oración no es nunca algo pasivo, sino algo dinámico, un movimiento que desde el hombre se eleva a Dios y de Dios se abaja hasta el hombre. La naturaleza de la oración está graficada en la imagen antropomórfica que de Dios hace la Sagrada Escritura, como se puede ver en el Salmo 86 (bis): allí, se describe a Dios como si fuera un hombre que “inclina el oído a la plegaria”; es un Ser que “habita en el cielo”, y al cual con la oración “se eleva el alma”.
De parte de nosotros, el movimiento en la oración consiste en “elevar el alma” a Dios, que “habita en el cielo”; de parte de Dios, consiste en abajarse desde el cielo, “inclinando el oído”, como hace un hombre cuando quiere escuchar con atención lo que otro le dice, y en esto radica la confianza que debe estar en la base de toda oración, porque nos dirigimos a un Dios que nos escucha siempre, que incluso, para escucharnos, se abaja desde el cielo y presta su oído a nuestras plegarias, y esto lo hace movido por su gran Amor, porque si Dios no nos amara, no se molestaría en escucharnos. Es a esta oración confiada, insistente, basada en el amor y en la certeza indudable de que Dios nos ama con Amor infinito, es que Jesús nos dice que la oración debe ser constante e insistente.
Ahora bien, cuando se habla de oración, algo que los católicos debemos tener en cuenta -a juzgar por lo poco que se reza-, es qué cosa es la oración, y qué cosa no es la oración: ante todo, la oración no es “un pasatiempo piadoso de una persona devota”; la oración no es algo que tengo que hacer por obligación si me sobra tiempo; la oración no es una expresión de la sensiblería, que si “no la siento, no la hago”, y “si la siento, la hago”, es decir, el requisito para hacer oración no es “sentir” nada; la oración no es algo reservado para los sacerdotes, los niños de Primera Comunión y las señoras que por su edad ya se jubilaron y “no tienen nada que hacer” en sus casas, y se ponen a rezar porque “les sobra tiempo”; la oración no es enemiga de la juventud, todo lo contrario, porque la oración es hablar con Dios eternamente joven, que comunica de la juventud perfectísima de su Ser trinitario por medio de la oración; la oración no es repetir palabras mecánicamente a un ser inanimado, como cuando se dirige una orden a un dispositivo electrónico, como una computadora o una “tablet”: es hablar, con palabras que salen de lo más profundo del corazón, con un Dios que es Persona, que es Trinidad de Personas, y que por lo tanto, como toda persona, ve, habla, escucha, entiende, piensa, ama, y obra movido por la perfección infinita de su Ser trinitario y por su Amor eterno.
¿Con qué se puede comparar a la oración? Con el alimento del cuerpo: la oración es al alma y a su vida como el alimento al cuerpo: así como un cuerpo recibe del alimento los nutrientes que le permiten continuar con su actividad vital, así el alma recibe de la oración el flujo vital que desciende del mismo Dios. Pero en la oración el alma recibe todavía más que lo que recibe el cuerpo con la alimentación, porque mientras el cuerpo se alimenta con los nutrientes del alimento para seguir siendo solamente cuerpo, el alma que se alimenta de la oración recibe el influjo de vida divina que convierte a su alma en algo nuevo, distinto, impensado, de origen sobrenatural, y es el verse desaparecer en su “yo”, en su ser viejo y contaminado por el pecado y la concupiscencia de la vida, para ser convertido en una imagen viviente de Jesucristo. Y aquí radica la importancia de la oración, en su efecto en el alma: cuanto más el alma reza, más se acerca a Dios, pero como “Dios es Amor” eterno, Luz indefectible, Fortaleza divina, Sabiduría celestial, Vida Increada, Alegría infinita -y muchísimos atributos más, tantos que no alcanzarían mil eternidades juntas para empezar a describirlos-, y como Él transforma al alma que se le acerca por la fe, el amor y la oración, en una imagen viviente suya, como consecuencia de la oración, el alma se ve transformada en una imagen viviente de Jesucristo y puede decir, con San Pablo: “Ya no soy yo, sino Cristo quien vive en mí”. Como vemos, lejos de ser un pasatiempo piadoso, un hablar a la pared, un modo de ocupar el tiempo de quien le sobra el tiempo, por no decir una ocupación inútil, como el mundo progresista y modernista lo dice, se trata de una operación vital que define la vida eterna de la persona que reza, al abrirle las puertas del cielo, porque Dios Padre, al ver en el alma que reza la imagen viva de su Hijo, “creerá” que esa alma es su Hijo, y la hará pasar al cielo, para que disfrute de su Visión y Presencia para siempre.
Habiendo visto la importancia vital de la oración, hay que saber luego que existen dos oraciones centralísimas en la vida de un católico, oraciones sin las cuales el alma perece irremediablemente: la Santa Misa y el Santo Rosario.
La Santa Misa, porque Dios ha querido comunicársenos a través de los sacramentos, el primero de todos la sagrada Eucaristía, y si no recibimos la Eucaristía dominical, cortamos el flujo de vida divina que del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús fluye sin medida hacia el alma que lo recibe. Por este motivo, el católico que piensa que es lo mismo venir a Misa el Domingo o no venir, está tan equivocado como aquel que pensara que da lo mismo pasarse una semana entera, con sus días y sus noches, sin probar bocado alguno. Es Dios mismo quien ha elegido comunicársenos a través del sacramento de la Eucaristía y por eso quien no recibe la Eucaristía dominical –en estado de gracia, obviamente- no recibe la vida de Dios, y por eso su alma está muerta a la vida de la gracia, y es lo que explica que faltar a Misa el Domingo sea pecado mortal. No es pecado mortal por una disposición extrínseca de algún legislador eclesiástico: es pecado mortal por la naturaleza misma de la cosa: si no recibo la Eucaristía el Domingo, no recibo la vida de Dios que se me comunica en la Eucaristía, y mi alma muere a la vida de la gracia; está muerta espiritualmente, aunque yo camine, hable, y me mueva.
         Con el Santo Rosario pasa lo mismo: Dios posee en sí mismo y quiere darnos sin límites todas las gracias que necesitamos para nuestra salvación eterna, pero al mismo tiempo, ha elegido a su Madre, la Virgen María, para ser Dispensadora y Medianera de todas las gracias que necesitamos para salvarnos, y por este motivo, quien se acerca a la Virgen, recibe de sus manos maternales todas las gracias que Dios quiere darnos, pero al revés también es verdad: quien no se acerca a la Virgen, quien no reza el Rosario, ve dificultada, por propia decisión, la consecución de lo que necesita para salvarse, porque Dios Hijo ha elegido que recibamos esas gracias sólo por manos de su Madre, la Virgen. De esto se sigue que, quien le reza a la Virgen, Medianera de todas las gracias y Corredentora, más que tener la posibilidad de ser escuchados por Dios, tiene la certeza absoluta de que es escuchado por Dios y que su petición será escuchada. Pero también al revés es cierto, es decir, quien no reza a la Virgen, ve disminuidas y reducidas casi a la nada sus posibilidades de ser escuchados por el Sagrado Corazón de Jesús.
Por último, cuando recemos, no debemos solo pedir, o al menos solo pedir beneficios, por buenos que estos sean; también debemos pedir ser víctimas de la Divina Justicia y de la Divina Misericordia; debemos pedir ser tenidos como malditos en favor de nuestros hermanos (cfr. Rm 9, 3); debemos pedir participar de la Pasión de Jesús en cuerpo y alma, como se reza en la Liturgia de las Horas; debemos pedir recibir su corona de espinas, como lo pidió Santa Catalina de Siena; debemos pedir sentir sus mismas penas, como la Beata Luisa Piccarretta; debemos pedir beber del cáliz de sus amarguras; debemos pedir los ojos de la Virgen para ver a Jesús, en la Cruz, en la Eucaristía y en el prójimo; debemos pedir el Corazón de la Virgen y su Amor, para amar a Jesús como lo ama la Virgen; debemos pedir, como lo hacían los santos, ser puestos a la entrada del Infierno, para que nadie más caiga ahí. Eso es lo que debemos pedir, y no solo salud, prosperidad y dinero, porque eso -que no está mal pedirlo-, no nos configura con Cristo crucificado.

“Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”. Si la oración es hablar a Dios con el corazón, entonces que cada latido del corazón sea una oración que diga: “Jesús, Dios de la Eucaristía, Señor de la Eucaristía, te amo”; si para orar necesitamos un templo, un altar, un sagrario, que además de la Iglesia en la que celebramos la Santa Misa, nuestros corazones sean otros tantos templos en donde habite el Espíritu Santo; que sean otros tantos altares, en donde se escuchen cantos de alabanza a Cristo Eucaristía; que sean otros tantos sagrarios, otras tantas moradas en donde habite y se adore Cristo Eucaristía en todo lo que resta de nuestra vida terrena, como anticipo de la adoración que, por su Misericordia Divina, esperamos y deseamos tributarle por toda la eternidad, por los siglos sin fin.

martes, 15 de octubre de 2013

"Ay de ustedes, fariseos, sepulcros blanqueados, que descuidan la justicia y el amor de Dios"

          

        "Ay de ustedes, fariseos, sepulcros blanqueados, que descuidan la justicia y el amor de Dios" (Lc 11, 42-46). Tanto los fariseos, como los doctores de la ley, se caracterizaban por su religiosidad y pasaban por ser hombres religiosos y cumplidores de la ley, pero al mismo tiempo, descuidaban aquello que fundamenta la religión: la compasión, la caridad, la misericordia para con el prójimo más necesitado. Es esto último lo que les reprocha Jesús: no les reprocha el cumplir la ley y sus deberes de religión, les reprocha el haber vaciado a la religión de su contenido más esencial, el amor y la compasión.
          Cuando una persona comete el error de los fariseos y los doctores de la ley, es decir, el de tomar la religión como si fuera una ocasión para eventos sociales, buscando solo la apariencia exterior y el ser alabados y admirados por los hombres, convierte a la religión en una caricatura de sí misma, en algo vacío e inconsistente, porque la religión -su práctica y su culto- es la expresión y manifestación del Ser divino trinitario, que es Amor en sí mismo. Como dice el evangelista Juan, "Dios es Amor" (1 Jn 4, 8), y ese Amor que es Dios debe verse reflejado en el hombre, en el trato que el hombre dirige a Dios -y esto es el culto divino-, y en el trato que el hombre le dirige al hombre, a su hermano, una vez que ha tratado con Dios. Por la religión, el hombre re-establece -San Agustín dice que la religión es "re-ligare", "religar" a Dios con el hombre- la relación con Dios Uno y Trino, que es Amor; como consecuencia del restablecimiento de esa relación, el hombre se ve transformado en una imagen viviente de Dios-Amor y esa condición nueva de ser imagen viviente de Dios-Amor es lo que el hombre debe comunicar a su semejante. Esta es la razón por la cual la esencia de la religión es la caridad, la compasión, la misericordia, porque Dios Uno y Trino es Caridad, Compasión, Misericordia en sí mismo, y transforma al alma humana en algo similar a sí, cuando esta alma se le acerca y le permite que la transforme. Si alguien se dice "religioso", pero no es compasivo, ni misericordioso, ni obra la misericordia, como los fariseos y los doctores de la ley, entonces ese tal está falsificando la religión cristiana y está mostrando una versión caricaturesca, cínica y falseada de la verdadera religión. Ha reemplazado, en su corazón, al Amor de Dios, por el amor de sí mismo y en consecuencia, en vez de vida eterna, posee en sí mismo sólo muerte espiritual, que es lo que está significado por Jesús cuando les dice a los fariseos que son "sepulcros blanqueados".

          "Ay de ustedes, fariseos, sepulcros blanqueados, que descuidan la justicia y el amor de Dios". Si Jesús les reprocha a los fariseos, que no tenían la plenitud de la revelación, el olvido de la caridad, de la misericordia y de la compasión, mucho más habrá de reprocharnos a nosotros, el día de nuestro Juicio particular, el no haber manifestado a los demás su Amor, el Amor de su Sagrado Corazón, Amor con el cual nos alimentó día a día a través de la Eucaristía.  

domingo, 13 de octubre de 2013

"Así como Jonás fue un signo así el Hijo del hombre es un signo para esta generación"

          

         "Así como Jonás fue un signo así el Hijo del hombre es un signo para esta generación" (Lc 11, 29-32). Jesús cita a Jonás, cuya señal a los ninivitas fue su predicación, por medio de la cual estos se convirtieron e hicieron penitencia, como signo de arrepentimiento perfecto[1]. Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, así el Hijo del hombre, Jesucristo, es un signo para la humanidad entera: desde la Cruz, Cristo nos invita a la penitencia y a la conversión del corazón, como requisitos para acceder a la vida eterna en el Reino de los cielos. Jesús en la Cruz es el signo de Dios para los hombres, signo que nos invita a reflexionar acerca de la durísima realidad del pecado por un lado, pero también acerca del Amor infinito de Dios, por otro. Jesús en la Cruz es signo que nos llama al arrepentimiento profundo del corazón, porque en sus golpes y hematomas, en sus heridas abiertas y sangrantes, en su pesar y en su abatimiento en la Cruz, en su Corazón traspasado por la lanza, vemos el efecto real y directo que tienen nuestros pecados, los nuestros personales y los de todos los hombres de todos los tiempos. Jesús golpeado, cubierto de hematomas, de llagas abiertas y bañado en su propia Sangre, es el signo de Dios Padre que nos invita al arrepentimiento perfecto, a que tomemos conciencia de la realidad del pecado y de su efecto devastador para el alma, porque es la malicia del hombre la que crucifica a Jesús.
          Pero Jesús en la Cruz, todo golpeado y herido, traspasado por los clavos de hierro en sus manos y pies, coronado de espinas, flagelado, humillado, es también signo de la Misericordia Divina de Dios Padre, porque la respuesta de Dios Padre frente al deicidio que cometimos con su Hijo no es el fulminarnos con su ira, sino abrirnos la Fuente del Amor Divino, el Sagrado Corazón traspasado de Jesús, para concedernos el perdón
          "Así como Jonás fue un signo así el Hijo del hombre es un signo para esta generación". Jesús en la Cruz es el signo del Padre que nos invita al arrepentimiento perfecto, al comprobar en las heridas de Jesús la malicia y ferocía del pecado, y es también al mismo tiempo el signo del Padre que nos invita a confiar en la Divina Misericordia, que para que no dudemos de su Amor, nos dona, en la Cruz y en la Eucaristía, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesucristo.



[1] Cfr. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 613.

sábado, 12 de octubre de 2013

“¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?”


(Domingo XXVIII - TO - Ciclo C – 2013)
         “¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?” (Lc 17, 11-19). Jesús cura milagrosamente a diez leprosos, pero sólo uno de ellos, un extranjero, regresa a darle gracias. Los otros nueve, una vez curados, se olvidan de Jesús y se retiran sin más. Lo llamativo del episodio, y que llama la atención también de Jesús, es la desproporción que hay entre los que reciben la gracia de la curación milagrosa, y los que regresan a agradecer por la misma: solo uno, contra nueve que no agradecen. Esta actitud desagradecida es lo que motiva la dolorosa pregunta de Jesús: “¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?”.
Debido a que la lepra, en la Sagrada Escritura, es figura del pecado, en este episodio del Evangelio, debemos vernos reflejados nosotros, integrantes de la Iglesia, porque como todos los hombres llevamos la herencia del pecado original y estamos expuestos continuamente a caer en el pecado. Que la lepra sea figura del pecado, significa que así como la lepra daña al cuerpo, así el pecado provoca en el alma un daño, que será más o menos grave de acuerdo a la gravedad del pecado. Al ser figura del pecado, se puede hacer una analogía entre la enfermedad de la lepra, como tal, y el pecado: así como la lepra está provocada por un microorganismo, un microbio –el Mycobacterium leprae-, es decir, algo insignificante en cuestión de tamaño en relación a la masa corporal del individuo afectado, así el pecado es algo insignificante en relación a la vida espiritual, y de hecho, una de las cosas que más lamentarán quienes se condenen en el infierno –dicen santos como San Alfonso María de Ligorio- es el haber perdido algo tan inmensamente grande, como Dios, por algo tan despreciablemente pequeño, como el pecado; de la misma manera a como la lepra produce una lesión que es indolora y es causa de insensibilidad, porque el microbio lesiona los nervios periféricos, portadores de la sensibilidad-, así el pecado, al ser cometido, es insensible, puesto que el alma no “siente nada” cuando peca y al igual que la lepra, que causa insensibilidad, el pecado va provocando cada vez más una insensibilidad hacia la vida de la gracia, que termina por colocar al pecador en una dureza de corazón permanente e irreversible. En el Antiguo Testamento, el leproso era marginado de la comunidad y debía vivir apartado, en cuevas solitarias y su presencia debía ser anunciada por un cencerro porque por temor al contagio, nadie quería estar a su lado; de la misma manera, el pecado aísla al pecador de la comunión de vida y amor con los justos que en la Iglesia viven en gracia, y su ejemplo busca de ser evitado a toda costa por quien tiene conciencia de la maldad y fealdad del pecado (esto no significa, obviamente, que exista discriminación alguna relativa al pecador en cuanto persona, pero sí que se debe evitar, como modelo a imitar, su mal ejemplo de pecador).
La lepra entonces es figura del pecado, y es esto lo que debemos considerar en este Evangelio, pero también debemos considerar la curación milagrosa de la lepra por parte de Jesús, puesto que esta es una figura del sacramento de la confesión: así como los leprosos quedan curados en un instante por la omnipotencia del Hombre-Dios Jesucristo, de manera tal que no queda rastro alguno de la enfermedad en los leprosos, así también sucede en el alma cuando, por el sacramento de la confesión, el penitente recibe la potentísima acción de la gracia divina de Jesucristo sobre el alma, por intermedio del sacerdote ministerial, quedando curado de todo pecado, y así como el cuerpo sanado de la lepra recupera su salud y bienestar obteniendo una nueva vida, la vida sana, así el alma, por la confesión sacramental, no solo se ve libre de la fealdad y malicia del pecado, sino que se ve revestida de la gracia divina que le proporciona una nueva vida, la vida de Dios, participada por la gracia. En otras palabras, si la lepra es figura del pecado, la curación milagrosa de los leprosos por parte de Jesús, es figura de su acción curativa producida en el sacramento de la confesión.
“¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?”. De los diez leprosos curados, sólo uno vuelve a dar gracias al Hombre-Dios Jesucristo, y la forma de demostrar su agradecimiento es postrándose con rostro en tierra ante su Presencia, adorándolo porque reconoce en Jesús a Dios encarnado. Todos los cristianos hemos recibido un milagro infinitamente más grande que el ser curados de una enfermedad como la lepra, desde el momento en que hemos recibido el sacramento de la confesión, por medio del cual la Sangre de Cristo derramada en la Cruz se ha vertido en nuestras almas, dejándonos limpios, puros e inmaculados, llenos de la gracia divina, y por eso nos tenemos que preguntar si agradecemos los dones que Jesús nos hace, y tanto más,  cuanto que no solo hemos recibido el don de la Confesión sacramental -y mucho más de una vez, sino innumerables veces-, sino también dones cuya sola enumeración llevaría días enteros, y por esto solo deberíamos postrarnos en acción de gracias ante Jesús. Cuando venimos a Misa, ¿cómo nos comportamos con relación a Jesús y a su infinito Amor demostrado en la confesión sacramental? ¿Pensamos en nuestros mezquinos intereses, pensamos en solo pedir cosas a Jesús, o peor aún, pensamos en reclamarle cosas que le pedimos y que según nuestro corto punto de vista, no nos dio? Cuando venimos a Misa, pensamos en nosotros mismos o, por el contrario, nos postramos de rodillas ante su Presencia sacramental, en signo de adoración y acción de gracias por su Amor misericordioso? 
Que seamos como el samaritano agradecido y, al igual que él, expresemos nuestra fe y gratitud, en cada Santa Misa, postrándonos ante su Presencia sacramental, la Sagrada Eucaristía, tanto interiormente, como exteriormente, arrodillándonos al recibirlo en la Comunión.

jueves, 10 de octubre de 2013

“Si expulso demonios con el poder de Dios es que su Reino ha llegado”


“Si expulso demonios con el poder de Dios es que su Reino ha llegado” (Lc 11, 15-26). Los escribas y fariseos acusan falsamente a Jesús de obrar bajo influencia del demonio en su acción de curar enfermos y expulsar demonios, lo cual constituye un pecado contra el Espíritu Santo, puesto que atribuye malicia a Dios y a su obra. Jesús les hace ver que Él no actúa con el poder del demonio, porque Él cura las enfermedades y expulsa a los demonios, y el demonio no puede combatirse a sí mismo, ya que si hiciera esto, se debilitaría, desde el momento en que es el causante de toda enfermedad humana -al menos remotamente, por causa del pecado original[1]-, y es el causante –obviamente-, de las posesiones demoníacas.
Pero además, Jesús agrega que si Él expulsa a los demonios con el “dedo de Dios”, esto significa que “el Reino de Dios ha llegado a los hombres”, porque Él “ha venido para destruir las obras del demonio” y liberar al hombre de las consecuencias de la caída[2].
Jesús concluye con una alusión muy severa a sus adversarios: si ellos se han colocado contra Jesús cuando arroja a un demonio, ¿no significa esto que se han puesto del lado de Satán, cuyo reinado Nuestro Señor ha venido a destruir?[3]. Como resultado del diálogo, quedan desenmascarados los enemigos de Jesús, que lo acusaban de estar poseído, cuando en realidad son ellos los posesos o, al menos, quienes trabajan directamente para el reino de Satanás en la tierra.
Esto que sucede con Jesús, sucede hoy con la Iglesia Católica, su Cuerpo Místico, puesto que la Iglesia es atacada permanentemente por individuos que, desde las más diversas ocupaciones y profesiones, acusan falsamente a la Iglesia de ser la causante de la desgracia humana. Por ejemplo, solo para citar una pequeña muestra de la abundancia de falsas acusaciones, el escritor Eduardo Galeano, quien en un poema de su autoría atribuye falsamente a Dios la invención de la culpa y la orden de “quemar vivos” a quienes “adoren al sol y a la  luna”: “En 1492, los nativos descubrieron que eran indios, descubrieron que vivían en América, descubrieron que estaban desnudos, descubrieron que existía el pecado, descubrieron que debían obediencia a un rey y a una reina de otro mundo y a un dios de otro cielo, y que ese dios había inventado la culpa y el vestido y había mandado que fuera quemado vivo quien adorara al sol y a la luna y a la tierra y a la lluvia que la moja”. Eduardo Galeano. Los hijos de los días. 12 de Octubre: nada que celebrar”.
Autores como este señor, que atacan a la Iglesia, Cuerpo Místico de Jesús, atribuyéndole malicia, pero no la malicia propia del pecado de quienes formamos la Iglesia, puesto que todos somos pecadores, sino la malicia de la obra de la Evangelización –y en esto constituye su pecado luciferino-, se ponen de parte de Satanás, en su irracional intento de destruir a Cristo y a su Iglesia.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 613.
[2] Cfr. Orchard, ibídem.
[3] Cfr. Orchard, ibídem.

miércoles, 9 de octubre de 2013

“Les aseguro que le dará lo que le pide, por su insistencia”


“Les aseguro que le dará lo que le pide, por su insistencia” (Lc 11, 5-13). Con la parábola de un hombre que concede a su amigo el pan que le pide no por su amistad sino por su insistencia, Jesús nos enseña cuáles deben ser las condiciones de la oración: perseverante –el amigo insiste e insiste, hasta que consigue lo que pide-, confiada –sabe que su amigo le dará lo que solicita-, a tiempo y a destiempo –acude cuando su amigo está descansando, y no cesa en su pedido hasta que obtiene lo que quiere-.
Debemos vernos en ese amigo insistente, en nuestra relación con Dios, y así como es ese amigo, así debemos ser nosotros con Dios, por medio de la oración, sabiendo que Dios siempre nos escucha, pero que quiere sentir nuestra voz y quiere sentirla muchas veces y por eso nuestra oración debe ser continua, perseverante, constante, y confiada, porque es un Dios de infinita bondad que no dejará jamás de darnos lo que le pidamos y sea conveniente para nuestra salvación.
Pero en la imagen del hombre que acude a golpear la puerta de su amigo para pedirle pan, si bien debemos vernos a nosotros mismos en nuestra relación con Dios por medio de la oración, como acabamos de decir, podemos ver también, paradójicamente, a Dios, que quiere entrar en comunión con nosotros, y lo quiere hacer a través de la comunión eucarística. En efecto, en el Apocalipsis, Jesús dice: “He aquí que estoy a la puerta y llamo, si alguien me abre, entraré y cenaré con él y él conmigo” (3, 20). En el Apocalipsis, esta relación se invierte, y ya no somos nosotros los que, como mendigos, golpeamos a las puertas del Corazón de Dios, pidiendo por el Pan de su Palabra, sino que es Dios mismo quien, como mendigo, golpea las puertas de nuestros corazones, pidiendo entrar para alimentarnos con el Pan de Vida eterna, que es su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
“Les aseguro que le dará lo que le pide, por su insistencia”. Si en la oración Dios nos dará lo que le pedimos a causa de nuestra insistencia, Dios también está seguro de que, si Él insiste, golpeando a las puertas de nuestros corazones, día a día, queriendo entrar en ellos por la Eucaristía, para darnos el Pan de su Amor eterno, llegará algún día en que verdaderamente le abriremos la puerta de nuestras almas y le daremos lo que pide con insistencia: nuestro amor.

martes, 8 de octubre de 2013

El Padrenuestro se vive en la Santa Misa

         

      Jesús nos enseña el Padrenuestro, en el cual están contenidas las peticiones más importantes que podemos realizar a Dios Padre; la Santa Madre Iglesia, por el misterio de la liturgia eucarística, nos hace vivir el Padrenuestro en cada Santa Misa:
         “Padrenuestro que estás en el cielo”: Dios Padre está en el cielo, y puesto que el altar eucarístico es una parte de ese cielo, está también en el altar eucarístico, desde el momento en que es Él quien envía a su Hijo Jesús a renovar incruentamente su sacrificio en Cruz por nuestra salvación, y está en el altar observando cómo su Hijo Jesús derrama su Sangre por nosotros en el cáliz. Por eso también podemos decir: “Padrenuestro que estás en el cielo, que estás en esa parte del cielo que es el altar eucarístico”.
         “Santificado sea tu Nombre”: El Nombre de Dios Padre es Santo, es tres veces Santo, porque es el Único Santo y porque de Él proceden el Hijo y el Espíritu Santo, que poseen su misma santidad, la que Él les ha donado desde la eternidad. En la Misa, así como en el cielo, santificamos y glorificamos el Nombre de Dios Uno y Trino, Tres veces santo, porque se lleva a cabo la obra de nuestra redención, la renovación incruenta del Sacrificio del Altar, obra que surge de la bondad y de la santidad divina como de su fuente.
         “Venga a nosotros tu Reino”: “El Reino está entre vosotros”, dice Jesús, y por la Santa Misa, más que el Reino, está entre nosotros Jesús Eucaristía, Rey de cielos y tierra, que quiere entrar en nuestros corazones para tomar posesión y reinar en ellos, en el tiempo y en la eternidad.
         “Hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo”: la Voluntad de Dios es que todos nos salvemos, y por la Santa Misa se actualiza, bajo el velo sacramental, la obra de nuestra redención, el Sacrificio del Calvario de Jesús, y se nos entrega, como prenda de salvación, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, en la Eucaristía.
         “Danos hoy nuestro Pan de cada día”: en el Padrenuestro pedimos por el “pan de cada día”, el pan material, el pan de la mesa, pero en la Misa recibimos un Pan de valor infinito, imposible de apreciar, el Pan de Vida eterna, que contiene en sí todo deleite, el Pan Vivo bajado del cielo, que alimenta nuestras almas con la Divinidad misma del Cordero.
         “Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”: en el Padrenuestro pedimos a Dios Padre que nos perdone nuestras ofensas, y la primera de todas es hacia Él, porque lo ofendimos cometiendo deicidio con nuestros pecados; en la Santa Misa, está la respuesta de amor y perdón de Dios Padre, porque en vez de castigarnos por matar a su Hijo en la Cruz, Dios Padre nos da su Amor a través del Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. La Eucaristía, que es el Sagrado Corazón de Jesús, vivo y palpitante con la fuerza del Amor Divino, es la señal visible del Amor de Dios que nos dice: “Yo te perdono tus pecados, y la prueba de mi perdón es el Corazón glorioso y palpitante de mi Hijo en la Eucaristía”. Y con ese perdón, perdonamos a quienes nos ofenden.
         “No nos dejes caer en la tentación”: En el Padrenuestro pedimos la fuerza y la asistencia de Dios Padre para resistir a la tentación; en la Santa Misa, recibimos el Ser divino trinitario de Jesús, y con él, su fuerza omnipotente, su Gracia divina, que nos permite no solo no caer en la tentación, sino vencerla con toda facilidad, porque por la Eucaristía quedamos revestidos con su misma omnipotencia, al ser hechos partícipes de su gracia.
         “Mas líbranos del mal”: En el Padrenuestro pedimos ser librados del mal; por la Santa Misa quedan derrotadas para siempre las dos fuentes de los dos males que nos agobian: el Ángel caído, Satanás –porque Jesús en la Cruz lo derrotó definitivamente- y nuestra concupiscencia -porque la gracia contenida en la Eucaristía la destruye y la hace desaparecer de nuestra alma, colocando en su lugar la vida de Dios-.
         “Amén”: En el Padrenuestro decimos “Amén”, como petición y confirmación de que “Así sea” todo lo que le pedimos a Dios Padre; en la Santa Misa, al actualizarse la obra de nuestra redención bajo las especies sacramentales, el Sacrificio en Cruz de Jesús, nos unimos al triple amén de la Iglesia: la Iglesia Militante, la Iglesia Purgante, la Iglesia Triunfante en los cielos, que de esta manera glorifica a la Santísima Trinidad y al Cordero que por nosotros dio su vida en la Cruz y la renueva en cada Santa Misa. 

sábado, 5 de octubre de 2013

"Si tuvierais fe como un grano de mostaza, le dirías a la morera que se plante en el mar, y ella les obedecería"


(Domingo XXVII - TO - Ciclo C - 2013)
          "Si tuvierais fe como un grano de mostaza, le dirías a la morera que se plante en el mar, y ella les obedecería" (Lc 17, 3b-10). Jesús nos plantea, en este Evangelio, no solo la fe, sino el poder de la fe: nos dice claramente que, si tuviéramos una fe pequeña, simbolizada en el grano de mostaza, de muy pequeño tamaño, podríamos ordenar a un árbol, por ejemplo, que se desarraigue del lugar en el que se encuentra, y que se plante en el mar, y éste obedecería. No cabe duda que, si alguien tuviera esa fe, poseería mucho poder, puesto que la naturaleza le obedecería y cumpliría sus órdenes al pie de la letra y con toda prontitud. Sin embargo, no cuesta mucho constatar que, al menos en lo que a nosotros nos atañe, no somos los poseedores de una fe tan poderosa, puesto que, por mucho que lo intentemos, no solo las moreras, sino cuanto árbol vemos por ahí, continúan firmemente enraizados en sus lugares, sin la más mínima intención de moverse, y mucho menos de plantarse en el mar.
          Una vez que hemos constatado que nuestra fe es mucho más pequeña que un grano de mostaza, puesto que las moreras -y ningún otro árbol- no se mueven de su lugar, debemos elevar nuestros ojos a Jesús y decir, como los discípulos en el Evangelio: "Señor, auméntanos la fe", y Jesús, que no deja de escuchar nunca ninguna súplica, nos concederá lo que le pedimos, y nos dará una fe infinitamente más fuerte y poderosa, con una fuerza tan inmensamente más grande, que la fuerza necesaria para arrancar una morera de raíz y trasplantarla en el mar, quedará reducida a casi nada.
          ¿De qué fe se trata? Si se lo pedimos, Jesús nos dará la fe de la Iglesia, la fe según la cual Él no es un hombre más como todos, "el hijo del carpintero", como decían los vecinos de su pueblo natal, sino el Hombre-Dios, Dios Hijo hecho hombre sin dejar de ser Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que procediendo eternamente del Padre se encarnó en el tiempo en el seno virgen de María Santísima, para cumplir la obra de la redención de los hombres, entregando su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Cruz, en el Calvario, y prolongar este don en el Nuevo Monte Calvario, el altar eucarístico, ofreciéndose a sí mismo en Persona en la Eucaristía. 
           Por la fe de la Iglesia, que nos da Jesús, creemos que María, la Madre de Jesús, no es simplemente una agraciada doncella de Palestina que vivió y murió virtuosamente hace dos mil años, sino que creemos que es la Madre de Dios, la Mujer revestida de sol descripta en el Apocalipsis (cfr. 12, 1-17), la Mujer que en el Génesis aplasta la cabeza del dragón con su pequeño piececito de doncella (cfr. 3, 15), porque le ha sido participado el poder divino y por eso, ante su solo Nombre, tiemblan de terror y de espanto Satanás y el infierno entero. 
          Por la fe de la Iglesia, que nos da Jesús, creemos que la Virgen es nuestra Madre celestial, que nos ha adoptado en la persona de Juan al pie de la Cruz, cuando Jesús le encargó la dulcísima tarea de adoptarnos como hijos suyos: "Mujer, he ahí a tu hijo" (Jn 19, 27). 
          Por la fe de la Iglesia, que nos da Jesús, creemos que la Virgen, que es Madre de Jesús y nuestra Madre, así como acompañó a su Hijo a lo largo del Calvario, y estuvo con Él en su agonía y lo recibió una vez ya muerto y esperó pacientemente hasta el Domingo de Resurrección, así también nos acompaña a nosotros en el Calvario de la vida, ayudándonos a llevar nuestra Cruz, para que unidos a la Cruz de Jesús, muramos al hombre viejo y seamos capaces de nacer como hombres nuevos, vivificados con la vida de la gracia que brota del Corazón traspasado de Jesús. 
         Por la fe de la Iglesia, que nos da Jesús, creemos que la Misa no es un "evento social", como dice el Papa Francisco, sino la renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, sacrificio por el cual Jesús salva nuestras almas y nos concede la gracia de la filiación divina. 
        Por la fe de la Iglesia, que nos da Jesús, tenemos entonces una fe mucho más fuerte que la necesaria para arrancar una morera y plantarla en el mar, porque nuestra fe, que es la fe de la Iglesia, hace bajar del cielo al Hijo de Dios hasta el altar eucarístico, para quedarse en la Eucaristía, para que por la Eucaristía nos alimentemos con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.

          Por la fe de la Iglesia, nuestra fe es tan fuerte que, más que arrancar una morera del suelo y llevarla al mar, nuestros corazones se arrancan de la tierra y son llevados al cielo. Esto es lo que le tenemos que pedir a Jesús: "Señor, danos la fe de la Iglesia".

miércoles, 2 de octubre de 2013

“Yo los envío como ovejas en medio de lobos”



“Yo los envío como ovejas en medio de lobos” (Lc 10, 1-12). Al enviar a su Iglesia a misionar al mundo, Jesús les advierte acerca de los peligros que correrán, peligros que no están causados tanto por factores humanos, sino por factores sobrehumanos, y estos son los ángeles caídos. Es a esto a lo que Jesús quiere referirse cuando dice que envía a sus discípulos “como ovejas en medio de lobos”, porque la disparidad de fuerzas que da la imagen –una oveja no tiene ninguna posibilidad frente a un lobo- remite a entidades malignas que superan ampliamente las fuerzas de la naturaleza humana. En otras palabras, cuando Jesús dice que los cristianos somos como “ovejas en medio de lobos”, no está hablando de la mera inseguridad que puede vivir una sociedad civil, inseguridad causada por el aumento de la delincuencia en todas sus formas, en donde los cristianos serían las ovejas, y los delincuentes, los lobos: Jesús está hablando de un peligro mucho más grande, tan grande que es difícil incluso de imaginar, porque es un peligro real, posible de abatirse sobre los cristianos como una fuerza imposible de resistir, así como una oveja no puede resistir las dentelladas del lobo. Este peligro real, que supera con creces cualquier posibilidad de defensa natural de la que sea capaz el hombre, está dado por una multitud de seres malignos, los ángeles caídos, que habitan en el infierno pero a los cuales se les permite salir para que tienten a los hombres.
Sólo así se explica la imagen que da Jesús, la de “ovejas en medio de lobos”, con la cual describe a los integrantes de su Iglesia: así como un lobo es más ágil, astuto y fuerte que una oveja, en cuya comparación es lenta para caminar, tarda para pensar y sumamente débil, así la naturaleza angélica del ángel caído es superior a la naturaleza humana, y así como no puede ofrecer la más mínima resistencia a las dentelladas del lobo, así el cristiano, sin la ayuda de la gracia, es fácil presa de Lobo Infernal, Satanás.
“Yo los envío como ovejas en medio de lobos”. El cristiano, en medio del mundo, gobernado por el Príncipe de las tinieblas y por los hombres asociados a él, es como una “oveja en medio de lobos”, y por lo tanto es débil como una oveja, pero al mismo tiempo, y paradójicamente, al estar asistido por la gracia divina, es más fuerte que el Lobo: no posee la astucia del Lobo infernal, pero posee la Sabiduría divina; no posee la fuerza del Lobo, pero está dotado con la Fortaleza de Cristo; no cuenta con la doblez y el cinismo de las tinieblas, que proporcionan una ventaja inicial, pero está dotado de la mansedumbre y humildad del Sagrado Corazón de Jesús. Y con estas armas invencibles, la Sabiduría divina, la Fortaleza de Cristo y la mansedumbre y humildad, se da algo imposible para el hombre: que la oveja venza al Lobo.